¿Cuál es el origen del diablo? - Ariel Álvarez Valdés - E-Book

¿Cuál es el origen del diablo? E-Book

Ariel Álvarez Valdés

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Beschreibung

Muchos lectores de la Biblia, al hojear sus páginas, toman los textos tal como están, sin indagar demasiado en ellos ni hacerse mayores preguntas. A veces, incluso, piensan que sería irrespetuoso cuestionar al Libro Sagrado. Sin embargo, las dudas y preguntas son las que ayudan a profundizar en el verdadero sentido de sus páginas. El presente libro intenta hacer ambas cosas: por un lado, formular preguntas a la Biblia que a veces el público no se atreve o no atina a plantear; y por otro, responder a las mismas. A través de estas páginas, los lectores podrán conocer de manera ágil, directa y sin tecnicismos algunas de las nuevas contribuciones de la actual exégesis bíblica a la Palabra de Dios.

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Índice

Presentación

1. SEGÚN LA BIBLIA, ¿CUÁL ES EL ORIGEN DEL DIABLO?

2. ¿QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE EL INFIERNO?

3. ¿QUIÉN TIENE LOS ORIGINALES DEL ANTIGUO TESTAMENTO?

4. ¿QUIÉN ESCRIBIÓ LA PRIMERA HISTORIA DE ISRAEL?

5. ¿CONTIENE LA BIBLIA UN LIBRO ERÓTICO?

6. ¿FUE EL PROFETA JONÁS TRAGADO POR UNA BALLENA?

7. ¿QUÉ MISTERIO ESCONDEN LOS MANUSCRITOS DEL MAR MUERTO?

8. ¿QUIÉNES ERAN LOS EXTRAÑOS ESENIOS DEL MAR MUERTO?

9. ¿CÓMO NACIERON LAS SECTAS RELIGIOSAS DE LA ÉPOCA DE JESÚS?

10. ¿EXISTIERON LOS REYES MAGOS?

11. ¿FUERON MUCHOS LOS NIÑOS INOCENTES QUE MATÓ HERODES?

12. ¿POR QUÉ JESÚS FUE DESOBEDIENTE A LOS DOCE AÑOS?

13. ¿ERA JESÚS DISCÍPULO DE JUAN EL BAUTISTA?

14. ¿CUÁL FUE EL PRIMER MILAGRO DE JESÚS?

15. ¿CÓMO SE ENTERÓ JUAN DEL DIÁLOGO ENTRE JESÚS Y LA SAMARITANA?

16. ¿QUÉ CALENDARIO USABA JESÚS?

17. ¿POR QUÉ ORDENÓ JESÚS PERDONAR A LOS ENEMIGOS?

18. ¿CÓMO MURIÓ JUAN EL BAUTISTA?

19. ¿CUÁNDO BAJÓ EL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES?

20. ¿QuIÉNES ESTUVIERON PRESENTES EL DÍA DE PENTECOSTÉS?

Créditos

Presentación

En mayo de 2012 el predicador evangélico Mack Wolford, de 44 años, quiso mostrar que es cierto lo que enseña el evangelio de Marcos (Mc 16,17), es decir, que el verdadero creyente «puede tomar serpientes en sus manos» sin sufrir daño alguno. Ya lo había hecho otras veces en sus celebraciones. Pero en esta ocasión las cosas no salieron bien: esa tarde el pastor fue mordido por el venenoso reptil, ante la mirada atónita de todos los fieles que asistían al culto en West Virginia (Estados Unidos). Y en vez de ir al hospital, se dirigió a la casa de un familiar pensando que debido a la gran fe que tenía se iba a sanar. Por la noche su situación había empeorado y debió ser trasladado a un hospital, donde poco después falleció, a causa del retraso en acudir para ser asistido. Lo más llamativo es que el padre de Wolford, también predicador, había fallecido unos años antes de la misma forma, es decir, mordido por una serpiente venenosa en una ceremonia religiosa.

Estos, sin duda, son ejemplos extremos de quienes intentan tomar los textos bíblicos de forma literal. Sin embargo, en mayor o menor medida, son muchos los que todavía, alegando que la Biblia contiene la Palabra de Dios, la interpretan de manera textual, sin darse cuenta de lo peligroso que esto puede resultar para su fe y su vida. Piensan que es una falta de respeto cualquier intento de cuestionar lo que ella dice, cuando en realidad, si Dios nos distinguió con la capacidad de pensar, la falta de respeto sería más bien no leer las Sagradas Escrituras de manera razonable.

Hubo una época en que se creía que la comprensión del Libro Sagrado estaba reservada solo para una jerarquía privilegiada. Esto se debía a que, con el transcurso del tiempo, se había abierto una brecha cultural, social e histórica entre sus autores y los lectores, haciendo que gran parte de su contenido se volviera difícil de entender, y convirtiéndolo en monopolio de los especialistas. Afortunadamente los tiempos han cambiado. Los estudios bíblicos han avanzado enormemente, se han divulgado, y hoy el público en general tiene la posibilidad de comprender, de manera más fácil y sencilla, el sentido de estos maravillosos textos.

El presente libro es el tercer volumen de una colección destinada a responder ciertas preguntas que la gente se ha hecho alguna vez, o, si no se ha hecho, que debería hacerse. Está dirigido a catequistas, profesores de religión, agentes de pastoral y lectores de la Biblia en general. Al igual que los dos volúmenes anteriores, titulados ¿Quién era la serpiente del Paraíso? ...Y otras 19 preguntas sobre la Biblia, y ¿Por qué Dios permite los males y la muerte? ...Y otras 19 preguntas sobre la Biblia, esta obra pretende poner al alcance del público no especializado algunos temas tomados de los actuales estudios bíblicos, que quizás se encuentran poco difundidos, o limitados a un público de expertos. Intenta así relacionar a los lectores de la Biblia con los nuevos aportes realizados por la actual exégesis bíblica, con el fin de establecer un puente entre los especialistas y el resto del pueblo de Dios, y acercar así a este a las investigaciones de aquellos.

El libro ofrece un conjunto de veinte temas, desarrollados ya por la exégesis, pero escritos ahora en un lenguaje llano y comprensible para los no iniciados. Esperamos con esta obra no solo aportar respuestas a algunas dudas bíblicas, sino también estimular la inquietud por la lectura de la Sagrada Escritura, ya que ella fue escrita para que cada uno encuentre ayuda en tiempos turbulentos y de desánimo. Lo decía sabiamente san Pablo: «Gracias a la constancia y al consuelo que dan las Escrituras, podemos mantener la esperanza» (Rom 15,4).

1

Según la Biblia, ¿cuál es el origen del diablo?

Un viejo miedo

Muchos conocen la famosa historia del origen del diablo. Aquella que cuenta que al principio era un ángel bueno creado por Dios, pero que por soberbia pecó contra él y fue expulsado al infierno. Sin embargo, pocos saben que esa historia no figura en la Biblia. Está sacada de los libros apócrifos, es decir, de los textos que no fueron aceptados por la Iglesia, y que nunca formaron parte de las Sagradas Escrituras.

Más aún: los libros apócrifos cuentan tres historias distintas sobre el pecado del diablo. ¿Por qué hay tres historias? ¿Alguna se encuentra hoy en la Biblia? ¿Cuál de estas tres es la que las iglesias cristianas han aceptado en sus enseñanzas?

Para responder a esto, debemos remontarnos al origen de la idea del diablo en el pueblo de Israel. En efecto, desde siempre los israelitas se vieron amenazados por diversos males: un animal los atacaba, o un enemigo los golpeaba; y esos males tenían una explicación. Pero de vez en cuando sufrían un accidente extraño, o se enfermaban o morían sin motivo aparente, y entonces se preguntaban: ¿quién provocó esas desgracias? Pensando que esos males no podían venir de Dios, concluyeron que debían existir ciertas fuerzas o poderes malvados que los generaban. A estas las llamaron «espíritus impuros» o «demonios». Dedujeron también que debían estar gobernadas por un jefe supremo, al que le dieron diferentes nombres: Satán, Semyasa, Mastema, Azazel, Belial o Belcebú.

La invasión de los griegos

Al principio, los judíos no se preguntaron de dónde habían salido esos demonios. Simplemente aceptaban su existencia. Pero hacia el año 300 a.C. la situación cambió, cuando se vieron invadidos por los griegos. En esa época, Alejandro Magno irrumpió en el Oriente trayendo no solo sus ejércitos, sino también la mentalidad y la cultura griegas. Ahora bien, resulta que los griegos también creían en la existencia de demonios y seres espirituales, pero de manera diferente a la de los judíos. Para los griegos, los demonios eran seres casi divinos, que estaban más o menos en la misma categoría que sus dioses.

Al verse los judíos invadidos por esa creencia, que ponía a dioses y demonios al mismo nivel, se vieron obligados a preguntarse: ¿son los demonios seres semidivinos? Y se respondieron que no. Que el único ser supremo era Dios. Los demonios eran criaturas inferiores, creadas en algún momento por Dios.

Pero esto los llevó inevitablemente hacia una segunda pregunta: ¿cómo pudo Dios haber creado seres malvados? ¿Acaso el Génesis no decía que Dios había hecho todas las cosas bien (Gn 1,31)? ¿Por qué introdujo espíritus perniciosos en la creación? A esto se respondieron que Dios los creó buenos, como ángeles, y ellos por su propia voluntad pecaron y se volvieron malos.

Los ángeles violadores

Estas dos afirmaciones (que los demonios eran criaturas de Dios y que se hicieron malos voluntariamente) dejaron más tranquilos a los judíos. Pero tarde o temprano tenía que surgir un tercer interrogante: ¿qué pecado cometieron esos ángeles para volverse malos? Y aquí comenzó el problema.

Buceando en los textos que hoy forman parte del Génesis hallaron un extraño relato que, pensaron, podía ser la respuesta que buscaban.

Ese texto (que está en Gn 6,1-4) cuenta que, al principio de la humanidad, algunos ángeles se enamoraron de las mujeres humanas, de modo que bajaron a la tierra y tuvieron relaciones sexuales con ellas. Como fruto de esa unión antinatural nació una raza de gigantes que habitó un tiempo sobre la tierra. Este desorden moral terminó enojando a Dios, y por eso decidió castigar a la humanidad enviando el famoso diluvio universal que hubo en tiempos de Noé.

Esta curiosa narración era, en realidad, un antiguo mito, introducido en el Génesis justo antes del diluvio, para explicar por qué Dios había mandado aquella inundación que acabó con la raza humana. No explicaba ningún pecado de los ángeles. Pero los judíos que buscaban la caída de Satanás creyeron haberla encontrado aquí. Y así se popularizó la idea de que el pecado de Satanás y sus ángeles había sido este, es decir, un pecado sexual.

Por eso, hacia el año 200 a.C. se compuso una narración basada en ese episodio, hoy recogida en un libro apócrifo llamado el 1er Libro de Henoc. Es la primera leyenda que existe sobre el origen del diablo.

El desorden que quedó

Según el relato del 1er Libro de Henoc (capítulos 6–11), al principio de la humanidad unos doscientos ángeles se sintieron atraídos por la belleza de las mujeres de la tierra. Entonces, guiados por el ángel Semyasa, su jefe supremo, bajaron y se unieron a ellas. Aquellas mujeres engendraron 3 000 hijos, que no fueron niños normales sino gigantes de enormes dimensiones. Esos gigantes, después de devorar la comida de la tierra, empezaron a devorar a los seres humanos, los cuales, desesperados, suplicaron a Dios que los ayudara. Dios envió a tres ángeles, Uriel, Rafael y Miguel, que apresaron a Semyasa y a sus espíritus rebeldes, y los encerraron en una oscura prisión bajo tierra. Allí están todavía, hasta el día del juicio final, en que serán juzgados y arrojados para siempre a un lago de fuego junto con los demás hombres pecadores.

Pero (continúa la leyenda) en la tierra quedaron graves consecuencias de ese desorden. Porque, después de que los gigantes desaparecieron, sus espíritus permanecieron en el mundo hasta el día de hoy, vagando y provocando desastres, accidentes y enfermedades: son los demonios.

Esta leyenda se volvió muy popular, y más tarde fue recogida en otros libros también apócrifos, como el Libro de losJubileos (del año 150 a.C.), el Testamento de los Doce Patriarcas (del año 40 a.C.) y el 2º Libro de Baruc (del año 100 d.C.).

Un pecado más decente

Pero ciertos sectores del judaísmo no vieron con buenos ojos este relato. Pensaron que era poco decoroso imaginar un pecado sexual para los ángeles, que eran seres espirituales. Había que buscar una falta que se adecuara mejor a su naturaleza.

Ahora bien, los sabios judíos enseñaban que uno de los pecados más dañinos y difíciles de controlar era la envidia. Lo encontramos varias veces en la Biblia. Por ejemplo, en el libro de los Proverbios: «La ira es cruel, el enojo es destructivo, pero la envidia es algo irresistible» (Prov 27,4). Y más adelante: «La envidia corroe los huesos» (Prov 14,30). O en el libro de Job: «La envidia hace morir al necio» (Job 5,2). Entonces pensaron que el pecado de Satanás y de sus ángeles tenía que haber sido la envidia. Siguiendo esta idea, en el siglo II a.C. apareció una segunda versión de la caída de estos ángeles, que hoy se encuentra en otro libro apócrifo conocido como La vida de Adán y Eva, compuesto alrededor del año 100 a.C.

Para que todos se pierdan

Según esta nueva leyenda, cuando Dios creó al hombre, lo hizo a imagen suya. Cierto día, convocó a todos los ángeles del cielo y les exigió que adoraran su imagen divina, que estaba en Adán. El arcángel Miguel y sus seguidores obedecieron. En cambio Satanás, por envidia y celos, se negó a hacerlo, pues consideraba que él había sido creado antes que Adán, y por lo tanto tenía una jerarquía superior a la de Adán. Otros ángeles que estaban con Satanás también imitaron su negativa. Como castigo, fueron expulsados del cielo.

Esta nueva versión tenía tres ventajas sobre la anterior. Primero, el pecado mencionado encajaba mejor con la naturaleza espiritual de Satanás. Segundo, ubicaba el origen de Satanás mejor cronológicamente, pues la versión anterior lo situaba en tiempos de Noé y el diluvio, es decir, muy tarde, mientras que esta lo situaba en tiempos de Adán y Eva, al comienzo de la creación. Y tercero, explicaba algo que siempre intrigó a los israelitas: por qué Satanás se empeñaba tanto en tentar a los hombres. Según esta versión, se debe a que, cuando fue expulsado del cielo, perdió todos sus privilegios y favores, mientras que Adán continuó disfrutando de la felicidad del Paraíso; por eso, lleno de envidia y rabia, buscó hacerlo desobedecer a Dios para acarrearle la misma condena que pesa sobre él; y desde entonces busca también perder a todos los hombres.

El himno del profeta

A pesar de las mejoras, el segundo relato tenía un defecto: hacía depender la caía de Satanás de la creación del hombre; es decir, Satanás había pecado por causa del hombre, cuando en el imaginario judío Satanás existía antes de la creación del hombre. Había, pues, que buscar otra explicación en la que no estuviera involucrada la humanidad, y que fuera anterior a la creación del mundo.

Así, a fines del siglo I a.C. surgió una tercera versión. Se basaba en un antiguo himno que se halla en el libro del profeta Isaías. El himno dice así:

Cómo ha acabado el tirano. Cómo ha terminado su soberbia... Allá abajo, el sheol se estremeció por ti, y salió a recibirte... Tu soberbia ha sido arrojada al sheol. Tienes una cama de gusanos, y tus frazadas son las lombrices. Cómo has caído del cielo, Lucero, hijo de la Aurora. Has sido derribado al suelo... Tú que decías en tu corazón: «Subiré hasta el cielo, pondré mi trono encima de las estrellas de Dios, me sentaré en la montaña donde se reúnen los dioses, subiré a la cima de las nubes, seré semejante a Dios». Pero ¡ay!, al sheol has sido arrojado. A lo más hondo del pozo (Is 14,4-15).

Una burla para el rey

Algunos judíos pensaron que este himno cantaba la caída de Satanás al infierno (el sheol), y que explicaba el motivo: su soberbia y orgullo lo habían llevado a «querer ser como Dios». Por ello se rebeló contra Él, y fue expulsado de los cielos y arrojado en el sheol.

Así, alrededor del año 50 d.C., una obra apócrifa llamada 2º Libro de Henoc (11,39) incluyó esta nueva versión del origen de Satanás.

Hoy, sin embargo, los exegetas enseñan que el himno de Isaías no fue compuesto para cantar la caída de Satanás, sino para celebrar la muerte de un rey de Babilonia (cuyo nombre no figura). Era un rey tan orgulloso y altanero que se creía un dios. Por eso Isaías, burlándose de él, lo llama «Lucero» (la estrella más brillante y luminosa de la madrugada, venerada por los antiguos como un dios). Ese rey altanero terminó sus días como cualquier mortal: pereciendo y bajando al sheol (donde se pensaba que habitaban los muertos).

El hecho de creer que este himno se refería al diablo llevó a los lectores posteriores a pensar que «Lucero» era el nombre del diablo. Y como «Lucero» en latín se dice «Lucifer», al diablo se lo empezó a llamar Lucifer. De ahí que, durante siglos, y hasta el día de hoy, erróneamente a Satanás se le siga dando ese nombre.

Elegir una caída

Vemos, pues, que a fines del siglo I a.C. circulaban entre los judíos tres versiones sobre el origen de Satanás: la del pecado sexual, la de la envidia a Adán y la de la soberbia. Sin embargo, ninguna de ellas quedó registrada en los libros del Antiguo Testamento.

Pero, cuando se escribió el Nuevo Testamento, sí se incluyó el relato del pecado de Satanás. Y nada menos que dos veces. Pero, para sorpresa nuestra, las dos veces aluden a la primera versión: la del pecado sexual.

El primer texto está en la Carta de Judas, escrita alrededor del año 90. Dice así:

A los ángeles, que no mantuvieron su dignidad y abandonaron su propia morada, Dios los encerró con cadenas eternas en cárceles oscuras, hasta que llegue el gran día del Juicio. También Sodoma, Gomorra y las ciudades vecinas, que como ellos (los ángeles) fornicaron y se dejaron llevar por el uso antinatural de la carne, sufrieron el castigo del fuego eterno, y ahora sirven de ejemplo (Jds 6-7).

La segunda referencia está en la 2ª Carta de Pedro, escrita hacia el año 125, y dice así: «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los precipitó en las cavernas tenebrosas del Tártaro, y allí los mantiene hasta el día del juicio» (2 Pe 2,4). El Tártaro es otro nombre para designar el lugar del castigo eterno. Que aquí se refiere al pecado sexual se ve en la alusión al encierro en cavernas y a la espera del juicio, que no figuraban en las otras versiones del pecado.

La única mención, pues, que el Nuevo Testamento hace del origen de Satanás es la del pecado sexual. Sin embargo, conviene aclarar que esos autores no se preguntaban si ese hecho había sucedido realmente o no. Solo lo mencionan para enseñar que Dios castiga toda clase de pecado. Como mencionan también otros episodios que hoy sabemos que son leyendas y no hechos históricos (como el arca de Noé y el diluvio, la destrucción de Sodoma y Gomorra, o Lot y su esposa convertida en estatua de sal).

Cambiar el pecado

Siglos más tarde, la tradición cristiana abandonó la explicación sexual del origen del diablo, a pesar de ser la única mencionada en el Nuevo Testamento, y retomó la del pecado de soberbia. Esta idea pasó a los catecismos y manuales de catequesis, y así, desde el catecismo del Concilio de Trento (de 1566) hasta el catecismo de san Pío X (del año 1973), se enseñaron estos seis puntos:

a) Dios creó a los ángeles antes de crear al hombre.

b) Los ángeles eran buenos y con espléndidas cualidades.

c) Dios los sometió a una prueba, que algunos superaron (los ángeles buenos), y otros no, debido a su soberbia.

d) Estos ángeles fueron expulsados del cielo y arrojados al infierno. Son los que llamamos Satanás y sus demonios.

e) Desde entonces son enemigos de Dios y de los hombres.

f) Los demonios tratan de empujar a los hombres al pecado, para arrastrarlos con ellos a los castigos del infierno.

Pero en el año 1993 la Iglesia católica publicó un nuevo catecismo, en el que redujo la enseñanza de Satanás a estos puntos (nº 391-395):

a) Satanás y los demonios eran ángeles buenos, creados por Dios, que por propia voluntad pecaron y se hicieron malos (n° 391).

b) Su pecado fue el que se menciona en 2 Pedro 2,4 (es decir, el pecado sexual: 1a versión) (n° 392).

c) Pero, al pecar, Satanás y los ángeles quisieron «ser como dioses» (es decir, fue el pecado de soberbia: 3a versión) (n° 392).

d) Desde entonces Satanás, por envidia, intenta hacer que el hombre desobedezca a Dios (es decir, su pecado fue el de la envidia: 2a versión) (n° 391).

El Nuevo Catecismo, pues, no se pone de acuerdo, y alude a los tres relatos apócrifos sobre el origen de Satanás y los demonios.

No hay nada que temer

La Biblia nada enseña sobre el origen del diablo. Tampoco enseña nada sobre su existencia. Los dos relatos del Nuevo Testamento que hablan de su origen se basan en leyendas, procedentes de libros apócrifos, que fueron creadas para explicar el problema del mal. Pero tales leyendas crean más problemas que soluciones. Por ejemplo, ¿cómo es posible que un ser creado bueno y espiritualmente perfecto haya podido sublevarse contra Dios? ¿Y quién lo tentó para que se hiciera malo, si todavía no existía Satanás?

A pesar de estas paradojas, la Iglesia las aceptó, las pulió y las propuso como verdades teológicas. Pero son verdades que hoy debemos revisar seriamente. Porque el origen del mal no hay que buscarlo en un ser malvado exterior, sino en nuestras propias inclinaciones interiores. Muchos cristianos viven en una especie de infantilismo moral, culpando a fuerzas maléficas externas de lo que en realidad se debe a su propia responsabilidad. Lamentablemente, el cine y la literatura, con sus historias perturbadoras e impactantes de posesiones y exorcismos (fenómenos estos ya explicados por la Medicina), nos impiden reconocer con madurez que nosotros somos los únicos responsables de nuestros actos, haciéndonos creer que algún demonio exterior puede manejar nuestra vida. Pero no es así. Dios nos ha regalado la libertad, y solo cuando permitimos que nos engañen, nos volvemos dependientes. Porque, como dijo muy bien Jesús: «Si conocen la verdad, la verdad los hará libres» (Jn 8,32).

H. Ansgar Kelly, Pobre Diablo. Una biografía de Satanás, Global Rhythm, Barcelona 2011.

2

¿Qué dice la Biblia sobre el infierno?

La habitación tenebrosa

Cuando pronunciamos la palabra «infierno», inmediatamente nos viene a la mente la imagen de una gran hoguera, con altas llamaradas donde se queman lentamente los cuerpos de los condenados, mientras una cuadrilla de diablos los atormenta con tridentes y toda clase de suplicios. Pero, ¿existe el infierno? Y si es así, ¿en qué consiste? ¿Revela la Biblia algún detalle sobre él?

Para responder a estas preguntas, debemos tener en cuenta que sobre este tema hubo una evolución en la mentalidad de los israelitas. En los primeros tiempos, el pueblo de Israel no se preguntaba demasiado sobre lo que ocurría después de la muerte. Simplemente creían que todos los hombres, buenos y malos, justos e injustos, al morir descendían a una habitación oscura y silenciosa llamada sheol, que se hallaba bajo tierra, donde llevaban una vida debilitada y somnolienta.

Así, por ejemplo, vemos que tres personajes malvados llamados Coré, Datán y Abirón, que se sublevaron contra Moisés en el desierto, murieron y bajaron al sheol (Nm 16,28-30). Pero también otras figuras veneradas como el patriarca Jacob (Gn 37,35), o el piadoso rey Ezequías (Is 38,10), al morir descendieron igualmente al sheol. Job mismo dice: «Sé que al morir me iré al lugar donde se reúnen todos los mortales» (Job 30,23).

Para la mentalidad primitiva no había diferencia en cuanto al fin de los hombres. Buenos y malos tenían la misma suerte.

Nace la diferencia

Pero alrededor del año 200 a.C., debido al progreso normal del pensamiento, los judíos empezaron a ver que era injusto pensar en un único destino para todos los hombres. Y comenzaron a enseñar que, al final de los tiempos, los justos serían premiados, mientras que los pecadores serían atormentados con castigos, sin especificar bien dónde estaban estos lugares.

El primer libro de la Biblia que afirma esto es el de Daniel, escrito en el año 165 a.C. Allí leemos: «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; unos para la vida eterna, y otros para la vergüenza y el horror eternos» (Dn 12,2-3). Esta es la primera vez que el Antiguo Testamento menciona lo que nosotros después imaginaremos como el «infierno». Aquí se lo denomina «vergüenza y horror eternos», pero no explica en qué consiste. Lo único que queda en claro es que se trata de un destino diferente al de los buenos.

La segunda vez que se habla de un lugar de castigo eterno es en el libro de la Sabiduría, compuesto hacia el año 50 a.C. Este dice: «Los pecadores recibirán el castigo que sus pensamientos merecen, por despreciar al justo y apartarse de Dios» (Sab 3,10).

Son las dos únicas menciones del supuesto «infierno» en todo el Antiguo Testamento. Pero ninguna de ellas explica de qué se trata.

Enviado con una sola misión

Ya en el siglo I de nuestra era, cuando Jesús empezó a predicar, la originalidad de su mensaje consistió en hablar casi exclusivamente de la salvación, no de «salvación y condena». Por eso llamó a su mensaje Buena Noticia. Basta comparar una frase suya con la de Juan el Bautista, para darnos cuenta. Mientras Juan anunciaba: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca. El hacha ya está puesta en la raíz del árbol, y el que no dé fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3,2.10), Jesús decía: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 4,17).

Lo mismo vemos cuando Jesús fue a predicar a la sinagoga de Nazaret. Leyó un largo pasaje de Isaías, pero al llegar a la última parte, donde el profeta anunciaba «un día de venganza» contra los extranjeros, Jesús se detuvo y eliminó esa frase. A tal punto que Lucas comenta la admiración que provocaban sus palabras «llenas de gracia» (Lc 4,16-19).

Las parábolas sobre el perdón (como la del hijo pródigo, el fariseo y el publicano, la oveja perdida) y su actitud de misericordia hacia los pecadores más despreciables (la adúltera, la prostituta, los cobradores de impuestos) muestran hasta dónde la salvación era el tema central de su prédica. Se lo dice claramente a Nicodemo: «Dios no ha enviado a su Hijo a condenar al mundo, sino a salvarlo» (Jn 3,17). Y también a los jefes judíos: «No he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo» (Jn 12,47).

Cuatro descripciones pavorosas

Sin embargo, debemos reconocer que algunas enseñanzas de Jesús sí admitían la posibilidad de una condena eterna. Por ejemplo, cuando dice que quienes no aceptan sus enseñanzas pueden «perder la Vida» (Mc 8,35), «perder el alma y el cuerpo» (Mt 10,28), «no ser conocidos» (Mt 7,23), «ser apartados» (Mt 7,23), «ser echados fuera» (Lc 13,28). Estas expresiones describen, sin duda, una exclusión del encuentro con Dios al final de los tiempos.

Además de esas expresiones, los teólogos se han fijado en cuatro imágenes empleadas por Jesús para describir aquel lugar de condena. Estas son: a) fuego que no se apaga; b) gusanos que no mueren; c) tinieblas de afuera; y d) llanto y rechinar de dientes.

Pero con esas expresiones e imágenes, ¿se refería Jesús a lo que hoy nosotros llamamos «infierno»? Claro que no. Si leemos bien, veremos que con esas fórmulas Jesús aludía a un lugar llamado la Gehena. Once veces menciona ese sitio en los evangelios. ¿Y qué era la Gehena?

El valle del espanto

Para responder a esto, hay que tener en cuenta que Jesús predicaba la llegada del Reino de Dios. Anunciaba su arribo, que se produciría en Jerusalén (Mt 8,11; Hch 1,6). Y afirmaba que, quienes no aceptaran su mensaje, serían excluidos de ese Reino, es decir, no podrían entrar en la nueva Jerusalén que aparecería al final de los tiempos. En consecuencia, serían arrojados a la Gehena. Así lo dice, por ejemplo, en el sermón de la montaña: «Si tu ojo derecho te hace pecar, sácatelo y arrójalo lejos de ti; es mejor que pierdas uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena. Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala lejos de ti; es mejor que pierdas uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo vaya a la Gehena» (Mt 5,29-30).

Y entonces ¿qué era la Gehena? Era el nombre de un valle angosto y profundo situado en las afueras de Jerusalén, y que rodeaba la ciudad por el oeste y el sur. El valle había tenido una historia truculenta. Allí, en los siglos VIII y VII a.C., los reyes Ajaz (2 Re 16,3) y Manasés (2 Re 21,6) habían sacrificado a sus hijos haciéndolos pasar por el fuego, en honor del dios pagano Moloc (Jr 32,35), ante el espanto de los habitantes de Jerusalén. Debido a ello, el valle se convirtió en un lugar de horror y repulsión. Para acabar con ese culto abominable, años más tarde el rey Josías lo profanó arrojando allí restos de animales muertos e inmundicia (2 Re 23,10), y convirtiéndolo en el basurero de la ciudad.

Por todo ello, en tiempos de Jesús la Gehena se había vuelto un sitio de mala fama. El fuego estaba constantemente encendido, se hallaba siempre humeando y nadie se atrevía a pasar por allí de noche.

Fuego, gusanos y llanto

Ahora bien, cuando Jesús dijo que los pecadores serían arrojados a la Gehena, lo que quiso decir fue que quienes no entraran en el Reino de Dios (que estaría situado en Jerusalén) serían arrojados a este tétrico valle de las afueras de la ciudad. Así se entienden las cuatro imágenes que empleó Jesús para describirlo.

En primer término, dijo que allí «el fuego no se apaga» (Mc 9,43), que habría «fuego eterno» (Mt 25,41). No se refería al infierno como lo entendemos nosotros, sino al fuego de aquel valle, que, al ser un basural, estaba constantemente encendido.

En segundo término, dijo que allí «el gusano no muere» (Mc 9,48). Efectivamente, en un terreno donde se arrojaba la basura y los deshechos, era normal ver permanentemente la presencia de gusanos, como si estos no murieran nunca.

En tercer término, lo llamó «las tinieblas de afuera». Y es comprensible. Si Jesús imagina el Reino de Dios como un gran banquete (Mt 8,11), era lógico pensar que estaría espléndidamente iluminado, como todos los banquetes de Oriente (y también los nuestros). Se entiende, pues, que quienes no logren ingresar en él, se quedarán a oscuras, en las «tinieblas que están afuera» del banquete.

En cuarto lugar, dijo que allí habrá «llanto y rechinar de dientes» (Mt 8,12). Son dos expresiones típicas de la Biblia. El rechinar de dientes siempre aparece como ejemplo de rabia y odio (Job 16,9; Sal 35,16; Hch 7,54). Completada con el llanto, la frase expresa la angustia de aquellos que serán separados de la salvación del Reino.

El nacimiento del infierno

Vemos, pues, que, con esas cuatro imágenes, Jesús no describió ningún «infierno» como contrapuesto al «cielo», sino un valle (del exterior) como contrapuesto al Reino de Dios (de Jerusalén). Y, para él, ambas realidades serían de este mundo, no del más allá. Por eso supone que habrá en esos lugares cierta «corporeidad», cuando dice, por ejemplo, que es preferible cortarse un miembro y entrar así en el Reino, «que ser arrojado con todo el cuerpo a la Gehena» (Mt 5,29). Son, sin duda, consejos simbólicos, pero de realidad asumida como material.

Sin embargo, cuando años más tarde la Iglesia vio que no llegaba ese Reino a la tierra, pensaron que tendría que tener lugar en el más allá, en la otra vida, y la llamaron «el cielo». Y empezó también a preguntarse sobre el más allá de la Gehena, y la llamaron «infierno».

Hasta el día de hoy, los teólogos siguen preguntándose, pues, que sería el infierno.

Como idea general, se responde que el infierno no puede ser un castigo creado por Dios para los pecadores. Pensar así convierte a Dios en un ser cruel y despiadado, un ser sádico que busca cobrarse justicia de los seres humanos que lo han desobedecido, cuando estos ya no tienen posibilidad de enmendar su situación. Más bien el infierno sería un fracaso de Dios, una tragedia que Él no podría evitar porque respeta profundamente la libertad y la elección de cada hombre.

Ya el papa Juan Pablo II, en una catequesis pronunciada el 28 de julio de 1999, aclaró que el infierno no es un «lugar» creado por Dios, sino una «situación» en la que se coloca el pecador al alejarse de Dios. Y que el cielo es una «situación», un «estado» de amor de la persona. Al consistir, pues, el cielo y el infierno en una «situación» humana, la persona misma sería quien se salva o se condena como consecuencia de sus opciones.

Un regalo maligno

Pero los teólogos se preguntan: ¿en qué consiste ese infierno? ¿Cómo sería aquella realidad que supuestamente deberán enfrentar los que se han «condenado»? A lo largo de la historia se han propuesto diferentes hipótesis, que pueden resumirse en tres.

La primera, y más antigua, es la del infierno como «situación de dolor permanente». ¿Qué enseña esta postura? Que, al morir, la persona está destinada a vivir en el más allá para siempre sin Dios. Y como todo ser humano fue creado para estar junto a Dios, la imposibilidad de vivir con Él en la otra vida le producirá un tormento atroz, un dolor «infernal», que durará por toda la eternidad. Esa ausencia de Dios sería el infierno.

A esta explicación se le puede hacer una crítica. La posibilidad de resucitar no es una facultad que el hombre tiene por naturaleza. Es un regalo que Dios hace a cada persona luego de su muerte. Como dice san Pablo: «La vida eterna es el regalo de Dios, en Cristo Jesús» (Rom 6,23). Ahora bien, si a una persona luego de su muerte le espera la condena, ¿por qué Dios le regala la resurrección? ¿Por qué no la deja muerta definitivamente? ¿Le va a obsequiar una nueva vida solo para poder torturarla eternamente en el otro mundo?

La muerte que acaba todo

Por eso otros teólogos (como Ch. Duquoc, P. Schoonenberg, E. Schille­beeckx) han hecho una segunda propuesta: la del infierno como «muerte definitiva». Según esta, como la resurrección es un don divino, un regalo de su amor, si alguien rechaza a Dios simplemente no resucitará en el más allá. El infierno sería, pues, no resucitar, caer en la nada, quedar muerto para siempre.

Quienes defienden esta postura la fundamentan en algunos dichos de Jesús, que dan a entender que solo resucitarán los buenos. Por ejemplo, cuando dice: «Se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,14), como si los pecadores no fueran a resucitar. O cuando enseña: «Los que sean dignos de entrar en la otra Vida y de resucitar de entre los muertos» (Lc 20,35), como si algunos fueran indignos de resucitar.

Esta segunda hipótesis tiene un punto débil. Es cierto que Dios respeta la libertad humana, y que, si alguien libremente se niega a aceptar la Vida que Él ofrece, no podría obligarlo a vivir con Él. Pero, ¿puede la libertad finita del hombre merecer un castigo infinito como es la muerte para siempre? ¿Puede un pecado temporal acarrear un castigo eterno? ¿Cómo es posible que a alguien que en este mundo solo rechazó a las criaturas de Dios se lo castigue privándolo de Dios?

Como estrellas distintas