Cuando no estés - Mariel Norambuena - E-Book

Cuando no estés E-Book

Mariel Norambuena

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Beschreibung

Cuando no estés es una novela de ficción que cuenta la historia de Emma, una mujer de 46 años que ha quedado repentinamente viuda y liberada de un matrimonio violento, insolente y machista, que acabó enterrando sus sueños e identidad, hasta volverla un ser inerte, sin voluntad. La muerte de Carlos le permite redescubrirse, encontrarse con una nueva o dormida Emma aunque, para hacerlo, deberá enfrentarse a sus demonios, frustraciones y a la culpa. ¿Morirá en el intento? ¿Optará por seguir en ese estado cómodo de vivir entre las compras y la casa? ¿O será capaz de reinventarse y recorrer el duro camino que significa despojarse de los miedos?  Una historia llena de deseos, pasiones, amor y dudas, mostrando las contradicciones de un ser humano que se enfrenta a una serie de cambios profundos y decisiones difíciles.

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Mariel Norambuena

Cuando no estés

1ª edición en formato electrónico: agosto 2021

© Mariel Norambuena

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: TastyFrog

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-123961-7-1

THEMA: FP FA 2ADSL 5X

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, nombres, diálogos, lugares y hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor, o bien han sido utilizados en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas o hechos reales es mera coincidencia. Las ideas y opiniones vertidas en este libro son responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Mariel Norambuena

Cuando no estés

Sobrevivir o sobremorir:una invitación inquietante

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

Agradecimientos

Sobrevivir o sobremorir:

una invitación inquietante

Una buena novela es, ante todo, una buena historia y Cuando no estés, la primera novela de Mariel Norambuena, lo es. ¿Pero qué es una buena historia? Como diría Kundera, el escritor checo–francés, es aquella que nos desvela algo relevante de la existencia humana. ¿Y qué nos desvela esta historia, entonces? Quiero postular que Cuando no estés nos permite asomarnos a una historia sobre el amor y la resilencia; o mejor dicho, de la necesidad del amor para sobrevivir, porque, en definitiva, Emma y Caro, las dos protagonistas de esta historia, logran sobrevivir -o sobremorir- gracias al amor.

Lo primero que sorprende es la estructura de la obra. A partir de una escritura directa, la narración nos conecta de manera inevitable con acontecimientos terribles, como si lo abyecto o lo placentero nunca escaparan de lo normal. Al principio, podríamos imaginar una historia trivial, pero la configuración de una estructura narrativa que va administrando con equilibrio tres puntos de vista, logra densificar el sentido profundo del relato. En un primer eje narrativo, construido sobre una tercera persona que conforma una voz casi fría e impersonal, como si entre lo narrado y la palabra no hubiese ninguna sombra, el lector va conociendo la historia de Emma. Nos encontramos con ella en el momento del funeral de su marido, cuando queda viuda. Ya desde el inicio de la novela, primera página, al lector le queda claro que nos enfrentaremos a una realidad construida en capas: “Las películas mienten, pensó. Muestran funerales nublados o lluviosos, fríos, sombríos, volviéndolos más deprimentes”. Emma lo piensa cuando asiste al funeral de su marido, lo que nos lleva a pensar que su realidad funeraria es diferente a la de las películas. Desde ese lugar, desde la constatación del desajuste entre ficción y realidad, el tiempo de desplegará hacia el pasado. Es la historia convencional de un matrimonio, excepto porque no han tenido hijos. Pero es también la historia de un sometimiento y de una violencia cruel, que aparece con mayor fuerza en tanto se relata como si fuera trivial. De esta forma, entre la vida como muerte de baja intensidad y la muerte como lenta ilusión de libertad, transita el eje principal del relato.

Pero también, a medida que el lector se adentra en la lectura y esta voz directa nos lleva hacia el pasado de Emma (familia de origen, réplica de destinos maternales, pérdidas como formas de escape), la narración deriva hacia, al menos, dos nuevos territorios posibles: uno de ellos, el del sueño y el inconsciente; y el otro, el del futuro posible o imposible. Para ello, Mariel Norambuena recurre a dos nuevas voces que enriquecen el relato. En oposición y confrontando el discurso principal, como si irrumpiera el coro de una tragedia griega, aparece un espacio onírico que funciona como metáfora interna del inconsciente de la protagonista, mostrándonos esa esencia oculta y reprimida que complementa al personaje oprimido. Hay un juego interesantísimo entre una vida de represiones y violencia relatada casi sin ninguna emoción, y ese mundo de sueños donde las claves, ya no de su pasado, sino de su futuro, se van conformando.

Ahora bien, para darle vida al otro territorio, ese que prefigura el futuro, un segundo personaje aparece en el relato: Carolina. La Caro. Si bien uno podría definirla como un personaje secundario, su presencia es tan fuerte y determinante que adquiere sin duda el carácter de una coprotagonista de la historia. Ella irrumpe en el relato a través de su voz en primera persona que testimonia una trayectoria vital que prácticamente en todo se diferencia de la de Emma. Sin embargo, a medida que avanza el texto, la relación inicial entre ambas –deseo, dependencia, distancia– va cambiando hasta hacernos dudar del lugar que cada una ocupa. Aparece así una tercera mirada que completa la trama verbal de una novela de estructura aparentemente simple pero de alta complejidad.

Mariel Norambuena nos ofrece una historia de amor y resilencia, que es una historia de mujeres, que desvela sin estridencia la brutalidad con la que la cultura patriarcal ha tratado a la mujer por su condición de género. Pero no es una novela de denuncia ni ideológica, sino experiencial. Ambas protagonistas ponen sus cuerpos en juego para alcanzar un pleno sentido de libertad, aunque esa elección las ponga en el límite de la vida y de la muerte. Al final, la posibilidad de imaginar, sin miedo, el momento en que el otro amado o encadenado ya no esté, será siempre –como la novela nos propone– la posibilidad de imaginar también el rescate de la libertad personal como forma de sobrevivencia.

Antonio Ostornol

Santiago de Chile, 2021.

Ojalá que la esperano desgaste mis sueños

Mario Benedetti

A Lucas

I

Las películas mienten, pensó. Muestran funerales nublados o lluviosos, fríos, sombríos, volviéndolos más deprimentes. En cambio, a ella le golpeaba fuertemente el sol por detrás. Una gota de sudor bajó por su espalda de manera tan desagradable que tuvo que rascarse. Lo hizo con una mueca algo exagerada, provocando la distracción del sacerdote unos segundos.

Había una docena de tipos que iba a casa de vez en cuando y de cuando en vez. Siete hombres de una edad similar a la de Carlos, rodeando las seis décadas y media. Jamás los había visto. Alfredo, que estaba a su lado, le dijo que eran inversionistas que hicieron algunos negocios con el difunto. Como si adivinara sus pensamientos, él sonrió para agregar: «No te preocupes. Carlos siempre fue el socio mayoritario». —Alfredo era un buen muchacho, se notaba—. Lo más seguro es que se hiciera cargo, como siempre, de la liquidación de bienes o la mantención de estos de ahí en adelante. Debía tomar una decisión respecto a eso, reunirse con él; ese pensamiento le provocó un ardor en la boca del estómago. Lo llamaría en unas semanas. No es que le importase demasiado el tema, le bastaba con una pequeña cantidad mensual para cubrir sus gastos. La casa era de su marido, el agua de pozo, la mercadería disminuiría de manera considerable. No tenía grandes necesidades.

Por último, se acercaron dos señoras que nadie conocía, viejitas, de esas que avanzan con pasos diminutos. Al parecer, se encontraban en el cementerio y se unieron al funeral. En fin, ayudaban a rellenar el espacio.

Entonces, el cura, que era el único del pueblo, habló de él, dijo que no lo conocía mucho (en realidad nada), pero sabía que había sido un hombre esforzado, honesto, buen esposo, correcto, que estaba seguro de que Dios lo esperaba con los brazos abiertos. Emma esbozó una leve sonrisa, que tenía más de ironía que sinceridad. En efecto, cuando lo conoció era un caballero, todo un gentleman, preocupado por ella, respetuoso, de sonrisa coqueta, mirada penetrante. A pesar de ser casi veinte años mayor, o quizá debido a ello, se sintió segura, tranquila, protegida, además de contenta por poder salir por fin de un hogar machista, en que su madre sumisa aceptaba su rol pasivo frente a los constantes gritos de su esposo. Por otro lado, vino a salvarla de una fuerte depresión en la que se encontraba sumida. Era bien instruido en el sexo, le enseñó algunas cosas, porque ella hacía poco que se había iniciado, la seducía con su cuerpo firme, fuerte, el aroma de su piel, sobre todo la fascinación con que la miraba. Paulatinamente, sin darse cuenta, se fue convirtiendo (o siempre lo fue) en un ser sarcástico, narcisista, que fue matando poco a poco su esencia, sus opiniones, anhelos. La mayoría de las implícitas normas las vino a conocer por errores, luego de los cuales él la menospreciaba. Logró alejarla de su familia, de sus amigas, tan sutilmente, que ni siquiera se percató. ¿En qué momento existió una inflexión? Carlos se llevaba muy bien con su padre, admiraba en él la fluidez, la desenvoltura con que podía hablar de diferentes temas. Sabía mucho de economía, política, negocios; era un asiduo lector de periódicos, por lo que no faltaba tema en la sobremesa. Si bien su madre no opinaba mucho, sonreía cuando los visitaba; miraba a su hija con cierto brillo en sus ojos, como si se sintiera orgullosa de ese logro. A Emma le parecía un hombre deslumbrante, tan culto. Con los años se daría cuenta de que no había nada de novedoso en su discurso; era repetitivo hasta el cansancio, obcecado, intolerante ante cualquier convicción distinta. No, no era capaz de recordar haber visto ningún indicio lejano, le era casi imposible pensar más allá de los sucesos de los últimos años.

En esas cavilaciones estaba, cuando Alfredo tocó su hombro, susurrando: «Emma, esperan que dirijas unas palabras». Levantó la vista, asustada, el pecho apretado, la mandíbula tensa. Respiró hondo, fijando la mirada en algún punto del horizonte, para luego decir:

—Carlos se fue de manera inesperada… pero Dios obra de maneras misteriosas —hubo un silencio incómodo, no sabía qué más decir—. Solo Él sabe cuánto lo voy a extrañar.

También sabía Dios que ella era un mar de emociones contenidas. Se sintió culpable por no estar triste, por haber tomado decisiones erradas en su vida, por soportar tanto dolor, por su cobardía. «Pude haber muerto, se dijo, este podría ser mi entierro».

Mientras pasaban los pocos presentes frente a ella dándole el protocolar pésame, recordó por fin un atisbo de aquello en lo que su marido se convertiría años después. Ella soñaba con un matrimonio sencillo, en el campo, un asado, piscina, sus padres, primos, mejores amigas y nadie más. Fue todo lo contrario. Su padre y Carlos se encargaron de todo, «para que no te estreses, cariño». Fue una ceremonia civil íntima, solo los padrinos. En cambio, el casorio en la iglesia con más de cien personas y una fiesta en un centro de eventos. Todo impersonal, con gente que no conocía, tíos que apenas recordaba, colegas de su padre. En ese entonces, si bien la invadió un dejo de frustración, tomó aquel gesto como una muestra de amor; después de todo, él parecía emocionado con los preparativos. Tendrían que pasar demasiadas cosas para que ella asumiera la realidad lo suficiente como para salir de ahí.

II

Una abeja intentaba posarse sobre las espigas, no lograba decidirse por cuál. Parecían todas dispuestas, moviéndose tan suaves a favor del viento. Emma se quedó mirándola, minuciosa, pensando en su comportamiento, casi a punto de entenderla. No recordaba cuándo fue la última vez que pudo estar en silencio largo rato, serena, con la certeza de que nadie la iba a interrumpir. Alzó la vista para contemplar el valle con las distintas tonalidades que el sol le brinda al atardecer. Recién llegaba el verano. En unos minutos se pondría el sol, pero aún hacía calor. Tenía que sacar el baúl con sus trajes de lino y vestidos livianos, esa tarea odiosa que siempre postergaba. ¿Estaría aún guardado? Lo había visto al cambiar la ropa de la temporada anterior, aunque no estaba segura de si en algún descuido Carlos pudo llevarlo a la bodega de la capital o, en un ataque de rabia, simplemente botarlo. No, debía estar ahí: no era un baúl nuevo, aunque tampoco estaba tan roñoso como para deshacerse de él.

A lo lejos se escuchaban los vehículos en la carretera. Comenzaba la época de vacaciones, por lo tanto, se veía un alto tráfico. Desfilaban los camiones, las motos, los autos con equipaje en el techo, con bicicletas atrás; incluso más de alguno con un carro de extensión con moto acuática. No entendía por qué la gente prefería ir a la costa, que en esa época solía estar repleta. ¿Será que necesita lugares atestados para no sentirse sola? Ellos, por el contrario, habían decidido alejarse de la bulliciosa capital, donde todos caminan ensimismados, con el ceño fruncido, como si el mundo se fuera a acabar pronto, muy pronto.

En el campo podían estar solos, dedicarse a decorar, transformar esa casa en el lugar que siempre habían soñado, que él siempre había soñado, que, aunque pequeña, era muy acogedora para recibir a sus amigos, familiares... Tampoco recordaba la última vez que se habían reunido con cercanos. Supuso que el traslado al pueblo fue lo que terminó rompiendo definitivamente el hilo precario que existía con los demás, sus demás, no los de él. Carlos solía invitar a sus socios para hablar de negocios, reuniones de las que ella poco participaba. Cada semana iba Alfredo, contador y mano derecha de su marido. Compartían la cena, charlaban un rato. Solía hacerle preguntas, intentando ser cortés, incorporarla o sacarla de esa rutina tan obvia. De hecho, pensó en más de una ocasión que despertaba en él un dejo de lástima. Era un chico apuesto, con mandíbula bien delineada, mirada tierna, enérgico, aunque no tan joven, parecía varios años menor que ella. Cada vez que iba se ponía nerviosa, pensaba que se notaba su atracción hacia él, por lo que se empeñaba en sonreír lo menos posible. Jamás le coqueteó, sabía que sería su condena, aunque una vez se masturbó imaginando que él se acercaba, agarraba su cintura, desnudándola lentamente, mientras besaba su cuerpo, para terminar en su vagina hasta hacerla acabar. Por supuesto, estaba sola en casa. Luego de eso lloró, pensando en cómo había permitido que la vida la consumiera de esa forma, ¿por qué costaba tanto romper lazos a pesar de que estos te ataran las muñecas hasta crear llagas? Luego de aquello, se esforzó en no pensar más en él, bloqueando el deseo que a ratos despertaba en ella. No llegaron nunca a tener una conversación profunda. Carlos no lo hubiese permitido. Hay ciertas cosas que no es necesario explicar, las sabes. Lo peor de todo, las aceptas sin más.

A lo lejos divisaba los viñedos, una plantación de tomate, otra de lechuga. Las pocas casas que había estaban aisladas; la mayoría pasaba desocupada gran parte del año. Ellos, en cambio, habían decidido apostar por un futuro ahí, tranquilos. Tranquilos. Tranquila, así se sentía en ese instante, por fin. Cerró los ojos, dejó que el viento rozara sus brazos, cabello, labios, respiró el aire limpio lo más hondo que pudo y suspiró. Entonces, los abrió y se dio cuenta de que estaba sola. Adentro la esperaba la casa. No sabía qué vendría después. Sintió miedo. Carlos había fallecido hace dos días de un infarto al corazón. Era fumador, bebedor social, rara vez iba al médico, el cual al recibirlo ya sin vida al llegar al hospital, mencionó que era muy probable que, de haberse hecho sus chequeos preventivos, podría haberlo previsto. Apenas tenía 64 años, parecía mantenerse bien, ningún indicio hubo del infarto. Era atractivo, pensó, varonil. Esa había sido su perdición; la suya, no la de él.

Sacudió la cabeza como espantando un mosquito molesto. Se armó de valor y entró a la casa. Ahora parecía demasiado grande. Se apresuró a encender las luces, como siempre, de manera automática, pues la casa no tenía mucha iluminación natural. Desde pequeña le temía a la oscuridad, no sabía por qué o no lo recordaba. Solo una memoria que recurría a ella en este tipo de situaciones. Tenía una lámpara pequeña, lo que hoy llaman «espantacuco», que encendía todas las noches. Su hermana, Emilia, solía reírse, hacerle pequeñas bromas, como apagarla unos segundos, esconderla; sin embargo, siempre estaba ahí, preocupada de apagarla solo cuando Emma caía en un sueño profundo. Cuando ella se fue, a pesar de ya ser casi una adolescente, incluso más que nunca, siguió teniendo la necesidad de encenderla. Un día, su padre, entrado en copas, molesto por vaya uno a saber qué, la hizo añicos contra el suelo del patio, para luego decir: «Ahora, eres la señorita de esta casa y debes comportarte como tal». Estuvo semanas sin poder pegar ojo hasta la madrugada, se acurrucaba debajo de las cobijas, llorando, hasta que su cuerpo no aguantaba el cansancio. Para colmo, su padre cada día la felicitaba por ser valiente, que estaba orgulloso de ella, mientras su madre sonreía forzosa, cambiando de tema. Ya de adulta, intentaba tener siempre alguna luz encendida en las noches, la lámpara de pie del living, la del baño o, generalmente, las del patio que, aunque le daban un aspecto un poco siniestro a la casa, al menos no la sumergía en la plena oscuridad. Afortunadamente, Carlos no hacía problema por eso o ni siquiera se daba cuenta o estaba acostumbrado.

Fue hasta el baño para lavar su rostro, solía hacerlo, humedeciendo su nuca, porque la calmaba, despejaba de lo que fuera hiciera ruido. Aprovechó paramirarse con detención en el espejo. Se encontró más delgada, ojerosa, los pómulos marcados tenuemente. Llevaba el pelo castaño oscuro suelto, una mezcla entre liso y rizado, opaco. No era en especial baja, pero se vio más pequeña de lo normal, quizá por la pérdida de kilos los últimos meses. Las caderas anchas siempre la acomplejaron. Su tez algo morena también parecía apagada. Suficiente, pensó. Fue hasta el living, se dejó caer sobre el sillón, mientras de fondo sonaba la Polonesa Heroica op. 53, de Chopin.

En un extraño arranque, se acercó al equipo de música para encender la radio. Intentó sintonizar alguna FM, ahí no llegaba la señal de ninguna emisora. Fue corriendo hacia su habitación. La cama estaba deshecha, un par de libros sobre su velador, las cortinas cerradas, aún el aroma impregnado de cigarrillo en el ambiente. Se arrodilló en el suelo, se inclinó, estirando su brazo lo que más podía debajo de la cama, alcanzó a rozar con los dedos una caja. Tuvo que acostarse en el piso y meter la mitad del cuerpo para poder alcanzarla. Era una caja de zapatos, bastante corroída, llena de polvo, cerrada con varias vueltas de cinta de embalaje café. Su corazón se apretó. A continuación, salió rauda hacia la cocina, agarró uno de los cuchillos cocineros que había en el segundo cajón, colocó la caja de lado, presionó para que cediera la cinta. Nada. La puso derecha y, como si abriera un pan con el cuchillo, lo deslizó esta vez con más fuerza. Cedió un poco la cinta, aunque no lo suficiente.

Entonces, soltó ambas cosas, se dejó caer en el piso de la cocina, con la espalda apoyada contra el mueble y lloró, lloró, lloró. Lo hizo con tanta angustia, que recordó una vez cuando era muy pequeña, con unos cinco o seis años, cuando se encerró en el baño a llorar de igual manera, porque su hermana había tirado su peluche favorito al techo de la casa pareada en la que vivían. No era tanto por el pato, Don Pato, sino la mirada burlona de su hermana, que la hizo sentir diminuta, vulnerable, como tantas veces en su vida adulta. Al recordar eso, lloró con más fuerzas, gimiendo, golpeando sus rodillas. Cuando el llanto fue cesando, cayó en la cuenta de que la casa se había oscurecido. Volvió a asustarse. Ella había prendido las luces al entrar, estaba segura. ¿O lo había soñado? ¿Se habría cortado la luz sin ella darse cuenta? Raro. ¿O estaba en un sueño?