Cuando te llaman terrorista - Patrisse Khan-Cullors - E-Book

Cuando te llaman terrorista E-Book

Patrisse Khan-Cullors

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Este libro de memorias poético y poderoso narra lo que significa ser una mujer negra en Estados Unidos y la cofundación de un movimiento que exige justicia para todos en «la tierra de los libres». Criada en un barrio empobrecido de Los Ángeles, Patrisse Khan-Cullors experimentó de primera mano el prejuicio y la persecución que sufren los afroamericanos a manos de las fuerzas del orden. Acosados deliberada y despiadadamente por un sistema de justicia penal que funciona según la agenda de privilegios de los blancos, los negros están sometidos a una categorización racial injustificable y a la brutalidad policial. En 2013, cuando el asesino de Trayvon Martin quedó libre, la indignación de Khan-Cullors la llevó a cofundar Black Lives Matter con Alicia Garza y Opal Tometi. Condenadas como terroristas y consideradas una amenaza para Estados Unidos, crearon una etiqueta que dio origen al movimiento para exigir responsabilidades a las autoridades que hacen la vista gorda ante las injusticias infligidas a las personas negras. Cuando te llaman terrorista es un relato empoderador de supervivencia, fuerza y resiliencia.

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Seitenzahl: 377

Veröffentlichungsjahr: 2021

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A mis ancestros y a mi madre,

Cherice Simpson; a mis padres, Gabriel Brignac

y Alton Cullors; a todos mis hermanos,

y a mi nueva familia, Janaya Khan y

Shine Khan-Cullors:

este libro es vuestro y para vosotros.

Gracias por sostenerme y por recordarme

qué es lo que me hace curarme.

Patrisse

A Nisa y a Aundre y a todos nuestros hijos,

los que sobreviven y los que no.

Y a Victoria, que se merece el sol, la luna,

las estrellas y Coney Island.

A Victoria, que fue la primera en creer,

que siempre ha creído.

Asha

Y al movimiento que nos da esperanza

y a las familias por las que trabajamos;

no dejaremos de luchar por un mundo en el

que podamos criar a todos nuestros hijos

en paz y con dignidad.

Patrisse y Asha

Cuando conocí a Patrisse Khan-Cullors, no podría haberme imaginado que poco después se convertiría, junto con Alicia Garza y Opal Tometi, en el rostro de un movimiento que, con la denominación «Black Lives Matter», enseguida tendría repercusión en todo el mundo. Pero sí pude ver claramente que Patrisse y sus compañeras estaban llevando los movimientos negro y de izquierdas, incluidos los de corte feminista y queer, en una dirección nueva y más emocionante, batallando seriamente contra las contradicciones que habían aquejado a esos movimientos durante muchas generaciones.

En estas memorias, Patrisse nos hace partícipes con gran generosidad de detalles íntimos de su vida y sus relaciones y de su dedicación implacable a la causa de la libertad. Las historias que, junto a asha bandele, cuenta en este libro nos ayudan a entender por qué su forma de enfocar el activismo y el desarrollo de movimientos sociales ha despertado el interés de tanta gente. Su trayectoria pone de relieve lo fructífera que resulta la combinación de las experiencias personales con la resistencia política. La historia central de los repetidos encuentros de su hermano con agentes de policía con tendencias violentas, por ejemplo, nos permite entender mejor cómo la violencia de Estado se crece ante la concurrencia de la raza y la discapacidad. Que la respuesta rutinaria de la policía a un episodio maniaco de Monte, el hermano de Patrisse, consista en dispararle con balas de goma e imputarle un cargo de terrorismo pone de manifiesto la facilidad con que las instituciones supremacistas blancas hacen uso de esa acusación. Aprendemos no solamente sobre la naturaleza cotidiana de la violencia de Estado, sino también sobre cómo el arte y el activismo pueden convertir esos trágicos enfrentamientos en catalizadores para desarrollar una mayor conciencia colectiva y una resistencia más eficaz.

Así, Cuando te llaman terrorista arroja luz sobre una vida profundamente marcada por la raza, la clase social, el género, la sexualidad, la discapacidad y la religión, al tiempo que pone de relieve el arte y la poesía, y desde luego las dificultades, a los que puede dar origen esa clase de vida. Pero no es solo al hermano de Patrisse a quien llaman terrorista, claro. Son los esfuerzos y los logros de la propia Patrisse y de sus colegas y camaradas —incluidas Alicia, Opal y el resto de los activistas asociados a la red y al movimiento Black Lives Matter— los que se difaman con el calificativo de terroristas. Que yo sepa, ningún supremacista blanco que haya ejercido violencia ha sido calificado de terrorista por el Estado. Ni los asesinos de Emmett Till ni los miembros del Ku Klux Klan cuya bomba acabó con las vidas de Carole Robertson, Cynthia Wesley, Denise McNair y Addie Mae Collins antes de que pudieran llegar al final de la niñez fueron imputados jamás por terrorismo ni calificados oficialmente de terroristas. En los años setenta, en cambio, el presidente Richard Nixon se refirió a mí impulsivamente con ese calificativo, y en 2013 Assata Shakur fue incluida en la lista del FBI de los diez terroristas más peligrosos del mundo.

De las memorias de Patrisse pueden extraerse muchas lecciones, especialmente acerca de todo lo que tiene que ver con la retórica política. El propio título, Cuando te llaman terrorista, pide al lector que examine con espíritu crítico la retórica del terrorismo: no solo, por ejemplo, cómo ha provocado y justificado un incremento de la islamofobia en todo el mundo y ha dificultado una reflexión seria sobre la ocupación ininterrumpida de Palestina, sino también cómo con esa retórica se intentan desacreditar los movimientos antirracistas en Estados Unidos. Mientras esto ocurre, los brotes de violencia racista, misógina y tránsfoba continúan normalizándose. Una frase aparentemente simple, «Las vidas de las personas negras importan», ha trastocado ideas que no se cuestionaban sobre la lógica de la igualdad, la justicia y la libertad humana en Estados Unidos y en todo el mundo. Nos ha animado a poner en tela de juicio la capacidad de la lógica —la lógica occidental— para reparar la historia, sobre todo la historia del colonialismo y la esclavitud. Esta lógica se manifiesta a través de nuestros presupuestos ideológicos y certezas filosóficas y de nuestro sistema jurídico, que permite, por ejemplo, que se encarcele a un número desproporcionado de personas negras, inmigrantes del sur global e individuos con ascendencia inmigrante reciente y que justifica el racismo estructural de este tipo de prácticas refiriéndose al respeto a las garantías procesales debidas y otras supuestas garantías jurídicas de igualdad.

Patrisse Khan-Cullors y sus camaradas del Movimiento por las Vidas de las Personas Negras, que acoge a muchas más organizaciones (incluidos el Black Youth Project 100 y los Dream Defenders de Florida), están contribuyendo a desarrollar enfoques de los movimientos progresistas que representan las opciones más prometedoras para el futuro de nuestro planeta. Abogan por una inclusión que no sacrifica la especificidad. Entienden que la libertad universal es un ideal que encarnan mejor no quienes ya se encuentran en lo más alto de las jerarquías raciales, de género y de clase, sino aquellos cuyas vidas están más definidas por las condiciones de falta de libertad y por las continuas dificultades para librarse de tales condiciones. Esta observación y el inmenso poder del amor se encuentran en el núcleo de las impactantes memorias de Patrisse.

Introducción

Polvo de estrellas

«Escribo para mantenerme en contacto con nuestros ancestros y para difundir la verdad».

Sonia Sanchez

Unos días después de las elecciones de 2016, asha me mandó un enlace a una charla del astrofísico Neil deGrasse Tyson. Tenemos que mantener la esperanza, me dice, unas palabras que recorren los cinco mil kilómetros que nos separan, de Brooklyn a Los Ángeles. Las dos oímos al doctor DeGrasse Tyson explicar que los átomos y las moléculas de nuestro cuerpo tienen su origen en los crisoles del centro de las estrellas que en su día explotaron y dieron lugar a nubes de gas. Esas nubes de gas formaron otras estrellas, y esas estrellas poseían la combinación perfecta de propiedades necesarias para crear no solamente planetas, incluido el nuestro, sino también personas, incluidas nosotras dos. El astrofísico explica que no solo nosotros estamos en el universo, sino que el universo está en nosotros. Dice que los seres humanos estamos hechos literalmente de polvo de estrellas.

Y al oír contar esto al doctor DeGrasse Tyson sé que está diciendo la verdad, porque lo llevo viendo desde pequeña —esa magia, ese polvo de estrellas que somos— en las vidas de aquellos de quienes provengo.

Lo presencié en los esfuerzos de mi madre, testigo de Jehová y una mujer que tenía dos y a veces tres trabajos a la vez: niñera de los hijos de otros, recepcionista en gimnasios, teleoperadora y todo tipo de cosas en las que estuvo trabajando dieciséis horas al día durante toda mi infancia en el barrio latino de Van Nuys en el que vivíamos. Mi madre, con su tersa piel de color cacao, repudiada por su familia por haber sido madre soltera muy joven. Mi madre, que jamás se rindió aunque nunca ganara un salario digno.

Lo vi en la delgada cara marrón de mi padre, un muchacho procedente del territorio cajún, un sanador herido cuyas adicciones eran producto de un mundo que no le quería y que se lo demostró no una, sino infinidad de veces. Mi padre, que siempre regresó, que nunca dejó de intentar ser una clase de hombre para la que no había espejos en los que mirarse.

Y lo sé porque pertenezco a la decimotercera generación de descendientes de un pueblo que sobrevivió a los barcos de esclavos, que sobrevivió a las cadenas, a los látigos, a los meses de vivir sobre sus propios excrementos y orines. De seres humanos que las leyes decretaron que no eran seres humanos, que vieron cómo sus nombres, sus lenguas, sus diosas y dioses, las formas de sus danzas y los ritmos de sus canciones, la nobleza de sus sueños y hasta sus propias familias les eran arrebatados y robados, eran desmantelados y desechados y, pese a ello, construyeron un lenguaje y honraron a Dios y generaron movimiento y defendieron el amor. ¿Qué podrían ser sino polvo de estrellas esas personas que se negaron a morir, que se negaron a aceptar la idea de que sus vidas no importaban, de que las vidas de sus hijos no importaban?

Nuestros antepasados se imaginaron a nuestras familias a base de pura invención. Se imaginaron a cada uno de nosotros individualmente. Me imaginaron a mí. Tuvieron que hacerlo. Solo así es posible que yo esté hoy aquí, que sea madre y esposa, activista, queer, artista y una soñadora que está aprendiendo a hallar esperanza en medio de la adversidad sabiendo que las cosas podrían haber sido diferentes.

Que yo sobreviviera no era algo que se esperara ni que se alentara. Que sobrevivieran mis hermanos, mi hermana pequeña, mi familia (la que me vio nacer y la que he formado yo) no era algo que se esperara. Llevábamos una vida precaria en la cuerda floja de la pobreza, cuyos extremos terminaban en la política de la responsabilidad individual que predicaron primero los pastores negros y más tarde el primer presidente negro. Predicaron más eso que un compromiso con la responsabilidad colectiva.

Predicaban más sobre eso que sobre lo que suponía ser la nación más rica del mundo y, al mismo tiempo, un país con unas tasas de desempleo extraordinarias, una carencia de salarios dignos extraordinaria y una falta de acceso a oportunidades básicas extraordinaria.

Y predicaban más sobre eso que sobre el hecho de que Estados Unidos tiene el 5 por ciento de la población mundial, pero el 25 por ciento de la población reclusa, una población de la que durante mucho tiempo formaron parte mi hermano discapacitado y mi bondadoso padre, que jamás le pusieron la mano encima a otro ser humano. Y una población reclusa de la que, con extraordinaria premeditación, a día de hoy no forma parte el hombre que mató de un disparo a un chaval de diecisiete años que las únicas armas que llevaba encima eran unos caramelos y un té frío.

Se redactó y difundió una petición que llegó hasta la Casa Blanca. Decía que éramos terroristas. Los que en respuesta al asesinato de ese niño dijimos que las vidas de las personas negras importan. El texto fue ganando fuerza durante la primera semana de julio de 2016, tras una semana de protestas por los asesinatos muy seguidos de Alton Sterling en Baton Rouge (Luisiana) y de Philando Castile en Mineápolis (Minesota), ambos a manos de la policía. A finales de esa semana, el 7 de julio, un francotirador abrió fuego durante una manifestación de Black Lives Matter en Dallas (Texas) llena de madres y padres que se habían llevado a sus hijos a la protesta para proclamar un mensaje: «Tenemos derecho a vivir».

El francotirador, al que se identificó como Micah Johnson, de veinticinco años, un reservista del Ejército que había estado destinado en Afganistán, se escondió en un edificio del campus de El Centro College tras matar a cinco agentes de la policía y herir a otras once personas (entre ellas dos manifestantes) y, en la madrugada del 8 de julio de 2016, se convirtió en la primera persona en morir a manos de la policía local en una explosión provocada. Se sirvieron de una bomba de uso militar y programaron un robot para que la llevara hasta él. Sin jurado, sin juicio. Sin la paciencia con la que se trató a los asesinos que mataron a tiros a nueve feligreses en Charleston (Carolina del Sur) o a los espectadores de un cine en Aurora (Colorado).

Por supuesto, nunca sabremos cuáles fueron sus verdaderos motivos y nunca sabremos si padecía algún trastorno mental. Lo único que sabremos con seguridad es que la única organización a la que perteneció en su vida fue el Ejército de Estados Unidos. Y recordaremos que a los hombres blancos que habían cometido matanzas en Aurora y en Charleston los detuvieron con vida y que a uno de ellos pararon a comprarle algo de comer de camino al calabozo. Recordaremos que la mayoría de los policías asesinados en este país son asesinados por hombres blancos a los que se detiene con vida.

Y sufriremos las múltiples formas en que el fantasma de Micah Johnson se utilizará como arma para atacar a Black Lives Matter, para atacarme a mí, una táctica muy antigua que se ha empleado continuamente contra aquellos que se oponen a la supremacía blanca. Recordaremos que Nelson Mandela siguió apareciendo en la lista de terroristas del FBI hasta 2008.

Aun así, que te acusen de ser terrorista es un golpe tremendo, y me permito llorar en silencio en la cama un domingo por la mañana al escuchar a un histérico Rudolph Giuliani soltar mentiras sobre nosotros con la cara enrojecida tres días después de los acontecimientos de Dallas.

Como la de muchas de las personas que encarnan nuestro movimiento, mi vida ha transcurrido entre dos miedos que siempre van unidos, la pobreza y la policía. Nuestro paso a la vida adulta tuvo lugar con el trasfondo de la guerra contra las drogas, intensificada primero por Ronald Reagan y más tarde por Bill Clinton, de modo que el barrio en el que viví y amé y los barrios en los que han vivido y amado muchos de los miembros de Black Lives Matter fueron declarados zonas de combate en las que el enemigo éramos nosotros.

Que siempre haya habido más blancos que personas negras o de otras razas que consumen y venden drogas y que, sin embargo, cuando cerramos los ojos y nos imaginamos a un traficante o un consumidor la mayoría no veamos una cara blanca es lo que necesitas saber si te cuesta imaginar cómo es posible que alguien pueda no estar haciendo nada y, aun así, ser hostigado por la policía. Respirar si eras negro, tal cual, se convirtió en motivo de detención… o de algo peor.

Llevo el recuerdo de vivir con ese profundo miedo —el de saber que a mí o a cualquier persona de mi familia nos podían matar con impunidad— en la sangre, en los huesos, en cada paso que doy.

Y, aun así, fue a mí a quien llamaron terrorista.

A los miembros de nuestro movimiento los llaman terroristas.

A nosotras (a mí, a Alicia Garza y a Opal Tometi), las tres mujeres que fundamos Black Lives Matter, nos llaman terroristas.

A nosotros, el pueblo.

Nosotros no somos terroristas.

Yo no soy terrorista.

Soy Patrisse Marie Khan-Cullors Brignac.

Soy una superviviente.

Soy polvo de estrellas.

01

Comunidad

interrumpida

«Sabíamos que no podíamos ilegalizar el ser […] negro, pero haciendo que la ciudadanía asociara a […] los negros con la heroína […] y luego criminalizándoles […] profundamente, podíamos trastocar [sus] comunidades […]. ¿Que si sabíamos que estábamos mintiendo? Claro que lo sabíamos».

John Ehrlichman, director de política interior

de Richard M. Nixon, sobre la postura de su Gobierno

con respecto a la población negra

Mi madre, Cherice, nos cría —a mis dos hermanos mayores, Paul y Monte, a mi hermana pequeña, Jasmine, y a mí— en la calle principal del barrio mayoritariamente mexicano en el que vivimos, Van Nuys, en California. Vivimos de alquiler en uno de los diez pisos de protección oficial de un edificio de dos plantas de color habano con la pintura descascarillada, una puerta que no cierra bien y un telefonillo que nunca funciona.

Mi madre y yo somos bajitas en comparación con el resto de la familia. Ella mide 1,62 y yo nunca pasaré de 1,57. Pero Jasmine, Paul y Monte son altos. Cuando acabe de crecer, mi hermana pequeña medirá algo más de 1,80. Mis hermanos también se estirarán hasta superar con creces esa estatura. En eso han salido a nuestro padre, Alton Cullors, un mecánico con unas enormes manos de color marrón oscuro con las que trabaja en la cadena de montaje de la fábrica de General Motors de Van Nuys, unas manos que me sostienen, me abrazan y me transmiten seguridad. Huele a gasolina y a coche, olores que, casi treinta años después, todavía asocio con el cariño, los mimos y la protección. Alton está presente o no en nuestra casa, presente o no en nuestra vida cotidiana, en función de cómo estén las cosas entre mamá y él. Cuando yo tenga seis años, se irá y ya nunca volverá a vivir con nosotros. Pero no desaparecerá por completo de nuestras vidas, y su cariño no desaparecerá en absoluto. Ese cariño de Alton Cullors permanece dentro de mí, a mi lado, hasta hoy mismo.

Vivimos en un barrio multirracial, aunque la gran mayoría de la gente es mexicana. Pero también hay coreanos y negros como nosotros, y hasta una mujer blanca que tiene obesidad mórbida y no cabe en la bañera que tienen estos pisos. La observo bajar disimuladamente a la piscina ruinosa que hay junto a nuestro edificio, la misma en la que yo aprenderé a nadar. Todas las noches, cuando cree que no la ve nadie, se baña en la piscina, con jabón, manopla, champú y todo. Ella no sabe que yo la veo y yo no digo nada. No solo porque es un adulto y yo soy una niña, sino porque es parte de lo que define este nosotros que somos.

Es pobre y está criando a su hija ella sola. Tiene una lengua afilada que me recuerda a la de las mujeres negras de mi propia familia. Lleva vestidos hawaianos. Echo de menos su presencia cuando se muda, como acaba haciendo, igual que la mayoría de nuestros vecinos. Nuestro barrio está pensado para ser un lugar de paso, no un sitio en el que echar raíces, en el que esas raíces se conviertan en árboles que vivan allí por los siglos de los siglos. En mi barrio el único sitio donde se puede hacer la compra es un 7-Eleven. De no ser por esa tienda, la licorería George’s, los sitios de comida rápida china y mexicana y el Taco Bell, en todo el barrio no tendríamos donde comprar algo de comer o de beber.

Pero a menos de dos kilómetros se encuentra Sherman Oaks, un barrio blanco y rico de casas grandes y antiguas con garajes de dos plazas, jardines de diseño y piscinas que no se parecen en nada a la piscinita diminuta y descuidada de detrás de nuestro bloque de pisos. En Sherman Oaks no hay nada que no tenga buen aspecto y que no esté bien cuidado. Ni siquiera hay bloques de pisos.

Solo hay chalés enormes con coches buenos aparcados delante y padres que todas las mañanas salen de casa y llevan a sus hijos al colegio, un fenómeno que me llama la atención la primera vez que lo veo. En mi barrio los niños cogemos el autobús o vamos andando desde el primer año de colegio. Nuestros padres se han ido a trabajar mucho antes de que nosotros salgamos de casa, como las ranitas multicolores que aparecen con la llegada de la primavera, con unas caritas lozanas de piel oscura que intentan entender un mundo que no hicimos nosotros y que no sabíamos que teníamos el poder de deshacer.

Mi propia madre trabajaba dieciséis horas diarias, en dos o a veces incluso tres sitios diferentes. Nunca tuvo una carrera profesional, simplemente trabajaba sin parar para ganar lo suficiente para llegar a fin de mes. Teleoperadora, recepcionista, empleada doméstica, limpiadora en oficinas: esa era la clase de trabajos que hacía y todos eran importantísimos para nosotros, sobre todo después de que desapareciera la fábrica de General Motors de Van Nuys y, con ella, la estabilidad de nuestra familia.

Alton pasó por una serie de trabajos mal pagados y sin seguro médico que no le daban ninguna estabilidad laboral y no le permitían cuidar de nosotros, de su familia, que es por lo que ahora pienso que se fue, y aunque venía de visita y siempre estuvo presente en nuestras vidas, las cosas ya nunca volvieron a ser iguales. En los años ochenta, cuando estaba ocurriendo todo esto, en muchas zonas de Estados Unidos (incluida la región en la que vivía yo) la tasa de desempleo entre la población negra, casi tres veces más alta que la de la población blanca, era peor que durante la gran crisis económica de 2008-2009.

A veces, cuando pasábamos hambre, cuando no quedaba otra cosa en casa que Cheerios con sabor a miel y almendras en los que teníamos que echar agua porque no había leche y cuando estuvimos viviendo sin una nevera que funcionara durante un año, mi madre se encerraba en el baño y le ponía de vuelta y media: Joder, Alton, ayúdame a dar de comer a nuestros hijos. A. Nuestros. Hijos. ¿Qué puta mierda de hombre eres?

Se suponía que yo no debía oír esas conversaciones, pero me sentaba en el suelo delante del baño y escuchaba los gritos, los problemas, el ruido que hacían mis tripas vacías de niña de seis años. Pasar hambre es durísimo, y todavía hoy en mis oraciones doy gracias a los Panteras Negras por haber convertido el programa de desayunos gratuitos para niños en un servicio que debían ofrecer los colegios. Nosotros teníamos derecho a desayuno y almuerzo gratuitos y estoy casi segura de que sin eso no habríamos sobrevivido a nuestra infancia, pese a todos los esfuerzos de mis padres.

Mis hermanos, mi hermana y yo nos queremos con locura y desde el primer día nos educan para que nos cuidemos los unos a los otros. Jasmine es la chiquitina, nuestra chiquitina, así que la adoramos, mientras que Paul es el mayor, de modo que es quien toma las riendas cuando se va Alton. Es su voz la que me despierta todas las mañanas cuando es hora de ir al colegio y mi madre ya se ha ido a alguno de sus trabajos. Es Paul quien nos ayuda a prepararnos para ir al colegio, quien nos manda lavarnos los dientes y quien dice: Venga, vámonos. Es Paul quien, cuando tenemos los ingredientes, nos hace sándwiches tostados de queso para cenar, justo como le enseñó mamá. Es Paul quien dice: Venga, a la cama, cuando mamá aún no ha vuelto de su otro trabajo, el que sea.

Pero Monte es quien juega conmigo, quien me consiente. Monte es quien tiene un corazón gigantesco. Es incapaz de no dar comida a los perros y gatos callejeros que hay por nuestro barrio incluso cuando apenas tenemos nada que comer nosotros. Monte es quien recoge las crías de pájaro que se caen de los nidos y las devuelve a su sitio. Si ahora mismo cierro los ojos, estoy allí con él, viéndole coger con toda delicadeza un pajarito diminuto —no recuerdo de qué especie eran los que había en el barrio— y volver a meterlo en el nido, que a veces también se había caído al suelo.

Pero Monte, que es el segundo, también se mantiene ajeno a las responsabilidades, a diferencia de Paul. Por las noches nos quedamos viendo la tele acurrucados juntos cuando yo ya debería estar en la cama. Nuestra serie favorita es Sensación de vivir, un mundo de adolescentes blancos ricos y los problemas que tienen, un mundo en el que nosotros y nuestros problemas no existimos. En Sensación de vivir no hay coches de policía dando vueltas alrededor de los edificios o de la gente, como hacen en Van Nuys todos los días y a todas horas, como hienas hambrientas merodeando por las llanuras. Durante mucho tiempo los veo, a los policías en sus coches, pero no los entiendo, no sé cuál es su función en el barrio. No nos hablan ni nos ayudan a cruzar la calle. Nunca se muestran amigables. Está claro que no solo no son nuestros amigos, sino que no nos tienen mucho aprecio. Yo intento evitarlos, pero es imposible, por supuesto. Son omnipresentes. Y entonces, un día, paran al lado de nuestro edificio y bloquean el callejón que hay en el lateral.

El callejón es donde mis hermanos se juntan con sus amigos y pasan el rato hablando, probablemente sobre chicas y sobre todas las cosas que seguro que nunca han hecho con ellas. Monte y Paul tienen once y trece años respectivamente y en el barrio no hay zonas verdes, centros cívicos donde jugar al baloncesto, pistas de frontón, parques donde los niños puedan hacer castillos, así que el callejón se convierte en su escondite secreto y van ahí a hablar de cosas que a mí no me cuentan. Yo soy la niña. Tengo nueve años y soy la hermana pequeña a la que no dejan pasar de la puerta negra de hierro rota que intenta, en vano, protegernos del mundo exterior.

Es desde detrás de esa puerta desde donde veo a la policía abordar a mis hermanos y sus amigos, ninguno de los cuales tiene más de catorce años ni está haciendo absolutamente nada más que hablar. Los empujan contra la pared. Les hacen levantarse las camisetas. Les hacen vaciarse los bolsillos. Tocan a mis hermanos con brusquedad, incluso en sus partes íntimas, mientras yo observo desde detrás de la puerta, paralizada. No puedo llorar ni gritar. No puedo respirar y no oigo nada. Ni la sirena que debió de acompañar a las luces rojas giratorias, ni los fuertes gritos dirigidos a los chavales: ¡Contra la puta pared! Más tarde me enfadaré conmigo misma: ¿por qué no los ayudé?

Y más tarde ni Paul ni Monte dirán una palabra sobre lo que les ha ocurrido. No se pondrán a llorar ni a despotricar. No proferirán amenazas estruendosas pero vanas. No hablarán de ello conmigo, que fui testigo de lo ocurrido, ni con mi madre, que no lo fue. No expresarán indignación. No dirán que no se merecen ese trato. Porque una vez que llegan a la pubertad, mis hermanos tampoco esperan que las cosas puedan ser de otra manera.

Guardarán un silencio como el que muchas veces oímos que guardan las víctimas de violaciones. Quizá tienen miedo de que nadie les crea. De que no se pueda hacer nada para arreglar las cosas, para mejorarlas. Sea lo que sea lo que les pasa por la cabeza después de que les dejen medio desnudos en público, con su infancia tirada al suelo y machacada contra el asfalto, nunca hablaremos de ese incidente ni de los que vendrán después, cuando Van Nuys se convierta en el epicentro de la guerra contra las drogas y la guerra contra las bandas, denominaciones que confieren todavía más libertad a una policía que ya tiene poder para hacer lo que quiera con nosotros. Ahora hay todavía más formas de convertirnos en el enemigo, todavía más formas de hacernos desaparecer.

Y yo no pensaré en ese incidente en concreto hasta muchos años después, cuando empiecen a llegar noticias sobre Mike Brown desde Ferguson (Misuri) y la policía y la prensa conviertan a un chico de dieciocho años muy querido, un chico que estaba a punto de empezar la universidad, un chico que no iba armado, en una especie de King Kong, un ser exagerado, monstruoso, al que solo se podía matar disparándole a la cabeza. Porque eso fue lo que le hizo aquel policía: le disparó a la parte superior de la cabeza mientras el chico se arrodillaba en el suelo con las manos en alto.

Volveré a pensar en ello cuando vea cómo agarran a Freddie Gray, de solo veinticinco años, cuando va montando en bicicleta y lo lanzan a la parte trasera de un furgón policial como si estuvieran tirando una bolsa de basura. Freddie Gray, al que llevaron a dar uno de esos «paseos del cowboy» de Baltimore tan brutal que los policías del caso fueron acusados de haber cometido un homicidio con una indiferencia depravada por la vida humana. Con esas palabras. Policías que, como la mayoría de los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad acusados de disparar a personas negras, fueron absueltos. Incluso habiendo vídeos.

Poco después del día en que mis hermanos son agredidos por la policía en el callejón, da comienzo un nuevo ciclo: empiezan a detenerlos con regularidad y es tal la frecuencia con la que ocurre que al final mi madre se ve obligada a que nos mudemos a otra zona de Van Nuys. Pero no hay ningún sitio en el que puedan estar ni sentirse a salvo. Ningún sitio en el que haya trabajo. Ninguna ciudad, ninguna calle en las que tengan la certeza, la única certeza, de que sus vidas importan, de que se les ama. Intentamos construir ese mundo y decirles que son importantes y decirnos a nosotras mismas que también lo somos. Pero la vida real puede ser un intruso insistente y despiadado.

Más adelante, cuando me manden a estudiar fuera de mi barrio, en un instituto blanco llamado Millikan y situado en el precioso y acomodado barrio de Sherman Oaks, me haré amiga de una chica blanca que resulta ser hermana del camello de la zona. Tiene bolsas de basura enteras llenas de hachís. Bolsas enteras.

Pero eso no me sorprende tanto como el hecho no ya de que nunca le hayan detenido, sino de que ni siquiera haya tenido nunca miedo de que le detengan. Cuando me lo dice, intento asimilar lo que está describiendo: vivir sin tener miedo a la policía. Pero nunca llego a asimilarlo.

02

Doce

«Una de las peores cosas del racismo son los efectos que tiene en los jóvenes».

Alvin Ailey

La primera vez que me detienen tengo doce años.

Basta esa simple frase para transportarme a ese momento; todo ese miedo y esa humillación infantiles se me han quedado metidos para siempre en el cuerpo, a un nivel muy profundo.

Es el verano de después de mi primer año de instituto y por primera vez tengo que asistir a clases durante las vacaciones por las notas que he sacado en Matemáticas y Ciencias, así que estoy cabreada. No hay ningún otro alumno de Millikan que vaya a clases de refuerzo en este instituto de Van Nuys, solo yo. Este centro es para los chavales de mi barrio. No tiene todo un terreno con instalaciones, pero sí detectores de metales y agentes de policía. En Millikan no hay policía ni detectores de metales.

Por algún motivo, mi cabeza no hace el ajuste necesario. Me sigo considerando alumna de Millikan, cosa que soy salvo durante estos meses de verano, y un día hago lo que he aprendido de mis compañeros de allí que hace uno para sobrellevar las situaciones adversas: fumar hachís. En Millikan es muy normal que haya chavales que aparecen en clase fumados, que se encienden porros en el baño, que fuman en el césped del instituto. Nadie se busca problemas por eso. No hay policía en ningún sitio. Millikan es el centro para los alumnos con altas capacidades.

Pero en el instituto de mi barrio las cosas son completamente diferentes y alguien ha debido de decir algo de mí y de lo del hachís —entraron dos chicas en el baño mientras yo estaba allí—, ya que a los dos días se presenta un agente de policía en mi clase. Recuerdo que el estómago me dio un vuelco, como en una de esas montañas rusas gigantescas del parque de atracciones Six Flags. Intuyo que viene por mí y, efectivamente, así es. Me dice que me acerque a la pizarra, me esposa delante de todo el mundo y me lleva a dirección, donde me registran la mochila y la ropa, me hacen vaciar los bolsillos, me miran dentro de los zapatos, justo igual que a mis hermanos en el callejón cuando tenía nueve años. No llevo hachís encima, pero me obligan a llamar a mi madre al trabajo y contarle lo ocurrido, cosa que hago entre lágrimas. Yo no he sido, mamá, miento mientras lloro de miedo, un miedo que sí que es genuino. Mi madre me cree. Soy la niña buenecita y se pone de mi lado.

Más tarde, cuando estemos las dos en casa, no me preguntará cómo estoy ni se enfadará por la injusticia cometida. No me acariciará las muñecas, en las que he tenido las esposas apretándome, no me abrazará ni me dirá que me quiere. No lo digo como crítica. Mi madre es alguien que se centra en gestionar las situaciones y encontrar la manera de que ella y sus cuatro hijos lleguemos vivos al final de cada día. Para mi madre, que haya pasado esto pero que todos estemos en casa y relativamente a salvo es un triunfo. Es suficiente. Y así son las cosas durante toda mi infancia.

Más allá de las diferencias raciales y de clase, lo que hizo que el instituto supusiera un choque tan fuerte fue que en el colegio se me consideraba una niña inteligente, brillante incluso, una alumna de diez a la que la profesora de cuarto curso, la señorita Goldberg, dio el gusto de decir que sí cuando le pregunté si podía hacer una presentación sobre el movimiento por los derechos civiles delante del resto de la case. Una semana antes me había dado un libro, The Gold Cadillac, de Mildred Taylor, que narra el terrorífico viaje en coche que hacen una niña y su padre por el Sur de la época de la segregación racial para ir de Ohio a Misisipi, donde viven sus parientes.

Sentía claramente el pavor que recorría las páginas del libro, la sensación cada vez más intensa de que les podían matar. Antes de que cumpliera nueve años, la policía ya había hecho una redada en nuestra casa para buscar a uno de mis tíos favoritos, el hermano de Alton. Mi tío, que consumía y vendía drogas, que se reía con fuertes carcajadas y que siempre me abrazaba y me decía que era listísima, pero que no vivía con nosotros y cuyo paradero desconocíamos el día que la policía irrumpió en nuestro piso cubierta de pies a cabeza con su equipo antidisturbios.

Hasta a la enana de Jasmine, que debía de tener cinco años, le gritaron y le mandaron quedarse sentada en el sofá conmigo mientras la policía arrasaba nuestra casa de una forma que más adelante jamás vería en Ley y orden: Unidad de Víctimas Especiales, donde Olivia Benson siempre trata a los niños con delicadeza. En la vida real, cuando yo era pequeña, cuando mis hermanas y hermanos negros eran pequeños, nos trataban como a sospechosos. Jasmine y yo tuvimos que buscar esa delicadeza la una en la otra, abrazándonos, igual de paralizadas que como me quedé yo el día del callejón, esta vez mientras los bruscos policías registraban nuestros dormitorios en lugar de a mis hermanos.

Registraron hasta nuestros cajones. ¿Se pensaban que mi tío estaba escondido en la cómoda?

Pero igual que con el incidente de mis hermanos, una vez que acabó no hablamos de ello.

En cualquier caso, estoy segura de que aquel incidente fue al menos parte del motivo por el que The Gold Cadillac, aunque de otra época y otro lugar, fue una historia con la que conecté tanto, el motivo por el que aún la sigo recordando décadas después. Aunque los detalles de la trama eran diferentes, el miedo que recorre sus páginas es el mismo, es el mío. Cuando terminé el libro, quería más. Quería que me confirmaran que eso de lo que no hablábamos era real. Esa fue la razón de que preguntara: Por favor, señorita Goldberg, ¿podría darme más libros para leer?

Claro que sí, dijo, y me dio historias que devoré, pedacitos a la medida de una niña sobre la lucha por la libertad y la justicia.

Por favor, pregunté después a la profesora, ¿puedo hacer presentaciones sobre los libros para toda la clase?

Sí, contestó, ¿por qué no? Y es que así era la señorita Goldberg, con su pelo castaño a capas de estilo ochentero y el conjunto deportivo a lo Flashdance con el que iba a clase todos los días.

Daba un premio (caramelos) a los compañeros que contestaban a las preguntas que les formulaba en las presentaciones de quince minutos que me dejaba hacer la profesora sobre los libros que iba leyendo. Quería que supieran cuál había sido nuestra historia en este país, de dónde venimos. Quería que tomaran conciencia, como la había tomado yo, de ese miedo intenso que nosotros conocíamos. De algún modo tenía que ver con un miedo que sentía yo —que sentíamos todos— en nuestros propios barrios, en nuestras propias vidas, pero que no sabíamos bien cómo nombrar.

Pero gracias a la señorita Goldberg y, más tarde, a la señorita Bilal (que impartía actividades extraescolares y que fue la única profesora negra de piel oscura que tuve en los primeros años de mi educación, que nos habló de la Kwanzaa y del afrocentrismo), afronté el instituto con optimismo, aunque estuviera en una comunidad que no conocía, una comunidad sin mi comunidad. Pensaba que, aun así, allí también me querrían y me estimularían. La madre de Lisa, mi mejor amiga, fue quien oyó hablar de Millikan. Se consideraba un buen instituto en general, pero lo que lo hacía especial era que tenía un programa para alumnos con altas capacidades centrado en las enseñanzas artísticas. Echó la solicitud para su hija y a continuación, hablando una tarde con mi madre y conmigo, dijo: Oye, ¿y por qué no apunto también a Patrisse, si me dejáis? Estaría fenomenal que las niñas pudieran seguir juntas, recuerdo que dijo.

Al cabo de unos meses, a mí me aceptaron en el programa para alumnos con altas capacidades y a Lisa no. Aun así, su madre consiguió amañar su dirección para que Lisa pudiera ir a Millikan y cursar el programa normal, así que al final las dos acabamos estudiando allí. Pero no seguimos siendo amigas, no como antes.

Millikan queda lo suficientemente lejos de mi casa para que tengan que llevarme en coche si quiero llegar puntual a clase por las mañanas. Antes podía coger el autobús urbano con todos los demás niños del barrio, pero llegar a Sherman Oaks es más complicado. El problema es que nosotros no tenemos coche, que es por lo que nuestra vecina Cynthia se ofrece a ayudar: le presta su coche a mi madre para que yo pueda llegar al instituto sin problemas. Esto no es tan sencillo como puede parecer.

Cynthia, una joven madre de apenas diecinueve años que ha estado saliendo intermitentemente con mi hermano Monte y que acabará teniendo un hijo con él, mi sobrino Chase, había recibido un disparo desde un vehículo en marcha un año antes, estando en una fiesta. Quedó paralizada de cintura para abajo. Pero tiene un coche que le deja prestado a mi madre, una ranchera destartalada de color champán. Las ventanillas traseras no tienen cristales, sino unos plásticos, y el coche entero huele a pis porque, como Cynthia no tiene movilidad en gran parte del cuerpo, a veces pierde el control de la vejiga.

Mi madre me lleva a Millikan en ese coche, cosa que al principio sobrellevo por la emoción de ir en coche. El primer día, sin embargo, enseguida me doy cuenta de que tengo que cambiar de plan. El segundo día, digo: Déjame aquí, mamá, y con eso quiero decir a varias manzanas del instituto. El coche en el que vamos no es como ninguno de los otros que paran delante de Millikan, todos nuevecitos y resplandecientes a la luz del sol matutino. Los chavales se bajan de esos coches, de sus Mercedes y sus Lexus, y salen corriendo hacia el verdísimo césped del instituto mientras sus padres les dicen adiós con la mano, y de pronto tomo contacto con un sentimiento nuevo y repentino que va arraigando en mi interior: una vergüenza que penetra hasta muy adentro, que me envuelve y me define. Me doy cuenta de que somos pobres.

Más adelante, ya de adulta, una amiga me dirá: Pues claro que te sentiste así. La opresión provoca vergüenza, añadirá en voz baja. Pero en el instituto, dada la segregación entre chavales blancos y negros, chavales ricos y pobres, no sé muy bien cómo manejar esa sensación ni la terrible pregunta que acorrala a mi alma de doce años: ¿se supone que tengo que avergonzarme de la gente que me ha criado, que me ha traído al mundo y me lo ha dado todo?

No encajo entre los chavales blancos que fuman porros en los baños o en el césped entre clase y clase. No encajo en el pequeño grupo de chicas negras que de mayores quieren ser Janet Jackson o Whitney Houston. Llevo pantalones harén al estilo MC Hammer, de entrepierna baja. Mi forma de vestir es una versión propia del estilo negro, influida por el de los mexicanos del barrio en el que me he criado. La gente dice que soy rara, pero yo no me siento rara. Yo simplemente me siento como lo que soy: una chica de Van Nuys a la que le encanta la poesía, leer y, por encima de todo, bailar. Estoy en el Departamento de Danza y mis bailes son una mezcla de danzas africanas, hiphop y mariachi a partes iguales, que es lo mismo que decir que son raros.

Sí que hago un amigo, Mikie, un chico blanco a quien no le molestan mis supuestas rarezas, mis pantalones harén. No dejo de dar la lata a mi madre para que me deje traerle a casa. Me encanta mi habitación y quiero que vea el sitio en el que me convertí en la persona que soy. Yo aún no soy consciente de la vergüenza de mi propia madre, de lo humilde que es nuestra casa. Mi madre era de una familia de clase media muy religiosa que la repudió cuando apareció embarazada de mi hermano Paul a los quince años, casi dos décadas antes.

Y es que, pese a la vergüenza que siento cuando estoy en Millikan, cuando no estoy allí desaparece en gran medida. Este barrio, este mundo, es lo único que he conocido, es lo que he amado a pesar de las penurias, que en realidad para mí no son penurias porque es como vive todo el mundo. Todo el mundo pasa hambre de vez en cuando. Todo el mundo vive en pisos pequeños alquilados. La mayoría de nuestras familias no tienen coche, posesiones de sobra ni cosas relucientes.

Sea como sea, mi madre termina cediendo, seguramente por puro agotamiento, y Mikie, que acabará siendo mi primer novio unos años antes de que él se declare gay y yo queer, viene a casa y se baja del coche de sus padres delante de mi edificio.

Cuando bajo a abrirle, se oye el estrépito de una ambulancia en nuestra manzana, cosa que al principio no noto porque en nuestra manzana siempre se oye el estrépito de alguna ambulancia. Pero Mikie no está acostumbrado, así que, entre eso y el aspecto de nuestro edificio, con su pintura descascarillada, mi amigo dice con toda naturalidad y sin ánimo de ofender: No pensaba que vivieras así. Yo no contesto. Nos vamos a mi habitación e intentamos actuar como si todo siguiera igual.

En el instituto es la primera vez en mi vida que tengo inseguridades. Ya nadie me considera una alumna brillante. Salvo en las clases de baile, nadie me da alas ni parece tener paciencia conmigo. Es en el instituto donde mis notas empeoran por primera vez y acabo creyendo que, de alguna manera, quizá todo ese cariño que recibí en el colegio se ha agotado, que la parte que me correspondía se ha terminado. Con doce años estoy sola, el lugar que me corresponde en el mundo ya no es el de una niña, el de un pequeño ser humano inocente que necesita apoyo. Lo había visto con mis hermanos y ahora me estaba ocurriendo a mí, la llegada de ese momento en que nos convertimos en eso que ya no es adorable ni apreciado. El año en que nos convertimos en algo de lo que deshacerse.