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Cuento del Ampurdán es una colección de relatos ambientados en Empordà, una zona costera de Catalunya. Son una oda a la costa catalana y también mantienen el estilo de cuento que escribía Baró, con moraleja y tono clásico. Una niña que aprende sobre la bondad, un anciano al borde de la muerte o un conde que busca esposa son algunos de los personajes que protagonizan los relatos de esta antología de cinco relatos ejemplares.
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Seitenzahl: 63
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Teodoro Baró i Sureda
Saga
Cuentos del Ampurdán
Copyright © 1896, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686944
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Quiero al Ampurdán porque es mi tierra, y á los niños porque como siempre conservan mucho del ángel, son el encanto de sus padres, su esperanza, la alegría de la casa; y de la misma manera que las mariposas sueltan al volar polvo de oro, ellos llenan el hogar con el polvo de oro de su inocencia, más brillante y más hermoso que el de las mariposas.
Cuando escribo para los niños, pienso en el hogar donde transcurrió mi infancia. El recuerdo del hogar es santo porque en él nuestros ojos se abrieron á la luz, á la luz que viene del cielo; á nuestros oídos llegaron por primera vez los sonidos de la campana, voz de Dios que levanta los corazones á lo infinito, donde está el trono del Altísimo rodeado de ángeles; nuestros labios pronunciaron la primera oración y recibieron y devolvieron los amorosos besos de nuestros padres. Quered mucho el hogar, porque en él han nacido nuestras creencias, nuestras esperanzas, nuestros amores, y á su calor han brotado nuestras ilusiones; quered mucho el hogar, delante de cuya llama se reune en las noches de invierno toda la familia para rezar el Rosario y evocar memorias pasadas al calor de la lumbre.
Recuerdo á Ferreol, un viejo que tenía tantos años que decía que de ellos había perdido la cuenta, pero añadía que siempre la llevaba ajustada con Dios por medio de la confesión, porque no quería estar desprevenido para poderla rendir al Señor, invocando la intercesión de la Virgen y de San José, cuando le llamase á su presencia. Tenía Ferreol blanco el cabello, más blanco que el copo que hilaba Ramona, una viejecita que todas las tardes de sol se sentaba con su rueca en la mano en el banco de piedra que había delante de la casa y se pasaba las horas canturreando y haciendo bailar el huso.
Ramona era una excelente mujer que nos daba avellanas y nueces, pero se enfadaba cuando los chiquillos asustábamos al gato, que siempre estaba acurrucado á su lado.
Ferreol era el marido de Ramona, y los viejecitos se querían mucho y vivían muy contentos, no teniendo más esperanza que la de una buena muerte, y para alcanzarla ajustaban sus obras á los mandamientos de la ley de Dios. Las mejillas del viejo estaban chupadas y la desaparición de los dientes juntaba los labios hasta tenerlos como pegados con goma, lo que no impedía que fumase el tabaco contenido en una pipa de raíz de avellano. Si podía fumarla en compañía de su amigo José, el tabaco le sabía á gloria, porque evocaba los recuerdos de la juventud, y charlaban fumando y fumaban charlando, confundiendo ambas cosas hasta tal punto que continuaban chupando, hinchando los carrillos y soplando cuando hacía mucho tiempo que las pipas se habían apagado, sin que de ello se dieran cuenta. Era José contemporáneo de Ferreol, hombre de mar, muy religioso, que jamás se embarcaba sin haberse santiguado y rezado una Ave María para implorar la protección de la Virgen. El marino decía:
— En las noches de tempestad se comprende y se siente á Dios, y se sabe cuánta dulzura hay en el nombre de la Virgen.
Ambos gustaban de evocar los tiempos de la niñez, que son para los viejos lo que el sol en días de invierno.
— ¿Te acuerdas de aquellos tiempos en que al saltar de la barca, corría todo el pueblo donde yo estaba á comprarme la pesca?
— ¡Qué tiempos aquellos!
— ¿Te acuerdas de cuando buscábamos nidos?
— ¡Vaya si me acuerdo!
— Una vez nos metimos en la huerta de Blas.
— Tenía muy mal genio. Merecíamos que nos sacudiera el polvo.
— La verdad es que nos lo habíamos ganado. En uno de los árboles descubriste un nido de jilgueros.
— Y te di cuenta del hallazgo.
— Aprovechamos una ocasión en que Blas había ido al pueblo y nos metimos en la huerta.
— Y como al lado del árbol donde estaba el nido había una higuera, cuyos higos picaban los pájaros, lo que indicaba que estaban muy maduros y ricos, antes de subir por el nido, nos subimos á la higuera por los higos.
— ¡Qué atracón nos dimos!
— Y en esto llegó Blas.
— ¡Dios de misericordia! ¡qué susto el que pasamos!
— La verdad es que habíamos cometido una mala acción, porque aquellos higos no eran nuestros y nos apropiábamos lo ajeno. El hortelano llevaba un cesto y un azadón y debía pasar por debajo de la higuera. Te pusiste el dedo en la boca para indicarme que callase, aviso inútil, pues no me atrevía á respirar. Si Blas pasaba sin vernos estábamos salvados, porque el sembrado de lechuga á donde iba distaba bastante, y en cuanto hubiese dejado atrás la higuera, nos deslizábamos por el tronco, corríamos y escapábamos, pero...
— Me dieron ganas de estornudar, y por más esfuerzos que hice se escapó de mi boca y narices un estrepitoso estornudo, que semejaba un escopetazo.
— El hortelano se detuvo al oir el ruido, levantó la cabeza, y al vernos se quedó un momento parado. Soltó el capazo y el azadón, se rascó la nariz, que era muy granujienta, hizo una mueca que le levantó toda la carne de la parte derecha de la cara hasta dejarle cerrado el ojo del mismo lado, y nos dijo:
— ¿Qué hacéis ahí?
— ¡Pues!—murmuré yo. — ¡Pues! — balbuceaste tú; — y nos quedamos callados y nos miramos como si nos hiciéramos esta pregunta: —¿Qué le vamos á contestar á ese hombre?
Las hojas de la higuera se movían como agitadas por el viento, y era que nosotros temblábamos.
— ¿No me habéis oído? ¿Os pregunto qué hacéis ahí?
— Señor Blas... (El miedo me hizo llamarle señor, porque el miedo es muy cortés). Señor Blas, Ferreol y yo nos hemos subido á la higuera para tomar el sol.
— ¿Y para tomar el sol habéis escogido la sombra de este árbol? ¡Ah, pillos!
Se bajó, cogió un terruño y yo cerré los ojos y me puse á rezar.
— Otro tanto hice; pero el hortelano, al vernos tan asustados, nos dijo:—Ea, bajad; no sea cosa de que os caigáis y os rompáis una pierna ó un brazo.
— ¿No nos pegará?
— No.
— ¿Nos lo promete?
— Sí.
— ¿Por la señal de la cruz?
— Por la señal de la cruz — contestó Blas cruzando el pulgar y el índice y llevándose á su boca la mano, que besó.
— Y bajamos, y el hortelano nos dijo que hurtar era pecado, y nosotros prometimos la enmienda, y nos marchamos.
— ¡Qué tiempos aquellos, Ferreol!
— ¡Qué tiempos aquellos, José!
Y otra chupada á las pipas y después otra; y echaban el humo al espacio y le seguían con la mirada como si vieran en él los recuerdos de su juventud.