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Una nueva vida empieza para Juan Alcarreño. Después de la llegada de un indiano al pueblo en el que vivía, su padre Santiago consiguió que el hijo pudiera estudiar en un gabinete de ministros de Madrid. ¡Un hijo político! Lleno de orgullo, el hombre envía a su hijo a la gran capital. Una novela sobre las intrigas políticas de España y sobre el contraste entre el mundo rural y la urbe del siglo XIX.
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Seitenzahl: 297
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Teodoro Baró i Sureda
Saga
Juan Alcarreño
Copyright © 1889, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686883
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
pintor ilustre, restaurador sin rival y buen amigo, dedica este libro
Teodoro Baró
Madrid, 2 de agosto de 1889.
Juan Alcarreño.
Para venir á Madrid tuvo que meterse en galera, que á galeras equivalía por los muchos trabajos, no compensados por los incidentes del viaje y las variaciones panorámicas; pero en aquel entonces sólo estaban construídas algunas de las principales líneas férreas. Cuba fué el primer territorio español que tuvo ferrocarril y luego Barcelona, que el año 48 inauguró la líneá de Mataró. Los convecinos de Juan Alcarreño sólo sabían del ferrocarril que era una cosa que se parecía á muchos carros unidos unos á otros, que rodaban sin que de ellos tirasen mulas arrastrados por un puchero enorme, en el que había más agua que la que contenía la charca rayana á la huerta del tío Boquerón, que estaba situada á la izquierda del puente, cerca del ventorrillo de Los Gorriones. El no saber de una cosa es motivo para discutirla y de empeño para explicarla cada cual á su manera, aumentando la energía de la convicción á medida de la ignorancia; y como de la discusión nace la luz cuando no la algarabía, siendo más frecuente la explosión de ésta que el surgir de aquélla, acabaron las ideas por confundirse de tal modo en los cerebros de los convecinos de Juan, que nadie lograba darse cuenta, ni siquiera por aproximación, de lo que era un tren ni de cómo se movía. La cosa no era rara, pues en muchos asuntos, y en especial en los políticos, pasa lo mismo después de haberlos discutido la prensa.
Tres días tuvo de duración el viaje, y á pesar de no estar acostumbrado Alcarreño á tales trotes, resistió bien sus fatigas. Cuando el galerero le anunció que ya estaban cerca de Madrid, por poco se desmaya, tan intensa fué la emoción producida por la idea de que iba á entrar en la villa y corte de grandes reyes que habían gobernado dos mundos, cuyos hechos pregonaban las historias; y asomando la cabeza por el arco delantero del vehículo, abrió los ojos cuanto le fué posible y estiró el cuello con riesgo de morir por separación de las vértebras, como los conejos caseros; y como sólo viera tierra semejante á la de fregar, y luego más tierra parecida á la anterior, sin árboles, ni vegetación, ni caserío, creyó que el galerero de él se burlaba, pues no comprendía ciudad tan grande en medio de campo tan feo y árido. Mas como no eran burlas, sino veras, á la media hora vió la línea de tierra rebasada por otra línea de edificios dominados por algunos de notable aspecto, y todos ellos, grandes y chicos, cobijados por las cúpulas y los campanarios de las iglesias. Con la boca abierta quedóse al mirar tantas casas, sorpresa natural en quien del pueblo no había salido; y cuando á las dos horas de haber visto la capital entró en ella, tiempo que necesitó la galera para salvar la distancia, sus pupilas iban de derecha á izquierda y del arroyo á los tejados, no cansándose de admirar sin darse cuenta de otra cosa sino de que penetraba en una ciudad donde había mucha gente y muchas casas.
No era aquel el Madrid de principios del siglo, desaseados los edificios y las calles interceptadas por perros y gatos, cerdos y corderos, pavos y gallinas, y alumbrado de noche por faroles con honores de lamparillas; pero aún no había dejado de ser el Madrid de las tapias del Retiro. Metióse la galera por un laberinto de calles y callejuelas, corrales y huertas, asomándose á las puertas de los raquíticos edificios los vecinos atraídos por el ruido del pesado vehículo. Los unos madrileños tenían la cara y el vestido del todo blanco y los otros completamente negro el rostro y el traje, por ser los primeros mozos de tahona y los segundos herreros, cosa que no dejó de sorprender al lugareño. Al notar su extrañeza le dijo el galerero que estaban en el distrito del Barquillo, donde abundaban las tahonas y aun más las fraguas y herrerías, mereciendo sus moradores el nombre de chisperos por las chispas que saltan en las últimas. Dióse por satisfecho Juan Alcarreño, y su satisfacción aumentó de punto cuando la galera penetró por un ancho portal, llegó á un espacioso patio y el conductor le dijo:
—Ya hemos llegado.
El mesón.
Titulábase la posada Mesón del mundo entero, denominación pomposa debida á lo siguiente: cuando el anterior dueño, muy aficionado á comer y á beber, murió de una indigestión de callos y caracoles y de vino y aguardiente, compró el Mesón del gallo blanco, así antes denominado, un hijo de Lugo que había pasado los diez primeros años de su estancia en Madrid dando de beber, primero agua y luego vino, por haber ascendido de aguador á tabernero; profesiones similares, si bien se vende agua sin que para nada haga falta el vino, pero hay tabernero convencido de que para vender vino es absolutamente indispensable el agua. Se dijo el de Lugo que después de haber apagado durante tanto tiempo la sed de los chisperos y no chisperos podría también apagar el hambre de éstos y de aquéllos, y pasó á posadero sin dejar la taberna; y como al lado del portalón hubiese una pieza bastante espaciosa con comunicación á la calle, se propuso utilizarla para servir á los que no parasen en el mesón. El gallego había adivinado el restaurant. Concebida la idea era necesario que transcendiera al público, enterándole de que allí comería por poco dinero; y después de mucho discurrir apareció un rótulo que decía: «Se sirve de comer á estudiantes y soldados y gente baja por el estilo.» El éxito fué superior á las esperanzas del tío Fariniño, pues al día siguiente lo leyó un estudiante, dió cuenta á sus compañeros del descubrimiento y al salir del áula fuéronse á admirarlo, puntualizando su entusiasmo por medio de una tempestad de gritos y silbidos y granizada de piedras. Incomodóse el gallego, pero en vano; intervino la autoridad y ésta dijo al tío Fariniño:
—Merecido se lo tiene usted por insultar á soldados y estudiantes.
—¿Eu?—exclamó el de Lugo.
—Usted.
—¿E eso?
—¡Pues no es flojo el insulto! ¡Llamarles gente baja!
—¿Qué discurres, pois? — se dijo Fariniño cuando estuvo solo.
Y discurrió que cambiando baja por alta todo estaba arreglado, y al siguiente día decía el letrero: «Se sirve de comer á estudiantes y soldados y gente alta por el estilo». Nueva tempestad, nueva pedrea, nueva intervención de la autoridad, la que después de apaciguar á los ofendidos se propuso demostrar al gallego que si baja era insulto, alta añadía al insulto la mofa; y todo eso, que en dos palabras hubiera podido explicarse, fué diluído en largo discurso, porque ya había comenzado la moda de hablar mucho para decir poco ó nada; y como la autoridad no estuviese muy segura de la atención de Fariniño, interrumpió un período para preguntarle:
—¿Entiende usted?
—Xa escoito—contestaba invariablemente y rostrituerto el de Lugo, quien añadía: ¡Eu non! cada vez que se insinuaba la idea de que había querido ofender á estudiantes y soldados.
Volvió á discurrir el posadero, llamó al pintor y á los dos días decía el rótulo: «Se sirve de comer á gente alta, mediana y baja.»
—Esa es la posada del mundo entero— dijo un chispero—porque aquí se da de comer á todo el mundo.
Al oirlo dióse una palmada en la frente el gallego; volvió á llamar al pintor, y á la semana apareció encima del portalón un rótulo, cuyas letras, azules en la mitad superior y encarnadas en la inferior, decían, destacándose sobre fondo amarillo: Mesón del mundo entero.
A él vino á parar Juan Alcarreño, y mientras el carretero soltaba la galerada, fuése al cuarto interior que le destinaron, en el que había una cama de armazón de madera, jergón abollado, colchón en huesos, almohada con guijarros y cobertor con flores, que lo mismo podían ser rosas que berros. Mala era, debido acaso á que el tío Fariniño recordaba que á mala cama colchón de vino y á que el posadero quería proteger al tabernero. Un palanganero de hierro, en otro tiempo pintado, dos sillas y una mesita que se mantenía sobre tres pies sanos, porque hacía las veces del cuarto la pared en la que estaba apoyada, constituían el mueblaje. Recibía luz la habitación de una ventana que daba á la calle. Cuarto y muebles podían ser peores, y el tío Fariniño dijo á su huésped que estaría mejor en el mesón que en el mismo palacio real; y como Juan no conocía otras grandezas que las relativas de su pueblo, que, de tan pequeñas, á medianas no llegaban, nada tuvo que objetar, guardando todas sus objeciones para el precio del pupilaje. Como la bolsa del huésped no era holgada y el posadero deseaba llenar la suya, entablóse larga discusión, llegando por último á ponerse de acuerdo.
___________
Quien era Juan Alcarreño.
Cuando á Madrid vino era Juan joven cetrino, nervudo, con las carnes necesarias para envolver huesos y nervios, sin sobrantes y sin grasas. Su estatura no era alta ni baja, indeterminación que correspondía á sus cualidades físicas de belleza: tenía los ojos negros, el cabello negro, y nada decimos de la barba, porque Alcarreño contaba veinte años y apenas le apuntaba el bozo. Era hijo de Santiago Alcarreño y de Bernarda Sandero, labradores de muy mediano pasar, que á fuerza de trabajo y economía habían logrado, no sin dificultades y privaciones, criar y educar á Pedro, Juan, Fernanda y María, que constituían la prole; y como el terruño no daba con abundancia para todos, pensóse en que Juan trocara las faenas del campo por cosa que le proporcionara con más seguridad el pan, ya que el de la casa tocaba á poco por ser muchos á repartir. Bastante despejado era el joven y había aprovechado las lecciones del maestro de escuela, en particular las caligráficas, siendo su escritura notable por lo clara y regular y superando al carácter grifo inventado por Aldo Manucio al desterrar la manera gótica. No era tan regular y clara la ortografía, pero como en el pueblo no se daba importancia á tales menudencias, pasaba Juan por el escribano más entendido. Discurrían los padres en qué emplearían sus talentos sin dar con la cosa, y muchas tardes al regresar de las faenas del campo se detenía el matrimonio para consultar á algún vecino. Quien ponderaba las ganancias del barbero; quien aconsejaba que á la navaja añadiera la lanceta y se ejercitara en sacar muelas; quien que fuera abogado; otro afirmaba que debía ser médico, sin que hubiese concordancia en los pareceres ni indicase nadie la manera de realizar el suyo. Y antes de que la cosa llegara á puntualizarse hubo en el lugar movimiento inusitado. Las mujeres se asomaban á las ventanas y á las puertas y los hombres á las puertas y á las ventanas y decían:
—¿Sabes la noticia?
—¡Vaya si la sé!
Pregunta y respuesta eran invariables, no habiendo logrado un vecino dar con otro que no supiera la nueva, que consistía en la llegada de D. Antonio Berruego, el hijo de la tía Pelucha, que estuvo de criada en casa del médico, luego casó con Pedro el zapatero, viviendo pobres y muriendo uno y otro en el intervalo de dos años, después de larga enfermedad, durante la cual todo les hubiera faltado á no ser las buenas almas. Antonio se había embarcado á los dieciocho años, poco antes de pasar sus padres á mejor vida, y á los treinta de ausencia volvía al pueblo. Pero ¡cómo volvía, Virgen santa! Traía oro, mucho oro.
—Todo el que cogería en este delantal — decía la mujer del barbero.
—Mucho más; todo el que cogería en la artesa—replicaba Maruja.
—Podría cargar con él la galera—decía su dueño.
Y todos hablaban con la seguridad del que está perfectamente enterado de las riquezas de D. Antonio, riquezas que nadie había visto y á cuyo poseedor nadie había hablado.
Llegó la tarde, y al caer de ella la hija del carpintero, que estaba cosiendo, abrió el abanico, lo levantó de modo que interceptara los rayos del sol, á lo lejos miró y en dirección á la carretera y gritó á Juana, que estaba en la calle charlando hacía dos horas con una vecina de cosas que á ninguna de las dos importaban:
—Ya está aquí el indiano.
Exclamación que la vecina y Juana repitieron y luego todos y todas las del pueblo, que á las afueras se dirigieron á paso acelerado acompañados de todos los perros arrastrados por el alboroto. Creyó D. Antonio que era aquello prueba de cariño, y sólo lo era de curiosidad, pues su llegada constituía un acontecimiento, como lo es la de cualquiera viajero en lugar poco frecuentado. No le disgustó darse aires de rico y de protector entre aquellos que le habían visto pobretón, y cuando Santiago Alcarreño le habló de su hijo Juan, dijo D. Antonio:
—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno!
Con lo cual, muy animado, volvió á hablarle al día siguiente del asunto el padre, y el indiano contestóle:
—No he olvidado lo que me dijiste, Santiago.
Hay que advertir que á los dos días de su llegada el indiano tuteó á todo el mundo, sin distinción de edades, á pesar de que nadie se atrevía á hacer otro tanto con él y de que muchos le llamaban su merced y hasta usilía.
Y prosiguió dirigiéndose á Alcarreño, padre:
—El maestro me ha enterado de que Juanito es chico aprovechado.
Movimiento afirmativo de Santiago.
—Añadiendo que tiene un bonito carácter de letra.
Nueva señal de asentimiento.
—Eso sería un inconveniente si se tratara de hacer á tu hijo ministro ó general, porque la primera cualidad de todo alto personaje servidor del Estado consiste en firmar de modo que nadie sepa si se llama Juan ó Pedro, Fernández ó González.
Aquí no hubo movimiento afirmativo ni negativo, porque Santiago no estaba enterado de tales cosas.
—Pero como tu hijo no aspira á tanto, he resuelto enviarle á Madrid y darle un destino en el ministerio de la Gobernación.
Esta vez el movimiento fué en la boca, que se abrió formando una o; yno salió la exclamación que se expresa por medio de tal letra, porque el asombro dejó mudo al padre del futuro empleado en Gobernación: ¡en Gobernación! Nada menos que al lado del ministro que manda á todos los alcaldes.
Prosiguió D. Antonio:
—Como el ministro es amigo mío...
—¿Amigo?
—Ya se ve.
Sacó del bolsillo una carta y la enseño al lugareño.
—¿Ves? Estas cartas no necesitan franqueo, porque son del ministro. Estas letras del sello dicen: «Ministerio de la Gobernación. Gabinete particular.» Mira estas letras tan bonitas de arriba. A éstas se les llama membrete y repiten lo del sobre; de manera que no se trata de una amistad oficial, sino particular, puesto que la carta dice «Gabinete particular». Tanto es así, que por dos veces usa el ministro la palabra: en el sello y en el membrete. Ahora lee: «Mi estimado amigo». Fíjate en la conclusión de la carta: «De V. afectísimo seguro servidor,» etc.; y luego añade «y amigo». Ya ves, Santiago: amigo, pero muy amigo del ministro. Y lo más extraño, añadió el indiano, es que no le conozco; pero él debe conocerme ó tener noticia de quien soy y busca mi amistad. Al desembarcar se me opusieron algunas dificultades y escribí al ministro comenzando la carta: «Muy señor mío,» pero él me contesta llamándome amigo. Después de esto yo no podía negarle mi amistad, y le escribí diciéndole que contara conmigo y dispusiera de mi poca inutilidad y de mi mucha suficiencia; digo, al revés. ¿Qué te parece?
—¡Qué ha de parecerme, D. Antonio! ¡Qué honra para el pueblo!
D. Antonio inclinó la cabeza hacia el hombro izquierdo, lo que equivalía á media afirmación.
—Pero...—añadió Santiago.
La cabeza del indiano volvió á su posición perpendicular. Había un pero á lo de: ¡qué honra para el pueblo!
—Pero... no tengo dinero para enviar á Juanito á Madrid.
D. Antonio dejó caer una mano sobre el hombro del lugareño; fijó en éste una mirada de alta protección, sonrióse y dijo:
—Los gastos corren de mi cuenta.
Alcarreño gritó:
—¡Gracias! ¡Gracias!
Y luego echó á correr hacia su casa vociferando:
—¡Qué honra para el pueblo!
Á los quince minutos todos sabían que D. Antonio era amigo del ministro, y no así como se quiera, pues era amigo particular; y el ministro, el que mandaba en los alcaldes, había solicitado su amistad.
¡Qué honra para el pueblo!
La madre y las hermanas emplearon tres días en zurcir, remendar, lavar y planchar la ropa de Juanito. Cepillaron cuidadosamente la chaqueta y pantalones, á los que seguían llamando nuevos porque lo fueron cuando se compraron hacía cuatro años. Los botones fueron revisados yafirmados de tal modo que ni que hubiesen sido pegados con cal hidráulica. Á fuerza de fregar con vinagre caliente desaparecieron algunas manchitas; y cuando el remendón hubo puesto medias suelas ytacones á los zapatos, el joven Alcarreño estuvo en disposición de emprender el viaje. Debía pasar por el pueblo á los dos días la galera que iba á Madrid y en ella metieron un baulito con todo el equipo del futuro empleado; y tras el baulito metióse Juanito, no sin haber abrazado repetidas veces á sus padres y hermanos y haber besado la mano al indiano, que le costeó el viaje y le dió una carta para su amigo el ministro y unos cuantos duros para esperar en la Corte el último día del mes, que era el de la nómina.
—¡Arre, Morenita! ¡Arre, Linda!—gritó el galerero haciendo chasquear el látigo.
Las mulas se apoyaron en las patas traseras, estiraron el cuello, sonaron los cascabeles, crujió la galera, comenzaron á girar las ruedas; y Juan, asomando la cabeza por la parte posterior del vehículo, saludó á sus padres y á todos los vecinos que se habían congregado para verle marchar y despedirle, quienes correspondieron á su saludo agitando los sombreros, los casquetes y los pañuelos y moviendo las manos los que llevaban la cabeza descubierta y no tenían pañuelo. Y cuando la galera desapareció en un recodo, Juan se echó á llorar pensando en su familia y amigos, en tanto que los lugareños volvían á sus casas murmurando:
—¡Qué honra para el pueblo!
Cómo entró Alcarreño en el despacho del ministro.
Almorzó Alcarreño con buen apetito una sopa de ajos y un plato de callos sazonados con sobra de pimienta y no falta de guindillas, y bebió vino de Arganda, según afirmaba el tio Fariniño, metiéndose luego en su cuarto, de donde salió al poco rato con el vestido nuevo y los zapatos reforzados con las medias suelas y tacones.
—Tío Fariniño, — dijo al gallego que estaba de media anqueta en el patio.
—¿Q’ hai de nóvo?
—¿Por dónde se va al ministerio de la Gobernación?
—Precisamente eu voy allí y le acompaño moi contento. ¿Y á qué va al ministerio?
—A ver al ministro.
—¿Usted?
—Sí, señor; tengo para él una recomendación de un íntimo amigo suyo.
—¿E verdá, amiguiño?
—¡Vaya si es verdad!
Acto continuo á la antigua Casa de Correos fueron; y mientras Juanito no se cansaba de mirar tiendas al bajar por las calles de Hortaleza y de la Montera, iba discurriendo el mesonero que aquel lugareño podía ser una fortuna para su casa, pues si lograba que siguiese hospedado en ella, en reclamo se convertiría para cuantos viniesen á Madrid con alguna pretensión relacionada con el Gobierno, porque una persona que traía cartas de amigos íntimos del ministro obtendría de éste cuanto le pidiese, y para ganarse la voluntad de Alcarreño se alojarían en la posada del Mundo entero. Y en esto llegaron á la Puerta del Sol, y extendiendo el brazo el gallego señaló el edificio á Juan, cuyos ojos y boca se dilataron al ver aquella mole.
—¿Esto es una casa?—exclamó.
—El Ministerio de la Gobernación.
—¡Válgame Dios! Aquí cabría el pueblo entero y aun quedaría sitio para las eras.
Llegaron á la puerta y preguntó Juanito al primero que vió:
—Hace usted el favor de decirme si está el señor ministro?
—El ministro no viene hasta las doce.
—Es la una.
—Á las doce de la noche.
—¡Á media noche!—dijo Alcarreño.— ¿Cuándo duerme?
—De día.
—¡Pero eso es hacer las cosas al revés!
—En España tenemos esta costumbre.
No le quedó más recurso que aplazar la presentación de la carta y volvió á la posada, donde á la hora ya estaba aburrido. Salió de nuevo á curiosear; comió, salió otra vez, y á las doce de la noche estaba á la puerta del ministerio. Vió entrar y salir mucha gente y las dudas comenzaron, porque unos tomaban á la derecha y otros atravesaban un gran patio porticado que tenía enfrente, esparramándose en todas direcciones. Puso término á sus vacilaciones una voz que decía:
—El ministro me espera.
—Siguiendo á éste—pensó Alcarreño—llegaré á presencia del ministro.
El que hablaba era un hombre alto, flacucho, con bigote, perilla y canas enlutadas, y el primero engomado. Eran jinete de sus narices unos lentes con montura de oro, y el cuello parecía estar paralizado por el de la camisa, sus manos por los puños, los músculos del torso por el frac, los de las piernas por los pantalones y los pies por las botas. No hacía un movimiento sin que todo su cuerpo tomase parte en él, como si sus coyunturas hubiesen sido soldadas por la anquilosis. Su interlocutor le dijo:
—¿Cuándo se le ve á usted en su dirección, pues he de hablarle de cierto asunto que me interesa?
—Estoy siempre en ella. Si todos los directores generales trabajaran como yo, otro sería el estado de la administración española.
—Ayer fuí á la una y me dijeron que no había ido usted.
—A la una almuerzo; pero á las tres me encuentra usted con seguridad.
—El martes estuve á las tres y el portero me dijo que no acostumbraba usted ir á esta hora.
—Los días que duermo la siesta, no; pero á las cuatro estoy siempre.
—El miércoles fuí á las cuatro y no tuve el gusto de encontrarle.
—Estaría en el Congreso. ¿Por qué no va usted á las cinco?
—He estado á las cinco y un segundo, y como las cinco es la hora de salida, todo el mundo se había marchado.
—Pues váyase usted á las once, que es la hora de entrada.
—El sábado estuve á las doce y media y sólo hallé un portero. No había ido ningún empleado. ¿Va usted de noche á la dirección?
—De noche, no; porque trabajando todo el día, como usted ve, tengo necesidad de distraerme y voy al teatro. Adiós, amigo.
Dió una vuelta entera sobre sus tacones, movió las piernas con tanta pausa que se hubiera dicho que sus cartas estaban defendidas por esquinelas, y se dirigió á la izquierda seguido de Juan. Un portero galoneado hizo tres cosas á un tiempo: quitarse la gorra, inclinarse y abrir una puerta, sin poner obstáculo al lugareño, porque supuso que iba con el director general al verle entrar sin vacilaciones. Alcarreño tenía la audacia que nace del completo desconocimiento de las cosas, que en verdad no es audacia, sino ignorancia.
Fué enroscándose el director general por una escalerilla nada holgada, con barandilla de hierro ála izquierda y á la derecha una gruesa cuerda por pasador, enfundada en terciopelo de Utrech. Eran los escalones de madera barnizada, cubierto el medio por una alfombrilla. Alcarreño no se apartaba de los tacones del director. Abrióse una portezuela y Juan vió un portero parecido al que había abierto la primera puerta.
—¿Está el jefe?— preguntó el director.
—Acaba de llegar.
El portero encajó un llavín en la cerradura y abrió otra puerta, por la que se metió el director y detrás Alcarreño, el que antes de entrar echó una mirada á su alrededor, y vió que estaba en una pieza en forma de pentágono, término de un ancho corredor al que daban varias puertas muy grandes. Delante de ellas y en los bancos arrimados á la pared había sentados porteros, todos uniformados y algunos tan ensimismados que apenas se ocupaban en los que entraban y salían y contestaban á medias á las preguntas que se les dirigían, siendo cosa rara que uno se dignase levantarse. Descollaba entre todos por su abstracción el portero mayor, en cuya fisonomía podía leerse lo siguiente:
—El ministro, los directores, los senadores y diputados son temporeros. Yosoy el único permanente en esta casa.
Alcarreño se encontró en una pieza muy chiquitita con una puerta enfrente y otra á la derecha. Empujó el director general la primera y seguido de Juan penetró en el despacho del ministro de la Gobernación.
En el despacho de S. E.
Lo primero que hizo fué echarse á temblar, pues le pareció que en las paredes había muchas ventanas y asomados á ellas hombres muy graves, vestidos con casacas bordadas, con los ojos en él clavados; y también le metió miedo el adorno del salón, miedo aumentado por media docena de personas de frac que estaban delante de una mesa muy grande mirando á un caballero que, sentado, leía unos papeles sin fijar la atención en los que le rodeaban. Alcarreño se deslizó arrimado á la pared buscando un sitio donde esconderse, y no contribuyó poco á su azoramiento la observación de que andaba sin meter ruido, pues hasta entonces no había pisado alfombras. Se detuvo al encontrarse en el ángulo del despacho; dejóse caer con mucha pausa sobre una otomana arrimada al muro y se encontró poco menos que oculto por una gruesa cortina cerca de un balcón. Quince minutos fueron necesarios para que los nervios se equilibraran, vieran los ojos y le pasara el mareo; transcurridos los cuales comenzó á mirar y á darse cuenta de lo que miraba. Y vió que aquellos caballeros asomados á ventanas eran retratos metidos en óvalos que parecían de piedra ennegrecida por la humedad; logrando averiguar por lo escrito al pie sus nombres y apellidos y que habían sido ministros, así como las fechas en que comenzaran á serlo y cesaron en el cargo; y como casi todos tan pronto fueron como dejaron de ser, se le ocurrió que la faena de gobernar á España debía diferenciarse de las demásporque éstas salen mal cuando los cambios de los que las hacen son frecuentes, al revés de lo que debía pasar en la gobernación del Estado á juzgar por la brevedad de la vida ministerial. Verdad es que los ojos puestos entre los bordados del uniforme de ministro debían aumentar la percepción de tales personajes y facilitarles la tarea, á no ser que significasen que al ponérselo habían cegado por habérseles ido los ojos tras los bordados.
El personaje sentado hizo renacer el miedo en Alcarreño, porque era el ministro; y como en sus sueños de ambición había pensado en llegar á ser alcalde de su pueblo, le impresionó la vista de aquel hombre que mandaba á todos los alcaldes; y acurrucóse algo más sin osar moverse ni levantarse, pegada la espalda á la pared, formando ángulo agudo las piernas con los muslos, las suelas de los zapatos arrimadas á la funda de la otomana y las manos plegadas y sujetas por las rodillas que las apretaban como si fueran tenazas. El ministro arrinconó los papeles que había estado leyendo, levantó la cabeza y dijo con indolencia:
—¿Qué hay?
—Unos expedientes...
—No me hable usted de expedientes.
—Son de al-y-con.
—Vengan los más urgentes.
El que hablaba con S. E. puso sobre la mesa unos cuantos expedientes sujetos con balduque y los presentó uno á uno al ministro murmurando palabras que no llegaban á oídos de Alcarreño. Le daba cuenta. El ministro escribía en el margen la fecha, y luego:«Con el Consejo» ó «Al Consejo», después la rúbrica y todo había terminado, A la media docena dijo:
—Basta por hoy,
—Queda mucho atrasado.
—¿Cómo quiere usted que tenga tiempo ni cabeza para firmar con Cortes abiertas, consejos de ministros y la casa llena de diputados y senadores, cada uno con su pretensión? Eso es insoportable y no hay quien lo aguante.
—Este expediente es muy urgente.
—He dicho que no firmo más.
—Tiene plazo fijo.
—Venga y acabemos. ¿De qué se trata?
El que despachaba leyó á media voz, el ministro trazó unas líneas y luego apretó un timbre.
—¿Ha llamado V. E.? —preguntó un portero.
—¿Hay mucha gente?
—El despacho del señor subsecretario está lleno.
—Eso es inaguantable. Que entren.
—Traiga usted agua—dijo el director general al portero.
Al poco rato volvía el portero con una bandeja de plata con vasos y azucarillos, á tiempo que por una puerta situada al extremo opuesto en que se encontraba Juan penetraron muchos caballeros que se quedaron de pie formando grupos, aprovechando algunos los azucarillos. Uno de los recién llegados se fué al ministro, que le tendió la mano y le dijo con amable gravedad:
—¿Qué le trae á usted, D. Francisco?
Era éste un diputado que en el Congreso se moría por hablar y mataba hablando, y contestó:
—Lo de siempre.
El ministro se llevó á D. Francisco al hueco del balcón, cerca de Juan Alcarreño, tan cerca que sólo la cortina los separaba. El lugareño levantó un poquito más las piernas.
—Amigo mío—dijo el ministro, —es necesario esperar una combinación para trasladar al gobernador.
—Eso me desacredita en la provincia, porque el gobernador es un hombre imposible, de moralidad más que dudosa.
—Lo sé; pero es pariente del ministro de...
—No lo ignoro; pero está desconceptuado.
—El ministro le sostiene porque si se le deja cesante se muere de hambre.
—Poca gracia me hace que le sostenga en mi provincia para que la saquee. No comprendo cómo no nombran gobernadores de talla, honrados, que encaucen la administración, lo cual nos daría mucho prestigio en el país.
—Con el sueldo que tienen ¿quién ha de aceptar tales cargos?
—Aumentarlo.
—Las economías...
—Búsquenlas suprimiendo empleados inútiles.
—Si se toca á un escribiente de 5.000 reales se me echa encima media docena de diputados y senadores y no vivo.
El ministro se aproximó más á la cortina y Alcarreño levantó otro poquito las rodillas que casi le tocaban á la barba.
—¡Pobre país! A propósito ¿no ha habido un hueco para mi sobrinito?
—Hoy he firmado su credencial. ¿Ha cumplido ya los dieciocho años?
—Hace ya dos semanas. ¿Qué sueldo tiene?
—Ocho mil. Ya que no puedo complacerle en lo del gobernador...
—Lo siento y temo perder el distrito, porque dirán que no tengo influencia. No olvide V. decir al director general que mi sobrino no puede asistir á la oficina porque cursa leyes.
—Con que vaya el último de mes á firmar la nómina...
—No faltará. Siento que no se cambie el gobernador y no se emprenda una campaña moralizadora, porque mientras no tengamos una buena administración y empleados que trabajen...
Alcarreño no oyó el resto porque el ministro y el diputado se alejaron, y con mucha pausa, por temor de mover la cortina, bajó las piernas hasta tocar la alfombra. S. E. se detuvo para recibir á cuatro personas que le presentó un diputado barbilampiño, que cuando hablaba echaba la cabeza atrás y sostenía en alto la nariz para que no se le escurrieran los lentes; hombre de pocos años pero de mucha audacia. Los presentados eran el ex-alcalde del pueblo, presidente del comité; el ex-secretario del ayuntamiento, secretario del comité; un ex-teniente de alcalde, vicepresidente del comité, y un vecino enemigo personal del juez municipal, individuo del comité. Los ex y el vecino afirmaron que el alcalde era un canalla, que el ayuntamiento administraba mal, cargando la contribución de consumos á los contrarios y aligerando las cuotas de los compadres. Añadieron que el juez municipal apenas sabía leer y administraba justicia á capricho del alcalde y que habría un cataclismo si tal situación se prolongaba, no eran destituídos alcalde, concejales, juez municipal y secretario y nombrados ellos para reemplazarles; ellos, los íntegros administradores del común, á cuya honra no habían podido llegar las calumnias de sus enemigos; pues á pesar de que había un expediente por evaporación de 3.502 pesetas procedentes de consumos, otro por haberse pagado unas obras que no se habían ejecutado y un tercero por no haber llegado á la Tesorería de la Diputación provincial una cantidad á cuenta del cupo, todo esto era falso, como se demostraría en su día si los ex-alcaldes y concejales volvían á serlo efectivos, y en particular el ex-secretario, tan listo en suplir omisiones en actas de sesiones y en formar presupuestos y cuentas, que en un periquete desenredaba lo más enredado y aclaraba lo turbio, aunque fueran aguas de torrente en días de avenida. Elministro repartió sonrisas, apretones de manos y frases vagas á los reclamantes, que á la puerta se dirigieron, mientras el diputado decía en voz baja al de Gobernación:
—Los actuales son unos pillos.
—¿Y éstos?—preguntó el ministro. Tengo entendido que son aficionados á comer con los propios.
—Con los ajenos querrá usted decir. No he de engañarle: se igualan á los otros, pero son amigos y hay que hacer algo por ellos.
Al despedirse el diputado pisó á Alcarreño que apretó dientes y labios para ahogar el quejido. Siguió un senador muy incomodado porque habían dejado cesante al intérprete de una de las direcciones de Sanidad Marítima. Excusóse el ministro diciéndole que resultaba que el intérprete no sabía ningún idioma; pero objetó el senador que era marido del ama de su nieto. En esto sintió Alcarreño picazón en el interior de la nariz, preludio de un estornudo, y á ahogarlo acudió con presteza apretándose el labio superior; con lo cual se distrajo y no logró saber si el ministro admitió que el ser marido del ama del nieto de un senador era título suficiente para ser repuesto en el cargo de intérprete á pesar de no hablar ningún idioma extranjero.