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Una colección de más de veinte cuentos y fábulas que reúnen píldoras educativas ideales para los padres y para sus hijos. Los cuentos, con un tinte clásico y primaveral, muestran los valores cristianos de la época de Baró, valores que se conservan pese a las penurias, las guerras y el dolor de la pérdida. El autor encomienda al lector a no perder la esperanza, a amar al prójimo y a ganarse el pan de forma hornada.
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Seitenzahl: 159
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Teodoro Baró i Sureda
CUENTOS PARA LA INFANCIA
ILUSTRADOS CON PROFUSIÓN DE GRABADOS DE RENOMBRADOS ARTISTAS
Saga
Golondrinas
Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686890
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
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Después de los rigores del Invierno aparece sonriente la Primavera; la Naturaleza renueva sus esplendores, surgiendo la vida y la alegría tras los celajes, los fríos y tristezas.
Entonces las golondrinas invaden pueblos y ciudades, surcan el espacio con vigoroso aletéo, y anuncían la estación primaveral: llenan de nidos tejas y aleros, y enseñan prácticamente á los padres el amor con que cuidan, alimentan y defienden á sus hijos.
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El hombre acaba generalmente en el invierno de su vida, pero antes de entrar en él ve aparecer los hijos, preciadas golondrinas, nuncios también de alegría, de paz y de esperanzas en el seno de las familias, hijos que preparan nuevas generaciones, y prolongan el recuerdo de la labor y buenas obras de sus padres.
A las golondrinas la Naturaleza les provee de todo en sus materiales necesidades; á los niños no les basta con esto; necesitan quien dirija su alma hacia Dios y hacia el bien, y á ello tiende la lectura útil y agradable, que eleva su corazón y nutre su inteligencia.
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He aquí explicado el título de este libro: Golondrinas; su autor, D. Teodoro Baró, con su reconocida competencia, con su amor á la infancia, coopera á la obra paternal, cultivando por medio de cuentos amenos é interesantes, las facultades morales é intelectuales de los niños, haciéndolo dentro de cápsulas doradas, bonitas, atractivas, para que aquéllos encuentren en ellas el mismo placer que sienten paladeando bombones y golosinas.
A. J. B.
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Lo que voy á contar ocurrió no lejos de Granada y á la vera del punto conocido por el Suspiro del moro. Supongo que sabeis, y por si acaso lo repetiré, con lo que nada se perderá, que cuando Boabdil el Chico, último soberano de Granada, hubo entregado la ciudad á los Reyes Católicos se retiró á Africa; y al llegar á un punto, traspuesto el cual ya no se veía á Granada, miró por última vez la ciudad que fué capital de su perdido reino, y lanzó triste suspiro, por lo que aquel lugar es conocido por el Suspiro del moro. Añadiré que las lágrimas rodaron por sus mejillas y que fué entonces cuando su madre, que le acompañaba, le dijo: — Razón es que llores como mujer, pues no fuiste para defenderla como hombre. — Esto es lo que cuentan las historias.
Vivía en aquellos lugares Nicolás, hombre cenceño, andaluz chapado, que de los treinta años pasaba, pero aún le faltaban algunos para llegar á los cuarenta; casado con Asunción, moza que fué garrida y en cuyo rostro aún se reflejaba la hermosura de otros tiempos. No había tenido fruto de bendición el matrimonio, que vivía con suma estrechez porque los tiempos lo eran de revolución, que se hizo para mejorar y acabó por empeorarlo todo; que es lo que suele suceder, por ser remedio tan violento, que en vez de aliviar, agrava la dolencia cuando no mata. En tiempo de paz iban tirando sin grande esfuerzo, mas sin holguras, Nicolás y su mujer; pero la bullanga perpetua, sazonada de gritos y con frecuencia entreverada de tiros, había obligado á emigrar á los que tenían medios para buscar la tranquilidad en otras partes, con lo que aumentó la penuria de la gente de pocos recursos, porque escaseaba el trabajo y nadie estaba dispuesto á gastar, temeroso del porvenir.
Nicolás se desesperaba porque eran muchos los días en que el gazpacho constituía su único alimento, con lo que, en vez de fortalecer el estómago, lo refrescaban. Templaba los furores de su marido Asunción, diciéndole:
— Todo sea por Dios, hijito: confórmate con su santa voluntad y recuerda que tras la lluvia luce el sol.
— Así lloviese, gritaba Nicolás, hasta convertir las ramblas en ríos que arrastrasen las casas de esos gritadores y á ellos los arrumbasen al mar donde sirvieran de pasto á los tiburones.
— ¡Jesús! exclamaba Asunción juntando las manos y levantando los ojos al cielo.
Las privaciones, en vez de disminuir, en aumento iban, pero si en la lucha con la miseria se dejaba abatir el marido, la mujer cobraba nuevas fuerzas y trabajaba cuanto podía, mientras que Nicolás se confesaba vencido, y sentándose á la puerta de su aislada casucha contemplaba el hermoso espectáculo que le ofrecía la vega de Granada; y haciendo bueno el refrán que dice que cuando el español canta ó rabia ó no tiene blanca, cogía la guitarra, hacía vibrar sus cuerdas y echaba por la boca jipios y cantos, que más bien parecían rugidos.
Cierto día su mujer, que se dedicaba á lavandera para ganar algunos cuartejos, lo que le obligaba á ir con frecuencia á la ciudad, á la que llevaba el lío de ropa lavada y que de ella volvía con el de ropa sucia, llegó á su casa muy agitada, y en cuanto vió á su marido exclamó:
— ¡Jesús, Nicolás!: eso es el fin del mundo. Figúrate tú que me he encontrado á mucha gente con armas; unos de la ciudad salían, otros á la ciudad iban, y todos gritaban diciendo furiosos que eso ha de acabar á tiros y que no se puede aguantar.
— Pues ellos son los que han de acabar, porque ya no hay quien les aguante.
Golpeó con el puño la guitarra para sacar sonidos de la caja, y luego, punteando las cuerdas, cantó:
¡Ay de mí, que triste estoy
y triste siempre estaré!
¡Yo nací para estar triste,
y triste me moriré!
— Mira tú, Nicolás, déjate de tristezas y no aumentes con ellas las penas, porque son el enemigo malo. Ciérrales la puerta de nuestra casa y ábrela á la alegría.
— ¿De qué hemos de alegrarnos mujer? ¿De los tiritos con qué nos amenaza esa jentuza?
— Ten paciencia y confianza. Yo me voy á preparar la cena.
—¿Qué hemos de cenar? Como no hagamos un asado de mosquitos, no sé qué vamos á comer.
— Allá verás, dijo la mujer.
Con unos mendrugos, unas gotas de aceite que quedaban y con un sofrito de cebolla, tomate, ajos y peregil, preparó unas sopas, sazonadas con pimentón, que á gloria supieron, mereciendo la cocinera grandes elogios de su marido, quien registrando los bolsillos logró reunir tabaco bastante para liar un cigarrillo, que fumó con verdadera fruición. Luego fueron á la cama, y antes de acostarse, preguntó Nicolás:
— ¿Y mañana?
— Dios dirá, contestó Asunción.
Antes de amanecer les despertó ruido de voces, que se fué acercando convirtiéndose en espantosa gritería.
— Ellos son, dijo Nicolás saltando de la cama; y dirigiéndose á un rincón donde tenía el retaco, lo cogió.
— ¡En nombre del cielo! exclamó su mujer apoderándose del arma. Al primer tiro quedarás indefenso.
— Volveré á cargar y á disparar y te aseguro que han de acordarse de Nicolás.
— Acabarán por matarte porque son muchos. Oye sus gritos que parecen tempestad. Ten prudencia. Se alejan.
En efecto, la intensidad del vocerío fué disminuyendo hasta perderse. Nicolás cerró los puños y, extendiendo los brazos, exclamó:
— ¡Malditos! Hasta ahora os habíais contentado con dejarnos sin comer, pero ya nos privais de dormir.
Volvieron á la cama, pero la agitación les tuvo despiertos; mas si hubiesen podido conciliar el sueño lo hubieran interrumpido unos tiros que se oyeron á lo lejos, á los que siguieron descargas cerradas y luego más disparos sueltos. Asunción rezaba y Nicolás murmuraba entre dientes:
— ¡Malditos! ¡malditos!
Les pareció que tardaba mucho en amanecer, y en cuanto salió el sol Asunción se levantó y cargada la cabeza con un lío de ropa lavada se fué á la ciudad. Al volver de ella con ropa sucia le pareció oir quejidos que partían de un altozano cubierto de frondosos árboles. Se detuvo, escuchó y se convenció de que aquellos gritos eran de una criatura. Miró, no vió á nadie, y movida por la curiosidad se dirigió al punto de donde venían los lloros; se internó en el bosque y al pie de un frondoso árbol vió una criatura. Le dió un salto el corazón; de una cabezada tiró al suelo el lío de ropa, y corriendo hacia la abandonada criatura, un niño, le cogió en brazos; y cubriéndole de besos, empezó á soltar cuantas exclamaciones, que son muchas, se le pueden ocurrir á una mujer andaluza para expresar con acento mimoso sus cariñosos sentimientos. La criatura cesó de llorar, acabó por sonreir; estendió los brazos y con sus manecitas acarició las mejillas de Asunción, que se sintió felíz.
Volvió á ponerse el lío sobre la cabeza, cogió en brazos á la criatura, y apresurando el paso, pues deseaba mostrar á Nicolás el hallazgo, se dirigió á la casucha, y en cuanto la vió, comenzó á gritar:
— ¡Nicolás!... ¡Nicolás!...
— ¿Qué te trae tan contenta, mujercita mía?
— Mira, gritó Asunción extendiendo los brazos con el niño.
Nicolás se quedó como clavado en el suelo, dilatados los ojos, abierta la boca, y cuando se hubo recobrado de su sorpresa, preguntó:
— ¿De quién es ese muñeco?
— No lo sé, contestó Asunción, que relató como lo había hallado. Nicolás la oyó con atención mirando al niño y rascándose el cogote; y cuando su mujer hubo acabado, dijo con mucha gravedad:
— Eso debe estar relacionado con los sucesos de esta noche. Lo que ha pasado no lo sé, y como el niño tampoco puede explicárnoslo, hemos de quedarnos sin saber nada; pero hemos de averiguar, mujercita mía, porque los padres andarán buscando, llenos de desconsuelo, á su hijo.
— ¡Quién sabe, dijo Asunción, si los padres habrán muerto!
— O correrán huyendo de esos desalmados que ayer noche no nos dejaron dormir con sus gritos y tiros. Me propongo ir á la ciudad y detenerme en alguno de los cortijos, por si averiguo algo, pues es necesario dar con los padres y devolverles el niño, porque ¿qué vamos á hacer con él?
— Pues, guardarlo.
— Si aquí no podemos comer dos ¿cómo vamos á comer tres?
—Un niño come poco, y aunque debiese quitármelo de la boca, con gusto lo haría para que no le faltase; porque, mira Nicolás, me siento tan dichosa que me parece que soy su madre; y te diré que no sé si me pesaría hallar á sus padres, porque tendría que devolvérselo y yo quisiera guardarlo. ¡Qué rico! exclamó Asunción cubriéndole de besos.
— ¡A ver!Dame ese muñeco, dijo Nicolás.
Lo tomó en brazos y murmuró:
— Guapo lo es. Mira que lunar tan majo tiene detrás de la orejica izquierda. La ropita es fina, lo que prueba que gozan de bienestar sus padres, y el pobrecito se ha venido á la casa de la miseria. Asunción, ¿has reparado en esa medalla dorada con la imagen del Sagrado Corazón que, prendida de una cadenita de plata, lleva en el cuello? Detrás me parece que hay algo escrito. Yo no sé lo que dice, pero tú que has ido á la escuela lo leerás.
— Pues dice: «José María », y debajo « 23 de Abril». Y no dice más.
— Entonces sabemos que el niño se llama José María. Oye, mujer, ¿qué vamos á hacer?
— Paréceme que está destetado y con puchas le iremos sosteniendo. Mira, añadió metiendo la mano en el bolsillo y abriéndola cuando la sacó para enseñar á Nicolás cuatro pesetas: Esto es lo que he cobrado hoy de la ropa lavada. Somos ricos.
— Durará poco la riqueza, ¿y luego?
— Dios dirá.
— Con tu ¡Dios dirá! lo resuelves todo.
— Por que Dios es el único en quien hemos de confiar y de quien hemos de esperar.
Asunción se metió en la casa seguida de Nicolás, que no cesó de mirar al niño mientras la mujer lo desnudaba, lo examinaba y volvía á vestirlo. Estaba sanito, rollizo y aparentaba tener un año. Como llorase, dijo Nicolás:
— Me parece, mujercita mía, que tiene hambre.
— Cúidalo en tanto hago unas puchas. De la ciudad me he traído pan y una miaja de carne.
Nicolás cogió al niño y salió al campo, procurando consolarle. Cuando pasaba un pájaro, le decía: — ¡Mira que pajarito tan mono, pero más monín eres tú! — Luego se sentó en el suelo, cogió la guitarra é hizo sonar las cuerdas; después cantó y hasta bailó para distraerle, teniéndole en brazos. Aquel hombre rudo estaba tan contento como su mujer, que se presentó y dijo:
— Ya están las puchas.
— ¿Habrá un plato para mí?
— ¡Pues no ha de haberlo!
Lo comió Nicolás apresuradamente, pues deseaba comenzar sus averiguaciones. Se detuvo en los cortijos, fué á la ciudad, interrogó, y si nada supo que á la criatura se refiriese, se enteró de lo que había motivado el barullo de la noche. Hacía días decíase que el gobierno se proponía restablecer el orden, lo que alborotó á los bullangueros, quienes vieron enemigos en todas partes, pues por tales tomaban á los que deseaban vivir en paz. Resolvieron acabar con ellos; se armaron, y empujados por vientos de locura y ráfagas de apasionamiento, sin guía ni dirección se reunieron partidas de diferentes puntos y se dieron á perseguir á sus contrarios, allanando moradas, corriendo tras los que lograban huir, intentando que las balas les alcanzaran cuando las piernas no lo lograban. Dejaron terribles huellas de su paso y llenaron las cárceles de gente pacífica, cuyo delito consistía en no ser alborotadores. La emigración fué grande y los demagogos se mostraron muy satisfechos creyendo haber salvado la libertad y la patria. Lo único que sacó en limpio Nicolás fué que la abandonada criatura debía pertenecer á alguno de los fugitivos, suposición confirmada por el examen del terreno donde el niño fué hallado, pues vieron huellas de pasos que se internaban en el bosque y manchas de sangre, lo que indicaba que la persona que huía con la criatura debió ser herida.
A eso se redujo todo. La presencia del niño en la casita fué alivio, porque con él entró la alegría, pero á la vez fué aumento de privaciones. Gozaba Asunción cuando le daba puchas á cucharaditas, lo que Nicolás contemplaba embobado, inclinando el cuerpo para ver mejor á José María; pero eran muchos los días en que todo faltaba. Nicolás se desesperaba, pero su mujer no se abatía porque siempre tenía puesta en Dios su confianza, é iba á los cortijos á contar sus cuitas y siempre regresaba con algo que les sacaba del momentáneo apuro. No era raro que ellos se acostasen sin cenar, pero José María se dormía con el estómago satisfecho.
Variaron los tiempos, acabó la bullanga y el niño ya empezaba á corretear. Decía Mamá á Asunción, Papá á Nicolás, llenándoles de alegría. Andaba descalzo, casi desnudo y fué necesario comprarle ropita, pero el dinero faltaba y Nicolás vendió el retaco, con mucha pena; y como las necesidades aumentaran, se desprendió del reloj de plata y ya no quedó nada en el casucho de que sacar dinero.
Pero el niño crecía y ni Asunción ni Nicolás le dijeron que no eran sus padres, porque temían que les querría menos al saberlo, y ellos tenían necesidad de su amor. Llegó á la edad de ir á la escuela, y á ella le mandaron, con lo que aumentaron los gastos, en particular de ropa y calzado. Asunción no paraba de lavar ni de trabajar Nicolás. José María leía de corrido, comenzaba á escribir y cuando no tenía papel escribía en las paredes. Un día Asunción leyó una línea y llamó á su marido.
— Mira lo que ha escrito el niño: «Yo quiero mucho á mi madrecita y á mi padre ».
— ¿Eso dice? exclamó Nicolás. ¡Es muy bueno!
— ¿Y si ahora se presentasen sus padres á reclamarlo?
— Mujer, no me hables de eso.
Pasaron más años y José María se convirtió en un joven.
— Ahora, dijo Nicolás, acabarán nuestros apuros, porque nuestro hijo trabajará y nos ayudará.
De tanto trabajar enfermó Asunción. José María no se separaba del lado de su cama; Nicolás trabajaba y rabiaba porque los gastos eran muchos y el dinero cada vez más escaso. Hubo que llamar el médico; fué necesario ir á la botica y Nicolás se vió obligado á vender el terruño y la casucha para pagar al médico, las medicinas y dar á su mujercita los alimentos necesarios para salvarla; pero puso por condición que hasta los tres meses no haría entrega de lo vendido contando con que en este tiempo la enferma se habría restablecido.
Nada dijo á Asunción, pero José María se enteró y abrazando á Nicolás le dijo:
— Padre, yo trabajaré.
— En tí confío, porque yo comienzo á sentirme viejo y fatigado.
Al mes de enfermedad Asunción entró en convalescencia. A su lado quedaba José María y Nicolás se iba al trabajo por no perder el jornal, porque había echado sus cuentas y se decía con espanto que el poco dinero de la venta se agotaría acaso antes de que su mujer se encontrase restablecida. Cuando Asunción pudo quedar sola, José María fué á trabajar la tierra de un cortijo. Empleaba una hora en ir y otra en volver, pero la juventud le impedía sentir la fatiga y el pensar que era útil á sus padres le llenaba de alegría. Juntaron su jornal con el de Nicolás, se cubrieron los gastos y sobraron algunos realejos.
— ¡Somos ricos, madre! decía.
Se aproximaba el plazo en que debería entregarse la casucha, y eso entristecía á Nicolás, que no hallaba la manera de decírselo á su esposa; pero vivían con holgura y sobraban algunas pesetillas cada semana. Nicolás contaba siempre, como cuentan los pobres, y se dijo que podrían pagar el alquiler de la casa. Fué á hablar al comprador, se pusieron de acuerdo y regresó al lado de Asunción muy contento. Le dió cuenta de todo y ella recibió la nueva con dolor, pero con resignación, y dijo:
— ¡Bendito sea Dios, que así lo ha dispuesto!
Vivían felices. El jornal de José María crecía, porque era laborioso y se hacía querer, más cuando se creían á cubierto de todo contratiempo, recibieron una papeleta de la alcaldía. Asunción la leyó y lanzó un grito de dolor, pues en ella se recordaba á José María que aquel año entraba en quinta.
Como no era hijo suyo, no se les había ocurrido que debiese ser quintado. Y lo fué, y le tocó el número 1, y tuvo que cargar con el chopo, y fué enviado al Norte, y Nicolás y Asunción se quedaron solos, llorando, pero ella elevaba con frecuencia la mirada al cielo y murmuraba:
— ¡Dios lo quiere! ¡Bendito sea!