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Una colección de cuentos y poesías con aire clásico. Teodoro Baró reflexiona sobre la moralidad, la familia y la bondad en esta serie de fábulas, protagonizadas por habitantes del mundo rural catalán, animales, monjes y príncipes. El libro contiene un poema, Mi hogar, y nueve cuentos clásicos como El gorrión, La perla o Las aventuras de Pitiplín.
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Seitenzahl: 126
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Teodoro Baró i Sureda
Con ilustraciones de JULIAN
Saga
Cuentos del hogar
Copyright © 1897, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686937
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Allá , cabe la frontera,
teniendo el mar por espejo;
por techumbre la azulada
bóveda del firmamento;
por diadema los picachos
de eterna nieve cubiertos;
por guardián la cordillera
del hermoso Pirineo;
hay un valle ¡vallecito!
de dulces, gratos recuerdos,
que con los ojos del alma,
soñando despierto, veo.
En el cristal de sus ríos
y en la linfa de arroyuelos
murmurantes, juguetònes,
de agua fresca y limpio seno,
el amarillento trigo
y la vid buscan espejo;
la amapola en él se mira,
y le prestan sus reflejos
las más olorosas flores
con sus matices del cielo.
Tiene prados cuyo césped
ofrece mullido asiento;
arboledas tan frondosas
que morada son del céfiro,
do lanzan eternamente
los pájaros sus gorjeos,
ocultos entre las hojas
do sus nidos tienen puestos.
¡Vallecito, vallecito
de mis infantiles juegos,
que mis ilusiones guardas
y mis mejores recuerdos;
valle do dejé la esencia
de mi sér, de mis ensueños!
yo te veo noche y día,
yo noche y día te veo
tan hermoso, tan hermoso
cual en mis días primeros,
en que el ambiente, las nubes,
la morera, el alto fresno,
el susurro de las olas
y los suspiros del viento
y el murmurio de la fuente,
del gorrión el picaresco
piar, y de las ovejas
el balido plañidero,
el triscar de los cabritos,
de las palomas el vuelo;
todo para mí tenía
tal encanto y embeleso,
que aun ahora, que rebosa
la amargura de mi seno,
con sólo cerrar los ojos
gozo, porque veo y siento.
¡Madre mía! ¡madre mía!
tú duermes el sueño eterno
en el valle. A tí, mi encanto,
ángel que subiste al cielo,
dejando frío el hogar
porque frío quedó el pecho,
al dar por amor tu vida
y al alzar á Dios el vuelo;
y á tí, padre, ¡padre mío!
á quién nombre y vida debo,
¡cómo os recuerdo á vosotros
cuando mi valle recuerdo!
Aquellos tiempos pasaron,
aquellos tiempos ya fueron;
yo no sé porque son idos
aquellos tan dulces tiempos;
mas si sé que del hogar
siento el calor en mi pecho;
de aquel hogar do mis ojos
á primera luz se abrieron,
do de Dios el santo nombre
pronuncié con embeleso,
y el dulcísimo de madre
balbuceaba yo entre besos.
¡Hogar santo, santo hogar!
cuando en las noches de invierno
rodaba la tramontana
por los altos Pirineos,
después de barrer los picos
siempre de nieve cubiertos
del Canigó, yo en mi casa,
al dulce amor del brasero,
y al más dulce de mis padres,
oía silbar el viento
y también narrar oía
aquellos sabrosos cuentos
que empujando iban las horas
de las veladas de invierno.
Sean estos que ahora he escrito
de aquellos cuentos recuerdo.
Quiera Dios que en su relato
haya siquiera un destello
del calor del hogar mío;
la dulzura de los besos
de mis padres; de la infancia
el perfume; el embeleso,
las ilusiones del niño
y del cristiano el aliento.
Cuentos Del Hogar se llaman:
aquí los tenéis: leedlos.
___________
El médico dijo á la madre de Benigno que era necesario que el niño tomase los baños de mar, porque su naturaleza empobrecida se robustecería si recibía la impresión, sólo la impresión, de la ola fría, si corría por la playa y respiraba á plenos pulmones las brisas del Mediterráneo; y como los padres querían mucho á Benigno, al momento quedó decidido el veraneo en un puerto.
D. Juan, coronel retirado después de haber servido á la patria á costa de su pierna derecha, atravesada de un balazo que había dejado como recuerdo algo de cojera, escribió en el acto á Perico, un antiguo camarada que residía en Malgrat, preguntándole si había alguna casa disponible y amueblada para tomarla durante el verano. Mientras escribía la carta pensaba en el alegrón que iba á tener Perico al recibirla y enterarse de que su antiguo coronel pasaría una temporada con su camarada, porque aunque no hubiese logrado otro distintivo que los galones de plata de sargento, su jefe le honraba con aquel cariñoso calificativo; y ¡camarada va, camarada viene! las horas transcurrían charlando.
Pero ya hacía años que no habían podido echar un párrafo, porque Perico se dedicaba á la pesca, y como nada le llamaba á Barcelona, no se movía de Malgrat. La contestación no se hizo esperar, y en ella el camarada le decía que no había ninguna casa en las condiciones que D. Juan deseaba, y que aún disminuyéndolas mucho, tampoco se encontraba; pero que si se contentaban con una muy modesta y muy limpia y muy alegre, con su cacho de huerta, podían ponerse en camino cuando gustasen. Consultó el coronel á la coronela, Jesusa de nombre, y á la coronela le pareció todo muy bien, porque era lo que ella decía:
—¿A qué vamos? Pues á que el niño se bañe y corra por la playa. Si las camas no son tan cómodas como las de casa, á ellas nos acostumbraremos, y si faltan salas y muebles, en cambio habrá playa, aire puro y huerto. Dime, Juan, ¿tiene frutales el huerto?
—No lo sé, pero es de suponer.
— ¡Será necesario vigilar á Benignito, porque en cuanto nos descuidemos se atraca de fruta y habrá que llamar al médico.
—Como no pongas un guardia civil que vigile cada árbol, no habrá manera de librar al chiquillo de las indigestiones.
—Yo le hablaré muy seriamente y le amenazaré con castigarle.
—Le tienes demasiado consentido para que tema los castigos que puedas imponerle.
—Oye, Juan, no hables, porque quien pierde al niño con sus blanduras, eres tú.
—Los dos, si te parece, Jesusa, los dos; porque si padrazo soy yo, madraza eres tú, y allá nos vamos.
Tenía razón el coronel, porque por ser Benigno hijo único, y luego porque el chiquillo era mimoso y sabía dejarse querer, campaba por sus respetos. Todo eso puede pasar en la primera infancia, pero después el niño se convierte en joven, las gracias en desvergüenzas y lo que antes hacía reir luego hace llorar. El coronel se decía que á tanto ni á mucho menos se llegaría, porque sabría parar á tiempo los pies á Benigno. ¡Pues no faltaba más sino que él, que había gobernado un regimiento con tanto acierto que en todo el ejército era citado como modelo, no supiese educar á un niño! ¡Vaya si sabría! Confesaba que hasta entonces no había sabido, pero ¡ya se ve! ¿quién era capaz de contrariar á un chiquillo tan guapo y tan listo y tan cariñoso? Cuando se echaba en los brazos de su padre le besuqueaba, y más bien parecía cantar que decir:
—Papaíto, cuanto le quiero. ¡Monín!
Si su padre le reñía, prolongaba la i de papaíto con tanta dulzura, que aquello al coronel le sabía á mieles. ¿Y doña Jesusa? La buena señora se ponía hecha una boba cuando Benignito le daba golpecitos con sus manitas en la cara, luego le cogía las dos mejillas, las estiraba para alargar la boca de su madre y depositaba en ella un sonoro beso, seguido de otro, y de otro y después de muchos más, diciendo:
—¡Mamaíta, la más monina de las mamaítas, que me comprará una cosa y la dará á su nene!
—¡Pero, Jesusa,—exclama el coronel al ver entrar á su mujer con un nuevo juguete,—vas á arruinarme! Hay en casa más soldados inútiles que en el Cuartel de inválidos, más caballos que en las cuadras del cuartel, y más trastos rotos que en el Rastro. Jesusa, tú pierdes al niño con tus complacencias.
—¿Eso dices tú, que nada le niegas de cuanto te pide? Ayer mismo le compraste un tren, que ya ha destrozado.
—Pues en castigo no debías comprarle más juguetes. Así echas á perder el niño por exceso de mimo.
—Quien le echa á perder eres tú. ¡Mira que el chiquillo es travieso!
Eso sí, era muy travieso. Un día se le antojó meterse en la cocina cuando la criada había salido para la compra, se subió á una silla, abrió los grifos del agua fría y caliente, y abiertos los grifos quedaron; y se vertió el agua hasta agotarse el depósito, y la inundación pasó de la cocina al pasillo y penetró en el comedor, donde precisamente acababan de poner alfombra nuevecita, de fondo encarnado con unos dibujos muy enrevesados, pero que eran muy bonitos, según afirmaba doña Jesusa. Cuando regresó la cocinera de la compra soltó la cesta y levantó en alto los brazos; acudieron á las voces de la fámula el coronel y su mujer, quienes la riñeron muy de veras censurándola por descuidada, porque ella era la que había dejado abiertos los grifos. ¿Quién había de ser sino ella?
Protestaba la criada, pero no le valían sus protestas; y cuando más apurada estaba no sabiendo como demostrar su inocencia, vió acurrucado en un rincón del comedor, medio oculto detrás de una cortina, á Benigno. Extendió el brazo; siguieron los ojos de D. Juan y los de doña Jesusa la dirección de aquella mano cuyo índice señalaba al niño. A él fueron, y Benignito en cuanto les vió se echó á llorar. Aquel llanto fué una revelación. El coronel puso la cara seria y dijo con acento severo:
—¿Has sido tú?
—Yo no he soltado el agua: han sido los grifos.
Don Juan miró á su mujer, como diciéndole: —¡qué ocurrencias tiene esta criatura!—Y al padre y á la madre se les pasó el enfado, pero no tan pronto como á ellos á la cocinera, que recordando la rociada que había recibido, quedóse refunfuñando.
Como ésta muchas; como liar las colas de perro y gato, por el gusto de hacerles rabiar, y otras lindezas por el estilo. Pero, en fin, el niño no era malo ni mucho menos; ya sabía leer aunque con tropezones, y llenaba de letras los cartapacios, no sin llenarse de tinta las manos y también la ropa. Sólo le faltaba moderar sus travesuras y la vanidad, defecto del cual Dios nos libre, porque quien lo tiene se parece al pavo cuando hace la rueda, en eso de ponerse en evidencia y hacer reir. Si alguna vez el coronel le reprendió con severidad sin dejarse enternecer por mimos de Benignito, fué para enseñarle á ser humilde.—De los humildes es el reino de los cielos—ha dicho Jesucristo. No lo olvides, hijo mío.
Don Juan tenía el sentimiento de la dignidad, que es muy loable, pero era hombre llano, modesto y afable con los inferiores. Dígalo Perico, el camarada, quien el día de la llegada á Malgrat estaba en la estación para recibir al coronel y á su familia. Cuando el tren paró, el antiguo sargento fué á abrir la portezuela del wagón y recibió un estrecho abrazo de su antiguo jefe, que golpeándole la espalda con la mano no se cansaba de decirle:
—Estás remozado, camarada. ¡Parece que el recuerdo de aquellos tiempos no te permite envejecer!
Perico balbuceaba: — ¡Vaya, mi coronel! ¡Vaya mi coronel!—Y de ahí no salía, porque estaba muy conmovido. Al verle dijo Benigno:
—¡Qué feo es ese hombre!
Por fortuna sólo le oyó la madre, quien le dirigió una mirada tan severa que el niño se quedó mudo. La verdad es que el veterano nada tenía de guapo, y para colmo de desdichas era tuerto. Había desaparecido el bigote que cuando servía le daba cierto aspecto marcial, pero llevaba el resto de la barba á estilo de la gente de mar. Vestía blusa de tela recia, azul oscuro, las mangas sujetas á las muñecas por botones, pero se conocía que el camarada estaba acostumbrado á llevarlas arremangadas; los pantalones eran de la misma tela que la blusa, y calzaba zapatos de cuero y suela muy gruesa, en los que estaban más bien aprisionados que metidos los pies, que se movían con cierta torpeza privados de la libertad de la alpargata. Con él iba un niño casi de la misma edad que Benigno, vestido con la limpia pobreza de la gente de mar, quien al ver al hijo del coronel se quedó con la boca abierta contemplando el traje convencional de marinero, pues de tal sólo tenía el nombre, que llevaba el recien llegado.
Fueron á la casa, que era la de Pedro, quien se había refugiado en un cuartucho que había en la planta baja, dejando el piso alto á sus huéspedes. Todo estaba limpio como una tacita de plata, y aunque no había ninguna comodidad, se respiraba el bienestar que proporcionan la luz y el aseo. Benigno preguntaba: —¿Cuándo vamos á la playa?
—¿Quieres que vayamos?—le dijo Telmo, el hijo de Perico.
—Oye tú, en mi casa los criados no me tutean.
—Yo no soy criado,—contestó Telmo.—Mi padre es amigo del tuyo, y si tú quieres, también nosotros seremos amigos como nuestros padres.
—Amigos lo seremos si haces lo que te mande.
—Iremos juntos á mirar como las barcas echan en tierra el pescado. Ya verás como saltan las sardinas y la caballa y los salmonetes y los sollos y las doradas. Todo eso es muy bonito; y luego volveremos á casa y almorzaremos pescado frito, que está muy rico al saltar del agua.
—¿Tienes dinero para comprarlo?
—No lo necesito, porque mi padre vende pescado y nos lo dará.
—¿Tu padre vende pescado?—murmuró con desprecio Benigno.
Telmo sintió algo en el corazón como si se lo hubieran lastimado; buscó la manera de rechazar aquel gesto desdeñoso que ofendía á su padre, á quien tanto quería, y dijo:
—Pues, mira: tu padre hace lo que el mío.
—¡Embustero! mi padre es coronel.
—El mío ha sido sargento; y como el sargento de carabineros que hay en Malgrat es el que manda en todos, mi padre manda más que el tuyo; y el tuyo hace lo que el mío, porque le llama camarada, lo que quiere decir que vende pescado en Barcelona.