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En el segundo tomo de este drama de época, Teodoro Baró profundiza más en la guerra de Independencia que precedió a los hechos que acontecen en la primera parte. Pura, con el corazón partido, ha decidido desechar sus sentimientos hacia el hijo del militar. Con la llegada de Esperanza, los secretos de Santiago se desvelan y todo cambiará en la pequeña aldea.
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Seitenzahl: 758
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Teodoro Baró i Sureda
Ilustrada con preciosas láminas DEL REPUTADO ARTISTA EUSEBIO PLANAS
Saga
Un drama en la aldea. Tomo II
Copyright © 1878, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686784
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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EL AÑO OCHO
Aquella desgraciada, para quien todo era desesperación y llanto, se había erguido al saber que don Mariano había tomado parte en la guerra de la Independencia y en el sitio de Gerona. La hija de un héroe se hallaba con otro héroe.
Hablemos de la guerra de la Independencia. Para comprenderla, es necesario recordar, con tristeza en el corazón y lágrimas en los ojos, primero la espantosa postración á que nuestra patria había llegado, después la grandeza portentosa que había alcanzado. Tuvimos fuerza bastante para sostener dos mundos, y tanto fué nuestro abatimiento, que con dificultad podíamos sostener antiguos recuerdos sin caer aplastados á su peso.
España llegó al apogeo de la grandeza á que difícilmente ha alcanzado otra potencia; pero á principios de este siglo, la nación que había dado poetas y emperadores á Roma, papas á la Iglesia, grandes capitanes y hombres ilustres á la Historia, únicamente, y vergüenza causa decirlo, sabía dar toreros á los circos.
Era tal nuestra postración y tan grande nuestro abatimiento, que se creyó posible descuartizarnos con la punta de la espada de un capitán afortunado, como se destroza á los pueblos sin dignidad y sin fuerza, seguro el que lo intenta de que no han de tener energía para erguirse á la herida y volver con tesón por su honra y por su historia, oponiendo la resistencia de la desesperación á la injustificada violencia.
Tanta era la humillación de nuestra patria á principios del siglo, que no había gobierno, ni población, y el patriotismo y la dignidad nacional parecían ideas olvidadas. Para que todo nos faltara, nuestros campos estaban desiertos y nos hallábamos reducidos al último estertor de una nación que aun vive sin saberse por qué late su corazón, pues le falta movimiento, sangre, fuerza y tiene perdidas las cualidades que son la vida de los pueblos. Después de haber tenido hombres para poblar el continente americano, ejércitos que llevasen su bandera de un confín á otro confín, hijos ilustres, celebridades en todos los ramos del saber y en las artes todas, España no tenía ya ni siquiera la condición del número, puesto que habiamos quedado reducidos á una nación de pocos, muy pocos millones de habitantes.
La España de principios de este siglo ha sido gráficamente definida cuando se ha dicho de ella que era la nación de pan y toros. El pueblo español, teniendo pan, ya lo tenía todo; y para descansar de su abandono, para dar expansión á su amodorrada inteligencia, le bastaban las brutales emociones del circo. Todas las discusiones se reducían al mérito de Pepe Hillo y Costillares; los asuntos importantes, á saber cuál de ellos había de dirigir la brega; y así las damas de nuestra aristocracia, como los manolos y chisperos; así el rey y la corte y los magnates, como el pueblo, tenían cońcentrada su atención en las corridas de toros. Ellas eran el grandioso espectáculo nacional. Completa era la postración, completa la vergüenza.
Esta era España. Y si comparamos su pequeñez con la grandeza de otros tiempos, apartaremos con espanto los ojos del abismo á que había rodado. Hasta en las épocas de mayor postración fuímos siempre tan grandes que tuvimos un Viriato, y una Astapa, una Numancia y Calaguris, que antes se dan á las llamas y al hambre que al yugo; como antes tuvimos Sagunto que contuvo durante mucho tiempo al héroe de Cartago, que atravesando los Alpes debía caer sobre Italia, hacer temblar á Roma y llevar el espanto á aquel pueblo de reyes. Nosotros, los dominados, fuímos bastante grandes y asaz ilustres para dar á Roma dos de sus más grandes emperadores: Trajano y Teodosio. Nosotros, esclavizados por los romanos, tuvimos algo de los griegos, que dominaron por medio de la inteligencia á los que los dominaban por medio de la fuerza, é hicimos crugir el látigo de la sátira, puesto en las manos de Marcial, sobre la frente de aquella ciudad corrompida.
En la Edad Media grandes hechos realizamos, y entre otros podemos recordar el haber salvado á Europa de la invasión mahometana. Cuando el viento del desierto arremolinó en las costas de Africa á los sectarios de Mahoma, arrojándolos, á través del estrecho, á las playas de Andalucía, la España goda cayó; pero los iberos renacieron para tomar el nombre de españoles y levantar en los Pirineos el estandarte de la Cruz, siendo nuestros pechos los que han de impedir que los musulmanes se lancen sobre Europa. Sostenemos una guerra imposible hasta de concebir; una guerra de ocho siglos, que se llama de la Reconquista. Pero la fe era nuestro sostén. Gracias á ella, detuvimos á los agarenos salvando á las otras naciones.
Nuestra España, la nación tan abatida al comienzo de este siglo, adivinó un mundo en la mente de Colón, y le dió el estandarte de Castilla y Aragón que tenía la Cruz por remate, para que lo llevase á la tierra que su genio había de evocar, y, á su sombra, se guareciese del sol de los trópicos. Cuando el hijo del Cardador de lana vagaba errante y pordiosero, sin pan para su pequeñuelo ni agua con que apagar su sed, España vió en la mirada del genovés la chispa divina á cuya luz habia de aparecer iluminado aquel mundo que dormía en el fondo del Océano. Y á costa de nuestra industria y de nuestra población, dimos á la civilización nuevas regiones. Generosos, entregamos á aquellas comarcas nuestros hijos, nuestro idioma; todo cuanto poseíamos.
Y esta nación, tan abatida á principios de este siglo, fué la que en tiempo de Carlos V sostenía dos hemisferios en sus robustos hombros y obligaba al sol á alumbrar siempre sus dominios. Nuestro jefe era un coloso, un atlante, que tenía soldados que se llamaban Antonio de Leiva, Hernán Cortés, Pescara, Filiberto de Saboya, Doria. Él fué el que opuso el antemural de la fe al protestanismo y la punta de su espada á los turcos. Él vió vencido en Pavia á Bayardo, el caballero francés sin tacha y sin mancilla, y prisionero á Francisco I; como Carlomagno, había sido antes derrotado, y Roldán, el tipo legendario, también vencido en Roncesvalles.
Para que todo fuera extraordinario, se necesitaba que España, que tanto había hecho en tiempos de grandeza, realizara un portento, un prodigio en los de su postración; que cuando más abatida estaba, se levantara rugiente, amenazadora, potente; y que allí donde no se sospechaba un átomo de vida, hubiera fuerza y vigor, como la hay en la superficie del mar en calma, lisa y riente; mar que de pronto, cuando el huracán ruge y siente el látigo de la tempestad que le azota, levanta sus bullentes olas, abriendo abismos donde antes sólo había límpido espejo. Del mismo modo España, la nación de pan y toros en apariencia, nación que se amodorraba á los perfumes de una naturaleza exuberante y respirando el aire calentado por el sol del Mediodía; al sentir crugir sobre sus espaldas el látigo del extranjero, se levanta amenazadora, rugiente como las olas, abriendo entre ella y el invasor un abismo inmenso, el del amor patrio, que se creía completamente extinguido.
En el inmenso hogar que se llama patria, la familia española podía resignarse á la humillación; pero cuando quiso abatirla el extranjero, fué el pueblo valeroso, resignado á morir antes que á sufrir que mano extraña pusiese el yugo en su cuello y marcase su frente con el sello de la ignominia.
Para comprender esta guerra, es necesario hablar de otro acontecimiento que hizo estremecer la tierra como las convulsiones plutónicas, y de un hombre que dominó aquella conmoción.
Aquel hombre era Napoleón.
España y Napoleón se encontraron frente á frente.
LA REVOLUCIÓN
A principios del siglo, Europa se hallaba conmovida por un sacudimiento sin ejemplo en la Historia. Un pueblo de grandes cualidades y de grandes defectos, había sentido pasar por su frente el caliginoso huracán revolucionario, y á su calor las inteligencias se habían exaltado. Llegó al desvarío la revolución; y el desvarío de la revolución es terrible, porque se sabe donde principia, pero nunca jamás se puede decir cómo ni cuándo terminará.
Aquel pueblo comenzó pidiendo libertades, y cuando las tuvo pidió más, y siempre más; y vino la tiranía, la más terrible de las tiranías, la de las masas en la que todos mandan, todos acosan, todos se creen con derecho á ser en una pieza acusadores, jueces y verdugos; á prescindir de todo para echar adelante sus pasiones, hijas de la envidia y del odio unas veces, de la imbecilidad otras, otras de los instintos brutales de la bestia. Como exigía y se tomaba lo que pedía, á cada momento era más exigente; y en vez de ser un pueblo libre, fué un pueblo loco. ¡Ay de todos cuando los pueblos no saben lo qué quieren! En Francia, cuando tuvo libertad, quiso la cabeza del rey, y la cabeza de Luis XVI rodó sobre el patíbulo. No le bastó con ella, y cayó la guillotina sobre el cuello de María Antonieta; y luego se cebó en un niño, en un ángel, en el Delfín, siendo con él infame y cruel. Cuando tuvo la cabeza del rey, quiso suprimir á Dios, sin tener en cuenta aquellos desgraciados, que al fijar la mirada en el espacio veían el dedo del Señor que trazó el curso á los astros, miriadas de colosos, ante muchos de los cuales el sol es como un grano de arena; astros que con rapidez que la imaginación no puede concebir, recorren sus órbitas guardando la ley de la armonía que les dió el Creador; sin tener en cuenta que al suprimir á Dios, tenían que rendir culto á la materia y hacerla tan inteligente, que el sol se había colocado á la distancia suficiente para que su calor fuese vida y no muerte; la tierra en el punto necesario para que las estrellas fuesen diamantes y no redujesen á gases con su fuego nuestro planeta; que había dado órganos á los seres apropiados á sus necesidades; límites al mar, movimiento á la sangre, oxígeno al aire, savia á las plantas, calor á la tierra. ¡Oh criatura humana, cuán loca eres! ¡Das á la piedra, á la tierra, á los gases, á la materia inanimada inteligencia para ordenar el Cosmos y sus seres, sólo por negar á Dios y negarte á ti misma y despojar tu cerebro de la idea divina, convirtiéndolo en materia que piensa! ¡Cuán colosales deberían ser las ideas del asno cuya masa cerebral es mayor que la nuestra! Ignoraba aquel pueblo que la existencia de Dios se encuentra en todas partes. Mejor dicho, lo olvidó porque estaba en el paroxismo de la locura. A Dios sustituyó la Diosa Razón, y para simbolizarla buscó una prostituta.
Aquel pueblo creyó que ya no eran necesarios los hombres de ciencia, y entre otros, Bailly subió á la guillotina, armada sobre un estercolero, y pagó con la vida su amor á la libertad. Entregado á sí mismo y no hallando obstáculos, fué tan lejos que se aficionó al patíbulo, y el espectáculo del verdugo cortando cabezas vino á ser para él como una necesidad, como una diversión, al igual que las sangrientas escenas del Circo lo eran para el romano de la decadencia. El Circo era la diversión de un pueblo embrutecido por el despotismo; la guillotina la de un pueblo embrutecido por la licencia. Hubo lugar que envió cajas de tocino para engrasar la guillotina, y fué necesario abrir desvíos para que la sangre no se encharcase en la plaza de las ejecuciones. Se cortaban cabezas, y se aullaba: ¡Viva la libertad! Se atropellaba y se vociferaba: ¡Viva la igualdad! Se asesinaba y se gritaba: ¡Viva la fraternidad!
Francia, que comenzó pidiendo libertad, acabó reclamando sangre á todas horas, á cada instante. Aquella tempestad revolucionaria, lo fué de muerte. Tiene su calificativo en la palabra ¡Terror! que sintetiza el período más espantoso de la Historia de Francia.
Sin Dios, sin rey, sin ley y con Marat divinizado, porque los que habían suprimido á Dios divinizaron á Marat el sanguinario; todo desbordado, sin nada que contuviese; los templos convertidos en graneros, la familia negada, el tambor sancionando los casamientos: tal era Francia. La vida ya no tenía nombre, ni valor, ni aprecio, porque no se sabía si la guillotina le pondría término. Habían vuelto los tiempos de Sila, Mario, Antonio y Octavio, porque á fuerza de ver caer cabezas todos los días, ya no se daba importancia á que permaneciera más ó menos tiempo sobre el cuello. El desenfreno imperaba. Para salvar á esta nación sujetándola, se necesitaba un sér que fuera un genio y un coloso, porque había de resistir el choque de todo un pueblo y sujetar á la ley á una nación que no la tenía; imponerse á la vez á la materia y á las pasiones.
Este sér apareció. Y asiendo con sus férreas manos á Francia, la volvió á su asiento. El contuvo á la revolución, devolvió á Dios los templos y á la sociedad las bases sobre las cuales descansa. Este coloso, hombre y genio se llamaba Napoleón Bonaparte. Fué un grande hombre, un genio, pero también fué un gran ambicioso. Y su ambición sin freno le perdió.
NAPOLEON
Era corso, de baja estatura, enjuto como si el fuego del genio absorbiese todo lo que fuera vida para reconcentrarlo en su mente; la mirada de águila, de cabellos largos, cetrina la color, de edad en que muchas veces los hombres apenas piensan en cosas formales. Y á esta edad era general, y en su cerebro encerraba un volcán.
Había comenzado su carrera en el cuerpo de artillería; y en cuanto tendió el vuelo, remontóse á las regiones etéreas como las águilas. La primera vez que sus alas batieron la atmósfera, subió á vertiginosa altura. Había ejércitos franceses sin pan, sin zapatos, sin dinero. Bonaparte se puso á su frente, transformó aquellas legiones, derrotó á los veteranos de Austria, obligóles á capitular y comenzó á hacer de la victoria su esclava. Sorprendió á todos los hombres de guerra que sólo calculaban, porque Bonaparte era el genio que deslumbraba.
Él es el hombre que en Egipto dice á sus soldados que desde las Pirámides cuarenta siglos les contemplan; es el caudillo que tiene el privilegio de enardecerlos con su palabra, de llevarlos al triunfo en línea recta, de anonadar con sus grandes hechos de guerra. Napoleón es el genio que tiene una idea política, que, impulsado por ella, llega hasta el Directorio: sus colegas comprenden que vale más y puede más que todos. Una vez Cónsul, toma posesión de la Francia que ha hallado verdadero dueño, un verdadero señor, un verdadero dominador.
No sólo tiene encadenada á la Victoria, sino que tiene encadenada á la Fortuna. No le basta con ser Cónsul, y el corso quiere ser Emperador; y, después de haber dominado á la revolución desenfrenada que había suprimido el trono para poner en su lugar la guillotina, ciñe á sus sienes la corona imperial.
Aquel hombre extraordinario, en Italia espantó á la Victoria que se declaró su esclava; en Arcole asustó á la metralla que se apartó sin tocarle al verle pasar el puente tremolando la bandera tricolor. Ganó batallas delante de las tumbas de los Faraones; tomó la ciudad fundada por Alejandro Magno; venció en Marengo; derrotó en Austerlitz al Czar y al Emperador de Austria. Una corona no le bastaba, y quiso la de Italia. Después quiso hacer reyes á sus hermanos y cuñados. Su mirada era fuego que cegaba. Su mano rayo que hería.
Aquel soldado, emperador y rey, que tenía soberanos en sus antesalas, cuya ambición no admitía ni el límite del imposible, que á caballo había paseado la Europa, que había dictado leyes á las naciones, fijando su mirada en España, dijo:
—¡Una nueva corona para mi familia!
Y Napoleón, teniendo en cuenta nuestro abatimiento, lanzó sus soldados sobre España. En nuestra patría penetraron como amigos; y una vez apoderados de la península, creyó aquel hombre que todo estaba terminado y que España era suya.
Se engañó. A aquel genio de la guerra, al capitán del siglo, se le opone un pueblo: el pueblo español. Y el que en su nombre declaró la guerra al coloso, no fué un general, no fué un hombre ilustre: fué un alcalde de monterilla: el alcalde de Móstoles.
EL ALCALDE DE MÓSTOLES
A lo grande se opone lo pequeño, á la espada del coloso que se llama Napoleón, la vara del alcalde de Móstoles. Esto sería ridículo si no fuese inmensamente grande.
¿Qué es Móstoles?
Un pueblo de unos mil habitantes situado á unas tres leguas de Madrid, objeto á veces de las bromas de los madrileños.
La grandeza del alcalde de monterilla consiste en que en aquel momento sintetizaba el espíritu y las aspiraciones nacionales. No se preguntó quién era Napoleón, ni quiso saber cuántos eran los miles de hombres que tenía en España: poco le importaba.
Sabía que Madrid estaba esclavizado, que la metralla francesa había barrido las calles de la capital. Sólo vió á la patria ensangrentada, roja la mejilla, llorosos los ojos por la afrenta recibida; y el alcalde de Móstoles, que hasta entonces, como todos los españoles, había permanecido abatido, al hallarse con la patria gimiendo y cubierta de heridas, únicamente tuvo en cuenta que á la patria y á la madre hay que defenderlas siempre; y como buen hijo, lanzó el grito de indignación que se alzó de todos los pechos españoles. He aquí por qué en el alcalde de Móstoles se sintetiza el espíritu público y el amor patrio.
En aquel momento vino á dar forma, á condensar las corrientes de patriotismo que había en la atmósfera. La patria es la honra y la gloria de una gran familia que ocupa un territorio que se llama nación; familia inmensa, cuyos individuos no se conocen; pero como habla el mismo idioma, y tiene las mismas ideas, y adora al mismo Dios, y posee el mismo inmenso hogar que se llama territorio; como las glorias de uno son las glorias de todos, y la herencia y honor nacional es la honra y herencia de cada individuo; una ofensa inferida al último de la familia, por más que no se le conozca ni se sepa cómo se llama, es una ofensa que halla eco de indignación en todos los hogares, hace latir de ira todos los corazones é inspira igual sentimiento á todos los pechos.
He aquí cómo la ofensa inferida por los franceses halló eco en el alcalde de Móstoles. El espíritu nacional hemos de verle en este hombre, quien lanzó la palabra que simbolizaba la indignación, los sufrimientos, las esperanzas de España; palabra que fundió en una todas las aspiraciones. Y en este grito se halla el rudo acento del catalán, acostumbrado á la vida de las montañas, siempre ante el espectáculo de la naturaleza y que se solaza paseando su mirada por este hermoso mar Mediterráneo; blando cuando con cariño se le trata, pero terrible y enérgico cuando se le insulta; tenaz si está firme en su derecho; amoroso y dócil cuando á los demás el derecho pertenece; y también se confunde con la voz del alcalde de Móstoles la de los galáicos y astures, de estos hombres que han visto mecida su cuna por las tempestades del Cantábrico y arrullado su sueño por los rugidos del vendaval. El andaluz que conserva la indolencia y poesía de los árabes, une su grito al de aquel hombre; como lo junta el castellano que vive de sus recuerdos de antiguas glorias, y el leonés fiero. Y todas las aspiraciones, todos los gritos vinieron á formar el de guerra lanzado por aquel patán, por aquel alcalde de monterilla.
Era una verdadera locura lo que hizo; pero con frecuencia los grandes hechos no merecen otro nombre. Si el hombre muchas yeces se parase á reflexionar, no realizaría sus propósitos y notables acontecimientos no habrian pasado de una aspiración vaga. En España no teníamos gobierno, ni ejército, ni marina, gloriosamente hundida en Trafalgar; y parecía que hasta el sentimiento nacional se había perdido. Pero así como el prior de la leyenda baja á las tumbas y al sordo ruido de la carraca los esqueletos de los frailes despiertan del sueño de sepulcro y de éstos se levantan, también al grito de patria del alcalde de Móstoles, todas las dormidas glorias y los recuerdos heróicos se avivaron, y á él contestó la nación sacudiendo su letargo. Al soplo patriótico de aquel hombre, se aventaron las cenizas que cubrían el fuego nacional y surgió la llama.
Sí; locura fué la del alcalde de Móstoles; pero, ¿acaso no fué locura en los antiguos tiempos la de Sagunto desafiando el poderío, el genio de aquel caudillo llamado Aníbal; la de Numancia retando las colosales fuerzas de Roma, dominadora del mundo conocido? ¿No fué locura la de Viriato, al lanzar el grito de guerra delante de los cadáveres de sus compañeros villanamente sacrificados por Galba, osando sólo retar á Roma, él, joven, pastor, no acostumbrado al ludir de las armas? Y el loco recorrió los montes, se detuvo en las cabañas, pronunció en cada una la palabra patria, y cuando para vencer tuvo necesidad de convertirse en caudillo consumado, en general se transformó, burlando á los veteranos de Roma. ¿Acaso no fué locura la de Pelayo cuando le bastó una peña para asentar el pie y el espacio para desplegar la bandera nacional y dar el grito de guerra á los árabes, sin más esperanza que la sublime locura del patriotismo, animado por su fe y por la esperanza que en Dios tenía puesta? Pues de la misma manera el alcalde de Móstoles tuvo la grandiosa locura del amor patrio.
Aquel hombre recuerda las glorias de España y se atreve á levantar los ojos hasta el coloso de la fortuna y á mirarle; y le basta recordar que es español para lanzar el famoso parte, declaración de guerra á Napoleón: «Madrid es víctima de la perfidia francesa» (1). La inspiración sublime del patriotismo halla los efectos de la electricidad aplicada al telégrafo, antes que la ciencia; y el parte es transmitido de un pueblo á otro con la rapidez del rayo. Todos contestan con el grito de guerra. Nadie se detiene á reflexionar quién es Napoleón, cuál el poderío de Francia, cuán grande la fuerza del genio, cuán irresistible el empuje de las legiones del César moderno. Sabe España lo ocurrido en Madrid y se levanta como un solo hombre, repitiendo el grito del alcalde de Móstoles.
La nación, tan abatida y tan humillada, sin rey y sin ejército, recoge del fango el poder, da al aire la bandera nacional y la opone á la francesa. El pueblo español demuestra á aquellos que creían que podía ser presa de mano extranjera, que estaba amodorrado, pero no envilecido, y que aun le sobraban fuerzas para hacer respetar su independencia. Probólo el alcalde de Móstoles. Y al grito de guerra por él dado al oir el rugido lanzado por la patria cuando cruzó sobre su frente el látigo del extranjero, las descarnadas calaveras de los astures y galaicos debieron mover sus huecas bocas como si quisiesen murmurar los cantos de guerra que en el suplicio de muerte lanzaban á la frente del romano; y se conmovieron en sus asientos las piedras de Sagunto y de Numancia; y de las entrañas de la tierra salió alarido de combate, el postrer que lanzaron en la última noche de Sagunto y de Numancia aquellos héroes que tuvieron las rugientes llamas por sudario y por tumba ciudades antes destruidas que vencidas. En las montañas de Asturias debió resonar el clamor de guerra de Pelayo, hallando eco en las de Navarra, y contestando á él en los Pirineos catalanes, el de Otger, el héroe legendario, á cuyo grito suenan los cuernos de los nobles varones de la fama. La llanura de las Navas repite los cánticos de victoria de las huestes castellanas, navarras y aragonesas; y el buen arzobispo don Rodrigo de Toledo repite en su tumba:
«Non quiera Dios que aquí murades; antes aquí habedes de triunfar de los enemigos.»
El grito de guerra del alcalde de Móstoles interrumpió el reposo de los héroes de España; y todas las tierras se conmovieron y todos los mares se agitaron, porque doquier el sol alumbra, doquiera las aguas besan, allí ha llegado el español. En América resonaron los acentos de los compañeros de Colón, y en la llanura de Otumba el de los soldados de Hernán Cortés; en Asia, el ¡Desperta ferro de los almogávares volvió á pasar, cual hálito de fuego, por aquellas regiones; los soldados de Carlos V sacudieron sus sudarios, y desde las costas africanas fijaron sus vacías órbitas en la tierra española. Y todas estas voces de héroes se fundieron en una para repetir el grito de guerra del alcalde de Móstoles; y las aguas de Trafalgar se abrieron, y en su revuelta superficie volvieron á aparecer las hundidas naves, clavada la bandera española, barridos por la metralla los puentes, llenos de marinos mutilados, ensangrentados; y después de haber repetido la declaración de guerra del alcalde de monterilla, volvieron á desaparecer en los abismos donde hallaron la tumba de la inmensidad, porque la tierra era estrecha para guardar los cadáveres de tantos bravos.
EL DOS DE MAYO
Qué acontecimiento había tenido lugar entonces, para que el alcalde de Móstoles se sintiese impresionado y con fuerza bastante para declarar la guerra á Napoleón?
El Dos de Mayo.
Napoleón habia fijado su mirada de ȧguila en nuestra patria. Había visto una Corte que no debemos calificar; una familia real dividida; un padre y un hijo faltos de armonía, y conspiraciones para arrebatar la corona al padre y darla al hijo, y había visto un favorito dominando.
Ante este espectȧculo, se dijo que era cosa fácil unir á su carro triunfal el trono de las Españas, y envió un ejército á nuestra Península. Las tropas fueron apoderándose de las plazas fuertes, siempre en son de amistad, siempre hablándose de una guerra contra Portugal; pero los españoles veían con indignación ondear las banderas francesas en sus fortalezas y en sus ciudades. Mas el gobierno estaba tan obcecado, que creia de buena fe que aquello era todo obra de amigos.
Murat, cuñado de Napoleón Bonaparte, es enviado á Madrid, que vino á quedar completamente cercado por los ejércitos franceses.
La familia real habia ido saliendo de la Corte; á los reyes padres habia seguido don Fernando, y el pueblo madrileño veia con recelo la marcha de la familia real y la conducta de los franceses.
Era Murat el ejecutor de las voluntades de Napoleón; y para demostrar á los madrileños el poderío de la Francia, y, al mismo tiempo, para quitarles las ganas de oponerse á sus designios, tenía la costumbre todos los domingos de desplegar en revista sus aguerridas tropas.
Este espectáculo, la vista de los héroes de cien batallas, en vez de imponer á los madrileños hacia estallar en sus pechos el sentimiento de la indignación, porque ellos, ó sea el pueblo, adivinaban lo que la familia real y el gobierno no veían: que allí habia una traición, que alli había una perfidia y que nuestra independencia corría peligro. Cuando todos estaban ciegos, el pueblo era el único que comenzaba á comprender y adivinar.
La situación de franceses y españoles fué haciéndose muy difícil. Sólo se necesitaba una chispa para que la mina estallara.
El día 1.° de Mayo del año 1808 era domingo, y, como de costumbre, Murat desplegó todas sus fuerzas. Al pasar por la Puerta del Sol con su brillante Estado Mayor de generales, el pueblo, que ya no lo fué de pan y toros en aquel entonces, silbó á Murat. El gran duque de Berg debió comprender que alli había alma; que había fiebre; que era aquel pueblo de apariencia tan humilde, lo que era el pueblo español en las épocas de su mayor esplendor, y que debajo de aquellos harapos había la majestad de la patria.
Carlos IV había ordenado á la reina de Etruria y á los infantes don Antonio y don Francisco que saliesen de la Corte, obedeciendo las indicaciones de Napoleón.
La noticia circuló por el pueblo. Al amanecer del 2 de Mayo la plaza de Palacio estaba llena de gente. Las mujeres abundaban. Se veían tres coches allí. Marchó la reina de Etruria en uno de ellos. Luego cundió la voz de que los otros dos estaban destinados á los infantes. Los criados de Palacio cuentan que el infante don Francisco, niño, llora y se niega á marcharse. Aquel niño no quiere abandonar el lugar donde ha nacido, donde ha jugado, y se resiste, sin saber por qué, á la orden de salir de Palacio.
Un niño que llora tiene siempre el privilegio de conmover todos los corazones, porque es la inocencia la que solloza, la inocencia que no tiene más defensa que las lágrimas. Y el llanto del infante don Francisco produce tanto más efecto, cuanto allí, en la plaza, hay mujeres y hay madres.
Y una mujer del pueblo, sin saber lo qué hace, dando suelta al corazón de madre, lanza un grito:
—¡Se nos los llevan!
No se necesita más que esta exclamación para que inmediatamente aquel pueblo se alborote; y como estaba en la plaza Lagrange, oficial de Murat, mujeres y hombres arremeten, no contra Lagrange, sino contra el uniforme francés, porque en él veían los males que amenazaban á España. Un oficial de guardias valonas se interpone entre el pueblo y Lagrange, y obrando con nobleza evita que el pueblo español cometa una infamia matando á un hombre que nada le había hecho, y salva la vida á Lagrange.
Se dió inmediatamente aviso á Murat de lo que ocurría. Se presentó un batallón francés, y en vez de ordenar al pueblo que se retirara, en vez de cortar aquello, que no hubiera tenido consecuencias de momento, hace una descarga contra la masa indefensa; y el pueblo madrileño se ve envuelto en el humo, herido por el hierro y victima de una agresión contraria á todo derecho y contraria á la humanidad.
No tenía armas en aquel entonces, pero á la brutalidad de la agresión contesta con el rugido de la ira; y el grito de guerra responde á la descarga de que han sido víctimas los madrileños. Buscan un objeto cualquiera que les sirva para atacar, mas ¡ay! la metralla barre las calles de Madrid y la caballeria se lanza sobre el pueblo, acuchillando y matando. No se intimida el madrileño y se atreve á sostener la pugna contra aquellos soldados. Parapetado muchas veces en una esquina y otras sin más muro que su pecho, hace fuego contra los batallones de Napoleón, y el ruido del cañón y el estrépito de la fusileria llenan el espacio.
El pueblo se bate y el francés no se cansa de matar. Se sostiene una lucha de locos, porque, ¿qué podian los indefensos madrileños contra aquellos ejércitos victoriosos? Pero aquel puñado de dementes se bate con los franceses y se lanza contra los batallones imperiales.
¡Día de heroismo y de grandeza fué aquel para España! El pueblo español, de todos abandonado, se levanta, lucha y cae, como caen los bravos, prefiriendo morir antes que consentir la humillación. ¿Qué hacía en aquel entonces nuestro mermado ejército? Encerrado estaba en sus cuarteles. Verdad es que sólo unos tres mil hombres había en Madrid y que la villa estaba completamente cercada por los franceses; pero nuestros soldados se hubieran unido á los paisanos á serles permitido. Rugían de ira encerrados en sus cuarteles, donde les retenía la disciplina. Ellos oían el estampido del cañón; los gritos del combate llegaban á sus oídos y no podían volar en auxilio de sus hermanos y verter con ellos su sangre en defensa de la patria.
Fué muy fácil vencer á aquel pueblo; pero los madrileños quisieron prolongar la defensa y corrieron al Parque de artillería. Los jefes vacilan, porque el mandato de sus superiores les tiene inactivos. Pero cunde la noticia de que los franceses atacan uno de los cuarteles, y entonces Daoiz y Velarde, hombres ilustres, que viven eternamente en la memoria de los españoles porque el día 2 de Mayo dieron su vida por la patria, abren las puertas del Parque. Los paisanos se precipitan dentro; llenos de entusiasmo arrastran fuera dos cañones; se convierten en artilleros, cargan, las encendidas mechas inflaman la pólvora y la metralla diezma las batallones enemigos. Ruiz con unos cuantos soldados apoya la resistencia. Se traba una lucha desesperada entre aquel grupo de valientes y las tropas de Napoleón. Velarde cae para siempre; pero el fuego continúa, la sangre enrojece los cañones y sus cureñas, y los cadáveres los retienen en su sitio, formando obstáculos á su alrededor, como si aquellos héroes, aun después de muertos, quisiesen indicar que no podía retrocederse ante el enemigo. Pero llega un momento en que la resistencia ya no es posible, y la palabra capitulación quema los labios, pero la necesidad obliga á pronunciarla; y cuando de capitular se trata, Daoiz es atravesado á bayonetazos por la espalda, y la traición viene á hacer más grande el heroismo de los madrileños y mayor la vergüenza de sus contrarios.
La Junta de gobierno envió mensajeros á Murat para rogarle que tuviese término la lucha, y ofrecióle que si un general francés acompañaba á los dos representantes de la Junta, éstos se comprometerían á restablecer la calma. Consintió Murat. Los tres mensajeros de paz recorrieron las calles de la villa pronunciando palabras de perdón y olvido. El pueblo madrileño fió en ellas y cesó la lucha. Aquellos bravos, después de haber cumplido como buenos, retirándose á sus casas á llorar en el silencio del hogar los males que sobre la patria pesaban. A las tres de la tarde les hirió una noticia lúgubre, á la que los leales españoles se negaban á dar crédito, pues confiaban en las promesas de perdón y olvido. Se afirmaba que las promesas no eran cumplidas, que se faltaba á la lealtad, que se desconocía la palabra empeñada y que en la Puerta del Sol y en las gradas de la iglesia de la Soledad eran fusilados los madrileños á quienes los franceses habían preso con el pretexto de haber tomado parte en el levantamiento; ¡como si fuesen criminales aquellos hombres que tenian el sentimiento del patriotismo y la nobleza de fiar en la palabra de Murat!
Por desgracia, la infamia á que la lealtad de ánimos nobles se resistia á dar crédito, era cierta. En la Casa Correos se deshonraba la ley invocando su nombre para sancionar aquellos asesinatos: y los españoles, atados, eran llevados al Prado y al Retiro donde eran pasados por las armas.
Llegó la noche, y en medio su quietud continuaron resonando las descargas: fatídicos ecos de muerte interrumpieron el sueño de los madrileños, manteniendo en constante agitación sus pechos. Cada descarga les decia que nuevas victimas caían heridas por el plomo extranjero. La sangrienta escena prolongóse toda aquella noche, y al amanecer del día siguiente aun continuaron las ejecuciones.
¡Dios nos permita que jamás hechos semejantes vuelvan á tener lugar en nuestra patria ni en tierra alguna, que la guerra vuelva á dividir á los que han nacido para amarse, por más que las fronteras materiales los separen; y que nunca la ambición de un hombre pueda lanzar un pueblo contra otro pueblo! ¡Dios nos permite que naciones que están llamadas á tenderse las manos á través de los montes y á abrazarse como hermanas, con fiereza se despedacen!
Después del 2 de Mayo, Napoleón creyó que España había sido abatida para siempre y que era suya.
España se levantaba.
Al grito del alcalde de Móstoles la patria se irguió; y altiva, fiera, aunque ensangrentada, declaró la guerra á Napoleón.
Con algo había de contar este alcalde; con algo habían de contar los españoles.
El territorio estaba ocupado por los franceses. Se sabía que si cien mil hombres no eran bastantes, atravesarían los Pirineos otros tantos, y más aún, y aun más.
Sabian los españoles que no había gobierno, ni ejército ni organización; que todo debía improvisarse.
¿Con qué contaba el alcalde de Móstoles y los pueblos todos que contestaron á su grito?
Con un gran general.
Con el general No importa.
No importa es el famoso caudillo de la guerra de la Independencia.
EL GENERAL «NO IMPORTA»
El pueblo español volvió á ser el pueblo ibero que luchó contra los cartagineses y los romanos; el godo que venció al Azote de Dios en los campos Catalaúnicos y tuvo reyes como Recaredo y Wamba; el español de la Reconquista, que escribió páginas como las de Covadonga, Lutos, las Navas y el Salado; y tuvo monarcas como Pelayo, Ramiro, los Alfonsos, San Fernando y Jaime de Aragón; el de Isabel la Católica que ganó Granada, arrojó á la morisca al otro lado del estrecho y dió carabelas, hombres y dinero á Colón porque un hemisferio era espacio mezquino para la bandera de Castilla y Aragón; el pueblo de Cirinola, de Pavía y de San Quintín. Y aquel pueblo, solo, lanzó el reto á Napoleón; y el orbe absorto presenció su lucha contra aquellos ejércitos que habían recorrido vencedores el mundo entero.
Sí; el 2 de Mayo vió la Europa uno de esos espectáculos que no se borran; porque nosotros, abatidos, desangrados, que todo lo habíamos perdido, en vez de dejarnos ahogar por un coloso que se hallaba en el apogeo de la fortuna y en el desvanecimiento de la victoria, lo rechazamos.
¿Cómo era posible que pudiéramos levantar la cabeza y sacudir el yugo con que se quería sujetar nuestro cuello?
Por lo mismo que esto era sencillamente imposible y lógicamente absurdo, elegimos por caudillo al general de los imposibles y de los absurdos: al general No Importa.
Un niño que llora, el infante don Francisco; una mujer que grita: «¡Qué se nos los llevan!;» un alcalde de monterilla que declara la guerra, y el general No Importa: he aquí el reguero que, al recibir la chispa del patriotismo, produjo el incendio.
Todo era ilógico, extraño, imposible, absurdo: á tales circunstancias, tal general.
El general No Importa sintetiza el deseo, la voluntad firme, inquebrantable de todos los españoles; y su jefatura significa que los hombres del Año Ocho ni reflexionaron ni se tomaron el trabajo de pensar ni discurrir un solo instante, por una razón muy sencilla: si hubiesen raciocinado, no se hubieran levantado, porque hubieran comprendido que su acto era una locura.
Locos los soldados, loco debia ser el general. Su nombre indicó que había que pelear á toda costa, porque aunque fuese imposible vencer, ellos se decían que acabarían por obtener la victoria. Tenían todos la ceguedad del que marcha, baja la cabeza, en linca recta y en vertiginosa carrera contra un obstáculo, que ha de detenerle según todas las probabilidades, pero que se quiere salvar. El pueblo español se había dicho que tenía necesidad de vencer á Napoleón. No recordó que del dicho al hecho, va gran trecho; pero si se dijo que querer es poder. Resonó el grito de la conciencia herida, de la patria esclavizada, de la dignidad hollada. La llama de la libertad nacional y de la independencia se levantó amenazadora cuando los franceses quisieron apagarla con sangre; y á su luz la imaginación de los españoles vió la figura del general No importa, que les dijo que había llegado el momento de darlo todo, vidas y haciendas por la madre patria. Al pueblo se juntó el ejército, y todos siguieron al caudillo sin vacilar un momento.
El general No importa es el que mandó en Maratón y Salamina, es el general de las Termópilas. Sin él ¿se hubiera atrevido Viriato á desafiar á Roma? Sin él ¿hubiera retado Pelayo á los árabes, dando comienzo á la lucha titánica que debía durar ocho siglos?
Los españoles recordaron que otras veces les había conducido á la victoria, y le aclamaron por su jefe. Mandó la primera acción que se dió y suyo fué el triunfo. En Cataluña hay unas montañas que parecen rotas por una mano gigantesca; escarpadas y sublimes, donde la fe y la piedad han levantado un templo á la Madre del Amor Hermoso, á la Virgen Pura; templo que es el hogar de la tierra catalana. Al pie de Montserrat se encuentran rocas en las que el pasajero siempre fija la atención, descubriéndose con respeto, porque en ellas está escrita la primera página de gloria de la guerra de la Independencia. Las rocas del Bruch recuerdan la primera victoria que el general No Importa alcanzó contra los franceses. Allí hicimos frente á los aguerridos batallones de Napoleón y les cortamos el paso. Eran paisanos los que ocupaban aquellas breñas, mal armados, pero resueltos. Los franceses debieron reirse al ver á aquellos hombres enjutos y sus barretinas y sus armas de caza; pero los franceses tuvieron que retroceder vencidos. Aquellos catalanes ganaron las dos victorias del Bruch, y para que todo fuese absurdo, general, soldados y hechos, á un joven que había ido á batirse llevando un tambor, ocurriósele tocar ataque. Los enemigos creyeron que nuevas fuerzas se les echaban encima y abandonaron el campo. Los catalanes enseñaron al mundo entero que si una nación que no cuenta para defenderse más que con ejército puede caer humillada, en cambio un pueblo que tiene arraigada la idea de la patria, se levanta, lucha y vence.
Después de la victoria, vinieron las derrotas; caíamos y nos levantábamos; volvíamos á caer y volvíamos á alzarnos, siempre exclamando: ¡No importa! Cuando nos creían en París, nos hallaron en Bailén.
Los franceses pensaron en la conveniencia de asegurar las comunicaciones con su nación, y fijaron la mirada en Gerona. Era necesario tomarla.
Duhesme debió preguntar qué fuerzas la guarnecían, y le contestaron que trescientos hombres del regimiento de Ultonia.
Cerrando la mano, los franceses debían pulverizar á aquel puñado de españoles.
Duhesme se encaminó á Gerona.
PRÓLOGO
Desde Barcelona le fué muy fácil al general francés creer que Gerona seria tomada con facilidad. A la vista de ella, debió pensar lo mismo. Tenía delante una ciudad antigua, rodeada de murallas en muy mal estado. Mandaba la plaza don Blas de Fournás.
Duhesme se dirigió á Gerona con infantería y tren de batir. En Montgat le cerraron el paso los somatenes, y esta vez, por desgracia, el general No importa fué derrotado. Creyeron los somatenes que sólo podía atacárseles de frente, pero el enemigo los flanqueó y tuvieron que huir. Después de la derrota, No importa dió la orden del día que consistía en su nombre. Mataró resistió, porque allí estaba ya el general No importa. Los franceses entraron en Mataró, mataron y cometieron excesos dejando amargos recuerdos de su paso por aquella ciudad. Cuando el enemigo llegó á Gerona, No importa ya había tomado el mando de la plaza. Les cerró las puertas y recibió á los franceses á cañonazos. Creyeron que la toma de la plaza era cuestión de veinticuatro horas y rompieron el fuego con energía, pero los gerundenses devolvieron tiro por tiro, cañonazo por cañonazo. Los soldados de Napoleón se encontraron en Gerona con un pueblo. Los gerundenses volaron á las murallas y rechazaron el primer ataque. Durante todo el día las bombas cruzaron el espacio; cuando llegó la noche las campanas de la ciudad lanzadas á rebato, dieron la señal del asalto y soldados y paisanos esperaron á pie firme. La oscuridad es completa, pero los fogonazos de los cañones se encargan de alumbrar aquella escena de horror y de espanto. Las columnas contrarias avanzan cerradas, se acercan á las murallas, suben y se entabla la lucha cuerpo á cuerpo. Se mata y se muere. Con frecuencia invasores é invadidos, enroscados cual sierpes sus brazos en los cuerpos del contrario, caen cadáveres en el foso para comparecer ante Dios á dar cuenta de sus actos. Ni los unos ceden en la agresión, ni los otros cejan en la defensa; y aquella escena se prolonga durante toda la noche. El francés sólo logra poner la mano en la muralla y ver la ciudad que no puede tomar y á aquellos titanes que la guardan y le arrojan del muro.
Al día siguiente, al mirar Duhesme sus huestes diezmadas y que aquel puñado de hombres se había defendido como leones; al saber que el general No Importa había levantado todos los somatenes y que los pueblos se disponían á caer sobre las huestes francesas, ordenó la retirada.
El primer sitio de Gerona y la acción del Bruch eran dos acontecimientos demasiado afrentosos para las armas francesas. Tenían necesidad de vengarlos para conservar al ejército de Napoleón el prestigio que había alcanzado en toda Europa, pues no era cosa de perderlo en una nación tan débil y decaída, en apariencia, como España.
El general Duhesme, que había debido retirarse de los muros de Gerona, al llegar Julio del mismo año, intentó el segundo cerco.
Reunió seis mil hombres, y sabiendo que el general Reille debía juntársele en Gerona aproximadamente con otros dos mil, procedentes de la parte de Figueras, creyó que eran estas fuerzas sobradas para apoderarse de aquella ciudad. Y dijo Duhesme:
—El 24 llego, el 25 la ataco, el 26 la tomo y el 27 la arraso.
Y efectivamente: el 24 se halló delante de Gerona, donde se le juntó Reille con otras tropas; pero en cuanto al ataque, á la toma y arrasar en los plazos señalados, esto ya fué cosa muy distinta. Preparó el francés sus baterías, intimó la rendición á los defensores, que entonces se elevaban á unos 2.000 hombres, y viendo que se negaban á entregarse, emprendió el ataque. Tropá y vecindario rechazaron con su ya probada energía la embestida del enemigo. Los paisanos no habían dejado ni por un instante de molestar al extranjero; y el somatén, esta institución tan catalana, el somatén, que es la defensa nacional; el somatén, que al voltear de la campana llama á todos los hombres al sostenimiento de su independencia y á la defensa de sus hogares, porque defendiendo á la patria defienden cuanto les es caro; el somatén, que desde remotísimos tiempos ha venido á significar el levantamiento de nuestros montañeses, de los habitantes de las costas de Cataluña, de todos los que la lengua catalana habían cuando se ha querido atentar á sus derechos, á su honra, á su independencia, á su vida, á su propiedad, tomó una parte principal en la guerra del Año Ocho; y nuestros padres, al rebato de la campana, cogieron la primera arma que á mano hallaron y salieron á combatir á los franceses. Durante el sitio de Gerona, el enemigo siempre se vió atacado, siempre molestado por su contrario que le tenía en continuo jaque, que tan pronto descargaba el golpe como desaparecía, al igual que Fabio el Contemporizador, la sombra de Aníbal, que constantemente tenía delante, detrás, á los lados, sin poder asirla nunca.
Los españoles habían adquirido ya alguna costumbre en las lides, y el conde de Cadalgués resolvió reunir todos los somatenes con la parte de ejército que tenia, y juntos obligar á los franceses á levantar el sitio de Gerona.
Corría ya Agosto.
Tenían los de la plaza noticia del socorro que recibirían, y los franceses iban redoblando el ataque á fin de apresurar la rendición. Estaba convenido que salieran los de Gerona al mismo tiempo que atacasen los de fuera al enemigo; pero los de la plaza no pudieron refrenar su impaciencia. Dirigiéronse á las trincheras, penetraron por las troneras y pegaron fuego á las cureñas. En su arremetida fueron en breve auxiliados por los de Cadalgués; la refriega se hizo general, y los franceses, que el 24 llegaban, el 25 atacaban, el 26 tomaban y el 27 arrasaban, tuvieron que levantar por segunda vez el sitio y dejar á Gerona libre de su presencia y entregada al entusiasmo del triunfo.
MONTJUICH
La epopeya principia en el tercer sitio.
El general Manescau había dicho de Gerona que era plaza muy imperfecta, y tenía razón al afirmarlo, dado el estado de sus cuarteadas murallas, de sus fosos casi cegados y no teniendo más camino cubierto que en la parte de Francia. Los invasores no le habían dado importancia.
Dominada por varias alturas, en alguna de las cuales había fuertes, tomado uno de éstos, Gerona quedaba á los piés del enemigo.
Ciudad antigua que figura con honra en nuestra Historia patria, es capital de la provincia de su nombre. Tiene el Ter que baña y fertiliza su campiña; el Oñá y el Galligans, en cuyas aguas se mira aquella población de aspecto severo; en cuyas casas, vistas desde el exterior y al reflejarse en la corriente del río, hay cierta sencillez y al mismo tiempo cierta grandeza de épocas pasadas.
Gerona, de magníficos alrededores, contaba entonces 14.000 habitantes, y tenía de guarnición, cuando el tercer ataque, unos 6.000 hombres escasos.
Mandaba la plaza don Mariano Alvarez de Castro, granadino de nacimiento, cuyo abolengo era de esa tierra tan famosa en la guerra de la reconquista, tierra que fué la que tuvo el privilegio de tomar una parte muy primera y activa en la lucha contra los árabes: Castilla la Vieja.
General, población y ejército, se convirtieron en un solo brazo movido por un mismo pensamiento: resistencia; y en un solo corazón que por la patria latia.
En cuanto por la parte Norte apareció el 6 de Mayo de 1809 el ejército francés, que tomó posiciones y cual las patas de una inmensa araña fué envolviendo á la ciudad por todas partes; en vez de desanimarse los gerundenses al ver que las fuerzas enemigas iban constantemente en aumento, que ya no se trataba de un ejército de 6.000 hombres, sino de tropas cuyo número debía ascender á 30.000; y al comprender cuán ruda había de ser aquella tercera prueba á que se les había sometido, con entusiasmo la aceptaron en todas sus consecuencias.
Desde el primer momento quemaron las naves como Hernán Cortés. El bando que dió Alvarez decía: «Será pasado por las armas todo el que profiera la voz de capitular ó de rendirse.»
Así principió el tercer sitio de Gerona.
Hubo general francés que opinó por el bloqueo en vez del sitio, esto es, por dejar el hierro y acudir al hambre para obtener la rendición. La opinión contraria fué la que prevaleció.
El día 12 de Junio los de la plaza vieron que un parlamentario se dirigía á ella. Se le facilitó la entrada. Pidió ser llevado á presencia del gobernador é intimó á Alvarez la rendición de Gerona.
El caudillo español contestó con un no. Luego añadió que como no pensaba rendirse ni que se hablase en su presencia de capitulación ni rendición, no quería tolerar que de tal asunto los enemigos volvieran á hablarle, y que cualquier mensajero que le enviasen del campo francés, seria recibido á metrallazos.
Los preliminares, por lo tanto, fueron:
Será pasado por las armas todo el que profiera la voz de capitular ó de rendirse.
Recibiré á metrallazos á los enviados del campo francés.
Alvarez sólo quería conversar con los franceses por medio de la boca de sus cañones, y no tener con ellos otras relaciones que las del fuego y del hierro.
Llega la noche del 13 al 14 de Junio del año 1809 y los enemigos rompen el fuego. Antes se habían apoderado de un puesto avanzado, el de los Angeles, lo cual les había dado aliento. Luego dirigieron todos sus ataques contra el castillo de Montjuich, que dominaba á Gerona.
Los gerundenses creyeron que se habían de organizar militarmente. La guarnición no era suficiente para cubrir del todo el recinto, puesto que se hubiera necesitado casi el doble de soldados para poder atender con desahogo á la defensa de la ciudad.
A las primeras bombas se incendió el hospital general, pero el vecindario hizo con sus esfuerzos menos sensible aquella pérdida; y para suplir la falta de ejército, formó las compañías de Cruzados compuestas de todos, viejos y jóvenes, al mando de don Enrique O’Donnell. Las gerundensas no quisieron en aquel momento solemne y terrible abandonar á sus padres, á sus maridos, á sus hijos; se empeñaron en compartir con ellos los peligros, en dar su vida por la patria; y formaron la compañía de Santa Bárbara, dividida en cuatro escuadrones.
Cuando las granadas dejan en el espacio rastro de fuego, precursor de muerte, y estallan con estrépito espantoso, los vecinos corren á las murallas empuñando el fusil; y las mujeres, cuyos corazones son ya inaccesibles al miedo, van al sitio de peligro, distribuyen cartuchos á los combatientes, acercan á sus labios, negros de morder el cartucho, el frasco de vino y aguardiente para reponer sus fuerzas, y derraman agua en la ardiente boca del herido para refrescar sus secas fauces. Aquellas heroínas reparten cariño, amor y consuelo á los valientes que combaten por la independencia de la patria.
Las noches, como noches de bombardeo, eran espantosas. En todas partes la misma resistencia; en todas partes la misma energía en el ataque. Y continúa el bombardeo sin cesar, sin un momento de descanso. Siempre el hierro en el aire, siempre el plomo sembrando la muerte en Gerona. El ataque á la ciudad, no es el principal, porque las miradas de los franceses están fijas en Montjuich. Tomado éste, habrá de suceder algo parecido á lo que ocurrió en el cerco de Sagunto, cuando Aníbal, no pudiendo penetrar en la ciudad á pesar de haber abierto brecha, levantó una altísima torre desde la cual sus arqueros herian á los saguntinos que se atrevían á salir de sus casas. Con igual propósito ambicionaba el enemigo apoderarse de Montjuich.
Había en el castillo 900 hombres al mando de don Guillermo Nash. En los primeros ataques los franceses obligaron á los españoles á retirarse de la torre de San Luis; después de la de San Narciso y luego de la de San Daniel. Más tarde intentaron establecerse en el barrio de Pedret, pero de él fueron expulsados por los nuestros. Aumentaron los trabajos del sitio y hasta veinte cañones emplazaron contra el castillo. Mientras preparan el asalto, truena incesantemente la artillería y siempre hay siete granadas ó bombas en el espacio.
El coronel francés Muff era el que mandaba el ataque; y durante toda la noche batiéronse españoles y franceses en aquel castillo, para cuyo derribo en apariencia bastaba un soplo. Cuando más empeñada estaba la acción, cuando el hierro, concentrado en un punto dado había comenzado á abrir brecha, y cuando los españoles se sentían crecidos porque también crecía el peligro, y estaban resueltos á resistir, á resistir siempre; en aquel instante supremo, una bala de cañón derriba la gloriosa enseña de nuestra patria, la bandera que se desplegaba al viento ante los franceses, que era el reto al enemigo y la protesta de todos los españoles; y cae al foso en medio de la lluvia de la metralla de los contrarios. Los soldados que están encerrados en aquel baluarte de nuestra independencia, se miran; el patriotismo herido al ver nuestro estandarte en el foso, enciende su sangre. Comprenden el júbilo del francés al contemplar derribada nuestra bandera que se había reflejado en las aguas de todos los mares; la bandera que había sido desplegada por los víentos de uno y otro hemisferio; y entonces, aunque allá en el foso había una tumba abierta para el que se atreviese á bajar, el subteniente don Mariano Montoro mira al enemigo, á sus compañeros de armas; fija los ojos en el estandarte español, y al foso baja en medio de la metralla. Recoge la bandera, la clava otra vez en Montjuich y nuestro estandarte vuelve á ondear orgullosamente ante los franceses, á quienes dice que si el hierro lo arranca, el patriotismo lo afirma.
Nada pueden los enemigos durante la noche; y al llegar el día, Muff ordena el asalto. Lanza sus batallones á la brecha. El ataque de brecha es meterse en un reducido espacio abierto por el cañón, detrás del cual están en Montjuich los defensores de la patria. A la brecha se lanzan los batallones franceses, y los nuestros, firmes en sus puestos, resisten con su acostumbrada energía; y por grande que sea el aliento de los franceses,—¡es necesario confesar que lo tenían grande!—los batallones de Napoleón han de emprender la retirada, porque si sus bombas pudieron derribar las murallas, no lograron derribar aquellos pechos españoles más fuertes que las piedras que del muro habían caído.
Muff volvió á probar otra arremetida. Y los nuestros cargaron sus piezas con balas de fusil. El enemigo avanza y vuelve á rugir el cañón; y llega al pie de nuestros muros pisando cadáveres, y de nuevo es rechazado; y por tercera vez aquellos hombres ennegrecidos por la pólvora que luchan con el insomnio, á quienes sostiene la embriaguez del patriotismo y de la resistencia, vuelven á encontrarse en la brecha con los franceses. Se cruzan las bayonetas, se enlazan los brazos de los que atacan y de los que defienden; y por tercera vez retroceden y por tercera vez son vencidos.
Entonces el coronel Muff, desesperado al ver de nuevo rechazadas por aquel puñado de valientes á sus tropas, blandiendo la espada, ganoso de que sus legiones penetren en la brecha y no se diga que han fracasado ante los débiles muros de Montjuich, los guía otra vez al ataque. Pero cae herido y sus soldados tienen que retirarse. Y sígue la bandera española ondeando en Montjuich. Dos mil cadáveres franceses cubrían la colina.
El tambor Luciano Cucio señalaba la dirección de las bombas avisando á sus compañeros. Una bala de cañón le hirió en el muslo y en la rodilla.
Quisieron llevarle al hospital y contestó:
—¡No, no! Aunque herido en la pierna tengo los brazos sanos para con el toque de caja librar de las bombas á mis amigos.
¡Cuántos actos heróicos como este!
Un mes después del ataque del coronel Muff, aun se sostenía el fuerte. El Gobernador Nash resistió con igual empuje todas las arremetidas. Llegó el 10 de Agosto y aun hicieron una salida; y cuando era imposible la defensa, aquellos valientes se juntaron para saber lo que debían hacer. Ya no podían permanecer más tiempo entre las ruinas del castillo. Contra Montjuich se habían levantado diez y nueve baterías. De los nuevecientos defensores habían muerto más de quínientos, y casi todos los demás estaban heridos. Los que deliberaban eran restos de aquel puñado de valientes, ¡y aun discutían si debían retirarse ó si podían sostenerse sobre aquel montón de piedras ennegrecidas y ensangrentadas! Por grande que sea el valor, por mucho que sea el heroísmo de los hombres, hay una fuerza que abate, que se impone: la imposibilidad. No les quedó otro recurso que acordar la retirada y abandonar Montjuich. De allí salieron el 12 de Agosto á las seis de la tarde después de haber inutilizado la artillería y las municiones. Alvarez aconsejó lo contrario, pero una vez en Gerona aquellos bravos, el fiero defensor de la inmortal ciudad hizo justicia á su heroísmo.