Cunnus - Patricia González Gutiérrez - E-Book

Beschreibung

La sexualidad puede parecer algo natural, como el comer, y, sin embargo, más allá de la biología, comporta una enorme carga social –como también lo hacen la gastronomía y los modales en la mesa–. Así, el elemento natural se va cubriendo de capas y más capas de normas, tabúes, prejuicios, deseos y miedos, en una convivencia difícil de ternura y violencia, de amor y de odio, de lo tópico y de lo transgresor. Por supuesto, la antigua Roma no fue una excepción en su tratamiento del sexo, y conocer mejor cómo los romanos concebían el cuerpo y el deseo, cómo entendían la reproducción y el matrimonio, cómo usaban el sexo en la política o cómo se impregnaba de sacralidad, nos ayuda a entender mejor su sociedad –y la nuestra–. ¿Podemos fiarnos de las maledicencias sobre la lasciva Mesalina o sobre el ambiguo Heliogábalo? Mejor, cuestionemos las fuentes, intentemos adivinar cuánto hay de real en sus exageraciones o acudamos a la iconografía, aunque sea problemática y no siempre bien conservada. Si con Soror. Mujeres en Roma Patricia González nos hizo ver el mundo clásico a través de los ojos de esa mitad de la población tan a menudo ocultada, en Cunnus. Sexo y poder en Roma recorre los diferentes aspectos del sexo y las distintas sexualidades que existieron en Roma: desde cómo se nombraba el sexo y el cuerpo hasta la pornografía y los juguetes sexuales, desde el matrimonio a la violencia sexual y desde las castas vestales hasta las insaciables brujas capaces de corromper a los hombres. Comprender cómo se naturalizaban ciertas prácticas, se rechazaban otras o cómo se crearon algunos prejuicios, nos ayuda a deconstruir nuestras propias ideas preconcebidas y nuestras, aparentes, esencias. Nos ayuda, en suma, a cuestionarnos, que es algo a lo que toda buena mirada al pasado debe empujarnos.

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CVNNVS

CVNNVS

SEXO Y PODER EN ROMA

Patricia González Gutiérrez

Prólogo de Mikel Herrán

Cvnnvs. Sexo y poder en Roma

González Gutiérrez, Patricia

Cvnnvs. Sexo y poder en Roma / González Gutiérrez, Patricia

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023. – 272 p., 8 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia Antigua) – 1.ª ed.

D.L: M-22473-2023

ISBN 978-84-127166-1-0

57-.017.5:94(376)

141.72 392-6

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

CVNNVS

Sexo y poder en Roma

Patricia González Gutiérrez

© de esta edición:

Cvnnvs. Sexo y poder en Roma

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha. 28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

© 2023 Obra de cubierta autoría de

Paula Bonet

ISBN: 978-84-126588-9-7

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Primera edición: septiembre 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

ÍNDICE

Agradecimientos

Prólogo

Introducción

1.   La construcción del cuerpo y el deseo

2.   Lo sexual es político

3.   Sexualidad pública, sexualidad cotidiana: La sexualidad visible

4.   La institución matrimonial

5.   Sexo y religiosidad: entre la pureza y la impureza

Conclusiones

Bibliografía

AGRADECIMIENTOS

Los libros no pertenecen nunca a quienes los escriben. Son solo su reflejo, incluso los ensayos. Tienen mucho de sus autores, mucho amor, trabajo, lágrimas y desesperación, pero no son suyos. Son, en primer lugar, de quienes los leen y se los apropian y reapropian, de quienes los anotan, de quienes les doblan las esquinas y les tiran café encima. Parece un tópico, pero no hay nada más cierto. Un libro sin lectores es solo un arbolito muerto. Por otro lado, son un trabajo colectivo, son el cariño y la preocupación de amigos, parejas y compañeros de quienes escriben, quienes les mantienen con los pies en suelo, la cabeza en su sitio y el corazón calentito. Quienes te hacen cerrar el ordenador y salir a tocar el césped, quienes te sacan de los bucles.

Los libros son procesos, son esa familia que perdiste por el camino, la que ganaste, el desconcierto ante la vida que pasa y que se empeña en demostrarte que las previsiones son siempre mentira. Son también el gato en el regazo y el que se empeña en escribir parte del texto. Son la confianza de una editorial, con todas las personas que la componen, que insisten en fastidiarte las inseguridades, hacer cosas bonitas y darte ideas. Que saben cómo apoyar y hacer, luego, que todo merezca la pena. Son esa parte visible e invisible a la vez. Cuando encuentras una buena, hay pocas cosas mejores.

Pertenecen también a todas las personas que se interesan por una presentación, que quieren que les cuentes tus historias, una tras otra, desgranándolas despacito, las que invitan a sus eventos y que te animan a pensar que, puede, y tan solo puede, haya algo que contar. Esas personas que te enseñan más de lo que puedes enseñar tú, que mantienen viva la historia.

Y, en este recorrido, que enlaza con el anterior, he tenido la suerte de contar con mucha gente así. Compañeros de piso que aportan perspectiva, una pareja capaz de ir al fin del mundo y deconstruir los esquemas del mundo, esas personas que se enfundan en una toga y empuñan un bisturí o unas agujas, personas cuyo trabajo en los museos nunca agradeceremos lo suficiente, nuevos y viejos amigos que están por mucho que desaparezcas, que siempre tienen un chiste o una palabra de ánimo, compañeros de trabajo siempre presentes y dispuestos a un cotilleo y toda una nueva familia en el año que desapareció la anterior. Gracias, de corazón. Ojalá pueda devolveros un mínimo de lo que habéis dado.

PRÓLOGO

«¿Por qué no hablar del sexo? ¿Por qué no hablar de la fuerza de la carne?» decía Manuela Trasobares en un programa de la televisión valenciana en 1997. El sexo es un acto que ha podido ser violento, placentero, un deber o un vicio. El sexo ha marcado qué cuerpos son dignos de respeto y cuáles son aquellos que están disponibles para la violencia sin ningún tipo de repercusión legal o moral. Cuáles son los sujetos de deseo y cuáles son los objetos del mismo. Fuente de explotación y de liberación, hablar del sexo nos permite ser conscientes de su construcción histórica y de su uso en la regulación de la moral y de los cuerpos.

A menudo parece que hablar de sexo es una cuestión dedicada a curiosidades históricas cuando es truculento y violento, o un tema que no merece la pena discutir cuando se habla de aspectos del mismo que pueden incomodar. Un claro ejemplo es cuando pensamos en deseos entre personas del mismo género. A lo largo de la historia, el sujeto de deseo ha sido a menudo masculino y cuál era su objeto de deseo ha sido regulado de distintas formas. El sexo entre personas del mismo género, como iguales, ha recibido distintas condenas morales, en función de la posición social de los implicados, o las morales de la época. Sin embargo, da la casualidad de que gran parte del elenco de grandes personajes históricos a los que con frecuencia homenajeamos, entendieron y practicaron su deseo de formas que hoy escaparían de la norma. Alejandro Magno acometió grandes campañas en Persia, Afganistán y el Indo, y, sin embargo, pocas veces se habla de su deseo y explotación del esclavo Bagoas, o el afecto intenso hacia Hefestión. Otros ejemplos podrían incluir a Julio César, Adriano y su erastés Antínoo, o incluso a Ricardo Corazón de León. Por supuesto, muchos de estos son hombres tanto por la costumbre de la historia a escribirse en masculino como por la larga invisibilización de los afectos entre mujeres. Pero, sin querer menospreciar los logros militares o políticos de estas figuras, cuando las preguntas han virado hacia el deseo y la alcoba, muchos han cuestionado qué se nos había perdido a los historiadores intentando comprender los aspectos más íntimos y privados de las vidas de estos personajes. Pero es solo el deseo sexual que hoy consideramos disidente o incómodo el que se cuestiona cuando sale a la luz, mientras que el normativo se da por hecho.

El largo proceso histórico que nos ha llevado hasta hoy ha reducido el sexo al ámbito de lo privado y lo íntimo. Algo a disfrutar en la intimidad de la pareja pero no a discutir abiertamente. Y ahí colocado, han surgido discursos que han invisibilizado lo que no queremos ver del sexo. En la moral victoriana y reprimida del siglo XIX, el sexo podía convertirse en un tabú, mas no hablar del mismo no hacía que desapareciese la explotación de aquellos cuerpos a quienes se reducía a meros objetos de deseo. Desde la ama de casa burguesa cuyo placer era inexistente hasta la prostituta que podía caer víctima del famoso Jack el Destripador. El sexo es un tema tabú que, cuanto más tabú y menos comprendido, más riesgos conlleva. La educación sexual nos permite hablar de consentimiento, de buenas y malas prácticas, de diversidad. Es por ello que hablar de sexo se hace necesario. No por la extraña fascinación que todo lo relacionado con lo erótico y los fluidos corporales sigue suscitándonos, sino por la forma en la que el sexo se ha construido socialmente.

No obstante, podría decirse que el sexo en Roma no es un tema que haya sido ignorado en particular. Los fascinus que decoraban la ropa, las paredes y las casas romanas aún nos causan curiosidad, aunque su asociación original no fuera tanto con el sexo como con la protección. Desde la mitología, con sus Príapos, hasta los prostíbulos de Pompeya, todos tenemos una imagen del sexo en Roma. Esta imagen bebe de la propaganda clásica, en la que el sexo se empleaba como un marcador del carácter del individuo o para pintar al enemigo político como un impúdico en todos los ámbitos de su vida. Esta propaganda política, que era también propaganda moral, fue repetida en la historiografía decimonónica y apuntalada en la cultura popular a través de películas y series como Yo, Claudio (1976). Nerón quiso convertir a un esclavo suyo en mujer y Mesalina se dio a la prostitución, compitiendo en un burdel por ver quién podía acostarse con más hombres. Heliogábalo quiso cambiar su sexo y en las famosas orgías romanas todo era comer hasta vomitar y un desfile sexual.

El sexo en Roma, o la imagen que tenemos del mismo, es la reproducción de una serie de ideas sobre la depravación moral a la que lleva ostentar el poder en el mayor imperio sobre la Tierra. Es una señal de los excesos y la decadencia, un desfile de prostitutas, emperadores depravados, emperatrices que lo emplearon como arma y esclavos que eran utilizados como satisfacción. Tal vez la escena más emblemática de esta imagen de lo romano, y cómo la seguimos arrastrando, es la escena del baño en Espartaco (1960), en la que el patricio Craso, el principal antagonista de la película, tienta a su esclavo Antonino con una velada metáfora sobre el consumo de caracoles o de ostras. Esta proposición es después acompañada con una descripción sobre cómo se debe servir a Roma, la gran urbe y el gran imperio, y cómo uno ha de doblegarse y amarla. Esta escena, que hablaba de la sexualidad como una preferencia de gusto, pero la presentaba como un acto de poder del amo hacia el esclavo, fue eliminada tras la petición de la Legión Nacional de Decencia, considerada un peligro para los Estados Unidos de los años sesenta.

Con tal bagaje pesando sobre nuestras mentes acerca del sexo en Roma, es más necesario que nunca ir más allá de esos estereotipos. El sexo no como fuente de lo anecdótico, o como espectáculo truculento para colorear personajes como depravados o buenos. Para ello, es necesario aplicar una lectura actual a las fuentes históricas y arqueológicas, que renueve estos más que trillados tópicos, y que nos permita explorar nuevas preguntas sobre aspectos como el consentimiento, la diversidad, la violencia o la agencia. Preguntas que incidan en estos tópicos desde una nueva perspectiva, pero que también incluyan actores no tan representados, como pueda ser la prostitución masculina, las tribades, o los cuerpos que no encajaban en ese mismo binarismo que las mores romanas querían entender.

Esto es lo que ofrece este libro, una exploración detallada, crítica y argumentada de las fuentes, que vuelve a mirar a personajes bien conocidos y a otros muy desconocidos. A cómo hemos visto el sexo en Roma y lo que queda más allá. Detrás de la Mesalina que quiso competir con prostitutas hay una adolescente forzada a casarse con quien le doblaba la edad y víctima de una campaña de propaganda. Detrás de los esclavos y esclavas utilizados como satisfacción sexual por sus amos existe una violencia y una anulación de la agencia y la humanidad de estas personas. Detrás de las historias de la depravación de Heliogábalo, hay una construcción del sexo y el género que observaban aquello que se apartaba del binarismo como una afrenta al orden.

Son las preguntas que presenta y plantea este libro las que tal vez nos ayuden a desmitificar el sexo en Roma, a mirar su construcción como algo histórico que incluso hoy arrastramos a golpe de topicazo. Las fuentes romanas están llenas del sexo como propaganda política, pero también como sátira y como humor, como veneración y como incomprensión. Entre estos usos del sexo, el estudio crítico de las fuentes permite ver no solo cómo era el sexo en Roma, sino cómo se veía, de una forma no unívoca. El sexo es complejo, y su estudio nos descubre a quienes quisieron regularlo, o a quienes buscaron entenderlo, a quienes se lo tomaron a risa, y a quienes lo vieron como un derecho para sí mismos.

Este libro es la prueba sobre cómo el estudio del sexo puede ilustrar mejor las múltiples facetas de una sociedad como la romana y cómo incluso el color y el juicio con el que los romanos veían el sexo tiene sus ecos hoy en día. El sexo ha sustentado pánicos morales, ha servido para crear la norma, y para desafiar, o al menos contradecir, esa normatividad. Y no es hasta que dirijamos miradas exhaustivas y críticas al sexo como la que presenta este libro, que podremos ir más allá de los tópicos del peplum y los titulares sórdidos que tanto han cautivado nuestro imaginario.

Mikel HerránJulio de 2023

INTRODUCCIÓN

Leucipa espetó, con desprecio, a su atacante: «La mayor alabanza será esta “Virgen incluso después de Tersandro, más lascivo que los propios piratas. Como no puede violarla, la asesina”. jÁrmate, pues, con estos instrumentos, toma ya contra mí los látigos, la rueda, el fuego y el hierro! […] Yo estaré inerme y sola, una simple mujer, con mi libertad por toda arma, a la que ni hieren los golpes ni el hierro corta ni el fuego abrasa. Jamás la dejaré en tus manos. Y, aunque me quemes, no hallarás el fuego tan ardiente como ella».1 Sus palabras y su desprecio hicieron efecto, y Tersandro se fue, humillado y destrozado, mientras la muchacha conservaba su virginidad. Leucipa triunfó porque esta escena proviene de una novela. Miles de mujeres reales, de esclavas, esposas o prisioneras, no tuvieron tanta suerte.

¿Por qué empezar así un libro sobre sexualidad, algo que sonaba tan divertido y tan ligero? Precisamente por eso. Porque si decimos «sexo en Roma» nuestra mente vuela a las orgías, los emperadores lujuriosos, las matronas de ligeros vestidos o a Mesalina compitiendo en un burdel, a falos pintados en paredes rojas y blancas y a la risilla nerviosa que le produce a la gente entrar en el gabinete secreto del Museo de Nápoles. Pero la sexualidad no es solo eso.

Escribir sobre sexualidad no es solo hablar de sexo. Es hablar de cuerpos, de poder, de lenguaje, de humor, de normas y de represiones y resistencias. También es hablar de disidencias, de violencia, de ternura y de clandestinidad. Es hablar de cultura, de política, de cómo se configura la misma Roma.

El sexo es natural, pero la sexualidad no. De hecho, lo poco que podemos afirmar de la naturalidad o no de la sexualidad humana es que es algo enormemente social y, por tanto, varía en sus formas, normas y tabúes de una sociedad a otra. No tenemos sexo solo para reproducirnos, sino para crear vínculos, como forma de dominación, para liberar estrés o por puro placer. Tenemos sexo a solas, en pareja o en grupo. Tenemos sexo muy en serio o jugando. Tenemos sexo libremente o con miedo. Y, de eso, al final, va este libro, de las alegrías, miedos y normas que rodeaban y significaban la sexualidad en la sociedad romana.

Por otro lado, como es habitual, las fuentes son poco amigas de la normalidad (aunque sí de la normatividad). Lo cotidiano, las galletas del desayuno, cambiarle los pañales al bebé, lavar la ropa o el sexo diario con la esposa parecían cosas poco interesantes y que, además, todo el mundo daba por supuestas. ¿Cómo no vas a saber cómo se plancha la toga o se preparan las gachas? ¿Para qué hacer un tutorial de lo que se aprende en casa? ¿A quién podría interesarle eso, si puedes escribir sobre batallas, tratados médicos o el comercio de especias? Y, aunque hubiera recetarios, tanto comerciales como caseros, consejos sobre sexualidad, cartas a familiares y cotilleos en voz baja, también era considerado como algo menor y poco digno de ser conservado. Ojalá hubieran pensado en nosotros, pero poca gente se para a reflexionar sobre qué pensarán de uno en el futuro (a menos que uno sea un fatuo como Cicerón), o qué necesitarán los arqueólogos del mañana.

Así pues, en los textos encontraremos, sobre todo, lo escandaloso, lo exagerado, lo cómico, la sexualidad convertida en un recurso para conseguir otro fin. Y eso, lo queramos o no, marca nuestros límites y posibilidades. Pero habrá que intentar entender, analizar, leer entre líneas y escribir de todas formas. Antes de empezar con este libro, además, hay que entender algo sobre la sexualidad y Roma, y es que, para la mentalidad romana, el sexo nunca consistía en una relación entre iguales, no iba de complicidad ni de ternura, no iba de dos (o varias) personas compenetradas para obtener y procurar placer, preocupados unos por otros. El sexo en Roma no era un diálogo, sino un monólogo. Se basaba en el poder, siempre era una relación entre un superior y un inferior, entre una persona activa y una pasiva. Luego podremos discutir sobre si la realidad cotidiana, como suele suceder, superaba esa mentalidad, y, en efecto, la ternura o la complicidad existían, pero siempre tendremos que considerar que eso era un extra, una circunstancia excepcional, una transgresión.

LOS LÍMITES DE UN LIBRO

Las monografías, al final, tienen sus fronteras y límites, y no se puede abarcar todo. Mucha de la información aquí recogida se enmarca en la sociedad romana de finales de la República y el Imperio, con algunas incursiones en el cristianismo y la época tardía. De igual manera, los entornos urbanos se verán sobrerrepresentados y es probable que también las clases altas y las ideologías dominantes. Por mucho que intentemos evitarlo, las fuentes son lo que son, con sus sesgos e intereses y ciertos asuntos, grupos sociales o regiones nunca les interesaron a los antiguos cronistas. Tampoco se puede recoger hasta el último testimonio y puede que haya más preguntas que respuestas. Pero eso es lo bonito de los libros, que son puertas y no muros.

Figura 1: Anillo romano que representa a una pareja teniendo relaciones sexuales (ss. I-II d. C.). N.º de inventario I1186. Fotografía de Jakob Faurvig. © Thorvaldsenmuseum [https://kataloget.thorvaldsensmuseum.dk/en/I1186].

También los romanos, como nosotros, reconstruyeron mucho sobre su pasado. Al cabo, más que ser por completo veraces, querían construir un relato que les permitiera encontrarse a sí mismos y justificarse en su presente, por lo que el mito de la edad dorada del pasado es bastante cuestionable. Los mitos y la historia son lugares confortables en los que expresar ideas, valores y deseos sin acabar de mojarse directamente con respecto a las polémicas del propio presente. Es una circunstancia con la que los historiadores siempre debemos tener cuidado, no buscar gigantes a los que subirnos –recordando a Isaac Newton–, ni idealizar nuestro pasado; no obstante, es algo con lo que muchas veces tenemos que lidiar y que las fuentes romanas buscaban de forma intencionada. «La historia como maestra de la vida» no es la grandilocuente frase con el profundo significado que muchas veces queremos darle. En realidad, era algo más prosaico y que escondía mucha manipulación.

Y en ese mito del pasado dorado se incluye a rústicos pastores y austeras mujeres que jamás han probado el vino ni tienen joyas, que no son adúlteras y para las que el sexo no era una cuestión de placer y deseo. No podemos pensar tampoco en una etapa republicana inicial ajena del todo a los «placeres griegos» ni a su influencia, con unas normas sexuales ajenas por completo a las griegas. De nuevo, los conflictos políticos que cristalizaron en torno al filohelenismo o antihelenismo de finales de la República influyeron en el concepto que se tenía del pasado, sus normas sociales y su forma de vivir consigo mismos y en el mundo conocido.

Más allá de eso, el estudio de la sexualidad resulta muy complicado y se nos escaparán muchos aspectos. Al igual que no entendemos bien los chistes de culturas ajenas a la nuestra, o incluso de grupos de edad distintos a los nuestros, pues muchas veces se nos escapan los detalles y matices. Las etiquetas no encajan bien, las burlas tienen sentidos que hay que analizar mil veces. Y las fuentes no se encargan, como hemos dicho antes, de lo normal y cotidiano. Así que sed clementes, pero imaginativos, intentad comprender más allá de la caja de nuestro propio pensamiento. Y manejad las fuentes con cuidado.

FOUCAULT, FEMINISMOS Y EL ELEFANTE EN LA HABITACIÓN

Quizá una de las grandes revoluciones en el estudio de la sexualidad tuvo su origen en una persona que resultó ser bastante problemática. Sigmund Freud, a caballo entre el siglo XIX y el XX, postuló que la sexualidad se desarrolla a lo largo de la vida y que no es algo inmutable, así como la existencia de más de un modelo de sexualidad y orgasmo y de la sexualidad infantil. Ahora bien, en realidad, no dejaba de considerar la heterosexualidad como la forma de sexualidad «madura» y sus disidencias se consideraban trastornos sociales y físicos. También resultaron polémicos sus estudios debido a la tergiversación y manipulación, cuando no invención, de sus casos de estudio y conclusiones.2 El estudio de la sexualidad aún se movía entre lo patológico y lo médico, más que en lo social o en lo histórico.

En la historiografía, y en la investigación en general, se puede detectar un auge de los estudios acerca de la sexualidad que coincidió con la segunda ola del feminismo. El cuestionamiento sobre el género y sus mecanismos llevó también a cuestionar cómo las normas sexuales, la cultura de la violación o la heterosexualidad obligatoria eran potentes mecanismos de control social.3 Adrienne Rich, por ejemplo, en los años ochenta, escribió sobre cómo la heterosexualidad, en las mujeres, ha sido una imposición que se unía consustancialmente al género, algo expresado de manera más radical por Monique Wittig en su polémica afirmación de que una lesbiana no es una mujer, al salirse de los límites impuestos, en ese momento, para el género. En el mismo sentido, investigadores como Kenneth Dover o David M. Halperin, abrieron camino con sus trabajos sobre prácticas homoeróticas en el mundo clásico. Cuesta pensar que unos elementos tan explícitos hayan pasado soterrados durante tanto tiempo, pero solo se ve lo que se busca. Lo desviado, de repente, no es algo tan universal, ni lo natural o antinatural algo tan claro. Más tarde tocaría debatir sobre si el «amor griego» era, en realidad, una manifestación de la homosexualidad, simples actos homoeróticos o un ideal platónico, así como el alcance de ese homoerotismo en otras sociedades, como la romana.

Recientemente quizá la polémica más sonada haya sido la de James N. Davidson con su libro Greeks and the greek love, donde intenta convencer a su audiencia de que las relaciones entre el erastés y el erómeno en la Grecia clásica eran solo una práctica afectiva, sin que en realidad hubiera entre ellos relaciones sexuales o penetración. Más allá de que el libro manipule algunas fuentes y obvie otras, la reacción en torno al libro ha sido curiosa. El autor acabó insinuando que una reseña negativa que había aparecido publicada sobre su libro se debía a que el reseñador estaba a favor de la pederastia, mientras ciertos grupos conservadores aplaudían y la veían como un apoyo a su negativa a la existencia del homoerotismo en el mundo clásico, más allá de ser algo rechazado o condenado.4

Quizá este ejemplo prueba que el estudio del género y de las sexualidades no ha sido un camino fácil. El mismo interés que ha facilitado el florecimiento de nuevos estudios, perspectivas e investigaciones, también ha conllevado un tsunami de reacciones y defensas del orden establecido, así como críticas. De igual modo que a Simone de Beauvoir le sorprendió la reacción de la Iglesia a su obra El segundo sexo, a Eva Cantarella le pilló por sorpresa, con la publicación de su obra Según natura. La bisexualidad en el mundo antiguo,5 tener que defenderse de las acusaciones de hacer propaganda y no historia. Es posible que ambas pecaran de ingenuas, aunque en la actualidad nos sigamos sorprendiendo (o no) de la virulencia ante ciertos trabajos.

Tal vez el autor más conocido en este ámbito, o más bien como protagonista del cambio que conllevaron, sea Michel Foucault, que no solo realizó un trabajo donde analizaba la sexualidad como mecanismo de poder y otro donde analizaba el concepto de locura en el mismo sentido. Acuñó el término «biopoder» para referirse a toda esa serie de prácticas, técnicas y concepciones que permiten a las sociedades controlar el cuerpo de sus ciudadanos. Pierre Bourdieu, por su parte, usó habitus para esa forma de adaptar el cuerpo, la estética o los movimientos a una serie de convenciones. Tiempo más tarde, Judith Butler incidió en cómo los cuerpos no son elementos neutros, sino que su desarrollo depende mucho de las condiciones culturales. La alimentación, el ejercicio y los cánones estéticos, entre otros, marcan las diferencias y similitudes entre los cuerpos mucho más de lo que podría parecer.

Es decir, no solo las normas sexuales o el deseo se construyen culturalmente, sino también el propio concepto de cuerpo, de cómo debe ser este, a cuántas categorías ajustarse, o cómo debe desarrollarse. Y en esa construcción siempre entran en juego la hegemonía y el poder. Aquí siempre nos paramos y decimos algo como «no, no, no, pero el cuerpo es el cuerpo». Entonces pensamos quizá en el cuerpo de los y las atletas, en por qué las redes sociales censuran un pezón femenino y no uno masculino, o una escultura clásica por considerarla obscena. Acaso pensamos en la depilación, en por qué en ciertas zonas los hijos sacan un palmo de altura a sus padres, o en los pies vendados o los tatuajes. Paremos un segundo más. Observemos alguna parte de nuestro cuerpo ¿está sexualizada? ¿Lo ha estado siempre? ¿Cuánto músculo tiene o cuánta grasa? ¿Tiene vello? ¿Cómo nos dice la sociedad que debería ser? ¿Ha influido en cómo es esa parte cuánto sol tomamos y cuánto ejercicio y cuál desarrollamos? ¿Conocemos a alguien que, en realidad, se ajuste por completo a ese modelo? Las respuestas puede que nos sorprendan más de lo que queremos reconocer. La idea de que detrás de elementos naturalizados, considerados como no culturales, en realidad hay una enorme cantidad de justificaciones y discursos médicos, sociales, legales e ideológicos, empieza a abrirse paso en la sociedad. Sin embargo, aún nos queda mucho camino por andar.

Comprender estos mecanismos culturales no solo lleva a desmitificar lo «natural» –y, por tanto, también lo considerado antinatural– en nuestras sociedades, sino a comprender mejor toda una serie de vínculos y comportamientos entre sus miembros. Es decir, nos ayuda a comprender mejor cómo articulamos nuestro propio deseo, pero también nuestras emociones, porque el sexo no va solo de sexo, va de todo lo que se origina alrededor del mismo.

Figura 2: Lucerna erótica romana que muestra a una pareja usando un dildo. N.º de inventario H1195. Fotografía de Ole Haupt. © Thorvaldsenmuseum [https://kataloget.thorvaldsensmuseum.dk/en/H1195].

EL ORIGEN DEL MUNDO Y LA FAMILIA

Dentro de esta esencialización, lo «desviado» se intenta explicar mucho más que lo «normal» en lo que se refiere al cuerpo y la sexualidad. También se intentan explicar la organización social, el origen de cuestiones como la familia o la situación social de hombres y mujeres, el corazón mismo de cada comunidad. En realidad, es complicado llegar al origen y causa última de las diferencias y normas en torno al género y al sexo, porque nuestros textos nos remiten a sociedades ya formadas y, cuando se formaron los principios básicos de la desigualdad, la gente no dejaba sus ideas por escrito. Ha sido siempre más fácil trasladar nuestros prejuicios a la prehistoria que estudiarla por sí misma. No tenemos más que ver la evolución de cómo hemos representado a los neandertales o a las mujeres a lo largo de la historia para hacernos una idea sobre el tema.6

Podemos encontrar, eso sí, ciertas cuestiones básicas, a través de las normas, ejemplos e historias moralizantes en las sociedades ya formadas. Podemos estudiar, también, en qué hemos cambiado y qué hemos heredado. De nuevo, salirse del marco conllevó encontrar variaciones y modelos alternativos. Algunos de ellos dieron lugar a teorías como la del matriarcado, ampliamente desmentido ya en su momento, pero que ha alcanzado una enorme popularidad en el imaginario colectivo. La teoría de Johann Jakob Bachofen, que luego alcanzó a Lewis Henry Morgan y Friedrich Engels, propugnaba un estadio inicial de promiscuidad, seguido de un matriarcado y luego del patriarcado, considerado por Bachofen, en realidad, la manifestación de la auténtica civilización, racionalidad y progreso. La resignificación del mito por autoras como Marija Gimbutas significó un renacimiento del concepto, que hubo que volver a desmentir. Por ejemplo, las figurillas femeninas que se asociaron a las diosas madres y el matriarcado son abundantes, pero no sabemos si son diosas, y menos aún si son diosas madre, además de compartir espacio con figuras de hombres, parejas y animales. Tampoco tenemos constancia de que haya existido una sociedad en la que las mujeres hayan ocupado un poder institucionalizado, marginando a los hombres del mismo y colocándolos en una situación subordinada. El hecho de que las sociedades en las que la mujer tiene una cuota de poder ya se consideren matriarcales, pese a que sigan mandando los hombres, indica cuán bajo está el listón en este tema.7

Algunas autoras se centraron en encontrar el origen del patriarcado, como punto de inflexión en la creación de las normas que luego regirían el género, la sexualidad y los modelos familiares. Gayle Rubin teorizaba, en los años setenta, sobre cómo el intercambio de mujeres, su domesticación, así como economía, influían en estas normativizaciones. También Gerda Lerner, en La creación del patriarcado, propone explicaciones económicas sobre la apropiación del trabajo productivo y reproductivo de las mujeres. Almudena Hernando, por otro lado, ha trabajado en el ámbito de la identidad, en la diferenciación entre una identidad individual en los hombres y una relacional en las mujeres. En esa línea, una cuestión muy básica, por ejemplo, en torno a las diferencias por género es la que destacaba Robin Osborne, en su libro sobre la construcción sexual de las relaciones sociales: la contradicción, y a la vez cimentación complementaria de las sociedades, que dentro del binarismo de muchas sociedades patriarcales, potencia en los hombres lo sexual, mientras reprime todo lo emocional, al tiempo que, en las mujeres, se potencia lo emocional salvo en la sexualidad, que debe ser reprimida, ocultada e incluso eliminada.8

Al contrario de lo que algunos han propuesto, pues, la promiscuidad masculina no sería una mera ventaja biológica, frente a una mujer que querría seleccionar un padre para sus crías, sino que es el resultado de todo un largo proceso histórico de construcción de instituciones como el matrimonio, el castigo a la sexualidad femenina, y la creación de mecanismos de control del género y el cuerpo. Si bien no podemos saber cómo eran las cosas en su origen, ni cómo llegamos, como especie, a formar y conformar ciertas desigualdades e instituciones, sí podemos deconstruirlas, desmenuzarlas y entenderlas en su contexto, para entender mejor el nuestro.

Y de eso, en el fondo, va este libro que tienes entre manos. De mirar más allá de lo que consideramos natural. De mirarnos, de nuevo, en un espejo extraño, para comprender mejor cómo funcionaba la sociedad romana en sus niveles más básicos y, a la vez, repensar un poco qué nos dejaron incrustado en el idioma, el imaginario colectivo, el derecho y la ciencia. Porque, como hemos dicho al principio, el sexo va de juego, placer y amor, pero también de poder, jerarquización social y exclusiones. Bueno, no nos desanimemos, también va de perversiones y juguetes sexuales, pero eso es algo que veremos más adelante.

 

 

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NOTAS

1. Aquiles Tacio, Leucipa y Clitofonte, 6, 22.

2. Gómez Sánchez, C., 2007, 75-86. Resulta curioso que, en la fundamental obra de Laqueur sobre el cuerpo, el límite en la modernidad viene justamente dado por el psicoanalista, vid. Laqueur, T., 1994.

3. Se pueden encontrar buenas introducciones en Skinner, M. B., 2014; Hubbard, T. K., 2014.

4. Ante la guerra de reseñas y contrarreseñas en la Bryn Mawr Classical Review acabó trasladando el tema a su blog y negándose a aceptar más, aunque el debate continuó en los comentarios, tanto por parte de los implicados como de comentaristas anónimos. Vid. [http://www.bmcreview.org/2009/11/20091103.html].

5. Cantarella, E., 1993.

6. Sánchez Romero, M., 2022; Adovasio, J. M., Soffer, O. y Page, J., 2007.

7. Harris, M., 2005; Georgoudi, S., 1991, t. 1, 517-535; Martín Casares, A., 2006, 128 y ss.

8. Osborne, R., 1993, 52 y ss.

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LA CONSTRUCCIÓN DEL CUERPO Y EL DESEO

El mundo, nuestra identidad, la relación con los otros y la comunidad no son aspectos que nos lleguen «en bruto», sino que son elementos que construimos a través de una serie de filtros. Todo en el ser humano procede de la cultura, que también afecta a la misma realidad observada. Incluso nuestro cuerpo, que podría parecer una página en blanco, una unidad natural, se conforma y percibe dentro de unos parámetros culturales complejos. Foucault hablaría de biopoder y Bourdieu de habitus, refiriéndose a esas repeticiones de costumbres, esas normas estéticas, ese control social del cuerpo que lo moldea para ser socialmente aceptable.

La estética corporal no es una norma universal, ni tampoco lo deseable o deseante. Las esculturas idealizadas masculinas en el mundo clásico muestran penes pequeños, mientras que los cuerpos femeninos son redondeados y las Venus que aparecen arrodilladas exhiben lo que hoy consideraríamos michelines. Estas imágenes contrastan con los cuerpos pintados por Rubens, pero también con la estética de líneas rectas y que se encuentra al borde (o sobrepasa) la malnutrición de las modelos de hace unos años. La malnutrición y la falta de ejercicio en las mujeres moldeaba cuerpos también más débiles, que permitían justificar la sumisión, igual que hoy hay sectores que consideran poco atractivo que las mujeres entrenen en fuerza o sean musculosas.

Por ello, antes de meternos en cuestiones de emperadores lujuriosos, castas matronas, prostitutas conspiradoras o vírgenes vestales, deberíamos empezar por un pequeño recorrido sobre cómo se construía la sexualidad y el cuerpo en un sentido más general. Desde qué lenguaje se usaba, que no era inocente, hasta cómo se concebían el género y sus roles. Al fin y al cabo, el lenguaje y el cuerpo son las dos fronteras fundamentales en nuestra relación con el mundo y con los otros; sin ellos, poco podemos comprender, sentir o definir.

LENGUAJE Y SEXUALIDAD

Si hay un filtro primario y fundamental es el del lenguaje. Lo que no somos capaces de nombrar, no existe, mientras que lo que definimos, aunque no sea real, alcanza una cierta entidad y consistencia. Wittgenstein afirmó una vez que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo.1

Los romanos, por ejemplo, no tenían un nombre para el color naranja, pese a que era el color esencial en las bodas, el del velo de las novias y el de sus zapatillas. Podían hablar del color del fuego o del azafrán, o de un rojo amarillento o un amarillo rojizo, pero jamás crearon una palabra concreta. Tampoco tenían un nombre para el concepto de «consentimiento» como lo tenemos hoy y, en realidad, a diferencia del naranja, era la propia idea la que se les escapaba. Sin embargo, tenían un amplio vocabulario para definir a las prostitutas o para hablar del sexo.

Pero ¿cómo acercarnos a lo obsceno, a lo que no debe ser dicho? Porque, en realidad, se decía mucho. No lo encontramos solo en los grafitis, vulgares e insultantes, sino en las fuentes, desde la sátira de Juvenal y los insultos de Marcial hasta los juegos de palabras en los Priapeos o la poesía amorosa. Nos encontramos numerosas variantes, metáforas y groserías para nombrar tanto los genitales como las relaciones sexuales, tanto la norma como la alteridad en la forma de desarrollarlas. Y estas combinaciones nos dan una cierta idea de cómo los romanos construían su realidad, de cuáles eran los límites de su mundo y cómo lo construían dentro de ellos.

Los genitales femeninos, por ejemplo, recibían, en general, el nombre de cunnus (vulva es una palabra posterior). Es un término bastante genérico, que podía hacer referencia tanto a la vulva como al ano, o a la cloaca de un animal, y que poseía un amplio simbolismo asociado a la suciedad.2 También ficus, higo, se usaba tanto para la vulva como para el ano, pero también para las llagas. De hecho, en general, las palabras y metáforas usadas para la vagina/vulva y el ano son bastante intercambiables.3 En otras ocasiones, de forma muy poco sutil, se vinculaba la palabra porcus (cerdo) con los genitales femeninos. Varrón hace una cierta voltereta en este caso, y lo asocia al himen, pues afirma que el vínculo procede de que se solía sacrificar un cerdo en las bodas.4 La genitalidad se convertía así en un elemento de insulto y de escarnio. El mismo simbolismo que traspasa, como ya veremos, al cunnilingus, una práctica que para los romanos era el epítome de la humillación y la suciedad. Aun hoy podemos percibir parte de este universo simbólico en las referencias al olor, los chistes con pescados o las bromas machistas, que adquieren un tono muy distinto cuando se refieren al pene. Lo mismo sucede con cuestiones como la sangre menstrual, que hasta hace muy poco suponía un peligro debido a las mil calamidades que llevaba asociadas y acumulaba una gran cantidad de tabúes.

Figuras 3 y 4: Exvotos romanos de una vulva y un pene (200 a. C.-200 d. C.), Museo de Ciencias, Londres. © Wellcome Collection.

Las metáforas relacionadas con cuevas, sacos y fosas también eran habituales, tanto para la vulva como para la vagina o el útero, por razones evidentes. En algunas ocasiones, simplemente se intentaba omitir una referencia directa mediante el uso de expresiones genéricas o eufemísticas como loci o pudenda muliebria,5 algo que también se haría con los genitales masculinos, con los mismos términos de locus o pars, o naturalia y partes naturales, incluso. El clásico «bueno, ya sabes, eso de ahí». El pene también recibía varios nombres, como mentula, cauda [cola] o penis, que también podían ser usados como insulto, más como una sinécdoque con carga moral que por un rechazo en sí mismo a los genitales. Algunas palabras como mutto son oscuras y poco usadas y otras como fascinus tienen una carga ritual.6 Algunas, como verpa, se cargaron de una vulgaridad aún mayor que la palabra común y aparece solo en poemas insultantes y sátiras, como las de Catulo, Marcial o los Priapeos, pero florecía con fuerza en los grafitis, más cercanos a los usos comunes.7

Los términos médicos, en algunos casos, usaron el griego para suavizar las palabras, o para darles un cierto barniz cultural que, quizá, los médicos veían más adecuado para su reputación. Así, virga, la palabra usada para «vara», se refería al pene, y glans al glande, en vez de la palabra latina caput [cabeza], más vulgar. La palabra glans, en latín, también significaba «bellota» y con esto juega Marcial en un epigrama, en el que habla de niños usados sexualmente, al decir que tenían las nalgas llenas de bellotas.8 En algunos casos, se usaban calcos, como pinnae para los labios de la vulva, desde la palabra griega Πίννα usada para referirse a las alas.9 A veces, hasta los romanos podían ser poéticamente metafóricos en estos asuntos.

Por supuesto, también hay metáforas y calcos que, aunque nos parezcan poéticos, lo son algo menos de lo que podríamos esperar. Un juego de palabras como el uso del vocablo gorrión (stuthreum) en lugar de mentula parece gracioso e inocente, aunque no deja de connotar, según Festo,10 un cierto desprecio, ya que se asocia a la lascivia del pajarillo. No vamos a analizar por qué consideraban que los gorriones eran especialmente lujuriosos, sin embargo, sí vamos a destacar la tendencia a encubrir las palabras que se consideraban obscenas. En ocasiones, con un carácter lúdico, nos encontramos, en latín y en casi cualquier idioma, situaciones en las que el pene se menciona empleando juegos de palabras en los que se usa el nombre de casi cualquier cosa, desde plantas a términos marítimos, desde instrumentos musicales a animales. Pero, más allá de eso, a los romanos también les coartaban la timidez y el tabú de lo que se consideraba obsceno. En uno de los Priapeos, se divierten con la vergüenza que se siente al decir palabras obscenas, consideradas impuras.11 No deja de ser un bochorno, algo que se sale de la alta moralidad del mos maiorum, aunque luego la realidad nos deje ver que igual no tenían tantos reparos. Más aún, si quien hablaba era una mujer.

Hay otro caso curioso en este sentido, que demuestra que no solo las palabras que al principio eran obscenas se acababan disimulando con el uso de eufemismos, sino que los propios eufemismos acababan cargados de significado y sustituyéndose a su vez (quizá podamos hacernos una idea con la evolución de las palabras usadas para referirnos al baño, desde váter a servicio, y su constante necesidad de renovación). También nos indica que los romanos tenían un sentido del humor muy pueril en lo que a sexualidad se refiere, de hecho, a continuación veremos que Cicerón se enrabietaba con facilidad. Hablamos de una de las famosas cartas a sus familiares, una extensa y «lingüística».12 En ella, se quejaba de no poder llamar «a las cosas por su nombre» y de lo curioso que resulta que «follar» sea una palabra más obscena que «violar», pese a la carga negativa del segundo término. También nos habla de cómo penis se había convertido en una palabra obscena, aunque había sido un eufemismo para mentula. Pero pronto pasó a quejarse de que ya ni siquiera ciertas combinaciones de letras se podían decir, si sonaban a una palabra sexual, como cum nos [con nosotros], que suena a cunnus [coño], o illam dicam [diré aquella], por landica [clítoris]. Uno puede imaginarse a los serios senadores conteniendo risillas maliciosas, como niños que gritan «ha dicho culo» cuando alguien hace mención a un «artículo» o un «cálculo». También comentaba el mismo caso respecto a diminutivos como pavimentula [una baldosa pequeña], que contiene la palabra mentula, visiblemente exasperado.13 Aunque bueno, acaba diciendo que es como pensar que tirarse un pedo es indecente, justo antes de que todos se vieran desnudos en las termas. Quizá podemos pensar que, definitivamente, ese no fue un buen día para Cicerón en el Senado.

Parte de este vocabulario sexual, además del eufemístico, también tenía influencia griega. Esto era normal en un mundo en el que «vivir a la griega» era símbolo de vino, molicie, depravación y sexualidad, un mundo en el que los juegos políticos entre antihelenismo y prohelenismo le achacaban al pueblo conquistado desde el vicio a la filosofía. La homosexualidad pasiva, por ejemplo, se nombraba en griego con términos como pathicus, catamitus o cinaedus que se refieren precisamente a esa pasividad,14 no fuera que alguien pensara que se trataba de un invento de los viriles romanos. No solo era algo reprochable, sino también ajeno. Lo mismo pasaba con el término creado por los romanos y procedente del griego, tribades, que significaba «frotadoras» literalmente, aunque, de hecho, en griego no se usó para denominar a las lesbianas hasta que la resignificaron los romanos. La idea no solo era alejar la tendencia, sino situarla en los límites de lo real.15 Es significativo, también, que pathicus, palabra derivada del verbo griego usado para «sufrir», fuera usado tanto para hombres pasivos como para mujeres. En el sexo, según ellos, si no eras la parte viril y activa, se sufría, no se disfrutaba. Era algo que soportar, un peaje a pagar. Ya desarrollaremos más esta idea, pero conviene apuntarla, aunque solo sea para dejar claros algunos conceptos romanos sobre el deseo y el consentimiento, que arraigaban en lo más hondo de su imaginario colectivo.

Tampoco el pene y la vulva eran las únicas partes de los genitales que se conocían. Por supuesto, los testículos aparecen debidamente nombrados, tanto por su nombre como por los mismos eufemismos que hemos visto antes (partes viriles, peso…). De hecho, testiculus es un diminutivo de testis.16 Lo mismo pasaba con el clítoris, que recibía el nombre de «ninfa» (un préstamo del griego) o landica, y cuya existencia conocían muy bien. Marcial, de hecho, atribuye anomalías en el tamaño al de Basa, una lesbiana a quien dedica un poema poco elogioso.17

El vocabulario referido a las relaciones sexuales también podía ser vulgar y, además, diferenciaba entre distintas prácticas y sexualidades. Futuo [follar] era el verbo más habitual y obsceno. En general se ha asociado a la parte activa, es decir, la penetradora, aunque algunas pistas nos permiten pensar que la penetración no sería la única indicación de actividad y que el movimiento o la iniciativa también contarían. Un caso particular es el de un grafiti pompeyano hallado en un burdel, en el que una prostituta, Mola, es definida como fututris (en alfabeto griego), lo que indica una agencia activa, pese a que lo más probable es que fuera ella la penetrada.18

Además de futuo encontramos otros términos como pedicare e irrumare, referidos al sexo anal y oral, bien conocidos por el poema de Catulo.19 Ambos son más bien neutros en torno al género de la persona a la que se refiere, mientras que cunnus lingere [lamer el coño] y fellatio [felación] son más concretos respecto a los genitales que se estimulan en cada caso. Ambos vocablos definen prácticas consideradas un elemento de enorme humillación y desprestigio, por lo que aparecen mucho más en los grafitis y las sátiras que en otro tipo de fuentes. Tampoco abundan en las representaciones iconográficas, aunque podemos encontrar algunas, por ejemplo, en las termas suburbanas de Pompeya. Llegado este punto podríamos preguntarnos cuánta información desconoceríamos de la sexualidad romana si la ciudad hubiera seguido con su vida normal y no conserváramos sus muros o si los romanos hubieran sido menos vandálicos en ella.

La denominación más eufemística, concubitus [coito], se mezcla en las fuentes con el festivo ludere (relacionado con el juego), o las explícitas metáforas sobre frotarse u horadar. Estas metáforas nos demuestran que no hemos cambiado tanto en algunas cosas. Otros términos hacen referencia al propio deseo, como libido, o las palabras más «tangenciales» como voluptas (en realidad, placer en general) o amor. Y, por supuesto, tenemos todo el campo semántico de las palabras relacionadas con la ausencia de relaciones, o con la moralidad, como pudicitia, continentia, modestia o castitas [pudor, continencia, modestia y castidad respectivamente]. Muchas son muy reconocibles, aunque deberíamos tener cuidado con las asociaciones automáticas, ya que el contenido, moral y simbólico, no es, ni puede ser, el mismo.20

Un campo semántico metafórico habitual, también, al hablar de las relaciones y los cuerpos, es el agrícola, pues se emplean palabras referidas al cuerpo femenino que la asimilan con campos de cultivo, como ager o saltus, pero también a jardines o huertos.21 Así, la mujer y sus genitales son asociados a la tierra, un elemento pasivo que debe ser domado, trabajado y penetrado para obtener un fruto. En algunos casos, el término podía llegar a ser bastante despectivo, como el uso de eugium [suelo] en Laberio o Lucilio.22 El uso metafórico se extiende a los sueños en el libro de Artemidoro, según el cual, soñar con cuestiones agrícolas está relacionado con los hijos, que son comparados con las semillas y el cereal (por supuesto, los de menor calidad son los asociados a la feminidad), o en Platón, que usa también la metáfora de la tierra y los frutos en el Timeo.23 Esa imagen no es inocente, pues la mujer no es solo un elemento pasivo del que obtener un beneficio, también es uno peligroso o estéril si no se sabe tratar y cultivar.

Por el contrario, el hombre era comparado con el arado. También con los palos y varas, como hemos visto, pero, sobre todo, con las armas, mediante el uso de términos como arma, palus, pilum o gladius, hasta el punto de que la comedia usaba, a veces, elementos de la época, para jugar con el doble sentido sexual.24 No solo en la comedia, Suetonio recordaba una anécdota de Vespasiano, donde usaba un verso de la Ilíada en el que se hablaba de la sombra de una larga lanza para hablar de otras cosas igualmente largas. Justino menciona que Mitrídates hizo la misma broma a un oficial que le registraba y le dijo que no fuera a encontrar otra «arma» diferente a la que buscaba,25 lo cual era especialmente gracioso porque Mitrídates, en efecto llevaba una daga de verdad y acuchilló al príncipe que le había mandado registrar. Consecuencias fatales del pudor, supongo. De nuevo, en el imaginario colectivo, es significativo un uso tan agresivo de la sexualidad, al hacer comparaciones con elementos usados para hacer daño y no para proporcionar placer. La misma asociación la encontramos en un relieve de Ostia, en el que conviven un pene y una lanza, en una clara conexión. En los poemas Priapeos abundan estos vínculos y se hace que el dios compare su falo, que considera su arma, con el tirso de Baco o la espada de Marte, o afirmar que va a «atravesar» a un muchacho.26 Quizá, y solo quizá, tampoco es casualidad que se mencione a Doríforo, el «portador de la lanza» y liberto de Nerón, de quien era pareja sexual. Como tampoco lo era el uso de nombres de peces, un alimento asociado al placer y a los banquetes, para nombrar a las prostitutas griegas. Recordemos que los esclavos (como las mujeres) no tenían derecho a tener un nombre y que el dueño podía cambiárselo a placer, incluso por nombres irónicos o humillantes.27

En definitiva, el lenguaje responde al deseo y a la estética, a normas y modelos, pero también los construye. Y esto afecta tanto a la ideología como a la propia corporalidad, porque los cuerpos distan de ser páginas en blanco, elementos asépticos y puramente naturales. Los cuerpos también se construyen para ajustarse a ideales, para transgredirlos, o para reafirmar la identidad. La alimentación (y la perenne cultura de la dieta en las mujeres, por ejemplo), el ejercicio, los tatuajes, las modificaciones corporales rituales y no tan rituales, el color de la piel o el maquillaje entran dentro de una continua carrera para adaptarse a normas arbitrarias y cambiantes. El control social también supone el control del cuerpo.

LA CONSTRUCCIÓN DEL GÉNERO Y EL CUERPO

Los cuerpos son el primer escalón de los pueblos para construir las sociedades y comunidades. Antes que nada, los habitamos y nos relacionamos desde ellos. Nos percibimos en ellos y sobre ellos construimos nuestra identidad. Son la unidad básica.

La sociedad romana concebía el género de una forma binaria. En teoría, solo podían existir los hombres y las mujeres y cada cual tenía un lugar en la sociedad, la familia y la naturaleza. Sin embargo, en realidad, concebían el cuerpo de forma unitaria. Los hombres eran el modelo, el resultado perfecto, mientras que las mujeres no eran más que un fallo estructural que la naturaleza usaba para permitir la reproducción. Eran un hombre incompleto, a medio cocer. Eso permitía a los romanos ordenar su mundo y justificar las desigualdades de su sociedad. Y, aunque la sexualidad no se concebía, como hoy, ordenada en torno al género, el concepto de corporalidad y división sexual sí marcaba algunos aspectos de la misma, desde la posibilidad de contraer matrimonio hasta los derechos o el comportamiento esperado. Sin embargo, también eran conscientes de que no todo se ajustaba a la perfección a sus parámetros ideales y que las excepciones, la fluidez o las transgresiones existían pese a todos sus intentos de encajar la realidad en moldes cerrados.

Figura 5: Venus calipigia (ss. I-II d. C.). Copia romana de un original helenístico del s. III a. C., Museo Arqueológico de Nápoles. © Sailko.

Al ordenar esa sexualidad, también ordenaron cómo debían ser los cuerpos y qué era deseable, además de quién podía desear. Los cuerpos se jerarquizaron, se establecieron escalas, tanto intergénero como intragénero, se modificaron y se domesticaron. Sus volúmenes, curvas, textura, el color de su piel, su simetría o asimetría, sus marcas, grasa y músculo se volvieron un elemento no solo estético, sino también moral. Ante la transgresión, reaccionaron de formas diversas, según las circunstancias, el momento y las personas. Es decir, el cuerpo no es un elemento neutro, ajeno a la cultura en la que se desarrolla, sino que tiene historia, al igual que el sexo y la sexualidad.

La belleza o la fealdad forman parte de la historia, la mitología y la iconografía. Cuerpo, norma y tabú constituyen una parte importante de cómo se concebía y se concibe el deseo, por lo que tan solo cabría repetir que esos cuerpos, esas normas y esos tabúes son algo social que nos permite ver más allá de lo biológico. No, la atracción no es algo que olfateemos, como a veces se ha dicho, sino que es una cuestión un poco más compleja, relacionada no solo con las feromonas sino también con los cánones de belleza preestablecidos por las distintas culturas.

Las fuentes nos hablan de concursos de belleza en Grecia y Roma, no en vano la Guerra de Troya empezó por una disputa entre Hera, Atenea y Afrodita para decidir quién era más bella. Ateneo cuenta que Cípselo había instituido un certamen de belleza que se celebraba en las fiestas a Deméter Eleusis, donde las participantes eran denominadas «portadoras de oro»; menciona también otro que se celebraba en la Élide, en esta ocasión, masculino, y con armas como premio.28 Asimismo, el poeta Rufino construyó un relato, entre irónico, erótico y poético, sobre dos concursos de belleza, uno de culos y otro de vulvas, a las que comparaba con rosas que goteaban néctar.29 Algunos aspectos del deseo pueden sorprendernos si lo observamos desde nuestra mirada actual. En aquel momento, los penes pequeños eran deseables, mientras que los grandes se consideraban grotescos, una burla, algo propio de esclavos, extranjeros o de Príapo, el dios de los jardines. Eso sí, aun pequeño, seguía siendo un símbolo de poder y protección. El tamaño es importante, pero, como vemos, no siempre de una forma acorde a los parámetros actuales.

Tampoco en todas las sociedades resultan eróticas las mismas partes del cuerpo, más allá de la mera genitalidad. Las nalgas, por ejemplo, eran una zona de atención preferente en el mundo clásico. Cuando Luciano de Samósata, en su obra Amores, relata un viaje turístico a Cnido para ver la famosa escultura de Afrodita, en un diálogo probablemente imaginario, afirma el deseo de su colega por la parte frontal de la escultura, pues le gustaban preferentemente las mujeres, mientras que el amigo que prefería a los hombres admiraba la parte trasera de la escultura, a causa de las famosas nalgas de la diosa. El ya mencionado Rufino comentaba también que no hay que escoger a la mujer muy delgada ni muy gruesa, y en su poesía destacan las nalgas femeninas blancas, redondas, suaves y con hoyuelos, desde un deseo heterosexual.30

Figura 6: Fragmento de una pequeña estatua de una Venus púdica para un altar doméstico (s. II d. C.). Antiquarium, Sevilla.

También los muslos se consideraban eróticos, sobre todo en el deseo homoerótico, lo que ha servido para asegurar que el sexo, en el mundo heleno, entre el erastés y el erómenos, era básicamente intercrural. Además, eran atractivos solo los muslos jóvenes, los que empezaban a tener el vello adulto perdían el atractivo.31 Si bien es cierto que el sexo anal no se representa mucho en contextos homoeróticos ciudadanos quizá sea bastante aventurado negarlo en general. Los pocos ejemplos que conservamos pertenecen, en general, ya al mundo romano, como, por ejemplo, la famosa Copa Warren, conservada en el Museo Británico, un objeto de lujo fabricado en plata. De hecho, eso es precisamente lo que la hace especial, ya que, frente a las representaciones en terra sigillata o cerámica común, la plata es un elemento que no salió precisamente barato a su dueño. De hecho, puede que no fuera un objeto solitario y hayamos perdido, al menos, una pareja de la copa, ya que se conservan vajillas similares que formaban conjuntos, como el llamado tesoro de Menandro, en Pompeya. De hecho, otro objeto similar fue encontrado en Estepa (Sevilla), realizado en vidrio de camafeo, en una postura muy similar y con el muchacho joven también muy feminizado, con el pelo largo y en un estilo claramente servil.32 Aun así, también encontramos alguna representación griega, como una cerámica conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

Figura 7: Terracota de una mujer (s. I a. C.), encontrada en Esmirna, probablemente enferma o anciana, pero representada con la postura, peinado y vestido de una mujer joven. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

Un cuerpo fuerte era deseable. No solo eso, sino que también se asociaba a la virtud y la dignidad. Los dioses siempre son bellos, porque son perfectos, y las grandes mujeres modélicas del pasado deslumbraban por su belleza, aunque no fuera su principal virtud, como pasaba con la casta Lucrecia, que tejía hasta por la noche. Quizá el mejor ejemplo sea el de las esculturas que representaban a Claudio, que sabemos que no era el emperador más atlético y fornido del mundo, pero le representaban a la manera tradicional. Por el contrario, Suetonio, cuando describía los defectos físicos de este, además de las piernas vacilantes, su nariz siempre moqueante o los temblores, incluía características como la risa estúpida, que se quedaba con la boca abierta o que la rabia le hacía echar espumarajos.33

La belleza física y la moral solían confundirse. Los criterios estéticos y políticos siempre han estado muy vinculados y el cuerpo es el perfecto campo de batalla para ello. El folclore –o, más bien, los chismes que contaba Ateneo– comentaba que cuando Arquidamo, rey de Esparta, mostró preferencia por una esposa fea y rica frente a una pobre y bella, los éforos le echaron en cara su decisión.34Kalos kai agathos, en castellano «bello y bueno», era una combinación que había que desmentir más que demostrar. Cicerón se preguntaba si «acaso los defectos del cuerpo si son muy notorios van a tener algo de repugnante, y no lo va a tener la deformidad del alma cuya fealdad puede contemplarse con toda facilidad a través de los mismos vicios».35 Esa visibilidad de la fealdad del alma se concretaba, por ejemplo, en un Catilina degenerado físicamente por sus vicios morales, demacrado y terrible.36

Quizá no es una idea que nos resulte tan ajena, ya que en la actualidad seguimos construyendo los villanos de nuestras historias con personajes que poseen una corporalidad no normativa, además de con una marcada pluma. Podríamos recordar a Úrsula, Jafar o Scar y también reflexionar sobre cómo han sido figuras que, en ocasiones, han sufrido una fuerte reapropiación y resignificación. Nuestros protagonistas tienen «cara de bueno» o «cara de malo», o «cara de ángel», sin entrar en otros detalles sobre cuestiones raciales asociados a la moralidad o inmoralidad. Podríamos sorprendernos si buscamos información sobre los llamados doll test en los años cuarenta en Estados Unidos y sus réplicas más actuales sobre la asociación entre belleza, color y bondad en niños muy pequeños. O, quizá, no nos sorprenda en absoluto.

Así, la gordura, la vejez, la enfermedad o, por el contrario, la belleza y normatividad corporal adquirieron un tinte no solo estético, sino también ético. La gordura se asociaba (y se asocia) a la pereza y falta de templanza, la vejez a la desmesura y la debilidad. Eso sí, la belleza, en las mujeres también se carga de tintes negativos porque, como pasa muchas veces con los modelos femeninos, alcanzar el ideal es algo que se torna conscientemente imposible. Juvenal satirizaba sobre la mujer bella, de la que se enamoraban los hombres, y a la que abandonaban en cuanto su belleza se marchitaba.37 Claro que, al poeta, tampoco le valían los grandes modelos de virtud, y se burla de las Cornelias, serias, castas y adustas. Cabe preguntarse qué le valía, entonces, al poeta, aunque podemos intuir la respuesta.