Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"Te esperaré, hermana", escribió, de su puño y letra, Claudia Severa a su amiga Sulpicia Lepidina, en la invitación a la celebración de su cumpleaños en un fuerte perdido junto al muro de Adriano. Son los suyos dos nombres de los muchos que mencionará este libro. Nombres de esclavas o de emperatrices, de niñas o de ancianas, de trabajadoras o de sacerdotisas, célebres algunos, pero casi desconocidos la mayoría. Las mujeres romanas, como cualquier mujer en cualquier sociedad, tenían diferentes formas de vivir, pensar y sentir. No existe la "mujer romana", existen muchas formas de ser mujer en Roma. Una campesina de Hispania no tenía las mismas preocupaciones vitales que una rica matrona romana, pero algunas líneas las unían a todas: los peligros del parto, el sometimiento a la legislación, la visión masculina, las normas morales y sociales que las constreñían… No sabemos demasiado sobre ellas, a menudo poco más que un nombre sobre una desgastada lápida, no recibieron un enternecedor poema a su muerte ni tuvieron una vida épica o heroica. Pero merecen ser nombradas, volver a ocupar un hueco en una historia –esa historia de batallas y de generales escrita por los autores clásicos, hombres– de la que fueron expulsadas y de la que nunca, con toda probabilidad, se sintieron parte. Merece la pena recordarlas, aunque sea durante los breves segundos que pasamos la vista por sus nombres para olvidarlos después. Merece la pena volver a poner por escrito los nombres de esas mujeres que no cambiarían la historia ni desafiarían los roles de genero ni fueron grandes reinas o guerreras, pero si fueron madres, hijas, hermanas, amigas o amantes que alguien recordó con ternura. Ellas son mucho más historia, en realidad, que Cleopatra o César, aunque sobre ellos corran ríos de tinta.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 518
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
SOROR
MUJERES EN ROMA
Patricia González Gutiérrez
Soror. Mujeres en Roma
González Gutiérrez, Patricia
Soror. Mujeres en Roma / González Gutiérrez, Patricia
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2021. – 288 p., 8 de lám. : il. ; 23, 5 cm – (Historia Antigua) – 1.ª ed.
D.L: M-24802-2021
ISBN: 978-84-122213-7-4
055.2/.3:94(37) 355-055.2 316.346.2
141.72 32:37-055.2 616-055.2 618.1
SOROR
Mujeres en Roma
Patricia González Gutiérrez
© de esta edición:
Soror. Mujeres en Roma
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha
28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-122213-7-4
D.L.: M-24802-2021
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Primera edición: octubre 2021
Las figuras número 1, 3, 22, 30, 42, 45, 46, 76 son cortesía del programa Open Content del J. Paul Getty Museum. Las figuras número 4, 8, 28, 32, 36, 43, 48, 49, 63, 71, 78 pertenecen al MET y están bajo licencia CC0 1.0. Las figuras número 56 y 68 pertenecen al The Walters Art Museum y están bajo licencia CC0 1.0. Las figuras número 13, 79, 80 pertenecen al Art Institute of Chicago y están bajo licencia CC0 1.0. Las figuras número 14, 21, 34, 35 pertenecen al The Cleveland Museum of Art y están bajo licencia CC01.0. La figura número 39 pertenece a Los Angeles County Museum of Art (LACMA) [www.lacma.org]. La figura 77 número pertenece al Rikjmuseum y es de dominio público. Las figuras 16 y 17 pertenecen al Museo Nacional de Diseño Cooper-Hewitt de Nueva York y están bajo licencia CC0 1.0. Las figuras número 52, 53, 54, 65 y 81 pertenecen al Thorvaldsen Museum y están bajo licencia CC0 1.0. La figura número 55 es de dominio público.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados © 2021 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.
Producción del ePub: booqlab
_________________
Agradecimient
Prólogo
Introducción
1. La construcción de la mujer
2. Madre de los hijos de otro
3. Crecer en Roma
4. Diosas, sacerdotisas y festivales
5. Mujeres invisibles, mujeres fuera del sistema
6. Buscar su sitio
7. El juicio de la historia
Conclusiones
Bibliografía
_________________
El trabajo de investigación y divulgación nunca es solitario, aunque solo uno o dos nombres acaben, al final, en las portadas de los libros. Es, no obstante, el resultado, más o menos invisible, de una enorme red de apoyo y colaboración. Eso incluye, en primer lugar, el trabajo editorial, que pule, corrige y baja a la tierra la obra, pero también el de toda una red de compañeros dentro de la academia, que comparten la información, las historias, permiten ampliar la perspectiva… y te recuerdan de donde salió esa información que, por más que te esfuerces, eres incapaz de recordar. Son los que permiten luchar contra el síndrome del impostor, que espera agazapado su momento y siempre aparece en el instante más inoportuno.
Este libro tampoco sería el que es sin la colaboración con el equipo de una productora que decidió, para crear una serie nueva, dar vida y voz a mujeres romanas, algunas conocidas y otras no tanto. Un equipo que me enseñó también a cambiar la perspectiva, que dio pie a muchas largas charlas, acaloradas o transgresoras, y que se atrevió a mirar de otro modo.
Están también todos esos amigos y colegas que le echan un vistazo a los borradores, comentan lo que les gustaría saber o si algo les ha sorprendido, que te aguantan los días malos y celebran contigo en los días buenos. Está la abnegada familia, que se relee las mismas páginas una y otra vez, en busca de la coma maldita y esas erratas que se reproducen solas cada vez que cierras un archivo o un capítulo (están ahí para que juguemos a encontrarlas y nos devuelven la mirada, burlonas, por mucho que intentemos evitarlas). Están los compañeros de piso, que te traen una cerveza o un vino cuando te ven luchando para acabar ese párrafo. Sin todas esas personas los libros se eternizarían en los cajones y devorarían poco a poco a sus autores.
Y están también los compañeros de vida y de camino, con quien construir nuevos modelos y relaciones, con quien pensar un nuevo mundo, a través del viejo. Esa persona que se convierte en puente y en suelo; en tierra que te permite crecer, pero también en alas. Porque los cuidados y la ternura siguen siendo revolucionarios en nuestro mundo.
Pero, más allá de eso, también está quien lee, luego, el producto final, quien lo comparte, quien exclama que había algo nuevo en lo que ha leído. Quien le da vida al libro e impide que muera entre el polvo. Quienes acaban siendo más parte de la obra que la obra misma. Quienes ahora mismo tenéis este libro en las manos. Gracias, porque este libro será más vuestro que mío.
Y, por último, hay que agradecer a las personas que ya solo viven dentro de nuestros recuerdos, aquellas mujeres de las que apenas nos queda un verso o una lápida. Y también al tiempo que nos las trae hasta hoy y que ha preservado, pese a su implacable mordida que todo lo iguala, sus nombres y su memoria. Sin ellas, no seríamos nosotras, tampoco, sin toda nuestra red.
_________________
A finales de 2019, en la revista Science Advances, apareció un trabajo sobre el hallazgo, en una de las sepulturas del poblado de Vilamatja Patxa (Perú), de una chica de entre diecisiete y diecinueve años enterrada hace unos nueve mil años con un conjunto de armas dedicado a la caza de grandes animales como las vicuñas. Una noticia que dio la vuelta al mundo y ocupó titulares acerca del «descubrimiento» de que las mujeres en el pasado cazaban. Meses después, fue la revista Antiquity la que publicó un trabajo en el que se analizaban treinta y dos motivos pintados en el panel de pinturas del abrigo de Los Machos (Granada) hace entre 7000 y 5000 años. La investigación desvelaba que el estudio de las huellas dactilares encontradas en las pinturas realizadas con los dedos pertenecían a (al menos) dos individuos diferentes: un hombre adulto y posiblemente una mujer joven; este singular hallazgo revelaba a las mujeres como creadoras de arte rupestre. Otra noticia que también tuvo una enorme repercusión en medios a lo largo y ancho del planeta.
Sin embargo, en el ámbito del trabajo desarrollado desde la arqueología y la antropología feministas ninguno de estos descubrimientos han supuesto algo extremadamente relevante. No podemos negar la importancia de estos hallazgos y, sobre todo, su repercusión porque nos hace conscientes de la cantidad de ideas preconcebidas y de prejuicios que aún existen sobre las mujeres en las sociedades (pre)históricas. Pero no es menos cierto que, desde hace algún tiempo, la investigación científica ha demostrado que aseveraciones como que las mujeres no cazaban o no pintaban no se pueden seguir manteniendo de manera tan simplista. Sobre todo, porque actividades tan diversas como la caza o la realización de representaciones rupestres, que se practicaron durante miles de años en casi todos los lugares del mundo, por grupos humanos distintos y en respuesta a necesidades económicas, ideológicas y sociales diferentes, no pueden ser tratadas de forma tan trivial.
La etnografía nos demuestra constantemente que esas afirmaciones, como la mayoría de las que manifestamos sobre los roles que desempeñan las mujeres y los hombres en las sociedades, se pueden desmontar con facilidad. Por ejemplo, las mujeres de los grupos Chipewyan en Canadá cazan, y lo hacen también en otros lugares del mundo en la actualidad con una enorme variabilidad de prácticas: caza mayor, caza menor, uso de arcos, lanzas, trampas, hondas, etc. Tampoco es nueva la aparición de equipamiento para la caza como puntas de flecha o de lanza en los ajuares funerarios de mujeres durante la Prehistoria. Por otra parte, en lo que respecta al arte rupestre, como en casi todos los ámbitos de la creación humana a lo largo de la historia, la presencia de mujeres y de otros grupos de edad ha sido escasamente visibilizada. Quizá, el que durante mucho tiempo se haya vinculado la aparición de este fenómeno a actividades muy concretas, a saber, propiciar la caza o el desarrollo de prácticas rituales específicas, ha ayudado a ignorar la diversidad de situaciones posibles; sin embargo, hemos de considerar también el uso pedagógico e identitario de esta creación simbólica, como ocurre por ejemplo en la actualidad con las manifestaciones rupestres ligadas al Chinamwali, el rito de paso de las niñas chewa en Zambia y Malaui. Unas representaciones realizadas y usadas por las mujeres como soporte visual, junto con canciones, bailes y música, para transmitir conocimientos y normas a las niñas en su paso a la adultez.
La sorpresa, para algunos, de estos hallazgos es que sitúa a las mujeres realizando tareas que se suponía que no podían o no debían hacer, puesto que la caza o la creación artística eran actividades reservadas, desde la Prehistoria, al universo masculino. Lo cierto es que llevamos muchas décadas empeñados en fortalecer esas ideas preconcebidas y utilizando a las poblaciones prehistóricas para hacerlo. Estas afirmaciones tomaron fuerza en la segunda mitad del siglo XX cuando, en plena crisis económica tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar un claro fervor por frenar las aspiraciones de las mujeres en el ámbito laboral y político y aparecieron publicaciones como Man the Hunter que enfatizaba la idea de que la caza, una ocupación masculina, fue una actividad fundamental desde el principio de los tiempos, la cual nos proporcionó los recursos para alimentarnos y cuya práctica habría sido el motor principal de lo que nos convirtió en seres humanos. Así, las interpretaciones sobre la Prehistoria se convierten en la forma de naturalizar y esencializar las relaciones entre mujeres y hombres. El hombre proveedor se impone como idea y cala de un modo crucial en la sociedad contemporánea de manera que, desde ese momento, es casi imposible encontrar una recreación en museos, revistas, libros de divulgación, cuentos… en la que no sean los hombres los que estén cazando. De igual manera, la asimilación del arte rupestre a la producción del genio creador (tan pocas veces asociado a las mujeres a lo largo de la historia del arte) las ha borrado de las interpretaciones sobre la autoría de esas representaciones.
Pero pudiera parecer que es la aparición de mujeres cazadoras o artistas en el pasado lo que sitúa a las mujeres (por fin) en el discurso histórico; como si constatar que en el pasado las mujeres también hacían lo que la historia ha considerado importante para el avance económico, social o cultural es lo que las rescata de ese lugar en las sombras en el que han estado. Y esto es un claro error. No me cabe duda de que las mujeres cazaban y pintaban en las sociedades prehistóricas, o al menos en algunas; que participarían al igual que los niños y niñas en partidas para cazar grandes animales, que manejarían trampas y hondas y que, como en el caso de Vilamatja Patja, también utilizarían lanzas, arcos y flechas. Que conocerían la forma de preparar los pigmentos necesarios y las técnicas pictóricas usadas en los abrigos y cuevas y que también contarían historias a través de esos medios. Pero lo cierto es que las mujeres deberían estar en el discurso histórico por el desarrollo mayoritario, aunque no exclusivo, de otro tipo de trabajos que no se han considerado importantes porque precisamente estaban vinculados a ellas.
Las mujeres han estado históricamente ligadas a las actividades relacionadas con lo doméstico, con lo cotidiano y ya sabemos la consideración que tiene este trabajo en nuestra sociedad. Un ámbito que se ha calificado como carente de tecnología o de innovación, rutinario, para el que no se necesitan habilidades… pero pensemos dos veces en él. Resulta que el cuidado, alimentación, sanación, socialización y mantenimiento de los espacios que se habitan son las únicas actividades imprescindibles en cualquier sociedad, las únicas estructurales, las únicas que no podemos permitirnos dejar de realizar. Además, comprender cómo se realizaron estos trabajos nos permite conseguir una información trascendental sobre las sociedades del pasado, un saber poco valorado pero muy útil y para cuyo acercamiento desde la arqueología feminista se ha establecido una categoría específica de análisis histórico que nos permite estudiarlas en profundidad y conocer precisamente la aportación no solo social y económica sino también tecnológica y de conocimiento a esas sociedades: las actividades de mantenimiento.
Pero cuidado, con el uso y el estudio de este concepto no se quiere transmitir la idea de que son las mujeres las únicas que las han realizado en el pasado y que son las únicas que deben realizarlas ahora; no son en absoluto actividades «esencial, natural o biológicamente» asociadas a las mujeres, aunque es cierto que son ellas quienes las han realizado en mayor medida a lo largo de la historia. Lo que supone este concepto es la posibilidad de situar estos trabajos en primer plano de la explicación histórica, con su valor económico, social y tecnológico, independientemente de quien las realizara en el pasado (cuestión, por otra parte a veces, muy difícil de conocer).
Recordemos que la división sexual del trabajo es una forma de organizar las actividades y tareas que tienen que realizarse en cada sociedad para procurar la supervivencia y el bienestar de la comunidad, y cada sociedad las distribuye según su conveniencia atendiendo a tipo de actividad que sea necesaria, a quienes están disponibles o a quienes tienen los conocimientos adecuados. Por ejemplo, en la actualidad, en las poblaciones aka, grupos pigmeos de África central, los roles que se suponen masculinos y femeninos son bastante intercambiables. En ocasiones, mientras las mujeres cazan, los hombres atienden a los niños; y, cuando los hombres cocinan, las mujeres deciden dónde instalar el próximo campamento. Y viceversa. En estas comunidades, las mujeres son las principales cuidadoras, pero existe un alto nivel de flexibilidad dependiendo de las necesidades del grupo. Por tanto, una cierta división sexual del trabajo es lógica en todas las sociedades, lo que no lo es, es la diferente valoración de esas actividades. Eso es algo que hacemos desde el presente.
A estas alturas del texto, no me extrañaría que alguien se hubiera sentido tentado a mirar la cubierta por si se hubiera equivocado de libro y pensara, pero ¿qué tiene que ver lo que nos está contando con las mujeres romanas?
Pues todo. Contar la historia de las mujeres es contar la historia. La historia de las mujeres no es anecdótica, ni tangencial, ni marginal, ni un apéndice, es historia con mayúsculas y todas sus letras. Y este libro hace justo eso, contar a las mujeres romanas para contar la historia de Roma. En sus distintos capítulos veremos cómo se van desgranando desde la propia concepción de qué es ser mujer en Roma a distintos momentos en la biografía de las mujeres romanas que, desde su nacimiento a su muerte, se ven gobernadas por leyes, normas y hábitos que les dejan poco margen de maniobra, al menos en la teoría. Veremos desde mujeres nobles en los espacios de la familia y del matrimonio, como garantes del honor; a las mujeres en los prostíbulos y a cómo se construyen distintos tipos de sexualidad, pero también a las trabajadoras y a las intelectuales y las veremos ejerciendo distintas formas de poder.
El texto revisita y cuestiona, desde el estudio de las fuentes arqueológicas y literarias, muchos de los estereotipos que seguimos manteniendo en la actualidad sobre estas mujeres. Es cierto que la vida de las mujeres romanas estaba marcada por la desigualdad, por la imposibilidad de hacer y de actuar, pero también lo es que algunas de ellas encontraron (como han hecho las mujeres a lo largo de toda la historia) grietas en la estructura a través de las que intervenir en sus comunidades ya sea a través del desarrollo de profesiones, de su producción artística o de su capacidad de influenciar en determinadas tomas de decisión. Todo ello marcado por un elemento crucial y también muy poco considerado a lo largo de la historia, la heterogeneidad. Frente a la construcción histórica de una imagen homogénea de las mujeres, como si todas tuviésemos los mismos deseos, necesidades, miedos o esperanzas independientemente de otros factores históricos, sociales, económicos y culturales, este texto nos pone enfrente de la heterogeneidad de las mujeres romanas y de la complejidad de sus experiencias vitales.
Como siempre, al recuperar esa memoria, estamos revisitando quiénes somos. Roma consolida la construcción normativa de la desigualdad que, como la autora nos deja entrever con mucho acierto a través de pequeños ejemplos, sigue persistiendo en muchas actitudes actuales. Indagar en cómo las mujeres hacen uso tanto de las rupturas o resistencias a las normas sociales, como de las formas de resiliencia y las prácticas cotidianas, nos acerca un poco más a esas mujeres más allá de los estereotipos creados para definirlas.
Marga Sánchez RomeroCatedrática de PrehistoriaUniversidad de Granada
_________________
Sperabo te, soror. «Te esperaré, hermana», escribió, de su puño y letra Claudia Severa a su amiga, en la invitación a la celebración de su cumpleaños. Levantó la mirada de la pequeña nota hacia el nublado cielo, en medio de la nada, en el fin del mundo, en un lugar cualquiera del Muro de Adriano. Todos los días allí eran grises y echaba de menos su hogar, quién le mandaría acompañar hasta allí a su esposo. Al menos estaba ella, su amiga, su hermana, su compañera. «¿Alguien se acordará de nosotras cuando hayamos muerto?», pensó, recordando un verso de Safo. Lo más probable es que no. De hecho, durante mucho tiempo, la respuesta, en efecto, fue que no. Pero las cosas han cambiado.
Un poco más tarde, un romano de pro, Luciano de Samósata, compuso una pequeña obra titulada Cómo debe escribirse la historia, en la que se quejaba de que los historiadores no acababan de distinguir entre relatar los hechos y componer un panegírico de los gobernantes, pues además manipulaban la historia para sacar una lección política y usaban el relato histórico para sus propios intereses. La historia, para ellos, era algo útil, un simple instrumento. Y esto supone un problema que nos ha costado siglos percibir. Las fuentes manifiestan sesgos e intereses, critican y elogian, y no pueden ser leídas como si se tratara de una verdad revelada. Por otro lado, toman y descartan lo que les interesa. Hay algo que se repetirá a lo largo de este trabajo, pero que hay que tener en cuenta cada vez que nos asomamos a un texto: las fuentes nunca son inocentes y, menos aún, las romanas. No solo es que carezcamos de la voz de las mujeres, de los niños, de los pobres o de los marginados, sino que los romanos no pretendían ser objetivos.
Entre sus preocupaciones nunca se incluyeron las mujeres, nunca fueron algo que les interesara más que de un modo tangencial. Los ejemplos de una Julia desenfrenada, una reina-bruja egipcia como enemigo fantástico y sensual, encarnado en Cleopatra contra Augusto, de una Lucrecia que murió por defender su honor y desencadenó una revolución o de una Cornelia que se convirtió en ejemplo perenne de madre, mujer y esposa, les parecían interesantes, pero las mujeres reales no tanto. No eran militares que dirigieran batallas, ni magistrados que decidiesen leyes. Y, hasta hace muy poco, esos eran los temas que componían la «Historia», con mayúsculas. No podemos, simplemente, leer lo explícito, seguir los textos sin más y quedarnos en las grandes narraciones. Para encontrar a las mujeres reales tenemos que fijarnos en los silencios, en los diminutos detalles, inspeccionar entre las costuras de los relatos. Debemos fijarnos en las pequeñas historias y eliminar la mayúscula de la palabra. Nos ha costado cambiar el foco, empezar a narrar otras vidas y componer una historia diferente, más en minúsculas, pero que nos permite comprender mejor las sociedades pasadas y, por tanto, también la presente.
Además del sesgo más descarado e intencionado, hemos de tener en cuenta que poseían una visión propia del mundo y de la ética, como cualquier autor, en cualquier lugar y en cualquier época; y que es desde ahí desde donde escriben. También nosotros. Donna Haraway, bióloga y filósofa, acuñó el término «conocimiento situado», según el cual todo texto, trate sobre ciencia o historia, sea un cuento o un ensayo, una lección religiosa o una descripción de un animal, posee un sesgo, pues la persona detrás del texto no es una máquina, sino hija de su tiempo, de sus prejuicios, de su sociedad y de su moral. Nuestro interés por las romanas o las griegas, por la historia cotidiana, por la historia de la infancia o la historia social, así como la búsqueda en la arqueología o fuera de los textos que nos hablan de batallas y generales, procede de nuestros intereses. Encontramos los recursos cuando los buscamos y las historias cuando nos buscamos a nosotros mismos. El propio lenguaje nos condiciona al elaborar descripciones, pues creamos términos para referir nuevas y viejas realidades, y debatimos sobre cómo nombrar aquello que no acabamos de ver hasta que no aparece en un diccionario. Asumir nuestros sesgos supone una muestra de honestidad en el viejo oficio de escribir historia, aunque intentemos ser lo más honrados posible con el material que tenemos entre manos. Sin embargo, los romanos iban más allá de los sesgos y abrazaban con alegría sus prejuicios, de modo que no podemos llevarnos a engaño pensando lo contrario.
La inclinación de los historiadores posteriores a estudiar la historia de las mujeres, la vida cotidiana o cualquier cuestión que se alejara de esos mismos intereses relacionados con reyes, generales, guerras, conquistas, política y revoluciones continuó siendo mínima. Lo que les interesaba era la historia, con mayúsculas, única y verdadera, y poco existía fuera de esos parámetros. Sin embargo, a principios del siglo XX, una serie de fenómenos sociales, desde el movimiento hippie hasta las reclamaciones feministas y antirracistas o las guerras mundiales y la decolonialidad, marcaron una serie de intereses nuevos y, con ellos, nuevos campos de investigación histórica. La revista francesa Annales marcó un antes y un después al iniciar lo que se conocería como la historia social y abrió el campo a nuevas tendencias historiográficas, como la historia de la infancia y la historia de las mujeres. Lo que al comienzo fue un intento de recuperar las voces y vidas olvidadas, creando genealogías en las que poder mirarse, encontrando un pasado que se escapaba en otros ensayos, se fue transformando en un análisis de las relaciones, dinámicas, medios de transmisión y formación de un concepto tan complejo como el de «género». Desmentir la «naturalidad» de las clasificaciones y roles asignados y estudiar la historia desde otro ángulo modificó por completo la perspectiva. Simone de Beauvoir, al afirmar que no se nace mujer, sino que se llega a serlo, lo resumió a la perfección. La mujer, la gran otra, empezaba a ser estudiada desde el punto de vista histórico. Ya no bastaba con ver que había mujeres, sino también cómo se llegaba a serlo.
Muchos nombres, sobre todo femeninos, empezaron a resonar en el campo del estudio de género y, en concreto, en el de la Antigüedad hasta llegar a nuestros días. Una red de comunicación, investigación y divulgación que ha permitido unir esfuerzos para completar un puzle que presenta serias dificultades y en el que muchas de las piezas se han perdido.1 La evolución ha sido tangible y visible. En 1973 se impartió en Jussieu un curso titulado «Les femmes ont-elles une histoire?», con la presencia de Pierre Vidal-Naquet o Andrée Michel. Una década después, en 1983, en Saint-Maximin hubo un coloquio con otra pregunta como cabecera: «Une histoire des femmes est-elle possible?». La duda se traslada de la posibilidad de elaborar esa historia a cómo hacerlo. No es anecdótico. No siempre hemos sabido que podíamos.
Esto no solo ha afectado a nuestra visión de los textos, sino también de otras fuentes de información que parecerían más objetivas, como la epigrafía o la arqueología. La tendencia a ver como objetos rituales elementos que resultaron ser juguetes, debería alertarnos sobre cómo nuestros propios prejuicios pueden hacernos ver lo que no existe o dejar de ver lo que sí está ahí. De nuevo, solo se encuentra aquello que se busca. Los silencios, al fin y al cabo, dicen tanto de nuestros estudios y discursos como aquello que se dice, y las omisiones cuentan tanto como las revelaciones. Nadie está libre de ello y esta obra, que también alberga un proceso de selección, recogerá, asimismo, silencios y omisiones. Esto será fallo de la autora, que es humana, debido a la imposibilidad, por falta de espacio, de tratar todas las temáticas y personajes que sería interesante tratar. Por eso necesitamos, precisamente, una red tupida y diversa de personas, con perspectivas, intereses y circunstancias distintas, que reflexionen juntas sobre nuestra historia.
Una vez somos conscientes de que las fuentes son cualquier cosa menos inocentes y que, a veces, nos complican la vida más de lo que nos la facilitan, otro factor a tener muy en cuenta es que la sociedad romana no fue homogénea ni en el tiempo, ni en el espacio, ni socialmente. Cada autor y cada mujer, tenían que lidiar con las contradicciones de su época, con las de su estrato social y con las suyas propias, y nosotros tenemos que lidiar con todas ellas. Un libro tan transversal como este, por fuerza, tiene que generalizar en algunos casos, inferir en otros y asumir que esas contradicciones existen. Las mujeres romanas, como cualquier mujer en cualquier sociedad, tenían diferentes formas de pensar, sentir y analizar su vida y su mundo. Tampoco todos los hombres las verían de la misma forma. Las romanas, como grupo, no existen, solo nuestra propia necesidad de agruparlas en un conjunto que podamos nombrar. No existe la «mujer romana», existen muchas formas de ser mujer en Roma. Ni una mujer pobre de Britania tenía las mismas preocupaciones vitales que una rica matrona romana. Eso sí, algunas líneas las unen a todas. Los peligros del parto, el sometimiento a la legislación, la visión masculina sobre ellas, las normas morales y sociales que las constreñían. Las dificultades son evidentes, pero, aun así, acercarnos a ellas es una labor necesaria.
De este modo, sería ingenuo pensar que la situación de las romanas fue la misma a lo largo de toda su historia, pero hacer un recorrido minucioso puramente cronológico, frente a una visión más transversal, nos haría perder, precisamente, la visión general de los cambios y pervivencias. En cualquier caso, tanto los momentos iniciales de la historia romana como la Antigüedad Tardía se escapan, debido a la ausencia de fuentes mínimamente fiables o por su excepcionalidad, de los límites generales de este libro. Así, las épocas de finales de la República y el Alto Imperio están, por fuerza, sobrerrepresentadas. De igual modo, tampoco es posible atender a todas las particularidades regionales y deberíamos ser conscientes de que las fuentes priman y centran su interés en una parte de la sociedad muy concreta, la sociedad urbana de un estatus elevado y, sobre todo, de la ciudad de Roma o de las grandes capitales provinciales. Estas aclaraciones, no por obvias menos necesarias, deberían permitirnos reflexionar sobre cómo, en cualquier libro de historia, se queda fuera mucho más de lo que incluyen sus páginas e ideas. Sin embargo, sí que podemos conseguir acercarnos a una realidad que no es la nuestra, pero que nos marca cada día. Una realidad algo distinta a la que nos han acostumbrado a concebir como «historia».
Nuestro texto es solo una aproximación; cada apartado daría para un libro entero y cada personaje tuvo una vida completa. Sin embargo, no viene mal echar un vistazo amplio a qué suponía ser una romana. Cómo sería concebida, aun antes de ver la primera luz, cómo se entendería su cuerpo, cómo crecería, a qué normas tendría que enfrentarse y cómo planearía su vida. También qué huecos y espacios tendría en la vida privada y en la pública, en la civil y en la religiosa. Por último, qué posición ocuparía en la sociedad dependiendo de que la suerte o los dioses la hiciesen nacer de un vientre esclavo o uno imperial. De cómo, precisamente, se les diría que eran vientres y cómo se lo saltarían.
Por otro lado, hay que advertir que este libro mencionará los nombres de muchas mujeres. Nombres de esclavas, de niñas, de trabajadoras o esposas, célebres algunas, pero casi desconocidas la mayoría. No sabemos demasiado sobre ellas y, la mayoría de las veces, solo conservamos una lápida que resulta incomprensible y muy poco interesante para cualquier lego en epigrafía. No recibieron un enternecedor poema en su muerte ni tuvieron una vida épica o heroica, pero merecen ser nombradas, volver a ocupar un hueco en una historia de la que fueron expulsadas y de la que nunca, con toda probabilidad, se sintieron parte. Merece la pena recordarlas, aunque sea los breves segundos que pasamos la vista por sus nombres para olvidarlos después. Merece la pena volver a poner por escrito los nombres de esas mujeres que no cambiarían la historia ni desafiarían los roles de género ni fueron grandes reinas o guerreras, pero sí fueron hijas, madres, amigas, hermanas o amantes que alguien recordó con ternura. Ellas son mucho más historia, en realidad, que Cleopatra o César, aunque sobre ellos corran ríos de tinta.
____________________
1. Rose, S. O., 2012; Alberti, J., 2002.
En Roma muere una matrona, Claudia, y en su lápida la describen como una amante esposa y madre, que cuidaba de su casa e hilaba la lana. En resumen, su conducta fue la apropiada. También muere una mujer mucho más humilde, Amymone, esposa de un tal Marco, y la descripción es similar: trabajaba la lana, era honesta y cuidaba de su hogar. Su conducta también se califica como ejemplar. De igual forma, el enorme epitafio dedicado a Turia por su esposo la describe como honesta, trabajadora de la lana y obediente.1 Estaba claro qué esperaba Roma de las mujeres, pero ¿cómo se veían ellas a sí mismas? ¿Qué mecanismos se pusieron en marcha cuando su padre las cogió por primera vez en brazos? ¿Qué las convertía en mujeres para un romano y qué pensaban ellos que eran?
La pregunta sobre qué significa ser mujer nunca es baladí. Por muy natural que parezca la respuesta, en realidad, no representa lo mismo para todas las sociedades, ni en todas las épocas. Cada comunidad genera una respuesta distinta. El género, es decir, los roles, identidades y comportamientos asociados a cada una de las divisiones que se perciben en torno a la diferencia sexual, es una compleja construcción cultural, con la que cada individuo se relaciona de una forma distinta, con mayor o menor adaptación, rebeldía o incomodidad. Hay sociedades que reconocen y construyen más de dos géneros, sociedades en las que la pesca es, sin duda, una tarea naturalmente femenina, mientras que en otras es una ocupación clara y objetivamente masculina, pues cada una da un significado diferente al cuerpo y lo carga de un contenido simbólico distinto.2 Los romanos no fueron una excepción al tener que justificar y reflexionar sobre estos temas y partieron de dos grandes bases, la primera era la dualidad estricta del género y la segunda su jerarquización. Solo existían hombres y mujeres y, estas, además, eran inferiores desde el punto de vista físico y mental. A ello hay que añadir la necesidad de justificar la domesticidad femenina y explicar su función en la reproducción.
Por otro lado, esa binariedad en el género se reproduce en una serie de parejas de conceptos, que se asocian a lo masculino y a lo femenino, creando una serie de vínculos que definen a ambos géneros y se convierten en mandatos sociales, o que se perpetúan en el imaginario colectivo como naturales. Lo natural no necesita explicación y solo se encuentra la respuesta «porque es así» al preguntar cómo y por qué. Esa naturalidad complicaba (y complica) salirse del esquema que se consideraba básico e incuestionable. La mujer y lo femenino se asocian a la emoción, la naturaleza, la noche y la luna, lo frío, lo húmedo, o lo izquierdo. Por su parte, el hombre estaría vinculado a la razón, la cultura y la civilización, el día y el sol, lo cálido, lo seco y a lo derecho. No es un esquema que nos resulte ajeno y, aunque pueda poseer una enorme belleza cuando se recubre de un aura mística, tiene unas consecuencias políticas más prosaicas, pero también más peligrosas. También se asocian lo público, lo político y lo exterior al hombre; y, lo doméstico, lo familiar y lo interior a la mujer, división que ocasionaba que un hombre con derechos cívicos y una mujer atada al telar se consideraran lo más provechoso, natural y beneficioso para la sociedad. La agresividad frente a los cuidados, la guerra frente a la crianza. Aun hoy se recurre a la testosterona y el instinto maternal para justificar esa diferenciación.
Tampoco hay que engañarse en esta naturalidad, ya que, aunque cuestionarla resultase complejo, para mantenerse necesitaba una repetición constante. La sociedad se ve bombardeada con la necesidad de repetir constantemente el mantra de la domesticidad. Para que perviva la representa una y otra vez, corrobora cada día que se es una buena matrona, madre y esposa, por lo que es algo que aparece en cada texto y en cada idea que se escribe sobre la mujer. Necesita, asimismo, un reproche constante para cada transgresión, algo que también se ve en las fuentes. Insultar a las mujeres llamándolas histéricas o marimachos no es un invento del siglo XX.
En este punto deberíamos detenernos un segundo y ser conscientes de cómo han cambiado nuestros valores y de cómo eso distorsiona nuestra visión del pasado. La imagen de la mujer como una fuerza de la naturaleza, conectada con la emocionalidad más básica y potente, ligada a la luna y sus ciclos, nos parece absolutamente empoderadora. Lo mismo sucede con otras imágenes, como la de una Medea que domina la magia y las situaciones, que no se amedrenta y que no está dispuesta a someterse a nadie ni a nada, ni a los hombres ni al destino. Como ha ocurrido en los últimos tiempos con la figura del Joker, un personaje con ochenta años de historia, cuya interpretación, características y motivaciones han variado notablemente, sobre todo con su adaptación al cine en las últimas décadas. El hecho de que una figura caiga del lado de los héroes o los villanos depende más de quien la contempla que de sus meros actos. Nos hemos reapropiado de la imagen de Bachofen de un matriarcado primigenio, del reino de la madre, en el que la violencia masculina se ve marginada de las relaciones sociales. Sin embargo, cuando un romano (o un señor muy adusto del siglo XIX) recibía esas escenas, percibía algo muy distinto. La mujer-naturaleza era un elemento peligroso que necesitaba el control del matrimonio, pues la emocionalidad la convertía en un ser débil que debía ser apartado de los asuntos públicos, ya que no podría actuar de un modo racional. Medea no solo era una infanticida, sino el ejemplo de la mujer perturbada e histérica que puede destrozar un buen acuerdo político y la vida de cualquier hombre. El matriarcado se planteaba como el ejemplo de que las mujeres tuvieron su oportunidad de gobernar y el resultado fue un desastre contrario al progreso y la civilización. La reapropiación de los discursos no debería impedirnos ver lo que los hombres quisieron decir con ello. Tampoco debería dificultar que percibamos cómo se ha asumido de una forma inconsciente la degradación de lo asociado a lo femenino, cómo se han invisibilizado los cuidados y la emocionalidad, cómo las «grandes mujeres» admiradas son solo aquellas que se han salido del rol de género asignado. Si hay que cuestionarse el discurso, también hay que cuestionarse qué seguimos considerando inferior y superior, dejar de arrinconar la ternura y los cuidados porque lo positivo, masculino, luminoso y deseable hayan sido el poder, la independencia y las gestas heroicas.
Figura 1: La noche, la luna, lo frío y lo oscuro se han asociado tradicionalmente a lo femenino. Selene (diosa de la luna) reproducida en el frontal de un sarcófago que representa el mito de Endimión (ca. 210 d. C.). The J. Paul Getty Museum, Los Angeles (California).
Hay que tener en cuenta, llegado este punto, que los discursos médicos, biológicos, sociales e identitarios tampoco son inocentes y que no pueden separarse del concepto que tiene una cultura sobre sí misma y sobre qué valores sociales quiere justificar o transmitir. Esto ha sido siempre así, y sigue siéndolo, por una cuestión de puro funcionamiento social humano. Donna Haraway hablaba de la imposibilidad de la objetividad completa al acuñar el término «conocimiento situado» y diversos autores como Gould, Sahlins o Valls-Llobet3 han reflexionado ampliamente sobre el racismo y el sexismo que han marcado la ciencia hasta nuestros días, así como sus consecuencias teóricas y prácticas. Desde considerar que los irlandeses eran de una raza distinta según fueran católicos o protestantes a analizar cómo los síntomas de enfermedades cardiacas en mujeres se han obviado durante años porque todos los estudios se hicieron en hombres, o tirar de sociobiología para justificar como «naturales» sistemas económicos, los prejuicios en la ciencia tienen consecuencias muy reales para la gente de a pie. De esas de vida o muerte.
Por todo ello, tenemos que evitar la tentación de simplificar, calificando de ingenuas ciertas nociones o arquetipos de la ciencia antigua o de tonterías o superstición otras ideas populares sobre la biología o la medicina. Nos puede parecer evidente que si una romana o una griega usaba un espejo mientras menstruaba, no iba a estropearlo, o que la ausencia de relaciones sexuales no va a matar a ninguna mujer, sofocándola. Y nos puede parecer obvio que deberían haberse dado cuenta de ello. Pero tampoco es que, en nuestra sociedad, carezcamos de mitos médicos, no caigamos en bulos y no nos creamos cada anuncio publicitario de cada nuevo producto milagro. Asimismo, todas esas ideas formaban parte de un entramado mayor que era, a la vez, base y consecuencia de la posición social de inferioridad de la mujer en Roma. Por ello, es muy importante saber cómo concebían los romanos los cuerpos, la medicina y la identidad.
También conviene recordar que las diferencias corporales que se perciben dependen directamente de las prácticas sociales y que estas dependen, a su vez, de las ideas de la ciencia sobre la corporalidad, en una especie de círculo vicioso continuo. Un buen ejemplo es el del yacimiento Bab edh-Dhra (cerca del mar Muerto), en el que, durante el Bronce inicial el dimorfismo sexual se redujo de forma drástica, es muy probable que debido a un incremento de la actividad física en las mujeres.4 Otro ejemplo es el de la malnutrición y la falta de ejercicio en niñas y mujeres, que podían alterar la edad de la menarquia y servir de base para prácticas como los matrimonios o embarazos precoces.
Asimismo, hay que entender que las teorías médicas, biológicas y corporales en las sociedades no son únicas, coherentes y carentes de contradicciones. En el mundo romano había diferencias entre las complejas explicaciones teóricas de médicos como Galeno o los que escribieron algunos de los tratados hipocráticos. Tampoco existía un corpus de conocimientos o teorías unificado y cada escuela o médico creaba una línea de pensamiento e investigación. Aunque sabemos que los tratados, recetas, obras y material médico circulaban por todo el Imperio y que los médicos se citaban con frecuencia entre ellos, eso no quiere decir que existiese algo parecido a un sistema de estudios unificado, como en la actualidad. Además, a eso se unía una serie de creencias populares de distinto tipo, algunas de las cuales conocemos por ser comentadas o desmentidas en obras como la enciclopédica Historia Natural de Plinio el Viejo, o por médicos como Sorano o Celso. Todo ello formaba un abigarrado conjunto de contradicciones, ideas, conocimientos sueltos, sistemas teóricos y creencias irracionales en el que la coherencia y las inconsistencias convivían con cierta felicidad.
Por otro lado, las limitaciones técnicas que tuvieron los romanos para obtener un conocimiento contrastado son evidentes. No nos referimos solo a que las disecciones fueran limitadas, aun cuando se cree que Herófilo, en Alejandría, pudo hacer incluso vivisecciones, y que se realizaran principalmente en animales. También hay que tener en cuenta que la experimentación con sustancias y principios activos presentes en plantas, animales o minerales se limitaba al ensayo y error, o a la observación de los efectos de la ingesta de alimentos no habituales en periodos de hambruna. La mezcla de ingredientes, la asociación con efectos relacionados con el momento de la ingesta y las teorías sobre la simpatía en el mundo natural dificultaban que se llegase a conclusiones certeras.
Una teoría base, la humoral, sirvió como fundamento para otras especulaciones. Esta se apoyaba en la existencia de cuatro elementos principales: la bilis amarilla, la bilis negra, la sangre y la flema, que podían estar en estado líquido o semisólido y que se combinaban con las características de humedad y sequedad, frío y calor. Todos estos elementos se asociaban a los que se creían fundacionales de toda la existencia: el aire, el agua, la tierra y el fuego. El desequilibrio entre estos elementos provocaría la enfermedad y sus distintas combinaciones y proporciones causaría desde las diferencias sexuales hasta las distintas personalidades o constituciones físicas. Sobre esto trabajaban los médicos y autores de la élite, pero, de nuevo, tampoco podemos saber cuán extendido estaba entre la población. A nosotros nos vale más como punto de partida que como una especie de teoría unificadora y a los griegos y romanos debía sucederles algo parecido.5
Figura 2: Los genitales femeninos se veían, en el mundo clásico, como una mera inversión de los masculinos. Vulva de barro cocido. Ofrenda votiva romana (200 a. C.-200 d. C.). Wellcome Collection. Attribution 4.0 International [cc-by-4.0].
Dicho esto, quizá el primer gran debate definitorio en la ciencia del mundo clásico sobre la mujer vino de dilucidar si hombres y mujeres eran de la misma raza o no. De hecho, Hesíodo, cuando habla de Pandora en Los trabajos y los días, se refiere a las mujeres como un genos (raza) aparte y diferenciado de los hombres.6 La mujer se convertía así en algo casi artificial, una copia complementaria del varón. Esta polémica al final se resolvió en favor de que las mujeres eran, en efecto, igual de humanas que los hombres, como nos recuerda Aristóteles.7 Sin embargo, eso llevaba a preguntarse si existía un único cuerpo o dos tipos de cuerpo. Como se ha dicho, este no era un debate inocente, pues partía e intentaba llegar a la conclusión preexistente de que las mujeres eran inferiores y debían ocupar, por tanto, una posición social subordinada.
Los autores clásicos llegaron a una respuesta que les permitía justificarlo a la perfección, en una teoría redonda y bien cuadrada, que influyó en la historia de la ciencia de forma permanente. Esta respuesta era que solo había un cuerpo ideal, el del hombre, y la mujer no era más que una versión inferior y «poco hecha» del mismo. Así, se consideraba a la mujer más fría y húmeda, como resultado de haber recibido menos calor en el útero materno, y, por ello, no podría procesar bien todos los residuos, que se eliminarían en forma de menstruación. La debilidad corporal y mental causada por un cuerpo con más humedad y frialdad permitía explicar también la decadencia física percibida en la vejez, como puede verse en autores como Aristóteles o en los tratados hipocráticos.
Eso sí, estimaban que la naturaleza era sabia y permitía estos fallos de construcción porque ello hacía posible la reproducción. La falta de cocción permitía que se formara un útero que albergaría el feto, y la producción del residuo sobrante permitiría alimentarlo durante el embarazo y también, una vez hubiera nacido, al convertirse en leche en vez de en sangre menstrual. Así se explicaba también la infertilidad y la amenorrea durante la lactancia. De hecho, se empleaba la misma palabra para denominar los ovarios y los testículos, una circunstancia que no cambió hasta el siglo XVIII.
En realidad, este modelo de cuerpo único, el masculino, perduró durante mucho tiempo y, aún hoy, tiende a representarse como la norma, tal como se puede observar cada vez que se presenta una imagen de la evolución de la humanidad, en la que la figura femenina estaba ausente por completo, situación que se ha mantenido hasta hace muy pocos años. De hecho, no fue hasta el siglo XVIII cuando se empezaron a reproducir, por ejemplo, esqueletos femeninos en las ilustraciones didácticas, e, incluso entonces, la idea era extremar las diferencias, tras un cambio de paradigma hacia un modelo de cuerpo de una dualidad exagerada.8 Una segunda consecuencia de este concepto fue un cierto debate sobre si se podía hablar o no de enfermedades específicas femeninas. El interés concreto en el cuerpo femenino, sin embargo, quedó reducido a la ginecología y la obstetricia; es más, se detecta una relativa ausencia de mujeres entre los pacientes que se presentan en las obras generales o en las reflexiones concretas sobre el cuerpo o la enfermedad en las mujeres.9 En esta relativa invisibilidad se conjugan varios factores, desde el menor interés en las mujeres y sus cuerpos hasta una atención médica menor respecto a los hombres.
Asimismo, los prejuicios y construcciones culturales en torno a la genitalidad no afectaban solo a las mujeres, sino que también tenían una amplia incidencia en el desarrollo del concepto de masculinidad. Un buen ejemplo es el de la vinculación de la pérdida de dichos genitales a la pérdida de los privilegios cívicos asociados a los hombres. La castración suponía la salida de la norma básica de lo que un cuerpo tenía que ser para ser considerado masculino, por lo que no solo se asociaba a una pérdida de derechos, sino, incluso, a la transición a una especie de tercer género intermedio, que se situaba en un limbo identitario social y legal.10 El estatus de los eunucos era, pues, ambiguo, lo que les permitía moverse en una frontera difusa, y el derecho romano tendió a intentar prohibir o restringir las castraciones, incluso las de los esclavos. El Código de Justiniano11 llegó a castigarlas con la muerte, aunque no era una preocupación universal a causa de algo parecido a los derechos humanos, ya que se permitía comerciar con eunucos mientras estos fueran bárbaros.
Ante la evidencia de que no era fácil asignar todos los cuerpos a un género binario, los romanos oscilaban entre una interpretación religiosa y la practicidad más absoluta. Por un lado, los recién nacidos considerados ambiguos podían ser valorados como un prodigium, es decir, una señal divina que necesitaba una expiación. No era, en ningún caso, algo bueno. Por lo general, esta expiación consistía en la muerte del bebé, como se recoge en la Ley de las XII Tablas, aunque se iría suavizando hasta el destierro, si creemos a Plinio.12 Por otro lado, en el mejor de los casos, los bebés podían ser simplemente asignados a uno de los dos géneros reconocidos y obviar el tema. Esta norma, presente en el Digesto, pasaría luego al derecho posterior y como tal se encuentra recogida también en las Siete Partidas.13 También está presente en nuestra propia forma de asignar el género en la sociedad occidental, aunque, muchas veces, con el añadido de diversas operaciones meramente estéticas para «ajustar» la genitalidad a la norma, con consecuencias no siempre satisfactorias y bastante problemáticas en general. Aunque se ha intentado regular y la tendencia es prohibir estas prácticas, no se sabe con certeza en cuantos casos se sigue realizando.
Aun así, estas normas, que pretendían ignorar la ambigüedad percibida, no libraban a las personas intersexuales de ser usadas como chivo expiatorio en algunas ocasiones en las que las tragedias bélicas, las catástrofes naturales o las epidemias llevaran a la comunidad a buscar culpables de forma desesperada. Esto podía inducir al asesinato o al sacrificio religioso de niños ya crecidos o incluso de adultos, como nos relatan autores como Plinio, Tito Livio o Aulo Gelio.14 El miedo sería el compañero permanente de quien no tuviera un cuerpo que se ajustase a la normatividad.
En este contexto cabe preguntarse si las afirmaciones de Marcial, en sus Epigramas (I, 90), sobre el tamaño del clítoris de Basa, que le permitía penetrar a otras mujeres, sería un caso de intersexualidad o, simplemente, que un romano medio no podía concebir que una mujer actuara de forma «activa» sexualmente con otras mujeres sin que hubiera penetración de por medio. De hecho, puede que no concibieran siquiera otras posibilidades en una relación sexual considerada completa, aunque el sexo oral fuera una realidad habitual.
Figura 3: Hermafrodito era hijo de Hermes y Afrodita. Ovidio cuenta que una náyade, Sálmacis, se enamoró de él y los dioses fundieron sus cuerpos. La leyenda recogía la conciencia grecorromana de la existencia de la intersexualidad y los cuerpos ambiguos. Camafeo con Hermafrodito incrustado en un anillo (100-1 a. C.). The J. Paul Getty Museum, Los Angeles (California).
Tampoco debería extrañarnos que, en una sociedad como la romana, la penetración fuera considerada la norma y la única forma «completa» de relación sexual, sobre todo, cuando tenemos tantos ejemplos actuales de ideas similares. En los cuestionarios modernos realizados en los servicios ginecológicos, el concepto de «relación sexual» sigue refiriéndose a si ha existido o no penetración, lo que afecta en especial a las mujeres lesbianas y bisexuales a la hora de elaborar una respuesta. También el mismo concepto de virginidad sigue implicando que haya o no habido una penetración, más que el que haya o no habido relaciones sexuales. Por ello, resulta complicado analizar cómo y cuán frecuentes serían las relaciones sexuales homoeróticas entre mujeres en Roma, ya que la visión que conservamos proviene de unas fuentes masculinas que oscilaban entre la absoluta falta de interés y la distorsión nada disimulada de estas relaciones.
Sabemos, eso sí, por autores como Aecio o Pablo de Egina,15 que la ablación del clítoris era una posibilidad médica, pero solo en el caso de que le resultara incómodo a la mujer debido a su tamaño. Es posible que, más que una incomodidad física como tal, las operaciones respondieran más a factores de inaceptabilidad y rechazo social. Tampoco sabemos cuál sería la horquilla de tamaños o de ambigüedad genital en la que se moverían los romanos y que podría llevar a este tipo de operaciones. En cualquier caso, a diferencia de la ablación que se daba en la cultura egipcia y que ha perdurado hasta nuestros días, no implicaba un factor religioso.
Por último, también se consideraba que, por intervención divina o de forma natural, las personas podían llegar a cambiar espontáneamente de sexo y, algunos autores, como Plinio o Diodoro de Sicilia recogen ejemplos, aunque como algo excepcional. Los casos recogidos por Plinio tuvieron finales muy diferentes, dado que un caso acabó con el destierro del muchacho que había sido niña, mientras que, en el otro caso, la comunidad aceptó sin problemas el cambio. Aresconte no solo recibió este nuevo nombre masculino, sino que pudo casarse sin mayores problemas.16 El mito de Tiresias, castigado por los dioses a convertirse en mujer y reintegrado luego en su masculinidad, o el de Hermafrodito, también son indicativos de esa creencia en la que la intervención divina podía romper con las fronteras del binarismo.
Había una sangre que también se salía de la norma y la normalidad, la menstruación. El hecho de que fuera considerada como un residuo y se asociara a la impureza derivó en que se valorara como algo venenoso, ponzoñoso y casi mágico. Si bien no existía una segregación de las mujeres durante este periodo, como sí ocurría en el ámbito semítico, eso no quiere decir que no hubiese muchos mitos que restringieran su capacidad social en esos días. Autores como Aristóteles, Paladio, Columela o Plinio recogieron las ideas populares en torno a la peligrosidad de la sangre menstrual, que podría empañar espejos si la mujer menstruante se miraba en ellos, matar a las abejas, hacer abortar a mujeres o animales, causar rabia en los perros, avinagrar el mosto o eliminar el filo del hierro. Muchas de estas ideas han tenido una enorme pervivencia y, todavía en ciertas zonas rurales de la Península, por ejemplo, se excluye a las mujeres menstruantes de la matanza del cerdo, al pensar que puede estropear la preparación de los productos cárnicos.17 Mitos como el de que la mayonesa se corta si se prepara en esos días, en los que tampoco sería aconsejable lavarse el pelo, han llegado también, al menos, hasta nuestras madres y abuelas.
Figura 4: Plinio afirmaba que los espejos se empañaban cuando los contemplaba una mujer menstruante, aunque podían recuperar el brillo si volvía a mirarlos. Cita en su apoyo a Bito de Dirraquio y la misma idea se encuentra también en Aristóteles. Espejo de bronce dorado con las Tres Gracias (mitad del s. II d. C.). The Metropolitan Museum of Art, Nueva York.
Plinio roza una exageración que resulta excesiva, incluso para él. Ante una tormenta, por muy terrible que fuera, una mujer menstruante solo tenía que desnudarse, y esta se calmaría. Si paseaba, también desnuda, por los campos, podía eliminar las plagas de orugas o escarabajos, que morirían tan solo por su cercanía. También Paladio y Columela lo creían. Si se untaban las puertas con la sangre menstrual, se anularían los efectos de los encantamientos perversos o si se aplicaba en los pies del paciente se curaría la fiebre. Por otro lado, Plinio también decía que el mejor remedio para la picadura de escorpión era tener relaciones sexuales de inmediato, que los genitales de hiena eran buenos afrodisiacos o que los efectos nocivos de la menstruación se solucionaban si la mujer llevaba encima un salmonete.18 A veces resulta complicado advertir si, en algunos de los casos, no estaría siendo francamente irónico.
Por otra parte, también se crean asociaciones complejas que permean hacia y desde ideas populares, religiosas o conceptos no siempre del todo conscientes. Por ejemplo, algunos textos médicos, como los hipocráticos,19 insisten en que la sangre menstrual de una mujer sana coagula muy rápido, aunque, en realidad, esta no coagula, lo que sucedía es que se vinculaba, de forma inconsciente, con la sangre de las víctimas sacrificiales. La asociación con las víctimas, la magia, el poder religioso y los venenos también la convertía en un potencial ingrediente médico, aunque más bien dentro de lo que se podría considerar «folclórico» que de los textos médicos. Plinio afirma, en el vigesimoctavo libro de su enorme Historia Natural que la sangre menstrual, junto con los residuos de un aborto o la sangre de los gladiadores eran elementos habituales en ciertos remedios populares, cuyo uso vincula indisolublemente a las comadronas y prostitutas y que se apresura a calificar de «abominables». Tampoco le parecía demasiado bien lo de usar sangre de gladiadores o cerebros de niños, no obstante había otros ingredientes que le parecían más neutros, como la cera de las orejas.
La asociación con la ritualidad no se limitaba a ideas más o menos vagas que derivaban en mitos biológicos, sino que afectaba a la vida religiosa de la comunidad. La impureza que conllevaba la sangre podía afectar a los espacios físicos. No toda la sangre era igual, pues un parto no era lo mismo que una hemorragia nasal, o que cortarse preparando la cena, igual que la miasma producida por la muerte de un miembro de la familia no era igual que la que podía producir la sangre derramada por un esclavo al ser azotado. Los partos, al igual que las muertes, contaminaban la casa romana, y era necesario llevar a cabo una serie de rituales que devolvieran la pureza al hogar y a la familia. Las leyes de pureza sagrada también afectaban a los templos y lugares sagrados, que no podían mancharse con la «miasma» provocada por la sangre. En la isla griega de Delos, suelo sacro en su totalidad, se prohibía a la gente parir y morir y la Iglesia mantuvo estas ideas en épocas posteriores (con una fuerte influencia, además, de la idea de impureza menstrual proveniente del mundo judío), por lo que debía reintroducirse a las mujeres en el seno de la Iglesia tras el puerperio y muchas madres no pudieron acudir al bautizo de sus propios hijos. Además, mientras que los autores del primer cristianismo asociaban la sexualidad de la mujer menstruante con un peligro para los hijos y la vinculaban a problemas en el embarazo, el parto o la (mala) salud de los descendientes, con posterioridad se fue derivando hacia la idea del pecado, considerando estas relaciones como una falta de continencia.20
Figura 5: Los partos solían ser un asunto femenino, atendido por las comadronas y sus ayudantes. Aun así, la intervención de los médicos no sería infrecuente. Placa de mármol en la que se representa un parto. Ostia, Italia. Museo de Ciencias, Londres. Attribution 4.0 International [cc-by-4.0].
Considerar la sangre menstrual como algo impuro, sucio y peligroso ha generado también que se cree en torno a ella todo un tabú y un pacto de silencio, que alcanza nuestros días. Fingir que no existe el proceso en la vida cotidiana, ocultar los productos de higiene, la asociación a un flujo incontrolable que altera la salud mental y emocional de la mujer, que sería tan incapaz de controlarse y dominar sus sentimientos como de refrenar la sangre que fluye de ella, el profundo asco por ese tipo concreto de sangre frente al resto de representaciones cuasiheroizadas de la sangre proveniente de heridas, sobre todo de las masculinas, son herencias visibles en nuestra sociedad.
La sangre menstrual se convierte en algo desagradable y repugnante per se y se asocia más a las heces que al resto de sangres. Por otro lado, se convierte en el epítome de la feminidad. La corporalidad de la mujer se reduce a la menstruación y la genitalidad. Según la Suda, una enciclopedia bizantina del siglo X, cuando un alumno se enamoró perdidamente de Hipatia, la filósofa alejandrina, esta arrojó al suelo, en medio de una clase, la tela de sus compresas, llena de sangre menstrual. «De esto te has enamorado», afirmó. Todo su cuerpo se reducía y vinculaba a la sangre, a una visión que la Suda califica de impura y desagradable, tanto como para provocar la vergüenza del alumno y la desaparición de su pasión.
Figura 6: El útero se representaba exento, sin los ovarios y, a menudo, con pliegues o con forma animalizada. Exvotos etruscos de úteros encontrados en el santuario de Fontanile di Legnisina (Vulci) (ss. IV-II a. C.), Museo de Villa Giulia. Concesión del Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia.
Otra idea que superó el ámbito médico, transformándose y mitificándose en el imaginario colectivo popular, fue la del «útero errante». Este concepto que se extendió a lo largo del tiempo, pese a que algunos médicos, como Sorano o Galeno,21 lo desmintieron de un modo categórico, imaginaba un útero semiviviente, casi capaz de un pensamiento autónomo, que se trasladaba por el cuerpo secando, mordisqueando y afectando a los órganos cercanos, causando una serie de síntomas de lo que se denominó «histeria» por el término griego referido a este órgano, hystera. Este útero independiente y con deseos propios podía ser atraído por olores agradables o repelido por los desagradables, «engañándolo» para que se separase de otros órganos. De este modo se justificaba la aplicación de diversos remedios mediante fumigaciones o sahumerios, o la existencia de prolapsos. También justificaba los embarazos y las relaciones sexuales como algo básico para la salud femenina.
Aunque los médicos habían debatido sobre la salubridad o no de las relaciones sexuales y los embarazos o cómo la ausencia de relaciones podía afectar al útero, causando también esa histeria, que se caracterizaba por sofocos, incapacidad para hablar, desmayos o, incluso, estados comatosos, la imaginación popular fue mucho más allá. Mientras un médico como Celso afirmaba que el útero era un elemento fundamental en la salud o, más bien, para la ausencia de ella, en la mujer, Sorano dudaba de que los embarazos pudiesen considerarse algo beneficioso por sí mismos, consciente como era de los peligros que suponían para las mujeres. A Apuleyo, autor de El asno de oro, en cambio, el recurso al peligro de la histeria le funcionó de maravilla en un juicio, en el que era acusado de ejercer la brujería para seducir a una mujer mayor y conseguir que desheredara a sus hijos, afirmar que lo había hecho por el bien de su esposa, ya que corría el riesgo de sufrir un ataque y morir, por lo prolongado de su viudedad.22