De amigos a amantes - Nikki Logan - E-Book
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De amigos a amantes E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

Ella era la princesa del instituto Él era el don nadie del instituto Marc Duncannon y Beth Hughes era los mejores amigos... hasta que un beso encendido reveló secretos y lo estropeó todo. Diez años más tarde, Beth buscó a Marc y lo encontró luchando por salvar a una ballena. Juntos en una solitaria playa australiana se enfrentaron al agotamiento, a los elementos y a sus propios demonios personales, ya que Beth y Marc también necesitaban salvarse el uno al otro. Descubrieron que merecía la pena luchar por su amistad, aunque entre ellos podría haber algo incluso más fuerte: ¿quizá un amor que podría durar una vida entera?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Nikki Logan.

Todos los derechos reservados.

DE AMIGOS A AMANTES, N.º 2425 - octubre 2011

Título original: Friends to Forever

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-020-2

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

Promoción

PRÓLOGO

Diez años antes, Perth, Australia Occidental

–MARC, ¿tienes un minuto?

Beth Hughes alcanzó a su mejor amigo entre clases y lo alejó de la multitud de adolescentes.La roca que había establecido residencia en su estómago desde que hablara con su madre parecía no dejar de crecer.

Marc la miró sorprendido. Era comprensible dado el lento alejamiento de ella durante las últimas semanas. Si se hubiera negado a acompañarla lo habría entendido. Una parte débil de Beth deseó que lo hiciera. Eso habría sido mucho más fácil.

–Tres minutos, Duncannon –dijo la Tasmin Mayor al pasar al lado, con una sonrisa amigable en su rostro nórdico mientras señalaba su reloj de pulsera–. La geografía no espera a nadie.

–Allí estaré –indicó Marc a su espalda mientras seguía a Beth alrededor de las fuentes.

Ella pasó entre la pared trasera de la biblioteca y unos arbustos mal podados hasta salir a un claro lleno de escombros que nunca antes había visitado. El lugar al que otros iban a fumar y a mantener conversaciones íntimas.

El emplazamiento atrapó la atención de Marc al instante. Aminoró la marcha.

–¿Beth?

Los latidos de ella se aceleraron y el nudo en su garganta le redujo la capacidad de respirar. Se volvió para mirarlo en la privacidad del espacio pequeño.

–¿Qué estamos haciendo, Beth? –su expresión era de cautela, reservada–. ¿Sabe tu novio que estamos aquí?

Ella cerró las manos a su espalda.

Lo miró, soltó el aire contenido y odió la inflexión que le había dado a la palabra «novio».

–Damien está en quinto curso.

–Donde deberíamos estar nosotros. ¿O las clases significan menos para ti ahora que te juntas con la gente guapa?

Bajó la vista al suelo y las mejillas se le encendieron.

–Necesitaba verte.

–Me ves todos los días.

«De pasada».

–Necesitaba hablar contigo –alzó la vista–. En privado.

Él irguió el cuerpo aún más. No por primera vez, Beth notó los hombros anchos que empezaba a mostrar. Esos hombros que habían hecho que el capitán del equipo de natación fuera a buscarlo hacía unos meses. El modo en que su mandíbula empezaba a asentarse, como si al cumplir los dieciséis años se hubiera activado un interruptor y un hombre hubiera empezado a salir del desgarbado exoesqueleto que conocía como Marc. Quizá había demorado ese momento demasiado...

Se le contrajo el estómago.

–¿Ahora tienes que esconderte para hablar conmigo?

Podría haber fingido que lo malinterpretaba, pero Marc la conocía demasiado bien.

–No quiero causar problemas entre Damien y tú.

–Estoy seguro de que McKinley ya sabe que somos amigos, Beth. Te conozco desde cuarto grado.

–No quiero... Podría percibir algo.

–Entonces, quizá prefieras elegir otro lugar para mantener esta conversación. Sabes para qué se usa El Rincón, ¿no?

Beth trago saliva.

–Simplemente, quería intimidad.

Sonó el segundo timbre y se oyeron pasos urgentes corriendo hacia las aulas. A su alrededor reinó el silencio. Marc abrió las piernas y cruzó los brazos.

–La tienes. Todos los demás estudiantes del Instituto Pyrmont ya están en clase.

–Cambio de cursos –soltó antes de perder el valor–. Me paso al B.

Marc la miró con las fosas nasales dilatadas.

–¿Dejas las clases que hemos estado tomando todo el año? ¿Te pasas a las de McKinley?

–No es por Damien...

–Claro.

–Quiero menos ciencia y más humanidades.

–¿Desde cuándo?

–Desde ahora.

–El curso B es flojo, Beth.

–Tiene Literatura y Filosofía. Son temas necesarios para la universidad.

–Cambias para evitarme.

La roca en el estómago duplicó su tamaño.

–No.

«Sí».

–¿Por qué?

Sintió una palpitación detrás de los ojos.

–Esto no tiene nada que ver contigo...

–Tonterías. Te has estado alejando de mí desde que empezó el curso. ¿Qué sucede? ¿No hay sitio para un amigo en tu nueva agenda social, Miss Popularidad?

–Marc...

–Puede que no sea tan listo como tú, Beth, pero veo en qué dirección sopla el viento. ¿Está McKinley amenazado por mí?

Ella movió la cabeza. El campo de visión de Damien era demasiado estrecho para ver cómo se estaba desarrollando y creciendo Marc. Tenía demasiadas cosas en su vida y en su mundo como para preocuparse de lo que podía hacer un friqui de la ciencia. Jamás se le había pasado por la cabeza que ella pudiera ver a Marc como algo más que a un amigo. El amigo prescindible que tenía hasta que él apareció.

Y en ese momento Damien simplemente esperaba que cambiara de cursos. Pero como eso coincidía con lo que ella misma sabía que tenía que hacer...

–De modo que es eso, ¿no? ¿Era lo que querías decirme... que ibas a cambiar de clases?

Beth luchó por respirar. Él lo hacía parecer tan insignificante, pero, no obstante, tan feo.

–Significa que sólo vamos a compartir una clase.

–Lo sé. Lo mejor que tiene B es que sólo hace que tenga que ver a McKinley una vez a la semana –la miró con ojos centelleantes–. ¿Estás tan desesperada por alejarte de mí?

Nada le gustaría más que tener a Marc Duncannon en su vida para siempre. Pero eso no iba a funcionar. La culpabilidad le desgarró las entrañas y de inmediato alzó unos escudos.

–El mundo gira alrededor del sol, Marc, no de ti.

Él palideció y la culpabilidad renació en el interior de ella. La verdad era que Marc giraba en torno a su vida y siempre lo había hecho. O, más apropiadamente, los dos giraban en una órbita complicada y conectada entre sí. Algo que los padres de ambos consideraban malsano.

Para él.

Si sólo lo pensara la adicta al trabajo de la madre de Marc, Beth no le habría dado más importancia. Pero sus propios padres coincidían en eso. Y Russell Hughes nunca, jamás, se equivocaba. Después de una larga y llorosa conversación, le había dado su palabra de que enfriaría las cosas con Marc durante un tiempo para ver lo que pasaba. Y hasta el momento Beth jamás había roto su palabra.

–Si no lo haces para estar más próxima a McKinley ni para alejarte de mí, ¿por qué lo haces?

–¿Por qué no puedo estar haciéndolo sólo por mí, porque lo desee?

–Porque tú no tomas decisiones de este tipo, Beth. Nunca lo has hecho. Tú planeas las cosas. Te comprometes.

–Pues he cambiado de opinión. Eso sucede.

«No contigo», decía con claridad la expresión en la cara de él. ¿Vería que estaba mintiendo?

–¿Qué me dices de la universidad? ¿Biología?

Sintió que un puño le atenazaba el corazón y lo maldijo por no dejar el tema. ¿Por qué insistía y la obligaba a herirlo más?

–Ése era tu sueño, no el mío.

Él parpadeó y luego la miró fijamente.

–¿Después de todo este tiempo? Has seguido ese proyecto durante tres años.

Fingió una ambivalencia que en absoluto sentía y se encogió de hombros.

–En su momento pareció una idea buena.

–¿Hasta que apareció algo mejor? ¿O debería decir alguien?

–Esto no tiene nada que ver con Damien. Ya te lo he dicho –se acercó y ella tuvo que retroceder hasta la pared de la biblioteca. No recordaba que fuera tan grande.

–Sé lo que me dijiste. Lo que pasa es que no lo creo. Somos amigos desde hace ocho años, Beth. La mitad de nuestras vidas. ¿Y desapareces en cuando se te acerca un chico popular? ¿Tan desesperada estás por obtener afecto?

Su espalda quedó pegada a la pared. Sabía que le haría daño y también que se revolvía cuando eso sucedía. Lo había visto responderle a su propia madre.

–La gente cambia, Marc. Todos crecemos. ¿Tal vez al crecer nos hemos separado?

Mentiras, mentiras...

Él bufó con un sonido desagradable.

–No lo disfraces como algo que acabas de descubrir. Esto tiene que ver con el guaperas del instituto seduciendo a la rebelde. Y tú has mordido el anzuelo –apoyó dos manos a los lados de la cara de ella y se acercó.

Beth se encogió ante su proximidad. «No, es por tu madre que me pide, que me suplica que te deje volar». Quiso gritárselo a la cara. Pero no podía. Lo mataría descubrir lo que su único pariente vivo consideraba lo que valía.

–Puedes llegar a ser lo que te propongas, Marc. No me necesitas para serlo contigo. Los dos tenemos un mundo entero que descubrir.

Se acercó más. La tensión en su cuerpo allí donde la tocaba no se debía al miedo. Marc era la única persona en el planeta que sabía que jamás le haría daño.

–¿Qué tiene de malo que lo descubramos juntos? –soltó–. Tenemos una historia en común. Un vínculo. ¿Qué tiene McKinley que no tenga yo?

Ningún vínculo. Nadie que la presionara para establecer distancia entre ellos.

–Sólo estoy pidiendo espacio, Marc. ¿Qué hay de malo en ello?

Él soltó un juramento.

–Te he estado dando espacio durante dos años, Beth. Quizá si hubiera hecho esto por entonces, ahora no tendría que sufrir que mi mejor amiga me dé la patada.

Y de pronto esa boca le aplastó la suya y el cuerpo la pegó contra la piedra dura de la pared de la biblioteca. Se quedó atónita mientras él metía las manos en su cabello y le sujetaba el rostro para saquearla. La mareó su fragancia. El movimiento desconocido de una boca ardiente y la presión furiosa de ese cuerpo. Y entonces experimentó una sensación vertiginosa de los cuerpos al fundirse, de las manos enormes moviéndose para impedir que su cabeza chocara contra la piedra mientras la boca se movía y se suavizaba sobre la suya.

Y de pronto, ella le estaba devolviendo el beso y adelantando el cuerpo para pegarlo contra el de Marc. De su garganta salió un gemido roto cuando él la instó a abrir los labios con la lengua que se puso a danzar alrededor de la suya, provocándole una intensidad en el interior que lo engulló todo. Sus hormonas se encendieron como hojarasca seca ante un fuego.

Era algo abrumador y desconocido, que nunca se había permitido soñar. Desear.

Marc.

De repente ella quedó libre y él retrocedió ante la fuerza del empujón desesperado de Beth. Alzó una mano temblorosa para impedir que se acercara. La miró con expresión sombría.

–¿Sabe McKinley que besas así?

¿Cómo iba a saberlo si nunca se habían besado? Hasta ese día, jamás había besado a nadie.

Se pasó la mano cerrada por los labios.

–No vuelvas... a tocarme jamás –soltó con voz ronca y casi desconocida. «No vuelvas ha hacerme sentir eso otra vez».

–Beth...

Un mundo de emociones brotó en su interior y buscó una salida.

–No vuelvas... a hablarme jamás.

Él frunció el ceño.

–No hablarás...

Lo miró con ojos torturados.

–¿Por qué tiene que ser todo o nada contigo? Sólo quería un poco de paz, Marc. Espacio para que ambos descubriéramos quiénes somos. Eso es todo. ¿Es que creías que podrías mantenerme siempre sólo para ti?

–Yo sé quién soy. Y creía saber quién eras tú. Pero supongo que me equivoqué –cruzó el pequeño claro en dos pasos–. ¿Quieres espacio, Elizabeth? Perfecto. Toma el que necesites. Si estás tan desesperada, que tengas una buena vida con McKinley.

Y entonces se fue.

Su mejor amigo.

Como una cometa en un viento fuerte, había intentado darle cuerda, algo de altura, pero a cambio se había soltado y había quedado completamente libre y terminado por desaparecer. Con dedos trémulos se tocó los labios palpitantes y se dejó caer por la pared de la biblioteca hasta quedar sentada, carente de lágrimas, de emociones... vacía.

CAPÍTULO 1

Diez años después, costa sur, Australia Occidental

QUIÉN podía imaginarse que el silencio tenía tantos matices?

Bajo las estrellas de Australia Occidental, a kilómetros de alguna parte, reinaba un silencio profundo y negro. Luego estaba el verde y terroso silencio en el desordenado estudio que Beth tenía en un almacén que únicamente se veía quebrado por las pinceladas de color de sus últimas obras de arte. Y en su cabeza estaba el silencio nuevo, de color beis, donde las voces y los pensamientos solían clamar pero que en ese momento habían cesado, convirtiéndose en un zumbido confortable.

Y estaba ése...

El silencio rojo vibrante de un hombre no especialmente complacido de verla. No es que hubiera imaginado que llegaría a estarlo. Era la razón por la que lo había postergado durante tanto tiempo. Carraspeó.

–Marc.

Unos brazos musculosos se cruzaron sobre un pecho ancho mientras seguía mirándola sin decir palabra. Así como él se había vuelto enorme en esos diez años, ella no había crecido prácticamente nada desde la última vez que se vieran. Otra decepción para él.

Aparecer de pronto allí parecía como una idea espectacularmente mala.

–¿Ni siquiera vas a decir hola?

Él asintió con brusquedad.

–Beth –soltó de forma escueta.

Una palabra pétrea. Más que lo que había tenido de él en una década. Y un contraste absoluto con el modo en que solía pronunciar su nombre. Beth. Beth. Bethlehem. Habían dispuesto de toda su juventud para inventarse estúpidos apodos el uno para el otro. Sólo en una ocasión la había llamado Elizabeth. El día que la había besado.

El día que le había arrancado el corazón.

Se tragó el nudo en la garganta. El creciente entusiasmo de estar allí, con Marc, otra vez.

–¿Cómo estás?

–Iba a salir.

Se había preparado para no ser bien recibida, pero seguía siendo extraño procedente de él.

–Sólo necesitaba... Me gustaría que me concedieras un par de minutos. ¿Por favor?

Él continuó cargando equipo en su todoterreno. Beth se arriesgó a cerrar el espacio que los separaba. Pero antes de que pudiera acercarse, él lanzó unas palabras semejantes a una red para tiburones.

–Puedes quedarte ahí con la boca abierta o puedes ayudarme a cargar el vehículo.

Aturdida por el regalo de tantas palabras seguidas, fue a ayudarlo. Aunque no eran amigables, tampoco era un silencio pesado. Y si pensaba que posiblemente fuera la única oportunidad que iba a recibir, la aprovechó.

–Fui a tu antigua casa. Tus vecinos me dijeron dónde estabas –comenzó ella titubeante–. Me enteré de lo de tu madre. ¿Qué pasó? Los dos estabais tan unidos...

Unos ojos velados la miraron centelleantes. Intensos.

–¿Has venido hasta aquí para preguntar eso?

El corazón le dio un vuelco. Marc jamás había usado el sarcasmo siendo jóvenes. Pero al parecer había perfeccionado ese arte en los años que no se habían visto.

–No. Lo siento...

Se volvió para mirarla y se irguió frustrado.

–¿Para qué, Beth? ¿Para aparecer sin anunciarte o por desaparecer de la faz de la tierra durante una década?

¿Cómo había podido olvidar lo directo que era? Respiró hondo.

–Por eso he venido. Quería explicarte...

Él se alejó otra vez.

–Tendrás que hacerlo en alguna otra ocasión. Como te he dicho, me iba.

Lo observó echar unos artículos más en el polvoriento todoterreno. Un teléfono por satélite. Un botiquín de primeros auxilios. Un traje de neopreno. Frunció el ceño.

–¿Adónde vas?

La mirada dura que le lanzó tendría que haberla intimidado de no haber sido inmune a ellas. Por cortesía de su marido.

–Hemos recibido un informe de un encallamiento en Holly’s Bay. Voy a comprobarlo.

–¿Encallamiento?

–Una ballena, Beth. Necesita ayuda. No tengo tiempo para ser tu anfitrión.

Luchó contra el deseo de replicarle que le inspiraron sus palabras desagradables. Había ido para ayudar en su proceso de sanación, no a pasar el tiempo.

–Sólo necesito un minuto...

Él no le hizo caso y fue hacia la puerta del asiento del conductor y la abrió.

–La ballena puede que no disponga ni de un minuto. Tú ya me has frenado.

Beth tomó su decisión en un abrir y cerrar de ojos. Le había costado mucho presentarse allí; no podía permitir que se marchara. ¿Quién sabía si encontraría el valor para intentarlo otra vez? Corrió hacia la puerta del acompañante y subió al vehículo cuando él lo arrancaba. En el espacio reducido del habitáculo, Marc era más grande que lo que parecía a cierta distancia.

–Baja, Beth.

Desde luego, su voz encajaba con la nueva imagen que proyectaba. Profunda, áspera. Pero en el fondo seguía siendo Marc. Eso la ayudó a no desistir.

–Necesito hablar contigo. Si he de hacerlo durante tu trayecto, lo haré. Lo que sea necesario.

–Pierdes el tiempo –gruñó.

La furia finalmente atravesó su fachada cuidadosamente levantada.

–No, lo estás perdiendo tú, Marc. ¡Conduce!

Marc Duncannon se concentró en mantener las manos pegadas al volante. Cuanto más fuerte lo apretara, menos posibilidades existían de que le temblaran, delatándolo. No quería que ella se hiciera la más mínima idea de lo aturdido que estaba.

Beth Hughes.

Todavía tenía la complexión fibrosa y atlética que había mostrado de niña. Las mismas cejas altas. La nariz recta. Los labios carnosos. La habría reconocido aunque no hubiera hablado, a pesar de que no había vuelto a oír esos tonos suaves que ya había abandonado al recuerdo. Aunque había algo como derrotado en el modo en que se erguía.

En ese momento se parecía mucho a la imagen demasiado atormentada de su propia madre la última vez que la había visto. Apretó la mandíbula y pisó el acelerador.

El habitáculo en ese momento estaba impregnado con la fragancia particular de Beth. Esa crema corporal que, evidentemente, aún usaba después de todos esos años. Algo de coco. Natural, libre de aditamentos químicos. El aroma que asociaba con el verano, las playas, los biquinis... y Beth. El aroma que tardaría semanas en desvanecerse de sus muebles.

Igual que había tardado meses en poder desterrarla al fin de su cabeza. Aunque por el modo en que cada centímetro de su cuerpo se contraía, supo que no lo había conseguido. Sólo la había enterrado en lo más hondo de su ser. Y dos segundos en presencia de ella habían bastado para romper el dique de los recuerdos de la infancia.

Se concentró en la carretera.

Por el rabillo del ojo vio cómo se mordía los labios plenos. La vieja costumbre fue como un golpe en sus entrañas. Solía hacer eso cuando trataba de encontrarle una solución a un problema o engañarlo. Pero en el pasado no conseguía darle continuidad y siempre terminaba exhibiendo una de esas sonrisas que le paralizaban el corazón. Ese día, no. Respiró hondo, lista para lanzarle lo que fuera que quisiera.

–¿Desde cuándo eres un rescatador de ballenas?

No fue lo que esperaba. Se preguntó por qué sonaba tan agitada como se sentía él. En esa situación era ella quien tenía ventaja. Lo sorprendió lo suficiente como para contestar.

–Forma parte de la vida en la costa austral. Yo soy el propietario entrenado más próximo.

–¿Os entrenáis para esto?

–Mediante la experiencia.

–¿Cuántas veces lo has hecho?

–Cinco. Dos el año pasado. Esta extensión de costa es famosa por estos accidentes.

La charla superficial lo mataba. En particular con la única persona con quien no la había necesitado. ¿A eso habían llegado? Quizá la mejor opción fuera no volver a verla jamás.

Reinó un silencio denso. Aminoró la velocidad y giró a la derecha. Dejaron el asfalto para adentrarse en un sendero irregular de piedra caliza que conducía hacia la amplia extensión de océano. La bahía en forma de media luna se abrió ante ellos con una tonalidad de un azul eléctrico.

–¿Cuánto falta para que lleguemos? –inquirió ella con voz tensa.

Pudo sentir las olas de agitación que bullían en su interior.

–Aproximadamente un minuto más que los que dijiste que necesitabas.

–Necesitaba verte. Para darte una explicación –carraspeó–. Disculparme.

«¿Disculparse?».

–¿Por qué?

–Marc... –apretó los labios.

–Las amistades terminan, Beth. Son cosas que suceden –se encogió de hombros de forma casual para liberar parte de la tensión que él mismo sentía.

Los ojos ardieron con confusión, pero luego se endurecieron y brillaron con una determinación que jamás había visto en ella. Al parecer, la Beth adulta tenía ciertas agallas.

–No obstante, he recorrido un largo camino para verte. Me gustaría decir lo que necesito decirte...

El todoterreno traqueteó fuera del sendero en dirección a las dunas pequeñas y Marc fue lo más cerca del perímetro que permitía la seguridad. En la arena, a unos veinte metros de separación entre sí, dos formas grandes y oscuras se sacudían en las aguas poco profundas.

Dos ballenas. Marc maldijo en voz baja.

–Tus explicaciones tendrán que esperar, Beth. Tengo trabajo.

CAPÍTULO 2

BETH echó un vistazo a la escena que se desarrollaba en la playa y se puso en acción. Habían pasado dos años; sus necesidades podían esperar. Esos animales, no.

Marc empezó a marcar en su teléfono por satélite al tiempo que corría a la parte de atrás del vehículo y se quitaba la ropa. Cuando se desprendió de la camiseta y de los vaqueros, le había transmitido su emplazamiento y el número de ballenas encalladas a alguien en el Shire, solicitando que les enviaran ayuda.

Beth se esforzó en sacar cosas del todoterreno para no quedarse mirándolo boquiabierta. Al parecer, el otrora desgarbado Marc Duncannon había pasado tiempo en el gimnasio. En la sección de pesas. El estómago le dio un vuelco como nunca había experimentado.