De la realidad - Gianni Vattimo - E-Book

De la realidad E-Book

Gianni Vattimo

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Beschreibung

"Gran parte de la filosofía [se ha dejado seducir por] un nuevo realismo que tiene significativas y peligrosas consecuencias para la vida social y política. Ser antirrealistas es quizás el único modo de ser, todavía, revolucionarios." Gianni Vattimo "La esencia de su programa filosófico tiene todavía mucha fuerza; hoy, quizá, aun más que ayer." La Repubblica El presente texto, en el que se unen el pensamiento de Heidegger y una constante atención a las transformaciones de la sociedad contemporánea, es fruto de un trabajo de reflexión sobre la disolución de la objetividad o De la realidad misma. El resultado es el relato de un imprevisible cambio de perspectiva: un cambio que nos concierne a todos, porque arraiga profundamente en la historia de estos últimos decenios. Cuando, mediada la década de los ochenta del siglo pasado, Gianni Vattimo le otorgó espesor filosófico a lo posmoderno con su pensamiento débil, fue acusado de ser el rapsoda del capitalismo triunfante y de sus ilusiones. Su crítica radical de las ideologías y su defensa de la hermenéutica parecían ensalzar el nuevo horizonte dominado por lo virtual y por la liquidez, comenzando por el dinero y las finanzas. El ocaso de las ideologías daría paso al dominio del principio de realidad y de la presunta objetividad de las leyes económicas. Sin embargo, el capitalismo atraviesa hoy una de las crisis más graves de su historia, en la que esa llamada a la realidad, en apariencia inocente y cargada de sentido común, deviene un instrumento para imponer el conformismo y la aceptación del orden vigente. Frente a esa ideología autoritaria, Vattimo reivindica la hermenéutica la constante práctica de la interpretación como un extraordinario instrumento cognoscitivo, precisamente porque nos permite superar la dictadura del presente. Así pues, aquí podría asentarse la base de un proyecto de transformación y de liberación, con inmediatas repercusiones políticas.

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Cubierta

Gianni Vattimo

DE LA REALIDAD

Fines de la filosofía

Traducción deAntoni Martínez Riu

Herder

www.herdereditorial.com

Portada

Título original: Della realtà. Fini della filosofia

Traducción: Antoni Martínez Riu

Diseño de la cubierta: Stefano Vuga

Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 2012, Garzanti Libri s.p.a., Milán

© 2013, Herder Editorial, S.L., Barcelona

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3117-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

Créditos

Índice

Introducción

Las lecciones de Lovaina

1. Efecto Nietzsche

2. Efecto Heidegger

3. La época de la imagen del mundo

Intermedio

La tentación del realismo

Las lecciones de Glasgow (Gifford lectures)

1. Tarski y las comillas

2. Más allá de la fenomenología

3. El Ser y el evento

4. La disolución ética de la realidad

Apéndice

1. Metafísica y violencia. Cuestión de método

2. De Heidegger a Marx: humanismo hermenéutico como filosofía de la praxis

3. El fin de la filosofía en la edad de la democracia

4. Verdadero y falso universalismo

5. El mal que no existe, 1

6. El mal que no existe, 2

7. Pensamiento débil, pensamiento de los débiles

8. Del diálogo al conflicto

Índice onomástico

Magnifice fecit Dominus nobiscum.

Salmo 125

A Sergio Mamino

Introducción

Este libro presenta, centrado en torno a dos núcleos constituidos por los cursos de Lovaina (1998) y Glasgow («Gifford Lectures» 2010), un trabajo de reflexión –dilatado en el tiempo y nada sistemático– sobre el tema de la disolución de la objetividad o de la realidad misma, que comenzó con los primeros enunciados del «pensamiento débil» a principios de los años ochenta. Aquellos cursos, a pesar del propósito relativamente sistemático que los inspiró –la idea de presentar a un público filosófico más amplio y en ocasiones más solemne (en Lovaina, «cátedra Cardenal Mercier», donde Gadamer años antes había presentado el núcleo de Verdad y método, y luego en Glasgow, en la prestigiosa serie de las «Gifford Lectures») el sentido y los resultados de mi trabajo–, son, también ellos, solo etapas y no verdaderas summae, como quizá habrían querido ser. Como tales son presentados aquí, acompañados de algunos ensayos de los mismos años, editados solo en actas de congresos y de conferencias para las que fueron concebidos y escritos. He renunciado a la idea de hacer de ellos un conjunto más sistemático, que evitase las casi fisiológicas repeticiones que se realizan en estos casos. Los lectores juzgarán si la decisión ha tenido sentido, como pienso. Para el distinto peso de ciertos temas –la koiné hermenéutica y sus límites en el curso de Lovaina; la tentación del realismo en el curso de Glasgow–, el intervalo temporal entre ambos cursos resulta determinante. En Lovaina recién llegaba de las conferencias boloñesas que confluyeron luego en Oltre l’interpretazione (1994), y que inauguraron la identificación entre hermenéutica y nihilismo como meollo del pensamiento débil; en Glasgow, en cambio, el adversario a batir me parecía ya entonces (y hoy más que nunca) la vuelta al orden que en la cultura, no solo filosófica, se ha hecho sentir en estos últimos años: ¿efecto quizá del 11 de Septiembre? ¿Efecto de la lucha contra el terrorismo internacional? ¿De la crisis financiera que parece que solo puede vencerse mediante un «nuevo realismo», esto es, pagando la deuda, trabajando más y con salarios más bajos, apretándonos el cinturón, en suma?

Al señalar las que, según creo, son las variaciones ocurridas en estos años, confieso también que algunos problemas han permanecido abiertos, siguiendo igualmente ellos un proceso de transformación y, diría, de intensificación. Son los temas de que tratan los dos capítulos finales de las lecciones de Lovaina y de Glasgow respectivamente, que guardan relación con los éschata, las cosas últimas. Hasta el final me he preguntado si debía unificar el conjunto en un único capítulo «escatológico». Empresa complicada, por lo que aquellas glosas han quedado como eran, solo con alguna aclaración añadida, pero más en su estado de anotaciones que como textos acabados. No siendo un obstáculo para la comprensibilidad, son si acaso un signo de incompletud que, en filosofía igual que en muchos otros campos, no parece algo de lo que debamos avergonzarnos.

El resultado no es un volumen de divulgación filosófica destinado al gran público; pero tampoco es mero documento de un recorrido teórico dirigido exclusivamente a los expertos o incluso a los biógrafos, míos o del pensamiento débil. Como se verá en el desarrollo de los capítulos y en el desarrollo de los temas, el significado del itinerario que se presenta es ya en sí mismo, igual que el título general de la obra, una paradoja, que podría resumir de la siguiente manera, retomando también uno de mis temas, el de las comillas, en el que se demora uno de los capítulos de Glasgow: de la «realidad» a la realidad. En efecto, como he intentado aclarar también añadiendo en el apéndice algunos textos escritos de esos mismos años, el propósito inicial del decir adiós a la realidad «dada» –planteando ante todo el problema del cómo se da (Heidegger: Es gibt – Es, das Sein, gibt), en dirección a una consumación de la objetividad en cuanto efecto del dominio– ha ido concretándose en una forma de segundo «realismo», que reconoce las dificultades de ese decir adiós. Si se quiere, el itinerario al que aludo es el mismo de la noción de posmodernidad, que no por casualidad, desde el inicio, sus críticos marcaron con el membrete de ideología peligrosa, cercana a las ilusiones del neocapitalismo triunfante. Estas críticas, aunque demasiado a menudo concitadas por un «modernismo» que continúo considerando de inspiración dogmáticamente racionalista (como me parece que es el caso en Habermas), tenían sin duda sus razones. Si debiera precisar un momento de cambio, de crisis, o de replanteamiento por lo que a mí se refiere, señalaría la segunda edición de La società trasparente (2000), con el capítulo final sobre los «límites de la desrealización». Igual que gran parte del trabajo filosófico –si puedo hablar así– que he llevado a cabo desde los años del primer libro sobre Aristóteles (para mí se trataba entonces de encontrar un pensamiento cristiano que no fuera ni puramente regresivo –metafísica clásica...– ni sometido a una modernidad puramente «liberal»; era la vía del «catocomunismo» que no he dejado nunca de frecuentar), también este giro más allá de lo posmoderno estuvo motivado por un punto de vista ético y político a la vez, si se quiere «impuramente» ideológico; respondía a acontecimientos en absoluto internos a la especulación filosófica, se inspiraba en o reaccionaba ante la nueva situación determinada en Italia (y en Europa) por la victoria electoral de movimientos y personajes nacidos y crecidos con la toma del poder por parte de los medios, la televisión sobre todo. La posibilidad de que el peso de la «objetividad» se aligerara de un modo casi natural (por efecto de la tecnología, en definitiva) por el triunfo de las imágenes (si tienes un televisor en casa, es como si tuvieras la fuente de la verdad; pero si tienes veinte, eres más libre, eres como el superhombre de Nietzsche que elige su propia interpretación) se revelaba cada vez más como un sueño ausgeträumt, una ilusión perdida. Paralelamente a estos «eventos externos» –la política, la sociedad de masas y sus cada vez más visibles defectos–, la polémica recurrente sobre las opciones políticas de Heidegger en los años del nazismo1 representaba otro móvil «realista» que debía pesar cada vez más también en el plano de la teoría. No me satisfacía la respuesta de Rorty a Farías y colegas: decidiendo estar con Hitler, en 1933, Heidegger se comportó como un son of a bitch, tomó una decisión moral condenable; pero era como si Einstein hubiera aceptado el carnet fascista: no contaminaba en absoluto la validez de la teoría. Un asunto, eso del nazismo de Heidegger y de las discusiones suscitadas por libros como el de Farías, que pesaba doblemente para la cuestión del realismo. Por un lado, traía a la memoria la realidad dentro de la cual están las teorías filosóficas y que no pueden no tener en cuenta; por otro, me parecía que desmentía también la tranquilizadora tesis de Rorty, según la cual podía distinguirse entre validez de una filosofía y decisiones moralmente reprobables de su autor. Además, Rorty concebía la filosofía como una «redescripción», que tenía más o menos la «validez» de una novela, en el fondo «solo» una interpretación. Pero a mí no me parecía que la filosofía y quizá tampoco la misma ciencia fueran conocimientos objetivos de la «realidad» existente ahí afuera, que pudieran separarse de la orientación existencial del filósofo o del científico. Por tanto, realismo en lo que se refería a tomar en serio la situación política del filósofo; antirrealismo si se trataba de admitir que la filosofía puede ser válida como teoría independientemente de las decisiones existenciales del autor.

El resultado de estas dos líneas de reflexión –que ciertamente ahora me parecen más homogéneas de lo que posiblemente lo eran en la época– fue, por un lado, la pérdida de la ilusión «tecnológica» sobre la dimensión liberadora del triunfo de las imágenes como factor de alivio del carácter apremiante de lo «real»; por otro, la confirmación de la convicción constante de que la filosofía no podía no comprometerse en las luchas históricas, aun a costa de clamorosos errores: pensaba, por ejemplo, que –aparte de un hombre como Cassirer, rico exponente de la élite hebrea alemana casi «naturalmente» liberal y moderado– los grandes pensadores de los años veinte y treinta por lo general habían tomado partido: frente a un Heidegger nacionalsocialista, había un Lukács y un Bloch estalinistas. Pensando en el famoso seminario de Davos de 1930, en el que se habían enfrentado el neokantiano Cassirer y el existencialista (no todavía nazi) Heidegger, sabía que me habría puesto del lado de Heidegger, montañés de la Selva Negra y en el fondo exponente de aquel proletariado alemán arruinado por la inflación, que anhelaba alguna forma de rescate. Ninguna simpatía por la opción nazi de Heidegger, obviamente. Pero total comprensión por su decisión de alinearse. Incluso en nombre de una errónea autointerpretación; Heidegger había visto correctamente las cosas al pensar la situación de su época como un encuentro entre potencias dominadas todas por el frenesí de la técnica, en versión capitalista o «comunista». Solo que, cediendo a una mitología tardoclasicista y prerromántica, creyó que Alemania, precisamente por su relativo atraso (evidente a finales del siglo xviii; mucho menos evidente en el xx) pudiera representar el lugar de una nueva Grecia presocrática, premetafísica (como en los sueños del joven Nietzsche) y, por tanto, alternativa a la civilización del cálculo, de la racionalización, de la totale Verwaltung, de la que hablaba también la Escuela de Frankfurt. (Por otra parte, lo que me impresionaba ya entonces en Adorno era su evidente convicción de que el nazismo no había acabado, que solo se había reencarnado en la sociedad de masas estadounidense. Una postura en el fondo no muy alejada de Heidegger.)

Lo cierto es que simpatizaba con Heidegger también y sobre todo por su antinorteamericanismo; sintiéndome no obstante próximo precisamente por esto a la izquierda, a los frankfurtianos. Y fiel también a la inspiración «vanguardista» del Heidegger de los años diez, inspiración que, como se ve también por algunas páginas de los textos aquí publicados, sigue siendo el punto de referencia de toda crítica «interna» del heideggerismo, punto en cuyo nombre reivindico la legitimidad de una lectura «de izquierdas» de ese pensamiento: hablo de derecha e izquierda ante todo por analogía con las vicisitudes de la escuela hegeliana, pero no sin una específica alusión al significado político actual de los términos.

Es muy posible que el énfasis con el que yo insistía en la decisión heideggeriana de comprometerse políticamente, incluso con el desastroso resultado que conocemos, fuera una forma de apología pro domo mea, ya que entretanto me había ido involucrando por mi parte en un compromiso político –que continúo considerando moralmente más válido que el de Heidegger, y espero no totalmente abocado al desastre (aunque aquí son lícitas muchas dudas). Un compromiso que no interpreto ni de lejos en el sentido «tranquilizador» que veo en el juicio de Rorty sobre el nazismo de Heidegger. No soy un «científico» que, habiendo merecido la estimación de sus conciudadanos por los resultados de su trabajo, se pone al servicio de la comunidad presentándose a las elecciones. En todo caso, estar en política como parlamentario y miembro (independiente, por otra parte) de un partido cuyos programas e iniciativas comparto, me ha obligado, además, a medirme con la realidad: ¿entre comillas o no? Exactamente, con el problema de las comillas. En el sentido de que lo que realmente cuenta, y que constituye un problema tanto para el filosofo como para el político, es decir, en última instancia para todo aquel que vive en una sociedad, es el salto que propiamente exigen e implican las comillas. Salto significa decisión, ruptura, a menudo conflicto. Un choque con la realidad, por tanto, y no disolución, triunfo de la imagen, consumación pacífica del carácter categórico de lo dado. Las comillas son más resistentes de lo que cabría esperar. Pero el objetivo, el fin hacia el cual mirar es siempre el mismo: liquidar la realidad con las comillas, la pretendida naturalidad y el supuesto carácter definitivo de lo que es, de lo «dado», comenzando por descubrir quién es el que da. Es, das Sein, gibt. De modo que, para Heidegger, quien da, en el dar(se) de la realidad, es el Ser. Solo que el Ser no es el Dios de la tradición metafísica, y, por otra parte, tampoco el Dios del Evangelio es algo de esta índole. El Ser no es lo que es (y no puede no ser), sino que es evento, aquello que «se da». Tampoco el Dios cristiano es lo que es y ante lo cual yo estoy en posición de pura contemplación pasiva; si es Gracia, implica activamente a quien la recibe. El darse del Ser es por cierto también don. Pero si no ha de ser pensado como el objectum, eso que está frente a mí y se me impone, no puede sino acontecer como un evento que me implica y que yo contribuyo a determinar. Interpretación, y no reflejo especular, es lo que la hermenéutica y la analítica existencial de Heidegger en Ser y tiempo han sacado a la luz –no «revelado» como algo que se contempla y se constata. Como se verá de forma más articulada en los diferentes capítulos de este libro, y en el paso de las lecciones de Lovaina a las de Glasgow, la novedad, aunque sea relativa, está en acentuar el sentido emancipador de la hermenéutica. Entendida no solo como koiné hermenéutica, es decir, el hecho más o menos general de admitir que la experiencia de la verdad es asunto de interpretación, sino también como radicalización de la implicación del intérprete mismo en el proceso (también esto es interpretación, según la cláusula de la frase de Nietzsche que tomo como guía) y, por tanto, en la historia del Ser como proceso que solo puede interpretarse como progresiva disolución de la objetividad. Una hermenéutica radicalmente pensada no puede ser más que nihilista, es decir, pensamiento débil, ejercicio de interpretación legitimado por el «hecho» de que el Ser no se da (ya) como objetividad. ¿Es un «hecho»? Sí, pero en el sentido literal de la palabra, en un sentido viquiano, podríamos decir. La historia (del Ser) en la que estamos arrojados es la historia del nihilismo, es decir, de la metafísica y de su progresiva disolución, elocuentemente narrada por Nietzsche y reanudada por Heidegger, una historia que no podemos pretender mirar desde fuera (no olvidemos los orígenes de la hermenéutica y la herencia de Dilthey, decisiva para Heidegger), porque formamos parte de ella y la constituimos mientras de ella hablamos.

No es extraño que, en un determinado momento de este itinerario, la hermenéutica se (me) haya ido configurando como una, o la, filosofía de la praxis, el término que Gramsci aplicaba al pensamiento de Marx. Filosofía de la praxis que, como he sugerido en uno de los ensayos puestos en el apéndice del libro, se encontraba todavía expuesta al peligro de disolverse en fundamentalismo metafísico, en la medida en que (y siempre y cuando) pensara en una verdad en cuyo nombre iba a desenmascarar las ideologías y las formas de la falsa conciencia. Lo que Marx y el marxismo han llamado crítica de la ideología, Heidegger lo concibe y practica como crítica de la metafísica, es decir, crítica del supuesto carácter definitivo de la verdad. El porqué de la ideología, en Marx, es relativamente claro: privilegios, voluntad de conservarlos y de ampliarlos, división de clases, dominio del hombre sobre el hombre. ¿Y en Heidegger? ¿Cómo nace la metafísica?

No hay en Heidegger ninguna pretensión de remontarse a los orígenes, pensándolos, además, como estructuras auténticas por ser originarias (mientras que en Marx hay una especie de fe en la igualdad inicial, rota por la acumulación originaria...). El «siempre ya» que se repite tan a menudo en Sein und Zeit es una expresión que hay que tomar en serio: la metafísica no nace (aunque Heidegger, precisamente en coincidencia con su «error» nazi, parece pensar en un mundo premetafísico, la Frühe de los presocráticos, del que no obstante huye de inmediato).2 La reconocemos no porque tengamos presente un modelo alternativo, sino porque produce los efectos de negación de la libertad que Heidegger vive con la vanguardia de principios del siglo xx. Por otra parte, toda la ontología heideggeriana es una «ontología negativa», o, mejor aún, «suspensiva»: no tenemos ninguna experiencia del Ser como tal, nos hallamos siempre ya dentro del nihilismo (la historia en la que «del Ser como tal ya no queda nada»): los entes aparecen en cuanto el Ser se oculta o permanece en suspenso. Pero ¿querrá decir esto que sería «mejor» que el Ser se diera como tal y no dejara aparecer los entes? Vemos claramente que esta pregunta no tiene sentido. No olvidarse del Ser dejando que los entes ocupen su lugar significa solo suspender el ente en su pretensión de indiscutibilidad.

En esta lectura «de izquierdas» de Heidegger hay mucho de herencia cristiana, suya y mía: la idea de una parusía que deja subsistir la historia precisamente en cuanto se suspende y que, sin embargo, le da sentido y la orienta. Pero hay más, creo. También aquí con una cierta analogía entre Heidegger y su intérprete. Tras la desafortunada aventura nazi, como se sabe, Heidegger desarrolló su reflexión casi exclusivamente meditando sobre la poesía y sobre las palabras epocales de la Frühe premetafísica, en términos a menudo tan cargados de aura que hacían poco comprensible su mensaje (una costumbre al estilo hermético y oracular que cierta filosofía reciente cree que debe imitar, por lo general con resultados más bien grotescos). En suma, tras haber tocado la política de cerca y sufrido una grave decepción, pareció darse cuenta de la imposibilidad de imaginar cualquier orden histórico después de la disolución de la metafísica de la presencia. En cuanto a su (¿modesto?) intérprete, la analogía consiste en lo siguiente: las venturas y las desventuras de la izquierda, en Italia y en Europa, parece que pueden leerse, por lo menos filosóficamente o, si se quiere, religiosamente, como una vocación a la anarquía que no se adapta a formularse en programas histórico-políticos determinados. Podemos quizá hablar de reformismo frente a revolución. Puede parecer una exageración presuntuosa, pero no es inverosímil leer las vicisitudes de la izquierda política italiana y europea en los términos de Sartre en su Crítica de la razón dialéctica [Buenos Aires, Losada, 1963]: hasta ahora toda conquista del poder por parte de fuerzas de la izquierda ha dado lugar siempre a una «recaída en lo práctico-inerte», a un retorno al orden –propietario, bancario, atlántico. Sabemos que estos resultados desastrosos de lo que se nos ha ido mostrando como «revolución» –desde la soviética a la china, y luego, si licet, a nuestras experiencias reformistas, hasta llegar al mismo proyecto de la Unión Europea, que parecía al comienzo una forma de realizar un socialismo con rostro humano– no son signo de una esencial incapacidad de la humanidad de construir una sociedad más justa; podríamos incluso señalar detalladamente las fuerzas históricas (¿la «reacción al acecho»?) que han llevado al fracaso de estos experimentos. Y, sin embargo, es casi una fatalidad que la repetición de tales fracasos se interprete también como signo de una necesidad esencial. La idea de anarquía con que concluye el curso de Glasgow, y que recobra y generaliza las ideas de un gran libro sobre Heidegger de un filósofo desaparecido demasiado prematuramente (Schürmann),3 no es una profesión de fe metafísica: es solo el resultado de una meditación sobre la praxis posible aquí y ahora, pero también una especie de «aplicación» de la ontología negativa heideggeriana; ontología que, con un nuevo aspecto que acaba siendo paradójico, parece volver a la Stimmung existencialista del primer Heidegger. La perspectiva «política» que se abre a partir de la ontología hermenéutica y del nihilismo heideggeriano no es la de un borrador de programa con el que empezamos alegremente y con la convicción «positiva» de los constructores: como dice Benjamin en Tesis de filosofía de la historia, lo que inspira a los revolucionarios no es la visión del mundo feliz que construirán para sus descendientes, sino la imagen de los antepasados esclavizados. ¿Espíritu de venganza? No, más bien la conciencia de que el darse del Ser implica una vez más proyectualidad y, por tanto, voluntad de cambio, conflicto. Vida, en el fondo.

LAS LECCIONES DE LOVAINA

1.

Efecto Nietzsche

Si me propongo exponer una serie de reflexiones filosóficas sobre (el fin de) la realidad, es porque considero –siento, tengo la impresión que no me parece infundada– que justamente en relación con ciertos resultados de la filosofía de hoy, resultados no marginales o simplemente de escuela, se deja sentir una especie de Notschrei, si no un grito, por lo menos una exclamación de impaciencia, una especie de deseo difuso de realismo (o, a mi parecer, una tentación de realismo). A esto aludían los diversos significados que, en la presentación originaria de estas lecciones en la «cátedra cardenal Mercier» de Lovaina, había vinculado al título De la réalité, de realitate, al modo latino; de la realidad, por favor; de la realidad hacia... Frente a las salidas nihilistas de la hermenéutica, que considero implícitas en gran parte de las orientaciones filosóficas actuales, se oye una exigencia de realidad. Hablo, por tanto, de realidad también porque creo responder así a una pregunta generalizada. Esta es, por otra parte, la única manera en que la filosofía puede «fundarse en la experiencia», como a menudo ha pretendido hacer creyéndose por esto obligada a remitirse a los «datos» más elementales de las sensaciones. La experiencia a la que la filosofía ha de responder, y corresponder, es solo la pregunta por la que se siente –con toda la imprecisión que eso comporta, pero no era menor la imprecisión de la experiencia «pura» de los empiristas– interpelada.

No creo que las conclusiones nihilistas de la hermenéutica sean simplemente un malentendido que haya que disipar. Más bien tengo la convicción de que, precisamente por estar orientada a estas conclusiones, la hermenéutica es la filosofía de nuestra época, en el doble sentido, subjetivo y objetivo, del genitivo. Por lo que no pretendo de ningún modo responder a la necesidad de realismo «liberando» a la hermenéutica de la acusación, o de la sospecha, de nihilismo. No me propongo ningún retorno a la realidad, a los fundamentos, a la solidez de una ontología con los pies en la tierra, contra los peligros del irracionalismo difuso, como según creo que sucede en ciertos retornos actuales a la fenomenología, combinada bien con la atención a las ciencias cognitivas, bien con el interés por una ética y una teología de inspiración levinasiana,4 o en aquel «pensamiento trágico»5 que junta la dialéctica negativa de origen frankfurtiano con una lectura de Heidegger como teólogo apofántico, o en fin en el neokantismo de un Apel o un Habermas. Pienso más bien en un movimiento de despedida, de separación, de disolución o debilitamiento de la realidad, que veo dibujándose en muchos aspectos de la cultura contemporánea, y que, a mi entender, la filosofía solo puede intentar interpretar orientándolo hacia resultados emancipadores. No hablaré, por tanto, contra el nihilismo del pensamiento y de la cultura actual, sino a favor de una más explícita aceptación del mismo como vocación (también en sentido religioso) de nuestra época y como específica chance suya de emancipación.

El primer paso que me propongo dar lo doy, como dice el título, bajo el signo de Nietzsche. Nietzsche hace aquí acto de presencia no como «objeto» de la historiografía filosófica, con todos los problemas que sus textos siguen planteando a los historiadores. Sin exagerar el sentido de esta referencia a la terminología heideggeriana, diré que quiero leer a Nietzsche no de un modo historisch, sino de un modo geschichtlich, y en definitiva, geschicklich. Donde, como es posiblemente oportuno recordar, la lectura historisch sería justamente la dirigida a una estimación filológica del sentido de los textos nietzscheanos; estimación que a los ojos de la hermenéutica parece por lo menos problemática, si no está motivada por un propósito histórico en sentido activo (en el sentido de la res gesta, o gerenda: qué busco en Nietzsche y por qué), que no puede desarrollarse auténticamente (por lo menos con la debida seriedad) a no ser intuyendo también en él un aspecto de destino (Geschick). En otros términos: sé muy bien que son muchos los problemas filológicos abiertos sobre el sentido de los textos de Nietzsche, y no pretendo aquí empeñarme en sostener con discusiones detalladas que este sentido es necesariamente el que yo encuentro en ellos.6 Si se quiere, lo que pretendo hacer es «servirme» libremente de algunos textos de Nietzsche para interpretar nuestra (o quizá mi) situación presente y, circularmente, servirme de esta lectura de la situación para interpretar esos mismos textos. Al hacerlo así, creo estar en consonancia con la explícita ambición de Nietzsche, que quería ser el profeta del siglo que había de venir. Es propio de las profecías que solo se las comprenda a medida que se realizan. Añadamos que Nietzsche se sentía profeta también en el sentido de Fuersprecher, abogado y portavoz, de un proceso, el eterno retorno de lo mismo, que según él estaba ya en acto desde siempre. Como espero poder mostrar con mayor claridad en el desarrollo de mi exposición, el hecho de hablar solo en nombre de lo que ya sucede es otro carácter específico de la ontología nihilista en la que debería desembocar explícita y coherentemente la hermenéutica.

Pero, ante todo: ¿por qué, y en qué sentido, la hermenéutica debe desembocar en una ontología explícitamente nihilista?7 Es lo exigido, de un modo algo paradójico, por la contradicción que Nietzsche mismo anota en un famoso fragmento de sus apuntes póstumos: «No hay hechos, solo hay interpretaciones». Y añade: «Y también esto es una interpretación».8 Si la hermenéutica actual no acaba en una explícita ontología nihilista, se olvida justamente de esta conclusión decisiva y se expone a la justa acusación de autocontradicción performativa con la que los realistas han creído siempre poder liquidar el nihilismo, lo mismo que el escepticismo.

Si la tesis de la hermenéutica más radical (pero también, simplemente, más coherente, por lo menos en la medida en que no decida quedar reducida del todo a una disciplina técnica, al arte de la exégesis) puede resumirse en esa frase de Nietzsche, es evidente que el enunciado no podrá presentarse como descripción de un hecho, como una proposición metafísica sobre la realidad, que estaría «objetivamente» constituida por interpretaciones y no por hechos. Me parece innegable, ante todo, que la hermenéutica como filosofía general –en el sentido adquirido por lo menos a partir de Heidegger y de Gadamer– solo puede formularse de acuerdo con la sentencia de Nietzsche. No es nada evidente, más bien es sumamente discutible que la famosa frase de Gadamer, en Verdad y método,9«Sein, das verstanden werden kann, ist Sprache» («El Ser que puede ser comprendido es lenguaje») se refiere únicamente a la clase de Ser que puede ser comprendido, esto es, a los objetos de las «ciencias del espíritu» (podríamos decir: las formas simbólicas, las formaciones espirituales como textos, instituciones, etcétera). Gadamer no ha avalado nunca explícitamente una interpretación nihilista radical de esta frase10 ni, en general, de la ontología hermenéutica; pero el conjunto de su pensamiento autoriza por lo menos esta interpretación, en la medida en que no es posible ciertamente atribuirle una actitud de tipo kantiano o diltheyano, que separaría el ámbito de la comprensión interpretativa, del Verstehen, del de la explicación científico-experimental. Gadamer tiene razón en querer mantener una cierta diferencia entre el lenguaje de las ciencias positivas y el de las ciencias del espíritu (que según él está más directamente ligado al lenguaje cotidiano).11 Pero sigue siendo verdad que, según él, toda experiencia solo es posible en el horizonte del lenguaje, y, por tanto, de la comprensión. La experiencia, todo tipo de experiencia, es posible porque «somos un diálogo» (Hölderlin), porque heredamos una lengua natural que constituye nuestra precomprensión del mundo. Del mundo, subrayémoslo, y no del Ser, ya que sería imposible pensar que la precomprensión sea algo anterior al Ser. El Ser –el del mundo, el de nosotros mismos– solo se da en la comprensión (y) en el lenguaje. La tesis según la cual el Ser, que puede ser comprendido, es lenguaje no puede, por tanto, aplicarse solo al ámbito de las ciencias del espíritu. Si la experiencia solo es posible sobre la base de una apertura previa, que según Heidegger y Gadamer es la del lenguaje, habrá que decir que cualquier «hecho» es producto de una interpretación.

Aunque esta conclusión no se encuentra explícitamente en la obra de Gadamer, puede decirse que después de él y después de Heidegger la distinción diltheyana entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, que implicaba también (y quizá necesariamente, en aquel marco conceptual) la superioridad metódica de las primeras –ya que el modelo nomotético de ciencia es dominante en Dilthey, y es probablemente una herencia directa kantiana–, ha quedado totalmente destruida: las ciencias de la naturaleza se desarrollan solo en el horizonte del lenguaje que se ha heredado naturalmente con la misma constitución histórica de nuestro ser-en-el-mundo, esto es, dentro de aquella apertura previa que condiciona toda experiencia y que, por tanto, constituye su ineludible carácter interpretativo.

Interpretación significa, en Ser y tiempo, propiamente esto: poder acceder al mundo en virtud de una precomprensión que nos constituye y que se identifica con la herencia de nuestra lengua histórico-natural. Podría decirse que no estamos tan lejos de Kant, con la diferencia de que aquí se ha disuelto del todo la creencia kantiana en la estabilidad «natural» de los a priori. Como se sabe, para Kant toda experiencia de las cosas es posible gracias a un «equipamiento» del que dispone el sujeto naturalmente: todos los seres racionales finitos experimentan el mundo según las formas a priori de espacio y tiempo, y lo ordenan según categorías (como la de sustancia, causa y efecto, etcétera) iguales en todos, y de ahí la universalidad y la «objetividad» de nuestros juicios y de los saberes. Pero este sujeto trascendental de Kant no es un sujeto verdadero, como ya observó Dilthey y como corrobora continuamente Husserl en su Lacrisis de las ciencias europeas; es solo el correlato del objeto de las ciencias. En cierto sentido, precisamente en cuanto la experiencia es posible solo por los a priori de que dispone el sujeto «antes» de encontrarse con el mundo, puede decirse que ya hay en Kant un preludio de hermenéutica. Pero el Dasein heideggeriano (es decir, el hombre en cuanto existente) está constituido por una precomprensión radicalmente finita, geworfen, arrojada en lo concreto de una condición históricamente determinada; por tanto, no es portador de una razón humana siempre igual. No olvidemos que lo que separa a Heidegger de Kant es el nacimiento de la conciencia histórica del siglo xix, y sobre todo la aparición de la antropología cultural, no menos que los síntomas del «ocaso de Occidente» y de su fe en sí mismo como centro y criterio de todo auténtico humanismo.

Volveré más adelante sobre las implicaciones ontológicas de la Geworfenheit heideggeriana. En cuanto a Nietzsche, su pensamiento puede verse como una etapa todavía provisional en el camino que conduce del sujeto trascendental de Kant al Dasein históricamente arrojado de Heidegger. Es lo que he querido dejar claro con los títulos de los dos primeros capítulos de este libro: para Nietzsche, el mundo verdadero se ha convertido en una fábula (según otro famoso pasaje de su obra tardía El crepúsculo de los ídolos),12 esto es: en su pensamiento, la radicalización del carácter siempre finito y deyecto de la comprensión da lugar por ahora solo a un relativismo que se limita a destruir, sin superarlo en realidad, el naturalismo positivista. Según el largo fragmento juvenil Sobre verdad y mentira en un mundo extramoral,13 el «conocimiento» no es más que el resultado de la creación de metáforas por parte de un sujeto que carece en sí mismo de una estructura estable y que está constituido por una móvil jerarquía de pulsiones. Se trata de una actividad siempre subjetiva, aunque Nietzsche –que en esto es tributario del naturalismo positivista– no renuncia a señalar el instinto de supervivencia como base de la actividad del conocer. Este motor de base no garantiza, sin embargo, una estabilidad comparable a la de la razón kantiana. Como, en las condiciones naturales, la supervivencia depende siempre de la lucha entre los seres vivos, las metáforas creadas por la actividad del conocimiento son siempre diferentes y, como dice también el fragmento juvenil, se estabilizan solo de un modo provisional, en conexión con las configuraciones de las relaciones de dominio, tanto del exterior como del interior del sujeto. No hay modo alguno de fijar de una vez por todas las metáforas «más favorables» a la supervivencia, por lo que la referencia a este impulso «natural» no permite llegar a ninguna unidad. La naturaleza de Nietzsche no es la de Kant, que todavía podía ejercer de fuerza divina capaz de inspirar la creatividad del genio artístico. Es solo la naturaleza madrastra de Schopenhauer, dominada por la lucha de todos contra todos. Además, tampoco el instinto de supervivencia es algo insuperable y definitivo: en los apuntes del último periodo, Nietzsche (volviendo en cierto sentido a su schopenhauerismo juvenil) considera el arte propiamente como una capacidad de elevarse también por encima del impulso de supervivencia. Aunque en muchos aspectos enraizado todavía en un marco naturalista de sello positivista, y aun a costa de muchas contradicciones que quedarán abiertas hasta el final, el perspectivismo de Nietzsche no permite referirse a ningún «principio de realidad».14

También estas contradicciones de la filosofía nietzscheana, cruz y delicia de los intérpretes, son proféticas, como lo es también su disolución del kantismo. En el sentido de que, en lo que he pretendido llamar la «koiné hermenéutica» del pensamiento actual –o sea, el casi general acuerdo sobre el carácter interpretativo de la experiencia (y) de la verdad–15 no se va por lo general más allá de las conclusiones problemáticas de Nietzsche: el conocimiento no es más que interpretación; y también esto es una interpretación, pero esta conclusión no da lugar, excepto en Heidegger, a los desarrollos que merecería. La ontología nihilista que se anuncia en Nietzsche, en estas condiciones, apenas es poco más que un nihilismo implícito, dando lugar a actitudes relativistas e irracionalistas que, por reacción, estimulan la necesidad –que llamaría neurótica– de una vuelta al «realismo». En la forma que hoy es más popular, el perspectivismo de inspiración (también) nietzscheana se presenta como una reanudación del pragmatismo que considera más o menos insuperable la referencia de las múltiples interpretaciones al marco, no histórico en el fondo, del instinto de supervivencia.16

No sin cierta circunspección, sin embargo, uso el término «neurótico» para connotar la necesidad de volver al realismo que siento difundida en la mentalidad contemporánea. Sería difícil justificar aquí el empleo de este término en toda su amplitud y su especificidad, por lo menos en la medida en que parece remitir necesariamente a la idea de un estado «normal», es decir, de nuevo, a algo que funcionaría como «principio de realidad». Una observación así puede, entre otras cosas, dar a entender la dificultad, que no pudo evitar el mismo Nietzsche, de sustraerse al lenguaje y a la actitud de la metafísica «objetivista». Sin detenerme más en este problema, que no es solo terminológico, diré que uso el adjetivo «neurótico» sin ninguna pretensión de rigor, asumiéndolo en un sentido impreciso pero común, para indicar que las raíces de la necesidad de realismo arraigan, en mi opinión, más en un malestar psicológico que en una exigencia estrictamente cognoscitiva. Es decir, no es que se invoque un retorno al realismo para estar, frente al nihilismo perspectivista de Nietzsche (y de buena parte del relativismo actual), en correspondencia con un cierto orden real. De hecho, también entre los «realistas» se encuentra a menudo una compleja mezcla de argumentos «fundacionales» (reivindicación de la magnitud «objetiva» de las percepciones, de la insuperable pasividad de la intuición sensible, etcétera) y de argumentos ad hominem, retórico-persuasivos, que frecuentemente apelan a las consecuencias inaceptables del nihilismo hermenéutico, en cuanto este abriría el camino a la disolución de toda moral (si Dios ha muerto, todo está permitido) y, sobre todo, a un peligroso desprestigio de las ciencias experimentales. Tal mezcla de argumentos descriptivos y de argumentos histórico-morales se encuentra a veces también en los pensadores hermenéuticos: incluso Verdad y método de Gadamer puede parecer una reivindicación del carácter interpretativo de la experiencia, fundada no obstante en la descripción fenomenológica «objetiva» de sus auténticas estructuras. Lo mismo vale, naturalmente, para la analítica existencial de Ser y tiempo, que no obstante, en el desarrollo del pensamiento heideggeriano, se revela cada vez más claramente como la escalera que debe dejarse caer después de haberse subido uno al pajar.

Nos encontramos de nuevo frente a las contradicciones performativas, aparentes o reales, que Nietzsche explicita en la conclusión de su frase: «Y también esto es una interpretación». Lo que sucede –no en Heidegger, por cierto, y solo aparentemente en Gadamer, pero sí en gran parte de la koiné hermenéutica hodierna– es que se asume más o menos conscientemente la sentencia de Nietzsche –no hay hechos, solo interpretaciones– como una descripción del estado de cosas, como una tesis metafísica, por tanto. ¿Podemos ver aquí una confirmación de la dificultad –sobre la que Heidegger no dejó nunca de meditar– con que se encuentra el pensamiento al buscar un camino más allá del objetivismo metafísico? También a los que admiten que el conocimiento es interpretación, esto es, acceso al mundo con la mediación de una precomprensión, les resulta difícil adaptarse a la idea de que solo hay argumentos ad hominem, solo interpretaciones arriesgadas, responsables (pero no necesariamente irrazonables), históricamente situadas e inevitablemente «interesadas»; y esto sobre todo en un campo como la filosofía, que no es nunca una «ciencia normal» en el sentido kuhniano del término.17

La actualidad del nihilismo perspectivista de Nietzsche –que no por casualidad constituye el tema del capítulo final de Conocimiento e interés de Habermas, un libro que puede considerarse una especie de introducción (aunque sea también polémica) a la koiné hermenéutica actual– puede documentarse cómodamente en un texto, más reciente que el habermasiano y de proveniencia «analítica», como Mind and World de John McDowell, de 1994.18 Este texto es sumamente significativo no solo por la claridad y el rigor de exposición, sino sobre todo porque, en mi opinión, muestra: (a) la legitimidad de una hermenéutica de signo nietzscheano para una sensibilidad también «analítica» como la del autor; (b) la persistencia de un prejuicio metafísico-descriptivo que impide seguir hasta el fondo (y, según entiendo yo, con Heidegger) las implicaciones de la verdad de la hermenéutica para la filosofía misma («también esto es una interpretación»).

McDowell encuentra que la relación entre mente y mundo tiende a presentarse –en los autores que examina y discute, por un lado, Donald Davidson y, por otro Gareth Evans, como ejemplos emblemáticos de actitudes teóricas ampliamente difundidas– como una oscilación entre dos polos opuestos, uno referible al «coherentismo» de Davidson, y otro que se refugia en lo que, con Sellars, McDowell llama «el mito de lo Dado».

Tenemos la tendencia a caer en una oscilación intolerable: en una de sus fases, nos abandomanos hacia cierto coherentismo que no puede darle sentido a la idea de que el pensamiento tenga que ver con la realidad objetiva; en la otra fase, reculamos hasta el punto de recurrir a lo Dado, lo cual luego resulta que no nos sirve para nada (Mente y mundo, págs. 63-64).

El carácter «intolerable» de la oscilación no se discute ulteriormente en la obra ni se explica (¿quizá porque también podría hablarse de «neurosis»?). Para entender por qué el coherentismo no puede valer de por sí como preferible hay que tener en cuenta las razones que McDowell presenta en las páginas anteriores del libro, y que pueden resumirse de la siguiente manera: el coherentismo no hace justicia a la experiencia de no arbitrariedad que hacemos en el conocimiento de lo real. Y, en todo caso, como muestra el autor en la discusión, el coherentismo de Davidson –para quien una creencia solo puede «probarse» mediante otra creencia, mientras que la percepción sensible solo puede producir «efectos»– se limita a aislar un mundo de causas-efectos (físicos, neuronales, etcétera) del mundo de las creencias independiente de aquel. Obsérvese que, como escribe McDowell,

según Davidson la experiencia [o, podríamos decir, la percepción] resulta causalmente relevante para las creencias y los juicios de un sujeto, mas no tiene interés a la hora de otorgar a estas creencias y juicios el estatus de justificados o probados [...], nada puede contar como una razón para sostener una creencia excepto otra creencia (ibid., pág. 52).

Lo cual significa que «la idea de Davidson es que no podemos trasladarnos fuera de nuestras creencias» (ibid., pág. 54). Del mito de lo Dado, que McDowell analizará examinando una obra de Gareth Evans,19 se sale, según el autor, mediante una refutación de la idea de formación del concepto por la vía de la abstracción, que se remite a las observaciones de Wittgenstein sobre el lenguaje privado. Analizando las consideraciones de Wittgenstein, en particular su noción de definición ostensiva privada, McDowell muestra que la idea de que el concepto puede formarse por abstracción de experiencias singulares la rechaza acertadamente Wittgenstein sobre la base del principio según el cual «la mera presencia de algo no puede ser el fundamento de nada» en el plano de los conceptos y de los juicios (ibid., pág. 58). Lo Dado está siempre dado, en su modo de presentarse fragmentario y puntual, a una persona particular. (Una observación que podría desarrollarse, de forma distinta de como hacen Wittgenstein y el mismo McDowell, en la dirección heideggeriana y derridiana de una deslegitimación más general de la presencia y de su pretendido carácter categórico ontológico.) Si entiendo bien la tesis de McDowell, para poder ser fundamento de enunciados y de juicios, el dato ofrecido por la mera presencia constatada en la sensación y eventualmente asumido en la definición ostensiva privada tiene necesidad de ser subsumido en una red discursiva que solo puede provenir de una actividad espontánea del sujeto.