Dios: la posibilidad buena - Gianni Vattimo - E-Book

Dios: la posibilidad buena E-Book

Gianni Vattimo

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Beschreibung

Gianni Vattimo y Carmelo Dotolo entablan en el presente texto un diálogo entre el pensamiento posmoderno y la teología. Ambos autores interpretan el advenimiento de la modernidad no como una ruptura con la tradición judeocristiana sino como un fenómeno derivado de la misma, como una continuación desacralizada de sus valores antropológicos, cosmológicos y políticos. ¿Debe el cristianismo seguir pensando en Dios como fundamento metafísico del mundo o bien es precisamente Dios quien, secularizado, se ha transformado en la utopía de la historia? ¿Acaso no representan los valores cristianos un mundo distinto de Dios, un mundo precisamente secular? Las respuestas que dan a estas preguntas los dos pensadores señalan caminos inteligentes por los que es posible transitar. Giovanni Giorgio es profesor en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma y en el Instituto Teologico Abruzzese-Molisano, que también preside. Entre sus obras recientes destacan Il pensiero de Gianni Vattimo y Spiegare per comprendere.

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Gianni Vattimo Carmelo Dotolo

DIOS: LA POSIBILIDAD BUENA

Un coloquio en el umbral entre filosofía y teología

Dirigido por Giovanni Giorgio

Traducción deAntoni Martínez Riu

Herder

www.herdereditorial.com

Portada

Título original: Dio: la possibilità buona.

Un colloquio sulla soglia tra filosofia e teologia

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 2009, Rubbetino Editore. Soveria Manelli

© 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-2902-6

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

Créditos

ÍNDICE

Nota del editor

Introducción: Pensar la encarnación

[Giovanni Giorgio]

1. Cristianismo e historia: entender la secularización

2. Cristianismo y búsqueda religiosa: entre experiencia vivida y pensamiento

3. Cristianismo y verdad: el sentido y los sentidos

4. Cristianismo y verdad: filosofía y teología

NOTA DEL EDITOR

El coloquio pensante entre Gianni Vattimo y Carmelo Dotolo se inició hace unos diez de años, cuando en 1999 Dotolo publicó su tesis doctoral, dirigida por S.E.R. Mons. Rino Fisichella, con el título La teología fundamental ante el desafío del «pensamiento débil» de G. Vattimo, editada por las, en Roma. Gianni Vattimo respondió a este volumen con un artículo en La Stampa del 12 de octubre de 1999, con el título «Vattimo, el pensamiento débil y la tradición cristiana». Desde esta fecha, el coloquio no se ha interrumpido nunca, y en diversas ocasiones públicas el filósofo y el teólogo pudieron encontrarse de nuevo y mantener abierta una confrontación vivaz y provocadora, cercanos en unas posiciones, alejados en otras.

Este dialogo tuvo un momento particularmente feliz el 21 de mayo de 2005, cuando Vattimo y Dotolo fueron huéspedes de la ciudad de Teramo (Abruzos, Italia) en un exitoso coloquio público sobre el tema Cristianismo, entre verdad y caridad. En aquel encuentro se debatieron algunos de los temas propuestos aquí, mientras nacía en ambos autores la idea de conversar sobre otros que el cristianismo sitúa en el umbral que media entre filosofía y teología. De esta idea nacieron las respectivas entrevistas, sobre temas comunes, que luego, con la aprobación de ambos, confluyeron en este coloquio.

Me parece importante subrayar que mi mayor interés ha sido preguntar tanto a Vattimo como a Dotolo sobre aspectos de su respectiva forma de pensar que fueran críticamente discutibles. Es decir, no he querido formular preguntas que simplemente celebraran o repitieran lo que el público ya conoce, sino preguntas que, dentro de lo que me permitían mis facultades, llevaran luz sobre puntos problemáticos de sus respectivas propuestas y los obligaran a justificarlas. Una y otra vez he pedido también a ambos, más o menos directamente, que cada uno tomara posiciones sobre las tesis del otro. De esta confrontación creo que destacan no solo los puntos de convergencia entre sus posturas, sino también los puntos de divergencia, que dibujan los propios perfiles de pensamiento. Y, si la propuesta filosófica de Gianni Vattimo es ya clara y conocida, me parece que la reflexión de Carmelo Dotolo ofrece aquí una fisonomía suficientemente madura como para poder presentarlo como candidato a ser considerado uno de los teólogos punteros de Italia.

Agradezco a Giovanni Marcotullio y a Gilbert Tsogli, alumnos del Istituto Teologico Abruzzese-Molisano de Chieti, su valioso trabajo de transcripción de las entrevistas.

G. G.

Introducción

PENSAR EN LA ENCARNACIÓN

El coloquio que presentamos aquí se desarrolla en torno al tema «Dios: la posibilidad buena», expresión usada por Gianni Vattimo en el transcurso de la entrevista, y que a ambos entrevistados les ha parecido suficientemente indicativa de la orientación que anima sus respectivas posturas. Tienen estas el común denominador de una análoga comprensión del fenómeno de la secularización, con el que comienza el coloquio. No interesa aquí recorrer desde un punto de vista genealógico1 el fenómeno en sus múltiples aspectos, sino más bien captar las coordenadas generales en las cuales se mueven los discursos de Vattimo y de Dotolo, aunque con sus respectivas diferencias, para poder diseñar el lugar histórico a partir del cual tienen sentido las consideraciones de ambos. Y esto porque, hermenéuticamente, la relación entre el hombre y el lugar que habita, o bien su mundo histórico, se encuentra en la raíz de la relación del hombre consigo mismo, con el resto del ente y con Dios. Optar por una u otra de las distintas concepciones del fenómeno de la secularización no es, por lo tanto, indiferente, porque es a partir de ella como se perfilará la vocación histórica propia de esta generación, la nuestra, con la conciencia del quién que se es, y con la responsabilidad del cómo y del qué debe hacerse con la vida que se nos confía. Solo con una idea suficientemente clara acerca del mundo que habitamos podremos estar a la altura de nuestra vocación histórica.

A este propósito la alternativa respecto a la secularización es la siguiente: ¿el fenómeno del advenimiento de la modernidad debe entenderse como una ruptura con el cristianismo o como un fenómeno derivado del cristianismo? Nuestros dos autores, contra otras lecturas,2 propenden ambos a la segunda hipótesis, interpretando la tradición hebreo-cristiana como madre de la modernidad, porque la laicidad de la modernidad, con los valores antropológicos, cosmológicos y políticos que la distinguieron, se constituye como una continuación suya desacralizada. Es esta una figura paradójica en ciertos aspectos. En efecto, la secularización moderna se caracteriza como traducción inmanente de los valores religioso-sacros heredados del cristianismo medieval. Y, no obstante, llega a ser posible en virtud de un retorno a condiciones de comprensión típicos de la matriz hebrea del cristianismo, que hacen explotar desde dentro la cosmología medieval, calcada más bien sobre la matriz helenística.3 En suma, el rasgo secularizador de la modernidad ha sido posible gracias, precisamente, a la tradición hebreo-cristiana que la Ilustración creyó haber dejado fuera de juego. Con más precisión, el desencantamiento del mundo, hecho posible por el monoteísmo hebreo, que rompe con todo aspecto numinoso o animista del mundo, es la condición para el desarrollo de una concepción de la naturaleza entendida como mecanismo unitario, capaz de funcionar según leyes simples, disponible, por tanto, para el cálculo y la previsión; y es también la condición para pensar al hombre como ser capaz de intervenir en un mundo que se somete a su poder, una vez despojado de toda presencia sacra. Esto, a su vez, deja espacio a una ética y a una política que se miden cada vez más por el más acá presente y no por el más allá futuro, así como a una racionalidad de la historia cuyo sentido emancipador respecto de toda tutela sacra se manifiesta en las tendencias que muestra el proceso histórico mismo, permitiendo con ello su comprensión inmanente. Precisamente el énfasis en la capacidad de acción del hombre, entendido ahora como sujeto, sobre una naturaleza que ya no es sacramente intocable, entendida ahora como objeto, dentro de una historia de emancipación en la que aquel aparece como protagonista, abre nuevas posibilidades de comprensión, fruto de la secularización entendida como interpretación de los contenidos de la revelación cristiana, y no como su liquidación. Por tanto, en general se puede afirmar de modo legítimo que la tradición hebreo-cristiana puede ser interpretada como madre de la modernidad secularizada, porque la modernidad laica se constituye en su continuación e interpretación desacralizada.

Este proceso de desacralización se basa, en efecto, en la idea de mundanidad del mundo típica de la tradición hebreo-cristiana,4 sobre la que se sostienen las doctrinas de la creación y de la encarnación. La relación de creación que articula la relación entre Dios y mundo legitima al mundo como lo otro de Dios, como lo que Dios no es. Que se dé un mundo, por tanto, supone la creación de un espacio sin Dios, de un espacio ateo, para decirlo con Levinas o con Simone Weil. En este espacio habita el hombre, y, justamente porque Dios y mundo no son lo mismo, Dios y mundo pueden encontrarse como partners de una libre alianza. De otra parte, la encarnación del Verbo supone la aceptación de esta alteridad de lo humano mundano que es asumido precisamente en cuanto no divino. El peso específico del mundo, como espacio autónomo respecto del ámbito de lo divino, se mantiene y legitima por el evento y en el evento de la encarnación.

La consonancia en este punto de las posturas de Vattimo y de Dotolo muestra que ambos encuentran en el cristianismo el antídoto de toda sacralización del mundo y de Dios, que toda postura metafísica5 onto-teo-lógica, teísta o ateísta –tanto da– lleva consigo. En particular, creo poder decir que el cristianismo representa el antídoto para todo fundacionalismo, para todas aquellas posturas que, en un aspecto u otro, creen poder alcanzar el fundamentum inconcussum sobre el cual estructurar un orden ontológico cualquiera, que se presente como sistema definitivo donde integrar la realidad de una vez por todas. Pero han sido demasiados los fundamenta inconcussa en la historia del pensamiento occidental para poder creer todavía en ello,6 y para poder creer en una razón monológica y ahistórica, o bien abstracta, absolutamente incontrovertible. El final de los me­tarrelatos modernos que legitiman el saber acerca de la realidad, la emancipadora de la enciclopedia ilustrada y la especulativa de la enciclopedia idealista, nos lo ha contado últimamente Lyotard.7 La época de una metafísica ontoteológica ha cerrado. No digo que haya «acabado», porque hay todavía autores que escriben sobre ella, sino que ha «cerrado», porque ha concluido su palabra histórica, ha agotado, en cuanto llego a entender, sus posibilidades históricas. Permanece en pie solo como residuo, para los que, no teniendo todavía instrumentos conceptuales idóneos para hacer frente al tiempo en que hemos sido llamados a vivir, retroceden a posiciones que históricamente han pasado ya de moda. Insistir en posiciones metafísicas ateas y materialistas que se afanan por querer «demostrar racionalmente» que Dios no existe8 o en posiciones teístas y espiritualistas atareadas en querer «demostrar racionalmente» que Dios existe9 significa estar combatiendo en posiciones muy retrasadas.

También en este caso la figura de la encarnación nos ofrece posibilidades hermenéuticas. Una racionalidad que pretenda prenderse por los pelos y trasladarse fuera de su propia determinación histórica, aparte de los problemas lógicos que pone en marcha,10 parece más bien querer exorcizar la intrínseca finitud de la razón humana, refugiándose en una especie de purismo de marchamo docetista, que ponga entre paréntesis toda pertenencia mundana y sacralice una mirada from nowhere. Pero una racionalidad que tema la caducidad de su mundanidad o, propiamente, de su «carnalidad» intenta llevar a cabo una empresa análoga a aquella operación «química de separación de lo empírico y lo racional»11 que intentó llevar a cabo Kant. Purificada de todo vínculo con las personas reales y con su horizonte de comprensión históricamente determinado, la racionalidad metafísica se desencarna, se «desmundifica», se «deshistoriza» y, por consiguiente, se angeliza, se eterniza, se sacraliza, como un nuevo tótem que pretende obediencia. Este modelo de racionalidad, en efecto, desarrolla su discurso sistemático en una modalidad apodíctica y monológica, que prescinde de toda forma de consenso explícito por parte de cualquier interlocutor real.12 Esta pretensión, la de una razón que se ha vuelto abstracta, general y anónima, desaprueba la alteridad concreta, particular y personal, en cuanto cree disponer a priori de la posibilidad total del discurso, pudiendo así anular desde el comienzo cualquier objeción. Es una razón no falsable. Cerrándose la vía de la «carne» como vía de la finitud y la caducidad propias, la razón metafísica se presenta como razón única y definitiva, una razón absoluta, en suma, libre de toda caracterización humana. En relación con todo esto, el itinerario crítico del siglo xx, erosionando toda pretensión absoluta de la razón moderna, respondió con claridad que «la idea de una razón absoluta no es una posibilidad de la humanidad histórica».13 Solo podemos recurrir hoy a una razón consciente de su propia contingencia histórica. Precisamente porque nada humano puede ser absoluto, todo absolutismo humano no es más que una absolutización de horizontes históricos contingentes. Por otra parte, no quiero decir con esto que el paso a lo posmoderno tenga ya claro cómo ha de concebirse un correcto equilibrio entre confianza en la razón y conciencia de sus límites; todo lo contrario. Pero lo cierto es que el lugar histórico a partir del cual el pensamiento está llamado hoy a ejercitarse en formas que quieran ser significativas no es ya la metafísica, teísta o ateísta.

Aunque Vattimo y Dotolo se sitúan ambos en el ámbito de una comprensión histórica compartida, que encuentra en el teorema de la secularización su foco hermenéutico, entender a Dios como la posibilidad buena desde el punto de vista de Vattimo y de Dotolo no significa exactamente la misma cosa. Gianni Vattimo se basa en una interpretación de la kénosis14 que es radical y hace referencia al evento cristológico, como lugar en el que se anuncia –además de la desacralización del mundo– la desacralización de Dios, la negación de los rasgos naturales y metafísicos de la divinidad. En la kénosis Dios se anuncia como aquel que no quiere serlo más. Su aniquilación es total, y coincide con su reducción a la historia. Dios no es ya alguien o algo que «existe», que está en alguna parte. Dios es su historia, o bien la historia escrita por las interpretaciones que lo han ido nombrando con muchos nombres distintos, transmitiendo una comprensión inestable de su naturaleza. Una teología posible, para Vattimo, no puede consistir, por tanto, en un intento de decir «cómo está hecho Dios», para decirlo bruscamente. Dios no es un «objeto» que pueda ser descrito. Dios más bien acaece y nos alcanza cada vez de nuevo a través de la tradición de donde proviene cada uno y a la que cada uno pertenece y se confía: esta es la idea de «gracia» que Vattimo propone, y aclara con ella qué es lo que pretendía decir cuando en el Post scriptum de Creer que se cree hablaba de la «necesidad de la gracia como don que viene de otro».15 El otro es alguien solo en el sentido de los que nos han precedido y nos confían aquello de que son portadores, esperando que también nosotros confiemos en ellos y en el don que nos hacen, dando «gracias» por nuestra parte con un pensamiento que, pensando el don recibido, lo constituya en una posibilidad buena para nosotros en el espacio-tiempo que nos toca habitar. Por esta gracia de llamada y respuesta se abren luego posibilidades vivibles guiadas por la comprensión de sí mismo, de los demás, del mundo y de Dios. En ella, Dios se va anunciando como la posibilidad buena, históricamente determinada, y a partir de ella hay que juzgar la diferencia entre lo que es y lo que puede ser, en un imparable círculo hermenéutico que nunca ajusta realidad y posibilidad en una reconciliación pacífica. Dios, en otras palabras, se ofrece como el sentido por el cual y en vista del cual la historia del ser procede siempre, y que nosotros, como hombres históricos, estamos llamados a discernir y a asumir con responsabilidad, respondiendo a la llamada y de la llamada que se nos dirige desde una posibilidad histórica precisa.

La posibilidad histórica que hoy vehicula la tradición que anuncia la disolución de Dios es la caritas que deriva del debilitamiento de las estructuras fuertes del ser: la historia que nos alcanza anuncia la imposibilidad de mantener las pretensiones del pensamiento metafísico que, dando por supuesto un acceso privilegiado a la realidad, cree ser capaz de captar los principios ciertos y fundantes del ser. Estas pretendidas verdades definitivas no servirían para nada más que para instaurar y legitimar un poder que vincularía a los demás, que tienen ciertamente motivos para no estar de acuerdo. Contra esta pretensión violenta de la metafísica,16 Vattimo, partiendo de la kénosis, puede invocar, en cambio, la caritas como única «“norma” escatológica».17 No quisiera tomar esta expresión de Vattimo en un sentido demasiado fuerte, no correspondería a su estilo. Pero, si el resultado de la metafísica es su propia desautorización, precisamente por una voluntad de verdad, como sostenía Nietzsche, que nos obliga a admitir que nadie puede arrogarse el derecho de ser portador de la verdad, entonces no queda más remedio que abrirnos los unos a los otros respetando nuestra respectiva alteridad. Si nadie tiene un acceso privilegiado a la realidad, que domine sus razones últimas, entonces debo por principio estar dispuesto a revisar mi postura, debo estar dispuesto a escuchar. En principio, por tanto, todos tenemos derecho a la palabra, todos somos ciudadanos, y solo con el ejercicio de la «conversación», para decirlo con Santiago Zabala, que en este punto sigue a Rorty, puede llegar a constituirse una posible verdad. Una verdad en todo caso provisional, sin la falsa esperanza en que el conflicto de las interpretaciones pueda un día tener fin. El ser es coloquio, conversación.

Hasta aquí la postura de Gianni Vattimo. Quisiera ahora ir con Vattimo más allá de Vattimo.18 Efectivamente, en mi opinión, esta visión débilmente hegeliana de la historia, según la cual la historia del mundo coincide con la historia de Dios sin solución de continuidad, da lugar a desarrollos problemáticos por un lado aunque valiosos por otro. Empiezo por los primeros. Creo que, en última instancia, podemos prescindir de un Dios que se confunde con el ser. La disolución de Dios en las interpretaciones históricas de las posibilidades que proceden del ser lleva exactamente a la evanescencia de Dios. Si Dios ha elegido disolverse en la historia del ser, es Dios mismo quien nos legitima a no hablar ya más de él como si fuera algo distinto del ser. Con esto no pretendo dar vía libre y de inmediato, como quizá puedan sugerir las observaciones, a una restauración de la metafísica. Personalmente tengo la convicción de que la estación de la metafísica ha cerrado ya temporada. Pero este paso de un dualismo metafísico que superpone los planos mundano y divino a un monismo que renuncia a uno de los dos polos de la relación, el divino, para constituirlo en una posibilidad del mundo, obedece, a mi entender, a una lectura unilateral de la kénosis. Aunque podamos admitir que la encarnación significa la desacralización de Dios, no sé hasta qué punto debe esta coincidir con su completa reducción histórica, aunque sea salvando una trascendencia horizontal. La renuncia a la trascendencia vertical de Dios corre el peligro de hacer del mundo un horizonte cerrado en sí mismo y en las posibilidades que de él provienen. Pero ¿no supone esto, quizá, una absolutización del mundo que se extralimita en su divinización? Añado que esta posibilidad no la veo exactamente excluida por la posmodernidad. Propiamente, este tiempo posmoderno muestra la disolución de las estructuras fuertes de la ontología en la multiplicación pluralista de las diferencias y en el conflicto de las interpretaciones. Pero, si suponemos que la multiplicación de las diferencias puede en todo caso recapitularse en el teorema unitario del debilitamiento del ser, ¿no nos encontramos frente a un metarrelato que homologa toda diferencia, negándola como diferencia real, en la única historia del ser? Aunque se multipliquen las interpretaciones, estas no harán más que confirmar el metarrelato unitario del debilitamiento del ser, que coincide con la kénosis divina. Pero, entonces, esta indiferenciación de las diferencias, todas ellas recapituladas en un único destino por la lectura monista de la historia del ser, ¿no viene a ser, aunque sea sin pretenderlo, la inversión del nihilismo hermenéutico, haciendo de él un absolutismo? ¿No se corre el peligro de proponer de nuevo, bajo vestimenta empobrecida, los resultados del hegelismo, o bien de idolatrar la historia? ¿Y no pasa esto porque al superponer al Dios metafísico de tradición grecocristiana con el Dios de la tradición hebreo-cristiana de hecho se ha renunciado a Dios tout court, leyendo unilateralmente la kénosis como disolución de Dios en la historia del ser?

Por estas razones sostengo que es posible que el discurso de Vattimo pueda apuntar hacia otra dirección de sentido. La introduzco con esta pregunta: si en la cruz, resultado de la en­carnación, muere el Dios metafísico, ¿no podría ser que la resurrección de Cristo tenga algo que sugerir acerca del rostro de Dios? ¿Debemos renunciar por fuerza a la trascendencia vertical de Dios para descubrir el rostro de un Dios amigo del hombre? A mi juicio, al contrario, la disolución del rostro metafísico de Dios deja espacio libre para que el Dios cristiano sea repensado como distinto del Dios metafísico, como Dios «trinitario». La caritas