De padres e hijos - Jorge Bucay - E-Book

De padres e hijos E-Book

Jorge Bucay

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Beschreibung

"En cualquier vínculo sano pueden reconocerse tres instancias: yo, tú y nosotros. Lo mismo sucede con este libro".   Jorge y Demián Bucay utilizan en estas páginas su experiencia como padres e hijos, que ambos son y han sido, para disparar la reflexión sobre este vínculo fundamental.   Del modo ameno y entretenido al que Bucay nos tiene acostumbrados y que su hijo parece haber adoptado también, los autores nos guían por las diferentes facetas de esta compleja relación, tomando alternativamente la perspectiva de los hijos y la de sus padres y madres. El libro avanza a través de temas como el amor, las expectativas, la educación, la rebeldía o la herencia y, sin demasiada intención, va trazando un recorrido que nos muestra cómo la relación entre padres e hijos cambia en la medida que unos y otros crecen.   Las anécdotas propias de Demián y de Jorge, los cuentos, las películas y las experiencias de otros, cercanos y ajenos, son el contrapunto que los Bucay utilizan a lo largo de este recorrido, para reforzar una idea, ilustrar un concepto o movernos a la reflexión o a la emoción.   Este libro nos invita, por un lado, a mirar hacia atrás para aprender de lo que nos sucedió con nuestros padres; por otro, nos empuja a mirar hacia adelante para comprender lo que sucede con nuestros hijos e hijas. En este ir y venir, se propone ayudarnos a crecer así como darnos herramientas para ayudar a nuestros hijos ( y a nuestros padres! ) a crecer también.

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De padres e hijos

Jorge Bucay y Demián Bucay

De padres e hijos

Herramientas para cuidar un vínculo fundamental

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Agradecimientos
Prefacio
Capítulo 1: ¿Qué es ser padres?
Capítulo 2: Amor incondicional
Capítulo 3: Amor ambivalente
Capítulo 4: La herencia
Capítulo 5: Educación
Capítulo 6: El ejemplo (los padres como modelo)
Capítulo 7: La enseñanza (los padres como maestros)
Capítulo 8: La motivación (los padres como guías)
Capítulo 9: Deseos y expectativas
Capítulo 10: El final del trabajo
Epílogo
Índice de fuentes

Bucay, Demián

De padres e hijos : herramientas para cuidar un vínculo fundamental / Demián Bucay ; Jorge Bucay. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2015.

Libro digital, Amazon Kindle

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-609-634-8

1. Superación Personal. I. Bucay, Jorge II. Título

CDD 158.1

© Jorge Bucay y Demián Bucay 2015

© Editorial Del Nuevo Extremo S.A., 2015 A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires, Argentina Tel/Fax: (54-11) 4773-3228 e-mail: [email protected] www.delnuevoextremo.com

Imagen editorial: Marta Cánovas Diseño de tapa: Sergio Manela

Digitalización: Proyecto451

Agradecimientos

A Fabiana, primera lectora, correctora impiadosa, invaluable sostén,

a los pacientes que dieron permiso para que sus historias fueran reproducidas en este libro,

a José Rehin, como siempre,

a Hugo Dvoskin, generoso con su saber y con su reconocimiento,

a mis hijos, conejillos de indias de mis ideas sobre la paternidad, destinatarios forzosos de mis ignorancias al respecto.

D. B.

A todos ellos,

a Claudia y su maravillosa familia.

J. B.

Prefacio

Escribir un libro de a dos no es tarea fácil. Implica encontrar acuerdos cuando estos son posibles y, cuando no, mantener los desacuerdos con respeto y firmeza a la vez.

Implica también encontrar un modo de trabajo que permita el fluir de lo que se va produciendo entre uno y otro, que vaya y venga y que, en ese ir y venir, se transforme.

Mientras trabajábamos en el libro, descubrimos con agrado que la tarea que habíamos emprendido reproducía y recorría exactamente los mismos caminos que eran necesarios para construir un vínculo (cualquier vínculo) entre dos personas.

Solo es posible decir que se ha formado un vínculo cuando, como resultado del encuentro entre tú y yo, emerge algo nuevo, un nosotros diferente de mí y de ti.

Como terapeutas que somos, sabemos que cuando el vínculo es sano, la presencia de ese nosotros nunca hace desaparecer a las personas individuales. Al contrario, preserva y potencia que siga habiendo un yo y que siga habiendo un tú.

En cualquier vínculo sano pueden entonces reconocerse esas tres instancias: yo, tú y nosotros. Y lo mismo sucede con este libro.

Encontrarás por ello, aquí, tres tipos de textos. Algunos escritos por la mano de Demián, cuando, por ejemplo, comparte sus experiencias en el entorno de su familia y las anécdotas de sus vivencias con sus propios hijos, junto a las reflexiones que estas experiencias le disparan. Otros, consensuados y escritos a cuatro manos (en realidad a dos bocas), fruto de conversaciones, acuerdos y desacuerdos entre los dos, reunidos a planear y compartir las ideas que este libro contiene. Unas pocas, al fin, escritas solo por mí, con mis limitados comentarios, con las opiniones que supongo que no tendrían el consenso de mi hijo, y con la diferente perspectiva que me brindan los treinta años de diferencia que tenemos (vivencias que seguramente llegarán a ser también parte de su propia experiencia… ¡dentro de treinta años!).

Quizás en la lectura del libro comiences interesándote por saber quién dijo qué y por eso diferenciaremos los textos ubicándolos sobre la derecha cuando habla Demián, sobre la izquierda cuando lo hago yo y centrado cuando hablamos en conjunto. Sin embargo, es nuestro deseo que, a lo largo de la lectura, deje de importarte identificar al autor y te quedes solo con tu experiencia personal de lo que lees, aprendiendo lo que te sirve y descartando el resto.

Dicen que alguna vez el más grande maestro de toda China, Lao Tsé, desapareció del templo donde vivía y donde hablaba diariamente para los miles de discípulos que se sentaban en los jardines esperando con avidez sus enseñanzas. Durante semanas los discípulos más antiguos lo buscaron por los alrededores y mandaron después emisarios a buscarlo por los confines de toda China. Ninguno de los esfuerzos por hallarlo tuvo frutos. Nadie sabía adónde había ido ni por qué. Nadie lo había visto.

Meses después, un hombre de negocios espera en un muelle el bote que lo cruzará al otro lado del caudaloso río Min en Sechuán. Está anocheciendo cuando el botero acerca el rústico transporte a la costa y le tiende la mano para subir. El pasajero le paga su traslado con una moneda y se acomoda para el cruce que tardará un par de horas. El anciano barquero toma el dinero, lo guarda en su bolsa y, agradeciendo con un gesto, suelta la amarra.

El río está sereno y el cielo muestra una luna enorme y luminosa que invita al diálogo…, quizás por eso el viajero comienza a compartir sus preocupaciones respecto de su familia, sus hijos adolescentes, sus negocios; el botero escucha su relato y entremezcla comentarios tan sensatos y sabios que sorprenden al pasajero.

Cuando llegan a puerto, antes de bajar, el hombre le alcanza al botero una moneda extra por sus consejos y este la acepta con humildad. Es en ese momento cuando por primera vez el pasajero ve la cara de quien lo ha traído y lo reconoce.

–¡Tú! –le dice–. Tú eres Lao Tsé… ¿Qué haces aquí? Media China te está buscando. Tus alumnos se desesperan y nadie se resigna a perder tus magistrales clases de cada día.

–Por razones que nada tienen que ver con mi deseo, me he vuelto demasiado conocido –dice Lao Tsé–, miles de personas viajan desde lejos a escucharme, a preguntarme, a buscar ayuda y la fama de hombre sabio e iluminado que se ha ido gestando, hace que la verdad que eventualmente pueda salir de mi boca resulte menos importante que el hecho de que sea yo quien lo dijo.

El pasajero no termina de entender el sentido de su partida y lo increpa:

–Pero, maestro, no podemos prescindir de ti y de tu sabiduría. Somos muchos los que necesitamos de tus palabras, de tu luz, de tus consejos.

Lao Tsé sonríe y dice:

–Yo sigo diciendo las mismas cosas que decía en el templo, y creo que a quien me escucha le produce el mismo resultado, solo que ahora, afortunadamente, cuando alguien regresa a su casa y cuenta lo que aprendió, en lugar de decir con fastuosidad que se lo escuchó decir a Lao Tsé, solo dice: “… Me lo contó un barquero”.

J. B.

1 ¿Qué es ser padres?

Esencial vs. Accesorio

Si vamos a hablar, a lo largo de todo este libro, de la relación entre padres e hijos, sería importante definir de qué se trata ese vínculo. ¿En qué consiste ser padres? ¿Qué es lo esencial de ese rol? ¿Qué es lo que hace que podamos decir de alguien: “es padre” o “es madre”, y de otro alguien, que no lo es?

Para definir qué es lo esencial de algo es necesario distinguir lo constituyente (es decir: lo que hace ser justamente lo que es) de lo accesorio (aquello que podría estar presente o no).

Ilustraré mejor esta idea con un ejemplo que, para ser coherente con el tema del que nos ocuparemos, tiene como protagonista a mi hijo menor.

El niño, un pequeño querubín de rizos dorados (¡una apreciación absolutamente objetiva, por supuesto!) aprendió, mucho antes de hablar, a tomar el teléfono móvil, llevárselo a la oreja y decir, como si respondiese una llamada, “¿Ah?”.

Al comienzo, sin embargo, tomaba de igual modo el control remoto de la televisión y realizaba la misma mímica. Se entiende: un objeto negro, rectangular, más o menos del tamaño de una palma de la mano, lleno de botones con números en ellos… Por supuesto, pronto entendió por sí solo que el control remoto era otra cosa y comenzó a apuntarlo hacia la televisión en lugar de llevárselo a la oreja. Pero lo más sorprendente fue que, por ese tiempo, le regalaron un teléfono de juguete del Hombre Araña: este telefonito es rojo, más pequeño que uno verdadero y tiene tapa (en mi casa nadie usa ya teléfono móvil con tapa); sin embargo, ni bien se lo entregaron, lo abrió, apretó los botones numerados que hicieron sonar una especie de timbre y una voz, se lo llevó a la oreja y dijo con entonación perfecta: “¿Ah?”. ¿Cómo supo el crío que eso era un teléfono? Evidentemente comprendió que ni ser negro, ni tener el tamaño de una palma, ni tener botones numerados, ni ser exactamente rectangular convertía a algo en un teléfono, pero el que sonara con un timbre y de allí saliera una voz, sí. Es decir: distinguió lo esencial de lo accesorio. Y estuvo en lo cierto: yo he visto teléfonos en forma de balones de fútbol y los teléfonos con pantalla táctil no tienen botones, pero todos ellos suenan y “hablan”… porque en eso consiste, precisamente, la “telefoneidad”. Allí radica su esencia; lo demás –aunque frecuente– es accesorio. Dicho de otro modo: si no puedes hacer “ring” y no es posible hablar a través de ti, lo siento, pero teléfono, lo que se dice teléfono, no eres.

¿Qué es, entonces, lo esencial de ser padres? ¿Qué es lo que nos convierte precisamente en eso? Para intentar responder a nuestra pregunta, utilizaremos, de algún modo, el mismo modo “comparativo” que utilizó el niño del relato para saber qué es y qué no es un teléfono, aunque lo parezca.

En 2010 se estrenó una película llamada The kids are all right (Los chicos están bien), en la que aparecen, como diseñados para nuestro punto, un personaje que parece un padre, pero no lo es, y otro que no lo parece y sin embargo ocupa ese lugar a pleno. La historia se centra alrededor de una familia constituida por la pareja de Nic y Jules, dos mujeres que se han casado, y que tienen dos hijos, Joni (una mujercita de 18) y Lazer (un muchacho de 15). Los chicos, según nos enteramos desde el inicio, fueron concebidos en sendas fecundaciones asistidas para las que se utilizó (en ambas ocasiones) esperma de un mismo donante (cosas de las tramas del cine).

Lazer, que está atravesando ese momento de la adolescencia en que todos nos sentimos un tanto perdidos tratando de descubrir quiénes somos, convence a su hermana Joni para que haga lo que a él no le está permitido por su edad, llamar a la agencia de fecundación e intentar contactar con el padre biológico de ambos. Joni, escudándose en una especie de “lo hago por ti”, finalmente accede.

Paul, el donante de esperma, es un hombre un tanto “inmaduro” que conduce una motocicleta y dirige un improvisado local de comida orgánica. En su vida afectiva, pasa de una relación ocasional a otra, sin comprometerse nunca demasiado. Sin embargo, el llamado de Joni le genera curiosidad y decide encontrarse con ellos.

El contacto tiene resultados diferentes para cada uno de los hermanos, pero sorprendentes para ambos. Mientras Lazer, que tenía más expectativas, no consigue encontrar puntos en común con su padre biológico, Joni se siente de algún modo cautivada por la personalidad “liberal” de Paul. Jules y Nic se enteran del encuentro de sus hijos con su padre biológico y deciden conocer también a Paul.

Por un rato, todos se confunden. Lazer cree que puede encontrar en Paul ese lado viril que supone que le falta, Joni canaliza a través de él los deseos de explorar un mundo más allá del de sus madres, Nic siente amenazada su figura de autoridad y el mismo Paul cree que ha llegado la oportunidad de finalmente sentar cabeza.

Sin embargo, Paul acaba por decepcionar a todos (incluido él mismo) y queda claro que, si no ha estado a la altura de las circunstancias, es por la precisa razón de que él no es el padre de los niños (por más genes que comparta).

Una aguda conversación entre Lazer y él nos anticipa esta comprobación:

—¿Puedo hacerte una pregunta? –le dice Lazer.

—Claro –dice Paul.

—¿Por qué donaste esperma?

La pregunta es poderosa. Podemos imaginar que la ha tenido atragantada desde hace tiempo y que es precisamente para hacer esta pregunta que ha buscado a su padre biológico. Paul intenta salir con una broma:

—Me pareció más divertido que donar sangre –dice.

Pero Lazer no ríe, quiere una verdadera respuesta.

—Me gustaba la idea de poder ayudar a otros –dice Paul–, gente que quería tener hijos y no podía…

Es un buen intento, pero Lazer no está convencido, y pregunta:

—¿Cuánto te pagaron?

—¿Por qué quieres saber eso? –pregunta Paul.

—Solo por curiosidad –dice Lazer.

Adivinamos, sin embargo, que no es solo curiosidad. Lazer, como buen adolescente, está preguntando: “¿Cuánto valgo?”.

—Me pagaron sesenta dólares por vez –dice Paul.

—¡¿Nada más?!

—Bueno –se excusa Paul–, era mucho dinero para mí en aquel momento. Con la inflación serían como noventa dólares de ahora…

Pero, claro, la respuesta de Paul no es satisfactoria. Lazer busca en la biología la respuesta a cientos de preguntas que los genes no pueden contestar, solo el corazón podría. Joni también encontrará un mensaje para Paul en la despedida. No es una pregunta ni un reclamo, es la expresión de algo contenido. La joven le dirá:

—Me hubiera gustado que fueras… ¡MEJOR!

Mejor…

¿Mejor qué?

Seguramente: ¡¡Mejor Padre!!

Una expectativa que Paul no puede cumplir. Y no porque sea una mala persona. Más bien parece alguien a quien se lo convoca a una función que no ha elegido y para la cual no tiene preparación alguna. La circunstancia lo toma, de buenas a primeras, lo lanza al ruedo y le dice: “Vamos, sé padre”. Nadie en su sano juicio podría esperar, en la vida real, otra cosa que no fuera un fracaso estrepitoso.

Llegamos aquí a una primera conclusión:

El hecho de que los hijos compartan información genética de los padres, o dicho de otra manera, que sean “de la misma sangre”, es un hecho importante, sin duda, en lo que hace a la paternidad o maternidad (existen pruebas de porcentajes de ADN compartido que se usan para demostrar este hecho jurídicamente). Pero, atención, importante no significa indispensable ni suficiente. Es decir, el lazo biológico no nos convierte en madres o padres y, agregamos ahora, la ausencia de ese lazo no nos impide serlo.

Si no está en lo cromosómico, ¿dónde está la esencia del ser padres?

Volvamos al filme y preguntémonos, aunque sea como un mero ejercicio intelectual: ¿quién es el padre de los niños?

La primera respuesta, que el padre es Paul ya que aportó la mitad de la información genética que los constituye, la hemos descartado ya, pues hemos sostenido que esa condición no alcanza a ser determinante.

Una segunda respuesta sería decir que esos niños, simplemente, no tienen padre. Pero la película contradice esta respuesta desde el título, Los chicos están bien. ¿Es que no es cierto, acaso, que para el buen desarrollo psíquico de los niños es necesario que tengan una figura materna así como una paterna? ¿Sugiere esta película que los chicos pueden “estar bien” aun si no han tenido padre alguno? Estoy seguro de que no. Quienes hayan visto la película o quienes la vean después de leer esto, reconocerán fácilmente a quien ocupa en lo cotidiano el lugar del padre: es Nic, una de sus madres. Ella es la que se va todos los días a trabajar, es la proveedora económica de la familia, la que más dura es con los niños en cuanto a la puesta de límites, la que intenta impartir los valores morales de la familia, la que se sienta a la cabecera de la mesa…, en fin, la que asume y ejerce con vehemencia y amor el rol de un padre (bastante “clásico” y arquetípico, es verdad, pero padre al fin). La hipótesis de la película no es que es posible “estar bien” sin haber tenido padre, sino que cuestiona el hecho de que para serlo sea esencial ser hombre. Nic cumple la función paterna y, en ese sentido, podríamos decir que es padre, aunque sea mujer. Lo mismo valdría, por supuesto, para el ser madre: ser mujer no es una condición esencial de la maternidad por frecuente que esta sea. Un hombre puede muy bien cumplir, dado el caso, la función materna para determinado niño.

Padre se hace

Creemos que pensar de esta manera nos revela que el arte de ser padre o madre tiene más que ver con cumplir adecuadamente una función, que con ninguna otra cosa. Ser padres es algo en lo que solo podemos convertirnos si actuamos, pensamos y sentimos como tales. Haber parido un hijo no es, pues, suficiente para considerarnos padres y por ello tampoco lo es para que esos hijos nos reconozcan como tales.

En lo personal siempre dije que ser padre o ser madre habla por lo menos de tres cosas: una definida por lo social, una definida por lo afectivo y una definida por la conducta. El estatus de padre, el amor de padre y la función de padre. Tres cosas que no son eternas (como solemos creer) y no solo eso, sino que además, en general, no empiezan ni terminan en el mismo momento.

Recuerdo ahora la historias de Tarzán, de Edgar R. Burroughs, la de Mowgli, el niño deEl libro de la selva, de Rudyard Kipling, y las de muchos otros personajes similares que, habiendo quedado huérfanos por la muerte de sus padres, son adoptados por una madre animal o una manada de animales que los cuida, alimenta y protege, pero que también los educa. No son nanas salvajes, son verdaderos padres y madres sustitutos del indefenso niño o niña en cuestión.

Yo no conozco personas que hayan sido criadas por monos o lobos, pero no es tan infrecuente encontrar a alguien para quien la función de madre o padre la ha cumplido alguien por completo ajeno a la familia o, incluso, alguna institución. Conocí un hombre cuya madre biológica no había podido ocuparse de él y lo había dejado al cuidado de una tía que ya tenía una buena cantidad de niños a su cargo y que tampoco pudo acogerlo como a un hijo. Según él mismo lo contó en su terapia personal, desde muy pequeño había concurrido a diario al club de fútbol que quedaba a pocas cuadras de su casa, pasando allí la mayor parte de su tiempo, haciéndose un hábito que se quedara a comer con los empleados y que platicara por horas con los distintos habitués del club. No tengo duda alguna de que el adulto que llegó a ser tenía por ese club un sentimiento de lealtad y agradecimiento muy similar al que otros sienten por su madre… Un sentimiento no tan difícil de comprender si se lee su historia, pero imposible de compartir si se ve este vínculo desde afuera. De hecho, el hombre consultaba, entre otras cosas, porque pasaba gran parte de su día discutiendo con su esposa que celaba de toda la atención y el tiempo que él le dedicaba a la institución de sus amores (y sí… ¡es natural que tarde o temprano uno termine peleando con la suegra!).

Podríamos resumir todo lo que hemos dicho hasta aquí diciendo simplemente que tus padres son las personas que te han criado, pero eso no sería del todo exacto, o por lo menos seguiría siendo incompleto. Nos faltaría agregar la decisión consciente y voluntaria de hacerse cargo de los hijos.

Solo por dejarlo claro, a nuestro entender, tu padre y tu madre no son solo los que te han alimentado, abrigado, protegido, cobijado y educado, sino también y sobre todo, los que han tomado la decisión de hacerlo: “Este es mi hijo, esta es mi hija, y me haré cargo de ellos, con todo lo que eso implica”. Y vale la pena hacer notar aquí que esta operación, este acto deliberado y voluntario de adopción es necesario, especialmente, si el hijo es biológico.

ES IMPRESCINDIBLE, SI UNO PRETENDE SER UN PADRE AUTÉNTICO O UNA VERDADERA MADRE, ADOPTAR A LOS PROPIOS HIJOS.

Aunque sea antipático decirlo, aunque vaya en contra de todo lo aprendido y enseñado por la mayoría, creemos firmemente que TODOS somos hijos adoptados. Sostenemos aquí que, indefectiblemente, ha habido un momento en nuestra historia compartida en el que nuestra madre y nuestro padre, cada uno por separado y probablemente no en el mismo momento, han decidido aceptarnos como suyos, como una prolongación de sí mismos, como parte de sí, como carne de su carne. Lo que decididamente es más difícil de digerir es que, para nosotros, esta decisión no es “natural”, no se produce por sí sola, ni sucede de forma automática como consecuencia obligada de habernos concebido, parido o anotado como hijos.

Para la mayoría de las mujeres, esta “adopción” se da en el transcurso del embarazo y cuando, después de nacer, el niño llega a sus brazos, su madre ya ha tenido tiempo de hacerlo propio. Para el hombre (y nuevamente hablamos solo de la mayoría y nunca de todos), el proceso es un poco más difícil, quizás porque no tiene la intensidad y la calidad de contacto con el bebé que da la gestación. Dentro de la panza de su madre, el hombre no lo siente como ella, no lo escucha como ella, no está en contacto con el bebé, 24 x 7 durante 40 semanas de embarazo. Para el “padre”, por bastante tiempo, el hijo es solo una idea que madura lentamente y el nacimiento no cambia esta sensación. Recordemos que en los primeros meses de vida del bebé, el padre es apenas un bulto que se acerca a veces con la madre. El recién llegado solo tiene ojos, manos y sonrisa para su madre, la que lo amamanta, la que pasa más tiempo con él y la única que le ofrece olores o sabores que le son familiares. Así, el varón tiende a quedar (o a ser) un poco excluido de la relación con el niño (o a excluirse de ella), tanto por las cuestiones biológicas como por los hábitos culturales.

Si bien, hoy por hoy, el papá suele buscar activamente involucrarse en esta etapa, como si quisiera de forma intuitiva favorecer el proceso de “adopción”, la mayor responsabilidad de que esto suceda recae primordialmente en la madre. Es ella quien debe hacer espacio y quien sabe cómo hacerlo. Retirarse un poco y ceder algo de protagonismo permite que el vínculo entre el padre y el hijo se fortalezca.

Cuando nació mi primer hijo, el niño tuvo que estar algo así como una hora en la sala de neonatología porque, al haber nacido tres semanas antes de la fecha esperada (mi esposa tuvo una crisis hipertensiva), sus pulmones necesitaban un poco de tiempo y oxígeno para comenzar a funcionar adecuadamente. Ni bien nació, una enfermera me dijo que la acompañara mientras llevaba al niño a la sala de neonatología y me instruyó:

—Usted se queda aquí y le sostiene la mano al pequeño hasta que recupere.

Y yo obedecí, más porque no tenía idea de qué otra cosa podía hacer que porque pensara que eso era lo correcto. Estaba allí, solo con ese bebé, con toda su pequeña manito aferrada a uno solo de mis dedos, y yo lo miraba y me decía: “¡Carajo! Este es mi hijo…”, y volvía a mirarlo y me sorprendía darme cuenta de que no lo conocía: “¿Quién es este fulano?”. No sentía la oleada de amor que suponía que tenía que arrasarme. Confieso que lo que de verdad yo quería era ver cómo estaba mi esposa, que acababa de salir de la cesárea después de la intervención de urgencia; tanto, que osé preguntarle a una de las enfermeras:

—¿Puedo salir un minuto a ver a mi esposa?

—No. Ella está bien –me dijo con tono severo–. Usted se queda ahí.

—Pero… –comencé a decir, pero la mirada reprobatoria de la enfermera bastó para que comprendiera que estaba pidiendo algo que ni era posible, ni era moralmente aceptable.

Luego de estar allí por una hora, que me parecieron diez, sosteniendo la mano del niño que era cada vez más mi hijo, entró el neonatólogo y lo auscultó. Me sonrió y me dijo que la respiración se había normalizado y que podía reunirme con mi esposa. Cuando dejé al niño en brazos de la enfermera y me dispuse a salir del cuarto, sentí de pronto una emoción profunda y la certeza inequívoca de que el que estaba allí era, ahora sí, mi hijo (con todo lo que eso implicaba).

No son pocos los hombres que, en este primer momento, se reprochan con una pesada culpa el no sentir hacia sus hijos el amor arrasador que, supuestamente, deberían sentir, el que todos los demás les dicen que deberían estar sintiendo, el que sus propios padres les han contado que sintieron el día en que ellos nacieron.

Me salgo de cuadro y de tema.

Recuerdo una vieja historia que me dicen que fue real, y que aunque no tiene que ver con los padres y los hijos, quizás nos ayude, desde el humor, a comprender cómo suceden algunas cosas.

El hombre entró apoyándose en su bastón al consultorio del médico.

—Doctor –le dijo mientras se sentaba frente al profesional–, quisiera que me ayude, creo que tengo un serio problema…

—Bueno, tranquilícese, amigo…, cuénteme de qué se trata…

—Mire, doctor, yo vivo frente al parque, aquí a dos calles… y todos los viernes nos reunimos con los amigos del barrio en el bar de la esquina. Y allí, cada reunión, todos cuentan sus aventuras, sobre todo las sexuales.

—¿Y qué le preocupa?

—Serafín, que tiene 85, es viudo, y nos contó que tiene una novia de 49 que lo tiene loco. Ella quiere hacer el amor todo el tiempo. Y él no quiere perderla, así que no tiene más remedio que satisfacerla cada vez que ella lo reclama y termina haciendo el amor a diario y a veces dos veces en un día… El viejo Berto, el mayor de todos, que nunca se casó, contó que sale con la mucama del Hotel de la Avenida, con la hija del almacenero y con una antigua novia que tiene… y que con todas hace el amor cada vez que se ven… Y hasta mi compañero de escuela, Juancito, que tiene 88 como yo, cada vez que habla de su sexualidad actual nos deja a todos boquiabiertos por la frecuencia y por la intensidad…

—¿Y? –pregunta el doctor, sin terminar de comprender el punto.

—Es que yo, que vivo con mi esposa desde hace cincuenta y dos años, que la quiero y que todavía me atrae, tengo sexo con ella, digamos hoy, y lo disfrutamos mucho, los dos, pero la verdad es que después, por una semana o diez días ni me aparece la fantasía de volver a hacerlo. Así que escucho lo que cuentan mis amigos y me da casi vergüenza de mi pobre desempeño en la cama. ¿Qué tengo que hacer, doctor?

—Es fácil, amigo mío… ¡¡¡¡Mienta usted también!!!!

Pero no se trata de alimentar la mentira que todos sostienen para seguir engordando el mito del llamado de la sangre. Si comprendiésemos que ese tiempo que lleva el proceso de apropiación es normal y saludable, esa conciencia nos traería el alivio que nos permita armar el lazo con nuestros hijos del mejor modo.

A veces, como en el ejemplo del bebé recién nacido, un solo suceso marca la diferencia, pero otras veces (las más) lleva un poco más de tiempo, incluso algunos meses. Sin embargo, si no desesperamos ni forzamos el sentimiento que aún no está, si lo dejamos venir sin resistencias, la relación solita se va fortaleciendo en función del tiempo compartido, consolidándose cada vez más hasta llegar a ser el vínculo único e indisoluble, que caracteriza la relación padre-hijo.

No debería sorprendernos este planteo. Recordemos juntos el primer encuentro entre el zorro de Antoine de Saint-Exupéry y el Principito, que podría resumirse así…

Cuando se encontraron por primera vez, el Principito invitó al zorro a jugar, pero este le respondió que no podía jugar con él porque no estaba domesticado.

“—¿Y qué quiere decir domesticar? –preguntó el Principito.

—¡Ah! Es algo muy olvidado –dijo el zorro–. Significa: crear lazos. No eres para mí más que un muchachito semejante a cien mil otros muchachitos, no soy para ti más que un zorro semejante a cien mil otros zorros, pero si me domesticas serás para mí único en el mundo, seré para ti único en el mundo. Si quieres que podamos jugar juntos, domestícame.

—¿Y qué debo hacer para domesticarte? –preguntó el Principito.

—Es muy sencillo –dijo el zorro–, yo me sentaré en este banco. Tú vendrás mañana y te sentarás en la otra punta, me mirarás sonriendo y te miraré con recelo. Pasado mañana vendrás también y te sentarás un poco más cerca, seguirás sonriendo y quizás yo también sonreiré. El tercer día, te acercarás todavía un poco más. Y así día tras día, vendrás y te aproximarás solo un poco. Cuando estés sentado justo, justo a mi lado, estaré domesticado y seremos amigos”.

Se trata entonces de domesticar y de dejarnos domesticar por nuestros hijos, es decir, de crear allí un lazo entre nosotros, que nos deje saber que ellos son para nosotros únicos en el mundo y que nosotros lo somos para ellos. Es eso, más que ningún vínculo genético o sanguíneo, lo que nos convierte en padres.

Una cuestión de decisión

La ficción y la clínica insisten en plantear con demasiada frecuencia una situación supuestamente muy problemática que, a nuestro entender y en función de todo lo dicho, no debería ser tan complicada. La escena de la que hablamos es la siguiente: el padre, después de muchos años de convivir con su mujer y de haber criado a su único hijo, se entera de “la verdad”: el niño no es suyo. Se entiende que este hombre podría tener algún reclamo para hacerle a la madre del niño si es que fue ella quien le mintió o le ocultó el origen de aquel embarazo, pero respecto del hijo nada cambia: él es y seguirá siendo el padre, porque es quien lo ha criado y quien ha decidido serlo. Es más, si ahora no quisiera serlo, por orgullo o para que “ella no se salga con la suya”, esa opción no sería viable; no puede deshacer el lazo que se ha creado, y si, movido por cualquiera de estas mezquinas razones, abandona el vínculo, sin excepciones, sufrirá y mucho. Sabemos que si una mujer o un hombre pueden abandonar a un hijo sin sufrir por ello, deberemos pensar en una fuerte patología o en que nunca fueron madre o padre de ese niño.

Vale recordar aquí el famoso juicio del rey Salomón que se narra en el Antiguo Testamento, en el primer libro de los Reyes. Salomón fue hijo del rey David y, a su turno, rey de Israel. Se decía que era el hombre más sabio que había vivido y, por ello, cuando una disputa o enfrentamiento surgía entre su gente, todos acudían presurosos a él, confiando en que sus palabras traerían de vuelta la calma. Sucedió una vez que dos madres dieron a luz sendos niños, pero uno de ellos vivió mientras que el otro murió al nacer. Ambas mujeres clamaban ser la madre del niño vivo y así llegaron frente al rey Salomón.

El sabio rey las escuchó y viendo que cada una de ellas insistía en sus proclamas, dijo:

—¡Basta de gritos y de llantos! Traedme una espada, ya que las dos parecen tener la misma razón, partiremos al niño a la mitad y le daremos medio niño a cada una.

—Pues que así sea –dijo la primera mujer–, pero ella no tendrá a mi niño.

—¡No! –gritó la segunda–. ¡Deteneos! No le hagáis daño. Dádselo a ella.

Entonces Salomón miró con benevolencia a la segunda mujer, y señalándola dijo a la guardia:

—Entregadle el niño a esta mujer: ella es la madre.

Clásicamente se piensa que Salomón utilizó aquí una especie de artilugio para “descubrir” quién era la verdadera madre y quién, la impostora. Sin embargo, prefiero pensar que lo que mueve a Salomón no es un instinto detectivesco, sino una profunda sabiduría (de hecho, se dice de Salomón que era sabio, no que era astuto…). Es decir, no se trata de prever que la verdadera madre preferiría perder al niño antes que dañarlo, sino de comprender que la que prefiera perderlo (cualquiera de las dos que fuere), esa es la madre y lo es precisamente por eso. Es decir, esa mujer se convierte en madre cuando toma la decisión de entregarlo antes que condenarlo y la otra renuncia a su maternidad cuando lo prefiere muerto antes que de otra. Por lo que a mí respecta, la madre biológica podría ser la que está de acuerdo con que lo partan a la mitad, en ese sentido el juicio de Salomón no ha descubierto necesariamente la “verdad”, pero de seguro ha encontrado a la mujer que quiere mejor al niño. Eso es lo que la convierte en su verdadera madre.

Dicen que en un pequeño pueblito cercano a Helem, se presentaron ante el alcalde del pueblo (a la vez comisario y juez) dos mujeres que decían ser la madre de un niño que había aparecido abandonado junto al río.

El hombre no era demasiado listo, pero había leído en la Biblia la historia de Salomón y se dispuso a emular al sabio de entre los sabios.

—Basta de discusiones –dijo.

Y como no tenía sable ni milicia, mandó a buscar al carnicero, único capaz de llevar a cabo la orden que pronto impartiría.

Cuando el hombre llegó, le ordenó sin premisas:

—Corta a este niño a la mitad y dale medio niño a cada una de estas mujeres.

Las dos mujeres se miraron aleladas y el pueblo entero enmudeció. Solo el carnicero, consciente de lo que se le pedía, protestó:

—Eso es una locura… ¿Cómo voy a cortar al niño por la mitad? ¿Estás loco? ¡No voy a hacer semejante cosa!

El alcalde sonrió satisfecho. Se puso de pie y anunció majestuosamente:

—¡Caso resuelto!... ¡¡¡El carnicero es la madre!!!

Bromas aparte, podemos concluir, a modo de síntesis, diciendo que la maternidad y la paternidad son condiciones que se fundan (como se funda una ciudad) con una decisión, que se ejercen y que se confirman en ese ejercicio; no son rangos ni medallas que se portan pasivamente en las mangas o en el pecho de uniformes encontrados por accidente.

2 Amor incondicional

Lo mejor y lo peor

Únicamente cuando nos ocurre a nosotros mismos, podemos comprender la exactitud de aquello que nos repetían los que ya habían pasado por allí, respecto de que la paternidad (en sentido amplio, es decir: para padres y madres) es una experiencia difícilmente transmisible.

Nos damos cuenta recién en ese momento de la verdad indiscutible de algunas frases un tanto ambiguas que nos lo anticipaban:

Tu primer hijo te cambia la vida.

Una sentencia que cada madre y cada padre primerizos confirmarán desde el mero instante del nacimiento del niño. Entendemos, adivinamos, percibimos, aun antes de “adoptar” a nuestro hijo (como decíamos en el capítulo anterior) que la vida ya nunca será igual, que algo radical se ha modificado.

Un buen amigo, padre de cuatro hijos, lo dice de otra manera, casi siempre acertada y bastante más inquietante:

Ser padre es lo mejor que puede pasarte en la vida… y lo peor.

Lo mejor, por todo lo que ya sabemos: la sensación de plenitud de solo verlos y tocarlos, la alegría de escucharlos reír, la emoción de acompañarlos en sus descubrimientos, el infinito placer de verlos convertirse en personas únicas.

Lo peor, por la contracara de esas mismas cosas: el dolor de verlos sufrir, la angustia de no saber cómo ayudarlos, el miedo insondable de que algo terrible les suceda.

Mi hijo mayor había conseguido finalmente que le compráramos un ciclomotor, un híbrido entre bicicleta y moto de muy poca cilindrada y ninguna velocidad. Yo estaba seguro de que él sabía cómo cuidarse y no me despertaba ninguna inquietud que usara su pequeño vehículo para desplazarse por el barrio. Ese 14 de diciembre, yo estaba solo en casa cuando sonó el teléfono.

—¿Jorge? –preguntó la voz.

—Sí, ¿quién habla?

—Soy D…, el amigo de su hijo. Él tuvo un accidente. Lo llevaron al hospital…

—¿Un accidente?

—Con el ciclomotor. Chocó con un camión.

—Pero cómo está. ¡¿Está bien?!

Se hizo un silencio horroroso y luego el pobre me dijo, como pudo:

—Mejor que vaya usted al hospital…

Han pasado muchos años y todo terminó en nada más que un mal recuerdo, pero ahora mismo que escribo esto, no dejo de temblar y siento el dolor en el pecho. El mismo que sentía mientras gritaba como un loco mientras manejaba mi auto camino al hospital, mientras dejaba el auto tirado en la entrada de la guardia y mientras empujaba al policía que pretendía hacerme esperar a que el médico me informara. Cuando lo vi, sentado en la camilla, con un tajito en la frente y una herida en la rodilla, sentí como mi alma volvía a mí y mientras los dos llorábamos del susto, yo decía en voz alta, para él y para mí:

—Tranquilo, está todo bien, ya pasó… gracias a Dios ya pasó.

Nunca, nunca, ni antes, ni después, recuerdo haber sentido tan intensamente el Miedo.

Como decía nuestro amigo:

lo mejor y lo peor que puede pasarte en la vida…

Y esta “frasecita”, que no sabemos pero intuimos, que escuchamos y no deja de resonarnos en las tripas, nos trae al escenario una pregunta: ¿qué razones tenemos para desear tener hijos?

¿Por qué tener hijos?

Si no he sido padre antes y, además, nadie puede contarme con exactitud de qué se trata…, si se me promete una gran carga de responsabilidad (representada desde el principio por la certeza de que durante mucho tiempo me volveré absolutamente responsable de un ser vivo, indefenso y vulnerable)…, si se me ofrece como único consuelo el placer de la propia experiencia (que, como dijimos, es intransmisible)…, ¿cómo puedo querer algo que no sé ni lo que es y que tiene “prensa” tan ambivalente?

Se abren aquí varias hipótesis de respuesta, tres de ellas casi obvias:

la de la fuerza del instinto;

la del mandato social;

y la del deseo de trascendencia.

El instinto

La primera podría enunciarse diciendo que aquello que moviliza visceralmente el deseo de ser padres es el instinto gregario de conservación de la especie: el instinto maternal (según dice la gente) o el instinto paterno (que parece menos aceptado por científicos y legos). El deseo aparece aquí como expresión de un código genético, una extensión del instinto de conservación individual, una programación que me incluye como miembro de una especie. Esto explicaría por sí mismo que yo lo quiera, sin saber por qué lo quiero y en contra de todas las dificultades. Una especie de deseo que transita por debajo de lo consciente o voluntario.

Muchas voces cuestionan esta razón. Dicen, por ejemplo, que, si fuese cierta, el deseo de maternidad o paternidad debería hacerse presente ni bien las condiciones biológicas para ser madre o padre estén dadas; y, por supuesto, esto no sucede así.