Doce lecciones feministas sobre la guerra - Cynthia Enloe - E-Book

Doce lecciones feministas sobre la guerra E-Book

Cynthia Enloe

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Beschreibung

EL LIBRO VALIENTE Y RIGUROSO QUE NECESITAMOS PARA COMPRENDER LO QUE ESTÁ SUCEDIENDO EN EL MUNDO. Las guerras de las mujeres no son las de los hombres. A menudo la representación del papel femenino en los conflictos se circunscribe a historias de "interés humano". En las imágenes las mujeres desplazadas lloran por los hombres caídos y los hogares perdidos o se desploman sobre el cadáver de un hijo. Rara vez son escuchadas. La investigadora feminista Cynthia Enloe nos descubre la voz silenciada de las mujeres a través de las lecciones que activistas y pensadoras de todo el mundo han extraído de la violencia de la guerra. Sus experiencias y reflexiones arrojan luz sobre patrones que dejan patente el dominio del patriarcado tanto en el plano institucional como en las vidas personales de las mujeres envueltas en conflictos. Provocadora y mordaz, la autora de este revelador ensayo muestra una vía feminista para entenderlas guerras y una forma de resistencia que puede servir para evitarlas o ponerles fin. Cynthia Enloe es una figura fundamental del nuevo feminismo. Ofrece las claves para comprender los grandes conflictos armados de nuestro siglo y cómo afectan a las mujeres. Un punto de vista diferente, crítico y perspicaz acerca de los conflictos bélicos más sangrientos de nuestra época.

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Título original inglés: Twelve Feminist Lessons of War.

Publicado originalmente en el Reino Unido por Footnote Press Limited.

© del texto: Cynthia Enloe, 2023.

© de la traducción: Ana Nuño y Francesc Pedrosa Martín, 2023.

Diseño de la cubierta: Elsa Suárez.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: febrero de 2024.

REF.: OBDO279

ISBN:978-84-1132-685-8

EL TALLER DEL LLIBRE • EL TALLER DEL LLIBRE, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

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a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

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(www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Todos los derechos reservados.

DEDICADO A LAS FEMINISTAS UCRANIANAS

Prefacio

Esto no es una guía para chicas sobre cómo hacer la guerra

Las guerras son fábricas de lecciones. Es posible extraer enseñanzas de cualquier guerra, de la de los Bóers, la Primera Guerra Mundial, la de Corea o la de Afganistán. Y abundan los expertos en la materia, desde almirantes, generales, periodistas, políticos e historiadores hasta, por supuesto, el cuñado listillo que pontifica durante la cena de Navidad.

Es famosa la advertencia de Napoleón de que «los ejércitos viajan sobre el estómago», por más que luego, al invadir Rusia, pareciera olvidar su propia lección bélica. Y se suele decir que los generales aplican en las actuales guerras las lecciones aprendidas en la última, con efectos desastrosos. Lecciones de toda índole, tanto las descartadas como las vigentes, es lo que abunda en los planes de estudios de las academias militares.

Las guerras ofrecen lecciones que los halcones bélicos se muestran incapaces de asimilar, entregados contra toda evidencia a la creencia de que es posible someter al enemigo a punta de bombardeos. A pesar de sus repetidos fracasos, abundan los estrategas militares que se niegan en rotundo a comprender que la tortura produce información poco fiable. «Teme a los griegos, incluso cuando traen regalos», gritó Casandra a los sabiondos troyanos, que la tacharon de histérica.

Otras lecciones bélicas han dado lugar a relatos populares. A menudo, basta con pronunciar el nombre de un lugar para que la lección vuelva a erguirse intacta ante nosotros. «Galípoli», «el Somme», «Múnich», «Dien Bien Phu», «Faluya». Cada nombre evoca una lección, cuando no un aviso, sobre lo que no ha de hacerse en una guerra.

Este libro no va de eso.

Huelga decir que tampoco contiene lecciones para mejorar las estrategias militares. Antes bien, este libro es una tentativa por afinar y profundizar nuestra comprensión feminista de la guerra. En otras palabras, lo que a continuación se expone son una serie de lecciones que aspiran a otorgar a las guerras un sentido fiable y útil. Valga decir, un sentido feminista.

Asimilar estas lecciones debería ayudar a convertirnos en aliadas más seguras de las mujeres víctimas de violencias en tiempos de guerra. Debería permitirnos exigir responsabilidades a quienes abusan de ellas. Aprenderlas debería equiparnos mejor para prevenir y acortar las guerras. Y poner en práctica las enseñanzas de estas lecciones feministas debería ayudarnos a mantener la paz, para que las sociedades, una vez superado el fragor de la guerra, puedan hacer avanzar la justicia de género y racial.

Las lecciones que se ofrecen a continuación tienen su origen en el trabajo de decenas de pensadoras feministas de todo el mundo, activistas, investigadoras y académicas expertas en un amplio abanico de disciplinas. Algunas han recibido el Premio Nobel, pero la mayoría de estas pensadoras feministas apenas son conocidas fuera de sus comunidades. Juntas, todas ellas (incluidas no pocas de las que estaréis leyendo estas páginas), han dedicado muchas horas a observar, escuchar, sopesar y reflexionar. Como feministas, han seguido dando vueltas a estos temas, volviendo una y otra vez a indagar y escuchar y cavilar sobre las causas de las guerras, para saber por qué hay guerras que duran años, y cómo hay guerras que parecen haber acabado, y que, sin embargo y lamentablemente, desembocan en posguerras interminables que se prolongan durante varias generaciones.

En el fondo, el feminismo consiste en tomarse en serio la vida y las ideas de las mujeres, de todo tipo de mujeres. Muy en serio. Como si las mujeres importaran realmente. Como feministas, hemos aprendido que siempre merece la pena prestar atención a las mujeres y las niñas. No porque sean heroicas o admirables en todo momento, aunque a menudo lo son. Merece la pena prestar atención a todo tipo de mujeres y niñas porque son interesantes, porque nos ayudan a comprender cómo y por qué funciona el mundo.

Dicho de otro modo, si no prestamos la debida atención a la complejidad de las ideas de las diversas mujeres y a sus experiencias en tiempos de guerra, corremos el riesgo de pasar por alto —o malinterpretar— las causas y consecuencias de las guerras. Y este es un riesgo que ninguna de nosotras debería permitirse actualmente, en nuestro frágil e interconectado mundo.

Las doce lecciones que componen este libro son las que hemos aprendido juntas al tomarnos en serio la vida de las mujeres. Son lecciones basadas en las complejas realidades de las vidas de mujeres muy diferentes. Son doce lecciones, sí, pero no nos engañemos: hay muchas más. Y las iremos descubriendo todas, porque las feministas sabemos mantener despierta nuestra curiosidad.

A mantener despierta la mía han contribuido docenas de feministas.

Ximena me llevó a dar una vuelta en coche por Santiago para enseñarme los lugares donde los militares de Pinochet habían torturado a sus víctimas. Eran pisos normales y corrientes, casas y chalés de las afueras. La hermana Soledad me descubrió el entramado de prostitución en torno a las bases navales estadounidenses en Filipinas. Insook me hizo descubrir el militarismo instalado en el corazón de un movimiento prodemocrático. Rela me presentó a las Mujeres de Negro de Haifa. Ruri me enseñó la zona comercial envuelta en luces de neón donde las Mujeres de Negro de Tokio convocan vigilias cada viernes por la noche.

Ayse me presentó a mujeres kurdas del sudeste de Turquía que, en respuesta a la violencia doméstica en una zona de guerra, decidieron abrir un restaurante. Madeleine me abrió los ojos sobre el enrevesado y sutil patriarcado de la ONU. Nela me llevó a dar un paseo por la empinada colina que domina Sarajevo, para visitar los miradores desde los que los francotiradores disparaban a los civiles, obligados durante la guerra de los Balcanes a correr como alma que lleva el diablo cuando salían a hacer el más simple de los recados.

He tenido la suerte de que muchas activistas por la paz y la justicia de género hayan querido compartir conmigo sus experiencias y lo que de ellas han aprendido. Estas doce lecciones feministas sobre la guerra brotan directamente de los rotundos conocimientos que han acumulado durante décadas.

Me siento felizmente en deuda con ellas.

1

Las guerras para las mujeres no son lo mismo que para los hombres

Svitlana vestía su parka más abrigada. Llevaba el iPhone bien guardado en el bolsillo de los vaqueros y una mochila a la espalda con el pasaporte ucraniano, tentempiés, el portátil, dos cargadores, tampones, jerséis de repuesto para los niños y las pocas fotos familiares que pudo coger a toda prisa cuando salieron huyendo. Su hija menor apretaba con fuerza su mano derecha. Menos mal que ya podía andar. Con la otra mano, Svitlana tiraba de una bolsa con ruedas llena de ropa para lo que tal vez iban a ser semanas, posiblemente meses, lejos de casa. Su hija de ocho años, que intentaba no perder de vista a su madre y a su hermana pequeña en el atestado andén de la estación de trenes de Kiev, cargaba con su mochila escolar de vivos colores. La madre de Svitlana se había negado a abandonar la aldea agrícola donde vivía. Aquello era su hogar, decía una y otra vez, aunque los misiles rusos reventaran lasviviendas y los silos. En cambio, insistió para que Svitlana se llevara a sus nietas a un lugar seguro. Svitlana y su pareja, el padre de sus hijas, se despidieron apresuradamente fuera de la estación, evitando mencionar la pérdida del trabajo de ella o el despliegue de él en el frente oriental, y asegurándose mutuamente que se llamarían por teléfono y se enviarían mensajes de texto a diario. De momento, Svitlana se había convertido en madre soltera. Una madre soltera en tiempos de guerra.

Ese mismo día, en otro andén, en Varsovia, Agnieszka estaba trabajando con un grupo de automovilistas voluntarias. Cuando las refugiadas ucranianas empezaron a llegar a Polonia, Agnieszka y otras feministas polacas se alarmaron ante la amenaza de que traficantes sexuales pudieran aprovecharse de las caóticas condiciones en la estación de trenes para hacerse pasar por hospedadores y secuestrar a niñas y mujeres. Las feministas polacas, dolorosamente conscientes de la postura conservadora con respecto a las mujeres del Gobierno populista polaco y del clero católico, rápidamente organizaron grupos de conductoras voluntarias para proporcionar un transporte seguro a las asustadas y agotadas mujeres ucranianas y a sus hijos, que pronto desembarcarían de los trenes.

Estas dos mujeres, ante el estallido de una guerra, intentaban prever, elaborar estrategias y actuar en consecuencia. Sus condiciones no eran idénticas, pero ambas tenían que sortear complejas expectativas de género con recursos de género desiguales.

Al estallar esa misma guerra, en el otro bando...

Alexandra era demasiado joven para unirse a las Pussy Riot cuando este grupo organizaba escandalosas actuaciones públicas para denunciar la alianza política entre el Gobierno ruso y el clero ortodoxo ruso, socialmente conservador. Pero siempre admiró su valentía. Tras la invasión militar de Ucrania por el régimen de Vladímir Putin, Alexandra decidió que había llegado su hora de actuar. Enfundada en su abrigo de invierno, se unió a otros en las calles de San Petersburgo a finales de febrero. Tuvo la prudencia política de no mencionar por su nombre al hombre cuyos sueños imperiales la hacían rebelarse. Se limitó a levantar un cartel con un solo lema pintado a mano: «¡NO A LA GUERRA!». La brutal respuesta de las fuerzas de seguridad a su manifestación pacífica la conmocionó. Dejó caer el cartel y echó a correr. Después, hablando en privado con sus amigas veinteañeras —todas ellas habían alcanzado la mayoría de edad en la Rusia de la posguerra fría— se preguntó en voz alta qué futuro le esperaba en su país.

Lepa había sobrevivido a una violenta guerra en su propio país. Belgradense que había vivido siempre en su ciudad natal, vio cómo el sangriento conflicto armado de la década de 1990 acabó destrozando su antiguo país balcánico, segregándolo en Estados autocráticos cargados de etnias. Junto con otras activistas locales, Lepa se había pasado la guerra de los Balcanes organizando centros de crisis para atender a las víctimas de violaciones y protestas feministas contra la guerra, desafiando los esfuerzos de la masculinizada élite política serbia de echar leña al fuego de un nacionalismo populista y militarizado. Ante el estallido de una nueva conflagración regional, la primera reacción de Lepa fue reavivar su compromiso con el antimilitarismo feminista. Pero no era esa la reacción que veía en algunas de sus colegas feministas ucranianas. Estas clamaban por armas y más armas, y armas pesadas. ¿Es que acaso enviar artillería se había convertido en una nueva forma de solidaridad feminista transnacional?

Alexandra y Lepa, viviendo sus vidas de mujeres en la Rusia de la guerra y la Serbia de la posguerra, estaban decididas a poner en práctica, mediante su compromiso y activismo en tiempos de guerra, las lecciones que aprendieron del feminismo. Lo que para cada una de ellas significaran esas lecciones en la práctica, distaba mucho de ser evidente.

En otros continentes, la misma guerra también estaba transformando las vidas de otras mujeres...

El cambio climático había agravado la sequía, lo que hacía aún más estresante el trabajo de Evelyne. Como miembro del personal keniano de una organización comunitaria, trabajaba para empoderar a las niñas y mujeres de las zonas rurales de Kenia. La inseguridad alimentaria no era un concepto abstracto para Evelyne, frecuente testigo de cómo, a pesar de que las mujeres eran las principales responsables de suministrar agua y leña y de preparar la comida para sus familias, el tradicional trato privilegiado que recibían los niños y los hombres quería decir que las niñas y las mujeres acababan consumiendo menos calorías. La sequía vino a agravar esas desigualdades. A ello se sumaba ahora la escasez de grano importado del que dependían los keniatas. Evelyne no había tenido nunca motivos para pensar en Ucrania. Cuando pensaba en la guerra, lo primero que le venía a la mente eran los vecinos conflictos armados en Somalia y Sudán, responsables durante años de la huida a Kenia de mujeres refugiadas con sus hijos a cuestas. Ahora, sin embargo, escuchaba atentamente los reportajes de la BBC que explicaban cómo la invasión militar rusa de Ucrania era una de las principales causas de la escasez mundial de cereales en países africanos como Kenia. La inseguridad alimentaria, pensaba Evelyne, no tardaría en empeorar las condiciones de niñas y mujeres que vivían en zonas rurales.

Al principio, Lucile no sabía si sentirse o no feliz por haber conseguido un trabajo con un fabricante de armas. Es verdad que su sobrino se había alistado, pero ella nunca había sido una forofa del ejército. Como mujer afroamericana y madre soltera que intentaba ganarse la vida decentemente en Orlando (Florida), sí daba gracias, en cambio, por no tener que trabajar en la industria turística de la región, dominada por Disney World, con sus salarios bajos y el sexismo como tónica dominante. Aun así, se preguntaba si trabajar en Raytheon no entraba en conflicto con sus valores personales. Fue entonces cuando la guerra en Ucrania empezó a acaparar titulares, y Lucile comenzó a sentirse orgullosa de las armas que ayudaba a producir: los misiles antitanques Javelin. Las noticias de la noche se deshacían en elogios sobre los Javelin; incluso comenzó a circular un meme por las redes sociales, «Santa Javelina», con aires de Madonna. Lucile pensó que, por el hecho de trabajar como técnica experta en cableado en una fábrica que producía este tipo de armas, quizá estaba conectada con las mujeres ucranianas.

Una guerra que impacta las vidas de innumerables mujeres siempre teje una red global de políticas de género.

Por lo general, en las descripciones de la guerra no se mencionan las complejas dinámicas de género. La guerra es tan sangrienta, parecen decir, que el género no importa. O los cálculos estratégicos en tiempos de guerra son presentados como realidades tan incruentas que la política de género parece un detalle irrelevante.

Hay otra narración posible de las guerras. En este tercer relato, los protagonistas son mujeres. Bajo el rótulo «de interés humano», está hecho de historias y fotografías que acercan a espectadores distraídos las realidades de los conflictos violentos y complejos, que suceden en lugares como Siria, Etiopía, Myanmar o Ucrania. Cuando aparecen en estas historias e imágenes, las mujeres casi siempre lloran sobre el cadáver de un marido o un hijo, o parecen paralizadas por el miedo en medio de los escombros de lo que fue su hogar. Rara vez se las ve dueñas de una vida plena, aún menos se les entrevista o pregunta por sus ideas sobre la guerra. Las mujeres desplazadas lloran por sus hombres caídos y hogares perdidos, porque se supone que ese es el papel principal de las mujeres en la guerra. Los llantos de guerra femeninos transmiten ese mensaje simplista de los editores de prensa. Y nosotros, el público, lo incorporamos con sorprendente facilidad.

A pesar de todo ello, las feministas hemos aprendido que es fundamental, tanto en medio de una masacre como enfrentadas a las estrategias de las élites, que sigamos sintiendo curiosidad por la amplia variedad de realidades vividas por las mujeres en tiempos de guerra. Por «fundamental» entendemos las defensoras de las mujeres que lo más importante es prestar atención a la diversidad de las vidas y las ideas de las mujeres, si lo que queremos es comprender a cabalidad las causas de las guerras, la dinámica que las subyace y sus duraderas consecuencias.

Dicho con más audacia, en decenas de países, incluido el nuestro, las feministas nos han enseñado que si no prestamos debida atención a las mujeres, a todo tipo de mujeres, no abordaremos la guerra con realismo. Lo que quiere decir que equivocaremos las causas de la guerra, describiremos su origen de manera superficial y, sin duda y lamentablemente, acabaremos subestimando los verdaderos costes de la guerra.

Estos tres errores son igualmente peligrosos, e insistir en ellos hace más probable el estallido de una próxima guerra.

Ser feministas y prestar atención no supone proclamar que las políticas de género lo explican todo. Aunque, seamos honestas, en las horas más tenebrosas, las masculinidades militarizadas nos parecen un reflejo fiel de todo lo que asociamos con la muerte, el derroche y la iniquidad. En momentos más serenos, lo que las feministas de decenas de países —es decir, todas nosotras— hemos aprendido unas con otras y unas de otras es que, cuando prestamos en serio atención a toda suerte de mujeres y niñas, es menos probable que las reduzcamos a meras víctimas de guerra pasivas y sollozantes. O, lo que no es menos peligroso, que las hagamos volar por los aires para convertirlas en superheroínas irreales.

Nuestra lección feminista colectiva es esta: encoger o aumentar a las mujeres o las ideas sobre la feminidad nos hace ver la guerra de una manera peligrosamente irreal.

Al prestar atención a mujeres y niñas, a sus vidas complejas y diversas, estaremos más atentos también a la manera en que los belicistas usan estratégicamente determinadas ideas sobre la feminidad («una mujer de verdad», «una mujer buena», «una patriota», «una perdida», «una traidora») para azuzar el militarismo, tanto entre las mujeres como entre los hombres. Fomentar ideas distorsionadas sobre la feminidad alienta y prolonga las guerras.

Cuando prestamos atención a todo tipo de mujeres, podemos ver a los hombres como hombres, en sus propias diversidades de clase, sexuales, raciales y políticas (a menudo discordantes). Y esa conciencia nos permite evaluar cuándo y cómo se manipulan ideas distorsionadas sobre la hombría («el amigote», «el guerrero», «el héroe caído», «el cobarde», «el brillante estratega», «el genio científico») para promover y justificar la guerra.

Las guerras para las mujeres no son lo mismo que para los hombres. Para empezar, está el matrimonio. En la mayoría de las sociedades, las leyes y prácticas del matrimonio heterosexual imponen papeles diferentes en tiempos de guerra. Durante un conflicto armado, se espera del marido que actúe de forma diferente a su mujer. En algunas sociedades, se considera normal que el marido abandone el hogar para empuñar las armas, pero, según esas mismas leyes, la esposa no puede vender propiedades ni viajar sin el consentimiento del marido. O veamos qué pasa con la paternidad. Las guerras para las mujeres no son lo mismo que para los hombres porque, en la mayoría de los países, las leyes y prácticas que regulan la crianza de los hijos imponen papeles diferentes a unos y otras. Así, se supone que la madre es más responsable de los hijos que el padre en tiempos de guerra, aunque necesita el consentimiento de su marido para poner a sus hijos a salvo.

La alimentación y el hambre son cuestiones de género incluso en tiempos de paz patriarcal. Ello es así no solo porque en la mayoría de los hogares las mujeres son las responsables de buscar alimentos y cocinar para sus familias. También se espera de ellas que en el hogar consuman menos alimentos que los hombres, al ser estos los principales generadores de ingresos. En muchas sociedades, las mujeres son las últimas en comer y consumen menos calorías y proteínas. Cuando la guerra agrava la escasez de alimentos, las desigualdades calóricas entre mujeres y hombres aumentan.

La estructura familiar determina los efectos de la guerra para las mujeres. Los hogares encabezados por mujeres —convencionalmente definidos como aquellos en los que no hay ningún varón adulto en edad de trabajar— tienen más probabilidades de ser pobres que los hogares encabezados por un varón adulto. Así, al reflexionar sobre lo que son las guerras para las mujeres, puede ser útil saber que en Ucrania, en 2020, poco antes de producirse la invasión rusa, un notable 50% de los hogares tenían como cabeza de familia a una mujer. Ese mismo año, en Nigeria, el 18% de los hogares estaban encabezados por mujeres; en Colombia eran el 36%, y en Etiopía, el 22%.[1]

Las guerras para las mujeres no son lo mismo que para los hombres porque las mujeres —y las niñas— pueden quedarse embarazadas durante cualquier guerra. Actualmente, las mujeres ucranianas tienen amplio acceso legal a la contracepción y el aborto. Sin embargo, al otro lado de la frontera, las activistas polacas que luchan por los derechos de las mujeres organizan manifestaciones públicas para protestar contra la ampliación de la prohibición del aborto por el Gobierno populista de derechas. Enfrentadas a una desastrosa sequía además del estallido de una guerra civil, en 2022 las mujeres de Etiopía han obtenido el acceso legal al aborto, aunque en la práctica se enfrentan a unos servicios de atención a la salud reproductiva limitados, en parte debido a la imposición de sanciones a la ayuda exterior por parte de Estados Unidos.[2]

Asimismo, los efectos de las guerras son distintos según se trate de mujeres o de hombres porque en la mayoría de los países el trabajo de las mujeres —en fábricas, el sector servicios y, lo que es más importante, en la agricultura— tiene más probabilidades de no ser remunerado que el de los hombres. Y, cuando una mujer consigue un empleo remunerado, su trabajo se valora y paga menos que el de un hombre.[3]

En tiempos de guerra, se espera que las mujeres asuman más trabajo no remunerado. Hay que mantener la granja en funcionamiento con menos trabajadores y menos equipo, cuidar de los niños y de los parientes ancianos, poner comida en la mesa todos los días, a pesar de la escasez de alimentos y combustible. Eso sí, los hombres en tiempos de guerra exigen cobrar por su trabajo: ni siquiera los arrojados patriotas están dispuestos a luchar gratis. La fabricación de armas se incrementa para satisfacer las necesidades de los guerreros. Hoy en día, las fábricas de armas están muy masculinizadas, aunque algunas mujeres trabajan en la cadena de montaje, especialmente en los departamentos de cableado, o como oficinistas. Para esas mujeres, los empleos bien remunerados en Lockheed Martin, BAE, Raytheon, Mitsubishi o Saab pueden ser el primer paso hacia la seguridad económica en tiempos de paz.[4] En tiempos de guerra, las mujeres acceden a más empleos remunerados, al retirarse los hombres de la economía civil para incorporarse a las fuerzas combatientes; sin embargo, normalmente se da por sentado que ocuparán esos empleos remunerados «mientras tanto», hasta que los hombres vuelvan a casa para retomar sus puestos de trabajo. «La vuelta a los fogones» de las mujeres suele interpretarse como una señal del restablecimiento de la paz.

Asimismo, en tiempos de guerra se da por sentado que las necesidades sexuales de los hombres, tanto si están casados como si son solteros, son diferentes de las de las mujeres, estén casadas o no. Siempre es un soldado, nunca una mujer soldado, quien se ve excusado, incluso animado por sus superiores masculinos cuando aprovecha un permiso tras semanas en el frente para visitar algún burdel lleno de mujeres, que bien pueden haber sido traficadas desde alguna otra zona devastada, o que aparentemente «eligen» el trabajo sexual con el fin de alimentar a sus hijos.

Como feministas, hemos aprendido a atender muy de cerca las políticas de género de la prostitución militarizada.[5] Es probable que sea la mujer, y no el marido, quien se vea arrastrada o empujada a la prostitución en tiempos de guerra («sexo de supervivencia» lo llaman algunos trabajadores humanitarios) para obtener ingresos. Y, en la posguerra, será el estatus social de la mujer el que se verá afectado si se corre la voz sobre cómo mantuvo económicamente a sus hijos durante la guerra. En cambio, la posición social masculinizada de su cliente probablemente saldrá indemne.

El matrimonio, la familia, el trabajo, la propiedad, la alimentación, la violencia, la sexualidad, el cuidado de los niños, los ingresos, la salud reproductiva, la prostitución. Cada uno de estos factores está determinado por la política de género en tiempos de paz patriarcal. Eso ya lo sabemos.[6] Lo que con frecuencia olvidamos, en cambio, es que cada una de esas interacciones políticas siguen vigentes cuando empiezan los disparos y vuelan los misiles. La dinámica de género de estas políticas garantiza que las guerras de las mujeres son muy distintas de las guerras de los hombres.

Nuestro conocimiento de lo que es la guerra para las mujeres suele proceder de fuentes distintas a las de las guerras de los hombres. Hasta nuestros días, son hombres, sobre todo los combatientes y responsables civiles de alto nivel en tiempos de guerra, quienes escriben sobre sus experiencias y las convierten en obras de teatro y películas.

Las memorias de soldados son todo un género literario, aunque es más probable que sean los representantes de grupos dominantes del país los que tengan incentivos para contar sus historias y publicar sus relatos.

No quiere decir esto que no hay mujeres que hayan escrito o hecho películas sobre sus experiencias en tiempos de guerra. Las memorias de Vera Brittain, Testamento de juventud, ofrecen un relato descarnado de lo que supuso servir como enfermera a dos pasos del cenagoso frente durante la Primera Guerra Mundial. La guerra no tiene rostro de mujer, el extraordinario relato de Svetlana Aleksiévich sobre las terribles experiencias de las mujeres rusas durante la Segunda Guerra Mundial, contribuyó a que su autora recibiera el Premio Nobel de Literatura, el primero concedido a una historiadora oral. Según el relato de Svetlana Vasilyevna Katykhina, quien en su adolescencia sirvió como soldado raso en una unidad soviética de lavandería, recogido por Aleksiévich:

Llegamos. Pero, en vez de armas, nos entregaron ollas para lavar en las tinas. Todas eran chicas de mi edad. Antes teníamos a nuestros padres que nos querían, nos mimaban. Yo era hija única. Y de pronto ahí estábamos, cortando leña, avivando las estufas. Luego usábamos las cenizas para lavar, en vez de jabón: se había acabado y no se sabía si volverían a traer o no. La ropa estaba sucia, llena de parásitos. Impregnada de sangre... En invierno, la sangre pesaba todavía más...[7]

Trần Thị Nga coescribió sus memorias, Tumbas poco profundas, al alimón con una colega estadounidense, Wendy Larsen. Es un relato en el que alternan las voces de las dos mujeres. Durante la guerra librada por Estados Unidos contra Vietnam, Nga se formó como comadrona y trabajó en hospitales que atendían a vietnamitas pobres. Los estadounidenses destinaron grandes cantidades de dinero que sirvieron para alimentar la corrupción de la guerra y no para ayudar a los más necesitados: «Daban mucho dinero al de arriba y se desentendían de lo que pasaba más abajo». Nga había vivido la ocupación japonesa, la guerra contra los franceses y la guerra contra los estadounidenses. Podía hacer comparaciones:

Los estadounidenses llegaron a Vietnam

y pusieron patas arriba nuestro país

con su dinero y su ejército.

Sus soldados se acostaron con nuestras mujeres.

Sus generales daban palmaditas en la cabeza

a los nuestros como si fueran niños.[8]

Persépolis, las memorias de Marjane Satrapi en formato de novela gráfica en blanco y negro, nos permite conocer las experiencias de una niña iraní de clase media durante los ocho años de guerra entre Irán e Irak:

Cuando pasamos delante de la casa de los Bab-Levy, que estaba completamente destruida, sentí que [mi madre] me apartaba discretamente. Algo me decía que los Bab-Levy habían estado en casa. Algo me llamó la atención.

Vi una pulsera de turquesa. Era de Neda. Su tía se la había regalado por su decimocuarto cumpleaños...

La pulsera todavía estaba atada a... No sé qué...

Ningún grito en el mundo podría haber aliviado mi sufrimiento y mi rabia...[9]

Algunos de los relatos más interesantes sobre las experiencias de guerra específicas de las mujeres nos llegan en forma de novelas, a menudo escritas con detenimiento años después de la guerra que describen. Las experiencias de las mujeres etíopes que resistieron la invasión militar de Benito Mussolini en 1935 cobran vida en una novela del siglo XXI, El rey en la sombra, de Maaza Mengiste. Tras centrarse en las heridas psicológicas sufridas por los hombres durante la Primera Guerra Mundial, la célebre novelista británica Pat Barker se sumergió en un pasado remoto para mostrar las experiencias y estrategias de supervivencia de las mujeres durante la mítica guerra de Troya. Después de leer El silencio de las mujeres y su secuela, Las mujeres de Troya, de Barker, nunca leeremos a Homero como lo hacíamos antes. Despabila, Aquiles.[10]

En las décadas de 1970 y 1980, el auge de las historiadoras feministas trajo consigo una verdadera avalancha de nuevos relatos sobre experiencias de mujeres en guerras pasadas y recientes. Gracias a su innovadora labor de investigación, hoy sabemos de las experiencias de mujeres agricultoras en tiempos de guerra, prostitutas en tiempos de guerra, combatientes en tiempos de guerra, refugiadas en tiempos de guerra y obreras en tiempos de guerra. La investigación histórica de estas mujeres hace que hoy sea menos probable que caigamos en la trampa de pensar que cualquier guerra puede entenderse únicamente en términos de «soldados» y «civiles».

Jane Franklin, a pesar de ser la hermana menor del intelectualmente precoz Benjamin Franklin, era prácticamente semianalfabeta. De familia trabajadora de Boston —fabricantes de jabón, para más señas—, al estallar la guerra de los colonos americanos contra los ocupantes británicos, Jane estaba a la cabeza de tres generaciones de Franklins. En 1775, su ciudad, Boston, se convirtió en un campo de batalla. En su innovadora biografía de la hermana de Benjamin Franklin, la historiadora Jill Lepore evoca la huida de Jane Franklin de este frente de guerra. Con ello nos da una idea de lo que la guerra significó para una mujer de ciudad, pobre y escasamente alfabetizada:

Jane estaba entre los que consiguieron escapar. «No tenía ni remota idea de lo que quería decir ser libre para alcanzar mi libertad buscando la fortuna con cientos de otros que no sabíamos ni a dónde iríamos a parar». Huyó primero a Cambridge. Desde allí, Jane y su nieta se dirigieron a Providence por caminos llenos de fugitivos...

Tenía sesenta y tres años cuando salió de su casa en un carromato y cruzó una ciudad en armas, sus bienes ocultos bajo sábanas...[11]

Con frecuencia, mujeres traumatizadas y obligadas a vivir circunstancias extremas aceptan hablar con investigadoras, a condición de que estas hayan aprendido a descartar estereotipos culturales, sepan escuchar, y formulen sus preguntas de forma respetuosa y con perspectiva de género. En 2016, por ejemplo, miembros del personal de la oficina de Unicef en Ammán, Jordania, publicaron un informe sobre el alcance, perspectivas, causas y consecuencias de un fenómeno notable entre los sirios que huían de la brutal guerra en su país: los matrimonios de niñas menores de edad. Investigadoras de Unicef entrevistaron a mujeres y hombres convertidos en refugiados empobrecidos en la vecina Jordania. Entre ellos estaba la madre de una niña siria próxima a contraer matrimonio:

No, no me gustan los matrimonios precoces, aunque a mis hijas las casaron a una edad temprana simplemente porque su padre así lo quiso. Intenté impedírselo... pero no pude hacer nada... Le dije que esperara a que llegara un pretendiente mejor... pero se negó... Realmente deseaba que mis hijas completaran su educación... pero nuestras costumbres en el país son estrictas... y mis hijas aceptaron.

Gracias a que muchas organizaciones transnacionales, como Unicef, ONU Mujeres, Oxfam, CARE, Refugees International, Human Rights Watch, International Alert, Médicos sin Fronteras y Amnistía Internacional, se han visto influidas por un creciente número de personal con conciencia feminista, ahora tenemos acceso a relatos escrupulosamente registrados sobre la vida de una variedad de mujeres en tiempos de guerra.

Entre los abusos sistemáticos a mujeres durante una guerra que estas investigadoras han documentado se encuentra el tráfico sexual por parte de redes de hombres, tanto locales como extranjeros, algunos de los cuales también prestan servicio como fuerzas internacionales de mantenimiento de la paz. Especialistas en derechos de la mujer de Human Rights Watch, por ejemplo, han descrito detalladamente cómo operaba el tráfico sexual en la Bosnia de finales de la década de 1990. Su trabajo ha permitido conocer la identidad de mujeres jóvenes secuestradas a la fuerza en Moldavia, Rumanía y Ucrania por sindicatos masculinizados, para ser compradas y vendidas en Bosnia en la inmediata posguerra.

Estas investigadoras independientes describieron los servicios sexualizados que las jóvenes se vieron obligadas a prestar, y quiénes eran los clientes que pagaron por ello. Asimismo dieron a conocer la identidad de los hombres que se beneficiaron de esta intrincada operación de tráfico sexual, así como de los que, ocupando puestos de responsabilidad, decidieron hacer la vista gorda. Recalcaron el comportamiento de las pocas contratistas y funcionarias de la ONU que rompieron filas al negarse a ignorar este tráfico sexual.

Esperanzas traicionadas, el demoledor informe de Human Rights Watch de 2002, contiene testimonios de víctimas, perpetradores e investigadores:

Hace un mes, muchos policías vinieron al bar para celebrar el nacimiento de una niña de uno de ellos. Como ese hombre ya se había gastado todo su dinero, Djordje [el dueño del bar y también policía] pagó para que mantuviera relaciones sexuales con J. K. [una mujer víctima de la trata llevada a la fuerza a República Srpska] durante media hora.[12]

Para la mujer, la guerra comienza antes del primer disparo. Antes de cualquier estallido bélico se crean condiciones que determinarán cómo vivirá la guerra. La guerra empieza para ella cuando, apenas una niña, la sacan de la escuela primaria para que cuide de sus hermanos pequeños y así poder sus padres pagar la matrícula escolar de un hermano, o para que ayude a su madre a ir a recoger agua a lugares cada vez más remotos por culpa de la sequía. La guerra para una mujer comienza cuando su gobierno, en tiempos de paz, aprueba leyes que fijan la edad legal de la mujer para contraer matrimonio en trece años. La guerra para una mujer comienza cuando un juez desestima su denuncia de maltrato en el hogar tachándola de trivial.

A medida que nuestra curiosidad feminista ha ido en aumento, hemos comprendido que, para dar un sentido realista a las experiencias de las mujeres en las guerras, hay que interesarse por las condiciones de vida de mujeres y niñas mucho antes de que empiece la contienda. No podemos esperar a que nos impacten las noticias de guerra en Somalia, Sudán del Sur, Bosnia, el sudeste de Turquía, Irlanda del Norte o Ucrania para prestar atención a las condiciones de vida de mujeres y niñas en esas sociedades.

Debemos prestar atención a Nurtay Nurow, una mujer somalí que, junto con su marido, había sido agricultora, hasta que la prolongada sequía en su país convirtió sus tierras de cultivo en un cuenco de polvo. Nurtay ya había visto morir de inanición a dos de sus hijos cuando intentó salvar al tercero. Tratando de mantener con vida a su desnutrida hija de dos años, Maryam, recorrió a pie kilómetros y atravesó peajes con hombres armados, hasta alcanzar un puesto de ayuda humanitaria. Se unió así a otros 165.000 somalíes, en una ciudad hecha de tiendas de campaña para refugiados. Ellos también habían visto cómo la sequía marchitaba sus cosechas, mientras el Gobierno libraba una guerra contra los combatientes extremistas de al-Shabaab, que reclutaban niños a la fuerza, despachaban terroristas suicidas y gravaban a los agricultores en apuros. Sequía, cosechas, guerra, maternidad. Todos ellos tienen género y se alimentan unos a otros.[13]

Sin embargo, aunque hayamos tardado en desarrollar nuestra curiosidad, debemos remontarnos a una semana antes de que los disparos comenzaran a ocupar titulares en los medios para averiguar, por ejemplo, cuál era el nivel de alfabetización de las niñas y mujeres antes del estallido del conflicto armado. Y es que tener en cuenta la capacidad de mujeres y niñas para leer y escribir (y contar) es fundamental para saber con qué herramientas contarán para hacer frente a la propagación de la violencia. Así, por ejemplo, una mujer que no sabe leer ni escribir no tiene las herramientas necesarias para comprender cuáles pueden ser sus opciones en tiempos de guerra, por contadas que sean. Si su padre, hijo mayor o marido sabe leer y escribir, es probable que le imponga, alegando el deber de protegerla, su forma de entender las opciones en tiempos de guerra.

Del mismo modo, si antes de la guerra el Gobierno ha establecido una «edad de consentimiento» legal para las niñas tan temprana como los trece años (para conveniencia no solo de padres que intentan paliar su pobreza casando a la hija, sino también de hombres de edad avanzada en busca de una esposa dócil), es probable que ello contribuya a agravar la «brecha de desigualdad de género» dentro de los hogares. Y esa brecha hace improbable que las voces de las niñas-esposas sean tomadas en cuenta a la hora de decidir en familia cómo gestionar un inminente peligro de guerra.

Por no decir nada de que si la violencia física de los maridos contra sus esposas es ignorada por la policía y los jueces en tiempos de paz, ¿a quién podrán recurrir esas mujeres amenazadas cuando los funcionarios prioricen las tareas bélicas? Cuando las tensiones domésticas en tiempos de guerra se intensifican en el seno de familias desplazadas o confinadas en refugios, ¿a quién recurrir cuando se es una mujer maltratada?

Hay muchas otras condiciones previas a la guerra que asimismo limitan opciones y recursos de las mujeres en tiempos de conflicto armado. En este sentido, la guerra empieza para las mujeres cuando las autoridades recortan las subvenciones públicas para cuidados infantiles. La carga que para ellas supone hacerse cargo a tiempo completo de niños (y ancianos) se traduce en menos acceso a trabajos remunerados. Y, al estallar la guerra, las mujeres con trabajos no remunerados o remunerados a tiempo parcial tienen menos acceso al dinero bajo su control.

La guerra para las mujeres comienza cuando tíos e hijos ven reconocidos sus derechos sobre la herencia dejada por el marido al morir. Empieza cuando se acepta como el «orden natural de las cosas» el hecho de que las mujeres cobren menos que los hombres.

La guerra para las mujeres comienza cuando se da por sentado que una mujer fuera de su casa sin acompañante masculino es una mujer «sola». Empieza cuando los funcionarios del Gobierno asignan títulos de propiedad de la tierra únicamente a agricultores varones. La guerra para las mujeres empieza el día en que las autoridades sostienen que las que luchan por sus derechos reproductivos están violentando la cultura tradicional del país, la fe religiosa y la paz en los hogares, que son las tres cosas que los guerreros afirman estar defendiendo.

Comprender que las guerras para las mujeres no son lo mismo que para los hombres no equivale a establecer una competencia de sufrimiento bélico entre mujeres y hombres. Dado que en muchas culturas se considera que los hombres deben proteger a las mujeres, es más probable que estos sean reclutados por el ejército. Y, como constituyen la gran mayoría de las fuerzas militarizadas, es lógico que más hombres que mujeres mueran a causa de la violencia directa de la guerra.

El supuesto patriarcal de que el soldado tiene que ser un hombre, si bien prolonga los privilegios concedidos por la sociedad a determinadas formas de masculinidad, no otorga automáticamente beneficios a todos los hombres. De hecho, el restrictivo concepto patriarcal del soldado como varón fuerte, estoico y valiente, en buena medida es responsable de que a tantos hombres les resulte tan difícil dirigirse a servicios de salud mental para mitigar los traumas emocionales asociados a la condición de soldado.

Por otro lado, como la norma en muchas culturas es que las mujeres sean consideradas como cuidadoras «naturales» de los niños, al convertirlas la guerra en refugiadas, lo más probable es que lo sean en condición de madres solteras responsables de niños desplazados y asustados. En la actualidad, se calcula que el 70% de los refugiados del mundo son mujeres con hijos a su cargo.

Así como antes de la guerra las niñas y mujeres representan la inmensa mayoría de las personas objeto de cosificación sexual cuyos cuerpos son considerados objetos naturales del deseo de «hombres de verdad» —sin que ello sea óbice para suponer al mismo tiempo que son la propiedad de padres y maridos—, los hombres constituyen la inmensa mayoría de los clientes de la prostitución forzada y los perpetradores de violaciones en tiempos de guerra, siendo mujeres y niñas la mayoría (aunque no la totalidad) de los trabajadores sexuales y las víctimas del tráfico sexual de personas y las violaciones durante la guerra.

En otras palabras, aceptar la realidad de que las mujeres no experimentan la guerra de la misma manera que los hombres no significa establecer jerarquías rivales entre el sufrimiento de mujeres y hombres. Debido a que las decisiones que toman las personas —generalmente, aunque no únicamente, hombres— responden a una mezcla de estereotipos, expectativas y valores de género; mujeres y niñas, por un lado, y niños y hombres, por otro, se sitúan de forma diferente ante el fenómeno de la guerra y, en consecuencia, la sufren de maneras distintas. Del mismo modo, son diferentes también la forma en que esos sufrimientos de género contribuirán después de la guerra a la elaboración de relatos, mitos, celebraciones y narrativas de venganza.

Cuando en monumentos conmemorativos de una guerra aparecen representadas figuras femeninas, por lo general se trata de mujeres dolientes y anónimas, o bien de míticas diosas de la victoria. Es decir, no solo hay diferencia de género, también desigualdad de género en cuanto a las muertes, heridas, pérdidas y reconocimiento oficial de hazañas. Los soldados uniformados heridos por la metralla son honrados oficialmente, pero ningún homenaje evoca el sacrificio de las mujeres civiles caídas por esa misma metralla. Los soldados varones de una unidad de tanques (las unidades blindadas se encuentran entre las unidades más masculinizadas de los ejércitos) que ganó terreno en combate serán celebrados públicamente por los líderes de la nación. Es menos probable que sean recordadas como defensoras de la nación todas aquellas mujeres que se las tienen que arreglar solas para alimentar a sus hijos en medio de la terrible escasez de alimentos que acompaña a las guerras. Simplemente se da por sentado que hicieron lo que se espera que hagan las madres.

Las lecciones feministas sobre la guerra no tienen como protagonistas a diosas, figuras lastimeras o superheroínas. Son lecciones aprendidas después de prestar mucha atención a las experiencias bélicas de mujeres muy diversas, que viven, respiran, sienten, piensan y actúan en su condición de mujeres.

2

Todas las guerras ocurren en el marco de una historia de género

Supón que las mujeres mayores de veintiún años tenían derecho a voto en Alemania, Austria, Francia y Gran Bretaña en 1914.

Supón que la violación fue reconocida internacionalmente como crimen de guerra en 1992.

Supón que en 2001 la mayoría de las mujeres afganas estaban alfabetizadas.

Si estas condiciones se hubieran cumplido, ¿crees que la Primera Guerra Mundial, las guerras de Afganistán y las guerras nacionalistas de la antigua Yugoslavia hubiesen sido tan demoledoras como lo fueron? Quién sabe. Pero probablemente habrían sido muy diferentes. Las mujeres habrían vivido cada una de esas guerras de otra manera. Y quienes hoy miramos hacia atrás las recordaríamos —y extraeríamos de ellas lecciones— de forma muy diferente.

La historia importa. La historia tiene género. Todas las guerras ocurren en el marco de una historia de género.

La historia de las mujeres no es la historia de los hombres.

«Toda guerra es infernal». El trillado refrán invita a imaginar la guerra como una entidad fuera de la historia. En realidad, todas las guerras forman parte de la historia. Y las guerras que queremos comprender ocurren en momentos concretos de la historia de las diversas relaciones que las mujeres mantienen con los hombres, con el Estado y entre ellas.

Ser conscientes de esos momentos históricos de género —en Polonia, Colombia, Myanmar, Siria o Ucrania— potencia nuestra comprensión de lo que en cualquier conflicto violento experimentan las mujeres, de los recursos a su alcance o que les son negados, de los corredores del poder a los que tienen acceso y de aquellos que les están vedados. Ser conscientes de las condiciones de género históricamente situadas nos permite trabajar más eficazmente en solidaridad con las mujeres que se encuentran en zonas de guerra.

En 2000, en vísperas de la invasión militar de Afganistán liderada por Estados Unidos en 2001, apenas el 15% de las mujeres afganas sabían leer y escribir. La tasa de alfabetización de los hombres afganos tampoco era alta, aunque, con un 47%, era muy superior a la de sus compatriotas femeninas. Al borde de una guerra en la que tanto hombres como mujeres tendrían que luchar por obtener información para sobrevivir, la brecha en alfabetización de género alcanzaba el 32%, lo que daba a los hombres más posibilidades de hacerse con la tan vital información.

Perfectamente conscientes del desfase real en materia de alfabetización, las activistas afganas se centraron en la radio. En Kabul impulsaron una programación radiofónica destinada a las mujeres, redactando y grabando programas con el fin de informar a las afganas analfabetas, sobre todo a las que vivían en aldeas rurales remotas, sobre sus derechos, su salud y el cuidado de sus hijos. La guerra estalló en un momento en que las activistas afganas eran conscientes de que las desigualdades de clase y las diferencias entre las mujeres de las zonas urbanas y rurales acrecentaban la importancia política de la radio.

En todos los países, la radio tiene una historia de género. Otro tanto puede decirse de los servicios de correos, el cine, la televisión, la telefonía móvil e Internet. En los primeros años del siglo XXI, durante la guerra en Afganistán, los aparatos receptores de radio eran bienes comunitarios incluso en las aldeas más pobres. Las puertas de los estudios de radio se abrían de par en par gracias a las activistas afganas, decididas a reducir la brecha entre mujeres rurales y urbanas y entre el acceso de hombres y mujeres a la información.

Sin embargo, el acceso a la radio en Afganistán durante la guerra seguía estando condicionado por supuestos y prácticas patriarcales. ¿Cómo hacer para que los liberadores programas, guionizados y emitidos por mujeres afganas en Kabul, llegaran a los oídos de mujeres analfabetas en las aldeas pobres para quienes fueron concebidos?

Las investigaciones de Sarah Kamal, feminista experta en medios de comunicación, revelaron que, en 2004, en una aldea remota de la región afgana de Samangan, la radio se había convertido en una preciada posesión doméstica.

Como tal, sin embargo, estaba controlada por el hombre cabeza de familia. La radio la guardaba en un estante alto, fuera del alcance de mujeres y niños. Cuando el hombre adulto la sacaba de la estantería, solo él podía mover el dial y, por tanto, decidía lo que se escuchaba. Los telediarios eran sus programas preferidos. Sacaba la radio fuera de casa e invitaba a sus vecinos varones a escucharlos con él. Juntos, los hombres se enteraban de las noticias nacionales y mundiales. Escuchar las noticias aumentaba sus conocimientos masculinizados sobre la guerra ante los otros habitantes del pueblo y sus familias. Las mujeres que estaban cerca podían escuchar fragmentos de los programas de radio, aunque se esperaba que no aflojaran en sus tareas domésticas. Al acabar las noticias, la radio volvía a su puesto en lo alto de la estantería. ¿Programas de radio sobre los derechos legales de las mujeres, sobre su salud, sobre el cuidado de los niños? Ninguna de esas cosas interesaba a los hombres adultos que controlaban el acceso a la radio.[1]

Al mismo tiempo, en 2000, el porcentaje de niñas y mujeres afganas mayores de quince años con un trabajo remunerado apenas era de un 14%. Lo que quería decir que la devastadora guerra pillaría al 86% de las mujeres afganas sin acceso de ningún tipo a ingresos propios. Como las mujeres apenas representaban el 15% del total de la mano de obra remunerada del país, también quería decir que sus conciudadanos varones —hermanos, tíos, padres, maridos— constituían el 85% de los trabajadores remunerados de Afganistán con capacidad para generar ingresos propios, por modestos que fueran.[2]

La importancia de estos datos se hizo patente al estallar la última guerra en Afganistán, en 2001. El dinero es una realidadhistórica de género, y una realidad importante en tiempos de guerra. En una familia, quien gana dinero o lo controla determina quién toma determinadas decisiones en tiempos de guerra, en su nombre y en nombre de los demás. Durante las dos décadas siguientes, las mujeres afganas presionaron para tener acce