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Sería mejor no entrometerse en el camino de un hombre empeñado en recuperar la familia que había perdido… Todo comenzó cuando el hijo de Cass llamó a su padre para que asistiera al funeral de su padrastro. Así fue como Blake se encontró cara a cara con Cass, la mujer que le había roto el corazón hacía dieciocho años, pero ahora ella estaba embarazada de otro hombre… Por si las cosas no fueran ya lo bastante complicadas, Blake estaba aún más sexy e irresistible de lo que ella lo recordaba. Pero sus fantasías de alcanzar la felicidad a su lado habían desaparecido al tiempo que su matrimonio. Sin embargo, había algo que Cass no sabía sobre su exmarido…
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Seitenzahl: 232
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Karen Templeton-Berger
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dos bodas, n.º 5494 - enero 2017
Título original: Marriage, Interrupted
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Este título fue publicado originalmente en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-687-9334-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
SabÍa que aún tenía dos piernas al otro lado de su abultada barriga. Y, en circunstancias normales, Cass habría esperado hasta tener el bebé para volver a dedicarles tiempo. Pero tenía un funeral en menos de dos horas. Iba a llevar un vestido y eso implicaba irremediablemente medias. Por eso se enfrentaba en ese momento al dilema de la cuchilla de afeitar.
El sol primaveral de Albuquerque entraba por la ventana del baño mientras Cass consideraba sus opciones. Ninguna parecía muy buena idea. Sabía que si se metía en la bañera nunca conseguiría salir. Si lo intentaba en la ducha, podría caerse y romperse el cuello. Y si se sentaba, no podría doblarse como para poder alcanzar las piernas.
Solo le quedaba la opción del lavabo. Recordaba vagamente haberlo usado cuando estaba a punto de tener a Shaun. Le pareció que habían pasado siglos. Blake corría por toda la casa preparándose para ir al hospital mientras ella se afeitaba las piernas. Claro que entonces solo tenía veinte años y estaba algo más ágil.
Llenó de agua el lavabo, se echó a un lado para levantar la pierna y se agarró con fuerza al toallero justo a tiempo para no caerse. Se recompuso como pudo. Dispuesta a intentarlo de nuevo pero con lágrimas de impotencia en los ojos.
«¡Que Dios asista al siguiente que sea tan tonto como para confiar en mí!», se dijo furiosa.
Se rasuró una pierna y levantó como pudo la otra, pero se cortó con el primer movimiento de la cuchilla. No pudo reprimir un taco y, de mala gana, cortó un trozo de papel higiénico y se lo colocó sobre la herida.
Durante más de diez años había evitado volver a casarse con nadie. Tampoco había tenido tiempo. Su vida había estado demasiado ocupada criando sola a su hijo, terminando sus estudios de marketing y trabajando. Apenas tenía la oportunidad de sentirse sola a medio camino entre la guardería y la escuela, o la escuela y su trabajo.
Pero después conoció a un hombre encantador, respetable, y aparentemente cuerdo, durante una cena de la Cámara de Comercio. Se cayeron bien y comenzaron a salir. Él le ofreció las cosas que ella necesitaba y quería: seguridad, un padre para su hijo y la oportunidad de ser madre de nuevo. La pasión desenfrenada no formaba parte del trato, pero a ella le había parecido bien. Porque creía que ya no tenía la energía para ese tipo de pasión, ni desenfrenada ni de ninguna otra forma.
La herida había dejado de sangrar. Cass terminó antes de que pudiera sufrir un tirón en la pierna y no fuera capaz de bajarla. El bebé le dio una patada y lo acarició con la mano, intentando tranquilizarlo. Pensó que al menos había conseguido ser madre de nuevo.
Abundantes lágrimas de rabia le brotaron de donde creía que ya no le quedaban más. Golpeó con rabia el suelo y se sentó en la taza del inodoro, cubriéndose la cara con las manos. No entendía cómo podía haber cometido dos veces el mismo error. Otras mujeres podían ver más allá de la superficie, más allá del encanto, las promesas y los halagos. Pero ella parecía incapaz.
—¡Cassie, cariño! ¿Estás bien?
Cass tomó un trozo de papel y se sonó la nariz. Era muy irónico que, a pesar de todo, quisiera tanto como lo hacía a la madre de Alan. Era una mujer exuberante y estrafalaria. Y ni siquiera la decepción que le había supuesto el canalla de su hijo había cambiado lo que sentía por esa señora. No se sentía muy bien al pensar así de su marido que, al fin y al cabo, acababa de fallecer. Pero sabía que no era la primera viuda de la historia que no lamentaba en exceso el deceso de su cónyuge.
—Sí, Cille. Estoy bien —le contestó a su suegra mientras se limpiaba la cara e intentaba calmarse.
—Sí, claro. Y yo soy Madonna. Anda, abre la puerta antes de que la eche abajo.
Lucille Stern era una mujer menuda y delicada de ochenta años, que no podría romper ni una casa de muñecas. Cass se levantó y abrió la puerta.
Su suegra, envuelta en una mezcla de perfume empalagoso y alcanfor, estaba plantada frente a ella con los puños en las caderas. Llevaba un vestido rojo de satén con aberturas laterales y grandes pendientes de brillantes.
—No te ofendas, cariño, pero tienes un aspecto horroroso —le dijo a su nuera.
—¡Vaya! Gracias —contestó Cass mientras se recuperaba al ver a su suegra vestida como una cabaretera—. Pero al menos mis piernas están depiladas.
Las dos mujeres se dirigieron al dormitorio de Cass y Lucille intentó arreglarse uno de los lazos del vestido.
—Fenomenal. Entonces, le diremos a la gente que admire tus gemelos —dijo dándole la espalda a Cass—. Esta cremallera y mi artritis no hacen buena pareja. ¿Me ayudas?
—Cille —comenzó su nuera mientras pensaba en qué palabras usar—. ¿No crees que este vestido es un poco…? ¿Un poco exagerado?
La anciana no pudo evitar suspirar.
—Bueno, este no es precisamente el mejor día de mi vida, ¿sabes? —contestó mientras se arreglaba el pelo—. Así que necesitaba algo que me animara. Por eso me he vestido de rojo. ¿Qué vas a hacer? ¿Echarme del tanatorio?
Cass se mordió el labio. Alan había sido hijo único. Y, a pesar de que las cosas entre ellos hacía mucho que habían dejado de ser ideales, aquella mujer acababa de perder a su hijo. Lo que Lucille debía de estar echando de menos en esos momentos era la relación que había tenido con Alan en el pasado, antes de que la relación se enfriara.
Sabía que las dos lo superarían. Eran mujeres fuertes.
—Nadie te va a echar de ningún sitio, Lucille —le dijo.
—Mamá…
Cass se dio la vuelta. Su hijo la miraba desde la puerta. Llevaba la chaqueta que algún amigo le había prestado y unos pantalones formales. Era un atuendo muy distinto al habitual. Siempre llevaba vaqueros desgastados y camisetas demasiado grandes para su talla. Era asombroso poder adivinar al verlo el aspecto que algún día tendría Shaun de adulto, si es que Cass no lo estrangulaba antes. Suponía que la relación madre hijo que tenían no era más problemática que la de otros padres con sus hijos adolescentes, probablemente incluso mejor, pero a veces las cosas se ponían muy complicadas.
—¡Dios mío! —dijo Cille mirando al joven mientras salía de la habitación—. ¡Si el joven tiene orejas!
Shaun sonrió y se tocó inconscientemente una de las orejas, que había dejado al aire al recogerse su cabello rubio en una coleta. La mayoría de sus amigos llevaban el pelo corto, pero él tenía ideas propias. Lo mismo le había pasado con los tres aros que llevaba en uno de los lóbulos, cortesía de una amiga. Cass quiso matarlo cuando vio lo que había hecho, pero una infección casi hizo el trabajo por ella.
Al final, decidió que al menos debería sentirse contenta de que no le hubiera dado por agujerearse otras partes de su cuerpo, o por teñirse el pelo de color verde.
Shaun se quedó esperando en la puerta hasta que Lucille llegó a su habitación y cerró la puerta. Entonces se dio la vuelta. Ya no sonreía y parecía genuinamente preocupado.
—¿Cómo estás? —le dijo a su madre.
Se lo había preguntado un centenar de veces desde la muerte de Alan y ella seguía sin decirle la verdad.
—No estoy del todo mal.
—Papá está aquí.
—¿Qué? —exclamó Cass dejándose caer sobre la cama—. ¿Por qué?
Una mezcla de desafío y culpabilidad apareció en los ojos de su hijo.
—Lo llamé ayer por la mañana.
—¿Le pediste que viniera? —preguntó ella conmocionada por el descubrimiento.
—Yo… —dijo el chico encogiéndose de hombros y metiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Lo único que hice fue contarle lo que había pasado. Eso es todo. No sabía que iba a venir.
Pero era obvio que eso era exactamente lo que esperaba que Blake hiciera. Cass intentó controlarse para no decirle lo que pensaba. Creía que lo que acababa de ocurrir no tenía nada que ver con su exmarido y su presencia allí no era sino una invasión de su intimidad. Se calló porque se dio cuenta de que su hijo llevaba toda la vida intentando conseguir la atención de su padre. Así que no le sorprendió que el joven quisiera que Blake estuviera allí, sobre todo después del año tan decepcionante que acababa de pasar.
—Mamá.
Cass levantó la cabeza y miró a su hijo. Era un adulto incipiente, pero ella podía ver dentro de él al frágil niño que había visto crecer. Había hecho lo que pensaba que era lo mejor para su hijo. Y con él en mente se había casado con Alan. Las cosas no habían salido como esperaba y no había sido culpa de nadie, pero Shaun había llevado las de perder.
—¿He hecho mal al llamar a papá? —le preguntó con el ceño fruncido.
Parecía un niño pequeño, esperando el beneplácito de su mamá. Cass se levantó de la cama y se acercó a él. Lo tomó de la mano. Era muy extraño estar esperando su segundo hijo cuando el primero era ya más alto que ella.
—No pasa nada, cariño. Él… —comenzó intentando encontrar las palabras adecuadas—. Lo que pasa es que la noticia me ha pillado por sorpresa. Eso es todo.
—Vale. Muy bien —contestó el joven con un suspiro de alivio—. Creo que quiere hablar contigo.
«Ahora que pensaba que las cosas no podían irme peor», se lamentó Cass.
—De acuerdo. Dile que saldré en un minuto —le contestó.
* * *
El desmesurado interés que Blake había estado fingiendo en la ostentosa pintura impresionista que colgaba sobre la chimenea de piedra lo abandonó cuando sintió, más que vio, que Cass había entrado en el salón. Se dio la vuelta y se quedó sin aliento.
Nunca la había visto peor.
Estaba en el escalón que daba paso a la gran sala pavimentada con ladrillos, con una mano sujetándose la parte baja de la espalda. Era una mujer alta, pero parecía más pequeña de lo normal al lado de las enormes y tediosas paredes blancas. Los techos, cubiertos de vigas, se elevaban a cinco metros de sus cabezas. Era una habitación fría e inhóspita.
Una tímida sonrisa revoloteó en la boca de Cass. Como si no supiera qué era lo apropiado en unas circunstancias como aquella.
—¡Qué sorpresa! —le dijo.
Blake no pudo evitar que el pulso se le acelerara al oír su dulce voz. Recordó que él solía decirle que podría hacer que algo tan vulgar y mundano como pedir el desayuno en un bar de carretera sonase como un poema. Eso siempre le hacía reír.
Pero en ese momento ella no estaba sonriéndole. Todo lo contrario. Era obvio que había estado llorando. Claro que él no podía esperar otra cosa. Al fin y al cabo, acababa de perder a su marido.
«Respira, Blake, respira», tuvo que repetirse mentalmente.
No había nada que pudiera decir que tuviera sentido, que explicara por qué estaba allí o que hiciera las cosas más fáciles. Era algo que ya sabía cuando decidió ir desde Denver al funeral. Para lo que no estaba preparado era para lo que estaba sintiendo. Lo único que quería era acercarse a ella y abrazarla.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Bueno, ya te avisaré cuando necesite más valium —contestó ella entrando en la habitación.
Blake no esperaba menos de ella y, por una décima de segundo, no pudo evitar irritarse. Cass siempre usaba el humor y la ironía para enmascarar lo que de verdad sentía. Nunca supo de verdad qué fue lo que acabó con su matrimonio, ella prefería el sarcasmo a la honestidad. Las razones obvias habían sido obvias para los dos. Otra cosa era descubrir por qué habían llegado a esa situación. Doce años después, su relación era muy ambigua y aún estaba por definir. No eran amigos pero tampoco había odio, amor o interés mutuo en sus contadas conversaciones.
Cass hizo una mueca y se sentó en una silla frente a la ventana. Blake recordaba muy bien esa postura. Tenía las piernas ligeramente separadas, una mano aún en la espalda y se frotaba el muslo con la otra. El recuerdo le atravesó el corazón, no se lo esperaba.
—Shaun me dijo que el funeral era a las once.
—Así es —le confirmó ella.
—Pero aún no te has arreglado.
—Bueno, no esperaba tener visita tan pronto el mismo día del funeral de mi marido —repuso ella mirándolo a los ojos.
«Me ha metido un gol», pensó Blake.
Cass inclinó ligeramente la cabeza y de forma inconsciente comenzó a acariciarse su enorme barriga y al bebé que llevaba dentro. Él no pudo evitar pensar que era el hijo de otro hombre. No sabía por qué ese pensamiento le molestaba.
—No tenías por qué haber venido.
—Me dio la impresión de que Shaun quería que viniese.
Cass asintió y apartó la mirada, dejando que el silencio llenara la habitación con su presencia casi palpable.
Blake la observó. Llevaba el pelo más claro y cortado a capas, enmarcando sus altos pómulos y largo cuello. Su piel parecía tan suave como la recordaba. Igual que su mandíbula cuadrada. Lo único que había cambiado eran algunas líneas que mostraban preocupación en su entrecejo, en las comisuras de sus labios y alrededor de sus ojos. También se dio cuenta de que, a pesar del embarazo, estaba más delgada. Aquello lo inquietó. Siempre le había preocupado su dieta, tenía muy malos hábitos alimenticios, uno de sus más comunes motivos de discusión cuando estaba embarazada de Shaun.
Blake intentó pensar en alguna otra cosa, distraer la urgencia que sentía de abrazarla. Quería consolarla. Al fin y al cabo, habían sido amigos en el pasado.
—¿Has venido en coche? —le preguntó.
—Sí, pensé que me sería útil tener mi propio coche aquí.
Cass asintió y la habitación volvió a quedarse en silencio. Al verla no pudo evitar recordar a la tímida estudiante de primero de la que se había enamorado dieciocho años atrás. Él era un estudiante de último curso que trabajaba a media jornada en la librería de la universidad de Nuevo México. Y un día entró ella con sus enormes ojos y una sonrisa temblorosa y surgió el flechazo. Durante las siguientes semanas, Cass se empeñó en no reconocerle a él ni a nadie lo asustada que estaba ese primer día de clase. Era la misma expresión que tenía en ese momento, mezclada con una capa de agotamiento que estaba consiguiendo sacar de él su instinto protector.
Con las manos en los bolsillos, Blake volvió a concentrar su atención en el salón. Era la primera vez que lo veía. No había querido enfrentarse a ese sitio hasta ese momento. Shaun había volado a Denver unas cuantas veces desde que Cass se casara con Alan, pero Blake no había vuelto a Albuquerque. Su negocio le daba la mejor excusa.
Estaba claro que a Cass le había ido muy bien. La casa estaba ubicada en las colinas al este de la ciudad, una de las mejores zonas. Era una casa típica de nuevos ricos con buen gusto. Estaba decorada con muebles elegantes y modernos, en tonos oscuros. Elaboradas alfombras de los indios navajos decoraban las paredes, al igual que piezas de arte propias de galerías y museos. Era impresionante. No había nada de la Cass que él recordaba por ningún sitio.
—Una casa preciosa —le dijo.
Cass hizo una mueca mientras se recolocaba en la silla intentando encontrar una posición más cómoda. Blake reconoció al instante lo que pasaba. Era una mujer de caderas estrechas y los últimos meses del embarazo no eran fáciles para ella. Odiaba a ese hombre. Por haberse casado con ella, por haberla dejado embarazada. Y más aún, por haberla dejado sola, con ojos de niña asustada. Ni siquiera él le había hecho eso.
«O quizás sí que lo hice», pensó.
—Gracias —repuso ella finalmente mirando por la ventana hacia el porche—. La vista de noche es espectacular. Puedes ver toda la ciudad desde aquí…
Su voz se rompió. Blake supo que se estaba entrometiendo, pero no podía marcharse. Había algo que necesitaba saber o hacer antes de irse y no sabía qué era. Cass lo estaba observando.
—¿Qué pasa? —le preguntó él.
—¿Es cosa mía o esta situación es de lo más incómoda?
Blake sonrió tímidamente.
—Bueno, no es tan extraño en la actualidad. Las familias son más y más complejas cada día —le dijo mientras notaba cómo se aceleraba su pulso—. Sigo siendo el padre de nuestro hijo. Eso no ha cambiado porque tú te casaras de nuevo.
—La limusina va a venir a recogernos a las diez y media —anunció Cass mientras se levantaba de la silla—. Así que será mejor que me arregle.
Parecía estar dudando, jugando mientras hablaba con la impresionante sortija de diamantes que adornaba su dedo anular. Blake se preguntó qué habría hecho con la simple alianza de oro que él le había regalado.
—Bueno… Si quieres… Podrías venir con nosotros —sugirió ella.
—Gracias, pero no —contestó Blake—. Eso sí que sería incómodo y extraño.
—Sí, supongo que sí —reconoció ella después de un momento.
Se dispuso a salir de la habitación, pero se dio la vuelta antes de desaparecer por la puerta.
—¡Dios mío! Ni siquiera te he dado las gracias por venir.
—No te preocupes. Ya me imagino por lo que estás pasando.
—Aun así —dijo con una sonrisa triste—. No puedo permitirme perder las más mínimas normas de educación. Sean las que sean las circunstancias. Además, sé que estás muy ocupado con tus negocios y todo eso y…
—Cuando se trata de familia. Y esto aún lo es… Lo primero es lo primero.
Cass le lanzó una mirada acusatoria que le recordó la mala reputación que tenía en ese terreno. Le había fallado y nunca podría perdonarle.
—Papá.
Y había fallado aún más a su hijo. La culpabilidad se aferró a su pecho mientras se giró para mirar a la involuntaria víctima de su propio dolor y desilusión. Lo observaba desde el otro lado de la gran sala.
—Estás muy raro con ese traje —le dijo el joven con una tímida sonrisa.
Igual que el chico, Blake solía llevar vaqueros.
—No tanto como tú —contestó con un gesto muy parecido al de su hijo.
—Ya, parezco un paleto, ¿verdad?
—No, solo estás distinto. Diferente, pero para bien.
La habitación se quedó en silencio y Blake no pudo evitar pensar en cuánto había echado de menos a ese chico desde el día que se separaron y había sido demasiado tiempo. Recordó que otras cosas se habían metido por medio y…
De pronto se dio cuenta de algo con tal fuerza que le faltó el aire y el corazón se le detuvo en el pecho. No era un hombre religioso, pero pensó que lo que le acababa de ocurrir debía de ser lo que algunos consideraban un momento de epifanía, cuando algo hacía que de repente todo tuviera sentido. Lo tenía claro, quería volver a unir a su familia.
Sabía que era una locura. No podía intentar reconstruir los pedazos de una relación que se había roto un montón de años atrás y hacer como si no hubiera pasado nada. Sabía que ni Cass ni Shaun le permitirían hacerlo.
Tenía que olvidarse de ello. Nunca iba a ocurrir. Había cosas que era mejor no desear.
—Bueno… —dijo Shaun—. Towanda quiere saber si te gustaría tomar algo. Un café o algo así.
—Me encantaría tomar un café —contestó acercándose a su hijo y dándole un rápido abrazo—. Pero, ¿quién es Towanda?
—Ya lo verás.
Shaun se encaminó a la cocina y Blake lo siguió. Su mente seguía trabajando a cien por hora, desoyendo a su sentido común, que insistía en que sería una locura intentar juntar de nuevo a su familia. Pero parte de él seguía creyendo que no era demasiado tarde, que al menos podría tener una buena relación con su hijo para intentar así reparar todo el daño que su irresponsabilidad le podía haber causado.
Pero la visión que había tenido incluía a Cass. Él quería el paquete completo, no solo a su hijo.
Se rio de sí mismo. Parecía tener el don de la oportunidad. Su inconsciente se empeñaba en intentar ganarse la confianza de una mujer que lo rehuía como si fuera la peste, que aún no había enterrado a su segundo marido y del que, además, estaba embarazada, no podía haber elegido peor momento para tan desafortunada epifanía.
Además, no tenía ni idea de cómo podría arreglar una relación que, en su momento, le había parecido ideal, pero que había acabado en el más absoluto de los fracasos. Pensó que quizás hubiera llegado el momento de intentar descubrir por qué había fallado su matrimonio con Cass.
Cuando llegaron a la cocina, una mujer de color, de pecho y figura contundente se levantó del taburete donde estaba sentada y se acercó hasta ellos al verlos entrar.
—Bueno, bueno… —dijo agarrando con fuerza la mano de Blake—. Supongo que eres el padre de este chico.
—Eso creo.
—Yo soy Towanda y si no me das la lata nos llevaremos de maravilla —añadió mientras se volvía a sentar—. El café está en la encimera.
Mientras se servía una taza de café, Blake pensó que en los negocios le había ido de maravilla. En la vida personal, en cambio, no le podía haber ido peor. Se había divorciado y desde entonces no había tenido ninguna relación importante, aunque tampoco le importaba. Con ninguna otra mujer se había sentido como con Cass y sospechaba que no volvería a conocer a alguien como ella. Sabía que esos sentimientos podrían considerarse cursis y exagerados, pero debía de ser así porque, al fin y al cabo, él no se había cerrado al amor desde su divorcio y no había sido capaz de volver a enamorarse.
Bebió un sorbo. Era un café exquisito.
Pensó que había estado obsesionado durante demasiado tiempo intentando averiguar por qué su matrimonio había fracasado. Y lo único que había conseguido era angustiarse. No podía librarse de la horrible sensación de que había cedido demasiado pronto. Pensaba que debería haber luchado más por salvar su relación. Quizás hubiera llegado el momento de concentrarse en lo positivo, en todo lo bueno que había habido entre ellos y con un poco de tiempo quizás ella también terminaría recordándolo. Más bien bastante tiempo, teniendo en cuenta que la mujer acababa de enviudar. También iba a necesitar un milagro.
Pensó que otra posibilidad, mucho más realista, era que hiciera el ridículo y fracasara por completo.
Gruñendo, tomó otro sorbo de café.
* * *
La gente comenzó a despedirse a media tarde, volviendo todos a sus vidas y a sus rutinas. Para Cass todo el día había discurrido como en una nube y apenas había sido consciente del entierro, el funeral y las decenas y decenas de personas que se acercaban a ella para darle el pésame.
Blake era la única presencia que permanecía nítida.
Cass estaba sentada en uno de los sofás del salón, con Lucille a su lado, lo bastante cerca como para que la anciana pudiera estrechar su mano de vez en cuando. El resto del tiempo estaba muy ocupada hablando incansablemente con la innumerable comitiva de parientes y amigos que se acercaban a saludarla. Cass no conocía a casi nadie y eso facilitaba mucho las cosas.
Blake era el único que la alteraba.
Su cercanía, durante los servicios religiosos y después en la casa, la había atormentado todo el día. Tanto como el sol de mediodía, demasiado cálido para marzo, sobre su vestido negro de premamá. Se preguntaba si llevaba los últimos doce años engañándose. Estaba convencida de que Blake ya no significaba nada para ella, que ya no ocupaba un lugar en su corazón ni en su mente. Pero se acababa de dar cuenta, con una mezcla de vergüenza y terror, que la verdad era que aún sentía algo por él.
Bastaba con verse en una situación de extenuación física y emocional como aquella y que Blake Carter reapareciera en su vida para que la pusiera patas arriba.
—Lo siento mucho —le dijo alguien tomando su mano.
Cass le dio a la mujer las gracias con una breve sonrisa. No recordaba cuántas veces había tenido que hacer lo mismo esa tarde, pero habían sido muchas, demasiadas.
La mujer se alejó, contenta de haber cumplido con su obligación. Ya podía disfrutar de los exquisitos aperitivos que habían dispuesto para los invitados. Mientras ella, la viuda, podría seguir pensando en su exmarido.
Sabía que la absurda atracción que acababa de descubrir era cuando menos inapropiada, teniendo en cuenta las circunstancias. Se merecía que la encerraran en la torre más alta de un castillo y tiraran la llave al mar. Se sentía como una completa idiota. Lo único que tenía claro era que esos sentimientos no debían salir nunca de su cabeza, donde nadie pudiera verlos. Al fin y al cabo, se acababa de quedar viuda y estaba embarazada de casi siete meses. No tenía sentido que lo que más deseara en ese momento fuera sentir los brazos de su primer marido rodeándola. Maldecía a Blake Carter por reaparecer en su vida para recordarle lo que había perdido, o lo que echaba de menos, o lo que nunca tendría de nuevo. Al menos no con él. Y, rememorando su desastrosa vida sentimental, se temía que tampoco con otro.
Justo cuando estaba pensando en él, Cass levantó la vista y se encontró con Blake que se acercaba a ella. Tenía un gesto extraño, entre confuso y apenado. Llevaba su pelo negro demasiado largo para su gusto. Las sienes plateadas eran la única pista que el tiempo había dejado sobre su cabeza. Cass no pudo evitar pensar en cómo solía acariciar y agarrarle el cabello cuando estaban… No pudo ahogar un gemido y alguien sentado a su lado la miró con curiosidad.
—El bebé me ha dado una patada —explicó ella rápidamente con una sonrisa temblorosa.
La mujer pareció satisfecha con la explicación y prosiguió con su conversación mientras Cass volvía a observar al único hombre importante en su vida. Todo lo que veía le gustaba.
Tenía que parar aquello.
Mercedes Zamora, una de sus socias, se cruzó en el camino de Blake ofreciéndole una bandeja de algo. Él tomó lo que se le brindaba por educación. Era obvio que intentaba librarse cuanto antes de la charlatana Mercedes. Cass aprovechó el breve descanso para acomodarse mejor en el sofá. Pensó que, con un poco de suerte, cuando Blake se librara de su amiga y llegara al sofá, su pulso ya estaría normal.
Pero no iba a tener esa suerte. No pudo evitar fijarse en las finas telarañas que el tiempo había tejido alrededor de sus ojos. Le hacían parecer más distinguido e interesante. Igual que las pequeñas arrugas que enmarcaban su boca, una boca que recordaba con gran claridad.