Magia en el corazón - Karen Templeton - E-Book

Magia en el corazón E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

Iba a disfrutar de aquel encuentro al máximo. Tess Montoya estaba decidida a disfrutar de una noche de sexo y pasión con el mujeriego Eli Garrett, su antiguo novio del instituto. Después de haber sido abandonada por su infiel marido, ¿por qué no desahogarse con el hombre que mejor la conocía? Además, de ninguna manera planeaba entregarle su corazón a aquel hombre tan atractivo… De todos los errores de juventud que Eli había cometido, dejar a Tess era el que más lamentaba. Por eso, y a pesar de que lo tenían todo en contra, Eli juró que haría cualquier cosa que ella le pidiera, excepto dejarla de nuevo.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Karen Templeton-Berger

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Magia en el corazón, n.º 9 - septiembre 2016

Título original: A Marriage-Minded Man

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-8662-9

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

LAS hojas secas crujían bajo las ruedas de la ranchera mientras Eli Garrett conducía por la carretera de la montaña, con una mano sobre el volante y la otra repiqueteando en el salpicadero, al son de una melodía de Willie Nelson. En el remolque, como acompañamiento, sonaban con los baches una escalera y un montón de herramientas de trabajo.

Eran buenos tiempos, se dijo Eli, acercándose a la última curva que conducía a su casa. Tenía un cheque de uno de sus clientes en el bolsillo, una película de 007 esperándolo en casa y, en el asiento del copiloto, una bandeja con las enchiladas de pollo de Evangelista Ortega. La noche se le presentaba muy prometedora, con nada más que hacer que pasar el rato con James Bond y saborear las mejores enchiladas de todo Santa Fe, pensó, mientras llegaba a lo alto de la colina donde se encontraba su casa.

–¡Qué diablos!

Eli tuvo que dar un volantazo para no atropellar a una pequeña y fantasmagórica figura que había aparecido de la nada, haciendo jogging por el lado incorrecto de la carretera. La persona gritó y se lanzó contra unos arbustos, maldiciendo a voz en grito.

Las herramientas que había en el remolque hicieron un gran estruendo al chocar unas con otras, y Eli paró y saltó del coche.

–¡Lo siento, no te he visto! –gritó Eli, corriendo hacia la persona con la que casi había chocado, que ya estaba poniéndose en pie–. ¿Estás bien?

Iluminada por los faros del coche, una mujer se giró y, al verla, Eli sintió que su buen humor se evaporaba como el humo en una ventisca.

Se quedó petrificado, sin saber qué hacer. Al reconocerlo, Teresa Morales, mejor dicho, Montoya, también se quedó rígida. Entonces, ella soltó una carcajada seca, burlona.

–Santo cielo, Tess, me has dado un susto de muerte –dijo Eli, relajándose un poco.

Sacudiéndose las hojas y el polvo de los pantalones, Tess le lanzó una mirada asesina.

–Sí, bueno –dijo ella–. Tú sí que me has asustado. Idiota.

Tess se agachó para mirarse un corte con muy mal aspecto en la espinilla.

–¿Estoy sangrando? No veo nada con esta luz.

–Si te echo un vistazo, ¿me prometes no lanzarme ningún objeto punzante?

–Hoy es tu día de suerte –repuso ella, mirándolo con furia–. No voy armada.

–¿Estás segura? Esa cinta del pelo que llevas parece peligrosa.

–Diablos, Eli. Échame un vistazo a la herida y calla.

Eli se agachó a su lado, intentando ignorar su aroma, el mismo que solía excitarlo cuando era adolescente. Unas sensaciones que amenazaban con apoderarse de él una vez más, sobre todo cuando tomó la pierna de Tess entre las manos y sintió su piel fresca y suave.

–¡Eh!

–Lo siento –murmuró él y, al tocarle la pantorrilla, se dio cuenta de que ella se había depilado hacía poco–. Sí, estás sangrando bastante. Una rama o algo te ha hecho un buen rasguño. ¿Qué demonios estabas haciendo corriendo a estas horas de la noche? ¿Y por qué justo aquí?

–Todavía había luz cuando empecé a correr –replicó Tess, sacando un pañuelo de papel del bolsillo–. Y no tenía intención de alejarme tanto. En realidad, no había pensado correr, sino dar un paseo nada más, pero se me fue de las manos.

Eli se dio cuenta de que le temblaba la mano mientras se limpiaba la sangre, como si su ánimo beligerante la estuviera abandonando.

Como si fuera una mujer aún resentida por su reciente divorcio.

–Espera –dijo Eli, suspirando–. Tengo toallitas húmedas y agua en la ranchera.

Eli se sorprendió de que Tess no se moviera del sitio. Cuando regresó con las toallitas, ella se había hecho un ovillo, con los brazos alrededor de las piernas dobladas y la frente apoyada en las rodillas. Conociéndola, había esperado verla alejándose, rezongando y asegurando que no necesitaba ninguna ayuda.

–Toma –indicó él y le tendió una toallita húmeda.

Tess levantó la cabeza, tomó la toallita y se la puso sobre la herida, haciendo una mueca. Una lágrima rodó por su mejilla, y ella se la limpió de inmediato.

–¿Estás bien?

–Estoy bien –repuso ella–. De verdad.

Eli se sentó a su lado, intentando conciliar lo que estaba viendo con la imagen de la rebelde chica de dieciséis años de la que él había estado locamente enamorado y la ejecutiva agresiva en que se había convertido en los últimos años. Aunque lo cierto era que no se habían visto mucho en ese tiempo y apenas habían intercambiado una docena de palabras desde el día en que él había cometido su mayor equivocación.

Pero en un pueblo como Tierra Rosa era posible pasarse años sin hablar con alguien y, aun así, conocer su vida al detalle. O bien se oían rumores, o algún alma caritativa le tenía al corriente o bien veía las cosas con sus propios ojos.

–¿Dónde están los niños? –preguntó él, cambiándole la toallita ensangrentada por una limpia.

–En Albuquerque. Con su padre –respondió Tess con otra mueca. Luego, miró a Eli con los ojos llenos de rabia y volvió a bajar la vista hacia la herida–. Ayer hubiera sido nuestro noveno aniversario.

–Lo siento.

Tess se encogió de hombros y levantó la toallita.

–¿Crees que ha dejado de sangrar?

–No estoy seguro. No veo muy bien. ¿Puedes caminar?

–Claro que puedo –replicó ella y se puso en pie.

–Vamos, te llevaré a mi casa y te curaré.

Apretando los dientes por el dolor, Tess dio otro paso y maldijo.

–¿Por qué no me llevas a mi casa mejor?

–Porque algo me dice que no deberías estar sola en estos momentos.

Eli sintió cómo ella le clavaba la mirada. Se dio cuenta, también, de que estaba muy dolorida, y no solo por la pierna.

–No recuerdo haberte pedido ayuda –señaló Tess–. Si no quieres llevarme a casa, volveré a mi propio ritmo.

–¿Para llegar la semana que viene?

Ella lo miró con rabia y Eli tuvo que contenerse para no reír.

–Mira, ¿qué te parece si vamos a mi casa, te limpio la herida y, luego, te llevo a la tuya? –propuso Eli y, al ver que ella seguía titubeando, añadió–: Incluso puede que encuentre un poco de whisky por algún sitio.

–¿Para qué? ¿Por si tienes que amputar?

–No está de más estar preparado.

Murmurando algo, Tess empezó a caminar hacia la ranchera. Eli intentó agarrarla de la cintura para ayudarla, pero recibió un palmetazo en la mano como negativa. Ella caminó cojeando los cinco metros que había hasta el coche y se agarró a la puerta cuando llegó, intentando recuperar el aliento.

Eli quitó las enchiladas del asiento del copiloto y, cuando Tess se hubo sentado, emitió un sonido que era mezcla de suspiro y gemido.

–¿Son las enchiladas de Eva? –preguntó ella.

–Así es –respondió él–. ¿Hace mucho que no comes?

–Hace un poco.

Pensando que las mujeres eran un engorro, Eli cerró la puerta de un portazo y dio la vuelta al coche, para sentarse en su asiento.

–No me importa compartirlas.

–No hace falta, estoy bien.

Meneando la cabeza, Eli puso el coche en marcha.

–Puede que tu estómago no esté de acuerdo.

Tess se cruzó de brazos. Le rugían los intestinos.

–Tengo comida en casa –replicó ella.

Eli decidió no insistir.

Llegaron a su casa en menos de dos minutos. Era una pequeña construcción de ladrillo, cómoda y poco pretenciosa, junto a un edificio mayor que albergaba el taller de carpintería familiar. Y, a unos cuarenta metros, estaba la casa de sus padres.

Tess salió del coche y se quedó mirando la casa.

–No se ve muy bien en la oscuridad –comentó él, sacando las enchiladas del coche y esperando que ella comenzara a cojear tras él cuando estuviera lista.

–Claro –murmuró ella y empezó a caminar.

Al fin, llegó hasta la casa.

–¡Vaya! –exclamó Tess al entrar. El espacio abierto estaba limpio y despejado.

–Sí, la señora de la limpieza ha venido hoy –replicó él, con tono sarcástico.

–¿Señora de la limpieza?

Eli dejó la bandeja de enchiladas en la cocina y se quitó la chaqueta.

–No, Tess, no tengo criada. Quizá el suelo no esté tan limpio como para comer en él, pero sé lavar los platos y sacar la basura.

–Bueno, yo… –balbuceó Tess y suspiró–. ¿El baño?

–De frente, a la derecha. El botiquín de primeros auxilios está debajo del lavabo. Supongo que no quieres que te ayude, ¿no?

–No –dijo ella y comenzó a cojear hacia el baño.

Diez segundos después, Eli oyó un grito. Corrió al baño y se encontró con Tess mirándose al espejo con una mueca.

–¿Por qué no me habías dicho que tengo medio bosque en el pelo? –protestó ella, sacudiéndose ramitas y hojas.

A la luz, Eli se fijó en que diez años y dos hijos le habían añadido un par de kilos de más.

–Estaba oscuro –repuso él–. No me di cuenta –explicó y se apoyó en la puerta, observándola–. Nunca antes te había visto con el pelo corto.

Tess lo miró a los ojos un segundo antes de volver la cara al espejo.

–Me cansé de tenerlo largo –indicó ella con suavidad, peinándoselo con los dedos y dejando caer las ramitas y hojas al suelo del baño.

–Te queda bien –observó él y se dio media vuelta y se fue, dejándola sola.

Tess se abrazó a sí misma, apoyada en el lavabo, que estaba más limpio de lo que había esperado. En su repisa, solo tenía un vaso con una cuchilla de afeitar.

Intentó calmar los latidos acelerados de su corazón. ¿En qué diablos había estado pensando?, se dijo, ¿por qué no había dado media vuelta antes de alejarse tanto de su casa? Quizá, lo único que había querido había sido escapar. De todo. No para siempre. Solo durante un tiempo.

Pero ¿cómo había acabado en el baño de Eli?

Eso sí que era raro.

No se habían visto más de una docena de veces después de su ruptura, recordó Tess. Lo cierto era que habían terminado bastante mal. Al mirar atrás, pensó que, tal vez, se había pasado un poco de la raya al perseguirlo por la avenida Principal con una fregona. Aunque lo más probable era que no le hubiera hecho ningún daño serio, en el supuesto de que hubiera podido alcanzarlo. Pero eso había sido hacía mucho tiempo y ella ya no sentía nada por él. No después de doce años, un matrimonio roto y un par de hijos.

Suspirando, Tess sacó el botiquín y, por primera vez, se examinó la herida. Vaya. No iba a quedar coja, pensó, pero tendría que prescindir de llevar minifalda durante un tiempo.

Se sentó en el váter y humedeció una gasa con limpiador antiséptico para aplicársela en la herida. Silbó y maldijo. Y se le saltaron las lágrimas, de dolor y, sobre todo, de rabia y frustración, coronadas por algo de tristeza. Se había pasado todos aquellos años temiendo perder a Ricky y, al final, lo había perdido de todos modos.

Tess podía soportar el dolor de la pérdida. La gente cambiaba, los matrimonios se separaban y seguían adelante cada uno por su lado.

Sin embargo, la rabia era algo nuevo para ella. Y eso la asustaba, porque no conocía sus límites. La rabia era lo que le había impulsado a salir corriendo de su casa hacía dos horas y haberse alejado más de lo debido.

Sumida en sus pensamientos, se puso una pomada antibiótica y se vendó la herida. Poco a poco, estaba sobreponiéndose al susto del accidente. Cuando apoyó la pierna en el suelo, no le dolió tanto. Guardó el botiquín en su sitio y se dirigió al salón comedor, amueblado al estilo rústico, cómodo, limpio y espacioso.

No parecía el hogar de un soltero, a excepción de las dos baldas llenas de videojuegos y las consolas que había junto a la televisión.

–¿Cuál es el diagnóstico? –preguntó Eli desde la mesa del comedor.

Tess se dio cuenta, entonces, de que él había puesto la mesa para dos. Y observó, por primera vez, al hombre que tenía delante. Eli parecía más alto. Más sólido. Llevaba el cabello rubio y rizado, igual que hacía años, demasiado largo para su gusto. Y una camiseta ancha y pantalones gastados, como siempre. También seguía pareciendo muy seguro de sí mismo. Y muy atractivo.

Tess se encogió de hombros, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, diciéndose que sería ridículo intentar seducirlo, actuando como una divorciada desesperada.

–No habrá que amputar. ¿Qué es esto?

–La cena –contestó él.

Eli le lanzó una sonrisa de esas suyas tan irresistibles, en las que se le marcaban los hoyuelos, y puso un candelabro sobre la mesa. Y colocó un plato de enchiladas y, luego, el otro, como Enrique solía hacer en el pasado, cuando habían estado recién casados y el futuro les había parecido seguro y prometedor.

–Creí haberte dicho –comenzó a decir ella, enojada.

–Sé lo que has dicho –la interrumpió Eli.

Tess se puso aún más furiosa al ver cómo la miraba. Una mirada que le hacía sentir deseada y que, al mismo tiempo, él dedicaba a todas las mujeres del condado.

–Llevo todo el día trabajando –continuó Eli.

Tess no pudo evitar fijarse en los labios de él y recordar lo bien que besaba, lo que la hizo enojar todavía más.

–Y tú vives en la otra punta del pueblo. Así que voy a comer antes de llevarte a casa, si no te importa. Y, como mi madre me enseñó que no es de buena educación comer delante de otras personas sin ofrecerles comida –continuó él y señaló hacia el otro plato–. Puedes cenar conmigo.

Tess se quedó mirando la mesa. Se atusó el pelo y, al recordar que se lo había cortado hacía poco, sintió que su rabia se desataba, fuera de control. Por ninguna razón en especial, un tumulto de pensamientos negativos se apoderó de su mente, su alma y su cuerpo.

–¿Tess? –llamó él con suavidad–. No te preocupes.

Tess se sintió muy extraña, pues no estaba acostumbrada a que nadie le diera ánimos ni la consolara. Eli tenía las manos apoyadas en el respaldo de una silla de madera y su mirada era cálida, firme y nada amenazadora. No tenía nada que ver con la mirada que creía haber percibido antes en él.

Bueno, al menos, la cosa parecía mejorar un poco, pensó Tess.

–Bueno –dijo ella, porque estaba muerta de hambre y porque en su casa solo tenía pizza congelada.

Suspirando, se acercó a la mesa y se desplomó en la silla que Eli le ofrecía. Creyó adivinar una sonrisa en él antes de que se dirigiera al refrigerador, una vieja reliquia que temblaba cada vez que se abría su puerta.

–¿Qué quieres beber? Tengo té, refresco de cola, agua.

–¿Qué ha pasado con tu oferta de algo más fuerte?

Eli se giró con los ojos brillantes y los hoyuelos marcados. Su atractivo era muy peligroso, se dijo ella, aun más que hacía doce años.

–Creo que no es muy buena idea tomar whisky con el estómago vacío.

Y ella creía que no podría superar los siguientes veinte minutos si no tomaba algo para adormecer sus sentidos. En especial, los que se encargaban de reaccionar a las sonrisas provocativas de antiguos novios sexys y con mala reputación.

–¿Una cerveza, entonces? A menos que no tengas.

–Oh, sí tengo, pero…

–Pues pásame una –pidió ella y, al ver que Eli la miraba con gesto dubitativo y protector, añadió, molesta–: Puedo sobrellevar una sola cerveza, Eli. Sobre todo, si voy a comer.

¿Y qué importaba si se emborrachaba un poco?, se dijo Tess. Dudó que el mundo fuera a hundirse por eso. Qué diablos, pensó, mientras veía cómo Eli enjuagaba un vaso y servía en él la cerveza. Llevaba demasiado tiempo ocupándose de todo y de todos. Así que, ¿qué más daba si se permitía una pequeña cerveza de vez en cuando? Además…

–Además –dijo ella, dando voz a sus pensamientos, y miró a Eli a los ojos–. Esto es raro, ¿no crees? Yo aquí contigo, en tu casa. En mi vida están sucediendo cosas muy raras últimamente.

–Lo entiendo –replicó él y le tendió la cerveza. Luego, se sentó.

Era un hombre fuerte, grande, sólido y masculino como pocos, apreció Tess. Y con muy mala reputación, se repitió para sus adentros.

–¿No crees que esto es raro?

–Diablos, sí –repuso él y levantó su vaso hacia ella.

Eli la miró con sus hermosos ojos color castaño claro. Casi dorados, igual que su pelo.

Tess le dio tres tragos seguidos a su bebida, casi se la terminó entera.

Eli le agarró el vaso.

–Eh. Devuélvemelo.

–No hasta que comas algo –dijo Eli y empezó a comer sus enchiladas, tras colocar el vaso de Tess fuera de su alcance.

Solo después de que Tess comiera varios bocados y tuviera los ojos brillantes por el picante, Eli le devolvió su bebida. A ella le ardía la boca y se la terminó del todo. Se le escapó un eructo.

–Vaya –dijo Eli, sonriendo.

Tess parpadeó, mirándolo. Le pareció poder ver cómo su piel masculina dejaba escapar las feromonas, como si fueran fantasmas saliendo de las tumbas en Halloween.

–¿Sabes? Estas enchiladas están casi tan buenas como las que yo hago –comentó ella, hincándoles el tenedor.

–De eso nada –opinó Eli, metiéndose un pedazo en la boca–. Nadie hace mejores enchiladas que Evangelista.

–¿Eso crees? Yo adoro a Eva con todo mi corazón, pero la receta de mi abuela es única. Se dice que la gente llegó a matar por probar sus enchiladas.

–¿En serio?

–Bueno, no. Pero casi –afirmó Tess, se metió otro bocado en la boca y volvió a eructar. Luego, miró su vaso–. Está vacío.

Riendo, Eli se puso en pie y sacó una jarra del refrigerador.

–¿Qué te parece un poco de té?

–Fatal. Puedo beber té en mi casa –replicó ella y le tendió el vaso vacío–. Sirve otra cerveza, hombre –pidió y se rio. Y empezó a tener hipo.

–¿Estás segura? –preguntó él, mirándola divertido.

–No voy a conducir, no pasa nada. Oh, vamos, apiádate de esta pobre divorciada. ¿Eh? ¿Qué puede pasar porque tome otra cerveza?

–¿Que vomites encima de mi alfombra?

Ella meneó la cabeza.

–No vomité ni siquiera cuando estaba embarazada –dijo Tess y, entonces, se puso triste al pensar en sus hijos y en lo mucho que los quería y en lo difícil que era para ella cuando estaban con su padre, aunque eso solo pasara una vez al mes. Y allí estaba, sentada en la cocina de Eli Garrett, bebiéndose su cerveza, olvidándose de sus hijos. Pero no se había olvidado de ellos, porque siempre los tenía en la cabeza.

Pensó que, tal vez, se estaba empezando a sentir un poco confusa.

Nada que otra cerveza no pudiera arreglar.

–Por favor –insistió ella.

Y Eli tomó su vaso y le sirvió otra cerveza.

–¿Necesitas ayuda? –preguntó Tess cuando Eli empezó a recoger la mesa después de la cena.

–No. Todo está bajo control. Enjuagaré los platos y te llevaré a casa. Si estás lista.

–Claro –asintió ella y se levantó de la silla.

Eli observó con alivio que podía ponerse en pie. No estaba del todo sobria, había bebido hasta el punto de no sentir el dolor pero, por suerte, no se había pasado de la raya, pensó él.

Eli había salido con muchas mujeres bebedoras en los últimos años y se había hartado de ese estúpido divertimento. Y, además, emborrachar a Tess no parecía correcto.

En cualquier caso, Eli tuvo la sensación de que la cerveza solo había sido un medio para relajarse, algo que parecía que Tess no había hecho en mucho tiempo. Durante la cena, ella le había hablado de sus hijos, Miguel y Julia, de su hermano Jess, que se había casado hacía poco con Rachel y acababan de tener un bebé; cosas así. De hecho, cada vez que él había intentado centrar la conversación en ella, Tess se las había arreglado para cambiar de tema.

Lo cierto era que él sentía curiosidad por lo que había pasado entre Enrique y Tess, que habían pasado la mayor parte de su matrimonio trabajando en el extranjero. Además, había visto a su hermano mayor, Silas, pasar por un divorcio y sabía lo difícil que era. Sobre todo, para la gente buena. Como su hermano. O como Tess.

Aun así, su instinto protector hacia ella iba más allá de lo común. ¿Qué más le daba si Tess se emborrachaba o no?

Y allí parado, ante el fregadero, miró como Tess caminaba hacia el salón con las manos en los bolsillos de la chaqueta y temió que fuera a desplomarse en cualquier momento.

–¿Va todo bien por ahí? –preguntó él.

Tess asintió.

–Me gusta cómo has amueblado esto.

Metiendo los platos en el lavaplatos, Eli rio.

–Creo que amueblar es mucho decir. A menos que consideres que deshacerme de un montón de trastos y dejar el espacio diáfano sea amueblar.

–Es… –comenzó a decir ella y lo miró con gesto confuso–. Es como tú.

Eli cerró el lavaplatos.

–¿Lista para irnos?

Entonces, vio como Tess se dejaba caer sobre el viejo sofá beis que había pertenecido a sus padres. Los cojines estaban gastados de haber sido aplastados por muchos traseros diferentes a lo largo de los años, pero seguía siendo comodísimo.

–¿Qué pasa? –preguntó él cuando vio que Tess se tumbaba, con los ojos cerrados.

–Creo que me estoy mareando.

–¿Vas a vomitar?

–Te he dicho que yo no hago esas cosas –repuso ella, riendo con suavidad.

–¿Ni siquiera cuando tienes gastroenteritis?

–No.

–Ah. ¿Y por qué?

–Por mi voluntad de acero –dijo ella, esforzándose para hablar.

Eli se cruzó de brazos e intentó no pensar en lo frágil y vulnerable que parecía, allí tumbada en el sofá.

–¿Estás cómoda?

–Todo lo cómoda que se puede estar cuando tu cerebro ha pasado por una trituradora.

–Entonces, estás borracha.

–Quizá. Un poco –dijo ella y abrió los ojos al fin, frunciendo el ceño–. No esperaba que fueras… amable.

–Siempre soy amable –protestó él.

–Quiero decir amable de verdad.

–¿Qué se supone que significa eso?

–No estoy segura –respondió ella y se acurrucó un poco más en el sofá. Soltó un grito cuando la masa de pelos que vivía en la casa saltó al brazo del sofá, a su lado–. Santo cielo. ¿Qué es eso?

–Un gato. ¿No lo parece?

–No, parece escapado de una película de terror de los años cincuenta. Después de un experimento con radiación que salió mal. Espera –dijo ella y miró a Eli, sorprendida–. ¿Tienes un gato?

–¿Te parece mal? Y es una gata.

–Diablos, es más grande que mi hija de dos años –observó Tess, mirando al animal de nuevo.

–Tiene que ser grande para sobrevivir en el bosque. Una vez, persiguió a un oso y le obligó a subirse a un árbol.

–Bromeas.

–¿Quieres ver el vídeo?

–No, me basta con tu palabra. ¿Y cómo se llama?

–Roquelina –contestó él, sonrojándose un poco. Sabía que ella lo preguntaría antes o después.

Tess lo miró con los ojos como platos y, un instante después, soltó una carcajada nada femenina.

–No lo dices en serio.

–Yo no le puse el nombre, ¿de acuerdo? Había sido la gata de la madre de uno de mis clientes. La señora murió y mi cliente era alérgico. Tuve la mala suerte de entrar en su casa en ese momento, por eso me pidió que si podía quedarme con ella.

–Y tú dijiste que sí.

–Mi cliente se lo había preguntado al menos a diez personas. O me la quedaba yo, o la tiraban al río. De todas maneras, mira la cara que tiene. ¿Cómo iba a negarme a una carita así?

–¿Y la llamas Roquelina? –preguntó ella, riendo.

–La verdad es que la llamo Lina, por razones obvias.

Lina miró a Eli desde el brazo del sofá. Tenía una oreja medio mordida y hacía mucho que no se dejaba cepillar. Quizá no daba muy buena impresión, pensó él.

Al sentir que su dueño la miraba con ternura, la gata saltó del sofá, corrió hacia él y se enroscó en una de sus piernas. Cuando él la tomó en su brazo y le acarició la barbilla, se puso a ronronear a todo volumen, dejando claro que le encantaba.

–Tú con una gata. Increíble –señaló Tess, y sonrió.

Por un momento, Eli pensó que se parecía a la joven que él había conocido. Entonces, Tess tomó el sobre que había sobre la mesa y sacó la película que tenía dentro.

–¿Bond, eh?

¿Por qué seguía ella allí?, se preguntó Eli, molesto. Y empezó a no sentirse tan protector. Acarició a la gata con más fuerza.

–El Bond de Craig.

–Yo prefiero el que hace Brosnan.

–Pues vete de aquí.

–¿Qué puedo decir? –replicó ella, poniéndose en pie–. Me gustan los hombres suaves… oh, diablos…

La gata salió volando. Eli la soltó para agarrar a Tess cuando a ella se le doblaron las rodillas. Ella se apoyó en el pecho de él un instante y se apartó de inmediato, meneando la cabeza.

–Siéntate –dijo él.

–No necesito sentarme. Estoy bien. Yo… –balbuceó Tess y los ojos se le llenaron de lágrimas. Comenzó a caminar hacia la puerta. Pero volvió a tambalearse de nuevo y cayó sobre un sillón.

–¡Tess!

–¿Sabes cuándo fue la última vez que vi una película con otro adulto? –preguntó ella, mirándolo con ojos llorosos.

Eli perdió la esperanza que había albergado de que ella se fuera antes de que ninguno de los dos hiciera algo estúpido. Porque era obvio que Tess estaba empezando a desahogarse. Y, como había sido él quien había insistido en invitarla a su casa, no sería correcto deshacerse de ella de mala manera.

–Estás invitada a quedarte a verla.

–¡No es eso! –gritó Tess, alterada–. Lo que pasa es… ¡No pasa nada!

Tess comenzó a dar vueltas en el salón como si estuviera a punto de irse en cualquier momento. Quizá, no era buena idea interrumpirla, pensó Eli.

–¿Sabes qué sentí cuando Ricky me dijo que quería el divorcio? Alivio. Al fin, podía dejar de contener la respiración porque se había terminado de una vez por todas. ¡Él ya no estaba bajo mi responsabilidad! No más noches despierta, preocupándome por cuándo volvería a casa o si volvería a casa. Tantos años temiendo que él muriera en combate ¡Y todo para nada, Eli! ¡Para nada!

Tess se detuvo delante de Eli y levantó los puños apretados. Él la agarró de las muñecas y la rodeó con sus brazos con fuerza, mientras ella se desahogaba, quejándose de cómo su marido los había dejado solos durante meses y había regresado de Iraq solo para decirle que la dejaba.

De alguna manera, los dos terminaron en el sofá, ella entre los brazos de él, en su regazo. Eli estaba intentando consolarla, detener su hemorragia emocional. Pero, de pronto, se estaban besando, con lengua y todo. Y, aunque a él le estaba gustando mucho, algo en su anterior le advirtió que se estaba metiendo en un buen lío.

¿Acaso no era ya mayorcito para meterse en esos líos?, se dijo Eli.

–Lo que pasa es solo que estás triste y borracha –dijo él, tras separar sus bocas.

–Sí, ¿y qué? –replicó ella.