Paso a paso - La mujer perfecta - Protegiendo un corazón - Karen Templeton - E-Book

Paso a paso - La mujer perfecta - Protegiendo un corazón E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

Paso a paso Karen Templeton Ya era suficientemente malo que sus socios le hubieran pedido que buscase nuevos locales para tiendas junto al guapísimo agente inmobiliario C.J. Turner… Y justo entonces su díscola prima dejó en su puerta a un bebé con un certificado de nacimiento que afirmaba que C.J. era el padre. El pequeño era como un sueño, pero mientras compartía con C.J. las obligaciones que conllevaba, Dana Malone se esforzaba por mantener la calma. La mujer perfecta Lisa B. Kamps Catherine temía que las emociones que aquel hombre había despertado en ella acabaran en un desengaño. Deseaba ser valiente. Aceptar a Nathan Conners en su vida fue una de las decisiones más duras porque sabía que, si no tenía cuidado, Nathan podría hacer que volviera a creer no solo en sí misma… sino también en el amor… Protegiendo un corazón Teresa Hill Durante un crucero, Kim Cassidy se había enamorado de un delincuente sin saber quién era realmente. De vuelta a casa esperaba a su príncipe azul, mientras el agente secreto Nick Cavanaugh debía vigilar cada uno de sus movimientos. Observar día y noche a una hermosa rubia no era un suplicio precisamente, pero cada vez era más difícil ocultarle la verdad a una mujer tan bella y amable… Fue entonces cuando un apasionado beso complicó aún más las cosas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 409 - Mayo 2019

 

© 2006 Karen Templeton-Berger

Paso a paso

Título original: Baby Steps

 

© 2007 Elizabeth Belbot Kamps

La mujer perfecta

Título original: Finding Dr. Right

 

© 2007 Teresa Hill

Protegiendo un corazón

Título original: Mr. Right Next Door

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788413079752

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Paso a paso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

La mujer perfecta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Protegiendo un corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

VUELVE aquí, Cass Carter!

Dana Malone corrió como un rayo por la planta de saldos detrás de su rápida acompañante, y casi se cayó sentada en el momento en que un bebé apareció gateando detrás de un osito de peluche gigante. Para los pequeños aquel lugar lleno de percheros con ropa de segunda mano y artilugios para ellos era perfectamente transitable. Pero para ella era como un campo de minas. Al igual que lo que le pedía Cass.

Un momento más tarde recobró la compostura.

—¿Qué quieres decir con que tengo que hacerlo yo? ¡Ay!

—¡Ten cuidado con la trona! —le contestó la rubia de piernas largas y falda vaquera, agarrando suavemente la cabecita que asomaba por la mochila de bebé que llevaba ajustada a la cintura y la espalda.

—Gracias —farfulló Dana, frotándose la cadera después de haberse chocado con cunas y parques.

—¿Has perdido la cabeza? No puedo hacerme cargo del nuevo local de la tienda yo sola. ¡No sé nada de bienes inmobiliarios!

—¡Esto es Albuquerque, por el amor de Dios! —exclamó Cass entrando en la oficina del almacén—. No es Manhattan —pasó por su escritorio, lleno de papeles y de ropa nueva en consigna—. ¿Qué problema puede haber en elegir un local? Toma un momento a Jason, ¿quieres?

Cass se sentó en la mecedora y extendió las manos para que le devolviera al bebé de un mes. Dana disfrutó de un segundo más del perfume del niño antes de devolvérselo para que Cass lo pusiera a mamar.

Cassa miró y dijo:

—La inmobiliaria de C.J. ya tiene varios locales que pueden interesarnos. No tienes más que descartar los que no te gusten.

—Creía que haríamos esto todas juntas.

—Lo sé, cariño. Pero estoy agotada… Y además Blake no quería que empezara a trabajar tan pronto… Y entre el fin del contrato de arrendamiento y la inauguración de la nueva tienda, hay mucho trabajo…

—¿Y Mercy? ¿Por qué no puede hacerlo ella?

—¿Por qué no puedo hacer qué? —dijo Mercy.

Estaba de pie en la entrada de la oficina. Llevaba las uñas pintadas de rojo y una falda tan pequeña que Dana no se habría atrevido a llevar ni con doce años.

—Ocuparte de las propiedades —dijo Dana—. Tú lo harías mucho mejor que yo.

Mercedes Zamora se quitó un rizo moreno de la cara y entró en la oficina.

—También se me da mejor atender a varios clientes a la vez. Tú te agobias con dos.

—¡No es verdad!

Ambas mujeres se rieron.

—Vale, es posible que me ponga un poco nerviosa.

—Cariño, empiezas a tartamudear… —dijo Mercy cariñosamente.

—Y se te empiezan a caer las cosas… —agregó Cass.

—Y…

—¡Vale! ¡Vale! ¡Me doy por enterada!

Era verdad. Aunque habían pasado ya casi cinco años Dana aún perdía la compostura bajo presión. Sobre todo cuando tenía que tomar sola decisiones para el negocio.

—Está esperando que lo llames —dijo Cass.

Dana se sintió de repente como un pájaro descubierto por un par de gatos hambrientos.

—¿Quién?

—C.J.

Dana suspiró al mismo tiempo que sonó el timbre.

Mercy se giró balanceando sus rizos morenos y su falda vaquera y se dirigió a la planta de ventas.

Dana sintió un nudo en el estómago cuando Cass sonrió pícaramente y le dijo:

—No has visto nunca a C.J., ¿verdad?

Ahora que Cass había solucionado su vida amorosa, encabezaba una cruzada personal para conseguirle pareja.

Dana se secó las palmas de las manos en su falda y se dirigió a la puerta.

—Seguramente Mercy necesita que le eche una mano en la tienda… —dijo.

—No, no creo. Siéntate —Cass hizo señas hacia la pila de ropa que había en su escritorio—. De todos modos hay que marcar esa ropa.

Dana la miró contrariada y agarró de la pila un pequeño jersey rosa.

—¿Doce dólares? —preguntó.

—Quince. Macy los tiene nuevos por cuarenta —Cass se acomodó en la silla, y la pequeña mano de Jason voló en el aire con el movimiento, hasta que se agarró a la blusa de su madre.

Dana sintió envidia.

—C.J. es… Mmmm… ¿Cómo te diría…? Impresionante… —titubeó Cass.

Eso había oído decir Dana.

—Como si fuera un sacrificio pasar una tarde con un hombre de ojos azules como el cielo —resopló Cass—. Su trasero no está mal tampoco…

Justo lo que Dana necesitaba en su vida. Ojos letales y un trasero duro. Escribió el precio en la etiqueta y luego la pegó en la prenda con la pistola.

—Me parece que eso es hablar de alguien como si fuera un objeto sexual.

—Sí, ¿y qué?

Dana agarró otra prenda de la pila y preguntó:

—¿Veinte?

—Perfecto, guapa… Casi me rindo a sus encantos cuando me ayudó a vender la casa hace unos meses. Y no se te ocurra decírselo a Blake…

—¿Cómo? ¡Si estabas embarazada de siete meses, y acababas de quedarte viuda…!

Daba igual que el segundo marido de Cass hubiera sido un desastre. Una amiga tenía el deber de señalar esas cosas…

—Y tu ex marido quería volver contigo —siguió reprochándole Dana—. ¿Y tú estabas salivando por otro?

—Sí. Bueno, fue como encontrarse con una tarta de nata con fresas después de diez años de dieta. Afortunadamente, como no me muero por la tarta de nata con fresas, pasó la tentación.

Lamentablemente Dana tenía debilidad por la tarta de nata con fresas. Y Cass lo sabía muy bien.

—¿No será que quieres buscarme pareja, por casualidad?

—Olvídalo.

Dana suspiró y escribió otro precio en una etiqueta.

—Se te olvida que tengo información de primera mano —dijo. Puso la prenda en la pila de la ropa marcada y luego se cruzó de brazos—. La idea de intimidad de C.J. Turner es hablar por su teléfono móvil entre reunión y reunión. ¡Ese hombre está casado con su empresa!

Hubo un silencio escéptico.

—Eso lo has sacado de Trish, supongo, ¿no?

—No es que tenga muchos detalles, pero… —dijo Dana encogiéndose de hombros.

Su prima y ella nunca habían tenido una relación estrecha, a pesar de que Trish hubiera vivido con los padres de Dana durante varios años. Trish había trabajado para C.J. Turner durante seis meses antes de desaparecer de la faz de la tierra, hacía algo más de un año. Pero antes había hablado bastante del corredor de fincas digno de un calendario. Profesionalmente había hablado muy bien de él, que era por lo que Dana se lo había recomendado a Cass cuando ésta había necesitado los servicios de un agente. Personalmente, no obstante, era otra cosa.

—Pero me parece que no está interesado exactamente en el matrimonio.

—A lo mejor no ha encontrado aún a la mujer apropiada —dijo Cass solemnemente.

—Me parece que la falta de sueño te hace decir tonterías…

—Bueno, nunca se sabe. Puede suceder.

—Sí, claro… Y yo voy a perder estos kilos que me sobran, ¿no? ¡No seas ingenua! —respondió Dana, incrédula.

—Oye, cariño. El hecho de que Gil…

—No sigas —Dana la hizo callar.

No quería que revolviera su pasado. Se puso de pie y agarró la pila de ropa marcada para llevarla a la tienda.

—Ya tengo una madre, Cass.

—Lo siento —dijo Cass mientras el niño seguía mamando—. Es que…

—Soy feliz —dijo Dana—. La mayor parte del tiempo. Me gusta mi vida. Tengo buenos amigos y me gusta mi trabajo, lo que es mucho más de lo que tiene mucha gente. Pero ¿sabes?, en el momento en que pienso en los «puede ser» y «puede suceder», estoy muerta.

Hubo un silencio. Luego Cass dijo:

—La tarjeta de C.J. está en mi fichero.

—Estupendo —dijo Dana, pensando: «¿por qué, Dios? ¿Por qué?».

 

 

—Si sigues mirando así hacia la puerta se te van a salir los ojos de su sitio.

C.J. sonrió.

—¿No tienes que contestar ninguna llamada, Val?

—¿Oyes que llame alguien? Yo no oigo que suene el timbre del teléfono, así que supongo que no habrá llamadas que responder —la rubia platino de cincuenta y tantos años se levantó de su silla detrás del escritorio de la recepción y miró a través de sus gafas hacia la puerta de cristal, por donde se veían unos nubarrones.

—Le estás echando mal de ojo a esa nube. Así que o se retira o viene hacia nosotros… —dijo.

C.J. sonrió y se metió las manos en los bolsillos. Había truenos y relámpagos cada tanto. De no ser por la cita con aquella clienta, habría estado fuera, con los brazos hacia el cielo, como un hombre prehistórico invocando a los dioses. El ozono tenía un efecto casi sexual en él, en verdad. Pero no se lo iba a decir a Val.

—Oh, venga, Val. ¿No sientes la energía que hay en el aire?.

—Oh, Dios. Lo siguiente que me vas a decir es que ves el aura en las cabezas de la gente…

En aquel momento sonó el teléfono en la pequeña oficina con aspecto de caverna, apenas decorada con unas serigrafías. Normalmente era una oficina bulliciosa, sobre todo con la presencia de los otros tres agentes que tenía en plantilla. Pero no sólo no estaban en aquel momento, sino que su teléfono móvil llevaba sin sonar una hora más o menos.

—Te escucho, te escucho —dijo Val, sentándose nuevamente detrás del mostrador y poniendo voz dulce en cuanto levantó el teléfono.

Hubo un trueno y un relámpago que hizo pestañear a C.J. y éste notó que Val colgó el teléfono. Hacía años un relámpago había matado a un tío suyo o algo así, mientras éste estaba hablando por teléfono. Y desde entonces en su familia nadie tocaba el teléfono cuando había tormenta eléctrica.

Otro trueno envió a Val al otro extremo de la habitación, al lado de una maceta de cactus, en el mismo momento en que un coche apareció en el aparcamiento. Debía de ser la persona con la que tenía una cita a las tres.

Cass Carter le había resaltado las virtudes de Dana Malone. Y él no podía negar cierta curiosidad por aquella persona de acento del sur que se había presentado por teléfono con su nombre y le había pedido una cita. No obstante, si no hubiera sido por el trabajo que había hecho para Cass y Blake Carter en los últimos meses, él habría delegado encantado aquella transacción particular a uno de los otros agentes. Por un lado ya casi no se ocupaba de rentas en aquellos días, y por otro, ¡que Dios lo librase de mujeres bienintencionadas que le buscasen pareja!

Su última relación, o como quisiera llamársela, la había tenido hacía más de un año. Había sido una relación de una noche, y había sido claramente un error. Y él no podía negar su culpa por aquel desastre, por su falta de juicio momentáneo. Pero el asunto le había hecho reflexionar sobre su erróneo acercamiento a las mujeres.

Él no había tenido nunca problemas para conseguir mujeres, pero no había en su haber ninguna relación estable. Aquello no le había resultado ningún problema con mujeres que tenían una profesión, que estaban tan poco interesadas en el matrimonio y la familia como él, relaciones que inevitablemente se habían autodestruido. El problema habían sido aquéllas que tenían como carrera el conseguir un marido que las tuviera como trofeo.

El teléfono sonó otra vez. Val no se movió.

—¿Por qué crees que tarda tanto en salir del coche? —preguntó la mujer.

Él la oyó entre sus pensamientos.

Finalmente se abrió la puerta del coche, y aparecieron un par de pies hermosamente arqueados envueltos en un par de sandalias de tacón. C.J. observó con interés casi académico a la mujer que siguió tras ellos mientras salía del coche. Llevaba una falda blanca. El viento le voló el bajo hasta media pierna.

C.J. sonrió a pesar de sí mismo. Ahora sabía que llevaba medias sin liguero y ropa interior de encaje blanco.

—¿Val? ¿Puedes asegurarte de que tengo sobre mi escritorio toda la documentación de la tienda Grandes Expectativas?

—Te la he dejado allí. Muy mona, ¿no?

Lo era.

El viento le volaba el cabello, y ella se lo quitó de la cara y se colgó el bolso del hombro. Cuando empezó a caminar empezaron a caer las primeras gotas.

C.J. abrió la puerta y el aire con su fuerza le llevó un perfume femenino y a aquella mujer. Él la envolvió con sus brazos para que no se cayeran uno encima del otro.

—¡Oh!

La mujer tenía los ojos grises verdosos y el pelo brillante adornado por varias hojas que se le habían caído encima. Puso cara de incomodidad.

Al verla, sin saber por qué, C.J. pensó en sábanas y manteles recién lavados, jardines y la brisa fresca de un día caluroso.

Y como los hábitos eran difíciles de dejar, él pensó en las cosas agradables que podían hacerse encima de sábanas recién lavadas con una mujer que olía a sol y a flores exóticas.

Ella se apartó como si le hubieran clavado un aguijón, y lo miró con sorpresa, abriendo su boca sensual apenas maquillada con un poco de brillo, lo que le daba un aspecto muy natural que hacía juego con su piel clara.

C.J. sonrió.

—Dana Malone, supongo.

—¡Oh! —exclamó ella otra vez y empezó a quitarse las hojas del pelo.

Miró alrededor sin saber dónde tirarlas. En aquel momento apareció Val, anfitriona siempre atenta, con una papelera. Dana sonrió nerviosamente.

—El viento… —dijo mientras se frotaba las manos después de tirar las hojas—. Va a haber tormenta… Estabais más cerca de lo que pensaba… Oh… —se puso colorada.

Él notó su acento del sur. Tal vez fuera de Alabama, pensó. De un lugar con casas con galerías y damas que aún llevasen guantes blancos a la iglesia durante el verano.

—No suelo hacer entradas tan espectaculares normalmente —dijo Dana.

—Y no suele ser habitual que aparezca una bella mujer y se me arroje a los brazos.

—¡Uy, uy, uy! —murmuró Val por detrás de él.

—No me he arrojado a los brazos de nadie… Me ha empujado el viento —dijo Dana.

—¿No tienes que marcharte, Val? —preguntó C.J.

—Probablemente —respondió la rubia en el momento en que un rayo iluminó la habitación.

Sonó un trueno y empezó a llover torrencialmente.

—¡Oh! —exclamó Dana con placer—. A veces se me olvida lo mucho que echo de menos la lluvia.

—O sea que tampoco eres de Nuevo México, ¿no?

—No —respondió ella mirando el horizonte—. Soy de Alabama. Pero he vivido aquí desde los catorce años —de pronto hizo una pausa y dijo—: ¿Has dicho «tampoco»?

—Me refería a que yo soy de Charleston.

—¡Oh, me encanta Charleston! Hace mucho que no voy allí, pero recuerdo que era una ciudad hermosa…

Val carraspeó. Ambos se giraron a mirarla.

—Los papeles están donde te he dicho —dijo—. Encima de tu escritorio.

—¡Oh! ¿Hay algún sitio donde pueda arreglarme un poco? —balbuceó Dana.

—El aseo de señoras está a la vuelta —dijo Val.

C.J. miró a Dana mientras ésta se alejaba. Luego alzó la vista y se encontró con los ojos de Val mirándolo.

—¿Qué? —preguntó C.J.

—Nada.

Val se dio la vuelta y se marchó.

Pero cuando él pasó por delante de ella en dirección a su despacho la oyó decir algo así como que «todavía había esperanzas», y él casi se rió.

Aunque su comentario no le pareció gracioso.

 

 

Dana suspiró cuando entró en el aseo y se miró al espejo.

¡Dios! ¡Aquel hombre era increíblemente atractivo!

Era mucho más que una tarta de nata con fresas…

Se quitó varias hojas más del cabello, se lavó las manos y se arregló un poco. Esperaba poder volver a la normalidad. Que la sangre le llegase nuevamente a la cabeza para que pudiera pensar otra vez, después de aquel shock sensual.

No le extrañaba que Cass se hubiera sentido tentada.

Ella estaba normalmente satisfecha con su cuerpo. La ropa le solía quedar bien donde tenía que quedarle, y ella había aprendido a conformarse con lo que tenía, hacerse las mechas para dar brillo a su pelo, ponerse algo de maquillaje para realzar sus ojos grises verdosos, y llevar ropa que la hiciera sentir femenina y satisfecha consigo misma.

Pero eso no quería decir que no fuera realista. ¡Y él estaba fuera de su alcance!

Había pocas posibilidades de que C.J. se interesara en ella.

Apagó la luz del aseo y salió.

—¿Estás lista para marcharnos? —preguntó C.J. iluminando sus ojos azules.

—Sí, claro… —respondió ella, rogando no engancharse el tacón en la mullida alfombra y caerse de bruces.

 

 

—Sí. Está bien. Te veré entonces —dijo C.J. por el móvil desde el otro extremo del local.

Colgó y se acercó a Dana.

—Lo siento —le dijo.

—No importa. Así por lo menos no me siento culpable de quitarte tiempo —respondió ella.

—Es mi trabajo. Tómate todo el tiempo que necesites…

No sabía qué pensar de Dana Malone. Tenía el encanto y la feminidad del sur, pero no su timidez y coquetería. No aleteaba sus pestañas con fingida indefensión… Al contrario, parecía preocupada por la decisión que tenía que tomar, y estaba nerviosa por no poder hacerlo.

La tormenta había refrescado el ambiente, pero aún hacía mucho calor. Habían estado viendo una media docena de propiedades, y cuando estaban viendo la séptima, Dana parecía irritada. C.J. la miró.

—Está bien, supongo —dijo ella finalmente—. Es suficientemente espacioso, y la entrada grande en la parte de atrás está bien para los envíos… —lo miró, casi con miedo de decirlo…

—¿Pero? —preguntó él.

—Pero no hay aparcamiento suficiente. Y no se ve la entrada de la tienda desde la calle. Quiero decir… —Dana se abanicó con uno de los folios impresos—. Supongo que no necesitamos más de cinco o seis plazas de aparcamiento… —caminó hasta la ventana del frente—. Y este escaparate es perfecto… Además, deja entrar mucha luz para el área de juego que quiere poner Mercy. Ahora mismo los bebés tienen poco espacio, y nos da miedo que se hagan daño… Y quizá ese restaurante mexicano pueda traer público que compense el estar en una calle secundaria —Dana se llevó el dedo a la sien.

—Entonces seguiremos mirando —dijo él mientras se erguía—. ¿Cuál es el siguiente?

A Dana se le cayeron un par de papeles de las manos. Él se agachó para recogerlos, pero ella se adelantó.

—Éste de Foothills no está mal. Está en una plaza muy grande, y tiene buen precio… Hay muchas familias en la zona… —Dana frunció el ceño—. Pero tal vez debiéramos limitarnos a la zona céntrica… ¡Oh!

—Hemos terminado, ¿no?

—Bueno, no lo sé… —dijo ella—. Pero ¿adónde vas?

—Es hora del almuerzo. Para ambos.

—Yo no…

—Te estás volviendo loca y me estás volviendo loco. Esto es sólo un paso preliminar, Dana. Nadie espera que firmes un contrato hoy.

—Es bueno saberlo —dijo ella resguardándose del sol con una mano haciendo visera sobre sus ojos al salir al sol de la tarde mientras caminaban hacia el Mercedes deC.J.—. Porque no lo tengo nada claro.

Él le abrió la puerta del coche y ella no protestó. Cuando C.J. se sentó frente al volante, ella se apoyó en el reposacabezas y cerró los ojos.

—¡Qué tonta! —suspiró luego, como hablando sola.

—Te puedo asegurar que he conocido a muchos tontos, Dana. Y tú no eres uno de ellos.

—Gracias. Pero me siento tonta —abrió los ojos—. ¿Por qué aparcas aquí? —dijo entonces.

—Hace mucho calor. Estás asada y aquí hacen los mejores helados del pueblo. Yo te invito.

Dana se quedó callada.

—¿No te gustan los helados? —preguntó C.J.

—No es eso. Sólo que… —agitó la cabeza—. Creo que prefiero una Coca-Cola light.

—¿Es una cosa de mujeres?

—¿Cómo? —preguntó ella.

—El no comer delante de los hombres, si es que coméis…

—Creo que es obvio que no soy anoréxica —dijo ella torciendo la boca.

—Es bueno saberlo, porque te diré que esa costumbre de no comer nada me molesta mucho… Pero… Oye, si realmente quieres un Coca-Cola light, bébela.

—En realidad… No la soporto… —dijo agarrando el bolso como si se estuviera encogiendo.

—Entonces, no se hable más —C.J. abrió la puerta de su lado y luego la de ella—. Tal vez si te refrescas un poco puedas pensar con más claridad. ¡Maldita sea! —exclamó al oír sonar el móvil.

Puso cara de disgusto al ver el número. Era un negocio que estaba intentando cerrar desde hacía más de un mes.

—Oye, vas a pagarme un helado, así que será mejor que no te impida ganar más dinero… —Dana miró hacia el cielo—. Me pregunto si volverá a llover. El aire está cargado…

C.J. atendió la llamada, pensando que la lluvia no tenía nada que ver con eso.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EL bar tenía una decoración anticuada, pero estaba limpio. Servían comidas también; no tenían mucha variedad de platos, pero éstos eran abundantes. La comida era sencilla, pero buena, y el personal trataba a todo el mundo como si fueran amigos.

Si hubiera estado con Mercy o con Cass habría estado más relajada, pero estar allí con C.J. no era nada relajante. Y encima ninguno de los locales que habían visto le convencía.

—Lo siento —dijo ella lamiéndose una gota de helado que se le había escurrido por la barbilla.

—No tienes que disculparte… —dijo él.

Su cabello castaño claro entremezclado con canas se le volaba con el aire de un ventilador de techo. Ella lo vio sonreír, cansado. Aunque seguramente él no lo habría admitido. Y ella tenía la culpa de su cansancio, pensó.

—Para eso estamos aquí —dijo C.J.

—Pero te he quitado media tarde…

—¿Quieres parar? —dijo él amablemente—. Para eso se hace la primera entrevista, para saber qué es lo quiere el cliente realmente.

Empezó a llover y se empañó el cristal junto a su mesa.

—¿Y por qué no lo preguntas simplemente?

—Es lo que he hecho. Y Cass me dijo lo básico —C.J. sonrió.

En aquel momento Dana vio unos dedos pequeñitos agarrados a su mesa, y una cabecita de rizos apareció ante ellos, llorando desconsoladamente. Dana se agachó inmediatamente, agarró al bebé y lo puso en su regazo. Debía de tener unos dos años, y olía a chocolate y champú.

—¡Oh, tranquilo! No te has hecho daño, ¿verdad? —se puso de pie y apoyó el bebé en su cadera.

Dana se rió al ver la cara de asombro de C.J.

—¡Enrique, eres un diablo! —una mujer joven corrió hacia ellos y le quitó al niño.

Los sollozos del bebé, que se había aferrado al cuello de su madre, se hicieron más espaciados hasta aplacarse completamente.

Dana se quedó con sensación de vacío, y eso combinado con la expresión de C.J. fue como un shock emocional.

—No se ha hecho daño —le dijo Dana a la madre del bebé, tratando de reprimir unas lágrimas.

La morena puso los ojos en blanco, y luego se rió.

—Nunca se hace daño. ¡Pero realmente tendría que llevarlo con correa! —acomodó al niño en sus brazos—. ¡Me da unos sustos de muerte! ¡Sí, pequeño pirata! —la mujer miró los dedos de su hijo, sucios de chocolate, aferrados a su cuello, y agregó—: ¡Cuánto lo siento! ¡Le ha manchado el vestido blanco con chocolate! ¡Le pagaré la tintorería!

Dana bajó la mirada y vio la mancha. Pero seguramente la mujer tenía muchas cosas en qué gastar mejor su dinero que en una tintorería. Su vestido quedaría como nuevo con un quitamanchas y un buen lavado. Dana se lo dijo a la joven madre y se sentó nuevamente.

Entonces se dio cuenta de que seguía en aquel estado peligrosamente emocional. Aquella escena le había recordado lo que no tenía, lo que estaba fuera de su alcance.

—¿Te encuentras bien? —preguntó C.J., preocupado.

Ella no tuvo más remedio que mirarlo, que era lo último que quería hacer.

—Sólo estoy cansada. Eso es todo.

Él la miró de un modo que le indicó que no se lo había creído.

—Pero te ha manchado…

Ella sonrió.

—¡Eh! Si oyes el llanto de un niño, reaccionas sin pensar en que puedes ensuciarte. Sólo quieres ayudarlo…

—Sigues tus instintos, en otras palabras —dijo él.

—Bueno, sí, supongo…

—Entonces, ¿por qué crees que tus socias te han elegido a ti para que busques un local?

—No tengo ni idea, realmente. De hecho, he intentado librarme de ello.

—¿Por qué?

Ella suspiró.

—Digamos que no se me da bien tomar decisiones. Lo que supongo que no te sorprenderá.

—Cass me ha dicho que no sólo eres buena en las finanzas sino que se te da muy bien decorar las habitaciones de los niños.

Ella se puso colorada.

—Bueno, sí, supongo.

—Y me ha dicho que si alguien podía encontrar un local adecuado para Grandes Expectativas ésa eras tú, porque no ibas a tomar una decisión hasta que estuvieras segura de que era la acertada —C.J. extendió la mano y le tocó brevemente la muñeca.

Sus dedos estaban fríos, y eran levemente ásperos, pensó ella.

—Confía en tus instintos, señorita Malone. Del mismo modo que confías en tus instintos para tratar a los niños. Es un don. Puedes estar… agradecida por ello. Ahora tengo una idea más clara de lo que quieres —dijo C.J.; se encogió de hombros—. No pasa nada.

No había ningún hombre que la hiciera sentir más cómoda y más incómoda al mismo tiempo, pensó ella.

—Entonces… ¿qué día te parece bien para que volvamos a echarle un vistazo a esto?

Dana succionó su cuchara vacía. Luego la introdujo en el vaso vacío y respondió:

—¿Qué te parece el viernes?

 

 

Agradeciendo una excusa para desviar la mirada de esos tremendos ojos, C.J. buscó su bolígrafo, y luego asintió.

—A primera hora de la mañana sería una buena hora —respondió él. ¿A las nueve?

—Perfecto —respondió ella y se puso de pie—. Hay aseo aquí, ¿no?

—Atrás. No es un lujo, pero funciona.

—Con eso me basta —dijo ella y se dirigió a la parte de atrás del bar.

En aquel momento apareció Félix, el dueño del local, quien saludó a C.J. efusivamente y le preguntó cómo estaba antes de darle la cuenta. C.J. la recogió y contestó:

—Estoy bien, aunque este calor es horrible…

El hombre se rió.

—No sé cómo no te has derretido todavía.. ¡Maria me ha pellizcado varias veces por mirar a tu chica! —el hombre se inclinó hacia C.J. y agregó—: Estas mujeres que se creen que las queremos delgadas, no se enteran de nada, ¿no crees? Yo prefiero que haya donde agarrar…

C.J. se tragó una sonrisa, le dio un billete de diez dólares y le dijo que se quedara con el cambio. Luego se puso de pie cuando Dana salió del aseo.

En aquel momento oyó una voz femenina por detrás que le resultó familiar.

—¿C.J.? ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

Era una mujer vestida con traje de tenis, flanqueada por dos versiones en miniatura de sí misma. Las niñas parecían mellizas y debían de tener entre tres y siete años. Cinco, quizá, pensó luego.

—Me ha parecido que eras tú cuando he pasado —dijo la mujer—. Vivimos cerca, y a las niñas les encanta la leche merengada que hacen aquí —sonrió sinceramente—. ¡Dios santo! ¡Ha pasado mucho tiempo! ¿Cómo estás? ¡Se te ve estupendo!

—Mmm… Tú también estás bien —por el rabillo del ojo vio acercarse a Dana con las cejas levantadas en señal de sorpresa—. Bueno, bueno, bueno… —dijo él—. Ciertamente has estado entretenida en todo este tiempo, ¿no?

—Oh, hola —dijo la rubia a Dana con una sonrisa fría.

—Dana Malone, ésta es…

—Cybill Sparks —dijo la rubia, echándole una mano recordándole el nombre y mirando a Dana amenazadoramente.

A Cybill le daba igual que él no la viera desde hacía mucho tiempo, ni que, evidentemente, ella hubiera seguido adelante con su vida, pensó C.J.

Y tuvo un sentimiento de protección hacia Dana cuando ésta pareció justificarse diciendo:

—C.J. es mi agente inmobiliario. Estamos buscando un local para mi tienda…

Aparentemente, Cybill aplacó su actitud beligerante.

—Oh, ¿qué vendes? —sonrió más naturalmente—. Ropa de mujer no, ¿verdad?

—No. Es una tienda para niños. Tal vez hayas oído nombrarla —Dana sonrió a las mellizas—. Grandes Expectativas.

—¡Oh, sí! ¡Me encanta esa tienda! ¡Siempre vamos allí! Es una suerte tener un sitio donde llevar la ropa. Con dos pares de abuelos, las niñas tienen mucha más ropa de la que usan. ¡Y de paso saco algo de dinero! —se rió—. Pero no se lo digas a sus abuelos.

—¡No! Por supuesto —Dana respondió.

Pero Cybill había vuelto la atención nuevamente a C.J. Le puso la mano en el brazo y dijo:

—He querido llamarte desde hace mucho tiempo…

—¿Para decirme que te habías casado? —respondió él.

—No, tonto, ¡para que supieras que estoy divorciada! Mi número de teléfono es el mismo, así que llámame alguna vez… Como hay cuatro abuelos dispuestos a quedarse con las niñas, no tengo problema para salir… Me alegro de verte.

Miró hacia Dana y se marchó hacia el mostrador con las niñas de la mano.

Dana esperó a que se marchase para reírse.

—¿De qué te ríes? —exclamó C.J.

—No tenías ni idea de quién era, ¿verdad?

—Por supuesto que sabía quién era… ¡Ha sido sólo el nombre lo que no recordaba!

—¡Es patético!

—No tanto como el modo en que se me insinuó —murmuró él.

—Es verdad. Por un momento he pensado que iba a comerte. Es una antigua novia, ¿verdad?

—A ella le gusta pensar eso. Pero te aseguro que las niñas no son mías.

Ella se volvió a reír, y él se dio cuenta de que le gustaba el sonido de su risa. La miró de perfil mientras caminaban hacia el coche, pensando en la cantidad de contradicciones que era Dana Malone: en un momento se mostraba insegura y en otro tan relajada como para tomarle el pelo.

C.J. agitó la cabeza literalmente para aclarar su mente.

—Entonces, ¿qué fue lo que ocurrió? —dijo Dana cuando llegaron al coche y él lo abrió.

—Nada serio, para su frustración.

—Dime, ¿las mujeres se abalanzan sobre ti a menudo?

C.J. se sorprendió tanto por la pregunta en sí como por su ingenuidad. Miró a Dana.

—¿Te das cuenta de que no puedo contestar esa pregunta y mantener mi dignidad o tu respeto por mí?

—¿Mi respeto?

Él encendió el motor.

—Un agente inmobiliario que no tiene el respeto de sus clientes no llega muy lejos…

—Comprendo —ella miró al frente—. Gracias. Por el helado, quiero decir. Lo necesitaba. Y te prometo no estar tan preocupada el viernes.

—No hagas promesas que no puedas cumplir.

Ella se rió y él sintió un estremecimiento de los pies a la cabeza.

 

 

Un rato más tarde, Dana llegó a casa de sus padres. Encontró primero a su padre, sentado en un sillón reclinable en el salón, con una lata de refresco en la mano, viendo un partido de béisbol en la televisión. La pantalla se reflejaba en sus gafas.

—¡Hola, papá! ¿Qué estás viendo?

Su padre dio vuelta la cabeza y la miró.

—¡Hola, pequeña! ¿Qué te trae por aquí?

Gene Malone era un químico jubilado que no había perdido su sentido del humor con los años.

—Nada importante. Intento que algo me distraiga para no fruncir el ceño.

—¿Cómo te sientes?

—Mejor que nunca.

Un episodio cardiaco el año anterior les había dado un susto; pero ella sospechaba que su padre no seguía la dieta estrictamente ni hacía el ejercicio que debía hacer.

—Esto de comer más pescado y pollo parece que funciona. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.

Pero ella no pensaba que comer pollo frito fuera algo saludable.

—Me alegro, papá. ¿Dónde está mamá?

—En el estudio, cosiendo —el sillón de piel chirrió cuando se movió en el asiento—. ¿Sabes que ha llamado Trish?

—No. ¿Cuándo?

—Hace un día o algo así. No me acuerdo.

—¿Ha dicho dónde estaba?

—No tengo ni idea. Tienes que preguntárselo a tu madre.

Dana se preguntó una vez más cómo dos personas podían vivir juntas desde hacía tanto tiempo y hablar tan poco, y se marchó del salón.

Encontró a su madre, Faye Malone, sentada de espaldas a la puerta. Como siempre, estaba conversando con la máquina de coser mientras trabajaba.

No había sido fácil tenerla como madre. No sólo porque se marchase cada vez que alguien no estaba de acuerdo con ella, ni por su exagerado sentido de la protección cuando se trataba de la familia. Desde que había nacido, Dana la había amado tanto como la había temido. Pero aquella noche envidió su determinación. Y su fuerza.

—¿Qué estás haciendo, mamá? —preguntó cuando Faye se quitó los alfileres de la boca.

Su madre se sobresaltó y se dio la vuelta.

—¡Dios, cariño! ¡Me has asustado! —dejó los alfileres a un lado de la máquina de coser y dijo—: ¿Esto? Es una tontería para Louise —carraspeó—. Su hija va a tener su primer hijo el mes que viene.

Dana se sentó en el futón que había reemplazado al viejo sillón.

—Es bonito —respondió Dana, tratando de ignorar el tono de su madre, que siempre que hablaban de algo así, parecía decirle que ya era hora de que le diera un nieto.

—¿Así que ha llamado Trish?

—¡Oh, sí! —su madre se quitó las gafas y se las metió en el bolsillo de su blusa—. Iba a decírtelo, aunque no sé bien para qué…

—Entonces no te ha dicho dónde está, ¿verdad?

—Ni una palabra.

—¿Ha dicho si va a volver?

Su madre agitó la cabeza.

—No. Aunque habló con ese tono que pone cuando sabe que ha hecho algo malo y tiene miedo de que nos enfademos con ella… Aún no sé en qué habrá estado pensando mi hermana para casarse con ese… desgraciado. Ese hombre no merecía un libro de familia, ni el precio de una hija.

Era un comentario que se había repetido muchas veces en los últimos doce años. El segundo matrimonio de su hermana Marla con un hombre al que despreciaba toda la familia no había hecho más que influir negativamente en su hija Trish. Después del tercer intento de escaparse de Trish, cuando Dana ya se había ido de casa, sus padres le habían ofrecido a su prima que fuera a vivir con ellos a Albuquerque. Y Trish parecía haber encaminado un poco su vida allí. Había terminado la escuela secundaria, había ingresado en la universidad, y había conseguido trabajo en la Inmobiliaria Turner. Hasta había hablado de hacerse agente inmobiliario ella misma algún día.

Pero Trish había tenido unas relaciones muy tempestuosas con los hombres, y además no dejaba que Dana ni sus padres pudieran acercarse demasiado para ayudarla. Hacía un año que se había marchado y apenas llamaba para decirles sólo que se encontraba bien.

Si Trish estaba sola y triste en algún sitio, no podía culpar a nadie excepto a sí misma.

—Ha preguntado por ti —oyó decir a su madre.

—¿Por mí? ¿Por qué?

—A mí también me extrañó… —su madre se movió hacia el futón. Se sentó y agregó—: Me ha preguntado qué tal estás después de…

—Sigue… Continúa… Desde que me he operado —insistió Dana.

Faye alisó la colcha con manos temblorosas.

—Lo siento, cariño. Se me ha escapado.

Dana suspiró.

—Ha pasado más de un año, mamá. Ya es hora de que dejemos de evitar el tema, ¿no crees?

—Yo… Sólo deseo no hacerte sentir mal, cariño.

Dana se acurrucó junto a su madre.

—Lo sé. Pero no hablar de ello no cambia la situación. No es que no me sienta bien en general, pero algunos días me siento defraudada… Y me siento tan enfadada que rompería algo… Y si no puedo desahogarme con mi propia madre, ¿con quién entonces?

—Oh, cariño… —su madre la abrazó.

Y Dana dejó escapar el cansancio. Estaba harta de poner buena cara todos los días.

No sabía si había sido el ver al niño de Cass o la extraña mezcla de amabilidad y cansancio en los ojos de C.J. lo que la había puesto melancólica… Pero en aquel momento sólo podía ver lo negativo de su vida.

¿Por qué ella no había conseguido el ritual común, noviazgo, matrimonio y maternidad, que tantas mujeres daban por hecho en su vida?

En su adolescencia se había dicho: «aparecerá más tarde». Pero el ver que relación tras relación, si así había podido llamarse, se derrumbaba, había minado su seguridad y su autoestima, además de sus esperanzas.

¿Estaba tan mal desear tener una familia propia?

Su madre la escuchó y la acunó. Le dijo que no estaba mal desear tenerla. Que algún día tendría un marido y unos hijos a quienes amar… Que ella tenía mucho que dar… Y que las cosas sucedían por alguna razón…

Y en aquel momento Dana se preguntó por qué habría aparecido C.J. en su vida, si todo tenía una explicación…

¿Cómo se le ocurría aquello, si apenas lo conocía?

No, no era él, sino lo que representaba, lo que le había hecho pensar en aquello. Todas esas cosas que nunca había tenido.

Cuando terminó de llorar se incorporó y su madre la llevó a la cocina.

Comieron pollo frito, coles y ensalada de patatas. Cuando su madre sacó el postre, ella preguntó:

—¿Qué quería saber Trish sobre mí? Y… ¿Hay nata para el flan?

—Si seguías viviendo sola, si seguías trabajando en la tienda… —respondió su madre, poniendo la nata en la mesa—. Le di tu número de teléfono. Espero que no te importe…

—Hablando de la tienda. He estado viendo nuevos locales hoy…

—Bueno, ¡ya era hora! El local es muy pequeño… ¿Has encontrado algo?

—Todavía no.

—No te preocupes, cariño. Lo encontrarás. Sólo es cosa de seguir buscando.

¿Cuánto tiempo más tendría que buscar?, se preguntó Dana mirando la cuchara, pensando en el local y en su vida amorosa.

—Dana, cariño, ¿por qué frunces el ceño?

Dana sonrió.

—No te preocupes, mamá… —contestó.

«Tengo mucho que ofrecer», pensó. «Y nada que perder».

Capítulo 3

 

 

 

 

 

C.J. dejó las llaves y el teléfono móvil sobre la encimera. Se alegraba de llegar al silencio de su casa. Dejó caer el maletín en el suelo con un golpe, y miró el contestador del teléfono: ningún mensaje.

Como la mujer de la limpieza, Guadalupe, sólo iba dos veces por semana, todo estaba igual que hacía doce horas cuando se había ido: un cuenco de cereales resecos pegados en los bordes, y una taza con un resto de café frío.

Los llevó al fregadero y los dejó en remojo, salpicándose la camisa en el proceso, lo que agravó su irritable estado de ánimo. Abrió el lavaplatos y sacó una cerveza del frigorífico.

Momentos más tarde estaba de pie en el patio, mirando la infinita piscina donde se reflejaba el cielo del atardecer.

¿Qué más podía pedirle a la vida?, se preguntó.

Excepto que lo estuviera esperando mágicamente una cena, tal vez…

Y no tener que hacer cierta llamada telefónica aquella noche.

Volvió adentro y sintió el frescor de la casa mientras se dirigía a su dormitorio.

Desde la cama de matrimonio, una mata gris de ojos amarillos lo miró de arriba abajo y emitió un seductor maullido.

—No he querido despertarte… —le dijo C.J. al gato.

Se desvistió y fue dejando la ropa en una silla de un rincón. Luego se puso unos vaqueros gastados y una camiseta.

El gato saltó de la cama y se frotó contra sus piernas.

—Ya has comido, ¿qué quieres? ¿Quieres hacer tú la llamada?

Giró los hombros. Las doce o catorce horas de trabajo empezaban a pasarle factura. Pero su trabajo era su vida. Además, ¿cuál era la alternativa? ¿Ver largas horas de televisión?

Miró el reloj del microondas. Eran las ocho y media. Dos horas más tarde en Charleston. Si seguía postergando la llamada, sería tarde para felicitar a su padre por su cumpleaños. Y eso sería peor.

Agarró el móvil de la encimera, dudó un momento y marcó el número.

—Feliz cumpleaños, papá —dijo cuando su padre contestó.

Hubo un silencio. Luego:

—¿Eres tú, Cameron?

—¿Y quién si no? A no ser que tenga un hermanastro del que no me hayas hablado.

Hubo otro silencio. Con Cameron James Turner no se bromeaba, lo había olvidado.

—No estaba seguro de que te acordarías…

—Por supuesto que me acordaba.

Jamás le había enviado una tarjeta, era verdad. Pero es que no las había que pusieran: «Gracias por no haber podido contar nunca contigo», pensó C.J.

—Bueno, es tan tarde… —respondió su padre.

—Acabo de llegar.

Su padre hizo una especie de gruñido. Luego dijo:

—¿Va bien el negocio?

—Muy bien.

—¿Está creciendo?

—Constantemente.

—Me alegro de saberlo —respondió su padre sin orgullo.

No le extrañó a C.J. Para su padre tener una agencia inmobiliaria de cuatro personas en Albuquerque era poca cosa.

—¿Vas a celebrar tu cumpleaños? ¿Vas a hacer algo especial?

—¿Como qué?

—No lo sé… ¿Salir con amigos, por ejemplo?

—¿Y por qué iba a hacerlo?

Tenía razón, pensó C.J.

—Bueno, sólo quería desearte… felices sesenta y cinco años… Buenas no… —C.J. empezó a despedirse.

—Espera un poco… ¿Piensas venir pronto?

C.J. se sobresaltó. Hacía más de doce años que su padre y él no se veían.

—¿Qué has dicho?

—Te he hecho una pregunta muy sencilla, Cameron. Estoy poniendo los papeles en orden, y necesito tu firma en algunos de ellos.

C.J. apretó el auricular del teléfono. Debería haberlo imaginado.

—Ahora no puedo ausentarme de aquí. Tendrás que enviarme los papeles por correo privado.

—Pero tiene que haber un testigo delante…

—¡Me ocuparé de ello!

Su padre le colgó, dejándolo solo. Como siempre había hecho.

Imaginó la cara de desaprobación de su padre oscureciendo unos ojos azules iguales a los suyos. Jamás había comprendido por qué lo trataba así su padre, pero tampoco había buscado la respuesta que no estaba seguro de querer tener.

Pero lo fundamental era que su padre no le había negado nada, excepto a sí mismo.

Él jamás trataría a otro ser humano con tanto desprecio como su padre lo había tratado a él. Pero ahora que lo pensaba, tal vez hubiera heredado su corazón defectuoso, a juzgar por las relaciones distantes que había establecido con las mujeres.

«Pero Dana es diferente», pensó inesperadamente.

Aquel pensamiento le molestó.

Pero no había problema. Él tenía las riendas de su vida. Le había costado conseguirlo. Pero lo había logrado. Estaba libre de presiones para ser quien no era. Libre de satisfacer las expectativas de otros o las suyas…

Abrió el microondas cuando sonó el pitido y sacó la cena sin un paño. Soltó la fuente jurando.

«Libre», pensó, «de hacer el ridículo delante de testigos», maldijo.

Abrió la puerta del patio y dejó salir al gato primero. Lo siguió él con una bandeja con la cena. El cielo se había puesto de un azul intenso. Las estrellas habían empezado a brillar…

Aquello era lo más cercano al paraíso que podía tener, pensó, masticando un bocado de algo sin gusto.

 

 

—Es una pena que tengas que salir con este calor para ver más locales —dijo Mercy desde el mostrador, al lado de la caja registradora, mojando un donut en el café.

—Sí, se te ve muy preocupada por ello… —bromeó Dana, frente al escaparate de juguetes.

—Oh, venga —dijo Mercy—. Hay cosas peores que dar vueltas por la ciudad con un hombre atractivo.

—¡Si no lo conoces! ¿Cómo sabes que es un hombre atractivo? —Dana se acercó a un perchero con ropa de niño—. Y te has ensuciado la barbilla con azúcar glass.

La morena se la limpió.

—Me fío del gusto de Cass…

Mercy se apartó del mostrador y preguntó:

—¿Qué tal está?

—Está bien, supongo. Si te gusta ese tipo de hombre…

—¿Qué tipo? ¿Atractivo?

—No. El tipo de hombre «que no se compromete».

—Oh, se trata de eso… No hay problema.

Dana se rió.

—¿Y por qué dices esto? —preguntó Dana con desconfianza.

—Sí, vale. Sé lo que estás pensando. Pero todavía estoy soltera, no porque piense que no puede haber algún hombre vivo que quiera estar con la misma mujer todas las noches, sino porque soy… un poco particular —fue hacia la puerta y miró hacia el aparcamiento vacío—. Las mujeres tenemos exigencias…

Dana miró el resto de donut en el mostrador y desvió la mirada diciendo:

—Y una de las mías es que el matrimonio y los niños no lo hagan vomitar.

Mercy puso cara de disgusto y dijo:

—Y hablando de exigencias… Hay un coche en el aparcamiento.

Dana se acercó a mirar. Reconoció el coche plateado.

—¡Oh, no! Se suponía que tenía que verlo en la agencia —dijo con el corazón galopando—. ¿Qué diablos…?

C.J. bajó del coche y las dos mujeres se quedaron transpuestas.

Pobre hombre, vestido con traje de negocios con aquel calor, pensó Dana.

—¿Dices que «está bien»? Oye, si no lo quieres, déjamelo a mí. Yo no tengo problema con las sobras de otros…

—¿Qué ha pasado con tus exigencias?

—Créeme, chica, él las reúne.

Se abrió la puerta y entró C.J.

—Buenos días, señoritas —dijo con una sonrisa.

Dana tragó saliva.

Luego sonrió, pensando: «Venga… Puedes hacerlo».

 

 

«¡Maldita sea!», pensó C.J.

La Dana Malone que había conocido hacía tres días no era la que estaba en la tienda. ¿Adónde se había ido su inseguridad, su timidez, su nerviosismo, que, C.J. lo admitía, lo había hecho sentirse libre de amenaza a su independencia?

Debía ser fuerte. Era un hombre, ¿no?, se dijo.

La morena que estaba al lado de Dana extendió la mano de uñas largas y dijo:

—Hola, soy Mercedes Zamora. La socia número tres.

—¡Oh, lo siento! —dijo Dana—. Mercy, éste es C.J. Turner…

—Sé quién es, cariño —dijo Mercy con una sonrisa cálida.

Por el rabillo del ojo, C.J. vio a Dana mirarla. El teléfono sonó, pero nadie se movió.

—¿Mercy? —Dana tiró de uno de los rizos de su amiga—. El teléfono está sonando.

—¿Qué? —preguntó Mercy sonriendo aún al hombre.

Dana le tiró otra vez del rizo.

—¡Ay!

—¡El teléfono!

—Bueno, ¿por qué no lo dices directamente? —dijo Mercy dándose la vuelta para marcharse.

Pero luego se volvió y miró a C.J.

Dana puso los ojos en blanco, y se encogió de hombros como diciendo: «la queremos de todos modos».

—Lo siento… ¿No teníamos que vernos en tu oficina?

—Sí. Pero se me ha ocurrido que viendo vuestra tienda podría tener una idea más clara de lo que necesitáis.

Ella se rió.

—¡Es una buena ocurrencia! —se puso detrás del mostrador y alzó la cafetera sonriendo—: ¿Puedo tentarte? —preguntó.

«¡Oh, Dios!», pensó él.

No era justo que le dijera eso, con aquel vestido que se ajustaba perfectamente a sus curvas y que caía graciosamente hasta sus tobillos, y ese delicado cuello al descubierto con aquel moño irregular.

—No, gracias.

—Tú te lo pierdes… —respondió ella sirviéndose una taza.

—Mmm… Ahora comprendo por qué necesitáis un lugar más grande —dijo C.J.

El local estaba realmente abarrotado de cosas. Hasta había móviles y animales de juguete colgados del techo.

Él sintió una punzada de ternura al verlos.

C.J. sonrió mirando los percheros de ropa de niños.

—Y me parece que nada de lo que he seleccionado para ti te va a gustar…

—Bueno, no lo sabremos hasta que lo veamos, ¿no?

C.J. se acercó a unos trajes de bautizo y se detuvo delante de uno color marfil.

—Es increíble, ¿no? —le dijo ella—. Tiene como setenta años…

—Es raro que la familia no se lo haya quedado para pasárselo a sus descendientes…

—Si tienen descendientes a quienes pasárselos… —dijo ella—. Voy a buscar mi bolso y nos vamos. A las doce y media tengo una cita con un cliente.

Dana desapareció en el bosque de percheros, dejando un perfume que inundó su sentido del olfato y su cerebro.

 

 

Dos horas más tarde Dana volvió a la tienda.

La salida no había sido un éxito, en cuanto a los locales, porque C.J. había tenido razón: no habían sido lo que ella buscaba.

—¿Y? —preguntó Mercy cuando llegó.

—Nada.

—¿Has encontrado un local, al menos?

Dana la miró con cara de reproche, disimulando lo que realmente pensaba: que personalmente la salida había sido un éxito.

—¿Dónde está Cass?

—El bebé estuvo con cólicos toda la noche, así que se ha tomado el día libre. Me ha dicho que te cambiará un día de la semana próxima, si te parece bien.

—Sí, claro… Aunque no estaría mal contratar a una o dos personas más. Así podríamos vivir además de trabajar… —ironizó.

Sonó el teléfono.

Dana contestó.

—Dana, soy Trish.

—Trish, ¿dónde estás? Mamá está muy preocupada por ti…

—Estoy bien. Se lo he dicho a ella la semana pasada. Oye, necesito verte… —dijo Trish.

—¿Estás aquí? ¿En Albuquerque?

—Sí, sólo estaré un par de días.

—¿Dónde podemos vernos? Dame un número donde podamos llamarte…

—¿Vas a la tienda mañana?

—¿Qué es mañana? ¿Sábado? Sí. Estaré aquí todo el día…

—¿A qué hora llegas?

—A eso de las nueve, supongo. Pero ¿no sería mejor encontrarnos en mi casa? ¿O en casa de mamá?

Trish colgó.

Dana se quedó mirando el teléfono. Luego colgó.

Mercy le preguntó quién era y Dana se lo explicó.

—¡Quién sabe por qué ha venido! —comentó Dana.

—Probablemente necesite dinero… —opinó su amiga.

—Lo tiene claro, entonces. Entre las facturas de los médicos del año pasado y la expansión del negocio… Ya puede ponerse a trabajar como el resto de nosotros… —dijo Dana.

Mercy se rió.

—¿De qué te ríes?

—Cualquiera que no te conociera creería que con ese acento tuyo sureño tan dulce no serías capaz de decir algo así… Pero yo sé que eres una fiera cuando quieres…

Sonó el teléfono y era C.J.

—Estoy yendo a ver a un cliente. Pero se me ha ocurrido un sitio estupendo para tu tienda. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Debe de ser el calor… De todos modos, estoy ocupado hasta las cinco, pero podríamos ir a verlo entonces, si te viene bien. Ha salido al mercado esta mañana, y no sé cuánto tiempo durará. Y lo bueno es que el dueño quiere vender, así que podríais deducir la renta del precio de compra, si queréis comprar…

—Espera, espera… Sí, a las cinco me viene bien. Pero iré yo allí.

Escribió la dirección en un papel y colgó.

Se sentía nerviosa y excitada a la vez, por haber encontrado posiblemente el local, se dijo.

—¿Era C.J.? —preguntó Mercy.

—Sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Porque estás acalorada… ¿Te ha invitado a salir?

—No. Va a mostrarme otro local.

—Tengo un buen presentimiento acerca de esto… —dijo Mercy acercándose a una clienta que acababa de entrar.

 

 

C.J. escuchaba el ruido de los tacones de Dana en el suelo de madera mientras iba de una habitación a otra.

Estaba muy callada.

—El vecindario estará encantado de tenerte. Además, está muy cerca del centro antiguo como para que pasen turistas. Y las tiendas de alrededor complementarían la tuya.

Ella lo acalló con un gesto con la mano.

Hacía mucho calor en la casa. A ella le caían varios rizos húmedos por el sudor.

Él estaba fascinado viéndolos, como si nunca hubiera visto algo así.

Dana sonrió y se acercó con cara de felicidad.

—¡Es perfecto! —exclamó—. ¿Cuándo pueden verlo mis socias?

—Cuando quieras.

Dana aplaudió para sí misma y dio un grito como de niña pequeña. Su alegría era contagiosa, pensó C.J.

Cuando volvían a sus coches él le dijo:

—¿Ves como yo tenía razón? Cuando has encontrado el lugar adecuado no te ha costado tomar la decisión.

Ella se rió.

—Es verdad…

Ella brillaba de alegría.

—Me siento… fuerte… Poderosa…

—¿Y qué hace una Dana Malone poderosa?

Dana sonrió más aún y respondió:

—Le ofrece preparar una cena a su agente inmobiliario…

 

 

«Nada que perder», se recordó Dana mientras lo veía sorprendido.

—Pero antes de que te hagas una idea equivocada, esto es sólo para agradecerte tu paciencia conmigo, y como sé lo ocupado que estás, supongo que comerás fuera muchas veces, o simplemente calentarás comidas en el microondas…

—Dana… —dijo él, incómodo—. Me encantaría, de verdad…

Ahora venía el «pero», pensó ella.

—Pero no creo que… sea buena idea.

Aunque se había preparado para su rechazo, Dana se puso colorada por la incomodidad.

—Oh, bueno, era sólo una idea. No pasa nada…

Abrió la puerta de su coche, se dio la vuelta y agregó:

—Aunque podrías haber mentido al menos, como hacen otros hombres, y decirme que ya tenías planes o algo así.

—Si hubieras sido cualquier otra mujer, probablemente lo habría hecho. Pero tú te mereces algo mejor —suspiró—. Te mereces algo mejor que yo. El matrimonio, los hijos… no están en mi futuro. Pero algo me dice que tú sí los ves en el tuyo.

Ella lo miró, sorprendida:

—¿Quién ha hablado de eso? ¡Se trata de una cena, simplemente, por el amor de Dios!

Él la miró con un brillo parecido a la pena, pensó Dana.

—¿Me habrías invitado si yo tuviera una relación con alguien? ¿O si la tuvieras tú?

—Mmm… Bueno, no… —agitó la cabeza.

—Soy un caso perdido. No gastes esfuerzo en mí, Dana.

Ella desvió la mirada, luego lo miró y dijo:

—Lo siento. Ha sido una estupidez pensar que tú podrías estar… interesado. Sobre todo después de todo lo que me contó Trish…

—¿Trish?

—Mi prima. Trabajó contigo durante seis meses, hace un año o así, ¿no? Y dijo que… Da igual…

—Dana, créeme, es mejor así —dijo él con cara de pena.

Se miraron un momento y luego ella admitió:

—Sí, es mejor así. Tienes razón.

Luego se metió en el coche y arrancó.

Durante el viaje a su casa trató de convencerse de que no tenía que sentirse aplastada por su «no».

Cuando llegó a su casa llamó a Cass para darle la noticia de que había encontrado un local.

 

 

 

C.J. estaba en un semáforo. Se maldijo y se llevó las manos a las sienes.

La humanidad había dado pasos agigantados, había inventado de todo. Pero todavía no se había inventado el modo de rechazar a una mujer sin herirla.

Pero no podía haber dicho otra cosa. Le habría gustado pasar un rato más con ella. Pero sin una agenda marcada. La agenda de Dana posiblemente fuera un poco más laxa, pero seguía siendo una amenaza. Darle esperanzas habría sido peor, porque él sabía que no iría más lejos, y no era tan egoísta.

Además, había sido un shock enterarse de que Trish era su prima. Claro que… Entonces… ¿Cómo era que Dana no sabía lo que había ocurrido?

Luego pensó que fuera cual fuera la razón por la que Trish no se lo había contado, seguramente no se lo contaría. Y no creía que Dana lo descubriese, ¿no?

De todos modos, ¿qué más daba?

Cuando terminase el trabajo para ella todo habría terminado.

 

 

Dana se miró la cara en el espejo y se horrorizó. Agarró el cepillo de dientes con esfuerzo.

Había estado despierta hasta las cuatro de la mañana. Pero no le había dado demasiadas vueltas a la cabeza. Se había repetido una y otra vez que no tenía que sentirse mal por haber sido rechazada, y eso la había ayudado un poco.

Sólo tendría que ver a C.J. una o dos veces más. Entonces todo habría terminado y podría pasar página.

Se metió el cepillo en la boca, y en ese momento sonó el teléfono.

De pronto se dio cuenta de lo temprano que era.

Era Trish.

—¿Dónde estás?

—Sólo quería asegurarme de que vas a estar en la tienda a las nueve. Es lo que me has dicho, ¿no? ¿A las nueve? Quiero decir, ¿vas a estar allí más temprano?

—Normalmente llego a las diez. Trish, ¿qué sucede?

Su prima colgó.

Realmente Trish tenía que aprender modales con el teléfono, pensó Dana.

Una hora más tarde Dana aparcó frente a la tienda.

Trish no estaba por ningún lado. Claro que su prima no se caracterizaba por su formalidad.

Abrió la puerta del coche y sintió que el aire era un horno. Agarró su bolso, cerró la puerta del coche y fue hacia la tienda.

Abrió la puerta del local, cuando iba a desactivar la alarma oyó un sonido. Se dio la vuelta y exclamó:

—¡Oh, Dios!

Había un bebé mirándola por debajo de la capota de nylon del carrito. El niño miró a Dana y le sonrió. Ella estaba demasiado petrificada como para devolverle la sonrisa.

En ese momento miró a su alrededor y vio un coche color beige desapareciendo calle abajo.

En aquel momento sonó fuertemente la alarma y el niño empezó a llorar desesperadamente.

Dana desabrochó el arnés de la silla y agarró en brazos al niño. Caminó de un lado a otro con la criatura. Después de un momento el sollozo se calmó, y Dana empezó a serenarse. Se sentó en una mecedora. El bebé se aferró a su vestido y lo adornó con lágrimas y babas.

—No… No… No puede ser… —dijo Dana.

Trish aparecía de repente, la llamaba y le preguntaba si iría a la tienda y aparecía un bebé rubio con olor a perfume barato y a cigarrillos… Como era evidente que el bebé no usaba perfume barato ni fumaba no era demasiado difícil imaginar quién lo hacía.

Dana se levantó y dejó al bebé en un parque. El niño estaba vestido con un traje de fútbol, lo que hacía suponer que era un varón. Dana corrió a la calle y miró alrededor.

—Bueno, Patricia Elizabeth Lovett… Te has superado a ti misma —dijo en el aire.

Luego volvió dentro y pensó qué hacer.

En aquel momento vio una bolsa de plástico. Miró dentro y vio que había algo de ropa, seis o siete pañales y tres biberones llenos.

«Muy considerada», pensó.

Agarró la bolsa tan violentamente que le cortó las asas. Y en aquel momento vio la nota:

 

… he intentado criarlo sola… Sabía cuánto te gustaban los niños y cuánto deseabas tenerlos… Así será mejor… Te doy la custodia total… Espero que me perdones… Ethan es realmente un encanto. Lo querrás mucho. Te dejo el certificado de nacimiento…

 

Muy típico de Trish.

Dana suspiró y miró el certificado de nacimiento, aunque sólo fuera para saber la edad del bebé.

—¿Quéééé?

El bebé se sobresaltó con aquel grito y empezó a llorar. Dana dejó el certificado en el mostrador y fue a consolarlo.

El bebé no tenía la culpa, se recordó.

En el nombre del padre aparecía: Cameron James Turner, en el certificado de nacimiento.