La mejor boda - Karen Templeton - E-Book

La mejor boda E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

Julia 957 Brianna Fairchild era una encantadora empresaria que se dedicaba a organizar bodas. Se pasaba los días atareada con vestidos de novia, ramos de flores y banquetes de boda... ¡pero de otras mujeres! Entonces apareció Spencer Lockhart y, aunque se mostraba muy reacio a las bodas y afirmaba que casarse era una tontería, Brianna tenía esperanzas de que cambiara de opinión. Ella nunca se rendía cuando se proponía algo... ¡y tal vez tuviera que acabar solicitando los servicios de su propia empresa!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Karen Templeton-Berger

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mejor boda, julia 957 - enero 2023

Título original: WEDDING DAZE

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415989

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

SPENCER Lockhart dejó el maletín en el suelo, frente al desocupado pupitre de recepción, e intentó mantener una expresión neutral mientras observaba el espantoso tono rosa con que, desde el suelo hasta el techo, estaba decorada la sala de espera.

Introdujo las manos en los bolsillos de su abrigo y sintió un escalofrío al oír una risilla chillona. Notó que lo estaban mirando furtivamente, como si fuera el centro de atención de una docena de damas de honor.

Miró el reloj y frunció el ceño: las tres menos cuarto. Debía haber llegado a las dos, pero el tráfico lo había tenido atascado y, además, le había costado más de lo normal encontrar un sitio donde aparcar.

—¿Hola? —dijo después de avanzar unos pasos por un pasillo.

No obtuvo más respuesta que la de su propia voz reverberando por el corredor del vestíbulo, y el murmullo sofocado de una conversación lejana.

Irritado, regresó al pupitre de recepción y de nuevo sintió que las damas de honor lo miraban y cuchicheaban. No sabía qué hacer, y acabó sentándose en un sofá tapizado horrendamente con motivos florales, unas rosas del tamaño de una pelota de baloncesto.

—¡Brenda!

Una jovencita que acababa de entrar en el vestíbulo echó a correr al oír su nombre, para estrecharse en un fuerte abrazo con las damas de honor. Los decibelios de la sala alcanzaron cotas peligrosas mientras las chicas exclamaban histéricas al ver, supuso Spencer, el anillo de pedida de la tal Brenda.

Cuando parecía que por fin iban a tranquilizarse, una mujer madura, que lucía un vestido vomitivo, provocó el enésimo revuelo de aquellas mujercitas, que acudieron al encuentro de la mayor como si fueran polluelas en busca de la madre que les proporciona alimento.

—Perdone, ¿le atiende alguien?

Spencer se giró sobresaltado hacia el lugar de donde había provenido aquella suave voz, y se encontró frente a una mujer alta, con buen gusto para la ropa y de grandes ojos marrones.

—No —respondió—. Tenía hora para las dos, pero me pilló un atasco… Soy el señor Lockhart. Espero que pueda hacerme un hueco.

—Vaya… no sé si…

La mujer llevaba una falda ajustada y movía las caderas sin exhibirse mientras caminaba hacia el pupitre de recepción. Spencer la observó mientras ella pasaba un dedo por una lista de nombres. Cuando levantó la cabeza, Spencer apreció que se trataba de una mujer muy guapa. Excepcional.

—Lo siento —prosiguió ella—. No podemos atenderlo hoy. ¿Qué otro día le viene bien?

—¿Otro día? —repitió Spencer—. De eso nada. Tengo que ocuparme de esto hoy —afirmó, poniéndose lo más firme posible, a fin de intimidarla con su metro noventa de altura.

—De veras que lo siento, señor Lockhart; pero no es posible.

—Me parece que no sabe con quién está hablando —alzó la barbilla—. Haga el favor de llamar al dueño, o a quienquiera que esté al cargo, a ver si así podemos solucionar esto de una vez.

—Me temo que no puedo llamar a nadie —replicó ella, enfurecida por el tono autoritario de Spencer.

—¿Y por qué no, si puede saberse!

Ella se puso firme y, con los tacones tan altos que llevaba, casi alcanzó la misma estatura que él. Luego extendió la mano y esbozó una amplia sonrisa:

—Brianna Fairchild, la dueña de esta empresa, señor Lockhart. Usted tenía hora a las dos y ha llegado media hora después. Y ahora, como le decía, ¿qué otro día le viene bien?

—Señorita Fairchild, puede que no me haya expresado con claridad. Tengo una agenda muy apretada y no puedo introducir cambios por un capricho, ¿está claro?

Brianna apoyó las manos sobre el pupitre y miró a Spencer a la cara:

—Señor Lockhart, es usted el que no parece comprender —repuso ella con voz firme y calmada—. Yo también dirijo una empresa y, por suerte, también mi agenda está muy apretada. Como le he dicho, hoy no puedo atenderlo. Los Franklin me están esperando y estoy segura de que no le parecería nada profesional por mi parte que hiciera esperar a clientes que sí han llegado a su hora, para atenderlo a usted. Y ahora, por favor, ¿qué otro día quiere venir?, ¿o tal vez prefiere que sea otra empresa la que se encargue de la organización de su boda?

—¿De mi boda? —repitió Spencer. Luego suspiró—. En fin, señorita Fairchild. Me temo que me tiene contra las cuerdas. Dado que mi hermana está empeñada en que sea usted quien se ocupe de todo esto… —dejó la frase en el aire y se encogió de hombros con expresión resignada.

—¿Su hermana?, ¿quiere decir que no es usted quien se casa?

—¡No, por Dios!, ¡casarme yo!

—Ah… Está bien, señor Lockhart…

—Está bien, ¿qué?

—¿Qué otro día le viene bien? —repitió Brianna lentamente, como si estuviera hablando con alguien que no entendiera su idioma.

—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó él, después de una pausa—. Me he dejado el mío en el coche.

—Por supuesto —se lo entregó.

—Sí, señora Morgan… ¿Sigo estando libre el viernes por la tarde? —preguntó Spencer, después de saludar a su secretaria—. De acuerdo. Anote una cita para las… ¿dos? —consultó a Brianna con la mirada.

—Para las dos y media —respondió ella, después de mirar su agenda.

—Para las dos y media —informó Spencer a su secretaria—. Sí, en seguida volveré.

—¿Y cuándo es la boda, señor Lockhart? —le preguntó Brianna, una vez que Spencer hubo colgado.

—No sé. Por mayo, aproximadamente.

—Me temo que tendrá que ser algo más concreto —dijo Brianna.

—¿Por qué? ¡Si todavía estamos en febrero!

—Cierto. Pero mayo y junio son los meses en los que se celebran más bodas. Estoy segura de que a finales de esta semana tendré ocupada la mayoría de los días —explicó Brianna—. Mis servicios están muy solicitados —añadió.

—Eso he oído —comentó Spencer, mientras miraba el cabello de Brianna, entre castaño y rubio. Luego recogió su maletín del suelo—. La llamaré esta noche para fijar la fecha —concluyó.

—Muy bien. Si llama después de las seis, deje el recado a quien lo atienda. Y si no tiene noticias mías, es que no hay ningún problema más —dijo Brianna—. ¡Ah! Otra cosa: aquí tiene una relación de todos nuestros servicios, con sus correspondientes tasas. Como ve, podemos encargarnos de todos los detalles de la boda, o de sólo algunos, según elija. Échele un vistazo a este folleto y ya concretamos el viernes cuando venga —agregó Brianna, después de sacar un folleto de una carpeta.

—De acuerdo. Entonces, hasta el viernes… a las dos y media —convino Spencer. Metió el folleto en el maletín y, antes de marcharse, preguntó—. ¿Ha dicho que los Franklin estaban esperando?

—Estoy preparando la boda de Allison Franklin, sí. ¿Los conoce?

—Sí. Son amigos de la familia.

Efectivamente, su padre, que había fallecido cinco años atrás, había sido amigo de Sam Franklin en el colegio. Los Franklin eran famosos por su gusto caro y exquisito, así como por lo difícil que era complacerlos.

Spencer contempló a Brianna Fairchild con renovado interés. Parecía fresca y calmada, como una mañana de primavera, a pesar de que, justo a continuación, iba a tener que vérselas con una de las familias más exigentes de Atlanta.

Asintió con la cabeza hacia Brianna, en un gesto cortés, se dio media vuelta y se obligó a pensar en la reunión a la que aún tenía que acudir aquella tarde.

 

 

—¡Señora Franklin!, ¡no la había visto! —dijo Brianna, dirigiéndose a Delia Franklin—. Lamento haberla hecho esperar.

—No te disculpes —la señora Franklin agitó la mano derecha y los brazaletes de oro de la muñeca tintinearon—. ¿Era Spencer Lockhart el que se acaba de ir? —le preguntó, susurrando innecesariamente.

—En efecto —Brianna guió a la señora Franklin a una habitación adjunta.

—¿Supongo que habrás oído hablar de la empresa Lockhart&Stern?

—¿La que le hace la competencia a Proctor&Gamble? —replicó Brianna—. ¿Quiere decir que Spencer Lockhart está relacionado con la empresa?

—No es que esté relacionado: es que es el dueño de la empresa.

—¿Él solo? Creía que se trataba de un conglomerado enorme.

—Y lo es. Pero lo que la mayoría de la gente no sabe es que los Lockhart compran todas las compañías que forman L&S; no las fusiona. En realidad, las acciones se las reparten nada más entre Spencer, su hermana pequeña y su madre —explicó Delia. Luego señaló un modelo del folleto—. Éste es bonito —comentó.

Cuando Brianna inclinó el torso para ver a qué vestido del folleto se refería Delia, la señora Franklin le rozó la muñeca con la mano izquierda.

—Trátalo bien, cariño —prosiguió Delia—. Está forrado… y soltero —añadió con una amplia sonrisa.

Brianna reprimió un suspiro ante las indisimuladas intenciones casamenteras de la señora Franklin. Luego sonrió: de alguna manera, tenía la impresión de que su nuevo cliente estaba destinado a permanecer soltero. Al menos durante el siguiente millón de años, aproximadamente.

—Señora Franklin, ya sabe que yo trato bien a todos mis clientes —repuso Brianna finalmente.

Allison Franklin apareció en el umbral de la puerta, irritada y acalorada, e interrumpió la conversación de las otras dos mujeres.

—Señora Fairchild —protestó mientras se sujetaba los bajos de una falda aterciopelada—. Tengo una entrevista con un cliente dentro de cuarenta y cinco minutos exactos, ¡y todavía no me he decidido por ningún vestido! Quizá debería llevar el que me puse para mi presentación en sociedad y punto.

—¡Eso jamás! —exclamó la señora Franklin, la cual se levantó, agarró a su hija por un brazo y se la llevó al vestuario—. Ya te había dicho que una sola no puede elegir su vestido de novia. Déjame que te acompañe.

Brianna siguió a ambas hasta el vestuario, en el cual había al menos una docena de vestidos, que Allison se había probado y quitado insatisfecha. En medio del vestuario había una mujer delgada:

—Lo siento, señora Fairchild —se disculpó la vendedora—. Es que la señorita Allison está tan preciosa con cualquier vestido que no consigue decidirse por ninguno.

Brianna sonrió al oír tan diplomática explicación de la situación. Puede que Allison Franklin fuera implacable y muy eficaz haciendo negocios, pero en esos momentos parecía indefensa y desesperada, dispuesta a tirar a la basura todos los vestidos de todo el mundo, y a todas las personas que la rodeaban.

—Madge, ¿por qué no te acercas a ayudar a Betty con las damas de honor? —le propuso Brianna a su vendedora, con amabilidad—. Yo atenderé a la señorita Franklin.

Madge sonrió agradecida y salió del vestuario al segundo. A solas las tres, Brianna estiró un vestido y se lo colocó a Allison por encima, para que se hiciera una idea de cómo le sentaría puesto. Miró sobre el hombro de la novia al espejo y se sorprendió al ver lo mayor que parecía ella misma en comparación con Allison, siendo ésta muy pocos años más joven que ella.

—Muy bien, Allison —Brianna se concentró en su cliente—. Vayamos paso a paso. ¿Te gusta el escote?

—No… no estoy segura —vaciló ella.

—¿Te has probado algún vestido con otro tipo de escote?

—No… no quiero parecer una novia de una telenovela —dijo Allison.

—Yo tampoco quiero que lo parezcas —Brianna rió, colgó el vestido en una percha y luego colocó las manos sobre los hombros de Allison—. Empecemos de nuevo. Tú relájate y espérame un momento. En seguida vuelvo —añadió. Y salió del vestuario.

La mayoría de los vestidos de novia refinados, sólo asequibles para el bolsillo de las familias más ricas, se encontraban en un almacén. Pero, además, Brianna tenía en su despacho una docena de vestidos que ella misma había diseñado y que, según creía, acabarían con las angustias de Allison Franklin.

Echó un vistazo a los vestidos y escogió uno que le pareció especialmente indicado para la novia. Luego regresó al vestuario y, una vez allí, como si fuera un torero ante un toro, Brianna extendió la falda del vestido.

—¡Qué preciosidad!, ¿de dónde lo has sacado! —exclamó Allison, visiblemente complacida con la elección de Brianna. Se giró a su madre y empezó a moverse como si tuviera ganas urgentes de ir al servicio—. Ayúdame a quitarme esto, mamá. ¡Tengo que ponerme ese vestido ahora mismo!

Brianna extendió el vestido sobre una silla y luego ayudó a la señora Franklin a quitarle a Allison el que ya llevaba puesto. Cuando por fin se hubo desembarazado de él, Allison se acercó a la silla donde estaba el nuevo vestido y entonces, tímidamente, acarició con sumo cuidado las mangas, como temerosa de que fueran a romperse de delicadas que parecían.

—Venga, Allison. Levanta los brazos —le dijo Brianna.

Ésta obedeció sin rechistar y dejó que Brianna le introdujera el vestido por la cabeza y los hombros. Luego lo soltó y cayó con suavidad sobre el cuerpo de Allison. Brianna apartó la cola hacia un lado y empezó a abrocharle los botones de la espalda. Luego se retiró unos pasos y observó a la novia, sonriente, contenta por lo bonita que estaba.

Allison se recogió el pelo en un moño, sobre la cabeza, y luego se giró para contemplarse en un espejo. Los hombros de la novia quedaban perfectamente realzados y la tela se ceñía a la cintura con delicadeza.

—¡Es el vestido más bonito del mundo! —exclamó Allison, entusiasmada.

—Y también el más caro —apuntó la señora Franklin, la cual tenía en su palma la etiqueta con el precio del vestido. Allison se giró hacia su madre, miró el precio y se encogió de hombros.

—Podemos permitírnoslo, mamá —afirmó Allison—. Papá siempre dice que es posible conseguir cualquier cosa que se quiera, siempre que estés dispuesto a pagar lo suficiente… ¡Y yo quiero este vestido! —insistió.

Madre e hija se miraron un par de segundos, hasta que, finalmente, la señora Franklin asintió con la cabeza.

—¡Bien! Entonces, decidido —dijo Brianna—. Quítate el vestido y ahora vemos otro día para que elijas el velo.

Brianna ayudó a Allison a quitarse el vestido y lo colgó con cuidado mientras ésta se ponía su ropa de calle, después de lo cual salió del vestuario. Entonces, mientras Brianna apuntaba el vestido elegido, notó que le daban un golpecito en un hombro. Se dio media vuelta y vio que Delia Franklin la miraba pícaramente.

—¿Qué desea? —preguntó Brianna.

—No me trates de usted, granujilla —respondió la señora Franklin, sonriente—. Sabías de sobra que se volvería loca por ese vestido.

—Yo sólo hago mi trabajo, señora Franklin —Brianna le devolvió la sonrisa y Delia rompió a reír.

—El problema es que lo haces demasiado bien. Recuérdame que nunca juegue al póker contigo.

—Tranquila, no me gustan las timbas —repuso Brianna.

La señora Franklin se dispuso a salir del vestuario y, de pronto, se detuvo:

—Mi pequeña va a ser la novia más guapa de Atlanta, ¿verdad que sí? —comentó orgullosa—. Todo el mundo hablará de ese vestido durante años.

 

 

—Hasta mañana, señorita Fairchild.

—Hasta mañana, Madge —dijo Brianna—. Espero que la señorita Franklin no te haya dado demasiado la lata.

—He visto novias peores —respondió la vendedora—. Pero no sé qué habría hecho si hubiera tenido que seguir atendiéndola yo sola más tiempo.

—Suerte que aparecí para salvarte, ¿eh? —comentó Brianna, sonriente—. En fin, pásalo bien esta tarde.

Minutos más tarde, después de que Madge se marchara, Brianna oyó murmurar a Zoe, una de sus empleadas:

—Sé que estás por aquí, maldita carpeta.

Brianna se acercó a recepción, lugar del que provenía la voz.

—¿Esperas que la carpeta te responda? —bromeó.

—Nunca se sabe —Zoe frunció el ceño—. Cosas más raras se han visto.

—Hablando de cosas raras —comentó Brianna mientras se sentaba frente al pupitre de recepción—. Esta tarde vino un hombre, que… Por cierto, ¿dónde estabas hoy a las dos y media?

—Salí a comer. Estuve fuera unos veinte minutos —explicó Zoe, que, de repente, localizó la carpeta que andaba buscando—. Aquí estás. ¿Qué hacías ahí tan escondida?

—Fui yo quien la puse ahí —dijo Brianna—. Tuve que atender a un hombre que había llegado tarde a su cita, del que te hablaba antes, y despejé la mesa para no liarme… ¡Dios! Si estamos hasta arriba de trabajo en febrero, no quiero ni pensar lo que pasará en mayo y junio. Ya casi no recuerdo cuándo fue la última vez que tuve un poco de tiempo libre para mí.

El teléfono sonó en ese momento. Zoe miró la hora, se encogió de hombros y descolgó.

—Un momento. Voy a ver si aún no se ha marchado —respondió. Luego se dirigió a Brianna en un susurro—. ¿Spencer Lockhart?

—¡Uf! —suspiró ésta. Extendió la mano para que Zoe le pasara el teléfono y ésta se lo dio y permaneció atenta a la conversación—. Dígame, señor Lockhart —arrancó Brianna.

—Me alegro de hablar con usted —respondió una voz fuerte y clara—. Ya sé el día de la boda.

—Sí… —Brianna le indicó a Zoe que le pasara la agenda en la que anotaba las bodas que ya estaban concertadas—. ¿Qué día será finalmente?

—El veintitrés de mayo. Sábado.

—¡Qué suerte! —comentó Brianna después de consultar el calendario—. Tengo ocupada toda esa semana, excepto el sábado.

—Bien —dijo Spencer—. Resérvenos el día entero.

—Pero… normalmente celebramos dos bodas los sábados…

—Ya lo sé, ya lo sé… He leído el folleto que me dejó y soy consciente de que cobran un extra sustancial por atendernos todo el día —se detuvo—. Pero si no supone un problema para usted, le aseguro que para mí no lo es en absoluto.

—Como usted desee, señor Lockhart —afirmó Brianna, con cortesía—. Ningún problema.

—De acuerdo. Entonces hasta el viernes.

—Sí, hasta el viernes…

—Por cierto, señorita Fairchild… —añadió Spencer, antes de colgar—. Me quedé muy impresionado con el folleto informativo… y con las condiciones del contrato que firmamos. De hecho, estoy pensando mandar a un par de mis abogados a su empresa para que aprendan a redactar contratos como los suyos.

—Muchas gracias, señor Lockhart —respondió Brianna, tras vacilar un segundo—. Me alegra que alguien de su categoría empresarial vea con buenos ojos los esfuerzos de una empresaria pequeña como yo —añadió.

Brianna notó que, en realidad, aquel halago de Spencer incluía una muestra de sorpresa por el hecho de que una mujer como ella fuera capaz de sacar adelante con éxito una empresa.

—Nada más. Hasta el viernes —repitió Spencer.

—Adiós, señor Lockhart —se despidió Brianna, colgando el auricular con fuerza.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Zoe—. Te noto nerviosa.

—No sé, doña Cotilla —bromeó Brianna.

—No sabes, pero estás nerviosa —insistió Zoe. Al ver que Brianna no decía nada, suspiró—. En fin, ya veré quién es ese hombre. Estoy impaciente porque llegue el viernes —añadió, al tiempo que se ponía de pie. Luego se puso un abrigo y se sacó el pelo por fuera.

—¿Por qué?

—Porque… —se encogió de hombros—. Da igual, no importa.

—Zoe…

—Bueno, me voy —dijo ésta, sonriente y esquiva—. Tengo que estudiar para los exámenes… Y espero un ascenso cuando me licencie —dejó caer Zoe.

—Sí, claro. No te olvides de cerrar bien al salir, no se me vayan a congelar las ideas —se despidió Brianna.

—Eso es imposible —Zoe rió—. ¿Cómo se te van a helar las ideas si no tienes nada en el cerebro? —la provocó.

Brianna dejó que se marchara sin contraatacar y, ya a solas, bostezó en medio del silencio que se había adueñado del vestíbulo de la entrada. Como todos los días a esas horas, sólo se oía el suave y rítmico tictac del reloj de pared del otro extremo de la sala.

A veces, el silencio de las últimas horas del día la envolvía como un cálido abrazo; otras, en cambio, le creaba una sensación de vacío. ¿Qué sucedería esa noche? Daba igual: estaba tan cansada que lo más seguro es que no tardara en dormirse.

Se puso de pie, echó los cerrojos y subió las escaleras que subían a su apartamento, justo encima, en la segunda planta. Brianna encendió dos lámparas del salón, decorado en tonos canela y verde oscuro. No estaba satisfecha con los colores, pero desde que tres años atrás se había hecho cargo del negocio de las bodas, no había tenido tiempo libre para redecorar la casa. Tal vez el siguiente otoño…

Brianna encendió el televisor y luego fue descalza a su dormitorio, pisando sobre una gruesa alfombra persa que había tomado de la casa de sus padres después de que su padre muriera. El murmullo del televisor le hacía compañía. Empezó a desvestirse, colgó toda la ropa en un armario y, temblando un poco, se puso un camisón azul y unas zapatillas de estar en casa.

Fue a la cocina y decidió calentarse en el microondas una lasaña congelada. Preparó también una ensalada y, al abrir la nevera para sacar un cartón de leche, vio que aún le quedaba un poco de tarta de queso.

Colocó todos los platos en una bandeja y se llevó la cena al salón. La colocó en una mesa baja y se sentó en el suelo. En la televisión había un informativo… Perfecto, cualquier cosa le habría parecido bien para distraerse. Probó un trozo de lasaña y al levantar la mirada se encontró a Spencer Lockhart en la pantalla.

Se giró para alcanzar el mando a distancia y subir el volumen. Allí estaba, rodeado por un grupo de ejecutivos japoneses, como Gulliver entre liliputienses, pensó Brianna. ¡Santo cielo!, ¡sí que era alto! Brianna medía metro ochenta y recordó que, a pesar de haber llevado tacones, había tenido que mirar hacia arriba para hablar con él.

Al parecer, Lockhart&Spencer acababa de llegar a un gran acuerdo comercial con una empresa japonesa. Vídeos a cambio de papel higiénico, o algo así. Brianna se llevó un trozo de tomate a la boca y pensó, medio en broma, que se trataba de un trueque razonable.

Masticaba sin descanso mientras miraba la imagen de Spencer. Se alegraba de poder mirarlo y mirarlo con descaro sin que él pudiera darse cuenta. Era muy atractivo… Tenía una nariz bien proporcionada, unos pómulos debidamente marcados y una mandíbula potente que, en conjunto, le daban un aire interesante. Por no hablar de sus ojos azules, que brillaban como joyas bajo su pelo plateado.

No rubio, plateado.

En realidad era gris, ¿no? Le resultó curioso que no hubiera caído en ese detalle durante su encuentro con él. ¿Qué edad tendría? Unos cuarenta y poco..

Entonces, justo en ese momento, y para cerrar la entrevista con Spencer, el cámara enfocó al reportero que cubría la noticia y éste comentó que había muy pocos hombres con tanta influencia en el mundo de los negocios con tan sólo treinta y seis años.

¿Treinta y seis? En tal caso, sólo le sacaba tres años…

El presentador dio paso a la información del tiempo y Brianna, después de hacer un barrido por los demás canales, apagó el televisor.

Cerró los ojos y escuchó un silencio absoluto, que sólo se rompió fugazmente por un coche que pasó cerca de casa. De pronto sintió que necesitaba ver algo, o tener algo que hacer, o alguien con quien hablar. ¿Y si se compraba un perro? No, los perros exigían mucha atención… Bueno, tal vez pudiera comprarse un gato la semana siguiente.

Se levantó, encendió la radio, sintonizó su emisora favorita y se llevó a la cocina los platos sucios de la cena. Empezó a pensar en nombres de gatos y se le ocurrió que si se compraba uno gris, igual lo acababa llamando Lockhart. Se rió.

Lavó los platos y los dejó en la pila para que se secaran, tal como hacía todas las noches. Con la diferencia de que esa noche, no podía dejar de pensar en un par de ojos azules que se le habían metido en la cabeza de manera obsesiva.

De pie frente al fregadero, se secó las manos con un trapo. Luego miró por la ventana hacia la oscuridad y empezó a hacerse preguntas acerca de su nuevo cliente. Ella siempre solía formarse una idea muy aproximada a la realidad, desde el primer encuentro, de cómo eran las personas con las que trataba, cualidad que le había venido muy bien en su negocio. Y, sin duda, la arrogancia con la que Spencer Lockhart se mostraba al mundo sólo era una fachada. ¿Acaso no escondía también Brianna su personalidad a sus clientes? Pero, en los ojos de aquel hombre, había podido apreciar una expresión de ternura y amabilidad; una mirada muy, muy dulce…

Suspiró y, para su sorpresa, rompió a llorar.