2,99 €
Julia 995 Era completamente ilógico que una aristócrata como Charlotte Westwood tuviera fantasías con un obrero como Gabe Szulinski. Él no era idóneo para ella, una mujer que no pensaba casarse nunca. Tres compromisos sin que le hubiera salido ni un solo marido deberían ser suficientes como para desterrar a los hombres de su vida. Y además, Gabe insistía en que él nunca le propondría matrimonio a nadie. Aquello se convirtió entonces en un desafío al que no podía resistirse...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Karen Templeton-Berger
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Eternamente prometida, JULIA 995 - mayo 2023
Título original: WEDDING BELLE
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411419017
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
VENDERÉ helados de nieve en el infierno —murmuró Charlotte para sí misma mientras entraba en casa de sus padres—, antes que pasar por esto otra vez.
Volvió a guardar las llaves en su bolso de seda de noche con un sobresalto al resonar el click en la cavernosa oscuridad.
Bien. No había nadie despierto.
Procuró hacer el menor ruido con los zapatos de tacón mientras atravesaba el vestíbulo de mármol hacia la biblioteca. Entró en la habitación de paneles de madera y apretó el interruptor. Un par de lámparas labradas de jade a ambos lados del sofá iluminaron la habitación con una suave luz. Aquel había sido su sitio favorito de la casa, con sus profundos y oscuros colores y su mobiliario clásico. Al contrario que el resto de las habitaciones excesivamente decoradas, aquella sala le parecía un espacio impersonal, uno en el que no importaba lo que uno pensara, llevara o hiciera.
No estaba del todo segura de por qué no había vuelto a su apartamento. Si era lo bastante independiente como para vivir separada de sus padres, también debía serlo para sobrellevar los pequeños traumas de la vida sola.
Pero en ese momento, una porción de su último «pequeño» trauma se desplegó ante ella como unas rebajas navideñas en unos grandes almacenes.
Regalos de boda. Doscientos treinta y siete según la última cuenta de Charlotte, se exhibían en varias mesas llevadas a la biblioteca para ese fin. Y eso no incluía los cheques que se apilaban en un cajón del escritorio de su padre.
Ojeó la impresionante exposición con un poco pesar, a la mañana siguiente, tendría que devolverlo todo.
—¿Charlotte, cariño? —el acento adormilado y meloso de su madre entre un crujido de sedas atravesó la puerta—. ¿Qué pasa? ¿Ha pasado algo malo, cariño?
Charlotte se dio la vuelta para apoyarse sobre una mesa con las manos en las caderas. Por un instante, examinó su vestido negro y empezó a juguetear con uno de los botones de cristal tallado de la americana.
—La boda se ha cancelado —dijo en voz muy baja.
—¡Oh… Charlotte! ¿Qué ha pasado? —preguntó su madre sentándose en una esquina del sofá.
—Nada escandaloso. Sólo ha… cambiado de idea.
Los ojos demasiado estirados de Stella Westwood se abrieron bajo las rígidas cejas.
—¿Cuatro días antes de la boda?
—Mejor que cuatro años después, supongo.
El silencio de la habitación casi le dolía mientras esperaba la respuesta de su madre, que no le defraudó.
—Cariño, ¿qué has hecho?
—No he hecho nada, mamá. Sólo que yo no era lo que él quería, supongo —se le escapó un suspiro—. Oh, Dios , mamá —los ojos le picaron como si se le hubiera metido arenilla—. ¿Quién sabe?
Stella suavizó la expresión tanto como se lo permitían sus repetidas operaciones de estética y extendió los brazos.
—Ven aquí y deja que tu madre te dé un abrazo.
No le quedaba mucha elección. Charlotte se dejó arrastrar obediente al regazo con fuerte aroma a Esté Lauder mientras escuchaba como su madre murmuraba contra su pelo:
—Bueno, no importa, cariño. Mañana, después de que… nos encarguemos de las cosas, iremos de compras —Stella esbozó una sonrisa de pena mientras su hija no la veía—. Sólo estás teniendo una racha de mala suerte, eso es todo. Atlanta es una ciudad grande. Tu Príncipe Encantador no ha aparecido todavía. Pero lo hará, cariño. Lo hará.
Para Stella Westwood, gastarse un par de miles de dólares era la cura para casi todo. Y Charlotte tenía que admitir que hasta entonces, ella había seguido con entusiasmo el remedio de su madre contra la tristeza. Después de todo, ¿qué más sabía ella?
Pero algo había ocurrido esa noche cuando Julian había anunciado con calma entre fastidiosos mordiscos del renombrado cordero del Cassis, que había cometido un error y que esperaba que aquello no fuera muy inconveniente. El impulso inicial de Charlotte, volviendo atrás a los tiempos en que había dejado que el alcohol hablara por ella, había sido aplastarle una patata en la solapa de su lujoso traje. Sin embargo, con la sobriedad llegaba la notable habilidad de comportarse como una señora a pesar de las circunstancias. Además, su fláccido rechazo ni siquiera le había provocado lo suficiente como para ponerse furiosa del todo.
Charlotte abrió los ojos al observar a su madre murmurando algo a su lado, una mujer que atacaba con su dinero, su posición y su estrechez mental contra todo y todos los que no estuvieran en su exclusivo círculo de la sociedad de Atlanta.
Quizá, pensó con un estremecimiento interno, ella se convirtiera en algo igual.
Gabe Szulinski aparcó su vieja furgoneta, apagó el motor y esperó con una sonrisa de anticipación en los labios. Enseguida aparecería un torbellino rubio de ojos azules del modesto bungalow en el que tenía un apartamento alquilado con su hijo desde hacía ocho años. A los talones del niño apareció un viejo ángel de setenta y dos años sin el cual su vida hubiera sido un desastre. Y entre los dos, casi tirando a la vieja mujer, saltaba un perro adolescente mezcla de pastor al que parecían haberle crecido sólo las orejas y las patas.
—¡Papi! ¡Papi! —gritó el niño por encima de los entusiastas ladridos del perro—. ¡Llegas tarde! Vinnie dijo que llegarías a las seis.
—Me han entretenido las dulces palabras de una mujer —dijo Gabe saliendo de la furgoneta con su hijo abrazado a él—. Como siempre.
Posó al niño en el suelo y vio al perro salir corriendo en dirección al jardín trasero.
Entonces notó la expresión sombría de la cara de la mujer negra y sus brazos cruzados.
—¡Ah, ah! Conozco esa mirada —Gabe sacó la cazadora vaquera y cerró la puerta—. ¿Qué ha hecho esta vez?
—¿Quieres la lista entera o sólo lo más señalado?
Gabe se pasó la cazadora por encima del hombro y siguió a su casera mientras un rayo tardío iluminaba las coloridas flores de un lado del camino.
—Sólo dime una cosa: ¿tendré que pedir un préstamo para pagar los daños?
Caminaron hasta la parte trasera de la casa que Lavinnia había convertido en dos apartamentos a la muerte de su esposo diez años atrás. La parte de Gabe era muy austera y funcional. La ventaja que no había previsto de aquel apartamento era que tenía a la mejor niñera que hubiera podido desear.
Lavinnia se estaba haciendo vieja, tenía criados ya a sus hijos y ya no tenía la energía suficiente para aguantar a un niño de ocho años. Sin embargo, la última vez que Gabe había sugerido organizar de otra manera el cuidado de su hijo, había tenido que apartarse antes de que le diera con una cuchara de madera.
—¿Un préstamo? Probablemente no —declaró la antigua profesora de secundaria—. Pero me debes una docena de plantas de semillero. Entre los pies del niño y esa oveja que le has traído… ¿En qué estabas pensando al traerle un perro? ¿Y sobre todo uno con unas pezuñas más grandes que tus pies?
—Un chico necesita un perro, Vinnie —dijo con una sonrisa sabiendo que ella estaba casi tan encantada con la mascota como con el niño.
—Un chico necesita una mamá. A ser posible una con pies pequeños y el suficiente sentido común como para no pisar mis flores.
—Si quieres que te compre esas flores no empieces con la rutina de la mamá. Ya te he dicho que…
—No me repitas eso de cuando tengas tiempo. Casi has sacado ese título de abogado. Al menos podrías empezar a buscar.
Gabe abrió la puerta y entró en su apartamento. Lavinnia le siguió como siempre.
—Ya busco —dijo Gabe a sus espaldas antes de entrar en su habitación para quitarse la camiseta y vaqueros manchados de pasta de papel y ponerse unos limpios.
—No lo bastante —escuchó desde el salón.
Con una carcajada, recogió la ropa sucia y la metió en una cesta ya desbordante. Esa semana tendría que ir a la lavandería.
—Sí que busco, Vinnie. El problema es que no encuentro nada que me guste.
Se preguntó cuánto tiempo podría mantener a Lavinnia a raya acerca de su vida amorosa. Desde luego que era verdad que no había visto nada que le gustara, pero lo que no le había dicho a Lavinnia era que quizá no lo encontrara nunca. Aunque ser un padre soltero era duro, soportar un matrimonio infeliz lo era más. Y él no se arriesgaría de nuevo, por nada ni por nadie.
—Desde luego, eres muy difícil. Atlanta debe tener el mayor porcentaje de chicas bonitas del país, ¿y esperas que crea que no has visto nada que te guste?
—Ya me casé una vez con una cara bonita y creo que esta vez prefiero a alguien con un poco más de substancia.
—¿Y qué hay de alguna que vaya a la universidad? Alguna substancia tendrán.
Gabe sacudió la cabeza y lanzó una carcajada.
—Tengo que darte diez puntos por tenacidad, Vin. No he conocido a nadie que me interese, ¿de acuerdo? Así que olvídalo.
Lavinnia farfulló un poco y dijo:
—He comprado unos filetes de pavo hoy. ¿Puedo invitarte a cenar?
Era el pequeño ritual de cada tarde. Gabe sabía que a la vieja mujer le gustaba cocinar para alguien y tener compañía, pero al invitarle cada tarde, los dos mantenían su independencia.
Le dio un abrazo y se fue a la cocina a buscar un vaso de té helado.
—No quiero causarte molestias.
Eso formaba también parte del ritual, así como la respuesta de Lavinnia:
—Ya está cocinado. Y como siempre, he preparado demasiado. Si no, se irá a la basura. ¿Tienes clases esta tarde?
—No, hasta el lunes ya no.
—Bien. Entonces después de la cena podremos ir a Home Depot a buscar las plantas.
—Trato hecho.
Gabe aclaró el vaso, miró por la ventana y lanzó un gemido.
—No querré saberlo, ¿verdad?
—Digamos que ya que vamos al Home Depot, compraré otro par de tumbonas de jardín.
—¿Tumbonas? —la pequeña mujer corrió a la puerta trasera y la abrió de par en par—. ¡Si esa oveja no tiene más cuidado, va a encontrarse con su creador antes de lo que cree!
Se suponía que Charlotte debía estar en su luna de miel en las Islas Caimán, tendida en una playa blanca tomando piña colada, no en Atlanta camino de casa de su amiga Heather para comer juntas.
Se había pasado todo el fin de semana esperando por algo, algo que la sacudiera. Estaba abotargada. Era como si hubiera devuelto las emociones junto con los regalos.
Pensó en el tiempo que había pasado volviendo a empaquetarlos para mandarlos por mensajería urgente. Si alguna vez volvía a prometerse, nadie lo creería. Era como el cuento de Pedro y el Lobo. ¿Quién aparecería después de devolver los regalos tres veces? Había algunos que creía haberlos visto ya, como un marco de plata que le habían enviado los Godfarbs después de su fracaso número dos.
Y lo más mortificante era que habías sacado su foto en las páginas de sociedad prometida a tres personas diferentes en tres años. Pero el segundo fracaso había sido el más desmoralizante. Encontrarte a tu prometido con su recepcionista en el escritorio de su propio despacho… Era tan sórdido…
Charlotte se puso las gafas de sol y giró a la calle de Heather en las colinas de Brookwood.
La comida había sido idea de Heather. Ella hubiera preferido ocultar su miseria dos días más en su casa, pero su amiga no había querido ni oírla. Además, tenía noticias que no podían esperar.
Heather abrió la puerta y abrazó a Charlotte.
—¡Pobrecita! Entra y cuéntamelo todo, cariño —insistió Charlotte conduciéndola al salón.
Por un segundo, Charlotte estuvo a punto de ponerse las gafas de sol. Todo era blanco. Las paredes, los muebles, la moqueta. Hasta las flores del jarrón eran calas blancas.
—¿Cuándo ha pasado esto?
—La semana pasada. ¿No es precioso? Tommy no estaba seguro acerca de que todo fuera blanco, pero como no tenemos que limpiar nosotros…
Heather condujo a Charlotte al sofá de damasco de color perla.
—Ahora siéntate —en su muñeca brilló una pulsera de diamantes al agitar la mano en dirección a una doncella—. Y deja que Effie te traiga algo de beber.
—Pensé que salíamos a comer —comentó Charlotte un poco desorientada en la habitación.
—Oh, ¿te parece bien que nos quedemos en casa? No me siento muy bien esta mañana.
Charlotte no estaba con ánimos para discutir.
—Por supuesto. Pero si no te sentías bien, ¿por qué no lo hemos anulado?
—¿Y abandonarte en un momento de necesidad? De ninguna manera, cariño —la rubia esbozó una débil pero valiente sonrisa—. Ahora, ¿qué te apetece beber?
Charlotte pidió una coca cola a la paciente Effie. Hasta que la doncella no se hubo retirado no se fijó en los martilleos y acuchillados del piso de arriba.
—¿También estás remodelando arriba?
—Bueno, ven a verlo, cariño. Es parte de la sorpresa.
Charlotte siguió a su amiga por la escalera de caracol. Por fin se detuvieron frente a una habitación al final del pasillo al lado de la de Heather y Tommy. Heather introdujo el brazo por la puerta abierta.
—¡Ta, ta, ta! ¿Adivinas que es esto?
Charlotte vio papel de rayas amarillas y blancas y una orla de muñequitos en lo alto del techo. Estaba claro que era una habitación infantil.
También vio una camiseta azul marino empapada de sudor pegada a una fibrosa espalda que acababa en un trasero digno de contemplar. Por no mencionar el brazo exquisitamente esculpido que se movía con lentos y deliberados movimientos.
El hombre se dio la vuelta y Charlotte se quedó paralizada, incapaz de despegar la mirada de aquellos ojos azul hielo que resaltaban en una cara bronceada de ángulos perfectamente equilibrados enmarcada por un pelo abundante de ondas casi rubias. Medía cerca de uno ochenta y cinco, sin un átomo de grasa en todo el cuerpo y debía tener unos treinta y tantos años.
—¿No es precioso?
—¿Qué? —Charlotte se dio la vuelta para encontrarse con los ojos perplejos de su amiga—. ¡Oh, sí!, la habitación. Sí es preciosa.
—¡Dios mío, Charlotte!
Entonces, al notar la mirada de asombro de su amiga comprendió.
—¡Oh, Dios , Heather! ¡Estás embarazada! —agarró a su amiga del brazo y la sacó de la habitación—. ¿Desde cuándo? ¡Debes estar encantada! ¿Cómo se ha tomado Tommy las noticias?
Para cuando bajó a la futura madre por las escaleras, el corazón había dejado de retumbarle en los oídos.
¿Qué había sucedido?
Nada, se dijo con seriedad. Era sólo la luz de la habitación y la tensión por la que había pasado. Eso era todo.
Sonrió a Heather sin escuchar una sola palabra de lo que le estaba diciendo.
Gabe se dio la vuelta hacia la pared para alisar las pequeñas burbujas que habían quedado bajo el papel.
Aquella mujer no era diferente de su amiga, se dijo a sí mismo. No era diferente de las cientos de mimadas señoritas sureñas con su ropa de diseñador y su perfecto maquillaje.
Era, por ponerlo muy simple, la criatura más exquisita que había visto en su vida. Su pelo de color castaño oscuro resaltaba de forma sorprendente con su piel clara como el pétalo de una rosa y sus labios jugosos eran la base perfecta para la pintura de color fuego. ¡Pero qué ojos! Enormes, con espesas pestañas y el color fantasmal de los viejos robles. Y tristes…
Se rió de sí mismo mientras empezaba a extender más pasta de papel. O sea que acababa de ver a una preciosa joven con enormes ojos castaños. Y una figura estelar por lo que se veía con el sencillo vestido rojo del color de los labios y las uñas. Sólo porque él ya no estuviera disponible no quería decir que se hubiera quedado ciego. ¿Y qué?
Hacía calor en la habitación, eso era todo. Y se había quedado hasta tarde estudiando. Aparte de eso, Ben había tenido otra de sus pesadillas a las cuatro de la mañana y él no había podido volverse a dormir después. O sea que debía estar a borde del agotamiento. ¿Qué otra razón podía haber para desear conocer a aquella mujer mejor?
Extendió el siguiente rollo de papel y lanzó un gemido.
«Nunca más, ¿recuerdas? Nunca, nunca jamás».
—¿Y de verdad no sientes nada? —Heather sacudió la cabeza—. ¿Se suponía que ibas a estar casada en menos de una semana y esperas que me crea que no sientes absolutamente nada?
Charlotte miró a través de la mesa de hierro blanca a los ojos de incredulidad de su amiga de casi el mismo verde que la enredadera de detrás.
—No —dijo tomando otra cucharada de sopa—. Ya no me importa nada. Ni Julian, ni el matrimonio ni nada de eso. Te diré una cosa, sin embargo. No voy a volver a pasar por esto de nuevo.
—¿Pasar por qué?
—Hombres.
—No seas ridícula…
—No lo soy. De hecho, creo que quizá sea hora de que me ponga a trabajar.
—¿Y en qué vas a trabajar?
—¿Y cómo voy a saberlo?
—¿No te parece que estás exagerando un poco?
—¿Después de que me han plantado tres veces? No, estoy siendo realista. Mírame. Tengo veintiocho años, he estado prometida tres veces y las tres para descubrir que mi prometido no me amaba —las palabras le contrajeron la garganta en una batalla contra las lágrimas—. Así que la única conclusión a la que puedo llegar es que debe haber algo malo en mí…
—¡Bobadas! Tienes la autoestima por los suelos, lo que es comprensible. Pero, cariño, sólo has tenido una racha de mala suerte. Eso es todo.
¿No acababa de oír eso mismo Charlotte a su madre?
—Perder a las cartas es mala suerte, pero perder a tantos futuros maridos es un poco más profundo.
Pero Heather estaba sacudiendo la cabeza.
—Lo cierto es que el promedio de hombres con los que has salido que no han sido los adecuados no es peor que la media.
¿Y se suponía que aquello iba a hacer que se sintiera mejor? ¿Y qué iba a comprender Heather? Ella siempre había salido con los chicos adecuados y por fin se había casado con uno y quedado embarazada. Y por lo que Charlotte podía ver, Heather y Tommy eran tan felices como podían serlo dos personas vacías.
Las lágrimas afloraron a sus ojos antes de que pudiera contenerlas. Heather se arrodilló a su lado en el acto.
–No estoy llorando por esos hombres, los he borrado de mi pensamiento como el periódico de ayer.
—Entonces, ¿por qué estás llorando?
—Estoy llorando por mí. Estoy llorando porque he pasado en diez años la edad de votar y ni siquiera sé qué o quién soy —se sonó la nariz de nuevo—. Aparte de un maniquí para ropa carísima e inútil joyería.
Entonces lloró con más fuerza sin escuchar las palabras de su amiga.
Hasta que una palabra penetró en su conciencia.
«Terapeuta».
Charlotte enarcó una ceja.
—¿De qué estás hablando?
—Se llama Judy Cohen. Mi madre la conoce por su trabajo en la Sinfónica y sólo tiene elogios para ella. Quizá deberías llamarla.
Charlotte se secó con cuidado.
—¿Y qué bien podría hacerme?
—No tengo ni idea, pero no creo que te siente mal.
—Lo pensaré.
Heather palmeó la rodilla de Charlotte antes de volver a sentarse.
—Bien. Te daré su número de teléfono cuando terminemos…
—¿Señora McNamara?
La interrupción de la doncella fue recibida con una sonrisa forzada.
—¿Sí, Effie?
—El empapelador quiere preguntarle algo. Será sólo un minuto. ¿Le paso aquí?
—Sí. De paso, ya hemos acabado la sopa.
—Sí señora.
—¡Heather! ¡Tengo la cara hecha una ruina! No quiero ver a nadie.
Heather pasó por alto el comentario de su amiga con un simple vaivén de mano.
—Es sólo el empapelador, por Dios bendito.
Charlotte se estremeció al ver acercarse al hombre por detrás de Heather con el ceño fruncido. Seguramente las había oído.
—¿Señora McNamara?
Su voz grave le produjo a Charlotte un escalofrío por la columna vertebral.
—¡Oh! —Heather se llevó una mano al pecho antes de darse la vuelta para mirarlo—. ¡Dios mío! No debería acercarse a la gente así. ¿Cuál era su pregunta?
Durante su breve intercambio, Charlotte se fijó en el músculo tenso de la mandíbula de aquel hombre y en la frialdad de su voz. Cuando respondió a su pregunta, Heather se volvió hacia Charlotte como si el hombre ya no existiera.
El resentimiento que brilló en los ojos de él cuando Charlotte se encontró con su mirada le hizo sonrojarse. Lo único que pudo hacer fue esbozar una torpe sonrisa que debió parecerle desdeñosa a juzgar por la forma abrupta en que se dio la vuelta.
—¿Cómo se llama?
—¿Quién?
—El empapelador.
—¡Oh, no lo recuerdo! Lo envió el decorador —Heather se encogió de hombros mientras la doncella les servía el aguacate con cangrejo—. Algo impronunciable. Polaco, creo. O quizá ruso. ¿Qué importa?
—Es una persona, Heather. ¿O no te has dado cuenta?
Heather lanzó una carcajada.
—Bueno, no estamos en la liga por la justicia social hoy, ¿no crees? No es más que el empapelador. No creo que me lo encuentre nunca en ningún acto social o algo parecido —dio un bocado de cangrejo y lanzó un pequeño suspiro—. Tú ya has descargado un poco con el llanto. Ahora anímate, ¿de acuerdo?
Charlotte se preguntó cómo su amiga podía ser tan inconsciente de que sus actos podrían herir a alguien. Y al pensar en las similitudes de su educación, aquella ventana en su oscuro cerebro se abrió un poco más dejando pasar un poco más de luz.
Charlotte se levantó de forma tan abrupta de la mesa que casi volcó el vaso de agua.
—Lo siento, Heather… De repente no me encuentro muy bien. Seguro que es un efecto retardado de la tensión.
Heather se levantó.
—Por supuesto, cariño. Lo entiendo por completo. Bueno, vete a casa y descansa. ¿Hablamos más tarde?
—Claro. No, no… te molestes en acompañarme.
Se besaron las dos y Charlotte abandonó la terraza a la mayor velocidad que le permitieron las piernas temblorosas.
«¿Es eso lo que la gente ve cuando me mira a mí? ¿Una niña mimada que cree que el mundo gira a su alrededor?»
Charlotte sabía la respuesta.
Effie la alcanzó en el vestíbulo, justo a tiempo para abrirle la puerta. Sin embargo, algo, quizá un inesperado ruido le hizo alzar la cabeza. El empapelador estaba en lo alto de las escaleras mirándola fijamente. Como si fueran especies diferentes.