Arrastrados al paraíso - Karen Templeton - E-Book
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Arrastrados al paraíso E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

Ella podía romper siete corazones... o hacer felices a siete personas. Carly Stewart se había retirado temporalmente de la danza y estaba desesperada cuando un tropiezo la obligó a empezar a trabajar en la casa de Sam Frazier, en el pequeño pueblo de Haven, Oklahoma. Pero lo peor llegó cuando se dio cuenta de que se sentía atraída por el guapísimo granjero y... padre de seis hijos. Después de quedarse viudo, Sam se había convertido en un experto en señales; por eso sabía que aquella bella y testaruda mujer sólo pasaba por allí. Aunque lo cierto era que le estaba costando un terrible esfuerzo resistirse a sus encantos... y debía hacerlo, porque tarde o temprano ella se marcharía.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Karen Templeton-Berger

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Arrastrados al paraíso, n.º 121 - septiembre 2018

Título original: Swept Away

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-899-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DURANTE los tres años que habían pasado desde la muerte de su mujer, Sam Frazier se había enorgullecido de no haber caído en el abismo de desamparo que era tan común entre los viudos, especialmente entre los que tenían niños pequeños. No sabía si era por su deseo de hacer que Jeannie se sintiera orgullosa de él o por simple cabezonería, pero pensaba que lo estaba haciendo bien. Hasta aquella soleada mañana de septiembre, cuando su hija adolescente apareció más maquillada que una corista de Las Vegas, pero llevando menos ropa, y Sam se dio cuenta de que, a pesar de todo, tenía un pie en ese abismo.

Sam tomó a Libby de la mano y la hizo girar sobre sus zapatos de plataforma. Se hizo el silencio en la cocina, roto sólo por los perros, que lamían agua en sus platitos, y Sam sintió algo parecido al terror al darse cuenta de que su pequeña ya no era nada pequeña, especialmente con aquel top que le dejaba el ombligo al descubierto y con aquel oscuro color de labios. Y sabía exactamente cómo reaccionarían todos los adolescentes del condado ante ese hecho.

—Más ropa y menos maquillaje —dijo Sam con calma, mirando a su hija a sus preciosos ojos castaños—. Ve a cambiarte.

—No tengo tiempo, Sean ya está aquí…

—Sean puede esperar —Sam le soltó la mano y señaló con la cabeza hacia su cuarto.

—No voy a cambiarme —dijo ella elevando la barbilla y cruzándose de brazos—. Todas las demás chicas van maquilladas, y todos pensarán que soy una perdedora si no lo hago.

—En primer lugar, pequeña, no todas las chicas se maquillan ni llevan ropa que parece haber encogido —ya que Sam hacía sustituciones en el instituto, Libby sabía que era mejor no discutir con él—. Y en segundo lugar, no he dicho que te desmaquillaras totalmente, sólo que no lleves pintura suficiente para otras tres chicas además de ti. Y sabes que las normas del instituto no te permitirán entrar con ese top.

—Bueno, llevo una camisa en la mochila para ponérmela encima cuando estoy en clase. Esto es sólo para, ya sabes, antes y después.

—Y esto, ya sabes, no admite discusión. Ve a cambiarte. O Sean tendrá que irse solo y tú tomarás el autobús. O mejor aún, yo te llevaré.

—¡Eso es injusto! —exclamó ella—. ¡Sólo haces esto porque no te gusta Sean!

—Esto no tiene nada que ver con si me gusta o no —dijo Sam, aunque las hormonas del chico podían olerse a kilómetros de distancia. La idea de encerrar a Libby en una torre durante los siguientes diez años le parecía cada vez más atractiva—. Pero no confío en él.

Libby se puso las manos en las caderas y sus ojos brillaron.

—¡Lo que quieres decir es que no confías en mí! —Travis, de cuatro años, se puso al lado de Sam y pidió que lo tomara en brazos. Detrás de él, Mike y Matt, los dos mayores, preparaban sándwiches para el almuerzo—. ¡Dios! ¡Ojalá te eches novia o te cases de nuevo o… o cualquier cosa para que dejes de obsesionarte con nosotros todo el tiempo!

Cinco pares de ojos miraron a Sam mientras se preguntaba qué habría pasado con la dulce niña que solía vivir allí. Tomó a Travis en brazos y el niño se agarró a su cuello, mientras Wade, de ocho años, y Frankie, que ya estaba en primer curso, masticaban en silencio el desayuno sentados a la mesa.

—Puedes pensar lo que quieras, Libby —dijo Sam en voz baja—, pero estás molestando a tus hermanos, estás haciendo esperar a Sean y vas a llegar tarde a clase. Así que sugiero que te guardes tus opiniones para un momento más oportuno. Ahora muévete, pequeña.

—¡No me llames así! —exclamó, y salió de la cocina.

Sam dejó a Travis en el suelo y se volvió hacia sus otros hijos.

—Se está haciendo tarde. Wade, ¿es mi imaginación o llevas la misma camisa de ayer? —frunció el ceño—. ¿Y antesdeayer? —el chico se encogió de hombros y Sam no pudo evitar sonreír—. Ve a cambiarte antes de que tu profesor te haga sentarte fuera, ¿de acuerdo?

El niño salió de la cocina mientras, con una asombrosa precisión, los demás lavaban los platos, distribuían la comida y terminaban de vestirse. Llevar una granja era un reto, pero criar a seis hijos era aún peor. Pero era sorprendente lo bien que podían ir las cosas simplemente estableciendo unos parámetros básicos y asegurándose de que todos hacían su parte. Al menos, hasta el ataque de las hormonas asesinas.

Todos los chicos excepto Travis salieron para subir al autobús de la escuela. Sam sintió un antiguo y conocido dolor en su pierna derecha y la liberó del peso de su cuerpo, pensando que no había razón para cambiar el método que tan bien le había ido desde la muerte de Jeannie. Dios, la había echado tanto de menos durante los primeros meses que había pensado que se volvería loco. Pero el dolor había pasado o, al menos, había disminuido, al igual que la torpeza colectiva. Jeannie nunca había querido que todos dependieran de ella, y Sam lo sabía, pero hacer ella misma las cosas era algo que estaba en el carácter de su difunta esposa. Cuando murió de un aneurisma que nadie había podido detectar, y mucho menos prevenir, se hizo evidente lo inútiles que todos eran para las tareas de la casa.

Pero aquellos tiempos habían pasado, y ahora que las cosas iban más o menos bien, no había ninguna necesidad de estropearlo todo añadiendo otro ser humano a la familia. Sam ya había conocido a su verdadero amor. No había durado tanto como habría deseado, pero nadie reemplazaría a Jeannie, y ni siquiera tenía intención de intentarlo. No importaba lo que Libby pensara. Ni la inmensa soledad que lo ahogaba.

Su hija volvió a aparecer, esa vez con el ombligo cubierto y con un maquillaje que Sam consideraba más apropiado para una chica de casi quince años. La agarró de nuevo, en esa ocasión para darle un abrazo que ella soportó pacientemente durante un par de segundos antes de recoger su mochila y salir por la puerta trasera. Solo en la cocina, excepto por un perro o dos y un gato que debió de haberse colado cuando todos se marcharon, Sam volvió a decirse a sí mismo que lo estaba haciendo bien.

Encontró a Travis en el salón, tumbado boca abajo en el suelo y viendo la tele.

—Eh, chico grande, ¿has hecho tu cama?

—Ajá.

—Entonces, ve a hacer pipí y agarra tu chaqueta. Tenemos que comprar algunas cosas para arreglar vallas.

Medio minuto después el niño regresó a la sala, intentando ajustarse los pantalones. Sus ojos, exactamente del mismo tono azul que el de su madre, miraron a Sam, que se acercó a él para ayudarlo a vestirse.

—¿Puede venir Radar?

Sam le echó una mirada a su adquisición más reciente, un perro que parecía una mezcla de oveja y liebre gigante y que tenía las orejas más grandes que Sam había visto nunca en un animal. El perro había aparecido un mes atrás durante una tormenta y no parecía nada interesado en marcharse.

Aunque Sam no se cansaba de repetir a sus hijos que no adoptarían más animales, todos los gatos y perros sin hogar de Mayes County parecían destinados a terminar en su casa.

—No veo por qué no —dijo, y el niño y el perro salieron a la vez de la casa.

Segundos después estaban todos en la camioneta. El sol había hecho desaparecer gran parte del frío de la mañana, dejando un brillante día capaz de animar a cualquiera, aunque tuviera que enfrentarse a un ejército de adolescentes cabezotas. Los pensamientos de Sam volaron hacia otra muchacha adolescente, cuyo rostro se ruborizaba violentamente por la recién descubierta pasión sexual durante las largas sesiones de besuqueos con otro joven que se moría por descubrir lugares en los que nunca habían estado.

Sam había respetado el deseo de Jeannie de permanecer virgen hasta el matrimonio, aunque la espera casi los había matado a ambos. Por eso no lo sorprendía que Jeannie se hubiera quedado embarazada en la misma noche de bodas, ni que Libby tuviera aquel carácter, siendo el producto de tanta pasión contenida.

Teniendo en cuenta lo buena que había sido su vida sexual con Jeannie, no tenerla durante aquellos años no había sido tan malo como había pensado. La granja, sin embargo, estaba mejor que nunca, y eso le hacía pensar, mientras subía una colina tras una pequeña camioneta con matrícula de Ohio, que probablemente fuera el único granjero al que le gustaba repara vallas.

Sus pensamientos se desintegraron cuando, con un chirrido de neumáticos, la camioneta que tenía delante se salió de la carretera, deteniéndose bruscamente en una zanja. Sam sintió que la adrenalina le recorría todo el cuerpo mientras detenía su propio vehículo.

—Quédate aquí. Voy a comprobar que todos estén bien —le dijo a Travis, desabrochándose el cinturón y saliendo del vehículo, justo a tiempo de escuchar una voz femenina, seguida de otra masculina.

La puerta del conductor de la otra camioneta se abrió y salió la mujer más delgada que Sam había visto en toda su vida, con la gracia de una mariposa saliendo de su capullo. La luz se reflejaba en los numerosos pendientes que llevaba.

—¿Estás bien? —preguntó Sam acercándose a ella.

—Sí, estoy bien —dijo la chica, pasándose la mano por el cabello oscuro, que llevaba recogido en una coleta. Sus ojos azules se apartaron de Sam por un momento para mirar a la cabina de la camioneta—. ¿Papá? ¿Puedes salir?

Sam se acercó para echar una mano justo cuando un par de piernas salían de la cabina, seguidas por una cabeza cana y unos anchos hombros. Con un gruñido, el hombre se puso en pie.

—Sí, sí, estoy bien —le dijo a la chica.

Sam extendió la mano para presentarse.

—Sam Frazier. Tengo una granja a unos tres kilómetros.

—Lane Stewart —respondió el hombre, dándole la mano con firmeza. Después señaló con la cabeza hacia la mujer, mirándola con una mezcla de exasperación y diversión—. Y ella es mi hija, Carly. A quien cierta ardilla debe su vida.

Esas palabras provocaron que la chica pusiera sus hermosos ojos azules en blanco, con un gesto que a Sam le recordó a Libby. Aquélla también llevaba ropa que parecía sacada de un catálogo de jóvenes, pero ya no era ninguna adolescente. Tenía pequeñas arrugas de expresión alrededor de los ojos, los pechos bien formados y se movía con una gracia tan hipnótica que Sam empezó a pensar en cosas que no tenían nada que ver con ayudar a unos desconocidos que habían tenido problemas con el coche.

Eso era. Problemas con el coche.

—¿Podréis mover la camioneta? —le preguntó al padre de Carly, mientras Travis y Radar salían del otro vehículo.

—No tengo ni idea —contestó Lane, y Sam tomó sus palabras como una invitación para unirse al otro hombre y mirar debajo del vehículo. Un momento después, tras haber comprobado que el eje se había doblado, Lane tomó su móvil para buscar ayuda, mientras Carly y Travis se miraban el uno al otro.

—Seguramente enviarán a Darryl Andrews. Es el único mecánico que hay en la ciudad —dijo Sam.

—¿Y qué ciudad es ésa?

—Haven. Oklahoma.

Mientras Lane pedía una grúa, Sam se giró para mirar a Carly y a su hijo, que parecían haber entablado conversación. En ese momento, la mujer giró la cabeza hacia él.

—Es mi papá —dijo el niño, y Carly se obligó a apartar la mirada de aquel hombre a quien encontraba tan fascinante. Tampoco había nada espectacular en él. Sólo era un tipo con vaqueros, una camisa abierta sobre una camiseta y una gorra de Purina, pero Carly se sentía atraída hacia él como un imán.

Las tripas le sonaron, recordándole que no había desayunado.

—Me lo figuraba —le contestó al niño, pensando que tal vez debería sonreírle o hacer algo—. ¿Cómo te llamas?

—Travis. ¿Porqué llevas tantos pendientes?

Carly se llevó la mano a una oreja, donde llevaba una hilera de pequeños pendientes y otros algo más grandes.

—Porque me gustan. Y así no tengo que pensar cuál me pongo cada mañana.

—Mi hermana Libby también tiene agujeros en las orejas, pero sólo uno en cada una. ¿Te duele?

—No —dijo Carly, mientras el perro, una masa de pelo gris y negro con unas enormes orejas, se acercaba a ellos.

—Se llama Radar —la informó el niño.

El perro ladró y Carly se rió, lo que Radar tomó como una invitación para saltar y ponerle las patas delanteras en los muslos.

—¡Radar! ¡Abajo! —dijo Sam, tomando al perro por el collar.

—No, no, está bien. De verdad —contestó Carly mientras miraba a Sam a la cara. Y se olvidó de respirar durante un par de segundos, porque en aquellos ojos castaños había algo extraordinario. Algo que era más que simpatía e inteligencia. Algo sensual. Era honestidad, pensó. La franqueza de un hombre que no tenía nada que ocultar.

O tal vez nada que perder.

—Darryl llegará en diez o quince minutos con el remolcador. Oye —dijo Sam cuando ella se balanceó ligeramente—, ¿seguro que estás bien?

—¿Qué? Ah, sí, estoy bien. Es que tengo hambre. Me salté el desayuno. Bueno —añadió—, gracias por haberte parado, pero no tiene mucho sentido que te quedes si el remolcador llegará enseguida.

—En la cabina de Darryl sólo hay sitio para una persona, así que supongo que uno de vosotros tendrá que venir conmigo.

Travis tiró de los faldones de la camisa de Sam.

—¿Has visto cuántos pendientes lleva, papá?

—Sí —contestó, observándola—. Los he visto —entonces su mirada se deslizó hacia abajo y Carly se dio cuenta de que sus pendientes no eran lo único que había visto. O aprobado. Bueno, ése era su problema.

—¿De verdad te desviaste para evitar a una ardilla? —preguntó Sam.

—Así es —contestó, haciendo una mueca al sentir que una de sus rodillas dejaba de sostenerla.

Sam la tomó instintivamente por el codo para evitar que se cayera.

—¿Qué ocurre?

—Es mi rodilla. O lo que queda de ella. Necesito sentarme.

—¿Puedes subir a la camioneta?

Ella asintió y Sam le pasó un brazo alrededor de la cintura para ayudarla a subir. Al hacerlo, Carly se dio cuenta de que olía muy… masculino, aunque no sabía muy bien qué quería decir eso. Se remangó la pernera del pantalón para masajearse la rodilla vendada.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó él, señalando la rodilla con la cabeza.

—Varias lesiones. Soy bailarina. Era bailarina —añadió.

—Supongo que no es un eufemismo para decir stripper.

Aunque sentía intensas punzadas de dolor, Carly se rió.

—No. No estoy dotada para ese tipo de trabajo.

Sam le dedicó una sonrisa encantadora y ella pudo sentir el aroma masculino a ropa limpia y ese algo indefinible que conseguía que a una mujer se le hiciera la boca agua.

—Me dedicaba al ballet —dijo ella—. En Cincinnati.

—¿En serio? —Sam apoyó un brazo en el techo de la camioneta, cambiando de postura para evitar el dolor de su pierna derecha—. Siempre me he preguntado cómo podéis bailar sobre las puntas de los pies.

—Con mucho dolor. ¿Y tú? —preguntó, señalando la pierna de Sam.

Él hizo una mueca.

—Tuve un encuentro con una vaca de mal carácter hace un par de años, el día de Acción de Gracias. Me dijeron que el hueso se había soldado perfectamente, pero la verdad es que puedo decirte cuándo va a llover. Y… ¿qué os trae por aquí?

Ella se bajó la pernera y miró a su padre, que estaba entretenido con Travis. Era una pena desperdiciar aquel potencial de abuelo con una hija que no tenía interés en ser la madre de nadie.

—Sólo viajamos por la carretera.

—¿Por qué tengo la sensación de que hay una historia detrás de eso?

Ella sonrió y se incorporó en el asiento, intentando encontrar una postura cómoda para la rodilla.

—Mi madre murió hace un par de años —dijo suavemente, sintiendo el dolor que su pérdida le había producido y del que aún no se había recuperado totalmente—. Papá insistía en que estaba bien y yo lo creía, porque me hacía la vida más fácil. Pero cuando realmente me fijé en él, no me gustó lo que vi. Así que le sugerí que nos subiéramos a la camioneta y que condujéramos hasta aburrirnos.

—¿Y funciona?

—¿Con mi padre, quieres decir? Es difícil de decir. Es un maestro ocultando sus sentimientos. Supongo que eso es lo que se consigue estando veinte años en el ejército. ¡Oh! ¿Ése es el remolcador?

Sam se dio la vuelta.

—Así es. ¿Qué te parece si yo te llevo a la ciudad y tu padre va con Darryl?

—Me parece bien —contestó Carly, aunque en realidad lo que le parecía era peligroso.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

VAYA, vaya, vaya… ¿Has visto lo que tenemos ahí?

Después de haber atendido un parto difícil que había terminado en el hospital de Claremore, Ivy Gardner no estaba segura de qué otra cosa podría ver. En aquel momento estaba empezando a pensar que ya era demasiado vieja para esas cosas, aunque le encantara su trabajo. Y también podría pasar sin Luralene Hasting, que no hacía más que pincharla sin dejarla siquiera terminar el primer café de la mañana. Pero como sabía que la pelirroja propietaria de Hair We Are no pararía hasta que respondiera, le echó una mirada a la desconocida pareja que se sentaba en el último banco de la cafetería, leyendo los menús de veinticinco años de antigüedad que ya nadie del pueblo leía.

Al mirar, su cerebro profirió un «mmm» de interés. Definitivamente, aquel hombre era atractivo, no podía negarlo, con aquellos hombros anchos y un cabello espeso y encanecido. Ivy se removió en su asiento, sintiéndose incómoda.

—Me pregunto quiénes serán —dijo Luralene, pinchando a Ivy de nuevo.

—¿Acaso importa?

Unos exasperados ojos verdes, que desentonaban con la sombra de color turquesa de los párpados, la miraron.

—¿Sabes, Ivy? Recuerdo cuando solías ser divertida.

—Y yo recuerdo cuando solías ser sutil —tomó un sorbo de café y sacudió la cabeza—. Olvida lo que he dicho. Tú nunca has sido sutil.

—Oh-oh… No mires ahora pero… ¡te está mirando!

Por supuesto, Ivy levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los ojos azules del hombre, haciendo que el estómago le diera un vuelco. Durante un momento Ivy se preguntó si el desconocido necesitaría gafas, pero después sintió una punzada de curiosidad. Entonces el hombre volvió a concentrar su atención en la joven que estaba con él, todo se esfumó e Ivy oyó que Luralene le preguntaba cómo iba la campaña para la alcaldía. De repente sintió el deseo casi incontenible de estamparle a la pelirroja uno de los pastelitos de frambuesa de Ruby en la boca.

Todavía no sabía cómo se había dejado convencer para presentarse a alcaldesa, aunque le parecía recordar que los hermanos Logan habían tenido algo que ver en ello, especialmente el más joven, que era su yerno. Pero cuando el alcalde Cy Hotchkins, que ya tenía más de ochenta años, había decidido no presentarse de nuevo a las elecciones, Arliss Potts, la mujer del predicador metodista, más conocida por sus excentricidades culinarias que por sus cualidades de líder, se había presentado como candidata. Y Dawn, la hija de Ivy y única abogada del pueblo, había reunido suficientes firmas para lograr que Ivy entrara en las votaciones, y de repente se había convertido en una candidata política. Ella, una antigua hippie que había tenido el valor de criar a su hija ilegítima en un pueblo que no tenía fama de ser precisamente liberal. Al menos, no treinta años atrás.

Pero ahora todos pensaban que una mujer que había creído lo suficiente en el pueblo como para quedarse a pesar de las censuras era la persona perfecta para la alcaldía. Además, más de la mitad de la gente que no había aprobado su comportamiento años atrás ya había muerto, e Ivy había atraído los votos de muchos jóvenes. En realidad, sus posibilidades de victoria no eran pocas.

—La campaña va bien —dijo finalmente, pero Luralene ya estaba escaneando de nuevo el local, como si tuviera un radar en la mirada.

En ese momento entró en la cafetería Jenna Logan con su sobrina Blair, que sonreía radiantemente a todos, y Ruby exclamó:

—¡Vaya, mira quién se ha quitado la ortodoncia!

El comentario provocó que los desconocidos, padre e hija, suponía Ivy, levantaran la mirada y sonrieran, y entonces ella pudo ver todos los pendientes que adornaban las orejas de la mujer y los numerosos anillos que llevaba en las manos. Parecía un poco mayor para ir vestida como estaba pero, a decir verdad, Ivy no era la persona apropiada para juzgar el vestuario de nadie, ya que llevaba una larga y amplia túnica bordada de la India. Por no hablar de sus sandalias de arco alto.

El teléfono móvil del hombre sonó. Lo sacó del bolsillo de la camisa, dijo «ajá» y «comprendo» varias veces, colgó y frunció el ceño mientras le decía a la mujer algo que le hizo curvar los labios en una mueca. La chica se inclinó para recoger el bolso del suelo mientras el hombre pagaba la cuenta y alababa la cocina de Ruby, con lo que se ganó la sonrisa más brillante de la mujer negra. Los dos pasaron junto a los asientos de Luralene e Ivy al dirigirse a la puerta, y el hombre le provocó una subida de tensión a Ivy al mirarla a los ojos directamente, saludándola con la cabeza.

—¿Has visto eso? —le preguntó Luralene.

Pero Ivy no podía oírla, porque el torrente sanguíneo se le había acumulado en los oídos.

 

 

Sam les había prometido a los Stewart que se reuniría con ellos después de haber hecho todos sus encargos para ver qué tal les iba, y eso era lo que pretendía hacer. Primero porque era un hombre de palabra y, segundo, porque no le parecía bien abandonarlos a su suerte. Sin embargo, no se sentía muy cómodo ante la idea de ver otra vez a Carly, aunque no sabía muy bien por qué. Era evidente que la mujer despertaba cosas en él que prefería dejar dormidas. De todas formas, cuando llegó a la cafetería de Ruby, ya se habían marchado.

—Y no parecían muy felices —lo informó Ruby, poniéndole delante el burrito que Travis y él iban a compartir como desayuno. La mujer de pelo canoso frunció el ceño—. ¿Cómo los conociste?

—Íbamos detrás de ellos cuando su camioneta se metió en una zanja. El eje está roto y no tuve el valor suficiente de decirles que probablemente Darryl tardaría bastante en encontrar uno de repuesto, por lo que supongo que se quedarán una temporada.

Ruby le dirigió una mirada inquisitiva, del tipo que precedía a un comentario que seguramente no querría escuchar, así que se sintió más que agradecido cuando Blair Logan apareció a su lado, sonriéndole.

—Hola, Blair —la saludó Sam, sonriendo a su vez a la mejor amiga de Libby. Era una chica tranquila y racional cuyos vaqueros y blusa de manga larga la hacían parecer más delgada, sin resaltar demasiado sus curvas. Blair no parecía estar encaminándose al lado oscuro, al contrario que Libby. Al menos, no de momento—. Ya te has quitado el aparato, ¿eh?

—Sí, esta mañana —contestó la chica mientras alzaba a Travis para darle un abrazo—. ¿Conoces a esos dos que estaban aquí antes?

—En realidad, no. Sólo me paré para ayudarlos en la carretera.

—Ah. La mujer parecía maja. Para alguien de su edad, quiero decir.

De vuelta en la camioneta, cargada con suficientes vallas y herramientas como para circundar todo el estado, Sam condujo hasta el garaje de Darryl Andrews, situado a tres manzanas de distancia, mientras decidía no ver cómo Travis compartía su mitad del burrito con el perro en el asiento trasero.

Carly y su padre estaban en la puerta del garaje, con expresión de no saber qué hacer. Sam sintió una punzada de deseo sexual al ver el cabello de la mujer cayendo sobre su largo cuello. Pensó en Libby y en sus hormonas descontroladas, en que Blair creía que Carly era «maja», en que Libby vería en aquella mujer un espíritu afín y se maravilló de que su cerebro fuera capaz de producir tantos pensamientos a la vez.

Se acercó a ellos y Carly se apoyó en la ventanilla del pasajero, diciendo:

—Darryl dice que tardará una semana en arreglar el eje, así que parece que estamos atrapados —en ese momento Sam se dio cuenta de lo jugosos que parecían sus labios y pensó: «Esto es una locura». También se dio cuenta de que la mujer tenía la expresión resignada de alguien que sabe que enfadarse no llevaba a ninguna parte—. Supongo que necesitamos un sitio donde quedarnos unos días. ¿Hay algún motel por aquí cerca?

Ésa era la parte que él estaba temiendo, porque sabía cuáles eran las opciones.

—Está el Flecha Doble cerca de mi granja, pero estará cerrado durante dos semanas más, hasta que los propietarios terminen de reformarlo.

—Entonces, ¿no hay ningún sitio en el pueblo? —preguntó el padre de Carly—. ¿Una casa que alquile habitaciones o algo?

Cualquiera podría haber estado detrás de Carly y de su padre cuando su camioneta se salió de la carretera aquella mañana, y cualquiera habría hecho la oferta que Sam estaba a punto de hacer. Pero no había sido cualquiera; había sido él. Casi podía oír a Jeannie diciendo «nada ocurre sin una razón», aunque su voz no le pareció tan clara como solía ser.

—No, sólo el Flecha Doble. Pero si no os molesta la vida familiar, podéis quedaros con nosotros. Libby, mi hija, tiene otra cama en su habitación, y hay un sofá cama en el salón.

—Oh, bueno —comenzó a decir Lane, mientras su hija miraba a Sam como si no supiera qué pensar—, no queremos molestar…

—No es ninguna molestia —dijo Sam porque, logísticamente, no lo era—. Además, no parece haber muchas más opciones, ¿no?

El padre y la hija se miraron durante unos segundos y después dijo Lane:

—Te pagaremos por darnos alojamiento.

Sam se rió.

—Estás hablando de una granja de noventa años de antigüedad, seis niños y un solo baño. No me parecería correcto aceptar vuestro dinero.

—Entonces haremos un trato —dijo el hombre—. Si tienes trabajo que hacer en la granja, cuenta con nosotros.

Sam notó cierta ansiedad en la voz de Lane que lo sorprendió.

—Pensaba que estabais de vacaciones.

—Créeme —contestó Lane—, si hubiera elegido yo mis vacaciones no estaría conduciendo por el país con este estorbo a mi lado —dijo señalando a Carly.

—¡Oye! —protestó ella. Pero como nadie parecía tomar a nadie en serio, Sam pensó que él tampoco tenía por qué hacerlo.

Así que subieron a la camioneta, y unos segundos después el vehículo estaba lleno de voces y risas. Y de un suave aroma a coco, que a Sam nunca le había resultado atractivo… hasta ese momento.

 

 

¿Seis niños?

Carly miraba al frente mientras la camioneta daba tumbos por la carretera, intentando no fijarse en las venas que sobresalían de las manos de Sam, aferradas al volante. ¿Quién demonios tenía seis hijos en aquellos días? Gracias a Dios que por lo menos su padre y ella no estaban solos, aunque no se sentía con muchos ánimos de dar gracias a nadie por la situación en general. Ya había pasado el suficiente tiempo desde su última relación como para que empezara a echar de menos el sexo. Y mucho. Había sentido varias veces la punzada del deseo sexual y sabía que sobreviviría otra vez. El problema era lo que tendía a hacer para sobrevivir.

Sintió el aroma del aftershave de Sam y cerró los ojos, mientras repetía «mal, mal, mal» mentalmente.

Los hombres, que no tenían ni idea de los nefastos demonios que poblaban su mente, se habían enzarzado en una conversación sobre deportes o algo así. La verdad era que ella no estaba prestando mucha atención, ya que sus pensamientos orbitaban alrededor de una sola idea: que aquel viaje cada vez se alejaba más de su idea original de «ir donde la carretera nos lleve».

No estaba especialmente preocupada por el asunto del eje, ni tenía ningún problema con el alojamiento. Dios sabía, aunque no su padre, que había pasado más de una noche en lugares sórdidos a lo largo de los años. Sin embargo, no le resultaba muy reconfortante descubrir que, a sus treinta y siete años, sus hormonas parecían haber perdido el control, como cuando tenía veinte años. O quince. Carly había aceptado hacía tiempo el hecho de que le faltaban los instintos propios de otras mujeres hacia sus compañeros, y no sería muy sincero creer que sería capaz de tener una relación próspera con un hombre simplemente madurando un poco más. Así que sentirse atraída por un granjero con un montón de niños, y casado, seguramente, era bastante deprimente.

Un momento. Si Sam estaba casado…

Carly se aclaró la garganta y dijo:

—Hmmm… ¿no deberías avisar antes a tu mujer de nuestra llegada?

Vio que las manos de Sam se tensaban mientras cambiaba de marcha para subir una colina.

—Jeannie falleció hace casi tres años —dijo suavemente.

Al oírlo, Carly sintió una oleada de compasión por aquel extraño que les había abierto las puertas de su casa. Era evidente que había amor en la voz de Sam, y también tristeza, algo que ella entendía bien.

—Lo siento mucho —contestó finalmente, pensando, igual que hacía su padre, lo difícil que le debía de resultar criar a seis hijos él solo.

Sam aceptó sus condolencias y después dijo:

—La granja está ahí enfrente. No es gran cosa, pero la llamamos hogar.

Pero Carly apenas vio los árboles frutales, los campos sembrados de trigo ni la modesta granja de dos pisos pintada de blanco y azul, que reposaba bajo las ramas de un enorme roble. Porque estaba pensando que, aunque Sam no tuviera mujer, seis niños eran una buena supresión de la libido. Porque de ninguna manera se iba a involucrar con un hombre padre de seis hijos. De ninguna manera.

 

 

Sentada sola en la hierba, fuera de la cafetería del instituto, Libby le dio un mordisco a su sándwich. Las risas de las chicas más populares le llegaban gracias a la brisa. La comida era un asco si Blair no estaba con ella. Y Sean tampoco le era de mucha ayuda, porque le gustaba pasar cada rato libre trabajando en los coches que había para reparar en Auto. Así que allí estaba, sola con su sándwich. Y con una bolsa de patatas fritas y una manzana.