Drogadictos - Colectivo - E-Book

Drogadictos E-Book

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Beschreibung

¿Crees que sabes todo sobre las drogas?

Dicen que existen pruebas de que el ser humano fue usuario de plantas con propiedades psicoactivas incluso antes de la formación de las primeras civilizaciones, como el opio extraído de la adormidera. Desde los asirios, consumimos drogas, con excusas religiosas, rituales, medicinales, por hábitos y costumbres, por distracción, equivocación, por hedonismo. Las más consumidas en nuestro planeta son el azúcar, el alcohol, la nicotina y la cafeína, legales en la mayoría de países, luego las sustancias ilegales derivadas de opiáceos y anfetaminas.
La droga es underground, es tabú desde su comercialización en el siglo xx. El experimento de su prohibición es un fracaso que origina el poder de mafias que trafican con sustancias prohibidas, sean cuales sean. El crimen organizado controla el mercado de las drogas ilegales que a día de hoy genera una riqueza del 2% del PIB mundial, unos 600 000 millones de euros. ¿Y cuánto dinero es esto? ¿Alguien lo sabe? Cualquier política en cualquier país del mundo que haya intentado frenar o luchar contra este mercado ilegal ha fracasado.
Todas las drogas causan, en mayor o menor medida, adicción y efectos secundarios y son buscadas por mujeres, hombres y animales por la sencilla razón de que proporcionan placer. Consumimos drogas para encontrarnos bien, mejor o para no sentirnos mal. Esto quiere decir que el mundo está lleno de Drogadictos, personas que dependemos física o psíquicamente de una sustancia debido al consumo reiterado de la misma. ¿Te incomoda la primera persona del plural? ¿Tu caso es excepcional? No pasa nada, puedes leer estas últimas líneas en tercera del plural.
Si hay que poner las drogas en relación con los libros, tenemos un sinfín de literatura y de autores recubiertos de su aura, bien, sí, hablemos de Baudelaire y de Aldous Huxley, pero sería un irrespetuoso olvido, en el ámbito hispanoparlante, no hablar de la Historia general de las drogas de Escohotado, para muchos, personaje impertinente y molesto, y, para muchos también, gurú del cultivo del libre pensamiento y de la independencia de criterio, la que suponen los escritores a la hora de plasmar su obra.
No se trata aquí de hacer un repaso de las conexiones entre el proceso creativo y el uso de productos psicoactivos. Que cada cual desencadene su creatividad o su locura como bien entienda. Quizá podríamos decir que en esta reunión de magníficos escritores que os proponemos, cada uno representa literariamente las drogas o las consecuencias de su uso a través de sus palabras. La bandeja está servida, creemos que hay para todos, convencidos como estamos de que la aspirina y el espidifen son el caviar y el champán de cada mañana.

Una docena de cuentos para descubrir las drogas sobre un ojo literario pero también el proceso creativo conexo con los efectos de las drogas.

EXTRACTO De Cocaína. El pericazo sarmiento (Selfie con la cocaína)Fragmento

«Nunca me di cuenta en qué momento la merca me dejó de provocar placer», se lamenta Gustavo Escanlar en el texto «Mis vidas como ex». Es un pensamiento que muerde con frecuencia a los adictos. El cocainómano jamás se cuestiona por qué continua metiéndose si ya no la disfruta. Reniega de su relación con la droga. Pero no renuncia a ella. Cualquiera que haya tocado fondo en la coca sabe que no existe nada peor en el mundo que el polvo comience a sentarte mal. Es como perder un súper poder. Es la más cruel de las fases de la cocaína. Mientras todo el mundo a tu alrededor goza los efectos de una raya violenta, tú te paniqueas o te quedas en mute por horas. O te ataca una taquicardia de maratonista. O se te traba la quijada como a un perro de pelea. O sudas como un maldito pollo a medio rostizar. 


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Editorial Demipage Válgame Dios 6, Madrid 28004 00 34 91 563 88 67WWW.DEMIPAGE.COM

Drogadictos. primera edición©Demipage, 2017

ISBN–978-84-942217-4-3DEPÓSITO LEGAL– M-1896-2017

ILUSTRACIONES– Jean-François Martin.

DEMIPAGE

presenta a

Lara Moreno, Carlos Velázquez, Sara Mesa, Juan Gracia Armendáriz, Juan Bonilla, Mario Bellatin, Marta Sanz, Andrés Felipe Solano, Francisco Javier Irazoki, Manuel Astur, Richard Parra, José Ovejero, y Jean-François Martin

en

DROGADICTOS

Las doce drogas del calendario

Dicen que existen pruebas de que el ser humano fue usuario de plantas con propiedades psicoactivas incluso antes de la formación de las primeras civilizaciones, como el opio extraído de la adormidera. Desde los asirios, consumimos drogas, con excusas religiosas, rituales, medicinales, por hábitos y costumbres, por distracción, equivocación, por hedonismo. Las más consumidas en nuestro planeta son el azúcar, el alcohol, la nicotina y la cafeína, legales en la mayoría de países, luego las sustancias ilegales derivadas de opiáceos y anfetaminas.

La droga es underground, es tabú desde su comercialización en el siglo xx. El experimento de su prohibición es un fracaso que origina el poder de mafias que trafican con sustancias prohibidas, sean cuales sean. El crimen organizado controla el mercado de las drogas ilegales que a día de hoy genera una riqueza del 2% del PIB mundial, unos 600 000 millones de euros. ¿Y cuánto dinero es esto? ¿Alguien lo sabe? Cualquier política en cualquier país del mundo que haya intentado frenar o luchar contra este mercado ilegal ha fracasado.

Todas las drogas causan, en mayor o menor medida, adicción y efectos secundarios y son buscadas por mujeres, hombres y animales por la sencilla razón de que proporcionan placer. Consumimos drogas para encontrarnos bien, mejor o para no sentirnos mal. Esto quiere decir que el mundo está lleno de DROGADICTOS, personas que dependemos física o psíquicamente de una sustancia debido al consumo reiterado de la misma. ¿Te incomoda la primera persona del plural? ¿Tu caso es excepcional? No pasa nada, puedes leer estas últimas líneas en tercera del plural.

Si hay que poner las drogas en relación con los libros, tenemos un sinfín de literatura y de autores recubiertos de su aura, bien, sí, hablemos de Baudelaire y de Aldous Huxley, pero sería un irrespetuoso olvido, en el ámbito hispanoparlante, no hablar de la Historia general de las drogas de Escohotado, para muchos, personaje impertinente y molesto, y, para muchos también, gurú del cultivo del libre pensamiento y de la independencia de criterio, la que suponen los escritores a la hora de plasmar su obra.

No se trata aquí de hacer un repaso de las conexiones entre el proceso creativo y el uso de productos psicoactivos. Que cada cual desencadene su creatividad o su locura como bien entienda. Quizá podríamos decir que en esta reunión de magníficos escritores que os proponemos, cada uno representa literariamente las drogas o las consecuencias de su uso a través de sus palabras. La bandeja está servida, creemos que hay para todos, convencidos como estamos de que la aspirina y el espidifen son el caviar y el champán de cada mañana.

LOS EDITORES

Opio

Lara Moreno

«Seria, quieta, mordiendo un plátano, sus ojeras de niña de seis años, ese valle que se extendía, aparecieron aquella noche, esa dulce oscuridad».

Oro negro

Se llamaba Claudia. Tenía seis años y el pelo casi naranja, lacio. Esta historia podría ser real. Si yo tuviera la suficiente memoria podría serlo, pero no cuento con ella, ni con la historia ni con la memoria. Su cara era redonda porque era una manzana, y en medio de ella había un dátil recién nacido, una aceituna de carne. Se llamaba Claudia, tenía seis años, se reía como la niña que era y se hacía la seria como la vieja que ya era. A veces no se hacía la seria, a veces a sus ojos negros y por supuesto también redondos asomaba esa profundidad que da oscuridad al mundo. Esta historia podría ser real, si mi memoria pudiera recordarla.

Nos habíamos mudado a ese barrio de las afueras porque encontramos un piso muy barato y bastante grande, en un séptimo piso de una torre destartalada, situada junto a otras torres destartaladas, iguales todas, en un lugar donde no había más edificios altos: a un lado, una urbanización de lujosos adosados simétricos, al otro, chabolas. Fue la última vez que pagué un alquiler que de verdad pudiera permitirme. Las ventanas, las puertas del balcón, cristales finos engarzados en hierro más fino aún, casi oxidado, el viento cuando había viento nos mecía, el cielo se abría en una extensión blanca, grisácea, azul brillante, inmensa más allá de la ciudad, gaviotas planeando que alcanzaban el río. Pintamos toda la casa, cada habitación de un color diferente, porque eran los años de la primera felicidad, esa que no admite grietas, que se da y se recibe y existe con una insoportable plenitud.

Yo estudiaba o hacía como que estudiaba, él tenía empleos criminales, comercial de seguros, comercial de planes de pensiones, buitre adorable con traje de chaqueta que le quedaba grande. El primer día que llegamos a la casa tras la mudanza no hicimos nada, pero el segundo fuimos a comprar utensilios y productos de limpieza para adecentar aquello y quitar los restos de pintura de las puertas y el suelo. En medio de las torres había un parque infantil sobre el cerco de tierra, sin árboles. Columpios, balancines, tobogán, una construcción para escalar. Al atravesar el parque y dirigirnos a nuestro portal, vimos a una madre jugando con su niña en el parque. La niña tenía el pelo casi naranja y la madre lo tenía marrón oscuro, largo, atado en una cola espesa, y llevaba unos vaqueros ajustados y viejos. Vinieron detrás de nosotros y se metieron en el portal, y luego los cuatro esperamos el ascensor. Íbamos cargados de bolsas con lejía, detergente, quitagrasa, limpiacristales. ¿Os acabáis de mudar? La sonrisa de la madre iluminó el cubículo. La sonrisa de la niña iluminó el cubículo. ¡Bienvenidos! Vivimos en el noveno, ¿por qué no os pasáis en un rato y nos tomamos algo? Irredentos seguidores de la procrastinación, soltamos las bolsas en casa y subimos.

Olía desde afuera, incluso antes de que abrieran la puerta. En cuanto abrieron, el olor penetró en nosotros como abrazándonos. Claudia estaba contentísima de recibir visitas. Aquella casa era un universo paralelo, y no porque nos fuera ajena del todo, sino porque era la exageración intensa de una realidad que nosotros solo alcanzábamos a intuir. El olor, inmisericorde, las paredes dibujadas, el desorden, la anarquía, pero anarquía de la pura, la absolutamente racional. Al fondo del pasillo, el salón, igual que el nuestro pero tan distinto, dos pisos más arriba, más alado, era el territorio del rey encerrado, su guarida. El padre de Claudia era un tipo altísimo, muy delgado, con unos rasgos grandes y expresivos y la pátina en la piel de haber atravesado los años ochenta. Apenas salía de casa, vivía allí escondido. Leía a Kant, pensaba sobre el mundo de una forma agresiva y lunar y fumaba marihuana en bong, unos bongs artesanos hechos con botellas de coca cola de dos litros, el agua burbujeando dentro y su calor. Tenían muchísimas ganas de hablar y de ser hospitalarios. Superé el asco inicial cuando me ofrecieron un cojín para sentarme en el suelo y decidí estar por encima de las circunstancias, ya que las circunstancias estaban muy por encima de mí. Rechazamos el bong, pero aceptamos una china del mejor hachís que habíamos fumado en mucho tiempo. Lo subía ella del moro. Cuando queráis, aquí tenemos, dijeron. Y supongo que nos pusimos contentos por ello.

Nos lo contaron todo; o confiaron en nuestra mórbida ingenuidad de jovencitos enamorados o realmente estaban ya fuera, eran impunes, exhibicionistas sin público, avezados en la expedición, otro mundo es posible, y de qué forma. Había una profusa teoría debajo de toda aquella laxitud, una que nosotros no nos atrevimos a desbancar, de tan fácil que era hacerlo. Claudia no iba al colegio, porque el colegio era una cárcel, puro entrenamiento fascista, trabajos forzados, pero sabía leer y escribir. Les habían hecho la guerra a todas las drogas legales y en general a todas las trampas legales de control del ciudadano. Parecía que se amaban, en algún lugar terrible debajo de toda aquella tiranía de la revolución. Él había sido claramente el precursor. Ella lo había seguido, rompiendo las cadenas de lo común, dejando atrás su árbol genealógico, con Claudia bebé en brazos, una sorpresa de pelo casi naranja y piel de ángel caído. Ahora Claudia tenía seis años y era lista como el hambre, turbia como el vino, preciosa. En un momento de la tarde, el padre pinchó una canción: «Fields of Gold», interpretada por Eva Cassidy, y Claudia la cantó de principio a fin, en un inglés escarchado y correcto, esa melodía melancólica y perfecta, con su vocecita, agarrando una cuchara como si fuera un micrófono, y no pude evitarlo después de ahí. La bañera de la casa estaba ocupada por un cultivo hidropónico, nos dijo la madre, con su sonrisa iluminadora, deseando hacer amigos, y además se les había estropeado no sé qué, y Claudia llevaba dos o tres días sin bañarse. No busqué la aprobación de mi pareja: me la bajo a casa y la baño, si queréis. Y Claudia quería. Ahora subimos, dije.

Yo adoraba a los niños, era capaz de situarme a la altura de ellos y mirarlos de frente, y creo que por eso solían confiar en mí. Pero Claudia no era de las fáciles. Tenía el desparpajo propio de su familia, el de la conciencia de lo efímero, y no era tímida, pero tampoco se abría con esa entrega ciega de la infancia. Claudia era un pequeño animal salvaje que yo jamás podría conocer del todo. No estaba a mi merced, simplemente disfrutaba del agua templada de mi bañera grande, de mi gel recién estrenado. El champú con olor a lavanda convirtió su pelo pajizo en una fiesta de espuma y jugamos a hacer formas en su cabeza. En su barriga había un dibujo, hecho por su madre, con rotuladores de diferentes colores: era un paisaje, una playa, un barco de vela en el agua, un sol. Cuando intenté frotarle la tripa con la esponja, Claudia se enfadó: no, no me quites el dibujo. Supongo que ahí entendí la verdadera diferencia entre ella y yo.

A partir de ese día, a veces sonaba el timbre de mi casa y era Claudia. Venía a cualquier hora, especialmente por la mañana, cuando yo solía estar sola porque él trabajaba. Pronto descubrí que no venía a distraerme, que ni siquiera tenía que ocuparme de ella, simplemente ponerle la tele con dibujos animados y prepararle unos macarrones con tomate y atún si era el momento del almuerzo. No le gustaba el maíz y se enfadaba mucho si en vez de macarrones había pedido comida china y se habían olvidado de la salsa agridulce. Yo buscaba para ella lápices de colores y le daba papel. Dibujaba sobre la mesa redonda del salón, con su cara de manzana apoyada sobre un brazo y el pelo tapándole la mejilla. Hablábamos. Yo le contaba cosas y ella preguntaba. También ella me contaba algunas cosas. A veces se tumbaba en el sofá a ver la tele y yo la tapaba con una manta de lana. No sé si se lo pasaba bien conmigo o simplemente se aburría todo el día arriba. Me había hecho con aquella versión de Fields of Gold y se la ponía de vez en cuando para que me la cantara. Creo que llegué a grabarla en una cinta. Era sublime. Me gustaba estar con Claudia, claro. Estar con ella no era como estar con sus padres, aunque en el fondo se parecía un poco. Pero siempre que sonaba el timbre sentía una desazón, porque en el fondo yo era una cobarde. Esa cabecita casi naranja en medio de mi salón, con los ojos negros, superiores, imagen de niña insólita, dibujanta. Un día, cuando se fue, descubrí que había pintarrajeado mi cajetilla de tabaco. Con una letra desigual y un bolígrafo azul, había escrito: mierda legal.

Si pudiera recordarlo, si hubiera ocurrido realmente, habría sido un sábado de invierno, de estos sábados tontos en los que no se hace nada y el cielo está cargado y no termina de llover. Él me dijo: ¿subimos a pillar y luego vemos unas pelis? Y dije venga, vale. Se pusieron contentos de vernos, como siempre les pasaba, nos invitaron al salón, donde había más gente. Tenían visita, y en la casa había una especie de revuelo simpático, pero rápidamente nos contaron que Claudia se había quemado con el horno, hacía un rato, mientras calentaban unas pizzas. La niña tenía una mano vendada, tela blanca floja en su mano de seis años, y estaba orgullosa de su valentía. Me la enseñó e incluso abrió un poco la tela para que pudiera ver la quemadura. Eres muy valiente, Claudia. Pero he llorado mucho, me dijo, pestañas aún pegadas, mejillas rojas. Yo también habría llorado, le contesté. Nos animaron a sentarnos y mi chico cogió asiento en uno de los cojines grandes y fumó y se metió en la conversación. Todos ellos hablaban y se reían y la madre mimaba a Claudia. Si ese momento hubiera existido, tampoco conseguiría acordarme ahora de cómo fue aquello, de cómo habría podido transcurrir con naturalidad: le hemos dado una dosis de opio a Claudia, porque le dolía mucho la quemadura, nos contaron, se la ha tomado con zumo de naranja. El aire estaba cargado y dulce, y podía acariciarse. Anda, ¿tenéis opio? Era la única pregunta posible, la única incuestionable, porque no cuestionaba. ¿Queréis?

Al cabo de un rato, Claudia me propuso bajar a nuestra casa a dibujar, y sobre el peso firme y tibio de mis pies, caminé con ella de la mano buena por el pasillo y salimos al portal y bajamos los dos pisos por las escaleras y entramos en mi casa, juntas.

La lámpara que encendí en el salón, sobre la mesa redonda, era de luz muy tenue. Afuera se veía lo negro, con las luces de la cresta de la ciudad al fondo, nosotras resguardadas en la alta torre, a salvo del frío por los cristales inmensos de mi balcón sin cortinas. Saqué folios en blanco, lápices de colores y unas tijeras, y nos inventamos un juego, nuestras cabezas inclinadas sobre la mesa, una frente a la otra, compañeras de la noche, la pequeña bombilla brillándonos en la frente. Mover las manos sobre la mesa, hacer bailar los dedos sin ninguna intención, compenetrada suavidad. Nada podía pasarnos allí adentro, las dos solas, juntas. Nada iba a atravesarnos, en ninguna nada nosotras penetraríamos. No se oía otra cosa que el papel rasgándose, las palabras cuando ocurrían se parecían al eco. Había también, claro, susurros verdaderos y risas, acolchados por la burbuja de nuestro propio aire. Inventamos un juego: dibujé unas cuadrículas en un folio, y dentro de cada una Claudia pintó a un personaje real; su madre, su padre, ella, mi pareja y yo. Pusimos los nombres encima de las cabezas y luego recortamos las cuadrículas. Era una baraja de cinco cartas con nosotros dentro. No sé cómo, estuvimos con eso entretenidas durante mucho rato, sumisas en aquella paz nuestra, que era inviolable. En algún momento, como el instrumento que se hace un solo en medio de un concierto y de pronto requiere toda la atención, nuestros estómagos a la vez se volvieron huecos, el golpe de un mordisco ancho. Sé que la sensación era agradable y que lo fue también para ella: voy a traer algo de comer, algo fresco, le dije. Encontré unos plátanos en la cocina. Yo devoré el mío y abrí el de Claudia y se lo di, con la piel a la mitad, cayendo como la campana de una flor alrededor de sus pequeños dedos. Lo comió a bocaditos, de repente todo tenía ese color, porque no había otro en el mundo, su pelo lacio rozando las mejillas redondas, su nariz, el plátano que mordía, la luz de la bombilla sobre la mesa, todo era como el oro. Nuestro oro negro de esa noche de sábado, invierno. Fui a buscar mi cámara y la fotografié. Seria, quieta, mordiendo un plátano, sus ojeras de niña de seis años, ese valle que se extendía, aparecieron aquella noche, esa dulce oscuridad.

En algún momento decidimos regresar a su casa. No recuerdo la vuelta, pero iríamos por las escaleras, que era por donde ella subía siempre. La dejé en su casa, nos despedimos y mi pareja y yo bajamos a la nuestra. Estoy segura de que él y yo pusimos música y follamos, largo rato, quizá el resto de la noche, porque follar colocado de opio es de las mejores cosas que pueden pasar en esta vida. Estoy segura de que fue un buen viaje, me reí a carcajadas y tuve la conciencia borradora de que absolutamente todo estaba bien, dentro y fuera, lejos y cerca, todo absolutamente bien. También podría asegurar, si esta historia fuera cierta, que justo antes de volcarme en el sueño, en ese minuto de brillante lucidez antes del derrame, supe que mi verdadero viaje no había sido con él, sino con ella, muchas horas antes, Claudia y yo cobijadas en nuestro juego, plátano de oro, el rasgar de las tijeras en el papel y la pequeña risa. No era la primera vez que comía opio, pero sí la primera vez que lo comía junto a una niña. Y la última.

Lara Moreno

Cocaína

Carlos Velázquez

«Tenía la nariz taponeada por tanto golpe de polvo seco. Pero eso jamás detiene a un cocainómano. Nada lo detiene cuando está en pleno romance con la cocaína. Ni su madre, ni sus hijos, ni su pareja».

El pericazo sarmiento (Selfie con la cocaína)Fragmento

«Nunca me di cuenta en qué momento la merca me dejó de provocar placer», se lamenta Gustavo Escanlar en el texto «Mis vidas como ex». Es un pensamiento que muerde con frecuencia a los adictos. El cocainómano jamás se cuestiona por qué continua metiéndose si ya no la disfruta. Reniega de su relación con la droga. Pero no renuncia a ella. Cualquiera que haya tocado fondo en la coca sabe que no existe nada peor en el mundo que el polvo comience a sentarte mal. Es como perder un súper poder. Es la más cruel de las fases de la cocaína. Mientras todo el mundo a tu alrededor goza los efectos de una raya violenta, tú te paniqueas o te quedas en mute por horas. O te ataca una taquicardia de maratonista. O se te traba la quijada como a un perro de pelea. O sudas como un maldito pollo a medio rostizar. O tu nariz sangra con tan solo respirar. Sin embargo, sabes que no vas a parar. No importa que no experimentes placer. En cuanto la próxima línea se materialice te la vas a aspirar.

Meterte coca es lo mismo que estar atrapado en un matrimonio en eterno conflicto. Rompes con la droga. Regresas con ella. Vuelven a tronar. Tienen sexo de reconciliación. Se gritan otra vez. Hasta que se divorcian. No existe nada más duro que la separación de bienes emocional con la droga. La coca cobra una factura exorbitante. Cuando te metes y cuando no. Si la sacas de tu rutina el hipotálamo se rebela. Se crea un vacío en tu vida. Algunos lo tratan de suplir su necesidad con alcohol o con comida. El metabolismo se dispara. A diferencia de los alcohólicos anónimos, jamás se corta la relación con la sustancia para siempre. El cocainómano que ha reñido con la droga entra en estado de hibernación. Unas vacaciones de la droga es el mejor afrodisiaco para tomar un segundo o tercer aire en la relación.

Atravesaba por mi tercer o cuarto divorcio con la coca cuando recibí una invitación para viajar a Perú. Todos los días me repetía a mí mismo las palabras de Penny Lane en Almost Famous: «I’m retired». Y como Escanlar, lamentaba que me invitaran con dos décadas de delay. Pero hace veinte años ni quien soñara con Perú. Era un cliente satisfecho del Cártel de Sinaloa. Ingenuidad pura. Si los cocainómanos mexicanos sospecharan levemente el nivel de la coca inca y el bajo precio del producto se mudarían todos a Lima mañana mismo. La capital del turismo de drogas no es Ámsterdam, es Lima. No por nada fue el destino de los Stones en los setentas.

Andaba emputecido con la coca por la mala mano que me había tocado en Madrid. Uno episodio típico que deseas borrar de tu memoria. Pero es imposible. Porque conforme avanza la adicción tu vida está repleta de momentos como ese. La jodida coca es la madre de las tentaciones. No importa que sea mierda, sucumbes. Sabes que te la pasarás mal. Pero te vale madres. Eres un adicto ¿no? Existen cocas malas y la coca que se vende en España. Nunca discutas con un español la calidad de la mercancía. Es como hacerlo con un millenial. Siempre abogarán por lo que consumen. Es parte de la fantasía del adicto. Nadie aceptará jamás que no está enganchado al clorhidrato de coca. Solo he conocido a una persona que ha aceptado que lo que le prende es el corte. Que asume sin tapujos que la cochinada que pretenden hacernos pasar por coca es su debilidad. En México abunda coca igual o peor que la madrileña. Pero no vale sesenta euros.

Un par de editores suicidas madrileños me invitaron a su guarida. Sé que mi fama me precede. No pocos me han confesado que apenas escuchan mi nombre se les antoja meterse una raya de cocaína. Lo mismo experimento yo con las canciones de Alejandra Guzmán. La etiqueta de la popularidad dicta que no existe mala publicidad. Fogwill confesó en una entrevista que la cocaína apestó su obra y su vida. Circula la leyenda de que escribió Los Pichiciegos hasta el culo de soda. La fama es inmanejable. Nadie espera de mí que rechace un saque. Soy un apestado. No existen las vacaciones perfectas de la coca. El break se rompe a la primera oportunidad. No importa que no se te antoje. Uno trabaja de adicto. Es tu chamba. Si lo disfrutas o no a tu reputación le vale madre. Así como la reputación se construye, también se destruye. De aspiradora Koblenz pasa uno a ser un bulto.

En ocasiones basta esnifar solo una línea para saber que el destino va a torcerse. Meterme la primera no me arrojó indicios de que debía parar. Una vez alcanzado cierto nivel de adicción meterse coca es jugarse un volado. No sabes si te va a pegar sabroso o te va a convertir en un desastre. No soy del tipo paranoico. Nunca he sentido delirio de persecución. Ni me he apostado en las ventas a espiar la calle. En un día bueno soy capaz de atravesar por en medio una convención de policías con varios gramos encima. Pero en los días malos preferiría estar muerto. A la tercera raya supe que aquello sería una parranda de cocaína. Como mexicano debía sacar la pelaje. Pero así como Escanlar no supo en qué momento dejó de causarle placer la merca, yo no me enteré en qué instante la coca me sumió en un silencio inexplicable.

Eso no impidió que continuara metiéndome. La coca es la droga de la motivación. Puede convertirse en tu enemiga. Pero es un libro de superación personal. La humanidad desea sentirse bien. Y la falsa sensación de seguridad que otorga es suficiente para caer. Así como Escanlar dejó de sentir placer, yo empecé a quedarme callado. No a rumiar la droga. A disfrutarla en silencio. No. Malsanamente callado. Por qué. Ninguna explicación médica me satisface. Ni tampoco psicológica. Mi psiquiatra asegura que tiendo hacia la autoagresión. Cuando me molesto con alguna de mis parejas no peleo. Guardo silencio. Puedo agarrarme a madrazos con quien no tengo lazos emocionales. Pero me trago los corajes relaciones amorosas. Según la filosofía new age por culpa de esta actitud enfermaré de cáncer. Pero por el momento tengo un problema más grave. Quiero disfrutar la coca como antes.

De entre mis múltiples talentos destaca mi actitud antisocial y mis cualidades de intratable. La coca los ha exacerbado. Pero en aquella tertulia me sorprendieron. A mitad de la noche se nos unieron los amigos de los editores suicidas. Cuatro morros y tres morritas. Todos en plenitud de sus facultades como consumidores. Me fue imposible convivir. En ocasiones la droga te empuja a la soledad. Los cocainómanos son vouyers profesionales. Gastan cientos de horas mirando pornografía. No para excitarse. Para matar el tiempo. Otras veces simplemente no deseas ver a nadie. Pero llega el día en que la droga te transforma en un fantasma. En un fardo que solo se hace presente cuando emerge la siguiente línea. No articulas palabra. Solo transpiras. Y aunque a estas alturas lo que se diga de ti te vale madres, no puedes negar que estás acabado. Que los buenos tiempos no han de volver. Hubo un tiempo en que fui famoso célebre por el brillo en mis ojos que se formaba cada vez que escuchaba la palabra cocaína.