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La Naturaleza no ha necesitado al hombre para llevar a cabo cinco extinciones masivas. Si la dejamos a su suerte, ella se ocupará de apagar todas las luces, incluso las de las estrellas. El problema "tiene cuernos", parafraseando a Nietzsche: ¿podemos realmente fundamentar la ecología en la Naturaleza, siendo esta tan ambivalente? Ya no se trata de estar a favor o en contra de la ecología, sino de defnir qué ecología necesitamos. Si hemos de salvaguardar las especies en su admirable diversidad, ¿es solo por un afán conservador? Si la fnalidad exclusiva de la Naturaleza fuera conservarlo todo, ni siquiera habría habido vida. Hadjadj nos ofrece aquí una refexión sobre lo vivo, y sobre la interdependencia espiritual del hombre y los animales. ¿Qué relación existe entre ecología y escatología? La cuestión no es dar para durar, sino durar para seguir dando.
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Seitenzahl: 267
Veröffentlichungsjahr: 2025
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FABRICE HADJADJ
ECOLOGÍA TRÁGICA
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Ecologie tragique
© 2024 by Mame, París
© 2025 de la edición española traducida por David Cerdá
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-7078-2
ISBN (edición digital): 978-84-321-7079-9
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-7080-5
ISNI: 0000 0001 0725 313X
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Pues yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
(2 Timoteo 4, 6)
Introducción. Más allá de la supervivencia
1. Frente a la Esfinge. La ambivalencia de la Naturaleza
Sobre la realeza de Edipo
Entre la destrucción y la devastación
¿Leyenda negra o dorada?
No tomes a los patos salvajes por hijos de Dios
Dos mujeres poderosas (I): Jane Goodall y el pecado original de los chimpancés
Dos mujeres poderosas (II): JoGayle Howard y la formación del salvaje
De lo moral a lo trágico
2. Un problema con cuernos «amenazantes»: Nietzsche y san Pablo como toreros
La necesidad de la tragedia
El sátiro contra el burgués
El último filósofo
¡Ay! ¡Ay! ¡Amén!
Caerse del caballo con el decimotercer apóstol
De una naturaleza a otra: someter a la bestia, subvertir el lenguaje
Origen de las especies: de la
physis
a la
ktisis
El fin del cosmos:
ktisis
como
krisis
Sufrir juntos el parto
3. Tres formas de embotar los cuernos:
cosmismo, cosmetismo, compostismo
Amor Fati
o
cosmismo
antiguo
Compendio de la composición
Por un promontorio heroico
¡Frente a la muerte,
fatum
! O el
cosmetismo
moderno
Plano de construcción
Componer un cántico al Mecano
Homo fatalis
o
compostismo
posmoderno
Manifiestos para un acto de desaparición
Por un futuro de estiércol
4. ¿Se mataron bestias en el paraíso? La evolución de san Agustín
Cuando lo particular gime contra lo universal
El vientre de los maniqueos
La muerte de un amigo, el colapso del mundo
La doctrina del pecado original: una bendita tragedia
Lobos en el Edén
Lecciones de depredación
Fieras herbívoras
La gracia y la justicia ante el ecosistema
Como una oveja va al matadero
5. Noé, del arca al altar… ¿y a la carnicería?
Y el Señor volvió su mirada hacia Abel
Salvaguardia y sacrificio
Los camarotes de la nave para evitar que se confundan las especies
«¿Qué hacemos con la madera del arca, capitán? — ¡Una hoguera!»
El matadero, anexo del templo
Los toros en nuestros labios
La visión de Jafa: «¡Sacrificad y comed!»
«¡Apresurad la llegada del día de Dios!»
Por una «paraecología»: la aparición del parroquiano, el misterio de la metrópoli
Epílogo A porta gayola
Nota Bene
Cubierta
Portada
Créditos
Epígrafe
Índice
Comenzar a leer
Notas
Todo desaparece. La naturaleza es una urna mal cerrada.
La tormenta es espuma y la llama es humo.
Nada está fuera del momento,
no hay nada que el hombre pueda tomar, retener o conservar.
Cae hora tras hora y, arruinado, observa
cómo se desmorona el mundo1.
(Victor Hugo, “En la ventana, durante la noche”, Las contemplaciones)
Lo que haría falta rehacer, suponiendo que uno quiera ofrecer un libro provechoso, es La ciudad de Dios.
Magnum opus et arduum, decía Agustín en su prefacio. Una empresa enorme y ardua. ¡Cuánto más ardua y enorme para nosotros! Nuestros medios son más pobres, el desastre es mayor. Agustín de Hipona escribía después del saqueo de Roma; nosotros tenemos que escribir durante el saqueo del mundo.
El saqueo llevado a cabo por las tropas de Alarico en el 410 fue, para muchos, el fin de los tiempos. La Ciudad coronaba los siglos. Cicerón creía en su vocación imperecedera. ¿Cómo habrían podido derrocarlo los bárbaros? Incluso Jerónimo, el intratable Jerónimo, hombre consagrado a la traducción y no dado a hacer concesiones, expresó este sentimiento unánime a una noble mujer gala: Quid salvum est, si Roma perit? (¿Qué estará a salvo, si Roma perece?2). Los godos habían matado de hambre a la ciudad hasta tal punto que esta imagen que se fijó entonces quedó para siempre como una visión del horror supremo: romanos reducidos a comerse a sus hijos.
¿A qué nos hemos visto reducidos estos días? ¿A qué nos veremos reducidos si no cambiamos el rumbo? Y, sobre todo, ¿de qué tipo de cambio estamos hablando? ¿Se trata de volver atrás en el tiempo? ¿A qué época más gloriosa? El nostálgico del pasado es un progresista al revés: proyecta su mejor mundo en el retrovisor. Mientras tanto, la máquina sigue avanzando en línea recta.
Podría objetarse que ya no se trata de un mundo mejor. Quien lo hiciera tendría razón. Se trata del mundo, simplemente, de si aún existe. Si todo llega a su fin, nos perderemos incluso la posibilidad de lo peor.
Y aquí estamos, los descendientes de la Ilustración, mirando con nostalgia la oscuridad de la Edad Media y con avidez los vestigios de la Antigüedad. Si tan solo pudiéramos tener un buen Saco de Roma, ¡con eso bastaría! Un Saco de Roma, por favor, ¡no la devastación de toda la tierra!
En su día, Agustín manifestó su determinación de no cejar en el empeño. Después del año 410, la imagen del torcular —una prensa de aceitunas o uvas—, que había empleado anteriormente, la sustituyó por la de una almazara con cada vez más frecuencia en sus sermones. Invita a los fieles a perseverar. Los consuela sin ofrecerles un consuelo. No les oculta las dificultades, no les señala gateras por las que poder escaparse. Porque el juicio está ahí, bienvenido al proceso de machacar para obtener vino y aceite.
«El mundo se estremece, el viejo hombre se desarraiga, se exprime la carne: ¡pues que fluya el espíritu!»3.
El nombre de este esperado cambio de rumbo es «ecología». Todo el mundo está de acuerdo con que ha de producirse; incluso los más ardientes partidarios del capitalismo industrial se verían en apuros para pronunciar su nombre sin acentos patéticos. Los productos básicos la han convertido en una etiqueta que sobrepuja en la actualidad la importancia de las marcas. No importa si la marca es Bonne Maman o Lafayette Gourmet, siempre que sea «orgánico», «sostenible» y «neutro en emisiones CO2». El consumactor4 paga con tarjetas sin contacto y así realiza un «gesto por la Tierra». Así que la cuestión no es «Ecología, ¿a favor o en contra?», sino «¿Qué ecología?».
Algunos exigen que «salvemos el planeta». Es el punto de vista de un astrónomo. No se puede ser más desarraigado; ni más presuntuoso. «Salvar el planeta» implica una posición más soberana que «hacerse el amo y señor de la naturaleza». El amo y señor, que se toma la justicia por su mano, admite su insuficiencia y recurre al látigo. El salvador pretende ser lo suficientemente grande como para revitalizarlo todo desde arriba. Y nunca duda de su buena conciencia. Salvar el planeta casa perfectamente con su sobreexplotación. El péndulo oscila en sentido contrario.
Otros hablan de «proteger el medioambiente». Son más modestos. Sin embargo, si la noción de planeta nos transmite una ingravidez extraña, la de medioambiente nos mantiene demasiado en el centro. Nuestro medioambiente es lo que hay a nuestro alrededor. La protección que proponemos sigue siendo por nuestro bien, utilitaria y técnica. Espacios verdes, luz verde.
Puede que al decir «medioambiente» o «entorno» intentemos humildemente equipararnos a otros animales. Ellos también tienen un Umwelt. Lo cierto es que nosotros también tenemos una carga formidable, el Welt, el mundo. Estamos frente al mundo, no solo inmersos en él. ¿Contentarnos con esta inmersión es el mayor homenaje que podemos rendirle? Para ver la belleza de lo vivo, tenemos que contemplarlo como un espectáculo y, en consecuencia, desprendernos de las preocupaciones que nos impone el entorno.
Lo que queda es la «defensa de la Naturaleza», o incluso un «retorno a» o una «armonía con» ella. Pero ¿qué entendemos por Naturaleza? La Naturaleza tiene una larga historia. El kosmos de los griegos remitía a un orden armonioso: dio origen a la «cosmética», porque evocaba, como el mundus de los latinos, el adorno de las mujeres. La physis de Aristóteles, con minúscula, se refiere a un principio interior y espontáneo de desarrollo, por oposición a la techné, un principio exterior y deliberado. En ambos casos, y en general para los antiguos, la naturaleza podía ser ahuyentada, pero siempre volvía al galope. Su regularidad era la de las estaciones, con su invierno que arrullaba los futuros brotes. No se interpretaba según el formalismo calculador de la ciencia moderna, sino como una fuerza reproductora. Los individuos morían para perpetuar la especie. Muchos se extraviaban, pero la meta permanecía inscrita en sus corazones, como una atracción sin la cual sería imposible reconocer que, excepcionalmente, habían errado el blanco.
Los modernos, por su parte, ya no admiran la Naturaleza como el poder de inventar seres vivos. Se esfuerzan por utilizarla, descifrando sus leyes, la vía para crear una reserva de materiales y energía que mejore la condición humana. Ya no es una fuente ni un fin, sino un recurso y un medio. Es una visión muy diferente, pero que sin embargo tiene algo en común con la de los Antiguos, en el sentido de que los Modernos —es hora de hablar de esto en pasado— también la consideraban inagotable.
Y ahora la Naturaleza parece frágil, no solo bajo el peso de nuestros artificios, sino en sí misma, naturalmente. Si no estuviéramos aquí en la Tierra, sus recursos se agotarían (aunque a menos velocidad, eso sin duda), y su fuente no emitiría ya más que esplendores insensibles: las estrellas, antes de desvanecerse también una a una, como «lumbreras en el firmamento del cielo» que son (Génesis 1, 14).
Sade fue probablemente uno de los primeros en instigar esta inversión de la «Naturaleza» hasta el final, y en tomársela en serio. El que da la vida se convierte sobre todo en el que la recupera. Mientras tanto, perfecciona sus torturas. No tiene sentido enfadarse por ello. Usted no va a cambiarlo. En lugar de eso, intente actuar de acuerdo con ella, como los estoicos de antaño, aunque el cosmos esté dando un giro a peor.
En el frontispicio de su Historia de Julieta, Sade coloca estos dos alejandrinos:
No hace falta ser un criminal para ponerse a pintar,
son extrañas inclinaciones que inspira la naturaleza5.
Después, el martillo sigue percutiendo sobre el clavo. La «naturaleza» es invocada más de mil veces en sus páginas. Si conviene «joder» sin engendrar, es, al decir de Sade, por esto:
La naturaleza no tiene la menor necesidad de propagación; y la destrucción total de la especie, que vendría a ser la mayor desgracia del rechazo a propagarse, la afligiría tan poco que no interrumpiría más su curso que si toda la especie de los conejos o de las liebres desapareciera de nuestro globo6.
Madame Delbène7, la pícara superiora del convento de Panthemont, le explica a Julia que «no hay nada más inmoral que la naturaleza», y que el sabio, el filósofo, «solo permite que permanezcan en él sus inspiraciones». La inmoralidad corresponde, pues, a la moral más pura, liberada de las ataduras de la superstición. Ecología integral, donde lo social y lo natural, tal como los imagina nuestro marqués, son totalmente interdependientes8. También escribió el leitmotiv de la encíclica Laudato si’: «Todo está interconectado en la naturaleza».
La perspectiva de Sade no tiene nada de anecdótica. Su ecología de la destrucción nace vinculada a la ecología de la conservación. No solo se le opone, sino que se le parece. Entre en la galería de la evolución del Museo Nacional de Historia Natural. Todas las especies están allí, disecadas. El hombre que construye un monumento a su gloria, para no perder ninguno de sus acontecimientos, corta el mármol. Su mirada inquebrantable es una especie de gorgona. Su calor, reacio a aflojar su abrazo, se convierte en un congelador.
La conservación absoluta congela, petrifica y, por tanto, destruye el impulso de existir en una carne pasible, hasta el punto de que la propia destrucción, como contrapartida, puede aparecer como una respiración.
La sociedad que promueve un gélido bienestar legaliza la eutanasia. El dispositivo utilizado para elaborar hojas de cálculo Excel puede ahora utilizarse para ver porno. Más turbinas, más válvulas. Fiesta tecno rave. Quien se esfuerza por controlarlo todo —por exceso de trabajo o por despecho— construye hangares donde pierde el control. Quien solo creía en el idilio se divorcia. La visión de la Naturaleza perversa de Sade va de la mano de la visión arcádica de Rousseau. Una vez más, el péndulo oscila de un lado a otro.
Lo que pasa es que la supervivencia no es la vida. La vida se da. En cuanto solo piensa en conservarse, se pierde. «El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará» (zôogenêsei significa literalmente «engendrar vida»; Lucas 17, 33).
Lo que solo es seguro a través de la pérdida, eso es lo que define correctamente el don. Tendremos que morir, así que la vida misma solo plantea una pregunta: para evitar perderla del todo, o para que la pérdida sea feliz, ¿a qué o a quién se la darás?9.
Los jóvenes no se preguntan «¿cómo voy a ahorrar dinero?», sino «¿en qué voy a gastármelo?».
Una ecología que solo hable de preservación y supervivencia no inspirará entusiasmo durante mucho tiempo. No puede producir un compromiso profundo: quien quiere preservarse se preserva sobre todo del compromiso. A menos que la preservación apoyada por esta ecología contenga un elemento de autodestrucción, una falsa donación narcisista; no puede consistir en no vincularse (para ahorrarse el desarraigo), en no tener más hijos por preocupación por las generaciones futuras, en apretarse el cinturón para no sacar nada del bolsillo, en hacer de la avaricia una virtud, en desconfiar de la generosidad… Cuando rechazamos el verdadero sacrificio, nos vemos rápidamente atrapados por el suicidio.
¿La perfección del ser se encuentra primero en la duración de la materia o en la gloria de la forma? Si responde usted «duración», si piensa que la finalidad de la vida es su propia conservación, puede que se declare verde y de izquierdas, pero está en una ontología burguesa. Teme el gasto y la pobreza. Es partidario del ahorro y del escatimar. Su mundo ya está hecho de piedras, aunque sean piedras preciosas. Amasa flores artificiales mientras pisotea las verdaderas.
Porque la flor enseña algo más. Apenas dura, pero su corola y su fragancia brillan por un instante. La más breve ofrenda se aproxima más a lo eterno que una mezquina perpetuidad.
En general, si la conservación hubiera sido el objetivo de la vida, esta ni siquiera debería haber empezado. Desde el principio, el mineral fue más eficiente. No tiene que esforzarse en buscar su sustento. No conoce el dolor —tampoco el placer, eso es cierto—. A quien solo piensa en la longevidad, hay que tirarle la primera piedra: la longevidad es la perfección a la que aspira.
Sade no se equivoca del todo al ver la Naturaleza como un inmenso desmadre. ¿Por qué tal profusión de especies? ¿Por qué tanta variedad de bocas y picos, patas, aletas y alas que aparecen y desaparecen y, en la escala del cosmos, no son más que un destello en la noche? Pero ¡qué destello! Un arcoíris que no cesa de multiplicar sus colores y formas. ¡Cuánto mejor y más abracadabrante que los letreros que parpadean en Times Square!
Paul Claudel no puede abstenerse de cantar sobre esta gratuidad que roza el absurdo:
¡Esas hormigas hacendosas, bomberas, hilanderas, costureras que emplean su propia crisálida como instrumento! ¡Esas arañas aeronautas! ¡La abeja ejecutando una especie de danza sagrada en la colmena! Mil maravillas más de un mundo en el que la fantasía —una fantasía excesiva, inagotable, extravagante y casi me atrevería a decir que escandalosa— parece haberse propuesto ofrecer una réplica a las cabalgatas más desenfrenadas de la pobre imaginación humana, y desafiar a las buenas almas que durante tantos años han intentado devotamente acudir en ayuda del Creador, para llamarle de nuevo al orden, a la regla, al método y al sentido común, y tomar de sus manos un universo razonable para hacerlo apto para la gente honesta […] Solo había, tralalá, esta pequeña cosa que ejecutar, ¡y peor para ti si te parece mal!10.
Si Claudel no cesa de exclamar, es porque todo ser vivo surge como un signo de exclamación en medio del gran signo de interrogación del universo. Se eleva, hace piruetas, reverencias. Es lo que hacen las marionetas. ¿Cuál es la mano ligera y pródiga que tan de repente entra y las acciona?
Al zoólogo Adolf Portmann le asombraban las babosas de mar de estructuras más coloridas que un carnaval de Río, los cangrejos de Barbados cuyas veintisiete especies orquestan veintisiete desfiles nupciales diferentes, la curruca zarzera cuyo canto es más rico cuando se eleva sin motivo que cuando pretende atraer al otro sexo o marcar su territorio11. Es cierto que el canto de un pájaro está al servicio de su supervivencia, pero no canta para sobrevivir. Sobrevive para cantar, es decir, dicho más ampliamente, para vivir y prolongar, durante un tiempo sobre la tierra, la distinción de su especie (utilizo «distinción» en sus dos sentidos de diferenciación y elegancia): «La forma animal», escribe Portmann, «va más allá de las necesidades elementales de conservación»12.
Contemplando al muflón que tan ostentosamente balancea sus testículos entre las patas traseras, se pregunta: «¿Cómo explicar que un órgano tan necesario para la conservación de la especie se exponga de este modo?»13. Los testículos del muflón, más que sus cuernos, se asemejan al penacho de Saint-Cyrien; son una prenda ceremonial con la que desafía el fuego enemigo y que los utilitaristas nunca podrán comprender.
La vida no es, como la definió Xavier Bichat, «el conjunto de funciones que resisten a la muerte»14. Es la aventura de una forma abierta, sensible, arriesgada en el mundo. Su fin intermedio es la conservación, sin duda, pero su fin más último es la exhibición (de nuevo, en dos sentidos: puesta en escena y puesta en peligro).
¡Que aparezca el tapir! ¡Que aparezca el pteranodon! ¡Que aparezca el conejo leonado de Borgoña saliendo del sombrero de un mago invisible, solo para ser engullido de nuevo! En el intervalo entre la subida y la bajada del telón, vemos al conejo, al pteranodon, al tapir. Es bueno, sobre todo porque no dura. Al final, su sangre es vino derramado en el suelo para dioses inescrutables: «Pues yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente» (2 Timoteo 4, 6).
Una ecología clarividente no puede limitarse a conservar. Debe asumir la dimensión de sacrificio intrínseca a todo ser vivo: abrirse, sufrir, ofrecerse… ¿Qué puede significar esto? ¿Cómo podemos, sin convertirnos en cómplices de la destrucción, aceptar que la vida en el universo está al borde de la extinción, nos guste o no?
Este es el objetivo de este libro, la razón por la que cierta inteligencia de lo trágico pretende matizar su ecología. Porque la tragedia representa, más que la desgracia, la grandeza que brota de la miseria, el aplastamiento que hace estallar el grito vertical. Esto se resume en la pregunta de Edipo en Colono: «¿Solamente cuando no soy nada soy hombre?»15. Mejores aún son las palabras de Pablo en Corinto: «Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Corintios 4, 11).
Básicamente, en un horizonte natural, muchos aspectos de nuestra sucesión ya están resueltos. El planeta estará a salvo, en el sentido de que nos sobrevivirá. Nos sobrevivirán numerosas especies vegetales y también animales. Los tardígrados, por ejemplo, tienen la boca y el ano separados por medio milímetro de intestino, pero encuentran la manera de colocar cuatro pares de garras entre ambos, y pueden soportar temperaturas de -272 a +150 grados centígrados.
Si nuestras almas son inmortales, también estarán a salvo. Sobrevivirán al enfriamiento del cosmos. Y si no somos más que conciencia material dispuesta a la nada, también en ese caso todo estará a salvo, según Epicuro. En esas circunstancias, nadie puede ser consciente de que está muerto (solo un alma espiritual puede experimentar semejante desgarro): «Mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos»16. El tiranosaurio ya no está aquí para lamentar su desaparición, y el lagarto, su lejano descendiente, no tiene absolutamente nada que ver con él.
El lamento solo puede provenir de una larga memoria y de una inteligencia suficientemente capaz, más allá de todo cálculo, de conocer al otro como otro, de abrazarlo sin aplastarlo. Ya ven de qué caña hablo, «la más débil de la naturaleza»:
No hace falta que todo el universo se arme para aplastarlo; basta un vapor, una gota de agua. Pero si el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere, mientras que el universo no sabe nada de la ventaja que tiene sobre él17.
No lo digo por fardar, ni hago gala de un especismo impúdico, pero así están las cosas: lo más grande del universo es el hombre, aun en su pequeñez, con su casita graciosa y su escalera de papel. ¿Quién defenderá el antiespecismo si ya no existe? ¿Quién contemplará la belleza de las constelaciones y dará a cada criatura el nombre que la distingue y la inscribe en los cielos? ¿Quién lamentará la desaparición de la foca monje del Caribe? (Somos tan lentos que necesitamos tiempo para arrepentirnos.)
Estoy hablando de ti, lector, y de tu nobleza, que sobrepasa toda consideración objetiva. Estás en el mundo, pero no tanto como objeto, y, como sujeto, te ves a ti mismo como el centro del mundo, de modo que yo mismo, para ti, solo estoy en la periferia (a mí me pasa otro tanto). Básicamente, toda la evolución ha desembocado en ti. Objetivamente, tu existencia es contingente, no eres más que el producto de innumerables casualidades, y si nunca hubieras nacido la obra no habría empeorado. Subjetivamente, la obra se representa para ti, tú eres el actor principal y el espectador, y para que tu propia contingencia se te manifieste es necesaria tu propia conciencia. ¿Puedes calibrar lo enorme que es tu responsabilidad, cariño?
«Todos y cada uno», solemos decir, lo que puede entenderse así: en cada uno está todo. En uno mismo y en todos los demás. Y aunque, visto desde fuera, cada uno no es más que una escasa brizna del montón de paja, toda la historia busca un desenlace a través de cada uno, en tensión o en ofrenda.
Recuerdo el mandato de Rabí Bunam: «Cada uno de vosotros tendrá dos bolsillos de los que podrá sacar lo que considere oportuno. En el bolsillo derecho, guardaréis las palabras: “Por amor a mí fue creado el mundo”; en el bolsillo izquierdo: “Yo, que no soy más que polvo y ceniza”»18.
Venimos al mundo, de tal manera que estamos en el mundo, sin ser en realidad del mundo, y es de esta brecha, por no decir de esta amputación, de donde puede surgir la cuestión de la salvación del mundo. No puede venir de la cabeza de la Naturaleza, si no de nuestra propia cabeza.
En el Pirkei Avot, una venerable colección de máximas judías, el rabino Jacob hace esta afirmación, que parece lo contrario de una ecología basada en el asombro ante la tierra: «Quien, mientras viaja, medita sobre la Ley e interrumpe su meditación para exclamar: “¡Qué hermoso es este árbol! ¡Qué bien cultivado está este campo!”, esa persona, según las Escrituras, compromete su vida»19. La maravilla solo dura un tiempo: el tiempo en que no estamos angustiados. Los verdes árboles que rodeaban Auschwitz parecían abrumadoramente indiferentes. Puede que ofrecieran la imagen de una primavera moral, pero no tenían ninguna prisa por cumplirla. Así que su renovación era una burla.
La Escritura hace decir al salmista: «Soy un forastero en la tierra: no me ocultes tus promesas» (Salmos 118, 19). Sin embargo, el mismo salmista declara: «Cuántas son tus obras [rabbou, es decir, árboles, estrellas, cochinillas, etcétera son también, en cierto modo, rabinos], Señor, y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas» (Salmos 103, 24).
Pero ya no se trata de la Naturaleza, sino de la Creación. El equivalente de «Naturaleza» no existe en las Escrituras. En primer lugar, está la diversidad de los cielos, la tierra y las especies. Si, más tarde, al confrontarse con la literatura pagana, el hebreo utiliza el término teva para expresar algo de la palabra griega o latina, su movimiento va en sentido contrario: physis, relacionado con phytos, la planta, indica un impulso desde abajo hacia arriba; teva, por su parte, se refiere al sello, a la acción de imprimir una forma en un material, y más concretamente a acuñar una moneda, lo que indica un movimiento descendente20.
Dicho de otro modo, y resumidamente: para los griegos, la Naturaleza es anterior al Arte, y la Historia está contenida en el Cosmos; para los judíos, la Revelación es anterior a la Creación, y el Cosmos está contenido en la Historia. Es a partir del acontecimiento de la Salvación, del don de la Palabra divina, que hace resonar en el mundo una vocación que precede al mundo, que las criaturas se revelan como tales y suscitan la alabanza. Fuera de esta Revelación, las criaturas están tan heridas que la alabanza se ahoga en nuestras gargantas, y tomamos el martillo, un golpe con el que cambiamos «la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Romanos 1, 23), un golpe que nos quiebra.
El judío no empieza maravillándose de la Naturaleza, tan ambigua, sino de las obras de Dios, que solo pueden ser renovadas por su promesa, cuando parecen condenadas a la extinción. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mateo 24, 35).
Es en esta Palabra que la tierra y el cielo pueden ser salvaguardados como un hogar para la vida, no de la Naturaleza. La palabra «ecología» lo deja claro desde el principio, si se escuchan con atención las palabras que la componen. Logos y oikos. La palabra y la casa común. Este poder de salvaguardia ya se aplica simbólicamente a nuestra palabra, aunque el universo la condene al silencio. Todavía nombramos amonita y diplodocus, y erigimos estelas para nuestras queridas especies extinguidas, incluso las más monstruosas.
Como deja claro Agustín en La ciudad de Dios, la esperanza no es una deserción hacia el más allá, sino una vocación que viene del más allá para recordarnos, contra viento y marea, «cuál debe ser nuestra tarea dentro de nuestra vida mortal»21: guardar y cultivar el jardín (Génesis 2, 15), aunque esté irreversiblemente entregado a la destrucción; pasar «haciendo el bien» (Hechos 10, 38), a pesar del desgaste y la violencia que extienden sus metástasis; y, por último, aunque estemos preocupados por las urgencias de la supervivencia, vivir de veras.
En la Naturaleza, como sabemos por experiencia, la agonía prevalece inevitablemente sobre la armonía. Así que debemos cantar sus dones y luchar contra sus diluvios, dejarnos encantar sin dejarnos seducir, demostrar tanta admiración poética como coraje guerrero.
El problema silencioso insufla en la mar el sonido,
y, sin cesar oscilante, va de la tarde al amanecer
y del topo al lince;
el enigma de ojos profundos nos mira obstinadamente;
en las sombras vemos nuestro destino:
las dos garras de la Esfinge22.
La Esfinge o el toro salvaje. Este acto, que combina agonía y armonía, encanto y combatividad, alabanza y lucha, puede resumirse en un solo verbo: torear. También puede verse en el domador de osos, el domador de mustangs (caballos salvajes norteamericanos) y el pequeño ganadero de antaño, antes de que la zootecnia y el veganismo se pusieran de acuerdo para prohibirlos. ¡Honor a Louise Weber, alias La Avara! Esta bailarina y domadora, a la que hizo famosa Toulouse-Lautrec, anunciaba en un cartel en 1904: «Madame La Avara vuelve a trabajar con la pantera que devoró la cabeza y se comió la mano de su marido, el domador José».
El arca es también una plaza de toros. Las fatalidades de la Naturaleza y las fascinaciones de la Tecnología se combinan para estrechar el círculo del encierro. Es una bestia, es un tren que se nos viene encima; tendremos que hacerle frente. A este «toro de hierro» vamos a tener que tomarlo por los cuernos.
Nunca me dejes solo con la Naturaleza
porque la conozco demasiado bien y me asusta1.
(Alfred de Vigny, “La casa del pastor”, Les Destinées).
Frente a lo que comúnmente llamamos «Naturaleza», parece que estamos delante de la mitológica Esfinge: busto de mujer, garras de fiera y alas que recuerdan a los ángeles, pero también a las fieras; una paloma, quizá, un buitre probablemente. Es a la vez madre y madrastra, monstruo y maravilla.
«Las Musas le habían enseñado su enigma», dice Apolodoro. La Esfinge es, pues, discípula de las Musas, fuente de admiración y poesía. Canta, pero es un enigma lo que canta. Hay que resolverlo temblando de arriba abajo. Si los jóvenes tebanos no lo consiguen, enseguida «se apodera de uno de ellos y lo despedaza»2. Su cadáver carbonizado fertiliza la tierra. Sobre su descomposición crecerán flores. Más tarde, otro joven recogerá estas flores para regalárselas a su prometida.
Lo monstruoso y lo maravilloso, lo mortífero y lo vivificante, no están enzarzados en una lucha histórica: caminan juntos en un ciclo «natural». Los versos que devoran el cuerpo de su predecesor siguen estando al servicio de los versos que recita el poeta enamorado: «Y este mundo hizo una música extraña»3.
Mientras la rueda siga girando, mientras el ciclo siga rodando, todo está bien. Los antiguos nunca imaginaron que la extinción total fuera posible. Pero ¿qué ocurre si los hombres y las mujeres están destinados a desaparecer por completo? ¿Qué pensaremos de esta ambivalencia si la Esfinge-Naturaleza ya no deja que vuelvan los amantes ni que vuelvan a crecer las flores, sino que se convierte en un planeta tan inhóspito como Marte, primero congelado —porque la radiactividad de la Tierra se agota de forma natural— y luego reventado —porque el Sol explota de forma natural—?