La suerte de haber nacido en nuestro tiempo - Fabrice Hadjadj - E-Book

La suerte de haber nacido en nuestro tiempo E-Book

Fabrice Hadjadj

0,0

Beschreibung

Quien se adhiere a un partido político, primero se adhiere a su doctrina, y luego hace propaganda y procura incorporar a muchos para transformar el mundo según esos valores. ¿Es así como actúa la Iglesia católica? El autor analiza las diferencias entre militancia y conversión misionera, antes de llevar a cabo un agudo y optimista balance de los tiempos que nos toca vivir: la esperanza del que cree está por encima de toda nostalgia y de toda utopía, en una época que se caracteriza por la muerte de las utopías.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 54

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



ÍNDICE

Portadilla

Índice

Prólogo: Acerca de esa suerte

I. Sobre la misión católica y lo que la distingue de cualquier propaganda ideológica

II. Los signos de los tiempos: para un apostolado del apocalipsis

PRÓLOGO: ACERCA DE ESA SUERTE

Este texto recoge una conferencia pronunciada en respuesta a la invitación del cardenal Stanislas Rylko para inaugurar el III Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales y las Nuevas Comunidades. El tema aparecía explícito en un título un tanto denso que encadenaba —como es costumbre— varias citas del papa Francisco: «La conversión misionera: salir de uno mismo para dejarse interpelar por los signos de los tiempos. Un mundo en transformación reclama a toda la Iglesia». El evento tuvo lugar en Roma el jueves 20 de noviembre de 2014. Luego hubo dos acontecimientos —los atentados islamistas de enero y la publicación de la encíclica Laudato si’— que, dada la situación del momento, me llevaron a ampliar mis observaciones.

Sobra decir que jamás habría tenido la osadía de abordar estas cuestiones si la petición no hubiera procedido de lo más alto. Mi atrevimiento es fruto de la obediencia y mi arranque de la fidelidad (he de confesar aquí mi particular devoción al apóstol Pedro: allí donde me encuentro con una escultura suya, beso su sandalia de bronce). No obstante, si en una u otra ocasión alguna de mis reflexiones resulta desafortunada o “discordante” —como dice el Magisterio—, la culpa es solo mía y de mi falta de sometimiento a ese Espíritu que nos hace ligeros en la gravedad, nítidos en el misterio, cómicos en lo trágico…

Por otro lado, nunca habría publicado este texto de no ser a petición de Louis-Étienne de Labarthe —que se encontraba entre el público el día de la conferencia— y de ese vigoroso relector que es Gabriel Morin (aprovecho para recordar que etimológicamente “relector” equivale a “religioso”): de no ser por ellos habría considerado mi discurso destinado —por decirlo así— a una confidencialidad “mundial”. Por una parte, lo escribí en respuesta a una petición concreta dentro de un contexto concreto, lo que no podía sino llevarme a pronunciarlo sin otras pretensiones; por otra, el público estaba compuesto de fundadores o miembros de comunidades extendidas por todo el mundo —desde la India a Canadá, pasando por Alemania y Brasil—, de modo que, a mi entender, si se publicaba en un ámbito exclusivamente francés adolecería de graves carencias, ya que no trataría más que de pasada problemas específicamente franceses (y sobre todo el del “laicismo”). No obstante, la opinión de los dos editores arriba citados —confío en que movidos más por afán de servicio que por inconsciencia— era otra, y por eso les doy las gracias.

Por último, debo precisar que, aunque el título que aparece en la portada de este libro no es mío[1], así lo he recibido: como una suerte, como una «fortuna inesperada». Ya que no tengo por costumbre lanzar a la cara del lector palabras sobre cuyo significado no haya reflexionado previamente al menos un poco, aprovecho estas últimas líneas introductorias para hacerlo.

En este caso aubain no procede del término latino albus, “blanco”, de donde toma su nombre el “alba”, sino más probablemente de alibi natus, es decir, “nacido en otra parte, en el extranjero”. El aubain es, de alguna manera, un alien. Su forma femenina, aubaine, hace alusión a una figura del Derecho sucesorio que se aplicaba al extranjero. En virtud del droit d´aubaine[2], el soberano se apropiaba de la herencia del extranjero no naturalizado que fallecía en sus Estados. De ahí el sentido figurado y familiar del término aubaine[3]: una “fortuna inesperada”, una “herencia intestada” llovida del cielo a raíz de la muerte de algún forastero llegado de lejos.

Esto nos puede hacer pensar en el misterio de la Encarnación: el Verbo hecho carne vive y muere en medio de nosotros y de repente, sin ningún mérito por nuestra parte, resulta que heredamos su vida eterna… para bien y para mal, porque allí donde hay una herencia pueden darse la discordia y el despilfarro.

Por lo que se refiere al tema que nos ocupa, en mi opinión esa “fortuna o herencia inesperada” puede entenderse de dos maneras. Si nos atenemos a la carta a los hebreos, los cristianos «no tienen aquí ciudad permanente» (cf. Hb 13, 14): son siempre «peregrinos y forasteros» y, por lo tanto, extranjeros «en la tierra» (Hb 11, 13; 1P 2, 11). Todo lo que hacen, todo lo que dejan en este mundo pasa a ser automáticamente objeto de un “derecho de aubana” ejercido por los poderes de este mundo, que se incautan de ello, hacen parodia del paraíso, ridiculizan lo santo y recurren a la compasión para ponerla al servicio de sus intrigas. De este modo, a los cristianos se les compara con «anticristos» salidos «de entre ellos»(cf. 1Jn 2, 19); de este modo, en nombre del amor, de la libertad o del espíritu, hoy en día se emprenden procesos de devastación sin precedentes, que extraen toda su energía de una fuente distorsionada y encubierta. Y esa distorsión culmina en «la hora en la que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios» (Jn 16, 2). Una Hora que, vista humanamente, ofrece motivos para hacernos perder la esperanza.

No obstante, detrás de ese derecho de aubana ejercido por la malicia de pequeños o grandes, existe otro superior o más profundo que corresponde al Eterno, al verdadero Soberano al que todo acaba retornando. En efecto, hay que conservar la esperanza, porque el misterio de la Cruz —y de la fecundidad de Israel en Egipto («cuanto más los oprimían, más se multiplicaban y propagaban», Ex 1, 12)— consiste en que todo expolio malévolo no es sino una bendición «para los hijos y también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo, con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados» (Rm 8, 17). Cuanto mayor es la persecución, mayor puede ser el testimonio. Cuanto mayor es la miseria, con mayor fuerza resuena la hora de la misericordia. Hemos de recordar las palabras de Pablo a los corintios respecto al «lenguaje de la Cruz»: «Que nadie se gloríe en los hombres; porque todas las cosas son vuestras: ya sea Pablo o Apolo o Cefas; ya sea el mundo, la vida o la muerte; ya sea lo presente o lo futuro; todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Co 3, 21-23).

Esta es la suerte de haber nacido en estos tiempos difíciles: porque si la palabra «apocalipsis» hablaba de la revelación en la catástrofe, la palabra aubaine habla de una fortuna inesperada cuando peores son los pronósticos.

Montsvoirons, 15 de agosto de 2015