Lobos disfrazados de corderos - Fabrice Hadjadj - E-Book

Lobos disfrazados de corderos E-Book

Fabrice Hadjadj

0,0

Beschreibung

La noticia es terrible: sacerdotes y líderes católicos, venerados por su fe, alabados por su apostolado, practicaban en secreto una mística perversa. Las víctimas de sus abusos hablaron. Los periodistas investigaron sus abusos y encubrimientos. Los historiadores empezaron a investigar los embrollos eclesiásticos de los que se beneficiaron. La sociedad entera se escandalizó. Pero, ¿cómo interpretar espiritualmente el hecho de que semejantes crímenes fueran encubiertos con apariencia de sacralidad? Utilizando todos los recursos de su aguda mente y estilo, el filósofo y teólogo más original de su generación, Fabrice Hadjadj, nos sumerge en las raíces del mal, donde, según el Evangelio, «los lobos se disfrazan de corderos», sin minimizar nada de lo grave que tiene, sin descuidar lo que esconde de gracia. Una denuncia de la mentira, la impostura y la credulidad. Un alegato a favor de la fe. Un ensayo vigorizante, ejemplar por su lucidez y sobriedad. Si hay un buen uso para el abuso, es conseguir que nos cuestione personalmente.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 241

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Fabrice Hadjadj

Lobos disfrazados de corderos

Pensar sobre los abusos en la Iglesia

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Título en idioma original: Des loups déguisés en agneaux.

Penser les abus dans l’Église

© Les Éditions Du Cerf, 2024

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2024

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Revisión de Ignacio Golmayo

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 135

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-205-9

ISBN EPUB: 978-84-1339-538-8

Depósito Legal: M-17459-2024

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Prólogo

Por cauces tortuosos y oxidados

Lo hagiográfico y lo periodístico

De las «revelaciones» a la revelación

El lobo y el cordero según la fuentede los evangelios

Pero nuestros padres se entregaron a la soberbia...

Un principio visto por Jean de Menasce: El aplastamiento de lo místico sobre lo afectivo

Espíritu de infancia y dispositivo tecno-compasional

«Querido pequeño, eres el pequeñín amado de María — que crece en la pequeñez»

les abrió el espíritu para comprender las escrituras

Pequeña crítica de la razón compasiva

De una vieja palabra en el sufrimiento

Más final y más fundamental

Cuando el otro miembro ocupa un lugar de honor

Placer astuto

El corazón y la tripa

El síndrome de Tánatos

Compasión y compulsión tecnológica

Estar con el otro: el corte de la alianza

De una compasión sin sufrimiento

De un sufrimiento que no requiere ninguna compasión

De esos tormentos ridículos a los que ninguna compasión puede llegar naturalmente

Inversión de la herida

De lobos disfrazados de pastores y de los que verdaderamente se han convertido en ovejas

Las entrañas del padre

Prólogo

Del buen uso de los «abusos»

No ve usted en todo esto más que la demencia humana, y yo, por mi parte, veo en ello la sabiduría divina, que ha conservado esta religión a pesar de nuestros abusos.

Voltaire, Questions sur les miracles

He aquí dos textos de circunstancias. De no haber sido por la presión de los acontecimientos y del entorno, nunca los habría escrito. Sin embargo, no debe inferirse de ello que estaba tranquilamente sentado en mi casa cuando llamaron con insistencia a mi puerta unas personas convencidas de mi excelencia y que, tras haberlas rechazado varias veces sin poder evitar que volvieran a la carga, a fin de recuperar mi tranquilidad y no para ostentar mi sabiduría, cedí finalmente a sus instancias —yo que, de otro modo, en mi admirable modestia, nunca habría abordado estas cuestiones dramáticas, que están por encima de mis fuerzas, que ponen en tela de juicio la reputación de personajes de talla elevada mucho mejores que yo, etc.—.

No necesito que me claven una espada en los riñones para que mi pluma arroje tinta suficiente para cubrir el mundo. Podría relatar cómo, en respuesta a un manuscrito mío, Jean-Luc Marion, de la Académie Française, me escribió: «Es la primera vez que leo un análisis a nivel espiritual de este desastre. Publíquelo». No está usted en condiciones de verificar la autenticidad del elogio. Podría haberme inventado otro procedente de la Santa Sede. El caso es que, Jean-Luc o Francisco, maestro o papa, yo hervía de impaciencia, mi apetito de escribir se precipitaba ya en el box.

Si tiene algún interés detenerse un momento en esta posible aprobación de un «inmortal» —«un análisis a nivel espiritual de este desastre»— es sobre todo para subrayar su carácter paradójico, cuando no irónico. Me aplana tanto como me eleva, contrapesa la caricia con la bofetada, diligentemente, para que ningún halago pueda perpetrar sus estragos de orgullo en mi alma vanidosa. Equivale a decir: «Querido amigo, está a la altura de la caída». Y, de hecho, soy muy consciente de mi propio desastre.

Algunos engañan a su esposa con una amante; yo he engañado muchas veces a la mía con la literatura, y puesto que, según Gregorio Magno, los pecados espirituales son más graves que los carnales, puedo parecer menos vil, pero no soy menos vicioso. No hay la menor duda al respecto. Por mí mismo merezco el infierno, con torturas tan refinadas como mis propias faltas. Si gano el paraíso, solo puede ser por gracia —dicho de otro modo, mediante una operación de rescate que habría desanimado a los equipos de intervención humanitaria más motivados—. No por haberlas invocado en la apertura, las circunstancias que invoco dejan de ser para nada atenuantes.

Por cauces tortuosos y oxidados

Esta pequeña confesión no tiene otro objeto que recordar al lector demasiado conciliador el pobre tipo que soy. Mi riqueza —intelectual o literaria— es totalmente relativa: se debe a que soy capaz de expresar mi miseria un poco mejor que algunos otros. Esta mejor enunciación no debe hacernos ilusiones sobre la cosa misma. Cuando dé la impresión de que juzgo a mi prójimo (al padre Dehau, por ejemplo), no será «desde arriba», sino con la solidaridad de los bajos fondos.

Esto vale tanto para el elogio como para la censura. El primer texto, escrito con ocasión de un encuentro universitario sobre el «affaire» de los hermanos Philippe y Jean Vanier, intenta interpretar la decadencia de tres o cuatro figuras que se tendió a canonizar en vida o tras la lectura de sus libros. El segundo texto, a la inversa, partió de un discurso de gala que celebraba la obra de Dios a través de un sacerdote que recoge a niños perdidos en las calles de Manila. Ahora bien, si, a los primeros, no puedo tirarles la primera piedra, tampoco puedo lanzarle la última flor al segundo: «Todo hombre es débil. Y cualquiera que está al frente de vosotros, ¿qué es sino lo mismo que vosotros? Lleva el peso de la carne, es mortal, come, duerme, se levanta; nació, morirá. Si piensas lo que es en sí mismo, verás que es un hombre; sin embargo, tú, honrándolo como si fuera un ángel, cubres su debilidad... Pues ¿qué hombre puede juzgar a otro hombre? Todo está lleno de juicios temerarios. Aquel de quien habíamos perdido toda esperanza se convierte repentinamente y se convierte en el mejor. Aquel de quien habíamos esperado tanto, cae repentinamente y se convierte en el peor. Tanto nuestro temor como nuestro amor son inseguros. Qué es el día de hoy un hombre cualquiera, apenas lo sabe él mismo. Con todo, en cierta medida, él sabe qué es hoy; en cambio, qué será mañana, ni él mismo lo sabe. [... ] Al ver que su causa no tiene ningún fundamento, dirigen sus lenguas contra mí y comienzan a acusarme de muchas cosas malas, unas que las saben y otras que no las saben. [...] Pero lo que ahora ellos censuran, no lo conocen. Hay todavía cosas que censurar en mí; pero estas están muy lejos de conocerlas. Tengo que esforzarme mucho para controlar mis pensamientos, luchando contra las malas inclinaciones que me vienen, con una pugna larga y casi sin tregua contra las tentaciones del enemigo, que quiere derribarme. [...] Hermanos, ateneos a los hechos. El obispo Agustín está en la Iglesia católica, lleva su propia carga, y ha de dar cuenta a Dios: lo he conocido entre los buenos; si es malo, él lo sabe; y si es bueno, no por eso pongo en él mi esperanza. Esto es lo primero que he aprendido en la Iglesia católica: a no poner mi esperanza en el hombre»1.

Si san Agustín nos pone en guardia sobre sí mismo, ¿qué debería decir yo de mí? ¿Y qué decir de mi admiración por tal o cual religioso de mi tiempo? Sin duda, hay que considerar una cierta asimetría: conviene más alabar a los demás que alabarse a uno mismo, esto es incluso hermoso, y prueba que no somos mezquinos. Pero este elogio del prójimo, por justo o generoso que sea, debe contener siempre su reserva: el prójimo maravilloso en cuestión sigue siendo frágil y posible pecador, y hay que procurar no anestesiar su propia vigilancia.

Dios sondea los riñones y los corazones. Solo él dispone del juicio final. Mientras tanto, nos prohíbe juzgar a las personas. Sin embargo, nos ordena juzgar sus acciones tal como se presentan, no tanto para fustigarlas o incensarlas como para hacer justicia, advertirnos e incitarnos a hacerlo mejor. La pregunta dirigida a Caín: ¿Qué le has hecho a tu hermano? se dirige tanto más a mí por el hecho de que imagino que solo vale para Caín. En cuanto me rehabilito, echando toda la culpa a ese mal hermano mayor (o mala hermana, no querría dar la impresión de ser sexista), lo mato en espíritu, lo que no es mejor que noquear materialmente a Abel, aunque ensucie menos.

Habrán reconocido el problema de la viga y la paja, el misterio del buen grano y la cizaña, el doble escándalo de los lobos disfrazados de ovejas y de los corderos enviados en medio de los lobos, como ustedes quieran, siempre que admitan que la Buena Nueva no nos facilita las cosas. Algunos de mis antiguos estudiantes, que, a través de sus familias o de sus escritos, han recibido mucho del padre Marie-Dominique Philippe, me han acusado de aullar con la manada. ¿Debería balar con el rebaño? Por mi parte, me limito a hablar desde donde estoy, de un modo que pretendería ser más confesional que condenatorio, sabiendo lo cómoda que es la crítica y lo difícil que es la virtud. Nada más lejos de mí que el deleite de los «fisgones». Ya tengo mucho que hacer con mi propia basura, y soy demasiado orgulloso para contentarme con blanquearme exhibiendo la suciedad de los demás. En resumen, no presumo de estar en el lado correcto. Lo que pido es que recen por mí para que el Eterno me ponga en él.

En el fondo, a causa de todo lo negativo que hay en mí y que me asfixia, amo lo positivo, la jornada primaveral, las causas de alegría. Lo que me interesa aquí no son las sombras, sino la luz sin la cual estas no podrían proyectarse. Esta luz es la de la Encarnación, la del riesgo nupcial e inaudito de un Verbo divino que se confía a la carne, y por tanto a la mediación humana, para lo mejor y para lo peor. Detrás del horror, siempre hay un amanecer que se degrada. Detrás de la posibilidad de perversión, el don maravilloso de una libertad. No puede haber caricatura sin un hombre que sea en primer lugar a imagen de Dios. No puede haber traición si antes no ha escuchado usted la llamada de la fidelidad, hasta el punto de convertirle en eco de ella. En una palabra, solo se abusa de las cosas buenas, y son estas cosas buenas las que me atraen más allá o más acá de su abuso.

Lo he comprobado por mí mismo. A pesar de la oscuridad de mi alma, he podido ser un intermediario de cierta claridad para otros. Algunos me han contado que fueron conducidos a la conversión o a su vocación leyendo un libro mío, escuchando una conferencia, o incluso viéndose sumergidos en la agitación de mi vida familiar, mientras cambiaba un pañal y gritaba a mi hijo adolescente por no haber ordenado su habitación. Admiraban la escena, pero no han mirado de reojo hacia los bastidores. Aunque se sientan en deuda conmigo, sigo siendo un pecador y valgo menos que ellos, a menos que el Todopoderoso venga en mi ayuda.

De ahí la apuesta personal de este trabajo. Si alguna vez caigo desde toda mi altura (no me refiero a mis habituales revolcones), cuando tantos otros han caído desde un promontorio más eminente, ¿habrá quedado por ello obsoleto lo que yo haya transmitido? Puede ser que la pendiente haya sido enjabonada por errores sustanciales. Entonces sería indispensable proceder a un auto de fe, y suplico a los que me quieren que enciendan la hoguera. Pero, si el trigo puro crece con la inevitable cizaña, sería un error, al arrancar la cizaña, despreciar a los indigentes que han espigado de la misma parcela lo que necesitan para hacer su pan. Pido piedad para ellos, no para mí.

Pentecostés es una apuesta divina. El Santo elige pasar a través de pecadores. La Salvación se pone al nivel de nuestros mediocres «¡hola, chicos!»2. El Espíritu, no de arriba abajo, sino de abajo arriba, a través de la sucesión apostólica, asume nuestras bocas y nuestras manos, para el rescate de nuestros balbuceos y nuestras torpezas, a riesgo de nuestros engaños y de nuestras manipulaciones. Esta mediación humana que implica la redención por la modalidad de la encarnación (podría haber habido otros modos, menos dramáticos, pero menos generosos) remite a los nombres de discípulos y de testigos. Del mismo modo que lo propio del discípulo es ser la voz y no el Verbo, lo propio del testigo es dar testimonio de algo distinto de él, de algo que le supera. Por desgracia, hoy la palabra «testimonio» se entiende en un sentido distorsionado, autobiográfico, por no decir egocéntrico, aunque la reforcemos con ¡Señor!¡Señor! al hilo de su success story. Equivale a promover la experiencia contra una inteligencia siempre sospechosa de intelectualismo, y la emoción contra una responsabilidad siempre llena de apuros. El itinerario individual sustituye al Camino, la sinceridad a la Verdad, la vivencia a la Vida.

El cristiano, sin embargo, no da testimonio de su propia santidad. Da testimonio de la Santidad de Cristo, y puede seguir dando testimonio de ella aunque sea alcohólico y concubino, siempre que siga diciendo la verdad y se remita a la autoridad de la Iglesia. Por eso es posible recoger frutos de comunidades cuyos fundadores llevaron una doble vida, turbia o marrullera. A buen seguro, se puede reconocer un árbol por sus frutos, pero si en este caso hay buenos frutos, y más aún si cuelgan del extremo de una rama seca cuya conexión acaba por romperse, es porque el árbol es siempre y ante todo aquel que dijo: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. [...] Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,1.5). Para unos, los cauces tortuosos y oxidados habrán contaminado la fuente; pero hay que admitir que, para otros, a través de ellos, a pesar suyo, ha conseguido pasar el agua viva.

Lo hagiográfico y lo periodístico

Soy menos teólogo que filósofo, y menos filósofo que poeta —en el género tragicómico—. Para mis ojos —y más aún para mis oídos— las cuestiones de estilo son esenciales. Por eso no me parecen en primer lugar estéticas, sino éticas (el cineasta Jean-Luc Godard decía en el mismo sentido: «Los trávelinson asunto de moral»). Decir la verdad no implica solo exponer los hechos, sino hacerlo de la manera correcta, «a quien debe decirse y en la cantidad y en el momento oportuno y por la razón y en la manera debidas»3. Los exégetas saben que discernir los «géneros literarios» es decisivo para entender bien la Biblia. Además, hay mucho que pensar en la simple constatación de que la Revelación se da a través de historias y no de un tratado de espiritualidad o de moral.

¿Por qué es narrativa y plural esta sabiduría? ¿Por qué nos habla de dramas firmados con nombres propios y no más bien de una doctrina intemporal que enlaza conceptos universales? ¿Por qué su lógica se ve constantemente zarandeada por las degeneraciones de una genealogía? Este estilo de la Revelación nos revela ya algo primordial: el Padre no quiere ejecutantes, sino hijos; no nos llama a un programa, sino a una aventura, con sus imprevistos y su cotidianidad, sus levantamientos, sus recaídas y sus tiempos muertos.

Con respecto al tipo de personalidades que interesan a nuestro trabajo, se recurre a dos tratamientos más o menos narrativos, ambos bastante alejados del estilo de las Escrituras: el periodismo y la hagiografía. Lejos de mí la idea de excluirlos o menospreciarlos. Concedo a cada uno su valor y su función, su relación con la verdad, según la Carta de Múnich o el modelo de las Acta sanctorum.

El periodista tiene la preocupación de la exactitud, el hagiógrafo, de la edificación. Si el primero se contenta con los hechos, el segundo puede recurrir a la fábula, no para mentir, sino para realzar la moraleja de la historia. La leyenda puede ser dorada, pero al menos tiene ese objetivo de estímulo y exhortación del que carece la objetivación del reportaje. Sin embargo, este último, que aspira al scoop y no a las fioretti, a las noticias y no a la buena noticia, en principio las despoja de todo embellecimiento, pero no por ello deja de saber orquestar el bombo, disponer el escaparate de las novedades, sobre todo cuando se trata de mostrar al rey desnudo.

El gesto periodístico es principalmente un levantamiento del velo, la gesta hagiográfica, una toma del velo (o del hábito). Esta apunta a un acontecimiento irreversible: la metanoia, el milagro, el martirio y, finalmente, la caída del caballo en el camino de Damasco —los Hechos de los Apóstoles no mencionan ningún caballo, pero los estribos vacíos dan una mejor idea de la pirueta del alma—, de modo que hay un antes y un después, no hay vuelta atrás, pues el dedo de Dios ha golpeado como un rayo. El gesto periodístico, más horizontal, subraya la reversibilidad y la inestabilidad de todas las cosas aquí abajo: la roca tarpeya no está lejos del Capitolio, el pináculo sigue a la picota. Así, cuando el amante de los periódicos ve caer al gran hombre, suspira brevemente: «Así va el mundo...» y se sirve un segundo vaso de whisky, mientras que el amante de las historias piadosas, incapaz de creer lo que ven sus ojos, al no poder soportar ver deconstruida su edificación, exclama ampliamente: «¡Es el fin del mundo!» y después, o bien levanta una pira, o bien frunce el ceño en señal de negación.

Se supone que el buen periodismo debe preservarnos de estos extremos. Las vicisitudes del siglo, dentro de cuyo lapso debe mantenerse, le prohíben todo contacto con lo absoluto. Por eso no entra más que en la prosa de los affaires y los sucesos, mientras que la hagiografía exalta las devociones y los prodigios. Esta oposición de perspectivas las lleva a enfrentarse, pero también, como en un juego de balancín, a justificarse a su vez, como compensación necesaria. Cuando la primera plana se excede en la triste exhibición de las bajezas cotidianas, la pomposidad compensa embelleciendo la custodia de las acciones santas, y viceversa. Cuanto más desenmascara uno, más aurolea el otro; cuanto más pedestaliza el otro, más desmonta el uno, y es justo que así sea —para vivir, hacen falta encuestas y entusiasmo—. Si el periodismo fuera el exclusivo vencedor, no habría más que el recuento de los hechos. Si fuera la hagiografía, el cuento de hadas se apoderaría de todo el espacio.

De las «revelaciones» a la revelación

Al oscilar de uno a otro, sin embargo, perdemos el paso del equilibrista, con su visión más amplia, a ambos lados, y su paso más meticuloso, en la línea de la cresta. La hagiografía, al ignorar la recaída, no piensa con bastante profundidad la gracia; el periodismo, en su estriptis, nunca llega al meollo de la cuestión.

A los «representantes de los medios de comunicación», tres días después de su elección al sumo pontificado, Francisco les dijo con picardía: «Como ha repetido tantas veces Benedicto XVI, Cristo está presente y guía a su Iglesia. En todo lo acaecido, el protagonista, en última instancia, es el Espíritu Santo. [...] Es importante, queridos amigos, tener debidamente en cuenta este horizonte interpretativo, esta hermenéutica, para enfocar el corazón de los acontecimientos de estos días»4.

Los acontecimientos espirituales, si los hay, no pueden leerse bien más que en el Espíritu. Cuando el periodista propone una lectura social, política o psicológica, se queda en la superficie. Si se limita a informar de los hechos con imparcialidad, es como quien pronuncia muy bien una lengua extranjera, con el acento, pero no la entiende. Ya en el teatro, una misma escena no tiene el mismo significado según el género que la subtitula: farsa, melodrama, tragedia griega o cuento judío... Es importante conocer la inspiración que atraviesa la réplica, el tono que puede cambiar por completo el sentido.

Ahora bien, la hermenéutica del Espíritu requerida por Francisco no puede limitarse al sobrenaturalismo de muchos hagiógrafos, ni al ventriloquismo que se permiten en nombre del «misterio». Lo mejor, a fin de criticar sus complacencias, no es recurrir a las ciencias históricas, que permanecen en la falsa posición del espectador no comprometido (se puede pretender juzgar con distancia las opciones de Churchill durante la batalla de los Dardanelos, ¡y aún!, pero cuando está en juego el propio destino —tua res agitur— la pura objetividad es síntoma de que no se ha comprendido en absoluto el objeto en cuestión). Para una crítica justa de la hagiografía, lo mejor es citar a Bernadette Soubirous en su lecho de enferma. Suspiró a sor Casimir Callery: «Me gustaría que se contaran los defectos de los santos y lo que hicieron para corregirse; eso nos serviría mucho más que sus milagros y sus éxtasis».

¿Qué desea la verdadera santa? Coger a los santos en falta, tener ejemplos para corregirse ella misma, considerar el peligro de caída del que nadie está nunca a salvo, y menos que nadie el que suscita el Altísimo: ¿no vimos a Satanás, el primero de los ángeles, caer del cielo como un rayo? (Lc 10,18).

El deseo es muy representativo de esta joven bigourdana, más pequeña que la «petite Thérèse». En su caso, ni siquiera una «pequeña vía», sino el testimonio de una emboscada —que no deja de recordar a Moisés y la zarza ardiente—. La pobre niña pasaba por allí y le cayó encima («No comprendo que la Santísima Virgen se mostrara a Bernadette», refunfuñaba la madre Marie-Thérèse, su superiora en el convento de Nevers, «¡hay tantas otras almas tan delicadas y elevadas! ¡En fin!»). En la gruta de Massabielle, ella no buscaba ni a Dios ni un manantial, solo leña para el hogar del calabozo familiar, y de pronto se le apareció la Hija de Sión y le habló en su propia lengua, en su dialecto, para que comprendiera que lo que declaraba era incomprensible en sí mismo y no a causa de una oscuridad lingüística: Que soy era Immaculada Councepciou...

El dogma se baña en salsa bearnesa. Bernadette guardará para siempre esa mirada de sorpresa y ese sentimiento de indignidad. Conocía su debilidad: «¡Eso hierve ahí dentro! Cuando, veinte años más tarde, el obispo de Rodez la invitó a hablar de las apariciones, le repugna hacerlo: «Todas esas cosas pasaron hace mucho, mucho tiempo. Ya no me acuerdo. No me gusta demasiado hablar de ello, porque, Dios mío, ¡si me hubiera equivocado!». Cree que se ha equivocado de persona, precisamente porque no es más que una campesina y la Reina del Cielo la trató como a una persona de calidad: «Me miró como quien habla con otra persona, me hablaba de usted...».

Aquí no hay nada más. La mística más elevada se encuentra con la cortesía más elemental: mirar al otro, como una persona habla con otra, dejarle pasar diciéndole «usted primero», reconocer que uno puede haberse equivocado... Cuando Bernadette fue a contar su improbable encuentro al reverendo Marie-Dominique Peyramale, sus palabras de verdad fueron francamente muy distintas de las intenciones del hagiógrafo: «No me han encargado hacérselo creer, lo que me han encargado es que se lo diga».

La diferencia con el hermano Thomas Philippe se manifiesta inmediatamente cuando este pretende haber tenido sus propias apariciones marianas. Se creía el elegido de una mística por encima de la decencia común, reúne a su alrededor a una élite de iniciados en el «secreto», al margen del vulgumpecus, todo lo contrario de esas multitudes ordinarias y calamitosas que acuden a Lourdes tan pesada, tan humanamente...

Frente al «religioso famoso» del que vamos a hablar, la mayoría de nosotros no adopta, pues, más que estas dos perspectivas, las historias piadosas o las news, ambas muy faltas de profundidad dramática, y más aún de examen de su propia conciencia. Cuando, por un lado, no vemos más que mártires o monstruos; por el otro, en la medida en que lo fáctico requiere a pesar de todo la puesta en orden de una interpretación, echamos mano de las categorías del momento, usamos y abusamos de la palabra «abuso», tomamos particularmente el término «influencia». Aquí, es el «santo perseguido» o lo «demoníaco»; allí, el «perverso narcisista» o «la mala gobernanza sistémica». Y henos aquí, condenados o bien a anticiparnos al juicio de Dios, o bien a limitarnos a los análisis mundanos o a los meandros judiciales. Tanto lo uno como lo otro tienen su necesidad, pero al oscilar únicamente entre una facticidad morosa y la indignación fanática, nuestra mirada carece de una luz más interior. Nos quedamos estupefactos ante las «revelaciones» sobre fulano, porque olvidamos considerarlas en el acontecimiento de la Revelación. No ahondamos en el escándalo y la locura hasta el nivel del escándalo y la locura de la Cruz.

Aunque nos consideremos cristianos, apenas pensamos en la Iglesia, a partir de ella y de su enseñanza, estos dramas, que tienen lugar en la Iglesia. Los leemos por todas partes, salvo a través de la Escritura y la Tradición. Si Pascal escribió una «oración para pedir a Dios el buen uso de la enfermedad», ya va siendo hora de que nosotros le pidamos el buen uso del «abuso». Además, ya nos ha dado una respuesta en la Biblia (en ese registro, la respuesta siempre es anterior a la demanda, y es el pedir lo que más nos aprovecha, lo que más nos enaltece, especialmente cuando no somos escuchados). No es que la Biblia nos ofrezca soluciones de gestión. No suprime el drama, lo consuma, hasta mostrarnos cómo se mata al Salvador, es decir, cómo se abusa de la misma Biblia.

La Serpiente entra ya desde el principio en el jardín con las apariencias de guía espiritual. Pretende discernir con la mujer lo que debe ser realmente para ella el bien y el mal. Utiliza el resorte del capítulo 1, ser a imagen de Elohim, a fin de incitarla a ser como unos Elohim. Reinterpreta el mandamiento del capítulo 2 en sentido rigorista, para permitirse pronto ser laxista: Dios ha dicho: «No podéis comer de ningún árbol del jardín...». ¿Sí? Pues adelante, incluso de este, porque Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos (Gn 3,1.5). «Dios ha dicho», «Dios sabe», argumenta la Serpiente so capa de exégeta o de teólogo.

En cuanto al primer hombre, no abusa de la palabra de Dios, sino de su compasión: —La mujer que me diste, Señor, la que pusiste bajo mi guarda, es la que me dio fruto del árbol, y yo lo comí, por amor, para seguir estando con ella, en su debilidad. Como lo resume vigorosamente el dominico Emmanuel Perrier: «La coartada es unirse al otro en su miseria»5.

De hecho, en los casos que nos interesan, la influencia se vale de una etiqueta evangélica. Es una influencia por dejación, un abuso en nombre de los «pequeñines», del amor de amistad, de la compasión por las víctimas, de la afirmación de que uno mismo es víctima. Es un aplastamiento que se produce a través de una humildad exhibida, la admisión del propio orgullo-como-todo-el-mundo (para no entrar en los detalles del propio pecado), el abandono joánico sobre el pecho de Cristo o en el seno de María... Como un niño en brazos de su madre, cantamos con David (Sal 130,2), pero es para ser juzgados por la profecía de Isaías (3,12): Mi pueblo tiene por opresores a niños...

Aquí el acusado aboga por el inocente. Es el dulce autor de Jesús Vulnerable. Predica un retiro titulado Seguir al Cordero (que también sugiere a sus oyentes que troten en silencio hacia el matadero). Cree poder indicarnos la vía exprés para librarnos por completo de la confusión de las pasiones humanas: «La sensibilidad es divina por la caridad; se transforma desde el interior por el amor divino. Ya no es la gruesa sensibilidad pasional, ¡es la sensibilidad del Cordero, del que ama!»6. Y ahora, por haber pretendido tener una sensibilidad enteramente caritativa y divina, se produce el gran retorno de lo reprimido.

El lobo y el cordero según la fuentede los evangelios

¿Cómo no caer en la tentación de invertir la moraleja de la fábula? Yo podría haber escrito en el exergo de este libro: «La razón del más débil es siempre la mejor: vamos a demostrarlo dentro de un momento». Mucho antes que Molière y Nietzsche, el Buen Pastor nos alertaba contra estas falsas apariencias que las nociones de hipocresía o tartufismo no bastan para expresar (y no se trata de invitarnos a la desconfianza, sino a una fe más teologal): Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces (Mt 7,15).

El lobo de la parábola no es el simple rétor de la fábula, que se justifica ante un cordero que no se deja engañar. Sabe arrebatar, en los dos sentidos de la palabra7. No es menos encantador que raptor, presentándose como una oveja maternal o como pastor previsor, sin duda encantado de sí mismo, nublado por los embrujos de su propia dulzura. Porque, para complicar el affaire (lo que prueba que no se trata de un simple «affaire»), los lobos en cuestión —o los machos cabríos, si ustedes prefieren— están generalmente persuadidos de que son buenas ovejitas: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos (Mt 25,44). Y para hacer el affaire inextricable, el verdadero Cordero es juzgado blasfemo y mistificador por los sumos sacerdotes (Mt 26,65), mientras que la Bestia imita la resurrección: Y vi que una de sus cabezas estaba como herida de m uerte, pero su herida mortal se había curado