El actor de cine - José Alberto Lezcano - E-Book

El actor de cine E-Book

José Alberto Lezcano

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Beschreibung

En tiempos de acceso a la información por medios digitales, muchos se preguntarán la validez de un diccionario como este. Pero cómo orientarse en esa entramada red de las principales figuras del cine, sin un mínimo de conocimientos de las que han dejado una huella importante a lo largo de más de un siglo de existencia del séptimo arte. Este peculiar diccionario, brinda información de primera mano con lo imprescindible que debe conocerse. Lo integra una selección de más de setecientos actores y actrices del cine universal, desde la era silente hasta la actualidad, precedido de un ensayo donde se abordan las principales claves de la actuación, como la interrelación escénica, el estilo, la voz, el sexto sentido, la importancia de la gestualidad, el vestuario, entre otros temas de gran interés, y se complementa con un anexo que aporta datos esenciales de una selección de más de cien actores y actrices nacidos en la segunda mitad del siglo XX, todos incluidos en el índice de actores. Con esta valiosa obra, fruto de años de dedicación a la crítica cinematográfica, también José Alberto Lezcano rinde homenaje a una profesión que le inspiró admiración y respeto desde que era un adolescente, hasta convertírsele en "una segunda piel".

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Seitenzahl: 454

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cuidado de la edición: Silvia Gutiérrez

Diseño de cubierta: Eduardo Moltó

Diagramación y composición digital: Enrique Mayol

Realización electrónica: Alejandro Villar

©José Alberto Lezcano, 2023

Sobre la presente edición:

©Ediciones ICAIC, 2023

ISBN:9789593043748

Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos

Ediciones ICAIC

Calle 23 no. 1155, Entre 10 y 12, El Vedado,

La Habana, Cuba

Correo electrónico: [email protected]

Teléfono: (53-7) 838 2865

Índice de contenido
Agradecimientos
Prólogo
Prefacio
Claves de un viejo oficio
La llave infinita
El estilo: más allá de una duda razonable
En busca de la epifanía perdida
Más allá de los cinco sentidos
Cantos de sirena y voces de ultratumba
El discreto encanto del vestuario
El serio arte de hacer reír
Latinoamericanos en el desfile
La nomina más transparante
Anexos
Figuras nacidas en la segunda mitad del siglo xx
Principales fuentes consultadas

A Cari, Denia, Meylin y Oxana, que me ayudaron en todo momento.

A Jorge Luis, especialista en resolver problemas.

Al Negro, que cooperó sin tregua en las búsquedas de archivo.

A los que se asomaron al libro cuando este empezaba a caminar y lo fortalecieron con sugerencias

oportunas y advertencias muy vitales.

Agradecimientos

Se impone dejar constancia de mi gratitud a diferentes personas e instituciones que posibilitaron mi acceso a diversas fuentes de consulta o protegieron mi proyecto con una actitud solidaria y entusiasta:

A la Biblioteca Provincial pinareña “Ramón González Coro”, en su departamento de Hemeroteca y la sección de libros sobre el arte cinematográfico, donde tuve la oportunidad de ampliar mi registro de intérpretes, confirmar datos sobre su filmografía y precisar determinados aspectos teóricos.

A la Biblioteca Nacional “José Martí”, que puso a mi alcance varios textos especializados, con un caudal informativo a todas luces importante.

Al Centro Provincial de Cine de Pinar del Río y su dinámico responsable de la Videoteca, Orlando Valdés Camacho, que me facilitó generosamente una serie de películas imprescindibles para el desempeño de mi trabajo.

A Ramón Brizuela, excelente periodista e internauta calificado, que dedicó buena parte de su escaso tiempo libre a rellenar lagunas de mi archivo.

A Julio César Rodríguez, técnico de Radio Guamá y cinéfilo incondicional, por una colaboración tan espontánea como valiosa.

A Mercy Ruiz y demás responsables de la presente edición, que asumieron el proyecto con un interés y un respaldo sin límites.

A Rufo Caballero, mi admirado colega, el primero en enterarse de la gestación de este libro, al que brindó apoyo y carta de crédito.

A Frank Padrón Nodarse, mi coterráneo y amigo, por sus constantes palabras de estímulo y por el prólogo para esta edición.

A Mario Naito, por los datos y sugerencias que aportó al texto.

Y, de manera muy especial, a Silvia Gutiérrez que, al cuidado de la edición, desplegó responsabilidad, rigor y esfuerzo para que el libro respirara y emprendiera la marcha.

A todos, mi reconocimiento sincero.

Prólogo

A José Alberto Lezcano le debo algo más que un prólogo. Ya he dicho en otros lugares que gracias a él, cuando siendo un niño comencé a leer sistemáticamente sus crónicas de cine en el diario Guerrillero de nuestro Pinar del Río natal, me interesé vivamente por tal ejercicio, al punto de que no demoró mucho la decisión: quería dedicarme profesionalmente a aquello, quería yo hacer lo mismo “cuando fuera grande”, de por vida.

Y no solamente a la crítica, sino a la manera que de ejercerla tenía ese “primer maestro”: el uso elegante y coloquial de la metáfora como vehículo al desentrañamiento de esencias; las abundantes citas, alusiones y referencias literarias, fílmicas y en general culturales, en un momento donde aún no llegaba a nosotros el posmodernismo; la agudeza que permitía develar enveses y significados no siempre a flor de piel, mientras se alejaba con frecuencia de las exégesis al uso o “a la moda” respecto a otros abordajes dentro de la praxis “nacional” del oficio.

Todo ello instaló definitivamente en mí una convicción: sin dejar de ser analítica, profunda y por tanto seria, la crítica y su hermana mayor, la ensayística, tenían que implicar, por sobre todas las cosas, una lectura placentera, no una mera obligación del estudioso que en-frenta aquella como lo hace de mala gana el estudiante universitario en vísperas de una tesis, a quien por ello esperan engorrosas investigaciones, equivalentes con frecuencia a purgantes, de seguro muy enjundiosas y sabias, pero difíciles de tragar; en fin, eso que el humor popular ha calificado con su habitual precisión como “la metatranca”.

Si algo valoré en la obra de Lezcano desde el inicio fue la propiciación de ese goce estético, para nada diferente del que ofrece la más lírica e intimista poesía o la narrativa menos “objetiva”, lo cual, significa en sí mismo toda una postura ante el ejercicio del criterio: su definitiva inserción dentro de la literatura, por muy científica y documentada que sea, por muy buen uso que haga de la teoría más avanzada y reconocida, de terminologías y nomenclaturas que la sitúen entre lo más respetado de los ismos y las escuelas de pensamiento.

Ya fuera en esas humildes reseñas de periódico provincial o en las mucho más amplias y especializadas que fueron apareciendo en El Caimán Barbudo o Cine Cubano, Lezcano se proyectaba como el crítico observador y preciso, pero a la vez elegante y refinado, sagitario tan implacable como impecable, científico actualizado y riguroso, a la vez que literato culto y de vuelo.

Y así continuó siendo cuando emprendió, acaso un poco tarde (pero ya se sabe que nunca lo es según la dicha) esa empresa mayor que son los libros. Su ópera prima, La magia del laberinto,1 rastreaba con originalidad y conocimiento de causa diversos rumbos y sentidos del llamado séptimo arte, utilizando como pretexto aquel tropo recurrente en la literatura y el propio cine.

1 José Alberto Lezcano, La magia del laberinto, Ediciones Hermanos Loynaz, Pinar del Río, 2005.

Este segundo volumen que ahora tienen ustedes en sus manos focaliza otra pasión del estudioso e investigador: los actores. Sus distintos métodos y escuelas; las clasificaciones y agrupaciones según varios puntos de vista; las etapas, movimientos y países generadores, entonces, de tendencias y estilos variopintos; los géneros artísticos que coadyuvan otras tantas maneras de enfrentar el arte histriónico, son analizados por José Alberto Lezcano con su habitual singularidad, hondura y gracia.

La llave que esos hombres y mujeres que representan, encarnan y (se)transforman, introduce en los complejos mundos que de un modo u otro asumen; la polémica cuestión del llamado “estilo”; el peculiar y especial don que significa la “epifanía”; el “sexto sentido” de quienes interpretan (o pretenden hacerlo); la importancia de la eufonía y la gestualidad; la no menor del vestuario; el difícil empeño de los comediantes y la peculiaridad del cine latinoamericano, son algunos de los interesantes ítems que aborda el autor en los capítulos iniciales.

Si en cuestiones de exégesis, valoraciones y criterios sobre cualquier materia estética la subjetividad es esencial e imprescindible, en pocos terrenos lo es tanto como cuando el objeto de estudio resulta el que precisamente da cuerpo a este libro: las actuaciones. Terreno movedizo, resbaladizo y (por ello) peligroso, si hay nombres y desempeños en los que parece haber consenso absoluto, indiscutible, en otros tantos (incluso aquellos canonizados y al parecer libres de dudas y discusiones) siempre es posible que se introduzca la duda razonable, o incluso, llegando más lejos, la afirmación que echa por tierra sacralizaciones al parecer inobjetables.

Lezcano es de esos críticos no solo dueños de opiniones muy personales, sino de quienes son capaces de argumentarlas y fundamentarlas ante las más cerradas inquisiciones, de ahí que sus juicios sobre actores y actuares sea tan subjetivo como sólido y respetable, por lo cual, aun disintiendo de ellos, merecen el mayor de los respetos.

Apasionado como todo cinéfilo, no es sin embargo menos sereno y racional a la hora de evaluar, sopesar y “dictar sentencia”. También es dialéctico. Recuerdo por ejemplo, que hubo alguna lejana etapa en que no simpatizó mucho con cierto “monstruo sagrado”, sin embargo, el tiempo, la experiencia y el propio estudio, lo llevaron a corregir tales apreciaciones; en otros casos ocurrió lo contrario: determinado ídolo se le cayó (al menos un poco) de su altar, pues quizá al principio no distinguió mucho sus pies de barro; en la mayoría de los casos, eso sí, sus apreciaciones iniciales, juveniles, solo se corroboraron con los años, a la vez que se incorporaron otras, fruto de una creciente sabiduría.

Lo cierto es que los iluminadores y certeros estudios introductorios constituyen otras llaves (semejantes a la de los actores) para aplicar muchos de esos asertos y códigos, por él manejados, al definitivo corpus del libro: el diccionario.

Ayuda de primera mano para estudiantes y estudiosos (sobre todo en un medio como el nuestro donde la Internet es rara avis) en un detallado índice alfabético, con fichas que ofrecen información de eso “imprescindible” que debe conocerse de tantos actores y actrices de los más diversos sitios, etapas y períodos (mucho más que el cine norteamericano de todos los tiempos, donde el autor es un verdadero experto y por lo cual se supera a sí mismo), la segunda parte del libro es eso. Y creo es bastante.

Pero a la vez, podrá ser mucho más, pues no solo por ese irrenunciable sentido dialéctico que señalaba, y que asiste (o debe hacerlo) a todo estudioso, sino porque dentro de algunos años el autor conocerá aún mucho más sobre lo que aquí discursa, y bien sabemos que se trata de una nómina (la de los actores) indetenible, ensanchable, de modo que dentro de una o dos décadas ya habrá que emprender otra edición, con añadidos, ampliaciones… ¿correcciones?: de seguro, eso sí, nuevos nombres y quizá, nuevos (o renovados) criterios.

Pero lo que ahora nos ofrece Ediciones ICAIC en este libro es algo sin dudas, como siempre exigían los antiguos romanos, dulce et utile: reporta el indudable placer de las lecturas gratificantes y enriquecedoras a la vez, y sobre todo, es de esos libros que no permanecen inactivos mucho tiempo en el armario.

Frank Padrón

La Habana, agosto y 2009

Prefacio

Desde mi muy lejana adolescencia –cuando me resultaba imposible determinar en qué momento un intérprete asumía su papel con sinceridad y hondura y en qué momento se limitaba a manipularlo con toda una serie de artimañas y trucos– mi fascinación por los actores se convirtió en una segunda piel. No tardé en aprender a separar la paja del grano, a comprender que la grandeza de un artista no siempre respondía directamente a su grado de popularidad y que el oficio del crítico, complejo al ciento por ciento, exigía con frecuencia ver la misma película cuatro o cinco veces para alcanzar conclusiones razonables. Con el paso de los años, mi atención se extendería sin tregua a los demás elementos de la realización fílmica –directores, guionistas, fotógrafos, etc.– y tomaría en cuenta que, en muchísimos casos, la mano experta de un cineasta no solo podía encubrir las limitaciones de un intérprete, sino también ponerlas en función de un personaje determinado. Nada de esto, sin embargo, ha disminuido mi interés por una profesión que, en sus manifestaciones cimeras, equivale a una cita sin final entre la realidad y la ficción. Exigiendo más y más a estos portadores de humor y dramatismo, ilusión y verismo, realidad y fantasía, surgió la idea de escribir un libro que, de algún modo, saldara mi deuda con ellos. Más tarde, el proyecto se salió de sus cauces, se hizo más ambicioso o más atrevido: ya no quedaría reducido a los llamados monstruos sagrados (los que marcan épocas, los que dejaron una antorcha encendida muy difícil de sostener por las siguientes generaciones). De este modo se convocó también a: 1ro) las figuras que se apoyan más en su magnetismo personal que en sus dotes interpretativas; 2do) los que fueron objeto de culto en otros tiempos y hoy se definen como falsas reputaciones; 3ro) los que, sin contar con una obra trascendente, son el pan nuestro de cada día en el cine estrictamente comercial; y 4to) los actores y actrices de nuestro continente que, en circunstancias con mucha frecuencia vulnerables, que van desde la falta de rigor en su formación hasta la impericia de diversos directores y el dilema de los papeles mal escritos, han logrado un sitio en las preferencias del público, incluso contra los dictados de la crítica.

Todo diccionario es una cadena de mutilaciones y el presente no es una excepción. Cualquier cinéfilo con buena memoria podrá detectar ausencias que juzgue más o menos injustificadas. A ello solo puede contestarse que una enciclopedia en varios tomos no alcanzaría para cubrir la nómina actoral de todos los países involucrados en este empeño. Es justo reconocer, no obstante, que las omisiones más sensibles en el libro corresponden a los actores de Asia y África, explicables ante todo por el limitado acceso del espectador cubano a películas procedentes de ambos continentes. En lo que se refiere al llamado cine occidental, ajustes de edición han obligado a prescindir de una legión de intérpretes secundarios, entre los que figuran muchos con capacidad para robarles cámara a opulentas estrellas; toda una constelación de divas y divos del cine silente, cuyos nombres han sido barridos por el polvo de los años, e intérpretes estelares que muy raras veces se ofrecen a la curiosidad de los públicos actuales.

Las pesquisas relacionadas con el año de nacimiento fueron acuciosas, pero chocaron con un muro de granito ante los actores que detestan confesar su edad y los artistas que declaran distintas fechas a diversas fuentes (un ejemplo: Marlene Dietrich aseguraba haber nacido en 1901... en 1902... en 1904... según su estado de ánimo). Ante esas confusiones, se adoptó la fecha más frecuentemente aceptada.

Como un medio de orientar al lector sobre el tema central, el diccionario es precedido de varios trabajos ensayísticos en los que se abordan cuestiones como la interrelación escénica, la voz, la dicción y los estilos. El énfasis en el método Stanislavski y la falta de observaciones sobre otras corrientes –ante todo, la brechtiana– se explican por el evidente peso que ha tenido el primero en el desarrollo actoral cinematográfico y la escasa repercusión de las segundas en ese proceso. Brecht se ha hecho sentir mucho más en los predios de la realización fílmica (lo que sería tema para otro libro) que en el área concreta de la actuación.

Por otra parte, la renuncia a valorar las figuras reseñadas en el diccionario está acorde con el carácter actual de este tipo de publicaciones y el de incontables muestras del pasado, para evitar el despliegue en pocas líneas de virtudes y defectos necesitados, sin duda, de una amplia disquisición. No obstante, las reflexiones y los ejemplos contenidos en la sección ensayística indican con claridad por dónde se mueven loa grandes aciertos en el campo de la actuación cinematográfica, de ayer y de hoy, así como las debilidades en que se incurre con mayor frecuencia.

Dos aclaraciones sustanciales: a) la extensión de las fichas no es obligatoriamente un índice de la importancia de los reseñados; b) la recurrencia de premios y distinciones, el muy publicitado Oscar, en primer término, aporta un dato más a las reseñas, pero no implica que, en todos los casos, el autor lo acepte como sinónimo de justicia académica.

Planteadas las reglas del juego, se invita a los lectores a sumergirse en este tonel de nombres verdaderos o falsos, puntos geográficos, títulos vigentes u olvidados, filmografías cercenadas en beneficio de la síntesis y trofeos ganados por el talento o sujetos a la simpatía y el azar. Que el brindis ignore a los malos actores y se alce por la eterna salud de los buenos: los que, haciéndose eco del ardiente ruego de Van Gogh, luchan para trasmitir “mentiras que sean más verdaderas que la verdad literal”.

José Alberto Lezcano (2009)

Claves de un viejo oficio

La llave infinita

“¿Mi método de trabajo? Muy sencillo. Sobre un papel en blanco hago dos columnas. En una escribo todo en lo que el personaje se parece a mí, en la otra todo en lo que no hay puntos en común. Después empiezo a trabajar, con todo lo que he apuntado en la segunda columna.”

Anthony Quinn

Detalles aparentemente insustanciales arrojan tanta luz sobre el trabajo del actor como las acciones consideradas muy significativas según criterios academicistas. Veámoslo ante la puerta principal de su casa, en el momento de introducir la llave en la cerradura. Su proyección admite diversas connotaciones. Entre ellas:

a) Contempla la llave por un instante, la introduce, la hace girar y desplaza su atención hacia la puerta que se abre.

b) Concentra su mirada en la cerradura y no desvía su atención cuando la puerta cede.

c) Denota cierta torpeza en la manipulación de la llave.

En cada caso hay una carga semántica diferente: en el primero, timidez, vacilación, algún descontrol; en el segundo, confianza, seguridad, familiaridad con la vivienda; en el tercero, tensión y desasosiego, sensaciones que pueden estar dictadas por motivaciones desprendidas del sujet (¿efecto del alcohol, de una repentina amnesia, del nerviosismo que lo domina tras una discusión?), o de la diégesis (¿se equivocó al elegir esta puerta, actúa bajo un poder hipnótico, obedece a una forma aguda de sonambulismo?).

Con la orientación –no siempre inteligente o precisa– del director, el actor ha de dar una respuesta que satisfaga el caudal de preguntas que suscita la simple acción de abrir una puerta. Lo que no debe escapar a la observación de un buen espectador es que el actor capaz sabe abrir la puerta del modo apropiado porque conoce cómo la abriría su personaje en ese momento específico. El actor deficiente incurre en ademanes errados o parásitos porque está muy consciente de que la llave no le pertenece o no logra eliminar la convicción de que la casa se reduce a la simple fachada construida en el estudio de filmación o es una vivienda real con la que él no se identifica.

Las posibilidades icónicas que puede contener una llave para el desempeño actoral dan paso a otras igualmente sugestivas y no menos inquietantes. Cuántas veces se ha insistido, por ejemplo, en que el cigarro puede ser un dispositivo erótico. En los tiempos en que el código de censura Hays controlaba con celo hipócrita toda manifestación abiertamente sexual en Hollywood, los amantes del celuloide tenían cigarros a su alcance, todo marcado por el aura humeante de una mirada provocativa o el mensaje que telegrafiaba la mujer cuando se llevaba el cigarro a los labios. Entre los años treinta y los cincuenta, el sexo tenía que ser sublimado: las chicas virginales mantenían los labios incontaminados, mientras las damas de vida más o menos turbia enviaban señales de humo llenas de sensualidad, como invitación reconocible al escarceo pasional. “Fumas demasiado”, le dicen a Rita Hayworth en Gilda, “solo la gente frustrada fuma tanto”. Ella arroja el cigarro y comenta: “Solo estaba deshaciéndome de mi frustración.” En el duro melodrama de Mervyn LeRoy, El puente de Waterloo (1940), el ingreso de Mayra (Vivien Leigh) en la prostitución no solo es anunciado por su nuevo atuendo y una personalidad más desenfadada, sino también por el cigarrillo que sostiene entre los labios.

Después de estudiar una larga serie de películas mexicanas de aquella época, un director codificó la variedad de estilos de fumar en las mujeres: “Paradas en una esquina, bajo un farol, llevándose la mano con el cigarro hacia los labios, dándole una profunda fumada al cigarrillo, lanzando el humo con todos los pulmones.” Un crítico concluía que “inconscientemente, esta imagen del cine nacional tomó una doble codificación: para ser puta hay que pararse en una esquina y seguir todo el ritual mencionado”.1 Las imágenes de Andrea Palma en La mujer del puerto y María Félix en La mujer sin alma corroboran en la memoria de muchos cinéfilos este culto al “humo que habla”. Asimismo, el cine negro de Hollywood, en su etapa clásica, se convertía en un muestrario del poder semántico del cigarro. No olvidar la presentación inicial de Lauren Bacall en Tener y no tener cuando aparece en la puerta y pregunta: “¿Alguien tiene un fósforo?” Humphrey Bogart registra su buró y le lanza una caja de fósforos que ella, lánguidamente, atrapa en el aire. “Sin duda es sorprendente –escribe Michael Wood– cuánto nos han dicho estos pocos segundos sobre la pareja y cuánto saben uno del otro, qué tan profundos son en su relación”.2 Claro, la situación estaba prevista en el guión y el director Howard Hawks le sacó provecho, pero nada habría sido posible sin la química especial que tenía el dúo protagónico. Otro ejemplo de la misma pareja: en Al borde del abismo se distinguen las siluetas de los amantes. Bogart enciende el cigarro de Lauren y después el suyo, antes de que los dos cigarros sean colocados en el cenicero, uno al lado del otro. Robert Sklar señala: “Esta es una pareja que tiene mejores cosas que hacer que fumar, como lo entendieron los espectadores de 1946.”3

1 Armando Partida, Semiología y teatro, Pueblo y Educación, La Habana, 1988, p. 113.

2 Citado por Robert Sklar, “Los que fuman en la pantalla”, en Sight and Sound, Londres, diciembre de 1997, p. 31.

3 Ídem.

No es ocioso apuntar que fue una gitana, la Carmen de Merimée –tantas veces recreada en la pantalla–, el primer personaje de ficción femenino con inclinación por el cigarro, o recordar que el dañino hábito fue un signo de independencia de la mujer en los inicios del cine hablado (ahí están Marlene Dietrich, Tallulah Bankhead y Mae West para comprobarlo), como que después pudo ser una expresión del adiós a la adolescencia y el febril deseo de crecer en la obra maestra de Truffaut, Los 400 golpes, o todo un sistema de claves internas y señales vitales entre Sailor (Nicolas Cage) y Lula (Laura Dern) en la notable cinta de David Lynch, Corazón salvaje.

Con una lógica que desafía todos los logicismos, el carácter icónico de bares, botellas y apartamentos repletos de bebida ha sido una constante del cine de todos los tiempos. Los hombres y mujeres alcohólicos ya clásicos de la pantalla grande (Ray Milland en Días sin huella; Susan Hayward en Destruida, Fiel a tu recuerdo y Mañana lloraré; Jack Lemmon y Lee Remick en Días de vino y rosas; Nicolas Cage en Adiós a Las vegas) trasladaron a Freud, por obra y gracia de sus intérpretes, al vulnerable terreno de la dipsomanía, para enfocar traumas de la infancia, inhibiciones de la adolescencia y tragedias de la edad adulta, en un panorama que, aun siendo deprimente, alerta y precave con más efectividad que diez conferencias magistrales sobre el tema.

El cigarro y la bebida encierran secretos. A la hora de sugerirlos o revelarlos, un buen actor distingue la línea divisoria entre lo general y lo particular, lo que marca al vicio como problema social y como problema individual. Esta doble operación no es sencilla, y exige una estrecha relación entre director e intérprete para que la morbosidad y los excesos naturalistas no lancen por la borda el tinglado humano que hay detrás de toda tendencia masoquista. El actor que posee una adecuada formación profesional, sabe que en la encarnación de un borracho no basta un cierto dominio de los elementos kinésicos (gestos, expresiones del rostro, estructuras gestuales), paralingüísticos (voz, entonación, acento, vacilaciones, susurros, gritos, etc.) y proxémicos (sentido del espacio, reacciones físicas ante los demás) para construir una imagen sólida y consistente. Esta requiere, además, obediencia a la idea de Quintiliano: “Cuando el arte se hace ostensible, parece faltar a la verdad.” Ha de evitar el facilismo, el calco mecanicista, las soluciones de emergencia. Cuando, en 1948, el director John Huston le asignó a Claire Trevor un papel de reparto en Huracán de pasiones (Key Largo), se limitó a decirle: “Es alcohólica, habla mucho y mete los codos en todas partes.” Con esas indicaciones, la actriz entregó una memorable faena, tal vez la mejor en un elenco de consagrados, y obtuvo un merecido Oscar. Su secreto: por encima del alcohol, la verborrea y los codos intrusos, comunicó al papel un ácido aliento humano. La llave que conduce a la interioridad de un personaje es un subjetivismo racional, no aberrante, aunque a veces hiera la mano que la sostiene.

El estilo: más allá de una duda razonable

“Claro que interpretar en cine es distinto a hacerlo en el teatro. En cine el trabajo se fragmenta, se hace sobre la base de de pequeños segmentos, unas veces más obvios que otras. La aproximación, la preparación, es también diferente, menos continua...”

Morgan Freeman

Aunque la actuación, en el terreno profesional, abarca por lo menos cuatro siglos de la civilización occidental, y pese al hecho de que todo el mundo ha visto alguna vez actuaciones de uno u otro tipo, se impone reconocer que el tema permanece oscurecido por una mayor vaguedad teórica que la presente en otras ramas del arte. Se observa, como resultado, que los repetidos intentos de clasificar a los actores según compartimentaciones rígidas suelen chocar con diversos obstáculos.

En el teatro francés, la vieja división entre diderotianos (actores que interpretan con la mente más que con el corazón: precisos y minuciosos, componen exteriormente y lo calculan todo) y rejanistas (los que son calor, explosión, sensibilidad en movimiento) ha perdido terreno porque resulta casi imposible citar ejemplos puros en cada categoría. En el cine, la cerca que separa a los actores estudiosos (dueños de una técnica exigente y rigurosa) de los intuitivos (movidos ante todo por la cuerda emocional e impresionista), se ha visto magullada por la comprobación de que ambas proyecciones, en los intérpretes más capaces, no viven independientes una de otra sino interrelacionadas de algún modo en todo su desempeño. Igual suerte han tenido los esfuerzos por encasillar a los actores en los apartados de elocucionales y corporales, o la pretensión de dividirlos en prácticos (de reacciones rápidas y funcionales) y conceptuales (dominados por la exploración, a veces recargada, de móviles y subtextos).

De mayor interés fueron, entre 1930 y 1960, las disquisiciones sobre los estilos de actuación, ante todo, porque el panorama cinematográfico de aquellos tiempos se apoyaba en una nítida ubicación de escuelas y tendencias. Cualquier estudio serio que se haga de las figuras que monopolizaban la atención de público y crítica en aquellas décadas, tendrá que ocuparse de las muy contrastadas corrientes que nutrieron el oficio de los actores.

El realismo, por su riqueza, fue sin duda la vía más aceptada y la que provocó mejores resultados artísticos. El proceso de captación de la vida “tal como es”, se oponía de entrada a todo lo que pudiera sugerir una evasión del mundo real hacia el terreno de lo puramente imaginario o escapista. Hubo un realismo negro, servido con maestría por James Cagney (El enemigo público, Ángeles con caras sucias, Alma negra), Humphrey Bogart (El bosque petrificado, Su último refugio, Tener y no tener), Edward G. Robinson (El pequeño César, El último gánster, El hermano Orquídea) y, en Francia, Jean Gabin (Los bajos fondos, Pepe LeMoko, Entre dos luces).

Hubo un realismo gris –espacio concebido para personajes que viven, como en sordina, grandes y pequeñas peripecias– representado con autoridad por Henry Fonda (Solo vivimos una vez, Las viñas de la ira, Cuentos de Manhattan), James Stewart (Caballero sin espada, Vive como quieras, Qué bello es vivir) y, sobre todo, por Spencer Tracy (Capitanes intrépidos, Con los brazos abiertos, Con toda el alma). Un intérprete venerado en su tiempo y hoy bastante olvidado, Paul Muni, en la primera década posterior a la llegada del sonido pasó del realismo negro de Caracortada y Yo soy un fugitivo, a las claves del naturalismo, con sus imágenes de personajes de la vida real (el científico Louis Pasteur, el escritor Émile Zola), caracterizaciones marcadas por un puntillismo en los detalles (maquillaje exhaustivo, investigación acuciosa en archivos y bibliotecas para lograr una cabal representación de los personajes) que, en una revisión, delatan ciertas dosis de formalismo apergaminado.1

1 Este mismo fenómeno se ha hecho sentir con frecuencia en filmes de distintas nacionalidades centrados en personalidades históricas relevantes. En la antigua Unión Soviética, Lenin fue interpretado en diversas películas. Hubo actores que erigían estatuas con gran semejanza física pero sin la visión totalizadora de un ser humano (descartaban el sentido del humor del dirigente o se perdían en una selva de manierismos y clichés). El mejor de todos, quizás para siempre, fue Boris Schukin, que lo encarnó en dos ocasiones bajo la dirección de Mijail Romm, seguido de Maxim Strauj, que lo interpretó en tres películas de Serguei Yutkevich.

Entre las actrices, el naturalismo tuvo exponentes más o menos sistemáticos en Bette Davis (La tempestuosa, La loba, Qué pasó con Baby Jane), Katharine Hepburn (La mujer del año, La reina africana, Locura de verano) y Simone Signoret (Casco de oro, Las brujas de Salem, Almas en subasta), y aflora en varios trabajos de sus colegas masculinos Charles Laughton (El jorobado de Nuestra Señora de París, Motín a bordo y En mi casa mando yo), un artista de proyección pantagruélica pero incapaz de traicionar a sus personajes, y Alec Guinness (Ocho sentenciados, El prisionero, El puente sobre el río Kwai), que ni en la farsa perdía su orientación realista.

Con toda propiedad puede hablarse también, en el contexto de esa época, de un realismo clasicista liderado por Laurence Olivier (Enrique V, Hamlet, Ricardo III) y asumido a veces por Richard Burton (Príncipe de actores, Becket, Alejandro Magno). Primaba aquí la noble elegancia del gesto, el manejo de la voz como un instrumento privilegiado, la visión del destino trágico como un mandato de los dioses. La contrapartida venía gestándose desde la primera mitad de los años cuarenta, cuando cobró impulso la vertiente neorrealista, cuya búsqueda de autenticidad y aliento espontáneo se apoyó tantas veces en gente común y corriente sin vínculo alguno con el oficio de actor, sin que ello le impidiera apadrinar a intérpretes profesionales como Anna Magnani (Roma, ciudad abierta, La honorable Angelina, Bellísima) o Giulietta Masina (La Strada, Las noches de Cabiria), o dejar su impronta en muchos desempeños de Sophia Loren (La mujer del río, Dos mujeres, Matrimonio a la italiana), antes de que esta fuese convertida por Hollywood en una estilizada muñeca de carne vestida por Dior y cubierta de joyas.

En este despliegue de posiciones, no faltó el perfil ecléctico de artistas cuya proyección respondía a una curiosa asimilación de diferentes claves estilísticas. La inglesa Vivien Leigh supo acoplar sus experiencias en el teatro clásico, su conocimiento del método Stanislavski y su pasión por el realismo psicológico en películas como Lo que el viento se llevó, La divina dama y Un tranvía llamado deseo.

En convivencia más o menos pacífica con el realismo, se alzaron otras formas de abordar las criaturas de ficción. El estilo romántico, con su desafío a la interpretación fiel de la vida, recibió de fuentes diversas la fuerza necesaria no solo para sustentar centenares de adaptaciones literarias y guiones originales, sino también para definir un quehacer escénico, un modo de actuar que, elevándose muchas veces por encima de temas como el amor imposible y el primer desengaño, fue trasladado incluso a personajes de una textura ajena al romanticismo. El escapismo, la idealización, el lirismo gestual, se extendieron más allá del territorio dominado por los idilios sentimentales. Exponente capital de esta tendencia fue Greta Garbo. Sus poses desmayadas, su languidez, su rostro melancólico, su halo intimista y casi confesional, en completa armonía con sus heroínas de El beso y La dama de las camelias, se infiltraban también en el retrato de mujeres como Mata Hari y Anna Christie, personajes que, a todas luces, se alejan bastante de los postulados esencialmente románticos. Pierre Cogny ha escrito: “Una escuela presupone una disciplina libremente consentida, leyes fijas reconocidas por todos, la aureola de cierto prestigio.”2 El dictamen, nada romántico, de los ejecutivos de la Metro, compañía que tenía a la sueca bajo contrato exclusivo, determinó que todos sus papeles, de una u otra forma, se adaptaran al estilo de la actriz, como se adapta la tela a las manos del sastre.3

2 Pierre Cogny, El naturalismo, Diana, México, DF, 1957, p. 12.

3 Los fanáticos incondicionales de la Garbo se habrán estremecido de furor ante el juicio que emite Marlon Brando en su autobiografia: “No tenía grandes dotes de actriz pero sí presencia. Probablemente interpretó el mismo personaje en todas las películas...” (Marlon Brando y Robert Lindsey, Brando sobre Brando, Grijalbo, México, DF, 1994.)

El sello romántico estuvo muy presente en el trayecto fílmico de otra sueca, Ingrid Bergman, aunque plasmado con recursos muy diferentes a los empleados por la Garbo, quien construyó una imagen de enigma y misterio, de diosa remota que dotaba al deseo carnal de un halo evanescente, mientras que la heroína de Casablanca irradiaba un encanto muy terrenal, una feminidad transparente, que la convirtieron en poco tiempo en la novia del celuloide para incontables cinéfilos. Someter aquella imagen a las tensiones del amor imposible (no solo en Casablanca, también en Intermezzo y en Por quién doblan las campanas) o las fuerzas oscuras del entorno (La luz que agoniza, Cuéntame tu vida, Tuyo es mi corazón) fue una agraciada iniciativa de los productores de Hollywood, que lograron óptimas recaudaciones incluso cuando explotaron el imán de la actriz disfrazándola de monja (Las campanas de Santa María). Hacia finales de los años cuarenta, la Bergman figuró en tres películas que fueron otros tantos disparos en su carrera y casi mortales para su leyenda): Arco de triunfo, un fracaso total en el que la actriz “hace el ridículo desde la primera hasta la última escena”, como afirmara con justicia la cubana Mirta Aguirre en una de sus crónicas; Juana de Arco, densa y verborreica hasta extremos incalificables; y Bajo el signo de Capricornio, donde los hados fueron adversos hasta para un genio como Alfred Hitchcock. Ante la amenaza de derrumbe que encerraban estos filmes, la sueca emigró a Italia, donde esperaba superar la crisis con papeles de mayor estatura.

En un ciclo bajo la dirección de Rossellini (Stromboli, Su gran amor, Viaje a Italia) se captan historias interesantes y temas de intensa reverberación pero cualquiera puede percatarse de la escasa integración de la actriz a los postulados del director y, sobre todo, de los arduos esfuerzos que desplegó este –neorrealista hasta los huesos– para levantar edificios que atrajeran la atención y colmaran el divismo de quien era su primera estrella... y su mujer en la vida real.4

4 No puede evaluarse con precisión el clima que rodeaba a los ídolos cinematográficos de la época –marcadamente en Estados unidos– si se desconocen el escándalo, el rechazo y la indignación que suscitó la Bergman cuando se descubrió su relación adúltera con Rossellini, más tarde legalizada. Para millones de espectadores, la dama de sus sueños había hecho añicos su imagen fílmica. Hoy, afamadas estrellas revelan escabrosas intimidades ante las cámaras de televisión y solo un ínfimo porcentaje de sus fans reacciona con desagrado.

Tiempo después, ya separada del cineasta, la sueca pudo respirar aires artísticos que le eran más familiares. Fue una coqueta princesa polaca en Elena y los hombres, una supuesta descendiente del zar Nicolás II en Anastasia –un Oscar que su homónimo Oscar Wilde habría recibido con uno de sus punzantes aforismos–, una actriz de teatro en enredos amorosos en la comedia La indiscreta. Títulos y más títulos de una filmografía que se extendió hasta 1982, año de su fallecimiento, y en la que el público busca con nostalgia el rostro y la sonrisa que en el pasado fue sinónimo de encantamiento, mientras la crítica menos vulnerable busca, sin encontrarla, esa electrizante sensación de asombro, vértigo, desplazamiento, luminosidad y temor sagrado que provocan los verdaderamente grandes intérpretes.

Actores de filiación romántica en todo lo que hacían fueron los franceses Charles Boyer y Jean Marais, ambos en una dilatada carrera. El primero, con su muestrario de párpados caídos, sonrisas dulzonas y ademanes vehementes, intentó plasmar un asesino sin escrúpulos en La luz que agoniza. Todo lo que llegó al público fue una colección de viejas triquiñuelas de galán, ahora condimentadas con alguna mirada torva. Marais, por su parte, tras el éxito alcanzado en El eterno retorno (1942), transitó por una serie de películas que se ajustaban como anillo al dedo a su personalidad ensoñadora, espiritual y palpitante. El secreto de Mayerling, El águila de dos cabezas, Nariz de cuero y la célebre La bella y la bestia, apoteosis del romanticismo surreal en el cine, ofrecen las claves de un actor que no sabía mucho de técnica y desdoblamiento, pero conocía bien los claros de luna, los diálogos poéticos y la exaltación amorosa.

Una verdad irrefutable: el mejor actor romántico de su época se llamó Gerard Philipe. Tenía sensibilidad, presencia y oficio. Vivió con intensidad el amor adolescente (El diablo y la dama), la pasión adulta (Las grandes maniobras) y el donjuanismo suicida (Amante a la medida). Fue intérprete de Dostoievski, Stendhal y Sartre y, poco antes de su muerte a los treinta y seis años, entregó en la pantalla una inolvidable semblanza del pintor Modigliani.

Muchos pudieron constatar, entre 1930 y mediados de los sesenta, que las lecciones del viejo expresionismo alemán eran defendidas, de distintos modos, por algunos intérpretes de Japón, de la Unión Soviética e incluso de Estados Unidos. No se trataba de una adopción ortodoxa de la corriente que impulsaron cineastas como Fritz Lang y Robert Wiene o actores como Conrad Veidt y Emil Jannings. Era, más bien, una integración de rasgos y signos expresionistas al diseño de determinados personajes que, en aras del impacto emocional, admitían una carga extra de tintas negras, una distorsión más o menos acentuada de su imagen y un doble énfasis en sus reacciones más convulsas, fatalistas y críticas. Fueron los casos de Orson Welles (no solo en su interpretación de El ciudadano Kane, también en Macbeth y Mr. Arkadin), Toshiro Mifume (Rashomon, Los 7 samuráis, El trono de sangre) y, en la antigua Unión Soviética, el Nikolái Cherkasov de Iván el Terrible. La línea filoexpresionista habría de definirse, asimismo, en la puesta en escena y el ámbito actoral del cine negro, al que dieron aportes varias figuras provenientes del original ciclo germano, sin olvidar que, en su regreso a la pantalla después de una larga ausencia, Gloria Swanson rindió tributo en El ocaso de una vida (1950), bajo la guía de Billy Wilder, a la que fuera una de las grandes vanguardias del siglo xx.

En el torbellino de todas las manifestaciones señaladas, mensajes en código Morse desde el interior de algunos filmes sugerían que el pluralismo estético de la actuación podía admitir aún cierta ola de novedad y frescura. Esta tuvo un anticipo en las obras de John Garfield (Me hicieron criminal, El cartero llama dos veces, Carne y espíritu) y de Montgomery Clift (Río rojo, Ambiciones que matan, De aquí a la eternidad), dos intérpretes que cubrieron una amplia galería de jóvenes enfrentados a la lucha por sobrevivir en un medio adverso, héroes acosados y apaleados, portadores de una fachada dura que encubría zonas sensibles y, sobre todo, un estilo desenfadado y directo. En más de un sentido, ellos prepararon el camino que ensancharía definitivamente el talento de Marlon Brando.

Portaestandarte de “el Método”,nombre que se dio en Estados Unidos al enfoque medular de Stanislavski sobre la actuación subjetiva, introspectiva e imaginativa, Brando encabezó desde su debut fílmico en 1950 con Vivirás tu vida, de Fred Zinnemann, donde encarnó a un rebelde parapléjico, la cruzada estética de una generación ávida de llevar mucho más lejos el proceso de la interpretación realista, dotándola de una mayor espontaneidad, una vibración humana con mayor aproximación a los nuevos tiempos y resortes gestuales más acordes con la peculiar dinámica de un mundo habitado por neurosis, contradicciones, impulsos y reacciones frecuentemente impredecibles, que tenía en el antiacademicismo una de sus armas decisivas.

Lo que muchos denominaron “la escuela de la cadera ladeada”, por la postura desmañada a que solían apelar sus seguidores, inauguró una especie de neonaturalismo, denotativo y fuerte, a cuya sombra surgieron James Dean, Paul Newman, Eva Marie Saint, Ben Gazzara y muchos otros intérpretes. Fue Actor’s Studio, regido por Elia Kazan y Lee Strasberg, la institución que más contribuyó a modelar esa fuerza creadora, sin pasar por alto que, desde mucho antes de su aparición, un discípulo de Stanislavski, el actor ruso de teatro y cine Mijail Chejov –hoy casi olvidado–, había sido el hombre que determinó la difusión y el conocimiento del Método en Estados Unidos.

No deja de llamar la atención el hecho de que el artista del que más orgulloso se sentía el taller actoral de Kazan y Strasberg, Marlon Brando, situó siempre las lecciones que recibió de Stella Adler (“me enseñó a ser auténtico y a no intentar fingir una emoción que no experimentaba personalmente durante la actuación”),5 por encima de lo que aprendió en la escuela neoyorquina. Reconocía su deuda con Kazan (“de todos los directores de escena que conocí él era, con mucho, el mejor”),6 pero hablaba de Strasberg con marcado desprecio (“nunca me enseñó nada, era un individuo ambicioso y egoísta que explotaba a la gente que asistía al Actor's Studio [...] para mí era una persona carente de gusto y de talento”).7

5 Marlon Brando y R. Lindsey, Brando sobre Brando, Grijalbo, México, DF, p. 90.

6 Ibídem, p. 182.

7 Ibídem, p. 95.

Lo mejor del neonaturalismo impulsado por el Actor’s Studio fue su búsqueda de emociones auténticas y actitudes veraces y, como emblema, su defensa de un arte ajeno al esquema y la representación almidonada. Ello fue olvidado por varios actores y actrices que, a la larga, promovieron una serie de poses rebuscadas y manierismos irritantes, aunque no debe soslayarse que el propio Brando –memorable en Un tranvía llamado deseo, El salvaje y Nido de ratas y, décadas después, en El padrino, y El último tango en París– padeció esos males en películas como El hombre en la piel de víbora y Los dioses vencidos, en las que derrochó un virtuosismo estéril casi asfixiante.8

8 Los imitadores de Brando y los que copiaban de modo irreflexivo muchas tácticas corporales de “el Método” surgieron entonces en cantidades industriales. Paul Newman, quien finalmente logró desarrollar una personalidad autónoma, tardó mucho tiempo en librarse del influjo brandoísta. James Dean no podía ocultar quién era su modelo. Richard Harris, un buen actor, lo siguió con oportunismo en su papel de El llanto del ídolo. El caso más patético: Glenn Ford, un actor de rutina que en Rescate (1956) intentó desplegar muchos recursos típicos de la nueva ola.

Ya en los estertores del siglo, la actuación fílmica y la dramaturgia en general, experimentaron una sacudida, un cambio de óptica o, si se quiere, una remodelación de presupuestos formales y expresivos que, por un lado, evadían el aparato conceptualista hasta entonces vigente y, por otro, tendían a rediseñar desde ángulos novedosos la teoría y la práctica del personaje, el tipo, el protagonismo, la dimensión primigenia del relato, la tan traída y llevada intertextualidad e, incluso, el estereotipo, a la luz de indagaciones afines a/o desgajadas de la estética posmodernista. Aludiendo al ejercicio del arte actual, un crítico español señala: “La mutabilidad es signo de viveza, de no estancamiento, y nada se valora más que la flexibilidad, la adaptabilidad a distintos lenguajes y soportes. Se busca el riesgo, el límite y siempre lo nuevo, lo nuevo, lo nuevo”, para concluir de manera un tanto dogmática que “ya nadie tiene su propio estilo definido, sino infinidad de estilos indefinidos.”9

9 Martín Casariego, “En la arena escrito”, en ABC Cultural, Madrid, 10 de marzo de 2001, p. 4.

Si en el actor de otras épocas primaba la aspiración a la integridad, a una mirada maximalista y puntual del personaje, a lanzar una flecha en el tiempo que trascendiera su presente y otorgara un porqué a cada uno de sus actos, en el de hoy prevalecen la dispersión y la fragmentación, el juego minimalista y un discurso discontinuo que no funciona mediante una acumulación de efectos, sino a través de la síntesis y la exaltación de lo inmediato. La estructura piramidal de otros tiempos ha sido sustituida por figuras geométricas de relieves cambiantes. El subtexto sobrepasa al personaje o lo envuelve en una interrelación soterrada. La Virginia Woolf de Nicole Kidman (Las horas) no es el retrato exclusivo de una gran escritora sorprendida en su crisis existencial: su imagen dramática construye vasos comunicantes con Carson McCullers, Djuna Barnes, Sylvia Plath, mujeres todas que, en distintos contextos, fueron un campo de batalla entre el arte y la vida, entre la ficción y la realidad. El Truman Capote de Philip Seymour Hoffman, más allá de la minuciosidad con que entrega el físico y la personalidad del novelista, condensa y trasiega, discute y desnuda, a tantos dioses con los pies de barro que en el mundo han sido, desde el conde de Rochester y Oscar Wilde hasta Jean Genet, pasando por el marqués de Sade y Baudelaire, todos exponentes de la trasgresión ilimitada. El propio Sade de Geoffrey Rush (Quills) deja de ser un hombre que goza con el sufrimiento de los demás y de sí mismo para devenir letra escrita con sangre, con excrementos o con lo que sea, martirio y resurrección de la palabra forjada con las entrañas. No es ocioso comparar estas interpretaciones –menos ceñidas a la cronología que a la especulación, más próximas al impresionismo que al barroco– con las semblanzas seudobiográficas que nos diera el cine del pasado sobre importantes autores. En Tormentas de pasión –efectista título que recibió en español el filme Devotion, de Curtis Bernhardt–, Ida Lupino y Olivia de Havilland, dos buenas actrices de su época, encarnaron respectivamente a Emily y Charlotte Bronte. A los desequilibrios de un guión lleno de convencionalismos, sin otro asidero que una casa vetusta y unos páramos retocados, se sumó la escualidez interpretativa de dos figuras que apenas ilustraban el carácter de las célebres hermanas. Con resultados igualmente débiles se asomaron a la pantalla Edgar Allan Poe (Joseph Cotten), Jack London (Michael O’Shea, Rod Steiger) y la romántica pareja que formaron Elizabeth y Robert Browning (Norma Shearer y Fredric March en 1934, Jennifer Jones y Bill Travers en la horrible versión de 1957). Sería absurdo suponer que la capacidad para crear ondas paratextuales alrededor de un personaje real puede enarbolarse como prueba irrefutable de superioridad de los actores de hoy sobre los de antes. Categorizaciones de esa índole han lastrado muchos enfoques cinematográficos, del mismo modo que una operación inversa revelaría idéntica desubicación en tiempo y espacio.10 Lo que debe destacarse como toque de distinción o diferencia razonable es, primero, que los buenos actores de hoy se rigen por códigos frecuentemente más abiertos, riesgosos y heterodoxos –incluyendo la mirada al sexo, la otredad, la asunción válida del estereotipo y la anulación de compartimentos estancos– y, segundo, que las etiquetas estilísticas, hasta cierto punto necesarias en el pasado, ya perdieron todo su valor intrínseco.

10 La generalización en cuestiones artísticas tiene brazos largos pero vulnerables. En nuestro tiempo no faltan actuaciones de tan limitado diseño como el Kinsey interpretado por Liam Neeson o el Joyce joven que asumió Ewan McGregor en la cinta irlandesa Nora, sin detenernos en descalabros como el Hemingway actuado por Chris O’Donnell en la peliculita En el amor y la guerra o las dosis de jarabe trasnochado que comunicó Russell Crowe a su boxeador (Jim Braddock) en El hombre Cenicienta.

En busca de la epifanía perdida

“Mi primer deber como intérprete es que me guste el personaje y retratarlo, nunca juzgarlo.”

Glenn Close

Hay actores que, desde las primeras escenas (no importa el orden en que hayan sido filmadas) dejan entrever demasiado lo bien que  conocen el guión y el futuro de su personaje. Su pesquisa, de estructura circular, cumple su cometido en un encadenamiento de acciones y reacciones que, al arribar el desenlace, hace pensar al espectador que ya vio la película. Algo así ocurre con Emily Watson en la madre sufrida de Las cenizas de Ángela y en la violonchelista arrasada por la esclerosis múltiple en Hilary y Jackie. En ambos casos su metier, calculado en apariencia hasta el último detalle, vive de espaldas a esos giros vitales y sorpresivos que marcan la distancia entre lo bien sugerido y lo demasiado previsible. La mater dolorosa del primer filme y la artista atormentada del segundo eran dos objetivos que exigían de la actriz británica mucho más de lo que su talento podía darles. Como resultado, su Ángela es servida según el prisma de un melodramatismo acrítico y facilista, mientras que su Jackie, por acumulación de tintes histriónicos, se agota artísticamente en la primera parte del relato hasta conferirle a la intempestiva aparición de la enfermedad, en el resto del metraje, el carácter de un anticlímax.

Entre las actrices que avanzan con paso certero en la gradación y control de sus efectos, pocas igualan a la sueca Liv Ullmann, cuyo abordaje de los papeles recuerda una frase de Shakespeare: “Sabemos lo que somos pero no lo que podríamos ser.” En su trayecto bajo la dirección de Ingmar Bergman, dio vida a una vasta serie de criaturas y en cada una de ellas logró un perfecto equilibrio entre los fines y los medios, la ausencia de juicios lapidarios y, sobre todo, la capacidad de entregar sus claves esenciales al compás de cada vivencia y cada momento, a tenor del ritmo y las circunstancias que envuelven al personaje. Desde Persona hasta Sarabanda, he ahí una intérprete que asume la ficción con autenticidad: sus diseños son tan cambiantes y móviles como la vida misma. La que conocemos en los comienzos de sus películas no es rigurosamente intercambiable con la que hallamos en las secuencias finales. Ello implica que su cometido más dramático equivale a una especie de metástasis, al conseguir que su curso diegético se reproduzca en un lugar distinto a aquel en que se presentó primero. Es de justicia apuntar que en Sonata de otoño (1978) ni la guía de Bergman pudo disimular el choque de estrategias y proyecciones que se produjo entre la Ullmann y su renombrada compañera de reparto, Ingrid Bergman: la primera, en una matizada expresión de sentimientos complejos; la segunda, en el grupo de las actrices “que ensayan ante el espejo sus menores ademanes”, según palabras del realizador.

Un actor que plasmó en tres interpretaciones de altura la obsesión por el doble, el suplantador, el ego desajustado, la alienación, es el austriaco Klaus Maria Brandauer. La trilogía de István Szabó formada por Mephisto, El coronel Redl y El profeta (entre 1981 y 1988) es mucho más que el triunfo personal de su protagonista, pero debe a este gran parte de su poder de seducción y magnetismo. Lo que une a sus tres personajes es su condición de vástagos elegidos por los dioses para enfrentar las más duras pruebas. En la primera cinta termina aplastado por su yo y sus circunstancias; en la segunda, obligado al suicidio; en la última, asesinado. Los diferencia el modo en que han de interiorizar la grotesca partitura de la historia. En Mephisto, el actor de teatro erige su propio patíbulo interior al aceptar las ficciones del poder fascista como acepta las ficciones que asume en el tablado. El coronel Redl comprueba demasiado tarde que la ciega idolatría por el presente puede cerrar los ojos al futuro. El profeta Hanussen es capaz de vaticinar una tragedia cósmica, pero no alcanza a ver que será una de sus víctimas. En cada caso, el intérprete es depositario de una máscara, un juego de simbiosis y giros identitarios, un conjunto de vibraciones, una amalgama de tensión y arrojo, autoridad y vacilaciones, que echan a andar sus criaturas como si fuesen encarnadas por actores diferentes.

En 1987 el austriaco planteaba en una entrevista: “El actor debe tratar de leer todo sobre actuación y luego buscar su propio camino; por lo demás, como en toda profesión, hay un cincuenta por ciento que no se puede explicar.”1 En ese cincuenta por ciento, no del todo explicable pero sí muy sensible, radica el abismo que separa a una actriz como Emily Watson de sus colegas Liv Ullmann y Klaus Maria Brandauer.

1 Rosa Elvira Peláez, “Brandauer: un preocupado por la responsabilidad del actor ante la sociedad”, entrevista a Klaus M. Brandauer en Granma, La Habana, 9 de diciembre de 1987.

Intentemos acercarnos a la cara oculta de la Luna. En el arte dramático hay una zona de hondura latente, que el espectador sensible avizora pero se le muestra esquiva para el razonamiento, difusa para el examen, evasiva para la definición. Esa zona es pariente cercana de la epifanía. Pido atención a este vocablo que, en su sentido de iluminación, revelación, se extendió desde la cristiana Fiesta de las Luces y, alejada de su origen místico, abrazó el arte y las letras para designar un descubrimiento supremo, una verdad interna, un valor que resume de inmediato –pero precedido por múltiples excavaciones y sondeos–, el cómo, el dónde, y el porqué de un personaje, una situación o todo un libro. Se trata de un acceso relampagueante a la verdad, una apertura, momentánea a la realidad culminante de los seres y las cosas. Gracias a la epifanía, el barro inerte de una actuación se convierte en mármol: la hace fuerte y lustrosa, la dota de un sentido capital, la ilumina en todas direcciones con audacia y firmeza. En James Joyce fueron epifanías el despertar del deseo, la vocación literaria y el adiós a Irlanda. Lo fueron la leyenda de Iván sobre el Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski; el sermón del padre Mapple sobre Jonás en el Moby Dick, de Melville; el extravío de Hans Castorp en la nieve, en La montaña mágica,