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Olga Barroso, psicóloga especialista en violencia de género, nos da las claves para identificar el maltrato y salir de la pesadilla. Todo hombre que pega es un maltratador. Pero un maltratador no es un hombre que pega. Muchos maltratadores nunca agreden físicamente. Todo hombre que te hace sentir inferior es un maltratador. Pero un maltratador no es un hombre que insulta. Muchos nunca lo hacen, aunque te hacen sentir que eres peor que él. Todo hombre que trata de controlarte y decidir cómo organizas tu mundo es un maltratador. Pero algunos maltratadores te impulsan a trabajar o a destacar socialmente para beneficiarse, no porque se alegren de tus éxitos. Entonces, ¿qué es un maltratador? Imaginémoslo así: un maltratador es un planeta que conoce a su pareja, que es otro planeta. Primero la seducirá mostrándose normal y hará que el planeta mujer se acerque. Seguirá comportándose así hasta que la mujer decida formar parte de su universo. Una vez ahí, el planeta maltratador tratará de introducir a la mujer en su órbita y que sea su satélite. Para esto tendrá que empequeñecerla empleando la violencia psicológica, a veces muy sutil, sibilina, invisible, sin malas palabras. Y cuando la mujer planeta esté dentro de su órbita querrá que gire únicamente alrededor de él, que toda su vida emocional sea esa. Y esto no es amor. Ilustrado con el testimonio de víctimas reales, este libro expone y analiza el comportamiento de los hombres que maltratan a sus parejas mujeres, las causas, las estrategias de manipulación, el modo en el que las conductas violentas van sustituyendo a las afectivas. En él se explican las tácticas abusivas que siguen estos hombres agresores heterosexuales que, a lo largo de la geografía mundial, no constituyen casos puntuales ni anecdóticos. Todo lo contrario. Forman parte, como establece la Organización de las Naciones Unidas, de un grave problema mundial: la violencia de género.
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Seitenzahl: 232
Veröffentlichungsjahr: 2024
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EL AMOR NO MALTRATA
EL AMOR NO MALTRATA
Todo lo que necesitas para identificar y escapar del maltrato en la pareja
OLGA BARROSO BRAOJOS
El amor no maltrata. Todo lo que necesitas para identificar y escapar del maltrato en la pareja
© Olga Barroso Braojos, 2021.
© de esta edición, Shackleton Books, S. L., 2024
@Shackletonbooks
www.shackletonbooks.com
Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S. L.
Diseño de cubierta: Pau Taverna
Diseño de la edición en papel: Kira Riera
Maquetación de la edición en papel: reverté-aguilar
Conversión a ebook: Iglú ebooks
ISBN: 978-84-1361-335-2
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.
A todas las mujeres valientes que han sobrevivido al maltrato en la pareja y que han compartido conmigo sus historias de superación y de esperanza, por enseñarme el camino y la mayor parte de lo que sé sobre la psicología. A Antonio, por hacer real la utopía que, en este mundo con violencia hacia las mujeres, supone ver a un hombre amando con tanta sinceridad. A mi amigo Rafa Guerrero, porque gracias a él he llegado a escribir este libro. A Carmen Díaz Baruque. por la ayuda, la luz y el cariño que me ha aportado siempre. A todas las compañeras que en tantos rincones atienden y curan cada día las heridas de la violencia de género.
«La mejor manera de comprender la violencia que sucede en el hogar es escuchar las descripciones obtenidas de aquellas personas que la han experimentado».
El síndrome de la mujer maltratada,Lenore Walker
Yo me consideraba una mujer fuerte. Trabajo como redactora de un periódico, he viajado sola por diferentes países y he logrado comprar una casa preciosa. Nunca pensé que llegaría a despertarme un día sin saber quién era. Pero sucedió, donde menos lo esperaba, en los brazos de la persona que amaba. Lo contaré desde el principio para explicar detalladamente qué es lo que siente una mujer cuando se cruza con el maltrato en su vida. Necesito entender cómo mi pareja disfrazó un sucio juego psicológico de amor sincero.
La noche que nos conocimos fue muy especial. Era junio, mi mejor amiga celebraba su trigésimo cumpleaños en su casa de campo. Me encontré con Miguel en el porche. Él se servía una copa, me vio esperando y se ofreció a preparar otra para mí. Cruzamos varias sonrisas. Después de un rato, cuando volvimos a encontrarnos, quise pensar que el destino se ponía de nuestro lado. En el salón, en un escenario improvisado, unos amigos tocaban. «Me encanta la música en directo», me dijo. «Y a mí», respondí. «Tengo contactos, ¿qué te gustaría escuchar?», me preguntó bromeando. «Ojos de gata, de Los Secretos», dije. Tres canciones después, empezó a sonar: «Fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto». Busqué su mirada entre el gentío y la encontré. Sonrió y me guiñó el ojo. Una vez terminó la canción, me acerqué a él para darle las gracias y comenzamos a hablar. Tuvo que marcharse pronto porque trabajaba al día siguiente. Me dijo que le encantaría tener mi teléfono. Nos escribimos un tiempo y tuvimos nuestra primera cita. Me explicó que a él le gustaba construir los proyectos importantes despacio, respetándolos. Desde el principio dejó claro que quería una relación conmigo. Mis anteriores ligues siempre habían estado anclados a un «quiero que lo pasemos bien, pero no una relación». Me emocionaba sentirme respetada y amada con esa seguridad. Había conocido a un hombre fantástico, interesante y cariñoso, ese era Miguel. También era así en el resto de los aspectos de su vida: tenía un trabajo con mucha responsabilidad en un centro de investigación y mantenía sus amigos de siempre. Me sentía afortunada, nada me podía llevar a imaginar que nuestra película tenía escrito un final terrible.
Viéndolo con perspectiva, el primer comportamiento «raro» de Miguel fue el que ahora contaré. Decidimos vivir juntos, habíamos pasado un año fantástico, todo iba muy bien, así que se instaló en mi casa. Dos meses después yo había cambiado de sección en el periódico. Una mañana, frente a la máquina de café, descubrí que uno de mis nuevos compañeros compartía conmigo la afición por el tenis. Le propuse que jugáramos juntos alguna tarde entre semana. Le pareció una idea estupenda. La segunda vez que quedamos, al llegar a casa, me encontré a Miguel sentado en el sofá, ensimismado, como si estuviera desengañado de la vida. «¿Qué te pasa?», le pregunté. Me explicó que sentía que yo ya no estaba tan ilusionada como él y que quizá por ello estaba buscando otros alicientes. «Por supuesto que no, solo me apetecía practicar un deporte que me gusta», le respondí. Cuando le aseguré que seguía queriéndolo igual, respiró aliviado. Nos fundimos en un abrazo y me besó con todo el amor que podía guardar en su interior. Después me dijo que lo había pasado muy mal, que lo entendiera, que hasta ahora él nunca había tenido claro que estaba frente al amor de su vida. Tras una preocupación inicial por él, sus palabras embriagadoras me generaron una especie de borrachera emocional. Siguió hablando, pasó a decir lo inadecuado que era mi comportamiento. Me explicó que, en algo inocente como jugar al tenis, se podía leer que yo no estaba satisfecha con mi pareja y que andaba buscando conocer a otras personas. A pesar de sentirme aturdida, le respondí que no era así. «Tú también vas a patinar con tus amigas», le dije Él me contestó que era distinto porque sus amigas ya eran sus amigas. «Pero a tu compañero no lo conoces, quedar con él se puede entender como ganas de ligar», añadió. «Yo no tengo ninguna intención de ligar con él», aclaré. «Eso da igual, lo que importa es que tu comportamiento puede ser interpretado así, por eso está mal», me espetó. Otra vez le mostré que estaba totalmente en desacuerdo. Pero rápidamente me reprochó: «Un montón de veranos, antes de conocerme, hiciste viajes de turismo solidario, y me has contado que en ellos aprendiste que puede haber muchas interpretaciones de la realidad en función de cada cultura, y ahora no puedes entender lo que te digo. Claro, cuando se trata de poder hacer lo que te da la gana, solo tu interpretación de la realidad es la correcta, ¿no? Hay muchos puntos de vista, no intentes imponer el tuyo». Aquí dudé. Es cierto que hay muchas maneras de entender la realidad. Tal vez mi comportamiento podía leerse claramente como ganas de ligar, y yo no me estaba dando cuenta de que mis compañeros lo iban a interpretar así. Miguel era un investigador sensato, no iba a ponerse de esta manera si no tenía razón. En ese momento de la discusión estaba agotada mentalmente. Y prosiguió: «Antes de zanjar este asunto, creo que también debes tener en cuenta que tú eres una persona muy fuerte y, por eso, a veces, vas por la vida decidida a hacer lo que te apetece sin medir el impacto que puede tener en los demás. No creo que quieras que se lleven impresiones equivocadas de ti en el nuevo equipo. Sabes que te digo esto porque te quiero y quiero que te vaya bien. Yo no soy de esos a los que no les gusta que su pareja haga nuevos amigos». No solo consiguió que dudara de mis planteamientos, sino que fue un paso más allá y me hizo dudar de mí. Me hizo sentir que, quizás, yo era un poco desconsiderada. ¿Por qué se empeñaba en darme todas estas explicaciones si no era porque me quería y era una persona honesta? Miguel no me lo pidió, pero decidí dejar de jugar al tenis. Confié en él y esto me llevó a desconfiar de mí. Después de lo sucedido, nuestra vida normal y llena de cariño siguió, volvimos a nuestras risas y a nuestra conexión especial.
Al final de ese segundo año, decidí apuntarme a un curso de escritura creativa. A Miguel le pareció una muy buena decisión y se ofreció a recogerme en coche porque terminaba muy tarde los viernes. Me explicó: «Así te ahorras el metro, si a mí no me cuesta nada». Me pareció muy generoso. Ahora veo que su deseo real era vigilar cómo me relacionaba con mis compañeros e impedir que pudiera pasar más tiempo allí. Pero en ese momento Miguel era el chico que pedía a los músicos mi canción y yo alguien que solo podía definirlo de ese modo. Ahora me siento un poco necia por no haber sido capaz de, al menos, preguntarme si no estaba delante de una persona que trataba de controlarme. Terminé el curso, pero no trabé ninguna amistad. Entonces me dijo: «Ahora que sabes escribir aún mejor, crearás algo bonito para mí, ¿no?, gracias a mi apoyo has podido aprovecharlo más. Una parte de lo que has aprendido me lo debes a mí».
«Si a mí no me cuesta nada recogerte», esas palabras resonaron muchas veces en mi mente. Una de ellas fue una tarde que había ido a ver a mi padre y, estando allí, me entró una jaqueca horrible. Había ido en metro y Miguel tenía el día libre. A la hora de regresar le llamé para contárselo, imaginaba que me diría que vendría a buscarme. Pero no lo hizo. Se limitó a responder: «Ya verás cómo pronto se te pasa, yo te espero aquí en casita».
El control camuflado, no bajo conductas de cuidado, sino bajo manifestaciones de amor regresó en el momento en el que comencé a viajar bastante debido al trabajo. Miguel me llamaba cuando estaba cenando con mis compañeros. Me decía: «Quería decirte que te lo pases fenomenal. Luego, cuando llegues al hotel, ¿me mandas un mensajito?». «Qué atento es, se nota que está superenamorado», solían decirme mis compañeros, «qué suerte tienes, mi pareja es un cardo, cuídalo bien porque hay muy pocos hombres así». Sin embargo, a mí me empezaban a agobiar esas llamadas. Después de un largo día de trabajo quería desconectar, pasarlo bien, no interrumpir cada cena para hablar media hora con él. Quería llegar al hotel e irme a dormir sin tener que estar otra media hora expresándole todo mi amor. Si alguna vez no oía el teléfono, cuando le devolvía la llamada estaba borde: «Estoy cansado, te dejo para que te lo sigas pasando bien», me respondía con retintín y me cortaba el teléfono. Al día siguiente, no me cogía las llamadas, ni me respondía a los mensajes. Empecé a pensar que esa actitud distante no tenía nada que ver con su cansancio, sino con que mi atención no estaba centrada en él. Tras uno de estos viajes, una noche le planteé si le molestaba que me lo pasara bien con mis compañeros. Su cara cambió. Tuvimos una bronca terrible. Me gritó. Esa fue la primera vez, aunque lamentablemente no la última. «Yo me preocupo por ti, yo cuido nuestro amor y tú me lo devuelves acusándome. ¿Eres tan retorcida que ves en un acto bonito egoísmo por mi parte? Yo solo quería estar cerca de ti», me reprochó. «¿Me estás llamando retorcida?», conseguí responderle, a duras penas, pues su actitud tan beligerante y hostil me empequeñecía. Yo no quería una bronca. «Ah, sí, claro, ahora lo relevante va a ser que yo te digo que estás retorciendo la situación y no que tú desprecies mi cariño», me contestó. «Me estás gritando, Miguel», le dije. Y continuó: «No, no te estoy gritando, tú has hecho que te grite al insultarme diciéndome que soy un egoísta y que solo te quiero para mí. Yo no te hubiera subido la voz si tú no hubieras empezado. De qué vas, acaso no te digo que disfrutes cuando sales, ¿eh? ¿No sabes de sobra lo que te he apoyado para asumir estos viajes? Respóndeme ahora a eso si eres capaz ¿No estás siendo retorcida? Pues claro que me parece bien que disfrutes con tus compañeros, ¡joder!». Seguía teniendo la convicción de que, en realidad, no le gustaba que saliera, pero no podía contemplar la posibilidad de que me mintiera, él era una persona honesta. Esto, sumado a que negara tan rotundamente lo que yo veía, me llevaba a un callejón sin salida.
Acorralada, solo podía pensar en que yo lo había malinterpretado, lo había tratado mal y que esta era la causa de su enfado y de sus gritos. Miguel siguió: «Y, ¿sabes?, también te pasa otra cosa. Te pasa que no eres capaz de amar tanto como yo. A mí me encanta interrumpir lo que sea para saber de ti y a ti te molesta porque quieres estar en tus cosas. Yo creo de verdad en el amor, para ti es solo un eslogan». Esto fue un golpe bajo. Era cierto que me había agobiado tener que hablar tanto con él. Me creí que yo lo quería menos y peor que él a mí. «Bueno Miguel, mejor vamos a dejar este tema», sentencié. «No, no lo vamos a dejar porque me merezco una disculpa, ¿o esa fuerza tuya te va a llevar a ser incapaz de disculparte?», me reprendió. «Perdóname, pero de verdad vamos a dejar este tema», concluí. Esa noche se fue tranquilizando y, al acostarnos, se mostró muy cariñoso. Hicimos el amor. Al día siguiente volvió a ser amable y divertido como acostumbraba a ser. Volvimos a estar muy bien. Nuestra vida era, quitando ese incidente, y otros parecidos que se sucedieron, verdaderamente feliz, lo que me llevó a olvidar un poco este desencuentro, a relativizar la importancia de las cosas que había dicho sobre mí y su manera de gritarme. «Mentalízate, hija, de que no existe el hombre perfecto, hay que transigir un poco si lo más importante está bien», me decía siempre mi abuela. En los siguientes viajes procuré estar más pendiente; él me quería mucho y yo quería estar a su altura.
No sé identificar bien a partir de qué momento el cariño de Miguel fue apagándose. Seguíamos teniendo momentos bonitos, pero había desaparecido parte de su afecto. Si se lo decía, me respondía con argumentos como estos: «Llevas un tiempo con nuevos proyectos, viajes. Estás más centrada en todo eso que en nosotros, y cuando a uno lo desprecian se resiente». «No es que yo haya cambiado, eres tú, eres una persona muy inteligente como para no verlo». Estos comentarios de Miguel me dejaban muy mal, me quedaba como sin energía. ¿Realmente lo estaba despreciando? Quizás él se había dado cuenta antes que yo de que me estaba pasando esto. Solía decirme que me conocía mejor que yo misma.
En los meses siguientes, seguía raro y, a ratos, estaba como amargado. Volvió, en algunos momentos, a ser plenamente el chico atento y respetuoso de la fiesta. Estos días buenos me traían de nuevo a mi Miguel. Volvía a conectar con la sensación de que ese era él y de que yo lo conocía. Esa fue mi mayor equivocación, pensar que su identidad coincidía con la imagen que había construido de él durante el primer año de relación. Una de mis mayores conquistas fue huir de la convicción de saber quién era Miguel.
Su versión hostil regresó el día que cumplí 35 años, que era el cuarto cumpleaños que vivía con él. Para mí los cumpleaños son días muy importantes y, aunque no soy una persona para nada materialista, me gusta mucho recibir un regalito, porque me recuerda a mi madre. Mi madre murió al final de mi adolescencia y ella siempre se tomaba muy en serio los regalos de cumpleaños. Él lo sabía perfectamente. Al levantarme, me felicitó, pero no me dio ningún regalo. Mientras desayunaba, le pregunté si iba a haber un regalito para mí, como los años anteriores. «No, lo siento, este año no me ha dado tiempo, pensaba ir a comprártelo esta tarde», respondió. «Jolín, sabes lo importante que es para mí», le expliqué. No había terminado de pronunciar la frase y ya le había cambiado, otra vez, la cara. Se creó una tensión horrible y una bronca de lo más desagradable. «¿Crees que me merezco que me hables y me trates así?», me reprochó. «¿Cómo?», conseguí articular a duras penas. Y siguió: «Vale, no te he tenido el regalo a primera hora, pero sabes que me desvivo por ti, y eso, ¿no cuenta?, ¿qué más quieres que el haberte entregado mi vida?, ¿no puedes parar de exigirme para que sea todo a tu antojo? Y otra vez me has hablado con ese desprecio tuyo y alzándome la voz». Yo no le había alzado la voz. «Yo te he hablado bien», le aclaré. «Es que tú no te das cuenta, pero sí me has hablado mal. Como tienes ese carácter, no te lo parece», Miguel añadió. Otra vez dudé de mí misma, otra vez pensé que él no se pondría así si yo no hubiera hecho algo mal. Seguía sin haber aprendido que no todo lo que él me decía era verdad. Le pedí perdón por no valorar lo importante. Él también me pidió perdón, se puso cariñoso y me dijo que esa tarde tendría mi regalo porque quería darme lo que me hacía feliz. Ahora veo que esta fue una de las tantas discusiones con las que Miguel consiguió asentar que, en nuestra relación, mis valores no eran importantes y no eran los que se iban a seguir. Sabiendo lo que significaban los regalos de cumpleaños para mí, debería haber resultado fácil que comprendiera mi tristeza. Ya está, no tendríamos que haberle dado más vueltas. Pero era imposible; que yo dialogara en tono conciliador no servía de nada. Él había impuesto una dinámica en la que, si yo le decía que se había equivocado, lo entendía como una agresión hacia él. Él hacía algo mal, pero la mala terminaba siendo yo; era un clásico darle la vuelta a la tortilla. Y aún peor. Me decía, otra vez, que yo no lo quería tanto como él a mí, que su amor era incondicional y el mío no. «Si tú me quisieras de verdad, no te importarían tanto los comportamientos; a mí me da igual cómo hagas las cosas, porque yo te quiero», concluyó. Este día cedí. Otros, las broncas eran infinitas porque yo insistía en que se había equivocado. Me resultaba insoportable que tener razón no sirviera de nada. En lugar de aceptar que él nunca iba a reconocer la verdad, seguía luchando inútilmente para que la admitiera. Si hubiera sido capaz de verlo como a un maltratador, habría desistido, pero lo veía como un investigador inteligente, como un hombre que me amaba.
Un año después, me premiaron en el periódico. Tras la entrega de premios, habría una fiesta. Cuando llamé a Miguel para contárselo me dio la enhorabuena tibiamente. Acto seguido, me dijo que se había levantado con dolor de espalda, que estaba empezando con una de sus frecuentes lumbalgias. «Pero me hará mucha ilusión ir contigo a la entrega de premios», añadió. Efectivamente, fue, pero cuando el acto terminó y llegó la hora de ir a la fiesta, su actitud cambió. «No creo que pueda aguantar, me está empezando a doler más, he hecho de tripas corazón para acompañarte, ¿vendrás pronto a casa? Yo te cuido y tú me cuidas, ¿no?», me dijo. Me molestó muchísimo su actitud; era mi noche, yo quería estar en la fiesta. Sentí rechazo hacia él, pero también empecé a preguntarme: ¿acaso no me estaré entregando lo suficiente?, ¿estaré siendo egoísta? Tenía la sensación de que él no quería que me quedara, que estaba utilizando una excusa, pero ¿cómo podía pensar algo así de él? Mucho menos podía planteárselo. Ya no tenía claro quién era yo, ni cuál sería el comportamiento correcto, por lo que me creí las mentiras de Miguel. Como en una partida de ajedrez, había matado a la reina. Decidí ir a la fiesta, saludar, disculparme por no poder quedarme e irme a casa a cuidarlo. Jaque mate. Cuando llegué a casa me recibió con amor. Aquel día, cuando me metí en la cama, el veneno que poco a poco había conseguido introducir en mí con todas sus manipulaciones y discusiones imposibles y desquiciantes, llegó a una arteria principal y se extendió por todo mi cuerpo. Hizo mella. Impidió que mi maquinaria mental funcionara bien, me paralizó y empezó a matarme psicológicamente. El veneno había acabado con mi capacidad de saber quién era la víctima y quién era el verdugo. Había conseguido que me considerara completamente culpable de nuestras broncas, de nuestros problemas, de su amargura.
A partir de aquel día fui haciendo cada vez más y más concesiones para no estropear una bonita relación que sufría tempestades cuando yo no me comportaba «bien». Dejé de nombrar sus errores, dejé de viajar por trabajo, rechacé un ascenso que me propusieron tras el premio, dejé casi de salir con mis amigas y de visitar frecuentemente a mi padre. Sin embargo, seguía pidiéndome más y más. Hasta que un día, que celebraré toda mi vida, recibí el antídoto. Miguel me había invitado a cenar con él y unos compañeros de Barcelona. Uno de ellos era casualmente del pueblo de mi padre. Hablé mucho con él, nos reímos y compartimos un montón de anécdotas. Cuando llegamos a casa, no sé bien cómo, porque solo pude retener fragmentos, empezó a chillarme: «¿Con quién se supone que estás saliendo, conmigo o con mi colega Jordi? ¿Cómo te atreves a vacilarme de esta manera? ¡Te llevo a una cena de trabajo y te pones a zorrear en mi puta cara!» «¿Qué estás diciendo, Miguel?», le contesté. Tras eso solo recuerdo que me empujó contra la pared. «Encima no tengas la poca vergüenza de negármelo». me reprendió. Ese golpe hizo que saliera de un plumazo todo el veneno de mi cuerpo. De repente, sabía que no había justificaciones para esa agresión física, que yo no la había provocado. Se había acabado lo de acusarme a mí de los errores que cometía él. Sin dudarlo, decidí romper la relación. Ahora me pregunto: ¿cómo no pude verlo antes? Por eso estoy aquí pidiendo ayuda psicológica, para curar las muchas heridas que esta relación me ha dejado y para que, si alguna vez vuelve a ponerse en contacto conmigo el Miguel dulce y cariñoso, tenga claro que sería un espejismo, porque él no es esa persona.
Con estas palabras de un testimonio real, en versión anónima para preservar la intimidad de la víctima, pueden empezar a hacerse una idea de qué es la violencia en la pareja. Ella es una de las valientes y generosas mujeres que ha compartido conmigo esta realidad, y a las que he tenido el honor de acompañar, de las que tanto aprendo. Nunca me cansaré de decir que es fundamentalmente gracias a ellas, y al análisis exhaustivo de la información que recojo sobre sus vidas, a lo que debo el 80 % de mi conocimiento sobre el maltrato en la pareja; el resto lo saco de los libros.
En este libro van a encontrar, por un lado, descripciones de lo que ocurre en una relación en la que un hombre maltrata a la mujer con la que tiene o ha tenido una relación afectiva. Por otro lado, las evidencias científicas más relevantes halladas por la investigación psicológica en este ámbito. Todo con el fin de mezclar la teoría con los hechos para responder las grandes preguntas que rodean a esta realidad. Hay un sinfín de interrogantes que es necesario resolver para erradicarla y que puede que alguna vez se hayan planteado. ¿Por qué un hombre que dice amar a su pareja, tras mostrar un comportamiento positivo, comienza poco a poco a desvalorizarla, controlarla, aislarla y destruirla psicológicamente hasta llegar, en los casos más graves, a golpearla? ¿Por qué no es fácil reconocer el maltrato y salir de una relación? ¿Por qué hay mujeres que duermen con su asesino, pero que nunca lo denuncian, que no pueden concebir el peligro real en el que viven? ¿Por qué en todo el mundo las relaciones afectivas, que deberían ser contextos de seguridad y de cuidados, pueden suponer un peligro para las mujeres? ¿Por qué mientras escribo este libro son cuarenta las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas, en España, pero cuando acabe el año serán lamentablemente más? ¿Por qué en todos los países de la Unión Europea y del mundo la cantidad de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas cada año es tan alta?
Según los datos de la Oficina Europea de Estadística (Eurostat) de 2019, en 2017 los homicidios intencionados de mujeres por parte de su pareja fueron, seleccionando algunos países, 56 en Italia, 153 en Alemania, 70 en Reino Unido, 17 en Países Bajos, 108 en Francia y 52 en Rumanía. Según datos del Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe, en 2020, fueron asesinadas por su pareja o expareja 167 mujeres en Argentina, 115 en Colombia, 64 en Ecuador y 43 en Chile. Del total de mujeres residentes en España que tienen entre 16 y 74 años y que han tenido pareja alguna vez en su vida, se estima que: El 28,7 % (4 806 054 mujeres) han sido víctimas alguna vez en su vida de algún tipo de violencia en la pareja.