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Agosto de 1914, Alemania y Austria-Hungría lanzan sus ejércitos a la guerra con resolución inquebrantable, convencidas en que la justicia estaba de su lado y confiadas en una veloz y decisiva victoria. Apenas un mes después, la feroz embestida de Alemania se había atascado en el oeste al tiempo que Austria-Hungría sufría catastróficas pérdidas en el este. El sueño de una rápida victoria se tornaba en pesadilla a una escala nunca antes soñada que desgarraría los campos, incendiaría los cielos y sacudiría los mares de la vieja Europa. Para las Potencias Centrales la guerra se convirtió en un monstruoso asedio, estranguladas por el implacable bloqueo británico que abocaba a sus pueblos a la inanición y emasculaba su esfuerzo bélico, y rodeadas de enemigos más poderosos y numerosos. Un anillo de acero que se ceñía inexorablemente sobre sus gargantas. En esta magistral y multipremiada relectura de la Primera Guerra Mundial desde la perspectiva de las Potencias Centrales, Alexander Watson, autor del celebrado La fortaleza, pone al lector en la piel de sus perdedores, tanto de los líderes de Berlín y Viena, como especialmente de los pueblos de Europa central para, a través de sus experiencia individuales y colectivas, hacernos partícipes de sus padecimientos pero también dejar patente la movilización y aquiescencia, más o menos entusiasta, del grueso de la sociedad para llevar a cabo esta primera «guerra total» hasta sus últimas consecuencias. Así, en su libro Watson explora cómo se consiguió y mantuvo el consenso para desatar y sostener la guerra, cómo el propio devenir de la misma fue germen de radicalización de sus sociedades y cómo estas se fragmentaron, desatando los conflictos de clase y étnicos que precipitaron el colapso político y que inocularían un venenoso legado de amargura y violencia que tendría un corolario funesto menos de dos décadas después. El anillo de acero es, por tanto, una imprescindible reevaluación militar, política, económica, social y cultural de la Primera Guerra Mundial, esencial para cualquiera que desee comprender el último siglo de la historia europea. Ganador del premio Guggenheim-Lehrman de historia militar Ganador del premio Wolfson de historia Ganador del premio Distinguished Book Award de la Society of Military History
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Seitenzahl: 1594
Veröffentlichungsjahr: 2024
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El anillo de acero
Watson, Alexander
El anillo de acero / Watson, Alexander [traducción de Javier Romero Muñoz].
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2024 – 760 p., 16 de lám.: il. ; 23,5 cm – (Primera Guerra Mundial) – 1.ª ed.
D. L: M-19287-2024
ISBN: 978-84-128158-7-0
94(4)”1914/1918”
341.31(437.4-439.5)
EL ANILLO DE ACERO
Alemania y Austria-Hungría en la Primera Guerra Mundial
Alexander Watson
First published as RING OF STEEL in 2014 by Allen Lane, an imprint of Penguin Press. Penguin Press is part of the Penguin Random House group of companies.
Primera publicación como RING OF STEEL en 2014 por Allen Lane, un sello de Penguin Press. Penguin es parte del grupo empresarial Penguin Random House.
Copyright © Alexander Watson 2014
ISBN: 978-0-14104-203-9
© de esta edición:
El anillo de acero
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12, 1.º dcha. 28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-128157-4-0
Traducción: Javier Romero Muñoz
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro
Primera edición: octubre 2024
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Producción del ePub: booqlab
Para Ania
Agradecimientos
Introducción
1 Decisiones bélicas
2 Movilizar al pueblo
3 La guerra de las ilusiones
4 Guerra defensiva
5 El cerco
6 Seguridad para siempre
7 Crisis en el frente
8 Privaciones
9 Removilización
10U-Boote
11 Ideas peligrosas
12 La paz del pan
13 El hundimiento
Epílogo
Bibliografía
Mientras escribía este libro, he sido el beneficiario de muchos actos de gran bondad. Mi primer agradecimiento es a David Stevenson por recomendarme a Penguin para escribir el libro y a Niall Ferguson, que me enseñó mucho de lo que sé acerca de escribir historia. Estoy muy agradecido a mis editores, Simon Winder y Lara Heimert. Simon me sugirió la emocionante idea de una historia de la guerra desde la perspectiva de las Potencias Centrales y desde mi primera propuesta de libro ha sido una fuente de inspiración y crecimiento. De Lara recibí comentarios inmensamente valiosos, que mejoraron sobremanera mi manuscrito. Ambos han mostrado niveles sobrehumanos de paciencia y comprensión.
Durante los últimos seis años he tenido la suerte de trabajar en tres excelentes instituciones, la Cambridge University, la Uniwersytet Warszawski y Goldsmiths, University of London. Mis colegas allí y en otros lugares me han apoyado muchísimo. Agradezco especialmente a Bernhard Fulda sus numerosas y estimulantes conversaciones, su hospitalidad en Berlín y, sobre todo, su lectura y sus comentarios detallados acerca de la mayor parte del manuscrito con muy poca antelación. Otros amigos y colegas también fueron generosos con su tiempo. Jonathan Gumz, Stephan Lehnstaedt y Richard Grayson leyeron y proporcionaron comentarios incisivos en capítulos concretos. Doy las gracias a Piotr Szlanta por ayudarme a integrarme en la vida académica de Varsovia y a Philipp Stiasny por proporcionar material de películas y por ser siempre un anfitrión tan generoso y eufórico cada vez que visito Berlín. Anatol Schmied-Kowarzik también me envió amablemente material. John Deak me enseñó a orientarme a través del laberinto de archivos en el Österreichisches Staatsarchiv y Tim Buchen me señaló la dirección de valiosas fuentes de Jerusalén. En Goldsmiths estoy muy agradecido a Jan Plamper, Richard Grayson y Stephen Pigney por reprogramar la enseñanza y buscarse problemas para que pudiera terminar mi manuscrito. Más en general, quiero dar las gracias a Heather Jones, Holger Afflerbach, Peter Holquist, Nathaniel Wood, Alan Kramer, John Horne, Jens Boysen, Julia Eichenberg, Jonathan Boff, Jarosław Centek, Brian Feltman, Tom Weber y Hugo Service por las conversaciones que han ayudado a dar forma a mi visión de la Primera Guerra Mundial, especialmente la experiencia de la misma en Europa centrooriental. Por último, doy las gracias a los insignes colegas que me han apoyado en momentos cruciales durante la última década, especialmente a sir Hew Strachan, Christopher Clark, sir Richard Evans, Richard Bessel y Tomasz Kizwalter.
La investigación de este libro no podría haberse realizado sin el apoyo y las oportunidades ofrecidas por los organismos de financiación. Una beca posdoctoral de la British Academy me mantuvo en la Cambridge University entre 2008 y 2011, una experiencia que valoro como una de las más emocionantes e intelectualmente estimulantes de mi vida. Los fondos de investigación que vinieron con la beca permitieron visitas a archivos en Polonia, Austria y Alemania. Entre 2011 y 2013 obtuve una séptima beca intraeuropea del Framework Programme Marie Curie Intra-European Fellowship (núm. PIEF-GA-2010-274914). El trabajo que emprendí fue para un proyecto diferente, pero todavía sigo estando en deuda con la Comisión Europea. Hay pocas oportunidades para que un académico británico pase dos años al otro lado de Europa y sin esta subvención habría sido mucho más difícil mejorar mis habilidades lingüísticas polacas e imposible obtener la misma familiaridad con las excelentes bibliotecas de Polonia y archivos superlativamente organizados y almacenados. Tampoco habría tenido la oportunidad de trabajar en el Wydział Historii Uniwersytetu Warszawskiego, una experiencia que me enseñó mucho y me hizo mejor historiador. Estoy sinceramente agradecido. Por último, doy las gracias al Institute of Historical Research in London por el Scouloudi Historical Award. En 2008 se financió la investigación preliminar en torno a archivos.
Hay dos grupos de profesionales a los que debo mi agradecimiento. Los primeros son archiveros. Para escribir este libro utilicé material de archivos en cinco países. Estoy muy agradecido al personal de la Bibliothek für Zeitgeschichte, Stuttgart; el Bundesarchiv Berlin-Lichterfelde; el Bundesarchiv-Militärarchiv Freiburg; el Deutsches Tagebucharchiv, Emmendingen; el Geheimes Staatsarchiv Preßuischer Kulesitz, Berlín; el Generallandesarchiv Karlsruhe; el Hauptstaatsarchiv Dresden; el Hauptstaatsarchiv Stuttgart; el Hessisches Hauptstaatsarchiv, Wiesbaden; el Österreichisches Staatsarchiv; el Archivo Central de Historia del Pueblo Judío, Jerusalén; el Archiwum Archidiecezjalne w Poznaniu; el Archiwum Narodowe w Krakowie; el Archiwum Państwowe w Katowicach: Oddział w Raciborzu; el Archiwum Państwowe w Olsztynie; el Archiwum Państwowe w Poznaniu; el Archiwum Państwowe w Toruniu; la Biblioteka Narodowa, Varsovia; y el Imperial War Museum y National Archives de Londres. Además, me gustaría dar las gracias al siempre amable y servicial personal del Archive of Modern Conflict, Londres; el Muzeum Historyczne Miasta Krakowa; el Muzeul National Brukenthal, Sibiu; y el Bildarchiv der Österreichischen Nationalbibliothek, Viena, por proporcionar muchas de las fotografías de este libro.
El segundo grupo son las personas que ayudaron a preparar y que produjeron el libro. Rumen Cholakov encontró y tradujo material de fuentes búlgaras para mí. Mi agente, Andrew Kidd, me guio por el mundo editorial. En Penguin, Richard Duguid supervisó el proceso de producción. Muchas gracias a los equipos de Penguin y Basic Books, en especial a Marina Kemp y Leah Stecher. También estoy muy agradecido a mi editor, Richard Mason, por ser tan exigente en sus correcciones de mi texto.
Uno de los puntos de este libro es la importancia de la familia y sé lo afortunado que soy con la mía. Mi madre y mi padre, Susan y Henry, y mi hermano Tim siempre han sido un apoyo inmenso y les estoy muy agradecido por su amor y aliento durante la escritura de este libro. Ellos y otros parientes cercanos, tía Judy, Peter y Jana, aguantaron con paciencia y humor el largo periodo en el que estaba «terminando» este libro. Agradezco especialmente a Lindsey y Caley su comprensión. También estoy agradecido a mis familiares en Polonia. Alfred y Wiesia Czogała siguieron el progreso del libro con entusiasmo y ofrecieron un hogar amoroso desde su casa en el sur. Wojtek y Marysia Burkiewicz y sus hijos Mateusz, Michał y Marcin me cuidaron durante mi estancia en Varsovia.
El último agradecimiento, a mi mujer y a mi hija, es el más importante. Mi hija, Maria, llegó en los meses finales de la escritura de este libro y cada día de su vida trae inmensa alegría y nuevo significado a la mía. A mi esposa, Ania; simplemente, no podría haber escrito esto sin ti. Gracias por tu amor, tu comprensión y tu paciencia y gracias por mantener un sentido de perspectiva cuando estaba perdiendo el mío.
Ania, te dedico este libro con todo mi amor.
La Guerra Mundial de 1914-18 fue en todo punto diferente a casi todas las contiendas anteriores […] fue una guerra por la existencia, una guerra popular en el sentido más pleno.
Erich Ludendorff1
La Primera Guerra Mundial está considerada, desde hace mucho tiempo, «la gran catástrofe fundacional» del siglo XX.2 Movilizó a 70 millones de hombres en sus cuatro años y cuatro meses de furiosa conflagración. Murieron casi 10 millones de personas. Se destruyeron comunidades y se desplazaron poblaciones. El odio, el rencor y la amargura consumieron a los contendientes. La Europa centro-oriental fue el epicentro de este desastre. Alemania y Austria-Hungría, los dos Estados que abarcaban dicha región, fueron los instigadores y los perdedores del conflicto. Juntos, sufrieron un tercio de todos los muertos de la contienda.3 Ninguna otra sociedad sacrificó más o perdió tanto. Si el conflicto de 1914-1918 fue la causa indudable de los males que atormentarían a Europa en el futuro –las dictaduras totalitarias, una segunda conflagración mundial y el genocidio–, esto se debió, por encima de todo, al profundo cambio que la guerra de 1914 provocó en las sociedades de Europa central. La clave del trágico curso de la historia moderna del continente radica en esta región, así como en los esfuerzos extraordinarios, los sacrificios vanos y las alteraciones, físicas y morales, que sus pueblos soportaron en 1914-1918.
El presente libro es la primera historia moderna que narra la Gran Guerra desde la perspectiva de las dos Potencias Centrales principales, Alemania y Austria-Hungría. Aspira a comprender el conflicto por medio de la visión de sus estadistas. No obstante, por encima de todo, este volumen es la historia de sus pueblos. El corazón del presente relato radica en los temores, aspiraciones y calvarios que padecieron, desde los civiles haciendo cola para obtener comida en Viena y Berlín, los soldados que libraron los sangrientos combates del Somme o de la ofensiva Brusílov, o los marinos sometidos a la presión de la guerra subacuática. Los pueblos fueron un elemento central de este conflicto. El dinamismo y capacidad de transformación de la Primera Guerra Mundial derivó en gran parte de su condición de Volkskrieg, «Guerra Popular». Un mandatario conservador como el canciller germano Theobald von Bethmann Hollweg, turbado por la desaparición de las viejas guerras aristocráticas, con sus bajas reducidas y sus objetivos limitados, opinó que lo que definió esta lucha nueva y aterradora, su «rasgo más milagroso», fue «el poder inmenso del pueblo».4 El compromiso popular atizó la violencia de la contienda y determinó su duración. Las Potencias Centrales movilizaron a sus poblaciones a una escala sin rival en Europa. En Alemania, 13 387 000 hombres, nada menos que el 86 por ciento de la población masculina del país entre los 18 y los 50 años, sirvió en las fuerzas armadas entre 1914 y 1918. Austria-Hungría le siguió a escasa distancia, con 8 millones de efectivos, alrededor del 78 por ciento de su reserva humana en edad militar.5
La situación estratégica de las Potencias Centrales determinó su experiencia bélica. Durante las hostilidades, Alemania y Austria-Hungría, junto con sus aliados, Bulgaria y el Imperio otomano, quedaron atrapados en un anillo de acero. Les rodeaba una coalición enemiga de enorme superioridad. Al este se extendía Rusia. En el norte, oeste y sur estaban Gran Bretaña, Francia, Italia y, más tarde, Estados Unidos, además de una multitud de naciones menores. Hacia el final de la guerra, sus enemigos controlaban el 61 por ciento del territorio del globo, el 64 por ciento de su Producto Interior Bruto de preguerra y comprendían el 70 por ciento de su población.6 Las Potencias Centrales estaban aisladas del comercio con los neutrales. El bloqueo naval británico, que se hizo cada vez más implacable según progresaba la guerra, cerró el anillo. Los habitantes de la Europa central se imaginaban atrincherados y asediados en el interior de una gran fortaleza. Los millones de hombres movilizados eran necesarios para impedir la entrada al enemigo. De igual modo, esta guerra de sitio a escala masiva implicó a sociedades enteras. La movilización total y el bloqueo difuminaron la distinción entre combatientes y no combatientes. En esta guerra no solo lucharon hombres jóvenes, solteros y fuertes, sino también maridos, padres, hombres de mediana edad e incluso los más débiles. En el interior, las mujeres se hicieron cargo de los trabajos de los hombres movilizados, o bien migraron a la industria armamentística en expansión. Los niños fueron movilizados para la cosecha y para recopilar elementos valiosos para el esfuerzo bélico. Estos civiles, lejos de ser meros auxiliares, se convirtieron en blancos y sufrieron el azote de las privaciones, la malnutrición, la enfermedad y el agotamiento. Muy pronto, vieron cómo la guerra permeaba todos los aspectos de su vida diaria; y no solo los combatientes de los frentes de batalla, sino también las familias que pugnaban por sobrevivir en el interior. Para los contemporáneos, tanto los moradores de las grandes metrópolis europeas como los de las remotas zonas rurales, la aterradora conflagración les pareció interminable, expansiva, omnipresente. Después de ocho meses de hostilidades, un polaco que vivía en el lado austriaco del frente oriental resumió el horror ubicuo que se había propagado por todo el continente: «Guerra en la tierra, en el suelo, en el agua, bajo el agua y en el aire […] una guerra que abarca círculos cada vez más grandes de la Humanidad».7
¿Por qué los pueblos de Austria-Hungría y Alemania resistieron tanto tiempo ante terribles penurias y una inferioridad numérica aplastante? Su determinación resulta aún más incomprensible si se tiene en cuenta que muy pocos historiadores actuales cuestionan la gran culpa de sus mandatarios en el inicio de la conflagración, o su agresiva búsqueda de objetivos bélicos. En parte, los pueblos no tuvieron otra opción. En el momento del estallido de la contienda, los ejércitos de la Europa central poseían poderes extraordinarios sobre la sociedad doméstica. Estados y fuerzas armadas disponían de herramientas efectivas de represión con las que imponer la censura, restricciones a las reuniones públicas y, en ciertos lugares, la ley marcial, para obligar a cumplir tales medidas.8 Pese a ello, la coerción no basta en absoluto para explicar la prolongada predisposición de los pueblos a combatir, sufrir y sacrificarse. Tanto Austria-Hungría como Alemania eran Rechtsstaaten, «Estados de derecho», que durante el medio siglo precedente a la Primera Guerra Mundial garantizaron a sus súbditos libertades básicas y fomentaron sociedades civiles instruidas.9 Si bien los derechos fueron suspendidos al comienzo de las hostilidades, la mentalidad e instituciones de la sociedad civil se mantuvieron y demostraron su indispensable valía para sostener una movilización exitosa. En Alemania, vieron muy pronto que no era posible librar en contra de la voluntad popular un conflicto europeo que implicara a ejércitos masivos de reclutas y requiriera una movilización casi total de la industria y la agricultura. Hacia finales de 1916, los líderes austriacos, que en un principio trataron de suprimir la opinión pública, descubrieron a sus expensas que el autoritarismo solo incrementaba la hostilidad y la resistencia. Durante los dos últimos años de hostilidades, las dos Potencias Centrales cedieron más espacio, no menos, a la expresión pública, a pesar incluso del descontento creciente. La persuasión era crucial y la propaganda, el oscuro arte de guiar la opinión, cobró aún más importancia. Las ideas que podían inspirar a las masas se convirtieron en poderosas armas de guerra.10
El argumento central del presente libro es que el consenso popular fue indispensable para combatir la primera «guerra total» del siglo XX. Refiere cómo los pueblos de Alemania y Austria-Hungría soportaron, toleraron o se subordinaron al conflicto y de qué modo dicha participación cambió a estos pueblos y a sus sociedades. Tres hilos de fondo recorren las páginas de este volumen. El primero explora la forma en que se ganó y se mantuvo en Austria-Hungría y Alemania el consentimiento hacia la guerra. Muestra que la movilización nunca fue una simple orden de Estado a súbdito. Por el contrario, las instituciones de la sociedad civil, los funcionarios locales, activistas políticos, la Iglesia, los sindicatos y entidades benéficas intermediaron y gestionaron la asombrosa movilización espontánea que llevó a sus comunidades a la guerra en 1914-1915. Una vez empezó a flaquear el compromiso popular con la victoria, en 1916-1918, el relato explora la propaganda, de sofisticación creciente, que sirvió para modelar la visión de la contienda de militares y civiles y, de este modo, apuntalar su capacidad de resistencia. El libro demuestra que las penurias y horrores de la conflagración, lejos de minar la voluntad de combatir y resistir, no hicieron sino reforzarlas. El miedo y la ira, ya fuera justificada o exagerada, contra los beligerantes enemigos resultaron ser poderosas emociones movilizadoras, que se prolongaron hasta 1918 y mucho después.
En segundo lugar, el libro explica el modo en que la escalada de extrema violencia de 1914-1918 radicalizó las acciones y objetivos de guerra de Alemania y Austria-Hungría, así como explora las consecuencias de esa radicalización en dichas sociedades y en su esfuerzo bélico. En el momento del estallido de las hostilidades, tanto las poblaciones y, –con independencia de sus actos agresivos– los Gobiernos, estaban unidos en un consenso defensivo. Sin embargo, la incapacidad de los beligerantes de obtener una victoria decisiva en las campañas inaugurales frustró la expectativa de que el conflicto sería breve y de exclusivo carácter militar. El inicio del bloqueo naval británico, de dudosa legalidad con arreglo a la legislación internacional, pues definía la comida como «contrabando», amenazó a las poblaciones civiles de las Potencias Centrales con la inanición y expuso su extrema vulnerabilidad a un ataque económico. El libro muestra cómo, un cuarto de siglo antes del imperio esclavista hitleriano, Alemania y Austria-Hungría respondieron al bloqueo con la explotación despiadada de los recursos alimentarios y humanos de los territorios que ocuparon en el este y el oeste. La nueva guerra económica animó a las élites gobernantes de Alemania y Austria-Hungría, parte de las cuales ya albergaba aspiraciones imperialistas, a considerar que la futura seguridad y estabilidad de sus Estados dependía del control permanente de tales recursos foráneos. Los objetivos oficiales de la contienda experimentaron una gran expansión y las élites castrenses y de negocios de Alemania comenzaron a ambicionar la construcción de un imperio en el este. Tales aspiraciones chocaron con el compromiso de la población general de defender las fronteras de preguerra y lograr una paz rápida que pusiera fin al sufrimiento. Esto dio lugar a una crisis de legitimidad del Estado: en última instancia, el pueblo retiró su consentimiento, lo que precipitó de ese modo el derrumbe político y el fin de la contienda.
El tercer hilo de fondo del libro es la trágica fragmentación social provocada por la Primera Guerra Mundial, una ruptura que no solo precedió y precipitó el desplome político, sino que persistió incluso después del renacimiento del orden estatal en Centroeuropa. Esta fragmentación asumió formas diversas en Alemania y Austria-Hungría, pues, si la primera era una nación Estado, la segunda era un imperio multinacional. En Austria-Hungría, los dirigentes iniciaron las hostilidades de 1914 en parte como medida desesperada contra sus endémicas disputas nacionalistas, que temían que deshicieran el imperio. En un principio, su arriesgada maniobra pareció efectiva, pues los pueblos se congregaron en torno a la bandera. Sin embargo, desde su mismo inicio, la contienda exacerbó sentimientos y rivalidades nacionales, que fueron inflamados aún más por la persecución de grupos étnicos «sospechosos», un aluvión de refugiados indeseables de las fronteras del este y del sur, falta de alimentos y propaganda de exiliados nacionalistas en alianza con las potencias adversarias. A medida que el Estado de los Habsburgo fue perdiendo poco a poco su legitimidad y las penurias bélicas empeoraron, los pobladores se refugiaron en sus comunidades nacionales. Antes incluso de la disolución formal del Estado, sus sociedades multiétnicas se sumieron en la violencia y los judíos fueron uno de sus principales objetivos. En Alemania, la escasez de guerra exacerbó el antisemitismo y, en las fronteras orientales, de carácter multiétnico, el conflicto racial. Sin embargo, su sociedad, dada la condición de estado Nación casi homogéneo, se fragmentó sobre todo en diferencias de clase. Tales tensiones clasistas se vieron aún más potenciadas a partir de 1917 por los llamamientos a la anexión desde la derecha, y, desde la izquierda, por la ideología de las dos revoluciones rusas. Tras la derrota, las divisiones se ensancharon más todavía y engendraron un conflicto civil y nuevos partidos de extrema izquierda y de derecha radical.
El general Erich Ludendorff, el hombre que dirigió el esfuerzo bélico germano en 1914-1918, tenía razón cuando caracterizó esta contienda como «una guerra popular en el sentido más pleno». La gran implicación emocional y material de los pueblos alemán y austrohúngaro no solo posibilitó el sostenimiento de la lucha de las Potencias Centrales, sino que también garantizó que la derrota, cuando llegó, ejerciera un impacto catastrófico sobre sus sociedades. Las divisiones internas que surgieron durante la guerra definieron el caos que vino después: en Alemania, una revolución de izquierda derribó al Gobierno. En Austria-Hungría, la derrota vino acompañada de violencia étnica y fragmentación en nuevos Estados nacionales. La paz apenas supuso un breve respiro. A lo largo y ancho de la región, la guerra empobreció a los habitantes, despedazó comunidades multiétnicas y destruyó la fe en las estructuras estatales. Persistió la amargura por los sacrificios inútiles, las acerbas divisiones ideológicas, los odios raciales y una nueva predisposición a ejercer la violencia. A Europa central le esperaba un negro futuro.
NOTAS
1 Joffre, M., expríncipe heredero de Alemania, mariscal Foch y mariscal (sic) Ludendorff, 1927, 213.
2 Kennan, G. P., 1979, 3.
3 Overmans, R., 2004, 664-665.
4 Bethmann Hollweg, cit. en Jarausch, K. H., 1973, 280.
5Vid. Watson, A., 2008, 156, así como Gratz, G. y Schüller, R., 1930, 150-151.
6 Broadberry, S. y Harrison, M., 2005, 8.
7 M. Dydynski (Cracovia), diario/memorias, 125, 15 de marzo de 1915. AN Cracovia: 645-670.
8 Führ, C., 1968 y Deist, W. (ed.), 1970.
9 Nipperdey, T., 1998, vol. II, 47, 51, 182-183 y 188-191 y Kann, R. A., 1974, 326-342.
10 Para una introducción, vid. el trabajo pionero de Lasswell, H. D., 1927.
«Nosotros empezamos la guerra, no los alemanes, y mucho menos la Entente… Que yo sepa». Con esta confesión inició sus memorias de julio de 1914 el barón Leopold von Andrian-Werburg, miembro del cerrado grupo de jóvenes diplomáticos que definió la política exterior de Austria-Hungría en los últimos años de paz. Andrian, en aquel tiempo cónsul general de los Habsburgo en Varsovia, pasaba sus vacaciones en Viena durante las tensas semanas posteriores al magnicidio de Sarajevo del 28 de junio de 1914, en el que perecieron, víctimas de terroristas serbobosnios, el heredero al trono austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando, y su esposa Sofía, duquesa de Hohenberg. El 9 de julio, Andrian fue convocado al Ministerio de Exteriores para dar su consejo acerca de la posible reacción de Rusia ante una acción agresiva contra Serbia, el país que, creían los círculos gubernamentales, estaba detrás del crimen. Al mirar cuatro años atrás, Andrian, un hombre atormentado, aunque no arrepentido, describió la extraña euforia conspirativa que halló en el ministerio. El chef de cabinet, conde Alek Hoyos, de 36 años de edad, estaba en el centro del grupo y le recibió con jovialidad; dos años más tarde, en 1916, Hoyos estuvo a punto de suicidarse porque pensaba, como confesó arrepentido a un confidente, que había sido el «verdadero iniciador de la guerra».1 «Debemos informar a Andrian del secreto», exclamó. Se estaba gestando «una época totalmente nueva» y Serbia, «se tragaría su orgullo». Tras años de aislamiento, provocación y humillación, el venerable Imperio de los Habsburgo dejaría ser un espectador pasivo rodeado de depredadores. Todos los jóvenes diplomáticos coincidían con sus superiores en que la amenaza era mortal y que no había mucho tiempo. El miedo y la desesperación allanaron el camino a una euforia temeraria cuando, por fin, los líderes habsburgo optaron por dar una respuesta decisiva y violenta y empezar una guerra en los Balcanes.2
La Primera Guerra Mundial la iniciaron las pequeñas élites dirigentes. El pueblo no fue consultado. En el verano de 1914, los salones del poder de toda Europa rebosaban de desconfianza, temeridad, arrogancia y, por encima de todo, de miedo. Sin embargo, los líderes de Austria-Hungría eran una excepción, pues fueron los únicos que planearon, ya desde principios de julio de 1914, llevar a su país a la guerra. El conflicto que buscaban tras los asesinatos de Sarajevo era una guerra balcánica, no mundial, y trataron de provocarlo con asombrosa y obsesiva determinación. El ministro de Exteriores austrohúngaro, el conde Leopold von Berchtold, un hombre sensible cuya verdadera pasión era el arte y los caballos más que la política, y quien en el pasado no se había destacado por su firmeza, fue el principal impulsor de tales maquinaciones. Los jóvenes diplomáticos a sus órdenes y los militares le animaron a seguir. En la tarde del 30 de junio, dos días después de los asesinatos, el emperador Francisco José lo recibió en audiencia. El monarca, de 83 años de edad, no tenía una relación muy estrecha con su difunto sobrino. Aun así, Berchtold lo encontró dolido y conmovido. Ambos hombres acordaron que el tiempo para la «política de la paciencia» había terminado. Era necesario mostrar más dureza hacia Serbia.3
La red de alianzas y el equilibrio de poder de la Europa de 1914 hacía que cualquier agresión austrohúngara contra Serbia, diplomática o militar, estuviera cargada de peligros. De hecho, las relaciones entre los Habsburgo y Serbia eran hostiles desde 1903, cuando un golpe militar nacionalista llevó al trono a la dinastía Karadjordjević. El nuevo Gobierno y sus mandatarios, no contentos con liberar a su país de la condición de satélite habsburgo, empezaron a apoyar, a veces de forma encubierta y otras más abiertamente, la agitación a favor de la Gran Serbia, que aspiraba a arrancar al imperio multiétnico sus provincias sudeslavas. El coronel Dragutin Dimitrijević, el poderoso jefe de inteligencia militar y fundador de la sociedad revolucionaria secreta Ujedinjeje ili smrt! [¡Unión o muerte!], facilitó el terrorismo en los territorios de los Habsburgo de Bosnia y Croacia y, aunque los investigadores austrohúngaros lo ignoraban, organizó el complot para asesinar al archiduque Francisco Fernando.4 Sin embargo, el pequeño Reino de Serbia contaba con el respaldo de la poderosa Rusia, el principal competidor en los Balcanes del Imperio de los Habsburgo. Rusia tenía una estrecha alianza con Francia y, desde 1907, con Gran Bretaña, aunque menos firme: era la «Triple Entente». Cualquier disputa entre el Imperio y Serbia implicaría de inmediato a esas grandes potencias. Berchtold sabía que para tener manos libres contra el país que creía –carecía de pruebas sólidas– que había planeado matar al heredero austriaco necesitaba sumar a su conspiración a los alemanes, el único aliado fiable del Imperio austrohúngaro y principal potencia bélica de Europa. El 5 de julio, Alek Hoyos fue a Berlín a solicitar su apoyo. Llevaba dos documentos. El primero era una carta de Francisco José para el káiser Guillermo II. Redactada por el Ministerio de Exteriores de los Habsburgo, advertía de que la «agitación criminal» de Serbia no podía «quedar sin castigo». El segundo era un sombrío memorando acerca de la situación estratégica de las Potencias Centrales. Escrito por orden de Berchtold poco antes del magnicidio de Sarajevo por un alto cargo del ministerio, el barón Franz Matscheko, fue revisado a toda prisa después de los asesinatos para darle un tono más beligerante y enfatizar las inquietudes germanas. Subrayó la menguante influencia de los Habsburgo en los Balcanes y la necesidad de estrechar la alianza con Bulgaria, en lugar del secreto y poco fiable aliado de las Potencias Centrales, Rumanía. También se insistió en la agresividad creciente de la alianza franco-rusa, causa de aguda preocupación en Berlín. Una adenda advertía del peligro inmenso de «la agitación a favor de la gran Serbia, que no se detendrá ante nada» e, insinuando la necesidad de violencia, abogaba por una acción vigorosa. Ninguno de ambos documentos mencionaba abiertamente la guerra, porque, aunque Berchtold estaba decidido, el emperador todavía no se inclinaba de forma irrevocable por esta opción y el conde Tisza, el poderoso ministro presidente de Hungría, cuyo punto de vista no podía obviarse, se oponía. Para eludir sus dudas, Berchtold optó por elegir a Hoyos, un abierto partidario de la guerra con excelentes contactos en Berlín. El beligerante chef de cabinet se aseguraría de que los alemanes vieran que la Administración de los Habsburgo estaba decidida a ir a la guerra.5
Los alemanes dieron una respuesta positiva al mensaje de Hoyos. El káiser Guillermo era íntimo amigo de Francisco Fernando y estaba indignado por su muerte. La opinión del káiser, anotada a toda prisa en un reporte despachado por su embajador en Viena dos días después de los asesinatos, decía: «¡Debemos deshacernos de los serbios y de inmediato!».6 El 5 de julio, Guillermo almorzó con el embajador de los Habsburgo, el conde Szögyényi, quien, tras ser informado por Hoyos, le entregó la carta y el memorando. Tras leer los documentos, el káiser ofreció su «pleno apoyo», aunque advirtió de que antes debía consultar con su canciller, Theobald von Bethmann Hollweg.7 Al día siguiente, Szögyényi y Hoyos se reunieron con Bethmann. Según reportaron los diplomáticos a Viena, este les dijo que «sea cual sea nuestra decisión, siempre tendremos de nuestro lado a Alemania».8 Con este tristemente célebre «cheque en blanco», los líderes germanos ofrecieron el apoyo diplomático imprescindible para un ataque habsburgo contra Serbia y abrieron el camino de la crisis internacional de finales de mes. Lo crucial es que lo hicieron con pleno conocimiento de que podría provocar, tal y como observó Guillermo II tras leer la carta de Francisco José, «una importante complicación europea». El subsecretario alemán de Asuntos Exteriores, Arthur Zimmermann, que almorzó con Hoyos el 5 de julio, estimó un riesgo del «90 por ciento de guerra europea si ustedes emprenden algo contra Serbia».9 Aun así, una vez Guillermo se reunió con el canciller, Zimmermann y sus asesores militares esa misma tarde, sus preocupaciones se disiparon. Tanto el canciller como el ministro de la Guerra, Erich von Falkenhayn, dudaban de que los austrohúngaros fueran en serio. Además, los líderes germanos coincidían en que, incluso si su aliado emprendía una acción decisiva, Rusia no intervendría.10 Los alemanes se limitaron a dejar toda la iniciativa en manos de Viena. En su reunión con Hoyos y Szögyényi del 6 de julio, el canciller insistió en que la decisión final recaía por completo en Austria-Hungría. La única preferencia que transmitió fue que, si se consideraba necesario tomar acciones militares, estas debían iniciarse más pronto que tarde.11
La respuesta germana reforzó la posición de Berchtold en la reunión del Consejo Común Ministerial del 7 de julio, lo más cercano a un gabinete gubernamental que tenía Austria-Hungría. Berchtold, que presidió la sesión, presionó desde el principio a favor de una «demostración de fuerza [que] ponga fin, de una vez por todas, a las intrigas de Serbia». El ministro presidente de Austria, el conde Stürgkh, y los ministros de Finanzas y de Guerra imperiales, Leon Biliński y Alexander von Krobatin, se mostraron partidarios de la guerra con Serbia. La única voz discordante siguió siendo la del ministro presidente de Hungría. Tisza pudo vetar un ataque inmediato contra Serbia, aunque esto fue una victoria vacía, pues el Ejército de los Habsburgo había dado permiso a tal cantidad de soldados para la cosecha veraniega que, de todos modos, lanzar una ofensiva era un imposible. En lugar de esto, Tisza sugirió presentar un ultimátum y admitió que las exigencias «debían ser duras». Sin embargo, en su resumen de la reunión, Berchtold añadió un matiz beligerante a lo acordado. Aunque reconoció «diferencias de opinión», insistió en que «a pesar de ellas, se ha llegado a un acuerdo, dado que la propuesta del premier húngaro conducirá, con toda probabilidad, a la guerra con Serbia, cuya necesidad es comprendida y admitida por el ministro de Hungría y por todos los demás miembros del Consejo».12 El ministro de Exteriores de los Habsburgo tenía la certeza de que se llegaría a la guerra, pues la tarea de redactar el ultimátum recaía en su ministerio, si bien el Consejo lo revisaría después. Berchtold hizo saber que lo redactaría para provocar una contienda: el 10 de julio, comunicó con toda franqueza al embajador alemán que estaba «considerando las exigencias que podía poner, de modo que a los serbios les resulten en todo punto imposibles de aceptar». Sus instrucciones al embajador imperial en Serbia, el barón Von Giesl, que estaba en Viena el día del Consejo y fue a verle a su conclusión, fueron aún más contundentes: «Sea cual sea la reacción de los serbios, debe romper relaciones y marcharse. Hay que llegar a la guerra».13
El rasgo más desconcertante del proceso de toma de decisiones de los mandatarios habsburgo es la facilidad con la que plantearon una guerra. Apenas una semana y media después del magnicidio de Francisco Fernando, las fuerzas armadas y todos los ministros civiles, a excepción de Tisza, abogaban por la invasión de Serbia; de hecho, la mayoría optó por ello tan pronto como tuvo noticia de los asesinatos.14 Ignoremos el hecho de que no fue hasta el 13 de julio, seis días después de la reunión del Consejo Común Ministerial, cuando el investigador encargado de determinar la participación de Belgrado en el complot presentó su informe; solo pudo alegar una vaga «culpabilidad moral», no complicidad o responsabilidad por parte del Gobierno serbio.15 Dejemos de lado también el dudoso carácter ético de iniciar un conflicto bélico, aunque breve, con todo el sufrimiento y pérdida de vidas inocentes que ello conlleva, en respuesta al mero asesinato de una pareja regia. Si se analiza desde el estricto punto de vista de la política de poder, invadir Serbia era una decisión muy peligrosa, porque se corría el riesgo de provocar a Rusia, cuyo Ejército permanente era tres veces más grande que el de Austria-Hungría.16 Berchtold sabía que la humillación de Serbia causaría una profunda inquietud al coloso oriental, pues, tal y como le explicó alegremente el 14 de julio a Francisco José, esta asestaría «un golpe al prestigio ruso en los Balcanes».17 Los ministros también eran conscientes de los riesgos, pues, en su reunión de una semana antes, invitaron a Franz Conrad von Hötzendorf, jefe del Estado Mayor General, a que explicara sus planes bélicos. Conrad indicó que, si Rusia intervenía tras el estallido de la guerra con Serbia, podría modificar el dispositivo del Ejército de los Habsburgo para contrarrestarlo, siempre y cuando lo supiera no más tarde del quinto día de movilización. Confiaba, aunque no está claro si lo explicitó en la reunión, en que, con ayuda de Alemania, podría derrotar a Serbia y a Rusia. Con todo, dijo muchas cosas que deberían haber preocupado a los ministros. Disipó la ilusión de que Alemania pudiera proteger por sí sola la frontera nordeste del Imperio austrohúngaro, mientras el Ejército austrohúngaro combatía a los serbios en el sur. Advirtió de que parte de la provincia fronteriza de Galitzia podría ser invadida durante los primeros compases de la campaña. En el peor escenario, por fortuna improbable, de que el Imperio tuviera que enfrentarse a Rumanía y Montenegro, además de a Serbia y Rusia, las posibilidades de victoria, estimó el jefe del Estado Mayor General, «no eran favorables».18
Los dirigentes habsburgo ignoraron el enorme riesgo y prosiguieron sus preparativos bélicos con gran secreto. Les impulsaba una urgencia terrible: como Berchtold explicó el 7 de julio a sus colegas, el Imperio «no tenía tiempo». La inacción, no el conflicto armado, les parecía la mayor amenaza existencial. Incluso Tisza, que el 14 de julio aceptó ir a la guerra, admitió que «nos han puesto una soga al cuello y, si no la cortamos de inmediato, nos estrangularán en el momento propicio».19 Con todo, pese a que los ministros, los militares y el emperador de Austria-Hungría habían alcanzado un consenso, no podían enfrentarse de inmediato a Serbia. Dos cuestiones obligaron a retrasarlo. Primero, el Ejército no estaba preparado. Era irónico, pues Conrad había sido, desde hacía mucho tiempo, el más beligerante de los líderes habsburgo. Desde que lo nombraron jefe de Estado Mayor, en 1906, solicitó en repetidas ocasiones guerras preventivas contra Serbia, Montenegro, Rusia e incluso Rumanía e Italia, que eran aliados del Imperio. Berchtold parafraseó con ironía su consejo tras los asesinatos de Sarajevo: «¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!».20 Sin embargo, el Ejército de los Habsburgo, tal y como ya hemos comentado, licenció a muchos de sus soldados para la cosecha estival y, aunque Conrad interrumpió la concesión de permisos poco antes de la reunión del 7 de julio, no podía hacer volver a millones de hombres sin alertar a Europa de las intenciones belicosas del Imperio. En consecuencia, no se podría iniciar ninguna acción militar antes del 25 de julio, la fecha prevista para el retorno de los soldados de permiso. El segundo motivo de la demora era la visita de Estado a San Petersburgo, capital de Rusia, del presidente y del primer ministro de Francia, Raymond Poincaré y René Viviani, entre el 20 y el 23 de julio. Por motivos de etiqueta diplomática, y por el razonamiento maquiavélico de que sería ventajoso no dar oportunidad a los dos aliados de coordinar una respuesta, los dirigentes habsburgo decidieron esperar a que los líderes franceses abandonaran Rusia para presentar su ultimátum a Serbia.21
El último Consejo Común Ministerial de la paz se reunió con discreción el 19 de julio en la residencia de Berchtold. Los ministros llegaron en vehículos sin distintivos; esta fue solo una de las muchas precauciones tomadas para preservar el secreto. Cinco días antes, Conrad y el ministro de la Guerra Krobatin se marcharon de permiso, a la vista de todo el mundo, para dar la impresión de que no estaban planificando ninguna acción militar. A la prensa vienesa y a la de Budapest, cuyos agrios intercambios con los diarios serbios que se regodeaban de los magnicidios reales aumentaban la tensión, se les pidió que evitasen hablar de Serbia. Los ministros querían tomar a Europa por sorpresa y así prevenir todo intento de mediación o disuasión.22 En la reunión, los ministros aprobaron el ultimátum, redactado con sumo cuidado por los jóvenes asesores de Berchtold en el Ministerio de Exteriores. El tono del documento era digno pero iracundo y sus exigencias firmes. El preámbulo acusaba con severidad al Estado serbio de tolerar «un movimiento subversivo […] cuyo objetivo final es la separación de ciertas partes del territorio de Austria-Hungría». Dicho Estado era responsable de culpabilidad moral, pues su inacción permitió «una sucesión de intentos de asesinato […] y de asesinatos», que habían culminado en el magnicidio del 28 de junio. El ultimátum exigía que el Gobierno serbio publicara en la prensa oficial, palabra por palabra, una humillante repulsa de todo esfuerzo dirigido a la separación de territorio de Austria-Hungría, con la advertencia de que todos los dirigentes, y otros que persistieran en tal política, serían castigados «con gran severidad». A continuación, especificó diez puntos más. Los cuatro primeros ordenaban la supresión de los propagandistas contra el Imperio, incluida la sociedad nacionalista serbia Narodna Odbrana [Defensa Nacional], a la que estaban vinculados los asesinos. Los puntos 7 y 8 insistían en el arresto de las autoridades serbias que los habían ayudado y el 9 pedía al Gobierno serbio que explicara por qué algunos de sus funcionarios se habían referido a Austria-Hungría «en términos hostiles» después de los asesinatos del 28 de junio. El punto 10 era una mera orden de que Serbia confirmara de inmediato el cumplimiento del resto de exigencias. Los puntos más controvertidos eran los números 5 y 6, ya que rompían un tabú al poner en entredicho la soberanía serbia. El punto 5 ordenaba que se autorizara a las autoridades austriacas a participar en la supresión de los movimientos conspirativos serbios. El punto 6, añadido con el expreso propósito de hacer inaceptable el ultimátum, insistía en que funcionarios austriacos participaran en una investigación judicial, dentro de territorio serbio, contra todos los miembros de la conspiración. Solo se concedió a los serbios cuarenta y ocho horas para responder y el embajador Giesl recibió instrucciones verbales de exigir una aceptación incondicional, bajo amenaza de que cualquier otra respuesta provocaría una ruptura inmediata de relaciones.23
El ultimátum era un instrumento diseñado con el único fin de provocar la guerra. Cabe alegar, es cierto, que Austria-Hungría solo podía garantizar el pleno cumplimiento de Serbia si imponía a sus propios funcionarios y que tenía motivos de peso para no confiar en el problemático Estado balcánico.24 Sin embargo, Berchtold dejó claro en reiteradas ocasiones durante el mes de julio que el ultimátum fue redactado para provocar un rechazo. En Belgrado, Giesl recibió instrucciones estrictas de cómo debía romper relaciones. En un intento de localizar el conflicto inminente, se preparó una explicación oficial de la postura austrohúngara para las otras grandes potencias.25 Su efectividad, no obstante, quedó en entredicho el mismo 21 de julio, el día que el emperador aprobó el ultimátum, el último paso previo a su entrega. Pese a todas las precauciones, se filtró el rumor de que se estaba preparando una dura nota. Este llegó primero a los rusos y por medio de ellos pasó a oídos de los mandatarios franceses. Esa tarde, el embajador austrohúngaro en San Petersburgo telegrafió a Berchtold que el presidente de Francia, Poincaré, le había preguntado cuáles eran las exigencias de Austria-Hungría a Serbia y le advirtió de que solo podía responsabilizarse a un gabinete de un acto si se presentaban evidencias sólidas. Si Austria-Hungría carecía de tales pruebas, advirtió amenazador, debía recordar que Serbia «tiene amigos» y que «esto provocaría una situación peligrosa para la paz».26 Esta comunicación no tuvo consecuencias: el ministro de Exteriores de los Habsburgo no se dejaría intimidar ni apartar de su objetivo. En cualquier caso, a las seis de la tarde del 23 de julio de 1914, momento en que el Gobierno serbio recibió al fin el ultimátum, ya era probable que Austria-Hungría tuviera su guerra, aunque una mucho más grande de lo que planeaban o aspiraban sus mandatarios.
Los actos de los dirigentes austrohúngaros en el verano de 1914, aunque secretos y agresivos, no estuvieron motivados tanto por la beligerancia, sino por un profundo sentimiento de debilidad, temor e incluso de desesperación. Su imperio multiétnico tenía casi cuatrocientos años de historia. Había rechazado al sultán otomano, sobrevivido a Napoleón y superado luchas religiosas y revoluciones. Sin embargo, a principios del siglo XX, muchos estadistas, tanto del imperio como de fuera de sus fronteras, consideraban que sus días estaban contados. Incluso el secretario de Exteriores de Alemania, Gottlieb von Jagow, representante del único amigo fiable que el Imperio tenía en el mundo, se refirió a este en julio de 1914 en términos nada elogiosos: «Esa composición de naciones junto al Danubio, en desintegración acelerada».27 Como bien sabían los líderes habsburgo, otros eran mucho menos amables. Apenas seis días antes del magnicidio de Francisco Fernando, les llegó una severa advertencia del embajador en su aliado rumano, el conde Ottokar von Czernin, de los comentarios que se oían en círculos diplomáticos. «Se ha consolidado, aquí, al igual que en muchas otras partes de Europa, la firme convicción de que la Monarquía es una entidad condenada a la caída y la disolución», observó el embajador. Se decía que «en un futuro próximo, la monarquía de los Habsburgo será sacada a subasta en Europa».28
¿Por qué la situación de Austria-Hungría parecía tan lúgubre en 1914? ¿Y por qué los mandatarios habsburgo estaban tan decididos a castigar a su pequeño y molesto vecino serbio, aunque ello les costara desencadenar una desastrosa conflagración europea? Una parte de la respuesta radica en los problemas internos imperiales. En 1867, los dominios multiétnicos de Francisco José, hogar de once nacionalidades reconocidas, experimentaron una importante reorganización. A consecuencia de las revoluciones de 1848 y las guerras perdidas de 1859 y 1866, el emperador sucumbió por fin a las presiones y aceptó la creación de un nuevo sistema «dualista». En lo que se conoció como el «compromiso» entre la corona y los liberales austro-germanos y magiares, el imperio quedó dividido entre dos Estados de gran autonomía, Austria al oeste y Hungría al este, unidas, tanto constitucional como personalmente, en Francisco José, rey de Hungría y emperador de Austria. El monarca nombraba a tres ministros comunes, el de Guerra, el de Asuntos Exteriores y el de Finanzas, encargados de gestionar áreas de interés común. Los Gobiernos separados de Austria y de Hungría estaban dirigidos, a su vez, por un ministro presidente, a quienes también designaba el soberano, si bien solo podía gobernar en cooperación con las asambleas legislativas electas de los Estados, el Reichsrat austriaco y la Cámara de Representantes de Hungría. Una vez al año, los parlamentos enviaban comités ejecutivos, las Delegaciones, a reunirse entre ellas y con los ministros comunes. Cada diez años, tenían lugar relevantes negociaciones para establecer la «cuota», esto es, el porcentaje que cada Estado pagaba por los gastos comunes, así como acordar asuntos económicos de interés mutuo tales como aranceles y ciertos impuestos indirectos, y decidir el porcentaje de reclutas que cada Estado aportaría al Ejército común. Los tres ministros comunes y los dos ministros presidentes, así como el heredero del trono antes de su asesinato, tenían un asiento en el Consejo Ministerial común, que se reunía con regularidad para abordar cuestiones de importancia que afectaran al conjunto del Imperio y que urdió la guerra en julio de 1914.29
La estructura estaba diseñada para mantener el control de la corona sobre las áreas clave de la política exterior y del Ejército, al tiempo que satisfacía las aspiraciones políticas de los dos pueblos más influyentes y activos en el seno del imperio, los austro-germanos y los magiares. Gracias a la reorganización, los dos se erigieron en los grupos principales de sus mitades respectivas (vid. Tabla 1). Además, en 1878 el territorio otomano de Bosnia-Herzegovina pasó al control de la Administración de los Habsburgo y en 1908 quedó anexionado de forma permanente. Con el fin de no alterar el delicado balance étnico, Bosnia-Herzegovina se mantuvo fuera de la estructura dualista del Imperio, gobernada por el ministro de Finanzas común. Era, de facto, una colonia, en la que los Habsburgo emprendieron lo que consideraban una misión cultural. Mediante la introducción de administración y educación profesional, así como medidas de mejora de tierras e infraestructuras, no solo pretendían civilizar y modernizar la región, sino también absorberla en el núcleo del Imperio.30
Tabla 1: Pueblos del Imperio habsburgo (por territorio) en 1910.
Etnicidad
Porcentaje de población en el territorio
Austria cisleitana (territorio):
Alemanes
35,6
Checos (eslovacos incluidos)
23,0
Polacos
17,8
Rutenos
12,6
Serbocroatas
2,8
Italianos
2,8
Rumanos
1,0
Tierras de la Corona de Hungría (territorio):
Magiares (esto es, húngaros)
48,1
Rumanos
14,0
Alemanes
9,8
Eslovacos
9,4
Croatas
8,8
Serbios
5,3
Rutenos
2,3
Bosnia-Herzegovina (territorio):
Serbios
42,0
Musulmanes
34,0
Croatas
21,0
Fuente: Sked, A., 2001: The Decline and Fall of the Habsburg Empire, 1815-1918, 2.ª ed. Harlow/Londres, 278-279; Wandruszka, A. y Urbanitsch, P. (eds.), 1980: Die Habsburgermonarchie 1848-1918. Die Völker des Reiches, Wien, Verlag der Österreichischen Akademie der Wissenschaften, iii.1, encarte, 38-39.
Hacia 1914, la estructura estatal pactada en el «Compromiso» de 1867 soportaba fuertes presiones. Los nacionalistas magiares y germanos consideraban que no respondía a sus aspiraciones y los pueblos dejados al margen del acuerdo, en su mayor parte eslavos, aunque también italianos y rumanos, rechazaban su manifiesta injusticia. En la última década de paz, las instituciones representativas de ambas mitades del imperio se hicieron disfuncionales o dejaron de funcionar por completo. En Hungría, los liberales que dominaban la Cámara de Representantes nunca habían considerado el compromiso otra cosa que el inicio de un proceso de adquisición de nuevos poderes nacionales y la oposición reverenciaba la memoria de la revolución de 1848-1849 contra los Habsburgo y aspiraba a la independencia. El sufragio, muy restrictivo, apenas incluía a un 6 por ciento de la población y excluía a los trabajadores y a la mayoría de no magiares, con lo que la nobleza húngara, la única que podía satisfacer los requerimientos de propiedad, dirigía el país. Uno de los principales agravios de este grupo, que abarcaba a los dos bandos de la Cámara de Representantes, era la negativa de Francisco José a permitir un Ejército nacional húngaro, o al menos admitir el uso de la lengua magiar en el Ejército común imperial. En 1903, esta cuestión desencadenó una crisis parlamentaria de una década de duración. La tensión se agudizó después de la victoria en las elecciones de 1905 de la «Coalición de Partidos Nacionales», defensores de la independencia, lo cual rompió el largo dominio liberal del poder político. El resultado electoral fue seguido de un bloqueo político con el monarca, que tenía la prerrogativa de nombrar al ejecutivo. El Parlamento fue disuelto y no se le permitió volver a gobernar hasta 1906; la corona amenazó a los nacionalistas independentistas con introducir el sufragio universal y, con ello, lograron arrancarles la promesa secreta de no cuestionar el sistema dual. Incapaces de cumplir su programa de reformas nacionalistas en el Estado y el Ejército de los Habsburgo para el que habían sido elegidos, el nuevo Gobierno optó por explotar la xenofobia de sus votantes y provocó resentimiento en las periferias mediante el acoso de las minorías eslavas y rumanas de Hungría. Las elecciones de mayo de 1910 fueron manipuladas para devolver el poder a los liberales, ahora con el nombre de Partido del Trabajo y liderados por el conde István Tisza. Fue Tisza, en aquella época portavoz parlamentario, quien puso orden en Hungría. En 1912, tras intimidar con tropas al ingobernable Parlamento, prohibió las maniobras dilatorias en la Cámara y aprobó la Ley del Ejército, muy necesaria. Sin embargo, sus métodos inconstitucionales provocaron una profunda hostilidad. En una de las sesiones parlamentarias, un iracundo diputado sacó un arma y disparó tres veces contra Tisza, pero falló. A continuación, volvió el arma contra sí mismo.31
Pese a que el Parlamento húngaro rebosaba hostilidad y drama, parecía un modelo de orden en comparación con la cámara baja de la otra mitad del imperio, el Reichsrat austriaco. Allí, los liberales germanos perdieron su dominio en 1879, una vez que los checos, los verdaderos perdedores del sistema de 1867, pusieron fin a su contraproducente boicot y empezaron a asistir a los plenos. A partir de la década de 1890, una serie de agrias disputas en torno a derechos lingüísticos en las regiones de etnicidad mixta empezó a paralizar la institución. En 1897, estalló una crisis: el ministro presidente, el conde Badeni, decretó que los funcionarios de Bohemia y Moravia debían aprender checo y alemán en menos de tres años, con objeto de poder comunicarse con todos los pobladores de dichas tierras. Las sesiones parlamentarias degeneraron en una farsa. Los diputados alemanes las obstruían con discursos de horas de duración, mientras que los checos, partidarios de la medida, intentaban acallarlos con griterío, aporreando los escaños o tocando instrumentos musicales. De forma arbitraria, se prohibieron las protestas más ruidosas y la policía expulsó a diez diputados. Esto provocó disturbios en las ciudades de población germana del imperio. Las protestas forzaron la retirada de la medida y la destitución del ministro presidente. A partir de entonces, sin embargo, no había nada que impidiera a los checos utilizar los mismos métodos para bloquear toda legislación que no aprobaran. El Gobierno optó por imponer las leyes por decreto mediante el artículo 14 de medidas de emergencia de la Ley Fundamental austriaca. Si, antes de 1897, este artículo se había invocado una media de una vez al año, en los siete años siguientes fue empleado en setenta y cinco ocasiones. La introducción del sufragio universal en 1907, una medida no guiada por ningún idealismo democrático, sino con la esperanza de que las identidades de clase reemplazaran la obstrucción nacional de los trabajos del Parlamento, también fracasó. En marzo de 1914, el ministro presidente Stürgkh clausuró el Reichsrat; era un reconocimiento explícito de la bancarrota del sistema parlamentario austriaco.32
En las provincias imperiales, al igual que en su centro, el nacionalismo contestatario empezaba a causar problemas. Los activistas nacionalistas se vigilaban entre sí con desconfianza, reñían por derechos y guardaban con celo sus privilegios. Cuestiones menores provocaban reacciones violentas. Así, por ejemplo, la inauguración en 1904 de una facultad de derecho en lengua italiana en la Universidad de Innsbruck provocó disturbios de los estudiantes germanos, que obligaron a clausurarla.33 En Trieste, la competición política entre italianos, que se aferraban a su dominio tradicional de las instituciones locales de gobierno, y los eslovenos, cuya población crecía con rapidez a principios del siglo XX, derivaba con frecuencia en choques callejeros.34 En Bohemia, otro centro de conflicto nacional, la tensión política llevó a checos y alemanes a boicotear las tiendas y negocios de la otra etnia en 1898, 1908 y 1910. El extremista Partido Nacional Socialista Checo organizó los boicots checos, los diarios nacionalistas atizaban el resentimiento y en las zonas germanas incluso los ayuntamientos pegaban carteles que advertían: «¡Compre solo a alemanes!».35 En 1898, las protestas de las tropas checas contra el uso del alemán como lengua de mando en el Ejército, después de la crisis de Badeni, y el motín de algunas unidades bohemias durante las movilizaciones de 1908 y 1912, suscitaron el temor a que las disputas nacionales afectaran al Ejército y minasen su fiabilidad.36
En los últimos años previos a la guerra había una particular inquietud por la situación de Galitzia, en el nordeste del imperio. Estas Tierras de la Corona –nombre que los austriacos daban a sus provincias– las gobernaba la nobleza polaca y gozaban de una autonomía excepcional. Desde 1869, su idioma administrativo era el polaco, no el alemán como en el resto de Austria, y en las reuniones del gabinete austriaco se sentaba un ministro polaco sin cartera encargado de salvaguardar los intereses de la Galitzia polaca. Los polacos también dominaban el Parlamento provincial, el Sejm, gracias a un sufragio que incluía a poco más del 10 por ciento de la población. En realidad, los polacos solo sumaban 3,8 de un total de 8 millones de habitantes. También había 3,2 millones de rutenos –hoy los llamaríamos ucranianos– concentrados al este de las Tierras de la Corona, así como 872 000 judíos y 90 000 alemanes.37 Entre los rutenos, los nacionalistas ucranianos constituían la fuerza política más poderosa, con 28 diputados en el Reichsrat de Viena en 1911. Eran leales a los Habsburgo, pero muy hostiles a la Administración polaca, que les discriminaba en cuestiones de representación política y en educación. Las tensiones alcanzaron su punto álgido en abril de 1908, después de que el conde polaco Alfred Potocki, el estatúder o jefe de la administración de Galitzia, fuera asesinado por un estudiante nacionalista ucraniano.
El otro grupo destacado entre los hablantes de ucraniano de la Galitzia eran los rusófilos, identificados como «pequeños rusos». Contaban con mucho menos apoyo popular: un tercio de los votos de los nacionalistas, que en 1911 solo les proporcionaron dos escaños en el Reichsrat. Así y todo, destacaban, y no solo porque recibían financiación de Rusia, sino también porque la Administración polaca los consideraba una amenaza menor contra sus intereses, de ahí que los apoyaran contra sus competidores nacionalistas. Sus líderes llevaron a cabo actividades subversivas y desleales durante los últimos años de paz. La conversión de centenares de rutenos de la Iglesia católica uniata, partidaria de los Habsburgo, a la ortodoxia rusa causó gran inquietud en Viena y exacerbó las tensiones con San Petersburgo. Los rusófilos también espiaban a favor del Estado zarista: el Estado Mayor General austrohúngaro estimó que, entre 1907 y 1913, el número de espías que operaban en las Tierras de la Corona se multiplicó por diez. En vísperas de la conflagración, el emperador y el Gobierno austriacos se impusieron a los polacos para conceder al Sejm una reforma limitada y la promesa de una universidad en lengua ucraniana, con el objetivo de no contrariar aún más a los rutenos.38
Los eslavos del sur y, por encima de todo, los serbios del imperio, constituían la otra gran fuente de inquietud de la Administración de los Habsburgo. En el Reino de Croacia, una región semiautónoma en el interior de Hungría, los líderes magiares se hallaban profundamente preocupados en 1905. Ese año, los diputados serbios y croatas de la oposición en el Parlamento croata o Sabor superaron su hostilidad tradicional y se declararon una sola nación. Dos años más tarde, su coalición ganó el poder en Agram (hoy Zagreb). En Budapest, el Gobierno de los partidos nacionales, cuyo pacto con la corona frustró su programa, provocó un choque inmediato con el Sabor: en mayo de 1907 decretaron que todos los funcionarios del ferrocarril croata debían aprender húngaro. En 1909, durante el clima de tensión política provocado por la anexión de Bosnia-Herzegovina, las relaciones volvieron a quedar bajo mínimos. Los húngaros sometieron a juicio por alta traición a los líderes serbios de la coalición del Sabor, acusados de haber recibido fondos de Serbia para causar agitación y de haber conspirado para separar las tierras sur eslavas de los Habsburgo e incorporarlas a Serbia. Se demostró que los cargos se basaban en pruebas fraudulentas y el juicio se celebró en unas condiciones de injusticia tan manifiestas que las sentencias fueron anuladas. La reputación internacional de Austria-Hungría quedó muy dañada.39 Mientras tanto, en la Cámara de Representantes de Budapest, los diputados croatas respondieron a la ley de lenguaje ferroviario obstruyendo todos los trabajos con largos discursos en su lengua. Como castigo, el ban, el virrey de Croacia, suspendió la constitución en el Sabor; alguien le arrojó una bomba y le hirió de gravedad.40
En Bosnia, la «misión cultural» de los Habsburgo también se agrió. En el Consejo Común Ministerial del 7 de julio de 1914, Biliński, el ministro común de Finanzas responsable de Bosnia, observó que el jefe militar de la región, el general Potiorek, alegaba desde hacía dos años que sería necesario «medir fuerzas con Serbia» para conservar Bosnia y Herzegovina.41 La agitación panserbia en la provincia causaba inquietud. La Narodna Odbrana, la sociedad nacionalista serbia cuya abolición exigía el ultimátum austrohúngaro de julio de 1914, contaba allí con una extensa red. Para desesperación de los gobernantes de Bosnia, sus propias escuelas también parecían estar fomentando el nacionalismo serbio ante el dinastismo habsburgo. El sistema educativo construido por el Imperio tenía problemas para deshacerse de los maestros nacionalistas serbios, quienes enseñaban a sus alumnos mapas que mostraban a Bosnia ligada a Serbia. Los estudiantes eran el segmento más radical de la población. Los círculos de la «Joven Bosnia», panserbios, progresistas, literarios y románticos, era un hervidero de conspiraciones violentas. De ellos salió Gavrilo Princip, el terrorista de 19 años que mató al heredero de los Habsburgo el 28 de junio de 1914, si bien le había precedido Bogdan Žerajić, aspirante a asesino, que, en 1910, falló por poco en su intento de matar al gobernador general de Bosnia.42
El caos y la clausura de parlamentos, las peleas callejeras entre vecinos de etnias diferentes, los asesinatos, frustrados o exitosos, de ministros y autoridades del emperador sugerían un Estado en crisis y aceleraba los rumores de desintegración. Lo cual era un gran temor de los diplomáticos y militares que presionaron con más insistencia para ir a la guerra. Sus conversaciones de julio de 1914 revelan una llamativa desconfianza hacia sus propios pueblos. El 29 de junio, el día después de los asesinatos de Sarajevo, Conrad comunicó a Berchtold que Austria-Hungría debía movilizarse. Su respuesta es reveladora: objetó que esto provocaría, sin duda, una revolución en Bohemia.43 Apenas tres semanas antes, Berchtold propuso a los dos ministros presidentes el establecimiento de una nueva agencia interministerial para coordinar las políticas contra todos los movimientos irredentistas en ambas partes del imperio.44 Conrad compartía algunas de sus inquietudes. Pese a que descartó la posibilidad de una revolución checa, temía nuevos actos de terrorismo. El 5 de julio solicitó al emperador, sin éxito, la declaración de la ley marcial en toda Austria-Hungría.45 El hecho de que los asesinos fueran súbditos habsburgo es significativo. Berchtold y Conrad abogaban por la guerra en parte porque creían que era necesario aplastar con violencia los ideales nacionalistas. Serbia, con una población que sumaba menos de la décima parte de los 50,8 millones del Imperio de los Habsburgo, no suponía una amenaza militar, pero su sola existencia, y las actividades de algunos de sus dirigentes, servían de inspiración y apoyo a los irredentistas eslavos del sur. Ambos hombres temían que dejar impune el espectacular magnicidio del heredero daría inicio a un efecto dominó, que animaría las tentativas de otros irredentistas por incorporarse a los Estados nación fronterizos con el imperio. En la reunión del 7 de julio, Berchtold advirtió a Tisza y a los otros ministros del mal ejemplo que la inacción daría a los nacionalistas rumanos de Transilvania. Conrad consideraba que Austria-Hungría debía hacer la guerra si no quería «abrir todas las barreras a una lucha interna, cuyo resultado inevitable sería la desintegración de la políglota monarquía».46