El asesino sin rostro - Michelle McNamara - E-Book
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El asesino sin rostro E-Book

Michelle McNamara

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Beschreibung

Un magistral relato verídico sobre el Asesino del Estado Dorado, el asesino que aterrorizó a California durante más de una década, de Michelle McNamara, una periodista de gran talento que falleció trágicamente mientras investigaba el caso. En el transcurso de más de diez años, un misterioso y violento depredador cometió cincuenta agresiones sexuales en el norte de California antes de trasladarse al sur, donde perpetró diez sádicos asesinatos. En 1986 desapareció, evitando que lo detuvieran múltiples organismos policiales y algunos de los mejores inspectores de la zona. Tres décadas después, Michelle McNamara, periodista especializada en crímenes reales que creó el popular sitio web Diario de Crímenes Reales, decidió dar con el violento psicópata que ella bautizó como «el Asesino del Estado Dorado». Michelle estudió informes policiales, entrevistó a víctimas y entró a formar parte de comunidades online tan obsesionadas como ella con el caso.

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Título original inglés: I’ll Be Gone in the Dark.

Autora: Michelle McNamara.

Publicado en los Estados Unidos por Tell Me Productions,

un sello de HaperCollins Publishers.

© Tell Me Productions, Inc., 2018.

© de la introducción: Gillian Fynn.

© del texto de la tercera parte: Paul Haynes y Billy Jensen, 2017.

© del epílogo de 2017: Patton Oswalt, 2017.

© de la conclusión «Carta a un viejo»: Michelle McNamara.

Texto del epílogo «Lo conseguiste, Michelle»: Antonio Lozano.

© del epílogo de 2018: Patton Oswald, 2018.

© del apéndice 1, «El libro que ayudó a desenmascarar al asesino: la detención de Joseph James DeAngelo»: The New York Times, 2018. Este contenido se publicó originalmente el 25 de abril de 2018 en The New York Times.

Todos los derechos reservados.

© del apéndice 2, «Atrapar a un asesino en serie»: Rachel Leibrock, 2018.

Este contenido se publicó originalmente en Sacramento News and Review en mayo de 2018.

© de la traducción: Eduardo Iriarte, 2018.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2018.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2018.

REF.: ODBO386

ISBN: 978-84-918-7219-1

Realización de la versión digital: El Taller del Llibre

Impreso en España • Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Ni mayordomo, ni segunda criada, ni sangre en las escaleras.

Ni tía excéntrica, ni jardinero, ni amigo de la familia sonriendo

entre las curiosidades y el asesinato.

Nada más que una casa de clase media con la puerta principal abierta

y un perro ladrándole a una ardilla y a los coches

que pasan. El cadáver bien muerto. La esposa en Florida.

Analiza las pruebas: el pasapurés en un jarrón,

los trozos de la fotografía de un equipo metodista de baloncesto,

con talones de cheque diseminados en el vestíbulo;

la carta de fan de Shirley Temple sin enviar,

el pin de Hoover en el ojal del fallecido,

la nota: «Ser asesinado así me parece bien».

No es de extrañar que el caso siga sin ser esclarecido,

ni que el detective, Le Roux, haya perdido el juicio sin remisión,

y permanezca solo en una habitación blanca

con una bata blanca, proclamando a gritos que el mundo está loco, que las pistas

no conducen a ninguna parte, o llevan hasta muros tan altos

que no se alcanza a ver el remate;

gritando el día entero sobre la guerra, gritando

que nada se puede arreglar.

WELDON KEES, «EL CLUB DEL CRIMEN»

REPARTO

VÍCTIMAS

VÍCTIMASDEVIOLACIÓN

Sheila* (Sacramento, 1976)

Jane Carson (Sacramento, 1976)

Fiona Williams* (sur de Sacramento, 1977)

Kathy* (San Ramón, 1978)

Esther McDonald* (Danville, 1978)

VÍCTIMASDEHOMICIDIO

Claude Snelling (Visalia, 1975)**

Katie y Brian Maggiore (Sacramento, 1978)**

Debra Alexandria Manning y Robert Offerman (Goleta, 1979)

Charlene y Lyman Smith (Ventura, 1980)

Patrice y Keith Harrington (Dana Point, 1980)

Manuela Witthuhn (Irvine, 1981)

Cheri Domingo y Gregory Sanchez (Goleta, 1981)

Janelle Cruz (Irvine, 1986)

INVESTIGADORES

Jim Bevins: investigador, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Ken Clark: inspector, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Carol Daly: inspectora, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Richard Shelby: inspector, Departamento del Sheriff del condado de Sacramento.

Larry Crompton: inspector, Oficina del Sheriff del condado de Contra Costa.

Paul Holes: criminalista, Oficina del Sheriff del condado de Contra Costa.

John Murdock: jefe, Laboratorio Forense del condado de Contra Costa.

Bill McGowen: inspector, Policía de Visalia.

Mary Hong: criminalista, Laboratorio Forense del condado de Orange.

Erika Hutchcraft: investigadora, Fiscalía del Distrito del condado de Orange.

Larry Pool: investigador, Organismo Policial del Condado para la Resolución de Elementos Pendientes (CLUE), Departamento del Sheriff del condado de Orange.

Jim White: criminalista, Departamento del Sheriff del condado de Orange.

Fred Ray: inspector, Oficina del Sheriff del condado de Santa Bárbara.

AGRESIONESDELVIOLADORDELAZONAESTE

(De junio de 1976 a julio de 1979) Agresiones en el norte de California a 50 mujeres en siete condados.

1. 18 DEJUNIODE 1976; RANCHOCÓRDOVA

Un intruso enmascarado viola a una mujer de veintitrés años de edad (identificada como «Sheila» en este libro) en su cama. Esta agresión se convertiría en la primera de docenas de ellas cometidas por un hombre que pasaría a ser conocido en la prensa y entre los organismos policiales como el «Violador de la Zona Este» (VZE).

2. 5 DEOCTUBREDE1976; CITRUSHEIGHTS

En su quinta actuación, el Violador de la Zona Este agrede a Jane Carson, ama de casa de treinta años de edad. El agresor espera a que el marido de la víctima se vaya a trabajar, y entra minutos después. El hijo, de tres años de edad, permanece en el cuarto de esta durante todo el calvario.

3. 28 DEMAYODE 1977; PARKWAY, SURDESACRAMENTO

Fiona Williams,* de veintiocho años de edad, y su marido Phillip hacen frente al VZE en su vigésima segunda agresión conocida; la séptima agresión en la que el marido está presente durante el incidente.

4. 28 DEOCTUBREDE1978; SANRAMÓN

El recuento oficial del caso asciende a cuarenta víctimas cuando el VZE agrede a otra pareja: Kathy,* de veintitrés años de edad, y su marido David.*

5. 9 DEDICIEMBREDE 1978; DANVILLE

Esther McDonald,* de treinta y dos años de edad, despierta en plena noche, es atada y violada, convirtiéndose en la víctima número cuarenta y tres del VZE.

ROBOSEINCIDENTECONARMADEFUEGODELSAQUEADORDEVISALIA

(De abril de 1974 a diciembre de 1975)

6. VISALIA

Se investigan posibles vínculos con varios allanamientos y el asesinato de Claude Snelling.

ELDESENFRENODELICTIVODELACECHADORNOCTURNOORIGINAL

(De octubre de 1979 a mayo de 1986)

7. 1 DEOCTUBREDE 1979; GOLETA

El Acechador Nocturno original (AN original) agrede a una pareja durante un allanamiento de morada que no logra culminar; la pareja escapa.

8. 30 DEDICIEMBREDE 1979; GOLETA

El AN original asesina al doctor Robert Offerman y a Debra Alexandria Manning.

9. 13 DEMARZODE 1980; VENTURA

El AN original asesina a Charlene y Lyman Smith.

10. 19 DEAGOSTODE 1980; DANAPOINT

El AN original asesina a Keith y Patrice Harrington.

11. 6 DEFEBRERODE 1981; IRVINE

El AN original asesina a Manuela Witthuhn.

12. 27 DEJULIODE 1981; GOLETA

El AN original asesina a Cheri Domingo y Gregory Sanchez.

13. 5 DEMAYODE 1986; IRVINE

El AN original asesina a Janelle Cruz.

INTRODUCCIÓN

Antes del Asesino del Golden State, hubo una chica. Michelle te hablará de ella: la chica, arrastrada a un callejón junto a Pleasant Street, asesinada y dejada allí tirada como si fuese basura. La chica, una joven de veintitantos años de edad, fue asesinada en Oak Park (Illinois), a escasas manzanas de donde se crio Michelle, en una bulliciosa familia católica irlandesa.

Michelle, la menor de seis hermanos, firmaba las entradas de su diario como «Michelle, la Escritora». Decía que aquel asesinato despertó su interés por los crímenes reales.

Habríamos hecho una buena pareja (aunque quizá un poco extraña). Al mismo tiempo, en los primeros años de mi adolescencia, allá en Kansas City (Misuri), yo también aspiraba a ser escritora, aunque adoptaba un apodo ligeramente más altanero en mi diario: Gillian, la Fenomenal. Al igual que Michelle, me crié en una familia numerosa irlandesa, fui a un colegio católico, me apasionaba todo lo oscuro. Leí A sangre fría, de Truman Capote, a los doce años de edad, un ejemplar barato de segunda mano, y eso daría pie a mi obsesión de por vida con el crimen real.

Me encanta leer libros sobre crímenes verídicos, pero siempre he sido consciente de que, como lectora, tomo la decisión de ser consumidora de una tragedia ajena. Así que, igual que cualquier consumidor responsable, procuro tener cuidado con lo que elijo. Solo leo lo mejor: autores que son tenaces, perspicaces y compasivos.

Era inevitable que acabara encontrando a Michelle.

Siempre he creído que el aspecto menos apreciado de un gran autor de crímenes reales es la compasión. Michelle McNamara tenía una capacidad asombrosa para meterse en la cabeza no solo de los asesinos, sino también de los policías que los perseguían, de las víctimas a las que destrozaban y del reguero de parientes afligidos que dejaban a su paso. De adulta, empecé a visitar de manera habitual su excelente sitio web True Crime Diary («Diario de crímenes reales»). «Deberías escribirle», me instaba mi marido. Ella era de Chicago; yo vivo en Chicago; las dos éramos madres que pasaban malsanas cantidades de tiempo rebuscando las facetas más oscuras de la humanidad debajo de las piedras.

Me resistí a las recomendaciones de mi marido; creo que lo más cerca que estuve de conocerla fue cuando en la presentación de un libro trabé conversación con una tía suya, que me pasó su teléfono, y le envié a Michelle un mensaje de texto extraordinariamente poco literario, como: «¡¡¡Eres la más guay!!!».

Lo cierto es que no estaba segura de querer conocer a esta autora: me sentía en inferioridad. Yo creo personajes; ella tenía que lidiar con hechos, ir adonde la llevara la historia. Ella tenía que ganarse la confianza de investigadores recelosos y hastiados, enfrentarse a montañas de documentos que quizá contuvieran una información crucial y convencer a parientes y amigos desolados de que hurgaran en viejas heridas.

Hacía todo eso con una elegancia especial, escribiendo de noche mientras su familia dormía, en una habitación decorada con las cartulinas de su hija, haciendo anotaciones del código penal de California con lápices de colores.

Yo soy una despiadada coleccionista de asesinos, pero no estaba al tanto del hombre al que Michelle apodaría el Asesino del Golden State hasta que empezó a escribir sobre ese ser de pesadilla, responsable de cincuenta agresiones sexuales y por lo menos diez asesinatos en California durante los años setenta y ochenta. Era un caso que llevaba décadas pendiente; testigos y víctimas se habían mudado, habían fallecido o pasado página; la investigación abarcaba múltiples jurisdicciones —tanto en el sur como en el norte de California— e implicaba infinidad de expedientes que no contaban con la ventaja de los análisis de laboratorio o ADN. Muy pocos escritores serían capaces de asumir un reto así, y menos aún de hacerlo bien.

La tenacidad de Michelle a la hora de investigar este caso fue asombrosa. Sirva de ejemplo cómo buceó en el sitio web de una tienda de antigüedades en Oregón para rastrear el paradero de un par de gemelos de camisa que habían sido sustraídos de un escenario del crimen en Stockton, en 1977. Pero no solo hizo eso; ella también podía decirte que los nombres de «niño» que empezaban por «N» eran relativamente poco comunes, y que solo figuraba uno entre los cien nombres más habituales de las décadas de los treinta y los cuarenta, cuando era más probable que hubiera nacido el dueño de aquellos gemelos. Y eso que ni siquiera es una pista que condujera al asesino; es una pista que conduce a los gemelos que robó el asesino. Esta dedicación a los detalles concretos era típica de ella. Michelle escribe: «Una vez pasé una tarde entera rastreando hasta el último detalle que pude sobre un miembro del equipo de waterpolo de 1972 del Instituto de Secundaria Río Americano, solo porque en la foto del anuario aparecía un joven esbelto de pantorrillas gruesas», una posible característica física del Asesino del Golden State.

Muchos escritores que han sudado sangre recogiendo semejante cantidad de datos se pierden en los detalles: las estadísticas y la información pueden ahuyentar nuestra compasión. Los rasgos que convierten a alguien en un investigador meticuloso están a menudo reñidos con los matices de la vida.

Pero, al mismo tiempo que constituye un hermoso trabajo de investigación, El asesino sin rostro es también una instantánea de la época, del lugar y de la persona. Michelle da vida a las subdivisiones de California que estaban ocupando el espacio de los naranjales, las nuevas urbanizaciones acristaladas que convertían a las víctimas en estrellas de sus propios thrillers aterradores, las poblaciones que vivían a la sombra de montañas que cobraban vida una vez al año cuando salían las tarántulas en busca de una pareja con la que aparearse. Y la gente, Dios bendito, la gente: antiguos hippies esperanzados, recién casados que empezaban a buscarse la vida, una madre y su hija adolescente manteniendo, sin ellas saberlo, su última discusión acerca de la libertad y la responsabilidad y los bañadores.

Me enganché desde el principio, y Michelle también, por lo visto. Su búsqueda a diferentes niveles de la identidad del Asesino del Golden State le pasó una severa factura: «Ahora tengo un grito permanentemente alojado en la garganta».

Michelle falleció mientras dormía, a los cuarenta y seis años de edad, antes de tener ocasión de acabar este extraordinario libro. Encontraréis notas de sus colegas sobre el caso, pero la identidad del Asesino del Golden State —el enigma— sigue sin estar resuelto. Su identidad no me importa a mí lo más mínimo. Quiero que lo detengan; me trae sin cuidado quién sea. Ver la cara de un hombre así es un anticlímax; asignarle un nombre, más aún. Sabemos lo que hizo; cualquier información más allá de eso parecerá inevitablemente prosaica, pálida, un cliché en cierta medida: «Mi madre era cruel. Odio a las mujeres. Nunca tuve una familia...». Y demás. Quiero saber más acerca de gente real, completa, no sucios retazos de seres humanos.

Quiero saber más sobre Michelle. Mientras ella detallaba su búsqueda de ese hombre tan misterioso, me encontré rebuscando pistas sobre esta autora a la que tanto admiro. ¿Quién era la mujer en quien confié lo suficiente como para que me condujera al interior de esta pesadilla? ¿Cómo era? ¿Qué la llevó a ser así? ¿Qué le otorgó semejante elegancia? Un día de verano, me vi conduciendo los veinte minutos que separan mi domicilio en Chicago de Oak Park, hasta la callejuela donde fue hallada «la chica», donde Michelle la Escritora descubrió su vocación. Hasta que no estuve allí, no me di cuenta de por qué estaba allí. Era porque había emprendido mi propia investigación en busca de esta maravillosa exploradora de la oscuridad.

GILLIANFLYNN

PRÓLOGO

Aquel verano, por las noches, yo iba a la caza del asesino en serie desde el cuarto de juegos de mi hija. Por lo general remedaba la rutina de una persona normal a la hora de acostarse. Los dientes lavados. El pijama puesto. Pero, después de que mi marido y mi hija se durmieran, me retiraba a mi despacho improvisado y encendía el portátil, esa escotilla de quince pulgadas de infinitas posibilidades. Nuestro barrio, al noroeste del centro de Los Ángeles, es extraordinariamente tranquilo por la noche. A veces, el único sonido que escuchaba era el clic que yo misma hacía navegando por el Google Street View para explorar los accesos a los domicilios de hombres a quienes no conocía. Rara vez me movía, pero saltaba décadas con solo pulsar unas pocas teclas. Anuarios. Partidas de matrimonio. Fotografías de fichas policiales. Escudriñé miles de páginas de antecedentes penales de la época de los años setenta. Y revisé informes de autopsias. Que lo hiciera rodeada de media docena de animales de peluche y unos bongos rosa en miniatura no me parecía nada fuera de lo normal. Había hallado mi lugar de búsqueda, tan íntimo como el laberinto de una rata. Toda obsesión requiere una habitación propia. La mía estaba sembrada de papeles para colorear en los que había garabateado leyes penales de California con lápices de colores.

Era en torno a la medianoche del 3 de julio de 2012 cuando abrí un documento que había elaborado y que recopilaba en un listado todos los singulares objetos que el asesino había robado a lo largo de los años. Había destacado en negrita algo más de la mitad de la lista: eran pistas que no llevaban a ninguna parte. El siguiente artículo por investigar era un par de gemelos de camisa sustraídos en Stockton en septiembre de 1977. Por entonces, el Asesino del Golden State, como había dado en llamarlo, aún no había pasado al asesinato. Era un violador en serie, conocido como el «Violador de la Zona Este», que agredía a mujeres y chicas en sus dormitorios, primero en el condado de Sacramento, y luego escabulléndose hasta comunidades del Valle Central y en torno al este del Área de la Bahía de San Francisco. Era joven —en algún punto entre los dieciocho y los treinta años de edad—, caucásico y atlético, capaz de evitar que lo atraparan saltando verjas altas. Sus objetivos preferidos eran casas de una sola planta, las segundas a partir de la esquina, en vecindarios tranquilos de clase media. Siempre llevaba pasamontañas.

Sus rasgos identificadores eran la precisión y la propia conservación. Cuando se enfocaba en una víctima, a menudo entraba en el domicilio de antemano en un momento en que no hubiera nadie, examinaba las fotos de familia, se aprendía la distribución. Inutilizaba luces del porche y forzaba puertas correderas de cristal. Descargaba las armas que pudiera haber en la casa. Los propietarios de las viviendas, sin darle mayor importancia, cerraban las puertas que habían quedado abiertas, y las fotografías que él había movido eran devueltas a su sitio, atribuyéndolo todo al desorden habitual de la vida cotidiana. Las víctimas dormían tranquilas hasta que el resplandor de la linterna les obligaba a abrir los ojos. La ceguera los desorientaba. La mente adormilada cobraba conciencia poco a poco, hasta que despertaba de golpe. Una figura que no veían empuñaba la linterna, pero ¿quién, y por qué? Su miedo se perfilaba cuando oían la voz, descrita como un susurro gutural grave entre los dientes apretados, brusca y amenazante, aunque hubo quien detectó algún lapso ocasional de un tono más agudo, un temblor, un tartamudeo, como si el desconocido enmascarado en la oscuridad no solo ocultara su rostro, sino también una inseguridad en estado puro que no siempre era capaz de disimular.

El caso de Stockton, en septiembre de 1977, en el que había robado los gemelos de camisa era su vigésima tercera agresión, y ocurrió después de unas vacaciones de verano perfectamente delimitadas. El sonido de los ganchos de unas cortinas al deslizarse en el riel despertaron a una mujer de veintinueve años de edad en el dormitorio de su casa, al noroeste de Stockton. Se incorporó sobre la almohada. En el umbral, una silueta se recortaba sobre las luces del patio. La imagen se desvaneció cuando el haz de la linterna se posó sobre su cara y la cegó; una potente fuerza se abalanzó hacia la cama. Su última agresión había sido el fin de semana del Día de los Caídos. Era la una y media de la madrugada del martes después del Día del Trabajo. El verano había acabado. Él estaba de regreso.

Ahora iba a por parejas. La víctima femenina había intentado explicarle el fétido olor del agresor al agente que se personó en el escenario del delito. Se esforzó por identificar el hedor. La falta de higiene no lo explicaba, dijo. No procedía de las axilas, ni del aliento. Lo más que era capaz de precisar la víctima, según anotó el agente en su informe, era que parecía un aroma nervioso que no emanaba de una zona concreta del cuerpo, sino de todos y cada uno de sus poros. El agente preguntó si podía ser más específica. No podía. El caso era que no se parecía a nada que hubiera olido antes.

Como en otras agresiones en Stockton, él se quejó de que necesitaba dinero, pero pasó por alto los billetes cuando los tuvo delante. Lo que quería eran objetos de valor personal de aquellos a quienes agredía: alianzas grabadas, carnés de conducir, monedas de recuerdo. Los gemelos de camisa, una herencia familiar, eran de un estilo poco habitual, de los años cincuenta, y llevaban las iniciales N. R. El agente que acudió al escenario del delito había hecho un bosquejo de ellos en el margen del informe policial. Me llamó la atención lo singulares que eran. Por medio de una búsqueda en internet averigüé que los nombres de niño que empezaban con «N» eran relativamente poco frecuentes, tanto es así que solo aparecían una vez en la lista de los cien nombres más comunes en las décadas de los años treinta y cuarenta, cuando probablemente nació el dueño original de los gemelos. Busqué en Google una descripción de los gemelos, y pulsé la tecla «Intro» del portátil.

Hace falta tener un orgullo desmesurado para pensar que puedes resolver un complejo caso de asesinatos en serie que un grupo operativo que abarca cinco jurisdicciones de California, con la colaboración del FBI, no ha podido solucionar, sobre todo cuando te dedicas, como es mi caso, a la investigación por cuenta propia. Mi interés en el crimen tiene raíces personales. El asesinato sin esclarecer de una vecina cuando yo tenía catorce años de edad despertó mi fascinación por los casos pendientes. La llegada de internet transformó mi interés en una investigación activa. Una vez estuvieron disponibles online los documentos públicos y se inventaron sofisticados buscadores, me di cuenta de cómo una cabeza llena de detalles sobre crímenes podía combinarse con una barra de búsquedas vacía, y en 2006 inauguré un sitio web llamado True Crime Diary. Cuando mi familia se acuesta, yo viajo en el tiempo y reviso pruebas antiguas sirviéndome de tecnología del siglo XXI. Empiezo a hacer clic, rastreo en internet pistas digitales que podrían haber pasado por alto las autoridades, combino guías telefónicas informatizadas, anuarios e imágenes de los escenarios del crimen en Google Earth: un pozo sin fondo de indicios en potencia para el investigador con portátil que ahora existe en el mundo virtual. Y comparto mis teorías con los leales seguidores que leen mi sitio web.

He escrito acerca de cientos de crímenes sin resolver, desde asesinatos con cloroformo hasta sacerdotes homicidas. El Asesino del Golden State, sin embargo, es el que más tiempo me ha ocupado. Además de cincuenta agresiones sexuales en el norte de California, fue autor de diez sádicos asesinatos en el sur de California. Ahí tenía un caso que abarcaba una década, y, al final, cambió las leyes relativas al ADN en el estado. Ni el Asesino del Zodíaco, que aterrorizó San Francisco a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, ni el Acechador Nocturno, que obligó a los habitantes del sur de California a cerrar las ventanas en los años ochenta, fueron tan activos. Aun así, el Asesino del Golden State no ha tenido mucho reconocimiento. No poseía un nombre pegadizo hasta que yo lo acuñé. Cometía agresiones en distintas jurisdicciones por todo California, las cuales no siempre compartían información ni tenían adecuada comunicación entre sí. Para cuando las pruebas de ADN demostraron que crímenes que antes se creía que no guardaban relación eran obra de un mismo hombre, había transcurrido más de una década desde su último asesinato conocido, y su detención no era una prioridad. Pasaba desapercibido, con soltura y sin identificar.

Pero aún aterrorizaba a sus víctimas. En 2001, una mujer de Sacramento contestó al teléfono en su casa, la misma donde fuera agredida veinticuatro años antes. «¿Recuerdas cuando estuvimos jugando?», susurró un hombre. Ella reconoció la voz de inmediato. Sus palabras se hacían eco de algo que dijo en Stockton, cuando la hija de seis años de la pareja se levantó para ir al cuarto de baño y se lo encontró en el pasillo. Estaba a unos seis metros de él, un hombre con pasamontañas marrón y guantes de lana negros que iba sin pantalones. Llevaba un cinturón con una especie de espada. «Estoy haciendo travesuras con tu mamá y tu papá —dijo—. Ven a verme».

Lo que me enganchó era que daba la impresión de que el caso se podía resolver. Su estela de indicios era demasiado grande y, al mismo tiempo, demasiado pequeña; había dejado a su paso numerosas víctimas y abundantes pruebas, pero en comunidades relativamente reducidas, lo que facilitaba la tarea de extraer información que condujera a sospechosos en potencia. El caso me arrastró enseguida hacia las profundidades. La curiosidad se convirtió en un ansia desgarradora. Estaba al acecho, absorta en una fiebre de clics que vinculaba el impulso de mis toques de almohadilla con una dosis de dopamina. No estaba sola. Encontré a un grupo de entregados investigadores que se congregaban en un foro de internet y ponían en común pruebas y teorías sobre el caso. Dejé de lado cualquier reserva que pudiera haber tenido, y me sumé a su parloteo; veinte mil mensajes, y seguimos sumando. Filtré a los miembros de ese grupo, descarté a los bichos raros con motivaciones dudosas, y me concentré en los que iban en serio. De vez en cuando aparecía en el foro de mensajes alguna pista, como la imagen del adhesivo de un vehículo sospechoso visto cerca de una agresión, un poco de aportación colectiva por parte de inspectores cargados de trabajo que aún seguían intentando resolver el caso.

No consideraba al asesino un fantasma. Yo tenía fe en el error humano. Seguro que había cometido alguna equivocación a lo largo de su trayectoria, razonaba yo.

La noche de verano que empecé a buscar los gemelos, llevaba casi un año obsesionada con el caso. Me gustan los cuadernos amarillos, sobre todo las primeras diez páginas o así, cuando todo parece liso y lleno de esperanza. El cuarto de juegos de mi hija estaba sembrado de cuadernos a medio usar, una costumbre poco económica y que, además, reflejaba mi estado de ánimo. Cada cuaderno era una línea de investigación que iniciaba y que se atascaba. Pedía consejo a inspectores jubilados que habían trabajado en el caso, a muchos de los cuales consideraba ya amigos. A ellos ya se les había agotado el orgullo, pero eso no les impedía alentar el mío. La búsqueda para dar con el Asesino del Golden State, que abarcaba casi cuatro décadas, no se parecía tanto a una carrera de relevos como a un grupo de fanáticos atados entre sí que intentaban escalar una montaña imposible. Los ancianos se veían obligados a dejarlo, pero insistían en que yo continuara. Ante uno de ellos, me lamenté de que tenía la sensación de estar agarrándome a clavos ardiendo.

«¿Mi consejo? Agárrate a un solo clavo —dijo—. Machácalo hasta convertirlo en polvo».

Los artículos robados eran mi último clavo. No estaba de ánimo optimista. Mi familia y yo íbamos a ir a pasar el fin de semana del 4 de julio, día de la Independencia, a Santa Mónica. No había hecho el equipaje. Anunciaban un tiempo espantoso. Entonces los vi, era una sola imagen de los centenares de ellas que se cargaban en la pantalla del portátil, el mismo estilo de gemelos bosquejado en el informe policial, con las mismas iniciales. Contrasté y volví a contrastar el boceto del policía con la imagen en mi ordenador. Se vendían por ocho dólares en una tienda de antigüedades en un pueblo de Oregón. Los compré de inmediato, pagando los 40 dólares para que me los entregaran al día siguiente. Fui por el pasillo a mi dormitorio. Mi marido dormía de costado. Me senté en el borde de la cama y me quedé mirándolo hasta que abrió los ojos.

«Creo que le he encontrado», dije. Mi marido no tuvo que preguntar a quién me refería.

PRIMERAPARTE

IRVINE, 1981

Después de inspeccionar la casa, la policía le dijo a Drew Witthuhn: «Es tuya». Se retiró la cinta amarilla; la puerta principal se cerró. La impasible precisión que mostraban los hombres con placa mientras hacían su trabajo le había ayudado a desviar la atención de la mancha. Pero ahora no había modo de eludirla. El dormitorio de su hermano y su cuñada quedaba nada más entrar por la puerta, justo al otro lado de la cocina. Delante del fregadero, Drew solo tuvo que volver la cabeza hacia la izquierda para ver las salpicaduras oscuras que moteaban la pared blanca sobre la cabecera de la cama de David y Manuela.

Drew se enorgullecía de no ser aprensivo. En la academia de policía los preparaban para sobrellevar la presión y no palidecer nunca. La firmeza emocional era un requisito para la graduación. Pero, hasta la noche del viernes 6 de febrero de 1981, cuando la hermana de su prometida se acercó a su mesa del Rathskeller Pub, en Huntington Beach, y le dijo sin aliento: «Drew, llama a tu madre», no creyó que fuera a hacerle falta poner en práctica tan pronto esas aptitudes —la capacidad para mantener la boca cerrada y la mirada al frente cuando todos los demás tenían los ojos como platos y gritaban—, ni en una situación que le tocara tan de cerca.

David y Manuela vivían en el número 35 de Columbus Street, una casa unifamiliar de una sola planta construida en serie en Northwood, una nueva urbanización de Irvine, en California. El vecindario era uno de los tentáculos de las zonas residenciales de las afueras que estaban acercándose poco a poco a lo que quedaba del antiguo rancho Irvine. Los naranjales seguían predominando en los alrededores, ribeteando el asfalto y el hormigón invasores con inmaculadas hileras de árboles, una envasadora y un campamento para temporeros. El futuro de ese cambiante paisaje podía entreverse por el ruido que allí había: el estruendo de los camiones que vertían cemento ahogaba ya el de los tractores, cada vez más escasos.

Un aire de cordialidad ocultaba esa transformación mecánica en Northwood. Las arboledas de imponentes eucaliptos, plantadas por granjeros en la década de los cuarenta como protección contra el azote de los vientos de Santa Ana, no se talaban sin más, sino que se aprovechaban con otros fines. Los promotores inmobiliarios utilizaban esos árboles para dividir simétricamente vías principales y rodear vecindarios. La subdivisión de David y Manuela, Shady Hollow, era una extensión de 137 casas con cuatro modelos de plano disponibles. Escogieron el Plano 6014, «El Sauce», de 142 metros cuadrados, y con tres dormitorios. A finales de 1979, cuando la casa estuvo acabada, se mudaron allí.

A Drew, el domicilio le parecía extraordinariamente una casa para adultos, pese a que David y Manuela solo eran cinco años mayores que él. Para empezar, era de obra nueva. Los armarios de la cocina estaban tan nuevos que relucían. El interior de la nevera olía a plástico. Y era espacioso. Drew y David se criaron en una casa más o menos del mismo tamaño, pero allí se apretujaban siete personas, esperaban con impaciencia su turno para ducharse y se sentaban codo a codo a comer. David y Manuela guardaban sus bicicletas en uno de los tres dormitorios de su casa; en el otro dormitorio libre, David tenía la guitarra.

Drew intentaba ahuyentar ciertos celos de su hermano mayor, pero lo cierto era que lo envidiaba. David y Manuela, que llevaban casados cinco años, tenían ambos empleo fijo. Ella era agente de crédito en el California First Bank; él trabajaba de vendedor en House of Imports, un concesionario Mercedes-Benz. Las aspiraciones de clase media los unían. Pasaban buena parte del tiempo discutiendo si decorar o no con mampostería el jardín delantero o cuál era el mejor lugar para encontrar alfombras orientales de calidad. La casa del número 35 de la calle Columbus era un boceto a la espera de que alguien lo completase. Sus espacios en blanco estaban llenos de promesas. En comparación, Drew se sentía inmaduro y falto de confianza.

Después de la visita inicial, Drew no pasó mucho tiempo en esa casa. El problema no era una cuestión de rencor exactamente, sino más bien de desagrado. Manuela, hija única de inmigrantes alemanes, era brusca, a veces hasta un punto desconcertante. En el California First Bank se la conocía por decirle a la gente cuándo le hacía falta ir a la peluquería o por señalar a alguien si había hecho algo mal. Tenía una lista privada de errores de colegas que escribía en alemán. Era esbelta y bonita, con pómulos marcados y prótesis mamarias; se había sometido a cirugía estética después de la boda, porque tenía una talla pequeña, y David, según ella le comentó a una compañera de trabajo medio encogiéndose de hombros y con ademán de desagrado, parecía preferir los pechos grandes. Manuela no alardeaba de su nueva figura. Al contrario, prefería ponerse prendas de cuello alto, y llevaba los brazos pegados al cuerpo, como si esperase pelea.

Drew veía que esa relación de pareja le iba bien a su hermano David, quien podía mostrarse retraído y vacilante, y cuya manera de hablar era más bien de soslayo que de frente. Sin embargo, la mayoría de las veces, Drew se despedía de ellos sintiéndose hundido, como si la energía de las sempiternas quejas de Manuela provocaran cortocircuitos en todas las habitaciones donde entraba.

A principios de febrero de 1981, Drew se enteró por unos parientes de que David no se encontraba bien y que estaba hospitalizado, pero llevaba una temporada sin ver a su hermano, y no hizo planes para ir a visitarlo. El lunes 2 de febrero, Manuela había llevado a David al Hospital Comunitario de Santa Ana-Tustin, donde lo ingresaron por un grave virus gastrointestinal. Durante las noches siguientes, ella siguió la misma rutina: iba a casa de sus padres a cenar, y, luego, a la habitación 320 del hospital para ver a David. Hablaban todos los días y todas las noches por teléfono. El viernes, poco antes de mediodía, David llamó al banco y preguntó por Manuela, pero sus colegas le dijeron que no había ido a trabajar. Probó a localizarla en casa, pero nadie cogía el teléfono, y el tono de llamada seguía sonando, cosa que le extrañó. El contestador siempre saltaba después del tercer tono; Manuela no sabía manejar el aparato. Luego, David llamó a la madre de Manuela, Ruth, que accedió a acercase a su casa para ver si estaba su hija. Al no tener respuesta en la puerta principal, Ruth usó su propia llave para entrar. Unos minutos después, Ron Sharpe,* amigo íntimo de la familia, recibió una llamada histérica de Ruth.

«Me asomé a la izquierda, y la vi con las manos abiertas, así..., y vi la sangre por toda la pared —dijo Sharpe a los detectives—. No entendía cómo había llegado hasta la pared desde donde ella estaba tendida».

Echó un vistazo a la habitación, y no volvió a mirar.

Manuela estaba tumbada en la cama boca abajo. Llevaba un albornoz de velur ocre y estaba parcialmente envuelta en un saco de dormir, en el que a veces dormía cuando tenía frío. Tenía marcas rojas en torno a las muñecas y los tobillos, indicios de ligaduras que habían sido retiradas. Había un destornillador de gran tamaño en el patio de hormigón a unos sesenta centímetros de la puerta corredera de vidrio de atrás. El mecanismo de cierre de la puerta había sido manipulado.

Un televisor de diecinueve pulgadas había sido arrastrado desde el interior de la casa al ángulo sudoeste del patio trasero, junto a una cerca alta de madera. La esquina de la cerca estaba ligeramente desprendida, como si alguien hubiera chocado con ella o la hubiera saltado apoyándose demasiado fuerte. Los investigadores observaron huellas de zapato con un dibujo de círculos pequeños en los jardines delantero y trasero y en el tejadillo del contador de gas, en el lateral este de la casa.

Una de las primeras peculiaridades que observaron los investigadores fue que la única luz que llegaba al dormitorio era la del cuarto de baño. Le preguntaron a David al respecto. Estaba en casa de los padres de Manuela, donde un grupo de parientes y amigos se había reunido después de recibir la noticia para llorar la pérdida y consolarse. Los investigadores repararon en que David parecía aturdido y conmocionado; la pena le hacía divagar. Dejaba las respuestas en suspenso. Cambiaba bruscamente de tema. La pregunta sobre la luz lo confundió.

«¿No está la lámpara?», preguntó.

Faltaba una lámpara con soporte cuadrado y pantalla de metal cromado en forma de bola de cañón que tenían sobre un altavoz del equipo estéreo en el lado izquierdo de la cama. Su ausencia permitió a la policía hacerse una buena idea del objeto pesado que se usó para golpear a Manuela hasta matarla.

Le preguntaron a David si sabía por qué no estaba la cinta del contestador automático. Se quedó de piedra. Negó con la cabeza. La única explicación posible, declaró a la policía, era que quien mató a Manuela hubiera dejado grabada su voz en el contestador.

El escenario era sumamente extraño. Era sumamente extraño para Irvine, donde había poca delincuencia. Era sumamente extraño para la Policía de Irvine; a más de uno le olió a montaje. Faltaban algunas joyas y habían arrastrado el televisor hasta el patio trasero. Pero ¿qué ladrón se deja el destornillador? Se preguntaron si el asesino sería algún conocido de Manuela. Su marido está pasando la noche en el hospital. Ella invita a un amigo. El asunto se pone violento y él coge la cinta del contestador, consciente de que su voz está grabada, y luego pasa a forzar la puerta corredera, y después, como toque final de la escenificación, deja el destornillador.

Pero otros dudaban de que Manuela conociera a su asesino. La policía entrevistó a David en la comisaría de Irvine el día después de que se hallara el cadáver. Le preguntaron si habían tenido problemas con merodeadores anteriormente. Después de pensarlo, mencionó que tres o cuatro meses antes, en octubre o noviembre de 1980, había visto unas huellas que no se pudo explicar. A David le parecieron de zapatillas deportivas, e iban desde un lateral de la casa hasta el otro y, más allá, por el patio de atrás. Los investigadores pusieron una hoja de papel sobre de la mesa y le pidieron a David que dibujara las huellas como mejor las recordara. Hizo un bosquejo rápido, preocupado y agotado como estaba. No sabía que la policía tenía un vaciado de yeso de una de las huellas que el asesino de Manuela había dejado al rondar la casa la noche del asesinato. Les devolvió el papel. Había dibujado una zapatilla deportiva derecha con circulitos en la suela.

Le dieron las gracias a David y le permitieron marchar. La policía cotejó su dibujo con el vaciado de yeso de la huella. Coincidían.

La mayoría de los criminales violentos son impulsivos y desorganizados, y se les atrapa con facilidad. La inmensa mayoría de los homicidios los cometen conocidos de la víctima, y, pese a sus intentos de despistar a la policía, estos delincuentes son por lo general identificados y detenidos. Hay una minúscula minoría de criminales, quizá el cinco por ciento, que representan el mayor reto: aquellos cuyos crímenes denotan planificación previa e ira, sin asomo de arrepentimiento. El asesinato de Manuela tenía todas las características de este último tipo. Estaban las ligaduras, y el que se las hubieran quitado. La ferocidad de las heridas en la cabeza. El lapso de varios meses entre las apariciones de las huellas de suela con pequeños círculos sugería el acercamiento progresivo de alguien rigurosamente vigilante cuya brutalidad y cuyas intenciones solo conocía él mismo.

El sábado 7 de febrero a mediodía, después de cribar pistas durante veinticuatro horas, la policía llevó a cabo otro repaso más, y luego autorizó a David para que volviera a tomar posesión de la vivienda. Todo eso ocurrió antes de que existieran empresas profesionales de limpieza de escenarios de crímenes. Los pomos estaban manchados de polvo hollinoso para la detección de huellas dactilares. El colchón de la cama de David y Manuela presentaba huecos allí donde los criminalistas habían cortado pedazos para guardarlos como prueba. La cama y la pared de detrás de su cabecera seguían salpicadas de sangre. Drew sabía que, como policía en periodo de adiestramiento, era quien más posibilidades tenía de que le tocara llevar a cabo la limpieza, y se ofreció voluntario. También tenía la sensación de debérselo a su hermano.

Diez años antes, su padre, Max Witthuhn, se había encerrado en una habitación en la casa de la familia después de una pelea con su esposa. Drew estaba en último curso de primaria, y en esos momentos se encontraba en un baile escolar. David tenía dieciocho años de edad, era el primogénito y fue quien tiró abajo la puerta después de que resonara en toda la casa el disparo de escopeta. Protegió a su familia para que no presenciaran aquella visión, y a él se le quedó grabado lo que llegó a ver, el cerebro de su padre hecho pedazos. Max se suicidó dos semanas antes de Navidad. La experiencia pareció privar a David de su aplomo. Después de aquello quedó como suspendido en un estado de dudas y vacilaciones. Su boca sonreía de vez en cuando, pero sus ojos, nunca.

Luego conoció a Manuela. Y de nuevo volvió a pisar suelo firme.

Su velo nupcial estaba colgado detrás de la puerta del dormitorio. La policía, pensando que podía ser una pista, le preguntó a David al respecto. Él explicó que Manuela siempre lo había tenido allí, era una de sus raras expresiones sentimentales. El velo permitía entrever la faceta tierna de Manuela, una faceta que pocos habían conocido, y que ahora nunca nadie más conocería.

La prometida de Drew estaba estudiando enfermería. Se ofreció a ayudarle con la limpieza del escenario del crimen. Más adelante tendrían dos hijos y un matrimonio de veintiocho años que acabó en divorcio. Incluso en los momentos más difíciles de su relación, Drew recapacitaba sobre no abandonarla cuando recordaba cómo le ayudó ella aquel día; fue un acto de resuelta generosidad que él nunca olvidaría.

Cargaron con botellas de lejía y cubos de agua. Se pusieron guantes de goma amarillos. Era un trabajo sucio, pero Drew se mantuvo inexpresivo, y no derramó ni una sola lágrima. Procuró abordar la experiencia como una oportunidad para aprender. El trabajo policial exigía serenidad diagnóstica. Había que ser duro, por mucho que estuvieras limpiando la sangre de tu cuñada de la estructura de latón de su cama. En poco menos de tres horas, eliminaron de la casa todo indicio de violencia, y la ordenaron para que volviera David.

Cuando acabaron, Drew guardó los productos de limpieza sobrantes en el maletero y se sentó al volante de su coche. Metió la llave en el contacto, pero entonces se quedó helado, agarrotado, como a punto de estornudar. Una sensación extraña, incontenible, se estaba abriendo paso en su interior. Quizá fuera el agotamiento.

No iba a llorar. No era eso. No alcanzaba a recordar la última vez que lloró. No iba con él.

Volvió la cabeza y miró la casa del número 35 de Columbus. Le vino a la mente la primera vez que fue a esa casa. Recordó lo que había pensado entonces mientras estaba en el coche, preparándose para salir e ir a la casa.

«Mi hermano lo ha logrado de verdad».

Un sollozo sofocado se le escapó, la lucha por contenerlo había terminado. Drew apoyó la frente en el volante y lloró. No fue un llanto en plan nudo en la garganta, sino un tumulto de dolor brutal. Lloró con naturalidad. Depurándose. Su coche olía a amoniaco. La sangre que tenía bajo las uñas tardaría días en desaparecer.

Al final se dijo a sí mismo que tenía que serenarse. Tenía en su posesión un objeto pequeño que debía entregar al equipo de investigadores forenses. Algo que había encontrado bajo la cama. Algo que habían pasado por alto.

Un trozo del cráneo de Manuela.

El sábado por la noche, los inspectores de la Policía de Irvine Ron Veach y Paul Jessup, que buscaban más información sobre el círculo íntimo de Manuela, llamaron a la puerta principal de la casa de sus padres en Loma Street, en el barrio de Greentree. Horst Rohrbeck, su padre, salió a abrirles. La víspera, poco después de que la casa se acordonara y se declarara escenario de un crimen, Horst y su mujer, Ruth, fueron trasladados a comisaría y entrevistados por separado por agentes de menor rango. Era la primera vez que Jessup y Veach, este último el inspector a cargo del caso, se reunían con los Rohrbeck. Veinte años en Estados Unidos habían difuminado el carácter alemán de Horst. Era copropietario de un taller de coches local y, según se decía, era capaz de desmontar por completo un Mercedes-Benz con una sola llave inglesa.

Los Rohrbeck no tenían más hijos que Manuela. Ella cenaba con sus padres todas las noches. En su agenda no había más que dos anotaciones para el mes de enero, los recordatorios de los cumpleaños de sus padres. Mama. Papa.

«Alguien la ha matado —dijo Horst en la primera entrevista de la policía—. Yo mato a ese tipo».

Horst se quedó en el umbral con una copa de coñac en la mano e hizo pasar al interior a Veach y Jessup. Vieron que en el salón había reunida media docena de amigos y familiares. Cuando los inspectores se identificaron ante Horst, su expresión pétrea se distendió y estalló. Horst no era grande, pero si se enfurecía doblaba su tamaño. Gritó en inglés con fuerte acento acerca de lo asqueado que estaba de la policía, que tenían que esforzarse más. Cuando llevaba unos cuatro minutos despotricando, Veach y Jessup se dieron cuenta de que su presencia no era necesaria. Horst estaba desconsolado, y tenía ganas de pelea. Su ira era un proyectil haciéndose pedazos en tiempo real. No había nada que hacer salvo dejar una tarjeta de visita en la mesita del vestíbulo y marcharse.

La angustia de Horst también estaba teñida de un pesar específico. Los Rohrbeck eran propietarios de un enorme pastor alemán adiestrado con técnicas militares llamado Possum. Horst le había sugerido a Manuela que tuviera a Possum en casa como protección mientras David estaba en el hospital, pero ella rehusó. Era imposible no rebobinar e imaginar las fauces de Possum abiertas cual tijeras, con saliva cayéndole de los incisivos, mientras se lanzaba contra el intruso que hurgaba en la cerradura, ahuyentándolo.

El funeral de Manuela se celebró el miércoles 11 de febrero, en la capilla de Saddleback, en Tustin. Drew vio que había agentes al otro lado de la calle haciendo fotografías. Luego, volvió a la casa del número 35 de Columbus con David. Los hermanos se quedaron hablando en la sala de estar hasta las tantas de la noche. David estaba bebiendo mucho.

«Creen que la maté yo», dijo David de repente, refiriéndose a la policía. Su expresión era impenetrable. Drew se preparó para escuchar una confesión. No creía que David fuera físicamente capaz de cometer el asesinato de Manuela; la pregunta era si podía haber contratado a alguien para que lo hiciera. Drew sintió que entraba en funcionamiento su entrenamiento como policía.

«¿Lo hiciste?», preguntó Drew.

David, que siempre fue un tanto cohibido, empezó a temblar. Le pesaba la sensación de culpa del superviviente. David había nacido con una deficiencia en el corazón; si alguien iba a morir, tendría que haber sido él. La pena de los padres de Manuela vagaba en busca de alguien a quien culpar. Pero ahora, en respuesta a la pregunta de Drew, David respondió con firmeza resentida.

«No —dijo—. Yo no maté a mi mujer, Drew».

Drew espiró, y tuvo la sensación de que lo hacía por primera vez desde la noticia del asesinato de Manuela. Había necesitado oír que David decía esas palabras. Mirando a su hermano a los ojos, heridos pero con un destello de seguridad, Drew supo que decía la verdad.

No era el único que creía que David era inocente. El criminalista Jim White, del Departamento del Sheriff del condado de Orange, ayudó a analizar el escenario del crimen. Los buenos criminalistas son como escáneres humanos; acceden a habitaciones revueltas y desconocidas, detectan y aíslan restos de pruebas importantes y no prestan atención a todo lo demás. Trabajan bajo presión. Un escenario del crimen es sensible al paso del tiempo y siempre está al borde de ser arruinado. Todo aquel que entra en él representa un posible foco de contaminación. Los criminalistas vienen cargados de herramientas para la recogida y la preservación de pruebas: bolsas de papel para objetos y restos, sellos, cinta métrica, bastoncillos para tomar muestras, láminas de acetato, yeso mate. En el escenario de Witthuhn, White trabajó en colaboración con el inspector Veach, que le dio instrucciones sobre de qué incautarse. Recogió escamas de barro al lado de la cama. Tomó muestras de una mancha de sangre diluida en el retrete. Permaneció junto a Veach cuando se le daba la vuelta al cadáver de Manuela. Repararon en la enorme herida en la cabeza, las marcas de ligaduras y unas magulladuras en la mano derecha. Tenía una marca en la nalga izquierda que el juez de instrucción deduciría que probablemente se derivaba de un puñetazo.

La segunda parte del trabajo del criminalista se realiza en el laboratorio, analizando las pruebas recogidas. White comparó la pintura marrón que había en el destornillador del asesino con la de algunas marcas conocidas, y llegó a la conclusión de que la coincidencia más probable era con una pintura comercializada con el nombre de Marrón Oxford y fabricada por Behr. Por lo general el trabajo termina en el laboratorio. Los criminalistas no son investigadores. No llevan a cabo entrevistas ni siguen pistas. Pero White estaba en una situación única. Los distintos cuerpos de policía del condado de Orange investigaban delitos en sus propias jurisdicciones, pero la mayoría recurría al laboratorio forense del Departamento del Sheriff. Así pues, los inspectores de Witthuhn solo conocían los casos de Irvine, pero White había trabajado en escenarios del crimen de todo el condado, desde Santa Ana a San Clemente.

Para la policía de Irvine, el asesinato de Manuela Witthuhn era poco común.

A Jim White, le resultaba familiar.

DANA POINT, 1980

Roger Harrington leyó la nota manuscrita que habían dejado bajo el timbre. Llevaba fecha del 20-8-80, la víspera.

Patty y Keith:

Hemos venido a las 19.00 y no había nadie.

Llamadnos si ha habido cambio de planes, ¿vale?

La firmaban «Meredith y Jay», nombres que Roger reconoció como amigos de su nuera. Probó a abrir la puerta principal y le sorprendió encontrarla cerrada. Keith y Patty rara vez echaban la llave cuando estaban en casa, sobre todo si le esperaban a él a cenar. Tras aparcar en el acceso de coches, Roger había pulsado el botón que abría la puerta del garaje, y allí estaban los coches de Keith y Patty, el MG de él y el Volkswagen de ella. Si ellos no se encontraban dentro, debían de haber salido a correr, supuso Roger. Buscó una llave escondida encima del enrejado del patio y entró en la casa, recogiendo de paso el correo, que le pareció más abundante de lo habitual: una docena de cartas.

La casa del número 33381 de Cockleshell Drive es una de las aproximadamente 950 de Niguel Shores, una urbanización con vigilancia privada en Dana Point, ciudad costera situada al sur del condado de Orange. Roger era el propietario de la casa, aunque su domicilio habitual era un apartamento en la cercana ciudad de Lakewood, más próxima a su oficina, en Long Beach. Su hijo de veinticuatro años, Keith, estudiante de tercero de medicina en la Universidad de California en Irvine (UCI), y la reciente esposa de Keith, Patty, enfermera, vivían en esa casa provisionalmente, cosa que a Roger le encantaba. Le gustaba tener cerca a su familia.

La casa estaba decorada al estilo de finales de los años setenta. Un pez espada en la pared. Araña de luces de Tiffany. Colgadores de cuerda para macetas. Roger se preparó una copa en la cocina. Aunque aún no había empezado a anochecer, la casa estaba en penumbra y en silencio. Lo único que se movía era el océano que rielaba azul al otro lado de las ventanas y las puertas correderas de cristal orientadas al sur. Junto al fregadero había una bolsa de la compra de Alpha Beta con dos latas de comida. Habían sacado una hogaza de pan, y tres rebanadas de aspecto rancio estaban apiladas al lado. Roger empezó a sentir cada vez más miedo.

Enfiló el pasillo con moqueta de color ocre hacia los dormitorios. La puerta del cuarto de invitados, donde dormían Keith y Patty, estaba abierta. Con las contraventanas cerradas, no se veía bien su interior. La cama estaba hecha, el edredón extendido hasta la cabecera, de madera oscura. Pero un bulto raro bajo el cubrecama le llamó la atención a Roger cuando estaba a punto de cerrar la puerta. Se acercó y presionó hacia abajo, notando algo duro. Retiró el edredón.

El contraste entre ese cubrecama extendido y aquello rígido que había debajo era algo que no concordaba. Levantó el edredón, y vio allí a Keith y Patty tendidos boca abajo. Tenían los brazos doblados en ángulos extraños, con las palmas hacia arriba. Parecían, en el sentido más estricto de la palabra, rotos. Había tanta sangre debajo de ellos que, de no ser porque había un techo, cualquiera habría pensado que habían caído hasta allí desde una gran altura.

Keith era el menor de los cuatro hijos de Roger. Un estudiante excelente. Parador en corto de la liga de béisbol interestatal en el instituto. Había tenido una novia durante bastante tiempo antes de Patty, otra estudiante de medicina con la que todo el mundo suponía que se iba a casar hasta que, de manera inexplicable para Roger, ella se trasladó a otra facultad, y la pareja rompió. Keith conoció a Patty poco después en el Centro Médico de la UCI, y antes de un año estaban casados. Roger tenía la remota sensación de que Keith estaba aún dolido por la separación y de que se estaba precipitando, pero Patty era cariñosa y formal, como Keith —ella había roto con un novio anterior con el que vivía porque este fumaba marihuana—, y ambos parecían adorarse. Recientemente, Roger venía pasando mucho tiempo con «los chicos», como él los llamaba. Les había ayudado a instalar un nuevo sistema de riego en el jardín. Los tres habían dedicado el sábado anterior a quitar broza. Y aquella misma noche habían organizado una barbacoa en la casa para celebrar el cumpleaños del padre de Patty.

En las películas, la gente que descubre un cadáver zarandea el cuerpo con incredulidad. Roger no hizo tal cosa. No fue necesario. Incluso con la poca luz que había, vio que su hijo, de piel blanca, estaba ahora morado.

No había indicios de forcejeo, ninguna señal de que hubiesen forzado la entrada, aunque lo más probable es que hubieran dejado abierta una de las puertas correderas. Patty compró comestibles a las 21.48 horas del martes, según el recibo de Alpha Beta. Su hermana, Sue, telefoneó después, a las 23.00 horas. Keith contestó medio dormido y le pasó el teléfono a Patty. Ella le dijo a Sue que estaban en la cama; esperaba que le llamaran temprano de la agencia de enfermeras. En una herida en la cabeza de Patty se halló un fragmento de metal que parecía ser latón, lo que sugería que, en algún momento después de que Patty hablara con su hermana y antes de que no se presentara a trabajar el miércoles por la mañana, alguien cogió uno de los aspersores de latón recién instalados en el jardín y se coló en la casa. Y lo hizo en una urbanización con portón de acceso vigilado. Y sin que nadie oyera nada.

Al revisar las pruebas del caso Witthuhn seis meses después, el criminalista Jim White, del Departamento del Sheriff del condado de Orange, tuvo la sensación visceral de que estaba relacionado con los asesinatos de los Harrington. Los casos presentaban similitudes grandes y pequeñas. Implicaban a víctimas de clase media golpeadas hasta morir en la cama con objetos que el asesino cogía de la casa. En ambos casos, el asesino se llevó el arma homicida al marcharse. En ambos casos, las víctimas femeninas fueron violadas. Los cadáveres de Keith y Patty Harrington mostraban indicios de marcas de ligaduras; se encontraron trozos de cuerda de macramé en la cama y alrededor de esta. En el caso de Manuela Witthuhn, seis meses después, también había marcas de ligaduras en el cadáver, pero el material utilizado para atarla había desaparecido del escenario. Esa diferencia le pareció un indicio de aprendizaje.

Ambos casos también tenían en común un nexo médico intrigante. Keith Harrington era estudiante de medicina en la UCI, y Patty era una enfermera que a veces hacía turnos en el Hospital Mercy de Santa Ana. David Witthuhn, el marido de Manuela, había estado ingresado en el Hospital Comunitario de Santa Ana-Tustin cuando su esposa fue asesinada.

Se encontró una cerilla de madera con la cabeza quemada en el suelo de la cocina de los Harrington. Ninguno de ellos fumaba; los investigadores creen que era del asesino.

En el arriate de flores situado junto a la casa de los Witthuhn se recogieron cuatro cerillas de madera.

El caso Witthuhn era de la Policía de Irvine; el caso Harrington le correspondía al Sheriff del condado de Orange. Los investigadores de ambos cuerpos discutieron sobre la posible conexión. Enfrentarse a dos personas, como había hecho el asesino de los Harrington, se consideraba poco habitual. Era correr muchos riesgos. Aquello sugería que, en parte, el asesino disfrutaba subiendo la apuesta. ¿Se habría centrado el mismo asesino seis meses después en una sola víctima, como había hecho el de Manuela Witthuhn? El argumento en contra era que el ingreso en el hospital de David había sido un golpe de suerte. ¿Se sorprendió el asesino al encontrar a Manuela sola aquella noche?

Robo (las joyas de Manuela) frente a ausencia de robo (en el caso Harrington). Entrada forzada frente a entrada no forzada. No tenían huellas dactilares que cotejar; las pruebas de ADN aún eran cosa del futuro lejano. El asesino no había dejado un as de picas en ambos escenarios para identificarse. Pero persistían pequeños detalles. Cuando Keith Harrington recibió un golpe mortal, quedó una muesca en la cabecera de la cama, por encima de él. Dado que se encontró una astilla de madera entre las piernas de Patty, los investigadores llegaron a la conclusión de que Keith fue asesinado primero, y que, luego, Patty fue agredida sexualmente. La cronología parecía planeada a fin de que ella sufriera lo máximo. El asesino de Manuela pasó tanto tiempo con ella como para angustiarla hasta el punto de la náusea: se encontraron vómitos suyos en la cama.

«Violencia desmesurada» es una expresión común, pero a veces es mal empleada en los relatos de crímenes e investigaciones criminales. Incluso los inspectores de homicidios experimentados malinterpretan en ocasiones el comportamiento de un delincuente cuando hace un uso excesivo de la fuerza. Es habitual dar por sentado que un asesinato en el que hay violencia desmesurada indica alguna relación entre el homicida y la víctima, un desencadenamiento de furia reprimida derivada de la familiaridad. «Esto era personal», dice el cliché.*

Pero esa suposición no tiene en cuenta causas de comportamiento externas. El grado del uso de la fuerza puede depender de cuánta resistencia ofrezca una víctima. Heridas horribles que hacen pensar en una relación personal que se envenena hasta límites extremos pueden deberse a un largo forcejeo entre desconocidos.