El camino de Buenos Aires - Albert Londres - E-Book

El camino de Buenos Aires E-Book

Albert Londres

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Beschreibung

En el año 1927 Albert Londres viajó de incógnito a la Argentina para llevar adelante una investigación sobre la trata de blancas. El camino de Buenos Aires, fruto de esa investigación, es mucho más que una crónica ocurrente o el relato de un viaje por el "paraíso de los rufianes": constituye un testimonio polémico sobre la Argentina y un precioso documento sobre el circuito internacional del hampa. Albert Londres nació en 1884, en Vichy, y comenzó su carrera como periodista en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Así, se convirtió en corresponsal de guerra hasta el fin de los combates. Luego continuó viajando por el mundo y cubrió múltiples acontecimientos de la historia del siglo XX. Es considerado uno de los máximos precursores franceses del periodismo de investigación. Murió el 16 de mayo de 1932 en el incendio del barco Philippar.

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Albert Londres

El camino de Buenos Aires

La trata de blancas

Traducción y prólogo de

Alejandrina Falcón

Traducción: Alejandrina Falcón

© 2022. Senda florida

España

ISBN 978-84-19596-13-0

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

Prólogoa la presente traducción | 6

I. Donde descubro el caminode Buenos Aires | 19

II. Los pasajeros de Bilbao | 29

III. Llegada | 37

IV. En busca de los hombresdel Milieu | 45

V. Vacabana, alias el Moro | 53

VI. Víctor el Victoriosocomienza su relato | 60

VII. Víctor el Victoriosocontinúa su relato | 68

VIII. Víctor el Victoriosoconcluye su relato | 75

IX. Franchutas | 82

X. El principado de los marginales | 88

XI. Moune | 95

XII. Casa Francesa | 102

XIII. El oficio de proxeneta | 110

XIV. Lo que las mujeres piensande estos hombres | 118

XV. Donde hago de rufián queriendo hacer de apóstol | 120

XVI. Donde la policía estafa al rufián | 128

XVII. Polacos | 135

XVIII. La Boca | 142

XIX. En el campo | 149

XX. Una victoria | 154

XXI. Dos pesos falsos | 159

XXII. Actas | 165

XXIII. Aunque hubiera una sola | 170

XXIV. Señor pastor | 174

XXV. Amargas declaracionesde un veterano duranteuna velada íntima | 176

XXVI. La espera | 184

XXVII. El criollo | 188

XXVIII. La responsabilidad es nuestra | 194

Prólogoa la presente traducción

Uno de los corresponsales más famosos de la prensa francesa de principios de siglo xx, Albert Londres, viajó de incógnito a la Argentina en el año 1927 para llevar adelante una investigación sobre la trata de blancas. El camino de Buenos Aires, fruto de esa investigación, fue publicado en París durante el mes de marzo de ese mismo año y recibido como un acontecimiento. Ochenta años después de su primera edición en francés, esta crónica aún constituye una referencia obligada para todos aquellos que se interesan en la historia de la prostitución y el tema de la trata de blancas en las primeras décadas del siglo XX.

Pero El camino de Buenos Aires es mucho más que una crónica ocurrente –como se lo ha querido leer en ciertos casos– o el relato sin consecuencias de un viaje por el “paraíso de los rufianes” franceses, polacos y criollos: constituye un testimonio polémico sobre la Argentina inmigratoria y reglamentarista en materia de prostitución, así como un precioso documento sobre el circuito internacional del hampa francesa a fines de la década del veinte.

Ahora bien, ¿por qué volver a traducir El camino de Buenos Aires? Porque, pese a su relativa fama, pese a su valor testimonial y su indiscutible actualidad, esta obra se ha vuelto inhallable: su escasa o nula circulación debe ser lamentada y reparada. Nuestra voluntad ha sido rescatar este testimonio, destacar su controvertida singularidad y evitar que el texto en que ha sido plasmado pierda vigencia. Así pues, con esta nueva traducción nos propusimos que El camino de Buenos Aires pueda ser transitado por nuevos lectores y que asimismo esté definitivamente al alcance de aquellos que ya lo han recorrido.

El príncipe de los periodistas

Si bien El camino de Buenos Aires ha tenido cierta circulación entre los lectores hispanoamericanos, poco se ha dicho de su autor y de su vasta obra. Albert Londres fue un periodista sumamente prolífico, innovador y activo. Aún hoy encarna uno de los máximos referentes del periodismo de entreguerras; como tal, ha dejado una infinidad de crónicas, muchas de las cuales fueron recopiladas en formato libro, publicadas en su momento y reeditadas en estos últimos años.

Albert Londres nació a fines del siglo XIX, en el año 1884, en Vichy. A los diecisiete años, es enviado a Lyon, ciudad burguesa donde a su pesar se desempeña como contable en la Compañía Asturiana de Minas. Sin embargo, al caer la noche, en las tabernas de la ciudad vieja, Londres olvida sus ocupaciones diurnas; allí, entre humo y alcoholes, se entrega a una vida bohemia, frecuenta jóvenes con aspiraciones literarias, escribe versos. Quiere ser poeta. Más tarde incluso asistirá al salón parisino del parnasiano más escarnecido por los simbolistas franceses, François Coppée (1842-1908), y publicará algunos poemarios. A los veinte años se instala en París. Pero la vida en la capital es tan dura, la pobreza tan grande, que su compañera enferma y muere. El futuro gran hombre debió hacerse cargo solo de su futura biógrafa: la pequeña Florise1.

Londres comienza su carrera como periodista en los años previos a la Gran Guerra. Entre 1904 y 1910, circula por las redacciones de algunos diarios menores, hasta que se incorpora como cronista parlamentario en Le Matin, uno de los cuatro periódicos franceses más importantes del período de la preguerra. Sin embargo, su primera nota firmada data del 21 de septiembre del año 1914: enviado a cubrir el ataque alemán a la ciudad de Reims, Albert Londres arriesgará la vida para entregar a tiempo su nota sobre el bombardeo de la ciudad y la destrucción parcial de la catedral “mártir”, Notre-Dame de Reims. A la mañana siguiente, toda Francia podía leer el drama en papel y apreciar un estilo cuya novedosa rúbrica muy pronto le resultaría familiar.

Así comienza su largo periplo como corresponsal de guerra. Se hará presente, junto con otros periodistas relevantes del período, en todos los frentes hasta el fin de los combates. Sus crónicas se leerán en todo el país. Escribirá para varios periódicos, entre ellos Le Petit Journal, Le Quotidien y Le Petit Parisien. Cuando la guerra acabe, Londres seguirá viajando por el mundo para llevar a cabo investigaciones de índoles diversas, pero con una meta común: “meter la pluma en la llaga” y “ver lo que nadie quiere ver”.

A su manera tan particular, Albert Londres cubrió múltiples acontecimientos de la historia del siglo XX: la conquista de la ciudad yugoslava de Fiume por el poeta D’Annunzio, la Revolución Rusa, los conflictos de la República China; denunció las condiciones inhumanas a que estaban sometidos los ciclistas del Tour de France, el escándalo de los presidios de la Guayana francesa, los batallones disciplinarios de África del Norte; mostró el funcionamiento de los psiquiátricos de Francia, la evasión del presidiario Dieudonné, la trata de negros en las colonias francesas del África; fue tras los pasos de los pescadores de perlas de Djibouti y de los terroristas en los Balcanes; acompañó al pueblo judío en su diáspora y apoyó el proyecto sionista; investigó a los rufianes franceses en Buenos Aires...

Algunas de estas investigaciones han tenido importantes repercusiones judiciales y políticas, tales como la supresión del sistema de “doublage” en el presidio de Cayena2, la rehabilitación del anarquista Dieudonné –condenado sin pruebas a los trabajos forzados en el presidio de la Guayana francesa–, y aun la revisión del sistema esclavista instaurado en las colonias francesas del norte de África.

Por todos estos motivos, Londres es considerado uno de los máximos precursores franceses del “periodismo de investigación”. Sus crónicas, signadas por la subjetividad del punto de vista, generalmente narradas en primera persona, se caracterizan por una fuerte toma de posición, que ha suscitado tantas adhesiones como rechazos. Para muchos, Londres es un verdadero “mito”, una figura admirable, un modelo de compromiso con la realidad. Pero ha sido, asimismo, modelo de personajes de ficción quizá tanto o más míticos que él, como el popular Tintín, del historietista belga Hergé.

La muerte de Albert Londres se produjo el 16 de mayo del año 1932 en el incendio del George Philippar, el barco que lo traía de China. Las circunstancias de su muerte son oscuras, se ha llegado a decir que fue víctima de un atentado. Al respecto, se han barajado miles de hipótesis y evaluado diversos culpables: traficantes de heroína, contrabandistas de armas, fascistas, bolcheviques... Lo cierto es que murió intentando rescatar de su camarote documentos reveladores, manuscritos y notas tomadas para una investigación cuyo objeto nunca fue revelado. El mar o el fuego sepultaron para siempre este secreto, así como el cuerpo del gran periodista y viajero.

Al conocerse la noticia de su desaparición, la prensa francesa despidió con honores al colega. El Gobierno, a través del ministro de Guerra, honró su memoria. Pero, entre todas esas voces más o menos oficiales, un homenaje tan sorprendente como inesperado da cuenta del amplio espectro de simpatías que Albert Londres supo suscitar: el periódico Le Libertaire, órgano de la federación anarquista, encomia a aquel que “en toda su carrera, no exenta de quijotismo, [...] no ha sido deferente con aquellos que gobiernan o definen el destino de la economía, ni dócil a las órdenes y consignas [...] de los poderes establecidos”3.

La trata de blancas y el Milieu

Ahora bien, ¿cuál es el contexto de esta crónica? Podría decirse que El camino de Buenos Aires reconstituye paso a paso la sórdida trama de un aspecto a menudo olvidado, o quizá poco conocido, de la inmigración hacia fines del siglo XIX y principios del XX: el tráfico y la explotación sexual de mujeres europeas, en este caso francesas –llamadas franchutas–, reclutadas en los sectores más pobres de la población, rescatadas de la miseria por sus futuros explotadores, y luego arrojadas a una nueva forma de esclavitud y marginalidad en países lejanos donde el negocio de la prostitución a menudo se desarrollaba al amparo de la ley.

En efecto, en la mayoría de los países implicados en la trata, entre 1875 y mediados del siglo XX, el reglamentarismo era la política estatal dominante en materia de prostitución, es decir que se la consideraba un “mal necesario” al que era conveniente tolerar, encauzar, controlar y organizar, una suerte de “servicio público” sometido a reglas: delimitación de zonas prostibularias, registro compulsivo de las prostitutas y fichas policiales, controles médicos obligatorios de las mujeres explotadas, ordenanzas varias. La prostitución se ejercía bajo el control de la policía y de los municipios. El proxenetismo era, cuando no reconocido, tácitamente aceptado. Esta política oficial, que por entonces regía tanto en Francia como en Argentina, favorecía la trata de blancas. Según el historiador Jacques Solé, el comercio de mujeres en Francia había existido desde siempre, más o menos restringido a los límites del territorio “nacional”, y se vinculaba directamente con el funcionamiento de dicho sistema reglamentarista4. Lo novedoso radicaba, entonces, en las dimensiones internacionales que la trata había adquirido a partir de fines del siglo XIX. Así, el tema de la trata de blancas comenzó a preocupar a Europa al punto de convertirse en una verdadera obsesión.

Aquello que el texto de Albert Londres pone en escena es precisamente un capítulo de la internacionalización de este fenómeno, el cual en términos generales estaría vinculado con las grandes corrientes de migraciones europeas iniciadas a fines del siglo XIX y en especial con la revolución de los transportes, que permitía mayor movilidad de las personas traficadas y ampliaba el mercado de la prostitución. Los traficantes franceses alimentaban las redes de prostitución de los países vecinos, como Bélgica, Holanda, pero también Rusia y luego Egipto, entre otros centros. Por supuesto, no tardaron en descubrir el mercado americano. Y, en Sudamérica, en especial en la Argentina, los proxenetas francesescompetían con las redes provenientes de Europa Oriental, dominadas en particular por judíos polacos. El accionar de la famosa Sociedad Israelita de Socorros Mutuos “Varsovia”, luego rebautizada “Swi Migdal”, constituye un capítulo aparte en la historia de la prostitución en la Argentina5. Y, por cierto, ha tenido mayor repercusión y ha sido mucho más investigada que la actuación de los hombres del Milieu, organización no jerárquica constituida por marginales y delincuentes franceses.

En este sentido, Donna J. Guy, autora de una importante investigación sobre la prostitución en Buenos Aires, critica duramente a nuestro periodista: “A pesar de los informes de Londres, o más probablemente por sus tendencias chauvinistas y tolerantes, el papel de los franceses en la trata de blancas raras veces fue tan condenado como el de los traficantes judíos”6. Sin embargo, pese a las certeras críticas de Donna Guy y en virtud de la gran cantidad de información que esta crónica contiene sobre los movimientos internacionales de los rufianes franceses, consideramos que El camino de Buenos Aires puede leerse exactamente como una historia del Milieu. Más aun, como un momento específico de su desarrollo, a saber, aquel que va del fin de la Primera Guerra a principios de la Segunda, y que se caracteriza, según Jérôme Pierrat, por revolucionar el ambiente de los bandidos, ladrones y rufianes franceses de toda clase7.

Ahora bien, ¿qué es exactamente el Milieu?El Milieu es la suma de los círculos de marginales franceses vinculados con todas las formas del crimen. No sólo el negocio de la prostitución. Un rasgo interesante –para pensar con relación a las organizaciones mafiosas de judíos polacos en Argentina– es su carácter no jerárquico. Dice Jérôme Pierrat, autor de Une histoire du Milieu: “Ni padrinos ni Mafia, el truhán francés es independiente. Lejos del fantasma de un crimen organizado piramidal, el Milieu es una comunidad de hombres que se reconocen. Hombres que siguieron el mismo camino, aquel que conduce a la cárcel, a la morgue y, a veces, a la cima, por la fuerza de las armas. El jefe de banda no debe su lugar sino a su aura personal; si desaparece, ninguna organización lo sobrevivirá. Es lo contrario de la Cosa Nostra”8. Dado que el Milieu vive a expensas de la sociedad, también ha seguido sus evoluciones. Durante el período de entreguerras, el Milieu se adaptó y modernizó: añadió todas las formas del tráfico al clásico tríptico prostitución, robo y juego. Pero asimismo, como bien señala Londres, adoptó signos exteriores que ostentaban una nueva riqueza: “Sus gustos son descaradamente burgueses –señala Londres–. Adoran las pantuflas, las partidas de cartas, la caza, la pesca. Sueñan con una casa de campo a la orilla de un río”.

Sin embargo, el Milieu sudamericano también estaba constituido por evadidos del presidio de Cayena, cuyas terribles condiciones Londres investigó en 1923 y denunció en Au Bagne, crónica que incidió en la modificación y posterior abolición de los presidios franceses de ultramar. En efecto, la historia del Milieu también es la historia del presidio de Guayana y de su recomposición en América mediante la trata. Al respecto Pierrat afirma: “A principios de los años veinte, los evadidos de los presidios que llegaban a las grandes ciudades de América son tomados a cargo por el Milieu durante algunos meses; los hombres les prestan una o dos mujeres para arrancar”9. Tal es el caso del primer contacto de Londres en Buenos Aires, Vacabana, y tal el motivo, sin duda, de la identificación de Londres con este y otros personajes: “¡De la casaca del presidio de Saint-Laurent-du-Maroni al patronat en Buenos oAires! –se exclama Londres, conmovido–. Daba gusto ver abrazar secretamente el horizonte de semejante carrera. Me habían contado historias igualmente maravillosas. Ésta era una de ellas. También volvía a ver a quienes, habiéndolas vivido, habían vuelto al Maroni… No se lo deseo, Vacabana”. Ésta es, pues, una de las críticas posibles a la posición de Londres: haber confundido o amalgamado los marginales, las víctimas del sistema carcelario, psiquiátrico, colonizador, es decir, los explotados y los débiles, en cuyo nombre él solía escribir, con explotadores de mujeres y ricos rufianes, conservadores y aliados de los poderes corruptos.

Otro motivo que impulsó a los franceses del Milieu a dejar Francia fue el llamado a la movilización general el 2 de agosto de 1914. Entre el destierro y “la vida por la patria”, los marginales eligen sin dudar demasiado la primera opción. Todos estos casos, encarnados en diversos personajes, aparecen en El camino de Buenos Aires como otras tantas pruebas de su invaluable valor documental.

Londres entre París y Buenos Aires

La investigación de Albert Londres comienza en los arrabales parisinos, en los bares frecuentados por los hombres del Milieu. Intrigado por las reiteradas referencias a Buenos Aires y a los grandes negocios que allí podían hacerse, Londres decide embarcarse en Le Havre con destino a esa capital. En ese momento comienza su investigación, es decir, el relato de su progresiva inmersión en la organización francesa vinculada con la prostitución y la trata de blancas en la Argentina.

Al llegar a la ciudad, el periodista logra entrevistarse, por intermedio del librero y editor de la famosa Librería Francesa de Buenos Aires –¡sitio que también operaba como punto de referencia de los rufianes franceses radicados en la capital!–, con el mítico ex presidiario de Cayena llamado Vacabana, a quien comunica su deseo de entrar en contacto con los demás hombres del ambiente, los maquereaux franceses que trafican y explotan mujeres: “¿Entiende lo que quiero? –inquiere Londres–. Vivir entre ellos. Estudiar sus oscuras costumbres como si fueran insectos y yo fuera una suerte de científico. Sumergirme en su ambiente como si subiera a la luna, para decir después lo que ocurre en esas profundidades”.

Ahora bien, aquello que distingue este relato de un mero informe sobre la trata de blancas es la perspectiva desde la cual se narran los hechos, la forma elegida para describir esta realidad y, por supuesto, el estilo. Como ya se ha dicho, esta reconstrucción se produce desde el interior mismo del mundo de la prostitución: Londres retrata, no sin cierta ambigua simpatía, la vida de estos excéntricos rufianes, con quienes convive y, por momentos, incluso se identifica. En el plano de la lengua, un indicador de su progresiva “inmersión” en el Milieu es la adquisición lenta pero segura de la “jerga argótica” específica de los medios marginales, que Londres traduce al francés “estándar” y llega a dominar con orgullo: “No me molesta lucirme un poco. Esta vez no necesito de Jacquot para explicar el término. Sin duda sólo soy un principiante en el Milieu, pero un principiante con ciertas habilidades. Ir ‘de remonta’ significa volver a Francia en busca de mujeres para exportar”. Por tal motivo, El camino de Buenos Aires posee además un atractivo muy particular en el plano de la traducción. La lengua que trabaja el texto ya es en cierto modo una lengua traducida, pues el narrador está en un constante esfuerzo de interpretación de la jerga del hampa francesa y de ciertos términos del castellano rioplatense, desde la famosa “cuadra”, la “casita” o el “atorrante” hasta el “café con leche” que toman los “canfinfleros”. A todos ellos, procura definirlos con gran cuidado, pero el éxito de la traducción es relativo: “Los alvéolos se llaman cuadras. ‘Cuadra’ –dice Londres– quiere decir ‘cuadrado’. Son cuadrados perfectos de cien metros de lado”. ¡Parece confundir la “manzana” con el espacio comprendido entre dos esquinas: la “cuadra”!

En términos formales, el correlato de esta actitud de “interiorización” se manifiesta, por ejemplo, en la forma de presentación de los personajes y su mundo: el diálogo. El recurso a la forma dialogada, esto es, a cierto nivel de dramatización de lo representado, permite la inserción de micro-relatos en primera persona a través de los cuales las experiencias vitales de rufianes y prostitutas nos llegan como si fueran verdaderos testimonios. Es decir, la narración primera va constituyendo nuevas narraciones gracias a las cuales sale a la luz la realidad oculta de este mundo de marginales y crea la ilusión de un contacto directo, de una proximidad casi tangible con los actores implicados. Pero asimismo revela, gracias a la intimidad creada, un doblez de los personajes y de los espacios, una dimensión doble, un disfraz permanente: la pareja de novios que no son tales, la librería que sirve de fachada, el convicto cuya mujer cree que es importador, el burdel que se convierte en hogar burgués el tiempo de una cena, el periodista que se hace pasar por rufián para engañar a un bombero de civil, el argentino apurado en la calle pero capaz de largas esperas en la casita, las calles sin mujeres y los burdeles llenos... Nada es lo que parece... El mundo de la prostitución según este gran periodista pone en escena esa relación conflictiva entre lo público y lo privado, un mundo de apariencias que oculta la miseria que lo hace posible y la promesa de riquezas que lo perpetúa.

En efecto, como bien señala Londres, el tráfico de los franceses solía tener por objeto a criadas y empleadas muy pobres. A la hora de embarcar a las mujeres, estos rufianes no habrían recurrido sino en contadas ocasiones a la violencia física o al engaño. El problema del consentimiento se convertía así en uno de los mayores motivos del debate sobre la trata, motivo al cual Londres, como podrá leerse, no se sustrae. Por el contrario, gran parte de su pesquisa pareciera estar orientada a probar que “los franceses no las traían engañadas”. Sin embargo, pese a esta actitud condescendiente respecto de sus compatriotas rufianes y a una visión bastante sesgada de la explotación de la mujer por el hombre, en el capítulo final Londres propone un esfuerzo de reflexión por parte de las sociedades implicadas: la prostitución y la miseria van de la mano; no se trata de una cuestión de moral: la explotación no sería posible sin hambre, sin desempleo, sin explotación previa y aun menos sin la connivencia de las autoridades. Las respuestas y soluciones a este tema deben tener en cuenta estos hechos.

Alejandrina Falcón

I. Donde descubro el caminode Buenos Aires

Y me senté en la terraza del Batifol.

Batifol es un bar en el arrabal de Saint-Denis. De no haber tenido cita, podría haberme instalado en cualquier otro bar del barrio, y hubiera sigo igualmente útil para mis intereses.

Pero estaba esperando a Jacquot. Jacquot es el hermano de Nono. Me los había presentado Armand.

Jacquot, Nono y Armand son hombres del Milieu.

Jacquot apareció. Llevaba un cuello duro:

—¿No le molesta que crucemos la calle? Tengo que echar un vistazo en el Madelon.

Se trataba de un baile popular atendido por unos auverneses. Jacquot quería ver si su mujer se daba el lujo de bailar en vez de trabajar en los bulevares.

Entramos al Madelon.

“Barra” desde la puerta. Mesas en el medio. Pista de baile al fondo. La mujer de Jacquot estaba sentada a una mesa, sola. Acababan de servirle una bebida rosada llamada “diabolo”. Se disponía a bailar.

Jacquot se acercó y, de lejos, le gritó:

—¿Y? ¿Qué esperamos?

La chica se dio vuelta. Era rubia y algo frágil. Se puso de pie y, con una sonrisita, le dijo a Jacquot: ­

—Acabo de sentarme.

No volvió a tomar asiento. No bebió su diabolo. Se fue, lejos del baile, a cumplir con su deber en los grandes bulevares.

—Tiene una buena mentalidad –me dijo Jacquot–. Es una mujercita de lo más honesta, ¡pero si no la vigilo tarde o temprano se entrega a los placeres!

Nos instalamos en la barra.

Varios caballeros bebían allí sus Vittel-menthe.

Me gustaría saber por qué todos estos caballeros aprecian tanto esa bebida del color del agua verde. Es sólo un detalle.

—¡Un amigo! –anunció Jacquot al presentarme–.

Ya iba por mi cuarto Vittel-menthe cuando un apuesto caballero abrió la puerta.

Sin duda acababa de escaparse de la vidriera de algún sastre. Giré a su alrededor en busca del precio del traje. El “evadido” tal vez había caminado demasiado rápido. La etiqueta se le había caído en el camino. Estaba fresco como un lechón.

Su nombre era Riquet, pues al entrar anunció:

—¡Llegó Riquet!

Le estrechamos la mano. Supe que había llegado esa mañana. El viaje había sido bueno. Regresaba con numerosas “bolsas”.

—¿Bolsas de qué? –le pregunté a Jacquot–.

—¡Una “bolsa” son mil francos!

Riquet había tenido éxito. Venía “de remonta”.

No me molesta lucirme un poco. Esta vez no necesito de Jacquot para explicar el término. Sin duda sólo soy un principiante en el Milieu, pero un principiante con ciertas habilidades. Ir “de remonta” significa volver a Francia en busca de mujeres para exportar.

—Y ¿de dónde viene? ¿De Egipto?

—¡Por favor, señor Albert! Egipto ya no vale nada, viene del gran mercado.

—¿De la Villette?

—¡De Buenos Aires!

Salimos del Madelon al séptimo Vittel-menthe.

Eran las cinco; los colegas debían de haber llegado. Nos dirigimos al Batifol.

Ya estaban ahí, de pie, como si el cafetero les pagara para no sentarse. Se paseaban de los billares al mostrador. De vez en cuando iban hasta el umbral de la puerta; rápidamente volvían a entrar. Los escuchaba hablar de “pesos”.

—¡Dos mil pesos! ¡Cinco mil pesos! –decían–.

Era la moneda argentina.

—Escucha Jacquot –dijo uno de los hombres que estaba de pie–, tengo que decirte un par de cosas. Cuando se tienen relaciones como las tuyas, hay que avisar. Te conozco. Pero fíjate a quién frecuentas.

—¿Quién? ¿René? Se ha portado bien contigo. Estás descuidando a la chica. Él lo sabe. Quiere negociar. Te la compra a cien pesos.

—No discuto el precio. Por lo que vale esa mujer, el dinero era bueno.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Me “provoca”. Anda diciendo que la chica valía quinientos pesos, que yo no sabía vestirla, que él iba a prepararla para Buenos Aires.

—Se la vendiste. Es suya. ¡Qué te importa!

—Me importa que me respeten. Para Buenos Aires, ¡una reventada como ésa! La conozco. Yo mismo la “debuté”. ¡Pasa más tiempo en la cama que en la vereda! Te digo que no se la lleva a Buenos Aires.

—Y ¿si la lleva?

—Entonces, que sean quinientos pesos, puedes decírselo. ¿Este caballero está contigo? ¿Tomamos un Vittel-menthe?

No pasó nada más hasta las diez de la noche.

A esa hora, yo cerraba la puerta de un taxi frente al número 300 del bulevar de Belleville. Me dirigía a La Tonnelle. Para los que bailan, es un baile popular donde se toca el acordeón. Para mí, era una facultad. Solía frecuentar el lugar para hacer mi aprendizaje, como un estudiante de medicina frecuenta todos los días el hospital.

Mi maestro se llamaba Armand. Ejercía su oficio ahí mismo, en La Tonnelle.

Me introduje en el pasaje. Bajé las escaleras, pues iba al subsuelo. En el rellano, el agente de policía me vio pasar una vez más. El cerebro de ese hombre estaba trabajando por mi culpa. Ya le había comunicado su perplejidad a Armand.

—No se atormente, oficial –le había respondido Armand–. No es nada. Es una especie de loco que no sabe lo que quiere. Le hablo así para calmarlo. Si molesta, yo mismo lo sacaré. No le corresponde a usted, valiente padre de familia, intervenir en esta clase de historias. ¿Una cervecita, oficial?

LaTonnelle: bar oval debajo de la escalera, larga sala con mesas y bancos a los costados, ambos clavados al suelo para que no salgan volando en el vendaval de las peleas. ¡Sólo se ven gorras! Y luego la orquesta, vestida de rosa, que enciende con su música el corazón sombrío de las debutantes que han cenado un café con leche.

—¡Buenas noches, Armand!

Un buen tipo es un buen tipo. Un hombre respetado no siempre es un hombre respetable. Armand es proxeneta. Es así. Es lo que es, pero lo es. Sé lo que hace. Él sabe lo que hago. Confía en mí. Yo confío en él. De hombre a hombre.

—Esos cuatro que ve en la segunda mesa, pues bien: ¡Son como yo!

Cada vez que Armand me presentaba a un colega, decía: “Fulano: ¡como yo!”

—Acaban de llegar de Buenos Aires. Recién sacados del horno, todavía están calentitos. Vayamos a husmearlos.

Me condujo a la mesa.

—Les presento al que ya saben –dijo Armand–. ¡Hagan lugar, queremos sentarnos!

Bebían champán. Tenían el aspecto de comer rosbif a diario y vestían como reyes. Hablaban de Montevideo, de Buenos Aires. Uno de ellos vivía en el barrio de Belgrano.

—¡Es un barrio chic, como Passy!

Los otros dos eran de Palermo.

—¡Es como el barrio de l’Étoile!

Hablaban de Rosario, de Santa Fe, de la Cordillera de los Andes, de Mendoza, en la frontera con Chile.

—¿Dónde está tu mujer?

—Mi mujer está en Buenos Aires; pero tengo una chica en Mendoza y otra en Rosario.

Venía en busca de una cuarta.