El conocimiento del amor - Martha C. Nussbaum - E-Book

El conocimiento del amor E-Book

Martha C. Nussbaum

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Beschreibung

Martha C. Nussbaum toma como punto de partida la filosofía de Aristóteles para establecer la pertinencia de la lectura y estudio de las obras literarias al abordar los problemas éticos. Si los textos filosóficos han planteado estas cuestiones en términos de principios y reglas universales, abstractas, Aristóteles, a diferencia de Platón, concibió estos principios y reglas como "bosquejos" que debían llenarse con un contenido que se encuentra en las experiencias particulares. Experiencias y emociones que relatan las novelas y que la autora estudia en las obras de Henry James y Proust (cuya relación con Albertine da título al libro), Dickens y Beckett, en la relación entre dos de los miembros más famosos del Grupo de Bloomsbury, Dora Carrington y Lytton Strachey. El libro termina con el que quizá sea el más brillante ensayo entre los escritos por la autora: un análisis de la Odisea y, en concreto, de las razones que movieron a Ulises a rechazar la propuesta de la diosa Calipso: un amor eterno, que implicaba la inmortalidad y la felicidad. Ulises, como es sabido, prefiere volver con Penélope y la vida propia de los hombres, prefiere un proyecto de vida humana. No necesitamos solo ejemplos filosóficos (que solo contienen unas pocas características que el filósofo ha decidido que son las de mayor relevancia para su argumento); también necesitamos novelas sobre la forma de vida global de la gente que realmente cree y vive la vida de la conmensurabilidad; sobre cómo llegaron ahí y cómo lidian consigo mismos y con los demás. Necesitamos aceptar esas obras, y otras obras sobre gente que vive y valora de manera diferente, para abordarnos no solo en y a través del intelecto, sino evocando respuestas no intelectuales que tienen su propia forma de selectividad y de veracidad. Cualquier teoría social que recomiende o emplee una medida cuantitativa del valor sin haber ejercitado antes la imaginación por este camino me parece completamente irresponsable.

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El conocimiento del amor

Traducción de

Rocío Orsi Portalo y Juana María Inarejos Ortiz

www.machadolibros.com

De la misma autoraen La balsa de la Medusa:

202. La fragilidad del bien

Martha C. Nussbaum

El conocimiento del amor

Ensayos sobre filosofía y literatura

La balsa de la Medusa, 210

Colección dirigida porValeriano Bozal

Título original: Love’s Knowledge

© 1990, 1992 by Martha C. Nussbaum

© Oxford University Press, Inc., U.S.A., 1992

© de la traducción, Rocío Orsi Portalo y Juana María Inarejos Ortiz, 2005

© de la presente edición,

Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-159-4

A mi madre y a mi abuela Betty W. Craven y Gertrude J. de Quintal

Índice

Prefacio

Agradecimientos

Relación de títulos y de títulos abreviados

1. Introducción: Forma y contenido, filosofía y literatura

2. El discernimiento de la percepción: Una concepción aristotélica de la racionalidad pública y privada

3. Platón: Sobre la conmensurabilidad y el deseo

4. Cristales imperfectos: La copa dorada de James y la literatura como filosofía moral

5. «Delicadamente consciente y altamente responsable»: La literatura y la imaginación moral

6. Equilibrio perceptivo: Teoría literaria y teoría ética

7. Percepción y revolución: La princesa Casamassima y la imaginación política

8. Sofística sobre las convenciones

9. Leer para vivir

10. Ficciones del alma

11. El conocimiento del amor

12. Emociones narrativas: La genealogía del amor de Beckett

13. El amor y el individuo: Adecuación romántica y aspiración

14. El brazo de Steerforth. El amor y el punto de vista moral

15. La humanidad trascendente

Los ciclos de Conferencias Read-Tuckwell han sido instaurados a partir del legado de Alice Read-Tuckwell a la Universidad de Bristol, quien expresó en su testamento que los beneficios que se derivaran de los fondos de la fundación debían destinarse a la instauración y el mantenimiento de unos ciclos de conferencias; en estas, cada conferenciante impartiría un curso sobre la Inmortalidad Humana y otras materias afines, y dichos ciclos debían ser publicados y difundidos. El material de los capítulos 1, 2, 6, 7, 14 y 15 fue presentado en la cuarta edición de las Conferencias Read-Tuckwell en 1989, y el resto del material se presentó en un seminario relacionado con estas.

Los ensayos de la presente recopilación han aparecido anteriormente publicados como sigue:

«The Discernment of Perception: An Aristotelian Conception of Private and Public Rationality», Proceedings of the Boston Colloquium in Ancient Philosophy 1 (1985): 151-201. (El presente volumen contiene una versión revisada y ampliada.)

«Plato on Commensurability and Desire», Proceedingns of the Aristotelian Society, vol. supl. 58 (1984): 55-80.

«Flawed Cristals: James’s The Golden Bowl and Literature as Moral Philosophy», NewLiterary History 15 (1983): 25-50.

«“Finely Aware and Richly Responsible”: Literature and the Moral Imagination», en Literature and the Question of Philosophy, ed. A. Cascardi (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987), 169-91. (Una versión anterior, más breve, apareció publicada como «“Finely Aware and Richly Responsible”: Moral Attention and the Moral Task of Literature», Journal of Philosophy 82 [1985]: 516-29.)

«Perceptive Equilibrium: Literary Theory and Ethical Theory», en The Future ofLiteraty Theory, ed. R. Cohen (Londres: Routledge, Chapman y Hall, 1989), 58-85. (Existe una versión anterior en Logos 8 [1987]: 55-83.) (Revisado.)

«Perception and Revolution: The Princess Casamassima and the Political Imagination», en Method, Language, and Reason: Essays in Honour of HilaryPutnam, ed. G. Boolos (Cambridge, Eng.: Cambridge University Press, 1990).

«Sophistry About Conventions», New Literary History 17 (1985): 129-39.

«Reading for life», The Yale Journal of Law and the Humanities 1 (1988): 165-80 (revisado).

«Fictions of the Soul», Philosophy and Literature 7 (1983): 145-61.

«Love’s Knowledge», en Perspectives on Self-Deception, ed. B. McLaughlin y A. Rorty (Berkeley: University of California Press, 1988): 487-514.

«Narrative Emotions: Beckett’s Genealogy of Love», Ethics 98 (1988): 225-54. (Existe una versión francesa en Littérature 71 [1988], 40-58.)

«Love and the Individual: Romantic Rightness and Platonic Aspiration», en Reconstructing Individualism, ed. T. Heller et al. (Stanford, Calif.: Stanford University Press, 1986), 257-81.

Prefacio

Prefacio El presente volumen constituye una recopilación de artículos ya publicados en torno a la relación entre literatura y filosofía, en especial filosofía moral. Respecto a este material previo, supone la ampliación y revisión de tres ensayos así como la inclusión de dos ensayos nuevos y de una Introducción sustantiva. Estos ensayos examinan algunas cuestiones fundamentales sobre las relaciones entre filosofía y literatura: la relación entre el estilo y el contenido en el examen de cuestiones éticas; la naturaleza de la atención y del conocimiento ético, así como la relación que estos mantienen con los estilos y las formas de escritura; o la función de las emociones en la deliberación y el autoconocimiento. Los ensayos abogan por una concepción de la comprensión ética como una actividad que es tanto emocional como intelectual, y se concede una cierta prioridad a la percepción de personas y situaciones concretas sobre las reglas abstractas. Se sostiene que esta concepción, lejos de ser imprecisa e irracional es, de hecho, superior en racionalidad y en el género de precisión que se considera relevante. Se sostiene, además, que esta concepción ética encuentra su expresión y exposición más apropiada en determinadas formas que normalmente se consideran literarias, y no así en las filosóficas, y que, si queremos tomar en serio esta idea, debemos ampliar nuestra concepción de la filosofía moral con el fin de dar cabida a este tipo de textos. Esta investigación ética más amplia intenta articular la relación entre la literatura y otros elementos teóricos más abstractos.

La mayoría de estos artículos vieron la luz en revistas y recopilaciones de escasa circulación, por lo que el acceso a lectores no especializados se vio limitado. Algunos de ellos son de difícil acceso incluso para el lector académico. La cuestión de la ubicación disciplinar era igualmente problemática. Estos artículos atraviesan los límites disciplinares tradicionales. Es más, sostienen que determinadas cuestiones fundamentales no se pueden abordar adecuadamente a no ser que se traspasen dichos límites. Y aun así, irónicamente, debido a las mismas separaciones que critican, han aparecido generalmente por separado, en publicaciones que ora eran leídas por filósofos, ora por especialistas de la literatura. La presente recopilación pondrá remedio a este problema al permitir que lectores de todas las formaciones e intereses lleven a cabo una valoración de conjunto de estos artículos.

Este proyecto guarda estrechas afinidades con gran parte de mi trabajo sobre filosofía griega antigua, especialmente con The Fragility of Goodness: Luck and Ethicsin Greek Tragedy and Philosophy (Cambridge, Ingl.: Cambridge University Press, 1986) [La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega (trad. de A. Ballesteros, Madrid, Machado Libros, 1995, 2015)] y con The Therapy of Desire:Theory and Practice in Hellenistic Ethics, basado en mis Martin Classical Lectures de 1986 (Princeton University Press, 1996) [La terapia del deseo: teoría y práctica de la éticahelenística (trad. de M. Candel, Barcelona, Paidós, 2003)]. No hay solución de continuidad entre las discusiones de temas literarios y éticos en ambos libros y los argumentos que aquí aparecen. En este volumen he incluido dos artículos ya publicados sobre temas de la antigua Grecia y que escribí al mismo tiempo que Lafragilidad del bien: «El discernimiento de la percepción» y «Platón: sobre la conmensurabilidad y el deseo». Estos artículos desarrollan, con mayor detalle que algunos de los artículos literarios, ciertos aspectos fundamentales de la concepción ética que investigo a lo largo de esta recopilación. (El primero ha sido revisado y ampliado para la presente recopilación.) «Humanidad trascendente», hasta ahora inédito, vincula parte de mi trabajo sobre filosofía griega con las cuestiones contemporáneas abordadas en esta recopilación. No se incluyen dos artículos anteriores sobre la relación entre filosofía y literatura en textos griegos antiguos: «Consequences and Character in Sophocles’ Philoctetes», Philosophy and Literature 1 (1986-7): 25-53, y «Aristophanes and Socrates on Learning Practical Wisdom», YaleClassical Studies 26 (1980): 43-97. Sigo refrendando los argumentos de estos artículos y espero, en algún momento, incluirlos en un volumen de diferente tipo. Puesto que analizan cuestiones éticas en obras literarias sin plantearse la relación que existe entre el contenido ético y la forma literaria, me pareció que no estaban tan estrechamente vinculados con el argumento principal de esta recopilación como los dos artículos que sí están incluidos.

No se incluyen algunos artículos recientes que tratan sobre temas de filosofía griega y que están estrechamente relacionados con el argumento de este volumen pues aparecen, revisados, en The Therapy of Desire. Estos artículos son: «Therapeutic Arguments: Epicurus and Aristotle», en The Norms of Nature, ed. M. Schofield y G. Striker (Cambridge, Eng.: Cambridge University Press, 1986), 31-74; «The Stoics on the Extirpation of the Passion», Apeiron 22 (1989); «Mortal Immortals: Lucretius on Death and the Voice of Love», Philosophy and Phenomenological Research (1989), y «Serpents in the Soul: a Reading of Seneca’s Medea», en un volumen en honor a Stanley Cavell editado por Y. Cohen y P. Guyer. El artículo sobre los estoicos desarrolla extensamente la idea de la relación entre emoción y creencia que aparece brevemente en algunos de los otros ensayos. El artículo sobre Séneca examina la relación entre el amor y la moralidad, y está vinculado con «Equilibrio perceptivo» y «El brazo de Steerforth». El artículo sobre Lucrecio guarda una estrecha relación con «Emociones narrativas». En la Introducción a la nueva traducción de las Bacantes de Eurípides, llevada a cabo por C. K. Williams y publicada por Farrar, Straus y Giroux en 1990, desarrollo más a fondo algunas de las cuestiones sobre la humanidad y la trascendencia que analizo en «Humanidad», y aporto nuevos comentarios acerca de la relación entre Aristóteles y la tragedia griega.

De mis escritos sobre los aspectos contemporáneos de la relación entre filosofía y literatura he obviado la respuesta a Richard Wollheim, Patrick Gardiner y Hilary Putnam que aparecía en la primera publicación de «Cristales imperfectos», en la NewLiterary History. Los puntos principales son tratados en la Introducción y en la Nota final del «Cristales imperfectos» que aquí aparece. También obvio los comentarios que hice a propósito del artículo de Paul Seabright sobre Retrato de una dama que apareció en el mismo volumen de Ethics en que se publicó «Emociones narrativas». Pretendo utilizar todo esto como base para un artículo independiente. En varias de mis notas y reseñas me he ocupado de cuestiones literarias/filosóficas. De estas, solo he incluido una reseña sobre The Company We Keep de Wayne Booth, porque se puede considerar un artículo autosuficiente y porque el libro de que se ocupa es uno de los libros principales que van a ser leídos en los años venideros.

He escrito notas finales así como una Introducción porque me parecía que existían más cuestiones que requerían comentarios y clarificaciones de lo que podía abarcarse en una Introducción comprehensiva con una única línea de argumentación. Las notas finales proporcionan muchas observaciones específicas sobre la relación que mantienen los artículos entre sí, y guían al lector que no haya leído la Introducción hacia algunas de las cuestiones éticas fundamentales que en ella se analizan.

Todas las notas a pie de página han sido modificadas con el fin de unificar las referencias. Estas se han actualizado cuando ha sido necesario.

M. C. N.

Providence, R.I.

Octubre 1989

Agradecimientos

Puesto que mi trabajo en estos artículos se ha prolongado durante un período de diez años debo dar las gracias a muchas personas y organizaciones. La elaboración de diversas partes de este volumen fue posible gracias a una Beca de Investigación Guggenheim, una Beca NEH y una Beca de Visitante en el All Souls College de Oxford. La escritura de la Introducción en parte contó con el apoyo del World Institute for Development Economics Research de Helsinki, que me proporcionó una maravillosa atmósfera de aislamiento, lejos de toda distracción. La Universidad de Brown apoyó generosamente la preparación final de la recopilación al asignarme un ayudante de investigación, y debo mi agradecimiento a Kurt Raaflaub, que lo hizo posible en su calidad de director del departamento de Clásicas. El papel de la universidad ha sido igualmente importante, pues ha contribuido enormemente al desarrollo de este trabajo multidisciplinar al permitirme trabajar como miembro de tres departamentos (Filosofía, Clásicas y Literatura Comparada).

Las ideas que presento en esta recopilación son el resultado de un trabajo de muchos años, tal como se refiere en la Introducción, y debo dar las gracias a los siguientes profesores que, en los primeros pasos de mi vida intelectual, me alentaron a seguir formulando preguntas filosóficas ante obras literarias: Martin Stearns, Marthe Melchior, Edith Melcher y Seth Benardete. Una invitación de la sección del Pacífico de la American Philosophical Association para presentar una ponencia sobre «filosofía y literatura» dio vida pública y formal a este proyecto. Esto incentivó la elaboración de «Cristales imperfectos», el más antiguo de estos artículos. En esa sesión, el excelente comentario escrito de Richard Wollheim (seguido poco después por comentarios escritos igualmente estimulantes de Patrick Gardiner en la Oxford Philosophical Society) me reafirmó en mi convicción de que estaba tratando una cuestión importante y que merecía ser estudiada más a fondo. Debo un cordial agradecimiento a Ralph Cohen, editor de la New Literary History, que se encargó de la publicación de estos intercambios en un número dedicado a la «Literatura y la Filosofía Moral» y que incluyó los comentarios escritos adicionales de Hilary Putnam y Cora Diamond. Cohen ha respaldado de muchas formas este trabajo desde el principio: publicó tres de los artículos, encargó dos de ellos y me beneficié, en todo momento, de su ánimo y su perspicacia. Una vez comenzado, mi trabajo sobre estas cuestiones se vio favorecido: por una invitación a participar en un congreso sobre Estilos de Ficcionalidad organizado por Thomas Pavel; por una segunda invitación de la American Philosophical Association (esta vez la sección del Este), a la que respondí con «“Delicadamente consciente”», que se benefició del valioso comentario escrito de Cora Diamond, cuya perspicacia cuando escribe sobre estos temas ha sido especialmente valiosa; y por las diversas invitaciones por parte de revistas y compilaciones para las que escribí el resto de los artículos. (A este respecto, me gustaría mostrar mi agradecimiento al Boston Area Colloquium sobre Filosofía Antigua, al Humanities Center de Stanford, a la Aristotelian Society, al National Humanities Center, a Lawrence Becker, George Boolos, Anthony Cascardi, Brian McLaughlin y Amelie Rorty.) Cuando me encontraba en la fase final de elaboración de algunos de los artículos, tuve el privilegio de presentarlos como Luce Seminars en la Universidad de Yale; quiero agradecer a Peter Brooks y al Whitney Humanities Center esta invitación así como las provechosas discusiones que promovieron. Otras partes del libro fueron presentadas como Conferencias Read-Tuckwell en la Universidad de Bristol (Inglaterra); agradezco al Departamento de Filosofía su cálida hospitalidad. (Ver la página de agradecimientos aparte.)

En las notas a los ensayos expreso muchos agradecimientos más concretos. Sin embargo, además de a los mencionados más arriba, quiero agradecer aquí a las personas cuyo apoyo y conversación fueron especialmente valiosos en diferentes momentos de mi trabajo: Julia Annas, Sissela Bok, Stanley Cavell, Denis Dutton, David Halperin, Anthony Price, Hilary Putnam, Henry Richarson; Christopher Rowe y Amartya Sen. Debo un agradecimiento especial a los estudiantes de licenciatura y de postgrado de Harvard, Wellesley y Brown que han participado en el desarrollo de estas ideas y cuyos comentarios, preguntas y trabajos han sido la fuente de comprensión más valiosa.

Mis esfuerzos por conformar estos artículos en una compilación uniforme se vieron enormemente asistidos por Christopher Hildebrandt, Jonathan Robbins y Gwen Jones, que dedicaron largas y tediosas horas a comprobar referencias y a cambiar los textos y los números de página de Henry James con los de la New York Edition. Gale Alex mecanografió de manera impecable algunos de los artículos, y Ruth Ann Whitten proveyó muchas formas diferentes de ayuda con gran habilidad. Doy las gracias a Angela Blackburn y Cynthia Read, de la Oxford University Press, por su eficiencia, su cálido apoyo y sabios consejos.

La mitad de los beneficios que la autora obtiene de la venta de este libro se destina al AIDS Action Comittee de Boston. La otra mitad se dona a la Fundación en Memoria de John J. Winkler.

Relación de títulos y de títulos abreviados

«Discernimiento»: «El discernimiento de la percepción: una concepción aristotélica de la racionalidad pública y privada»

«Platón: sobre la conmensurabilidad»: «Platón: sobre la conmensurabilidad y el deseo» «Cristales imperfectos»:

«Cristales imperfectos: La copa dorada de James y la Literatura como Filosofía moral» «“Delicadamente consciente”»:

«“Delicadamente consciente y altamente responsable”: la literatura y la imaginación moral»

«Equilibrio perceptivo»: «Equilibrio perceptivo: teoría literaria y teoría ética»

«Percepción y revolución»: «Percepción y revolución: La princesa Casamassima y la imaginación política»

«Sofística»: «Sofística sobre convecciones»

«Leer»: «Leer para vivir»

«Ficciones»: «Ficciones del alma»

«El conocimiento del amor»: «El conocimiento del amor»

«Emociones narrativas»: «Emociones narrativas: la genealogía del amor de Beckett»

«El amor y el individuo»: «El amor y el individuo: adecuación romántica y aspiración platónica»

«El brazo de Steerforth»: «El brazo de Steerforth: el amor y el punto de vista moral»

«Humanidad»: «Humanidad trascendente»

«Fragilidad»: «La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega»

–No es jugar a dar vueltas en torno a lo asombroso. Destinamos toda nuestra energía a encararlo, a rastrearlo. Uno quiere, maldita sea, ¿entiendes? –confesó con una expresión curiosa–. Uno quiere disfrutar de algo así de raro. Llámalo vida» –se explicó–, llámalo sencillamente querida y pobre vieja vida que da sorpresas. Nada cambia el hecho de que la sorpresa paraliza, o por lo menos deja absorto: prácticamente todo ¡caray! lo que vemos, lo que podemos ver.

Henry James, Los embajadores

El estilo, para el escritor, no menos que el color para el pintor, no es una cuestión de técnica sino de visión: es la revelación, que sería imposible por métodos directos y conscientes, de la diferencia cualitativa, de la singularidad de la forma que el mundo parece adoptar para cada uno de nosotros... Y quizá sea tanto por la calidad de su lenguaje como por el tipo de... teoría que propone, por lo que se puede juzgar el nivel que un escritor ha alcanzado en el aspecto moral e intelectual de su obra. Sin embargo, los teóricos piensan que la calidad del lenguaje es algo de lo que se puede prescindir, y aquellos que los admiran se convencen fácilmente de que no constituye una prueba de mérito intelectual.

Marcel Proust, En busca del tiempo perdido

Puedes conocer una verdad, pero si es verdaderamente complicada has de ser un artista para no pronunciarla como una mentira.

Iris Murdoch, Un hombre accidental

Sacudió tristemente la cabeza.

–Le he echado un vistazo –dijo–. Francamente, no puedo darte la enhorabuena. La investigación es, o debe ser, una ciencia exacta y debería recibir un tratamiento igual de frío y objetivo. Tú has intentado revestirlo de romanticismo, lo cual tiene prácticamente el mismo resultado que si hubieras urdido una historia de amor o hubieras acudido al quinto axioma de Euclides.

–Pero el idilio está a la vista –protesté–. No puedo forzar los hechos.

–Algunos hechos deberían ser suprimidos o, por lo menos, debería contemplarse un sentido justo de la proporción al tratar con ellos. Lo único digno de mención en este caso era el curioso razonamiento analítico de los efectos a las causas, por el cual he conseguido desentrañarlo.

Sir Arthur Conan Doyle, El signo de los cuatro

1Introducción: Forma y contenido, filosofía y literatura

Ma dì s’i’ veggio qui colui che fore

trasse le nove rime, cominciando “Donne ch’avete intelletto d’amore”.

E io a lui: “I’mi son un che, quando

Amor mi spira, noto, e a quel modo

ch’e’ ditta dentro vo significando”.

[Mas dime si el hombre que aquí veo

es aquel que publicó el nuevo poema, que empieza

“Mujeres que tenéis el conocimiento del amor”.

Y yo le dije: “Yo soy uno que, cuando Amor

me inspira, toma nota. Y del mismo modo

que dentro me dicta, así me voy expresando”.]

Dante, Purgatorio, Canto XXIV

¿Cómo se debería escribir, qué palabras se deberían elegir, qué formas, estructuras y organización, si lo que se busca es comprensión? (Es decir: ¿si se es, en este sentido, un filósofo?) A veces, esto se considera una cuestión trivial y sin interés. Yo sostendré que no lo es. El estilo hace por sí mismo sus afirmaciones, expresa su propia noción de lo que importa. La forma literaria no se puede separar del contenido filosófico sino que es, por sí misma, parte de ese contenido; una parte esencial, pues, de la búsqueda y de la exposición de la verdad.

Pero esto sugiere, además, que es posible que haya algunas concepciones del mundo y de cómo se debe vivir en él (concepciones que hacen énfasis, especialmente, en la sorprendente variedad del mundo, su complejidad y misterio, su incompleta e imperfecta belleza) que no pueden exponerse de manera completa y adecuada en el lenguaje de la prosa filosófica convencional, un estilo extraordinariamente plano y falto de asombro, sino solo en un lenguaje y en unas formas por sí mismas más complejas, más connotativas, que presten más atención a los detalles. Y quizá tampoco en la estructura expositiva habitual en filosofía, que se propone expresar algo y entonces lo hace sin sorpresas, sin incidentes, sino solo en una forma que por sí misma dé a entender que la vida contiene sorpresas significativas, que nuestra tarea, como agentes, es vivir como los buenos personajes de un buen relato, preocupándonos por lo que pasa, haciendo frente a cada novedad con habilidad. Si estas concepciones constituyen serios candidatos a la verdad, concepciones que la búsqueda de la verdad debe tener en cuenta en su andadura, entonces parece que este lenguaje y estas formas deben entrar a formar parte de la filosofía.

¿Y qué ocurre si lo que se intenta comprender es el amor, ese extraño e inabordable fenómeno o forma de vida, fuente a un tiempo de esclarecimiento y confusión, de sufrimiento y belleza? ¿El amor, en sus múltiples versiones, y en sus enmarañadas relaciones con la vida humana buena, con la aspiración, con el interés social general? ¿Qué partes de uno mismo, qué método, qué escritura, se debería escoger entonces? ¿Qué es, en resumen, el conocimiento del amor, y qué escritura dicta al corazón?

A) PLANTAS EXPRESIVAS, ÁNGELES PERCEPTIVOS

Escogió incluir las cosas

que unas en otras se incluyen, la total,

la complicada, la amontonada armonía.

Wallace StevensNotes Toward a Supreme Fiction

En su prefacio a La copa dorada, Henry James describe la selección, por parte del autor, de los términos y frases adecuadas mediante dos metáforas. Una es la metáfora del crecimiento de la planta. Al centrarse en su tema o idea, el autor hace que «florezca ante mí en los únicos términos que lo expresan de manera honorable»1. Y en otros prefacios James compara con frecuencia el sentido de la vida del autor con la tierra, y el texto literario con una planta que crece de dicha tierra y expresa, en su forma, la naturaleza y composición de la tierra.

La segunda metáfora de James es más misteriosa. El texto totalmente imaginado se compara a continuación (según parece en relación con algún otro lenguaje más simple, más inerte, menos adecuado que pudiera haber existido, antes de su invención, para abordar el asunto en cuestión) con ciertas criaturas del aire, quizá pájaros, quizás ángeles. Las palabras imaginadas del novelista se denominan «la enorme hilera de términos, perceptivos y expresivos que, tras la forma que he indicado, en la frase, el párrafo y la página, miraron simplemente por encima de los términos establecidos, o, más bien quizá, como atentas criaturas aladas, se posaron en aquellas cumbres rebajadas aspirando a un aire más puro»2.

Estas dos metáforas apuntan a dos afirmaciones sobre el arte del escritor que parece que vale la pena investigar. Investigarlas y defenderlas es el propósito principal de estos ensayos. La primera es la afirmación de que existe, con respecto a cualquier texto cuidadosamente escrito y totalmente imaginado, una conexión orgánica entre su forma y su contenido. Determinados pensamientos e ideas, un determinado sentido de la vida, alcanzan su expresión en una escritura que tiene una determinada configuración y forma, que emplea determinadas estructuras, determinados términos. Tal como la planta brota de la tierra sembrada, tomando su forma de la naturaleza conjunta de la semilla y la tierra, así la novela y sus términos florecen de, y expresan, los pensamientos del autor o la autora, su noción de lo que importa. Pensamiento y forma están ligados entre sí; encontrar y conformar las palabras es cuestión de dar con el ajuste apropiado y, por así decirlo, honorable entre pensamiento y expresión. Si el escrito está bien construido, una paráfrasis muy diferente en forma y estilo no expresará, generalmente, la misma idea.

La segunda afirmación es que determinadas verdades sobre la vida humana solo pueden exponerse apropiada y precisamente en el lenguaje y las formas características del artista narrativo. Respecto a determinados elementos de la vida humana, los términos del arte del novelista son atentas criaturas aladas, perceptivas cuando los romos términos del habla ordinaria, o del discurso teórico abstracto, son ciegos; agudas cuando estos son obtusos; aladas cuando estos son toscos y torpes.

Pero para entender completamente esta metáfora es necesario relacionarla con la primera. Pues si bien los términos del novelista son ángeles, también son terrenales y del mismo barro de la vida y los sentimientos humanos finitos. Según la concepción canónica medieval, los ángeles y las almas separadas, al no sumergirse en formas de vida terrenales, y al carecer de cuerpo, que es una condición necesaria para esa vida, solo son capaces de aprehender esencias abstractas y formas generales. Al carecer de imaginaciones sensoriales concretas, no pueden percibir los particulares. En la tierra, como afirma Tomás de Aquino, solo tienen una cognición imperfecta, «confusa y general»3. Aquí, James alude a esta concepción y la invierte. Sus seres angélicos (sus palabras y frases) son seres no sin imaginación sino de la imaginación, «perceptivos y expresivos», salidos de la experiencia de vida concreta y profundamente sentida en este mundo y entregados a la delicada interpretación de la singularidad y complejidad de esta vida. Su propuesta es que solo un lenguaje así de denso, así de concreto, así de sutil, solo el lenguaje (y las estructuras) del artista narrativo, puede contar adecuadamente al lector lo que James cree que es verdadero.

Los ensayos que se encuentran en este volumen examinan cómo determinadas obras literarias han contribuido al análisis de algunas cuestiones importantes sobre los seres humanos y la vida humana. Su primera afirmación es que en dicha contribución la forma y el estilo no son características secundarias. Una concepción de la vida es contada. El contar mismo, la selección del género, las estructuras formales, las frases, el vocabulario, de la manera en que encara el sentido de la vida del lector: todo ello expresa un sentido de la vida y del valor, una noción de lo que importa y de lo que no, de lo que son el aprendizaje y la comunicación, de las relaciones y conexiones de la vida. La vida nunca es meramente presentada por un texto; siempre es representada como algo. Este «como» puede, y debe, ser visto no solo en el contenido parafraseable sino también en el estilo, el cual expresa por sí mismo elecciones y selecciones, y provoca en el lector determinadas actividades y transacciones en lugar de otras4. De este modo, la responsabilidad del artista literario, tal como James lo concibe y como lo concebirá este libro, consiste en descubrir las formas y los términos que expresan adecuada y honorablemente, que formulan apropiadamente las ideas que el autor o la autora pretenden proponer, y tratar de hacer que el lector, llevado por el texto a una actividad artística compleja «en su propio medio, mediante su propio arte», sea activo de un modo que corresponda a la comprensión de aquello que tiene que ser comprendido, con aquellos elementos que se ajusten al cometido de comprender. Y debemos tener presente que todos los que escriben sobre la vida son, en la opinión de James, artistas literarios, excepto aquellos que son lo bastante descuidados como para no preocuparse de sus elecciones formales y de lo que estas expresan: «el vidente y el orador del linaje del dios es el “poeta”, sea cual sea su forma, y deja de serlo cuando su forma, da igual si nominal, superficial o vulgarmente, es indigna del dios: en este caso, reconoceremos de inmediato, no es digno de hablar de nada»5. El escritor o la escritora de un tratado filosófico, si el tratado se narra con esmero, expresa en sus elecciones formales, tanto como el novelista, una concepción de qué es la vida y de qué tiene valor.

Esta primera afirmación no es exclusiva de James. Como enseguida veremos, está profundamente enraizada en la tradición filosófica occidental, en la «vieja disputa» entre poetas y filósofos introducida en la República de Platón y continuada en muchos debates posteriores. Pero, para limitarnos de momento a los protagonistas modernos de nuestra recopilación, podemos señalar que Marcel Proust desarrolla, explícita y detalladamente, una tesis muy similar. Marcel, el héroe de Proust, sostiene que una determinada idea sobre qué es la vida humana encontrará su expresión verbal apropiada en determinadas elecciones formales y estilísticas, en un determinado uso de los términos. Y puesto que concibe el texto literario como la ocasión para una actividad compleja de búsqueda y comprensión por parte del lector, Marcel también sostiene que una determinada concepción de lo que son la comprensión y la auto- comprensión se muestra de manera apropiada en determinadas elecciones formales encaminadas a un tiempo a expresar adecuadamente la verdad y a suscitar, en el lector, una interpretación inteligente de la vida.

Pero Proust y James, y estas páginas con ellos, afirman algo más. La primera afirmación nos conduce a buscar un estrecho ajuste entre forma y contenido, y la forma se concibe como la expresión de una concepción de la vida. Pero esto ya nos lleva a preguntarnos si no podría ocurrir que ciertas formas fueran más apropiadas que otras para la representación precisa y verdadera de diversos elementos vitales. Todo esto depende, obviamente, de cuáles sean o cuáles puedan ser las respuestas a diversas preguntas sobre la vida humana y sobre cómo llegamos a conocerla. La primera afirmación implica que cada posible concepción irá a asociarse con una forma o formas que la expresan como corresponde. Pero en este momento, tanto James como Proust hacen una segunda afirmación, la afirmación expresada en la segunda metáfora de James. Esta afirmación, a diferencia de la primera, depende de sus peculiares ideas sobre la vida humana. La afirmación consiste en que solo el estilo de un tipo determinado de artista narrativo (y no, por ejemplo, el estilo propio del tratado teórico abstracto) puede expresar adecuadamente ciertas verdades importantes sobre el mundo, incorporándolas en su forma y estimulando en el lector las actividades que son apropiadas para captarlas.

Se podría, por supuesto, sostener que las verdades en cuestión pueden expresarse adecuadamente en el lenguaje teórico abstracto y, además, sostener que, en el caso de un tipo determinado de lectores, se transmiten con mayor eficacia mediante una narrativa colorida y conmovedora. Los niños pequeños, por ejemplo, suelen aprender ciertos contenidos de matemáticas con mayor facilidad mediante problemas divertidos que mediante cálculos abstractos. Pero esto en absoluto supone que las verdades de las matemáticas tengan en sí mismas alguna conexión profunda o intrínseca con la forma del problema, o que estén expresadas deficientemente en su forma abstracta. Respecto a nuestras preguntas sobre cómo vivir, se ha hecho una afirmación similar en relación con la literatura: se considera que esta desempeña un papel instrumental en la transmisión de verdades que podrían, en principio, expresarse adecuadamente sin literatura y ser captadas así por una mente madura. Esta no es la postura que adoptan Proust y James, ni este libro. De hecho, la literatura puede desempeñar un papel instrumental en la motivación y en la comunicación, y esto ya es importante; pero se le exige mucho más. Mi primera afirmación insiste en que cualquier estilo hace, por su parte, una afirmación: un estilo abstracto teórico hace, como cualquier otro estilo, una afirmación respecto a lo que es importante y lo que no, respecto a qué facultades del lector son importantes para el conocimiento y cuáles no. Por otra parte, puede que haya determinadas concepciones plausibles del carácter de ciertas porciones relevantes de la vida humana que no pueden alojarse en ese estilo sin generar una extraña contradicción implícita. De este modo, la segunda afirmación es pues que para una interesante familia de dichas concepciones, un cierto tipo de narración literaria es el único tipo de texto que las puede expresar total y debidamente, sin contradicción.

Esto se tornará más claro con dos ejemplos. Supongamos que se cree y se quiere afirmar, como hace el proustiano Marcel, que las verdades más importantes de la psicología humana no pueden comunicarse o captarse únicamente por medio de la actividad intelectual: las emociones fuertes desempeñan un papel cognitivo de irreducible importancia. Si se sostiene esta idea mediante una forma escrita que expresa solo actividad intelectual y que se dirige solo al intelecto del lector (como es habitual en la mayor parte de los tratados filosóficos y psicológicos), surge una cuestión: ¿el escritor o la escritora cree de verdad lo que sus palabras parecen expresar? Si es así, ¿por qué ha elegido esta forma en lugar de otras, una forma que de por sí implica una idea diferente de lo que es importante y de lo que es prescindible? Se podría dar con una respuesta que salvara al autor de la acusación de inconsistencia. (Por ejemplo, el autor puede creer que el argumento psicológico no figura entre las verdades que se captan por medio de la actividad emocional. O la autora puede creer que se encuentra entre esas verdades, pero le resulta indiferente si el lector las capta o no.) Sin embargo, parece plausible, por lo menos prima facie, suponer que o bien el autor ha sido extrañamente descuidado, o que es claramente ambiguo respecto a la idea en cuestión. Por el contrario, el texto de Proust expresa en su forma exactamente lo que se expresa en su contenido filosófico parafraseable; lo que el texto dice acerca del conocimiento compromete al propio texto en la práctica, alternando el material emotivo y reflexivo en la forma precisa que Marcel estima apropiada para decir la verdad6.

Consideremos, de nuevo, la creencia de Henry James de que la atención delicada y la buena deliberación requieren una compleja y matizada percepción, así como una respuesta emocional ante los rasgos concretos del propio contexto, incluyendo personas y relaciones particulares. De nuevo, se podría intentar expresar esta postura de manera abstracta, en un texto que no manifieste interés por lo concreto, los lazos afectivos o las percepciones afinadas. Pero entonces surgiría la misma dificultad: el texto está realizando una serie de afirmaciones, pero sus elecciones formales parecen estar realizando otra serie de afirmaciones diferente e incompatible. Resulta primafacie plausible sostener, como sostuvo James, que los términos del arte de la novela pueden expresar lo que James denomina «la moralidad proyectada» con mayor adecuación que otros posibles términos7. De nuevo, queda mucho por decir, especialmente en relación a Aristóteles, cuyas afirmaciones sobre lo singular se encuentran muy cerca de las de James, pero en un estilo muy diferente (véanse §§ E, F). Pero el sentido general de la segunda afirmación, espero, ya se empieza a esclarecer.

La tendencia predominante en la filosofía angloamericana contemporánea ha sido o ignorar completamente la relación entre forma y contenido o, si no ignorarla, negar la primera de nuestras dos afirmaciones, tratando el estilo como algo en buena medida decorativo, irrelevante para la expresión del contenido y neutral frente a los contenidos que se pudieran trasmitir. Cuando el estilo de la filosofía no se ha ignorado ni se ha declarado irrelevante ha hecho aparición, de forma ocasional, una postura más interesante, respetuosa con la primera afirmación. Esta concepción consiste en que las verdades que el filósofo tiene que decir son tales que el estilo simple, claro, general y no narrativo que se encuentra con más frecuencia en los artículos y tratados filosóficos es de hecho el estilo más adecuado para expresar todas y cada una de dichas verdades8. Ambas posturas se discutirán en este libro. La primera (el rechazo de la cuestión general del estilo) será mi principal objetivo. Quisiera demostrar la importancia que tiene tomar en serio el estilo en sus funciones expresivas y declarativas. Pero la segunda postura también debe ser abordada si nos proponemos hacer sitio, dentro de la filosofía, a los textos literarios. Ya que si realmente todas las verdades (o candidatos a la verdad) significativas sobre la vida humana son tales que el estilo filosófico abstracto las expresa al menos en la misma medida en que lo hacen los estilos narrativos de escritores tales como James o Proust, entonces incluso la aceptación de la primera afirmación no hará nada en favor de aquellos estilos, excepto vincularlos con la ilusión. Difícilmente podemos esperar plantear aquí el problema de la verdad en cuestiones de tanta importancia, ni siquiera investigar más de una pequeña porción de los temas en que se suscita la cuestión de la verdad y del estilo. De modo que la propuesta, más limitada y modesta, de estos ensayos será que con respecto a algunas cuestiones interrelacionadas del área de la elección humana, y de la ética entendida en un sentido amplio (véanse §§ C, E, G), existe un conjunto de posturas que constituye un serio candidato a la verdad (y que merece, pues, la atención y el examen de cualquiera que considere seriamente estas cuestiones) cuya encarnación completa, apropiada y (como diría James) “honorable” se encuentra en los términos característicos de las novelas aquí investigadas. (Por supuesto, hay diferencias entre las novelas, y las investigaremos también.) A lo largo de este libro, me referiré al autor y al lector: de manera que, para empezar, es preciso un breve comentario para clarificar qué quiero decir con esto y qué no. Concibo estos textos literarios como obras cuyo contenido figurativo y expresivo surge de intenciones e ideas humanas. Este rasgo, de hecho, se representa de manera destacada en las novelas aquí estudiadas; en todas ellas se debe escuchar la voz de una conciencia autoral, y en todas ellas la elaboración del texto es un tema explícito de la propia narración. Más aún, todas ellas (especialmente en James y Dickens) relacionan estrechamente la postura del autor y la postura del lector, cuando la presencia autoral ocupa la posición del lector en su pensamiento y sentimiento al preguntarse lo que el lector es capaz de sentir y pensar. Aquí, es importante distinguir tres figuras: (1) el narrador o personaje-autor (junto con esta concepción del personaje del lector); (2) la presencia autoral que alienta el texto tomado como un todo (junto con la correspondiente representación implícita de lo que un lector sensible y bien informado experimentará); (3) la vida del autor (y del lector) en-la-vida-real, que en buena medida no tendrá relación causal con el texto ni relevancia para la lectura correcta del mismo9. El primer y el segundo par son los que me van a interesar aquí: esto es, mi interés se centrará en las intenciones y los pensamientos que se desarrollan en el texto y que pueden verse de manera apropiada en el texto, y no en otros pensamientos y sentimientos que tengan el autor y el lector en-la-vida-real10. Tanto James como Proust insisten en la diferencia entre la vida real, cotidiana, de un autor, con sus rutinas, sus descuidos, sus parcelas de desolación, y la atención más concentrada que produce y alienta el texto literario. Por otro lado, advierten correctamente que el lector, a su vez, puede fracasar de muchas maneras, y puede no estar a la altura de lo que el texto exige. A mí me interesa lo que está encarnado en el texto y lo que el texto, por su parte, requiere del lector. Así pues, nada de lo que aquí digo del autor da a entender que los enunciados críticos que formula el escritor tengan alguna autoridad especial en la interpretación del texto. Pues dichos enunciados pueden disociarse perfectamente de las intenciones que en realidad se ven cumplidas en el texto. Y tampoco, al referirme a las intenciones que se cumplen en el texto, estoy pensando simplemente en los propósitos conscientes de hacer una obra de arte de tal y tal tipo. En efecto, un concepto de intención de este tipo nos alejaría del examen de todo lo que de hecho se desarrolla en el texto; y las nociones de intención así de restringidas han hecho caer en descrédito a toda la noción de intención11. Solo estoy interesada, pues, en cada uno de esos pensamientos, sentimientos, deseos, actividades y otros procesos que son los que realmente se pueden encontrar en el texto. Por otro lado, ver algo en un texto literario (o, en su caso, en una pintura) no es como ver formas en las nubes, o en el fuego. En este caso el lector o la lectora es libre de ver cualquier cosa que su fantasía le sugiera, y no hay límites para lo que puede llegar a ver. En la lectura de un texto literario hay un criterio de corrección, establecido por el sentido de la vida del autor, a medida que este se abre camino a través de la obra12. Y el texto, abordado como la creación de intenciones humanas, es una cierta parte o un cierto elemento de un ser humano real, incluso si el escritor o la escritora alcanza a ver lo que ve solo en su obra.

Parece que el modo en que me sirvo de los prefacios de Henry James plantea un problema. Al apelar a los prefacios desde las novelas, ¿no estaré, después de todo, confundiendo al autor-en-el-texto con el autor en-la-vida-real, y dando así, a las afirmaciones de este último, una autoridad indebida? Aquí se pueden aducir tres cosas. La primera, el autor no tiene por qué ser un mal juez sobre lo que de hecho ha desarrollado en su texto. Esto ocurre muy a menudo, por complejas razones psicológicas; pero existen excepciones, y creo que James es una de ellas. En segundo lugar, no trato los prefacios como si fueran infalibles. Al igual que la mayoría de los críticos, a veces los encuentro imprecisos en sus afirmaciones sobre el punto de vista del lector y sobre otras cuestiones relacionadas. Pero siguen siendo extraordinariamente perceptivos y constituyen útiles guías para las novelas. Finalmente, James sugiere firmemente que, una vez publicados junto con las novelas, ya forman parte de la empresa literaria que presentan. Quizá sea demasiado simple verlos como comentarios del autor en-la-vida-real. Están estrechamente vinculados con la conciencia autoral de las novelas, y sitúan las novelas en una estructura narrativa mayor, con partes discursivas y narrativas, y con una presencia autoral que sirve por sí misma de conexión. Sugiero, pues, que al reunir la obra de su vida y al vincular sus partes constitutivas con una discusión más o menos continua sobre el arte literario y su «moralidad proyectada»13, James se ha movido en la dirección en la que se mueve Proust al crear su propio texto híbrido, combinando comentario y narración en una totalidad mayor.

B) LA VIEJA DISPUTA

Mi padre había dejado una colección de libros en una pequeña habitación de la planta de arriba, a la que yo tenía acceso (por ser contigua a la mía), y por la que nunca se preocupó nadie más en nuestra casa. De esa bendita habitación salieron, gloriosa hueste, Roderick Random, Peregrino Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, el vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe para hacerme compañía. Mantuvieron viva mi imaginación y mi esperanza en algo más allá de aquel tiempo y lugar; ni ellos, ni Las mil y unanoches, ni los cuentos de hadas me hicieron ningún daño... Este era mi único y mi constante consuelo. Cuando pienso en ello, siempre surge ante mi espíritu la imagen de una tarde de verano, los niños jugando en el cementerio y yo, sentado en mi cama, leyendo como si la vida me fuera en ello. El lector ahora comprenderá, tan bien como yo, todo lo que yo era al llegar a este punto de mi historia de juventud que ahora reanudo.

Charles Dickens, David Copperfield

Para mostrar con mayor claridad la naturaleza de este proyecto filosófico/literario, será de ayuda (puesto que es en cierto modo bastante anómalo) describir sus comienzos y sus motivaciones, el suelo del que ha brotado. Brotó, pues, inmediata y recientemente, de mi percepción de la fuerza y necesidad de determinadas cuestiones y de mi perplejidad al encontrar que estas, en general, no se abordaban en los contextos académicos con que me he encontrado, una perplejidad que no ha hecho más que incrementar mi obsesión con estas cuestiones. Sin embargo, remontándome en el tiempo, su origen se encuentra, me imagino, en el hecho de que, como David Copperfield, yo era una niña cuyos mejores amigos fueron, en general, novelas; una niña seria y, durante mucho tiempo, solitaria14. Puedo recordarme sentada durante horas en el lúgubre y silencioso desván, o entre la hierba alta de algún campo que había salido indemne de la fría y desahogada opulencia que Bryn Mawr solía brindar, leyendo con entusiasmo, y pensando en muchas cosas. Gozando enormemente por estar en un campo abierto leyendo, perpleja, con el aire soplando sobre mis hombros.

En mi colegio no existía nada que las convenciones angloamericanas hubieran denominado «filosofía». Aun así, las cuestiones que aborda este libro (que denominaré, en sentido amplio, éticas) se planteaban y se investigaban. Allí, la búsqueda de la verdad consistía en una cierta reflexión sobre la literatura. Y la forma que adoptaban las cuestiones éticas, tal como las raíces de algunas de ellas brotaron en mi interior, solía ser la de sentir y reflexionar sobre un personaje literario concreto, una novela concreta, o, a veces, sobre un episodio de la historia, pero tomado como material para una trama dramática de mi propia imaginación. Por supuesto, todo esto se concebía en relación con la vida misma, que por su parte se consideraba, cada vez más, de formas que de algún modo estaban influidas por los relatos y el sentido de la vida que estos expresaban. Aristóteles, Platón, Spinoza, Kant: estos nombres todavía me eran desconocidos. Dickens, Jane Austen, Aristófanes, Ben Jonson, Eurípides, Shakespeare, Dostoievski: eran mis amigos, mis ámbitos de reflexión.

Encuentro, en diversos trabajos de mi temprana adolescencia (releyéndolos con un sentido más de continuidad que de ruptura), el germen de algunas preocupaciones posteriores. Encuentro un trabajo sobre Aristófanes, donde se discuten las formas en que la comedia antigua presenta cuestiones sociales y políticas e inspira reconocimiento en la audiencia. Encuentro un trabajo sobre Ben Jonson y sobre la representación del carácter y el motivo en la «comedia de humor». Encuentro, algo después, una larga obra sobre la vida de Robespierre, centrada en el conflicto entre su amor por ideales políticos generales y su afecto hacia seres humanos concretos. La trama se ocupa de su decisión de enviar a la muerte a Camille Desmoulins y a su mujer, dos amigos queridos, por el bien de la revolución. Hay una profunda simpatía, y amor, hacia el ascetismo y el incorruptible idealismo de Robespierre, aunque al mismo tiempo horror ante su habilidad para perder de vista lo particular y, al haberlo perdido, hacer cosas terribles. Las cuestiones de «Percepción y Revolución» estaban ya ahí, disponiéndome, sin duda, a una cierta ambivalencia frente a los movimientos revolucionarios con los que poco después tropecé. Por último, hay un largo trabajo sobre Dostoievski y la cuestión general de si la mejor forma de vida es aquella que busca la trascendencia de la propia humanidad finita; aquí, una vez más, encuentro algunos de los problemas e incluso distinciones que todavía estoy examinando.

En cuanto a Proust, en mis cursos de literatura francesa sondeamos meticulosamente los siglos, uno por año, llegando en el duodécimo curso al siglo XIX; de modo que no llegué a conocerlo. Y ahora, Henry James. Leí Retrato de unadama demasiado pronto, solo con un entusiasmo moderado. La copa dorada, que me prestó un profesor, reposó en mi escritorio durante dos años, con su cubierta en blanco, negro y dorado, y la copa, claramente agrietada, silenciosa, atemorizada, evocando en su curva las manzanas del jardín. Lo devolví, sin leer, cuando me gradué.

Lo que me resulta más llamativo de esta época es, en primer lugar, la naturaleza obsesiva de mi atención, entonces como ahora, sobre determinadas cuestiones y problemas, que parece que surgieron espontáneamente y que, desde entonces, parece casi imposible que yo hubiera sido capaz de no pensar en ellos. Y, en segundo lugar, el hecho de que me pareciera, entonces como ahora, que recurrir a las obras literarias era la forma más natural e incluso más fructífera de abordar estos problemas. Examinaba cuestiones que habitualmente se denominan filosóficas; de esto no cabe duda. Y cada uno de estos ensayos de juventud contiene una gran cantidad de análisis general y de discusión. Pero me parecía que era mejor discutir esos temas en relación con un texto que representaba vidas concretas y contaba una historia, y discutirlos de manera que diesen cuenta de esos rasgos literarios. En parte, esto pudo deberse a la ausencia de textos alternativos; en parte, a la ambición de los profesores de mi exigente y feminista escuela de niñas, potentes intelectos un tanto limitados y constreñidos por su papel de profesores de instituto, que trataron de traspasar las fronteras de lo que entonces se consideraba una educación literaria apropiada para jovencitas.

En la universidad, fascinada ya por la literatura griega antigua, aprendí griego. Y, aunque inicié el estudio de los que son admitidos como filósofos (especialmente Platón y Aristóteles), me centré sobre todo en la épica griega y en el drama griego, donde hallé problemas que me conmovieron profundamente. Aprendí a mirar con atención las palabras y las imágenes, las estructuras métricas, la narración y la composición, la referencia intertextual. Y siempre quise preguntar: ¿qué significa todo esto para la vida humana?, ¿qué posibilidades admite o rechaza? También aquí, como en mis primeros estudios, alenté estas preguntas, ya fuera como una forma adecuada de acercarse a un texto literario, ya como un lugar adecuado para abordar mis propios intereses y perplejidades filosóficas.

Sin embargo, en el postgrado la situación fue diferente. En mi esfuerzo por dedicarme a ese complejo interés filosófico/literario me topé con una triple resistencia: por parte de las concepciones de la filosofía y de la filosofía moral entonces dominantes en la tradición angloamericana; por parte de la concepción dominante sobre lo que era la filosofía antigua y qué métodos debían emplearse en su estudio, y, por último, por parte de la concepción dominante en el estudio literario, tanto en Clásicas como en otros ámbitos. Esto ocurrió en Harvard en 1969; pero estos problemas eran, de hecho, típicos de su tiempo, y en ningún caso exclusivos de Harvard.

Comenzaré con la resistencia de la literatura, que es la que me encontré en primer lugar: entonces, las obras literarias antiguas eran estudiadas con la mirada puesta en cuestiones filológicas y, hasta cierto punto, estéticas, pero no se hacía hincapié en sus conexiones con el pensamiento ético de los filósofos o, incluso, no se consideraban fuentes de reflexión ética de ningún tipo. Es más, las obras éticas de los filósofos ni siquiera figuraban como una parte esencial de la licenciatura en Clásicas. En la lista de lecturas, de Aristóteles solo estaba la Poética, que se consideraba una obra que se podía estudiar con provecho sin familiarizarse con otras obras aristotélicas; de Platón, solo aquellas obras, por ejemplo, el Banquete y el Fedro, que se consideraba que tenían importancia para la historia del estilo literario, y que no se concebían en ningún caso como obras filosóficas. (La mayoría de los filósofos está de acuerdo con esto.) En el ámbito más amplio del estudio literario al que Clásicas ocasionalmente estaba ligado, las cuestiones estéticas se consideraban (siguiendo, en general, criterios establecidos por el formalismo de la Nueva Crítica) más o menos separadas de las cuestiones éticas y prácticas. Casi nunca se encontraba otra cosa que no fuera desprecio por la crítica ética de la literatura15.

Por el lado de la filosofía también hubo resistencia. En esto Harvard fue más plural que la mayoría de los principales departamentos de filosofía, especialmente puesto que Stanley Cavell ya era profesor allí y empezaba a publicar algunos de sus notables trabajos en los que tiende un puente entre la literatura y la filosofía. Pero gran parte del trabajo de Cavell sobre literatura fue elaborado pasada esa época, y en ese momento su trabajo (donde se ocupa bastante de Wittgenstein) no trataba él mismo de manera explícita temas de filosofía moral, ni influyó en el modo en que otros enseñaban o escribían la filosofía moral16. Por estas razones, durante algunos años permanecí más o menos ajena al trabajo de Cavell, y centré mi atención en las posturas dominantes en ética. Por aquel entonces, el movimiento positivista/metaético en ética, que por algún tiempo desmotivó el estudio filosófico de teorías éticas sustantivas y de temas éticos prácticos, limitando la ética al análisis del lenguaje ético, vivía sus últimos momentos. De hecho, el renovado interés por la ética normativa, que hasta ahora ha suscitado tanto trabajo excelente, empezaba a surgir de la mano de John Rawls17. Pero los enfoques más destacados de la teoría ética en aquel renacimiento fueron el kantismo y el utilitarismo (posturas que fueron, por razones internas de peso, hostiles a la literatura). Se consideraba que estos dos enfoques copaban más o menos exhaustivamente el campo de la ética.

En el estudio de la filosofía antigua el clima se presentaba todavía menos favorable para un estudio filosófico de las obras literarias. Mi director de tesis, el maravilloso académico G. E. L. Owen18, no sentía ninguna veneración por los métodos de aprendizaje convencionales en el mundo académico. Para el estudio de la dialéctica, la lógica, la ciencia y la metafísica antiguas, adoptó un método de estudio preciso y dotado de una perspectiva histórica profunda, y un temperamento iconoclasta. Frecuentemente, subvirtió distinciones y métodos muy apreciados con el fin de realizar un estudio de los pensadores antiguos que fuera a un tiempo más rico históricamente y filosóficamente más profundo que los que en aquel momento aparecían. Pero Owen tenía poco interés por los problemas éticos, o, de tener alguno, solo lo tenía en relación con la lógica del lenguaje ético. Siendo así, nunca se preguntó si la manera convencional de escribir la historia de la ética griega era realmente correcta y provechosa.

Dicha manera, que a estas alturas resulta familiar para muchas generaciones de estudiantes, consistía en comenzar la ética griega con Demócrito (quizá volviendo la vista atrás hacia Heráclito y Empédocles) y avanzar con Sócrates y los sofistas; centrar la atención principalmente en Platón y Aristóteles, y terminar con apenas una ojeada a los filósofos helenísticos. La contribución ética de las obras literarias no se consideraba que formara parte del pensamiento ético griego como tal sino, como mucho, formaba parte del trasfondo de «pensamiento popular» contra el que los grandes filósofos trabajaban. El «pensamiento popular» se consideraba que era un tema muy diferente de la ética filosófica, y tampoco se creía que esta materia requiriese un estudio detenido de las formas literarias o de obras literarias completas19. El interés por las obras literarias se concebía pues como un interés «literario», lo cual quería decir que era un interés estético y no un interés filosófico. Así, Aristóteles entraba dentro de la formación filosófica mientras que Sófocles quedaba fuera. En el caso de Platón, este estaba convenientemente escindido en dos partes o dos conjuntos de temas, que se estudiaban en dos departamentos diferentes, con diferentes directores, cuyo intercambio intelectual era generalmente nimio. Algunas obras enteras (e.g., Elbanquete)20 fueron consideradas, de este modo, literarias en lugar de filosóficas; las otras se consideró que contenían tanto argumentos notables como adornos literarios; se creyó que estos dos elementos podían, y debían, estudiarse de forma independiente y por diferentes personas21.

Pero por aquella época yo ya estaba demasiado acostumbrada a esta situación como para encontrarla desconcertante e inquietante. Mi interés por determinadas cuestiones filosóficas no disminuyó, y seguía considerando que esas cuestiones me llevaban a las obras literarias tanto como a las obras de filosofía admitida como tal, y en cierto sentido, todavía más. Pues buscaba en los poetas trágicos griegos cierto reconocimiento de la importancia ética de la contingencia, una percepción profunda del problema de las obligaciones en conflicto y un reconocimiento del significado ético de las pasiones, algo que solo encontraba ocasionalmente, si es que lo encontraba, en el pensamiento de los admitidos como filósofos, fueran antiguos o modernos. Y, a medida que leía más y con más frecuencia los escritos de estilo filosófico, empecé a sentir que existían conexiones profundas entre las formas y estructuras características de la poesía trágica y su habilidad para mostrar lo que de hecho muestra con tanta lucidez.

Así pues, cuando se me aconsejó abordar el estudio del conflicto ético en Esquilo acudiendo, como director de mi trabajo, a un experto en literatura del Departamento de Clásicas, me sentí a un tiempo de acuerdo y en desacuerdo. En desacuerdo, porque estaba convencida de que se trataba de cuestiones filosóficas, lo que quiera que esto signifique; por lo menos, algunas preguntas sí eran las mismas que los filósofos estaban discutiendo, si es que no se trataba también de las mismas respuestas. Por tanto, me parecía que tenía sentido abordarlas justamente ahí, en conversación con los filósofos, y no en cualquier otro departamento, y más cuando los métodos y objetivos que prevalecían en el estudio literario impedía que este tipo de preguntas suscitase algún interés entre los expertos en literatura. En desacuerdo, además, porque me fascinaba la filosofía en todas sus formas, y sentía que estas cuestiones se enfocarían con mucha más claridad, incluso en lo que a la literatura respecta, si se estudiaban en diálogo con otro pensamiento filosófico. De acuerdo, no obstante, porque me daba cuenta de que un buen estudio de estas cuestiones en la tragedia debería tratar a los poetas no solo como personas que podrían haber escrito un tratado pero que no lo escribieron, ni tampoco como depositarios del «pensamiento popular», sino como poetas-pensadores cuyo mensaje y elecciones formales están estrechamente ligados. Para cumplir este propósito iba a resultar esencial un estudio detenido del lenguaje y la forma literaria.

Pero aún más definitivo que mi propia ambivalencia frente a estas divisiones disciplinares fue el hecho de que mi estudio de los griegos ya me mostraba que la mayoría de ellos habría encontrado artificiales y confusas dichas divisiones. Para los griegos del siglo V y de principios del siglo IV a. C., en el área de la elección y la acción humana no había dos conjuntos independientes de cuestiones, unas estéticas y otras filosófico-morales, sobre las cuales escribirían y estudiarían colegas separados en departamentos diferentes22. Así, tanto la poesía dramática como lo que ahora denominamos investigación filosófica en el campo de la ética se encuadraban, vistas como vías para la investigación, en una cuestión singular y general, a saber: cómo deberían vivir los seres humanos. Para esta cuestión se consideraba que, tanto poetas como Sófocles y Eurípides, como pensadores como Demócrito y Platón, proporcionaban respuestas; a menudo, las respuestas de los poetas y las de los no poetas eran incompatibles. La «vieja disputa entre poetas y filósofos», como se decía en la República de Platón (por usar la palabra «filósofo» en el propio sentido de Platón), podía llamarse «disputa» solo porque giraba en torno a un único tema. El tema era la vida humana y cómo vivirla. Y la disputa era una disputa tanto sobre forma literaria como sobre contenido ético, sobre formas literarias en cuanto comprometidas con ciertas prioridades éticas, ciertas elecciones y valoraciones en lugar de otras. Las formas de escribir no se veían como vasijas en las cuales se podían verter indistintamente diferentes contenidos; la forma constituía en sí misma una afirmación, un contenido.

Antes de que Platón entrara en escena, los poetas (especialmente los poetas trágicos) eran concebidos por la mayoría de los atenienses como los principales maestros y pensadores éticos de Grecia, las personas hacia las que, por encima de todo, la ciudad se dirigía, y estaba en lo correcto, con sus interrogantes sobre cómo vivir. Acudir a un drama trágico no era asistir a una fantasía o un entretenimiento, en el transcurso del cual uno suspendía sus inquietudes prácticas. Era, más bien, participar en un proceso común de investigación, de reflexión, y de sentimiento en relación con fines cívicos y personales importantes. Y esto estaba fuertemente condicionado por la propia estructura de la representación teatral. Cuando vamos al teatro, normalmente nos sentamos en un auditorio oscuro, que crea la ilusión de un magnífico aislamiento, mientras la acción dramática (separada del espectador por la concha del proscenio) se baña de luz artificial como si estuviera en un mundo independiente de fantasía y misterio. Por el contrario, el espectador de la antigua Grecia, sentado a plena luz del día, veía a través de la acción representada los rostros de sus conciudadanos al otro lado de la orchestra. Y todo el acontecimiento tenía lugar durante un solemne festival cívico/religioso, cuyo boato permitía que los espectadores fueran conscientes de que se estaban examinando y comunicando los valores de la comunidad23. Participar en estos acontecimientos era reconocer y compartir una forma de vida, y una forma de vida, debiéramos añadir, en la que se destacaba el debate público y la reflexión en torno a cuestiones éticas y cívicas24