La fragilidad del bien - Martha C. Nussbaum - E-Book

La fragilidad del bien E-Book

Martha C. Nussbaum

0,0
21,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La fragilidad del bien es su obra más celebrada y marca ya un hito en los estudios clásicos y en el análisis de la relación entre la ética, la tragedia y la filosofía griegas. En este ámbito, Martha C. Nussbaum afronta interpretaciones nuevas en un panorama investigado con rigor y minuciosidad y advierte la actualidad de muchos de los problemas planteados por la poesía y la tragedia griegas. La presente edición revisa las anteriores, corrige los errores e incluye una extensa introducción en la cual la autora tiene en cuenta la evolución de su pensamiento y desarrolla nuevos conceptos.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La fragilidad del bien

Traducción deAntonio Ballesteros Jaraiz

www.machadolibros.com

Martha C. Nussbaum

La fragilidad del bien

Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega

La balsa de la Medusa, 202

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

Edición revisada y ampliada, 2015

Título original: The fragility of goodness. Luck and ethics in Greek tragedy and philosophy

Published by the Press Syndicate of the University of Cambridge

© Cambridge University Press, 1986

© Martha C. Nussbaum, 2001

© de la traducción, Antonio Ballesteros Jaraiz, 1995, 2015

© de la presente edición,

Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

[email protected]

www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-154-9

A Raquel

Hay quienes piden oro, y otros, tierras ilimitadas,

yo pido deleitar a mis conciudadanos

hasta que la tierra cubra mis huesos – un hombre

que alabó lo digno de elogio

y sembró la acusación contra los malvados.

Pero la excelencia humana

crece como una vid

nutrida del fresco rocío

y alzada al húmedo cielo

entre los hombres sabios y justos.

Necesitamos cosas muy diversas de aquellos a quienes amamos

sobre todo en el infortunio, aunque también el gozo

busca unos ojos en los que confiar.

Píndaro, Nemea, VIII. 37-44

La verá siendo en sí misma, por sí misma y consigo misma, eterna y única, y verá

que todas las otras bellezas participan de ella en modo tal que, aunque nazcan y

mueran las demás, no aumenta ella en nada ni disminuye, ni sufre ninguna

alteración... En este lugar, querido Sócrates, más que en ningún otro, es visible

la vida del ser humano, allí donde contempla la belleza en sí... ¿Crees acaso que la

vida sería vil para quien pusiera la mirada en ella de la manera apropiada

y estuviera en unión con ella? ¿O no te das cuenta de que solo allí, donde ve lo

bello con la facultad con la que es visible, podrá engendrar, no simulacros

de excelencia, ya que no está captando un simulacro, sino la verdadera excelencia,

pues está aprehendiendo la verdad; y de que el que ha procreado y alimenta una

excelencia verdadera será amado por los dioses, e inmortal, si es que esto le fue

posible alguna vez a un hombre?

Platón, Banquete, 211b-212a

Sócrates: entonces, ¿qué es el ser humano?

Alcibíades: no sé qué contestar.

Platón, Alcibíades, I, 129e

Índice

Prefacio a la edición revisada

Prefacio

Agradecimientos

Abreviaturas con que se designan revistas y obras de referencia

1. Fortuna y ética

Parte I. La tragedia: fragilidad y ambición

2. Esquilo y el conflicto práctico

3. La Antígona de Sófocles: conflicto, visión y simplificación

Conclusiones de la parte I

Parte II. Platón: ¿bien sin fragilidad?

Introducción

4. El Protágoras: una ciencia del razonamiento práctico

Interludio I. El teatro antitrágico de Platón

5. La República: el verdadero valor y la perspectiva de la perfección

6. El discurso de Alcibíades: una interpretación del Banquete

7. «No es cierto ese decir»: locura, razón y retractación en el Fedro

Parte III. Aristóteles: la fragilidad de la vida buena del ser humano

Introducción

8. Salvando las apariencias de Aristóteles

9. Los animales racionales y la explicación de la acción

10. La deliberación no científica

11. La vulnerabilidad de la vida buena del ser humano: actividad y desastre

12. La vulnerabilidad de la vida buena del ser humano: los bienes relacionales

Apéndice a la Parte III: lo humano y lo divino

Interludio II. La fortuna y las pasiones trágicas

Epílogo: la tragedia

13. La convención traicionada: una interpretación de la Hécuba de Eurípides

Bibliografía

Nota del traductor

Prefacio a la edición revisada1

I

La fragilidad del bien cumple 15 años2. Durante ese tiempo, muchas cosas han cambiado, tanto en mi pensamiento como en el mundo de la filosofía. Por lo que respecta al primero, una progresiva dedicación a la ética estoica y un creciente interés por los temas de la filosofía política me han aportado una nueva perspectiva sobre algunos de los temas morales que estudié en el libro. Al mismo tiempo, la investigación sobre el pensamiento ético en la Grecia clásica, que en el pasado era coto de un reducido grupo de especialistas, ocupa hoy un espacio cada vez más destacado en la filosofía moral anglo-norteamericana y europea3. Este campo es heterogéneo y se han invocado modelos griegos para apoyar diversas posturas, con algunas de las cuales discrepo claramente. Así pues, aunque en la presente edición no se ha modificado el texto original4, quiero aprovechar este prefacio para complementar Fragilidad con algunas reflexiones sobre lo acaecido desde su publicación y el modo en que ello afecta a mi actual visión del libro*.

Fragilidad analizaba el papel de la exposición humana a la fortuna en el pensamiento ético de los poetas trágicos, de Platón y de Aristóteles. Aunque el texto dedicaba cierta atención al papel de la suerte en la formación de la virtud y el carácter bueno, se centraba sobre todo en la brecha que existe entre ser una persona buena y gozar de una vida humana floreciente, en la cual ocupa un lugar prominente la actividad virtuosa. (Así, el «bien» de La fragilidad del bien debe entenderse como «bien humano» o eudaimonía, y no como «bondad del carácter»). Es muy conocida la afirmación de Sócrates de que la persona buena no puede sufrir daño, es decir, que todo lo necesario para la vida floreciente está a salvo en la medida en que lo esté también la virtud. Entiendo que tal afirmación supuso un hito en el convulso y fecundo debate sobre el papel ético de la fortuna que tuvo lugar en Atenas durante los siglos V y IV a. C. con la participación de poetas y filósofos. Cuestionando el papel de la suerte en el pensamiento de los poetas trágicos, Sócrates preparó el camino para el ataque más sistemático emprendido por Platón, así como para el complejo intento de Aristóteles por conservar algunos elementos de la visión de los trágicos haciendo justicia, al mismo tiempo, a la posición socrática.

Aunque la tesis socrática ganó algunas adhesiones, requiere un replanteamiento bastante radical de los elementos de la vida que hacen posible la eudaimonía. En efecto, parece que haya que privarse de numerosos elementos de la vida que habitualmente se consideran indispensables para su florecimiento. Pues es difícil negar que la capacidad de actuar como ciudadano, las actividades que llevan aparejados los distintos tipos de amor y amistad e incluso aquellas otras asociadas con las principales virtudes éticas (valor, justicia, etc.) precisan condiciones externas que la bondad del agente no puede garantizar por sí sola. Al eliminar esas condiciones, acontecimientos no sometidos a nuestro control pueden causar daño, incluido daño ético. En otras palabras, pueden afectar, para bien o para mal, no solamente a nuestra felicidad, éxito o satisfacción, sino también a determinados elementos éticos centrales para nuestras vidas: si podremos actuar con justicia en la vida pública, amar a otra persona, comportarnos valerosamente. De este modo, incluso sin plantearnos la cuestión del papel de la fortuna5 en los procesos que nos convierten en sabios, valerosos o justos, vemos que esta parece desempeñar una función ética importante al capacitarnos en mayor o menor medida para actuar virtuosamente y llevar así una vida éticamente consumada. Para los poetas, y también para parte al menos de los filósofos, parecía difícil negar que a alguien incapacitado por una enfermedad que lo hubiera desfigurado permanentemente, a un ser humano recluido en prisión y torturado, a una mujer violada por el enemigo y reducida a esclavitud, se les priva cuando menos de parte de los elementos éticamente significativos del florecimiento humano. Esas personas no solo son infelices: también hacen y se intercambian en menor medida las cosas que contribuyen a una vida humana enteramente buena.

Por consiguiente, solo identificando la vida floreciente con un estado virtuoso del carácter, o con ciertas actividades como la contemplación intelectual, cuya realización parece depender muy poco de las circunstancias externas, puede alguien sostener con alguna verosimilitud que es imposible desalojar a la persona buena de dicha vida6. Sin embargo, concepciones tan estrechas como esta eran, y siguen siendo, profundamente controvertidas. Prescindir de los amigos en la explicación del florecimiento humano, por ejemplo, le parecía a Aristóteles que empobrecía la vida hasta el punto de que esta no merecía ser vivida, a pesar del fuerte interés que él mismo mostraba por la estabilidad.

Que esa exposición a la fortuna constituyó un tema central de la filosofía griega post-aristotélica nunca se había puesto en duda, aunque este aspecto de la ética helenística precisaba un examen más sistemático7. Sin embargo, no se reconocía tanto que Platón y Aristóteles compartiesen con los poetas trágicos la preocupación por la función de la fortuna en la formación de las vidas que los humanos logran vivir, ni que existieran muchas líneas afines de continuidad entre poetas y filósofos en estos temas. Recuperar tales continuidades y los temas en torno a los cuales estas giran fue un motivo esencial de mi decisión de escribir La fragilidad del bien. Me parecía que la segmentación de las profesiones en la vida moderna ocultaba a nuestra mirada el hecho evidente de que, en la Atenas de los siglos V y IV a. C., los poetas trágicos eran considerados generalmente importantes fuentes de intuición ética. Los filósofos se consideraban a sí mismos competidores de los poetas, no compañeros de otro departamento de la facultad. Y competían en la forma, así como en el contenido, eligiendo las estrategias que les parecían más eficaces para mostrar a sus discípulos el tipo de afirmaciones sobre el mundo que consideraban verdaderas. Por este motivo, un tema subsidiario de Fragilidad es el debate sobre dichas estrategias y las facultades a las que estas interpelan. Los poetas trágicos sostenían que las emociones poderosas, en particular la compasión y el temor, eran fuentes de intuición sobre la vida humana buena, y así lo demostraban en su elección de formas literarias. Platón rechazó tal proceder, elaborando una concepción del conocimiento ético que separa en lo posible el intelecto de las perturbadoras influencias de los sentidos y las emociones8. También afirmé que Aristóteles retorna en parte a las intuiciones de los poetas trágicos acerca de la vulnerabilidad del florecimiento ante el desastre y sobre la pertinencia ética de las emociones como fuente de información sobre el significado de las mudanzas de la fortuna.

En la época en que se publicó Fragilidad, las reflexiones sobre la vulnerabilidad y la fortuna brillaban sorprendentemente por su ausencia en la filosofía moral, a pesar de su continuada vigencia humana. Por ese motivo entendí que recuperar los debates griegos clásicos era también una forma de contribuir al conocimiento ético de mi época. Pocos de nosotros creemos hoy vivir en un mundo ordenado providencialmente al bien general; aún menos en una teleología de la vida social humana orientada hacia una mayor perfección. Y sin embargo, o al menos así me lo parecía entonces y me lo sigue pareciendo hoy, las consecuencias para la ética contemporánea de admitir que vivimos en un mundo en gran parte indiferente a nuestros esfuerzos no se habían investigado exhaustivamente. Con Fragilidad intenté dar un paso preliminar en tal indagación.

Hoy sigo sosteniendo la mayor parte de las tesis y argumentos de Fragilidad, tanto en sus aspectos interpretativos como en sus concepciones de fondo. Por ejemplo, todavía pienso que la visión aristotélica del ser humano y la deliberación práctica reviste gran importancia para el pensamiento ético y político contemporáneo; y creo que la descripción de la pluralidad de bienes y de los conflictos entre ellos que encontramos tanto en los poetas como en Aristóteles ofrece claves que están ausentes en gran parte del razonamiento social contemporáneo. Pero mi creciente implicación con la ética estoica me ha hecho contemplar bajo una nueva luz algunos temas del libro, en particular, la naturaleza de las emociones y el concepto de ser humano. Al mismo tiempo, mi interés por la filosofía política me ha llevado a replantearme una serie de temas de Fragilidad, incluida la importancia ética de la pluralidad de bienes, la vulnerabilidad de la vida humana ante la fortuna y la naturaleza de la amistad. Los epígrafes II y III del presente prefacio abordan esas reinterpretaciones y aportan algunas reflexiones nuevas.

Por lo que respecta a la creciente influencia del pensamiento ético griego en la filosofía moral contemporánea, hoy considero necesario decir explícitamente algunas cosas que en Fragilidad daba por supuestas. En particular, quiero distanciarme de la práctica que consiste en invocar a los griegos para rechazar la teorización ética sistemática y el ideal ilustrado de la vida social basada en la razón9. Tales alternativas simplemente no se discutían hace quince años, y yerran quienes califican de «antiteórica» mi posición, la cual no pretende rechazar las ideas ilustradas sino apropiarse de los griegos y convertirlos en aliados en una versión ampliada del liberalismo ilustrado. Los epígrafes IV y V de este prefacio abordan dichas cuestiones: el epígrafe IV trata del ascenso de las visiones antiteóricas y antirracionales en el pensamiento ético reciente. El epígrafe V examina un desacuerdo más sutil sobre la respuesta apropiada al desastre trágico.

II

Uno de los principales temas de Fragilidad, como he indicado, es el papel de las emociones como fuentes de información sobre asuntos de importancia ética. En conexión con los poetas trágicos, el Fedro de Platón y las concepciones éticas de Aristóteles, a menudo me refiero en el libro a la función cognoscitiva de las emociones; pero digo poco sobre lo que estas son. Sin embargo, analizar bien las emociones es determinante para esta difícil cuestión; algunos análisis otorgan a las emociones una función cognoscitiva de manera mucho más convicente que otros. La reflexión sobre las emociones se ha convertido en un tema central de mis trabajos posteriores. Mis actuales opiniones están muy influidas por la circunstancia de haber dedicado muchos de los años posteriores a la finalización del libro a estudiar el pensamiento ético y político de las tres escuelas helenísticas más importantes: los epicúreos, los escépticos y los estoicos10. De estos, son los estoicos los que han tenido mayor importancia en el desarrollo de mis ideas sobre las emociones. Pienso que ellos proporcionan el núcleo de la explicación que necesitamos para dar verosimilitud a la idea de que las emociones revelan una realidad ética.

Tras afirmar que las emociones son formas de juicio evaluativo que atribuyen a objetos y personas ajenos al control del agente gran importancia para el florecimiento de este, los estoicos pasan a decir que tales juicios son falsos en su totalidad y que debemos liberarnos de ellos en la medida de lo posible. En última instancia rechazo esa visión normativa en su forma simple, aunque también pienso que tiene mucho que aportarnos en relación con el apego imprudente al dinero, el honor o el estatus.

Sin embargo, el análisis que realizan los estoicos de las emociones como juicios de valor es independiente de sus controvertidas tesis normativas. Modificado adecuadamente, pienso que puede sentar las bases para una explicación filosófica contemporánea de las emociones11. Concretamente, la teoría estoica requiere tres cambios importantes. En primer lugar, necesita una explicación convincente de la relación entre las emociones adultas y las de los niños y los animales no humanos. (Los estoicos negaban que niños y animales tuviesen emociones, lo que resulta poco verosímil). Desarrollar esa explicación nos lleva a ampliar el análisis cognitivo de los estoicos para incluir una variedad más amplia de tipos de cognición, como las percepciones y las creencias no lingüísticas. En segundo lugar, la teoría necesita una buena explicación de la diversidad cultural de las emociones. Los estoicos demostraron convincentemente la medida en que las normas sociales son interiorizadas en la arquitectura de nuestras emociones; pero, al pensar que tales normas eran básicamente similares en todas las sociedades, no dedicaron la necesaria atención a las sutiles variaciones que existen entre ellas. Por último, la teoría estoica necesita una historia genética del modo en que las emociones adultas se desarrollan a partir de las emociones arcaicas de la primera infancia y la niñez. Esa genética introduce múltiples complicaciones en la teoría, al mostrar que las emociones adultas suelen conservar trazas de poderosas primeras experiencias que implican una perturbadora ambivalencia hacia los objetos amados. Si se adopta una versión de la teoría estoica de las emociones, incluso en esta forma muy alterada, habrá que admitir que la orientación que brindan las emociones es unas veces éticamente buena y otras éticamente mala. La fiabilidad de las emociones depende del material cultural del que estas están construidas. Una buena crítica filosófica de las normas culturales implica una crítica de las emociones culturalmente aprendidas12. Este importante aspecto se aplica también a la teoría de las emociones de Aristóteles, aunque este no otorga a las creencias el mismo papel en las emociones que los estoicos13. Este problema debería haber recibido más atención en Fragilidad. Me parece que mi interés por reivindicar la posibilidad general de una función cognoscitiva de las emociones me hizo concentrarme demasiado en aquellos casos (por ejemplo, el de los amantes del Fedro) donde la influencia es buena; debería haber sido más receptiva a la verdad que contiene la tesis de Platón en el sentido de que las emociones pueden cimentar en la mente un error que esté enraizado en la cultura.

Así, aunque el estoicismo plantea algunos problemas a quien pretende utilizar las emociones como guías, también permite albergar esperanzas para una ilustración social que pasaron por alto ciertas teorías ilustradas, por ejemplo la de Kant, que tiende a tratar las emociones como elementos de la naturaleza humana relativamente desprovistos de inteligencia. La visión estoica indica que, aunque el cambio no es fácil, es posible para la personalidad en su conjunto convertirse en ilustrada si lucha contra los juicios de valor que constituyen la cólera y el odio imprudentes14. La explicación aristotélica de las emociones permite una esperanza similar; de hecho, la idea de Aristóteles de que la emoción adecuada es un elemento constitutivo de la virtud implica que un agente puede cultivar emociones virtuosas, aprendiendo a encolerizarse con la persona merecedora de ello y no con quien no lo merece, en el momento oportuno, etc.

Seguramente Aristóteles era demasiado optimista en cuanto a la medida en que pueden modificarse las emociones aprendidas en las etapas tempranas de la vida. Los estoicos vieron que los hábitos profundamente arraigados son difíciles de alterar, máxime si están firmemente anclados en la estructura motivacional de la personalidad. En Therapy sostengo que Séneca ahonda más que Aristóteles al afirmar que para luchar contra la cólera hay que permanecer vigilante toda la vida. Sobre el amor erótico apasionado, sus opiniones eran todavía más complejas: en sus tragedias, aunque no en los escritos filosóficos, resaltó la capacidad del amor para eludir el examen moral y descubrió en esa energía amoral una potencial fuente de belleza, y también de peligro. Mi propio estudio más reciente sobre las raíces de la emoción en la infancia señala razones adicionales para suponer que las emociones arcaicas pueden obstaculizar la formación del carácter virtuoso. Sin embargo, un enfoque cognoscitivo de la teoría de las emociones muestra vías para el desarrollo social que no se aprecian claramente si se considera que las emociones son solo urgencias o impulsos, sin fructuosa intencionalidad o contenido cognoscitivo. Hemos de pensar que la meta adecuada para una sociedad justa, por ejemplo, no es solo la supresión del odio racial; es la completa ausencia de tal emoción lograda mediante unas formas de discurso público y (especialmente) una educación pública que enseñen el respeto mutuo entre todos los ciudadanos.

De este modo, pensar correctamente sobre lo que son las emociones puede ayudarnos a defender mejor la tesis general de Fragilidad sobre su función cognoscitiva. Al mismo tiempo, revela algunos de los riesgos en que incurrimos al dejarnos guiar por ellas, así como algunas perspectivas que han pasado desapercibidas en relación con el progreso personal y social.

III

Fragilidad no era un libro enfocado hacia la política, aunque abordaba el papel de la fortuna en nuestra capacidad para actuar como ciudadanos. Sin embargo, sus temas éticos tienen implicaciones importantes para el pensamiento político. En particular, la concepción aristotélica del ser humano como a la vez capaz y vulnerable, necesitado de una rica pluralidad de actividades vitales (concepción que toma, en muchos sentidos, de los poetas trágicos), tiene una clara resonancia en el pensamiento contemporáneo sobre bienestar y desarrollo. Dado que desde la publicación del libro he dedicado mucho tiempo a investigar estas implicaciones y además veo las cuestiones bajo una luz sustancialmente nueva a raíz de mi dedicación a la ética estoica, conviene aclarar esta evolución de mi pensamiento, aunque no se perciba tanto su conexión con los temas de Fragilidad. Aquí deberá evidenciarse una mayor continuidad de la que aparece a primera vista entre el libro de 1986 y mis actuales preocupaciones políticas.

La teoría política moderna se ha apropiado del pensamiento de Aristóteles de muchas formas distintas. Incluso limitándonos a sus ideas sobre la capacidad y el funcionamiento humanos, estas han sido centrales para un grupo bastante variado de proyectos modernos: la visión socialdemócrata católica de Jacques Maritain; el conservadurismo católico de John Finnis y German Grisez; el comunitarismo católico de Alasdair MacIntyre; los marxismos humanistas del primer Marx y sus seguidores; la tradición socialdemócrata liberal británica, representada por la obra de TH Green y Ernest Barker15. Todos estos pensadores pueden reivindicar legítimamente alguna base aristotélica para sus afirmaciones; ello se debe en parte a que Aristóteles es, fenómeno poco común, un pensador político de amplios intereses y también, a veces, internamente incoherente16.

Durante los últimos doce años me he inspirado en Aristóteles para desarrollar una teoría política y una teoría de los fundamentos éticos del desarrollo internacional que es una forma de liberalismo socialdemócrata estrechamente relacionada con los planteamientos de Maritain, Green y Barker. Aunque en ocasiones me he dedicado a una minuciosa interpretación textual de las tesis de Aristóteles, mi principal objetivo ha sido elaborar una perspectiva propia que, pese a mostrar un cierto espíritu aristotélico en algún sentido, se aparta de Aristóteles en muchos otros, adentrándose en el liberalismo y el feminismo17. En colaboración con el economista Amartya Sen18, pero elaborando una propuesta política normativa que es independiente del uso comparativo que él hace de las capacidades como medida, he sostenido que una explicación de determinadas capacidades humanas esenciales debe servir de punto focal a la planificación política: como condición mínima necesaria de la justicia social hay que garantizar a los ciudadanos un nivel básico de tales capacidades, con independencia de cualesquiera otras cosas que esos ciudadanos puedan también tener. Las capacidades pueden también utilizarse comparativamente, como índice de la calidad de vida en los distintos países.

Con el paso de los años vengo haciendo cada vez más hincapié en la importancia de respetar el pluralismo y la discrepancia razonable sobre el valor último y el sentido de la vida. Apartándome deliberadamente de Aristóteles, que seguramente pensaba que la política debía fomentar un funcionamiento conforme a una concepción única y global de la vida humana buena, pienso que la política debe limitarse a favorecer capacidades, no funcionamientos efectivos, con el fin de que quepa en ella aspirar a una función determinada o no19. Es más, incluso esto debe hacerse dejando sitio al pluralismo en materia de religión y otras formas integrales de vida. En otras palabras, mi visión aristotélica, como la de Maritain, pero a diferencia de otras conocidas en la tradición, es una forma de «liberalismo político», en el sentido de un liberalismo que reconoce la importancia de respetar la diversidad de formas de vida, incluidas aquellas no liberales que sean razonables20. En ese proceso, mi aristotelismo se ha visto influido por las ideas de John Rawls y Kant. Otro aspecto en el que me aparto de Aristóteles es mi interés teórico y práctico por las condiciones de la mujer en los países en desarrollo y su lucha por la igualdad. Las concepciones de Aristóteles sobre la mujer no merecen ser tomadas en serio, ni siquiera como falsedades.

Para mi trabajo en torno a estas ideas me he basado en los aspectos del pensamiento aristotélico que Fragilidad convirtió en centrales y los he seguido desarrollando: los seres humanos son a la vez vulnerables y activos, es necesaria una rica e irreductible pluralidad de funciones, el amor y la amistad tienen un papel que desempeñar en la vida buena. Pero una vez más, mi dedicación al pensamiento estoico ha tenido un efecto considerable. El estudio de los estoicos nos hace vívidamente conscientes de algunos de los grandes defectos del pensamiento de Aristóteles. Dado que tales defectos están ausentes en los pensadores estoicos que vivieron en la misma época que él (y también en los pensadores cínicos anteriores), no pueden obviarse alegando que todavía no había llegado la modernidad21. Creo que Fragilidad debería como mínimo haber dado algo más de relieve a estas deficiencias, aunque el libro tuviese otros objetivos.

El primer y más llamativo defecto es la ausencia en Aristóteles de todo sentido de la dignidad humana universal y, a fortiori, de la idea de la igualdad en valor y dignidad de los seres humanos. Tal vez exista una tensión interna en el pensamiento aristotélico: en efecto, Aristóteles a veces afirma (como destacaré aquí) que todo ser natural es digno de maravilla. Pero hay que admitir que en sus escritos éticos y políticos se reconocen nítidas jerarquías humanas: las mujeres aparecen subordinadas a los hombres, los esclavos a los amos. Por el contrario, para los estoicos la mera posesión de la capacidad de elección moral nos confiere a todos igual e ilimitada dignidad. Hombres y mujeres, esclavos y libres, griegos y extranjeros, ricos y pobres, de clase alta y baja, todos poseen igual valor, y dicho valor nos impone a todos obligaciones estrictas de respeto mutuo22. Los estoicos, siguiendo a sus antecesores cínicos, utilizaron esta idea para dirigir un ataque radical a las jerarquías moralmente no pertinentes de clase, rango, honor, e incluso sexo y género, que dividían a los seres humanos de su mundo23. Ello ha ejercido un efecto formativo en la modernidad, influyendo en pensadores como Grotius, Rousseau y Kant. Para poder ser moralmente correcta, toda concepción aristotélica contemporánea precisa incorporar desde el principio, en cierta medida, una noción de este tipo.

Tampoco reconoce Aristóteles un vínculo moral con personas que vivan fuera de nuestra ciudad-estado. Las reconocemos como personas humanas que habitan a distancia. Pero ello no nos impone obligación moral alguna, ni siquiera prohibir la agresión bélica. De nuevo, los estoicos aportan el elemento que falta, al argumentar que somos, primero y sobre todo, kosmopolitai, ciudadanos del mundo constituido por la humanidad, y que esa ciudadanía moral común tiene al menos algunas consecuencias sobre nuestras obligaciones éticas. Cuáles sean tales consecuencias se examina dentro de la tradición. La visión más influyente que ha sobrevivido es la de Cicerón en Sobre los deberes ( De Officiis)24, donde el autor deja claro que la humanidad impone obligaciones bastante estrictas de no emprender guerras de agresión, así como deberes para con el enemigo durante la contienda, deberes de hospitalidad con los extranjeros en nuestra tierra y otros. La explicación que da Cicerón de esas obligaciones ha ejercido una enorme influencia en el pensamiento político y jurídico moderno.

Por desgracia, el pensamiento de Cicerón adolece de importantes lagunas e incoherencias: en particular, Cicerón parece creer que no tenemos obligación de prestar ayuda material a las personas que residan fuera de nuestra república. Esta desafortunada carencia se relaciona con su adhesión a la tesis estoica de que los «bienes externos», como el dinero y las propiedades, carecen de valor intrínseco, y que la virtud es completa en sí misma25. Así pues, el pensamiento estoico deja algunos grandes problemas sin resolver; y, sin embargo, también proporciona la base necesaria para hacer progresar la política más allá del recinto de la ciudad-estado. Una vez más, la necesidad de tal extensión podría haberse mencionado con provecho en Fragilidad, en especial cuando se pondera la función del amor y la amistad en la vida humana buena.

Por último, la visión de Aristóteles carece de un elemento esencial de un buen planteamiento político moderno: una sólida concepción de las áreas de libertad que deben ser protegidas, de las actividades en las cuales el Estado no ha de interferir26. El pensamiento moderno no es en modo alguno unánime con respecto a la cuestión de lo que es la libertad y cuáles de sus formas son las más importantes para un estado bien gobernado. Sin embargo, no hay duda de que cualquier lector moderno de la Política de Aristóteles, con independencia del lugar del mundo en el que viva, echará algo a faltar cuando lea que los ciudadanos reciben órdenes en asuntos tan personales como la cantidad de ejercicio que deben realizar cotidianamente, sin que se ponga en cuestión en ningún momento lo controvertido que podría resultar atribuir semejante papel al estado. Tales limitaciones deberían haber aparecido mencionadas en los pasajes de Fragilidad donde hago hincapié en la importancia de la elección y la agencia para la virtud. Aunque insiste en las condiciones de la elección derivadas del mundo real, Aristóteles no profundiza lo suficiente en los tipos pertinentes de elección y las condiciones que estos requieren de hecho. Ciertamente los estoicos no nos conducen hasta una concepción moderna de la libertad pero, una vez más, aportan una valiosa base para avanzar. En especial, el estoicismo romano apunta resueltamente a la libertad como objetivo esencial del buen gobierno, y defiende el «régimen mixto» como superior a la monarquía, en parte por ese motivo. Los estoicos ponían a menudo en práctica sus creencias, arriesgando o perdiendo la vida en conspiraciones anti-imperiales en nombre de la libertad27. Aunque durante siglos se ha debatido precisamente cómo la libertad del estoicismo romano está relacionada con las libertades veneradas por el liberalismo moderno28, los estoicos ofrecen al menos un punto de partida para la reflexión sobre estas cuestiones esenciales.

Pero aunque los estoicos aporten algunos elementos correctores esenciales al pensamiento político de Aristóteles, un planteamiento político moderno no debe basarse solo en sus ideas. Considero preferible mantener un enfoque que, en algunos aspectos cruciales, sea aristotélico, modificándolo para corregir los defectos de que adolece la perspectiva aristotélica. En efecto, existen también deficiencias en el pensamiento estoico (transmitidas a algunos de los herederos liberales del estoicismo) que las ideas de Aristóteles pueden ayudarnos a corregir. A este respecto, la insistencia de Fragilidad en la vulnerabilidad humana nos lleva por el buen camino. Los estoicos insisten en que los «bienes externos» de la vida, como la riqueza, el honor, el dinero, el alimento, el techo, la salud, la integridad corporal, los amigos, los hijos, los seres queridos, la ciudadanía y la actividad política, carecen de verdadero valor. Como Sócrates, sostienen que la persona buena no puede sufrir daño. La virtud interior basta para el florecimiento humano. Ello distorsiona su política cuando está en cuestión la necesidad de tales bienes. Una deformación parecida aparece en Kant, con su descripción del ser humano como perteneciente a dos ámbitos separados, el de la naturaleza y el ámbito moral de los fines, siendo este último relativamente inmune a los cambios que acontecen en el primero.

De este modo, aunque tanto los estoicos como Kant insistirían en que tenemos la obligación de favorecer el bienestar de los demás, incluido su bienestar material, lo urgente y esencial de tales obligaciones se capta mejor con una teoría aristotélica, según la cual habitamos en un único reino, el de la naturaleza, y todas nuestras capacidades, incluida la capacidad moral, están enraizadas en el mundo y necesitan bienes mundanos para florecer. Las relaciones entre estar bien alimentado y ser libre, entre la integridad corporal y el funcionamiento moral, se observan más directa y claramente desde esta teoría, por las razones que se derivan de la tesis general de Fragilidad: el ser humano es como la viña, «alzada al húmedo cielo entre los hombres sabios y justos». Admitiendo esta vulnerabilidad y su relación con el funcionamiento valioso, obtenemos incentivos, que los estoicos nunca nos dieron completamente, para impulsar una distribución y redistribución correctas de los bienes materiales, de modo que todos los ciudadanos tengan bastante. Porque lo que está en juego no es asunto baladí, sino (entre otras cosas) el funcionamiento humano mental y moral.

Todavía podemos dar un paso más: el planteamiento estoico quiebra la continuidad entre necesidad y dignidad. La necesidad misma carece de dignidad; está solo vinculada contingentemente a lo que tiene dignidad29. Esto significa que no consideramos que el hambre que experimenta el cuerpo, la necesidad de techo, de cuidados en la enfermedad o de amor, figuren entre los ingredientes de su dignidad. Estos son más bien hechos algo embarazosos relativos a un ser que también posee dignidad. Esa concepción tiñe sutilmente el modo en que concebimos la tarea de satisfacer la necesidad corporal: al servicio de un aspecto relativamente indigno de la vida humana, a fin de que la parte digna pueda progresar. Entiendo que esta es una base deformada para la reflexión sobre el amor y el cuidado que damos a los hijos, los enfermos y los ancianos, cuestiones que las sociedades deben afrontar cada día más, a medida que la vida se prolonga y muchos adultos pasan hasta un tercio de la misma en un estado que no les garantiza un pleno funcionamiento mental y moral. Por otra parte, algunos seres humanos viven permanentemente en estado de dependencia mental radical de otros; un buen pensamiento político debe atender tales necesidades y, además, mostrar respeto por esas personas.

Expresado de otro modo, el estoicismo, a diferencia de la mayoría de las escuelas de pensamiento antiguo, establece una nítida fractura entre lo humano y lo animal. El reconocimiento por parte de los estoicos de la dignidad y valor de lo humano se basa en factores de la humanidad que distinguen a los humanos de «las bestias»30. Ello se evidencia en todo momento en la retórica estoica sobre la dignidad humana. Simultáneamente a su enaltecimiento de lo humano, presentado como algo precioso y de valor ilimitado, los estoicos denigran lo animal, mostrándolo como algo brutal e inerte, carente de dignidad e incapaz de maravillar. Esto conduce a realizar afirmaciones que son factualmente falsas; por ejemplo, que los animales no tienen emociones o carecen de inteligencia. Y ello les lleva a postular una tajante división donde en realidad hay sutil solapamiento y continuidad. Aristóteles, por supuesto, reconocía dicha continuidad y basó en ella su explicación de las especies. Sostuvo también que en toda criatura natural, por baja o repulsiva que pueda parecer, hay siempre algo maravilloso y digno de admiración (véase Partes de los animales 1. 5).

En el mundo moderno necesitamos un planteamiento político que dé sentido a nuestra relación con los demás animales y con nuestra propia animalidad, nuestros cuerpos permeables, nuestro crecimiento y nuestro declive31. No necesitamos negar que las facultades racionales y morales de los seres humanos estén conectadas con intereses y obligaciones morales especiales para reconocer que existen también intereses y deberes inherentes a la sola animalidad, y que la animalidad misma, en todas sus formas, merece respeto. Así, debemos reconocer que nuestras formas humanas de inteligencia y emoción son determinaciones de la animalidad, no algo separado de la animalidad o que deba contraponerse a ella. No podremos pensar correctamente sobre nuestra propia infancia y vejez, nuestras relaciones morales con otros animales o nuestra relación con seres humanos con diversas discapacidades mentales si nos planteamos el mundo desde la cortante dicotomía estoica. Las formas modernas de liberalismo dentro de la tradición estoica –y aquí incluiría el liberalismo kantiano– dejan también que desear en toda una serie de temas políticos y morales urgentes. Por supuesto, cabría enderezar el rumbo sin tener que volver al pensamiento griego. Pero la visión aristotélica de la naturaleza como algo que contiene una rica variedad de maravillosas criaturas, cada una con su funcionamiento característico, junto con la idea de que los movimientos humanos y animales están emparentados y pueden ser objeto de una «explicación común» nos ayudan a pensar mejor sobre nosotros mismos y el mundo32. Como dice Aristóteles: si sentimos repugnancia ante los cuerpos de los animales, significa que sentimos repugnancia hacia nosotros mismos: es de tales partes de las que estamos hechos. Pero no debemos sentir repulsión: ya que «en todo lo natural hay algo maravilloso». No nos vendría nada mal seguir esta idea y desarrollar sus consecuencias éticas33.

IV

Hasta aquí, los cambios y la evolución de mi pensamiento. Simultáneamente, el universo de la filosofía moral ha cambiado mucho, haciendo necesarias algunas distinciones y aclaraciones que en el pasado parecían innecesarias. Desde que escribí Fragilidad se ha reavivado intensamente el interés por el pensamiento ético griego clásico, por influencia de múltiples y muy distintos pensadores éticos de inspiración griega. Este renacimiento incluye a destacados moralistas como Bernard Wiliams, Alasdair MacIntyre, Iris Murdoch, John McDowell y David Wiggins, todos los cuales han combinado una obra original en el campo de la ética con una dedicación seria y continuada al pensamiento griego; también incluye a pensadores como Philippa Foot, Annette Baier y Cora Diamond, cuyas obras elaboran temas conexos sin una vinculación muy detallada con los textos griegos clásicos; por último, hay que citar a un gran grupo de autores que se han especializado principalmente en la ética griega clásica. En la actualidad, ya no es verdad que el kantismo y el utilitarismo sean las dos concepciones éticas dominantes. La mayoría de las introducciones al tema mencionarían actualmente «la ética de la virtud» como el tercer gran paradigma.

Pienso que esta taxonomía es confusa34. Kant y los principales pensadores utilitaristas tienen teorías de la virtud; es obvio, pues, que afirmar que «la ética de la virtud» es un enfoque distinto de los otros dos supone un error categorial. Ni siquiera existe gran unanimidad entre los autores que escriben sobre la virtud y rechazan los planteamientos kantiano y utilitarista en favor de otros inspirados por el pensamiento griego clásico. Por una parte, es cierto que este grupo bastante diverso tiene algunos intereses en común: un interés por la función de los motivos y las pasiones en la buena elección; un interés por los patrones permanentes en la motivación y la acción, es decir, el carácter; y un interés conexo por la trayectoria íntegra de la vida del agente.

Pero también existen profundas divergencias, en especial sobre el papel que la razón debe desempeñar en la vida ética y sobre el valor de la teoría ética. Intentaré presentar muy esquemáticamente esas discrepancias. Un grupo de teóricos modernos de la virtud se vuelve hacia Aristóteles y otros autores griegos principalmente por su insatisfacción con el utilitarismo35. Cree ese grupo que los utilitaristas olvidan la pluralidad y heterogeneidad de los valores, la posibilidad de una deliberación inteligente sobre los fines y los medios, y la susceptibilidad de las pasiones al cultivo social (dicho de otro modo, la endogeneidad de las preferencias)36. Normalmente estos pensadores suelen mostrarse bastante conformes con la labor teorizante dentro de la ética; simplemente quieren crear una teoría ética de tipo no utilitarista y Aristóteles les parece una guía útil para tal proyecto. Por lo general, desean ampliar, y no reducir, el papel de la razón en la vida ética, mostrando, por ejemplo, que es posible deliberar holísticamente sobre fines últimos, y que las pasiones mismas responden a la deliberación. No parecen inclinados al conservadurismo social y a menudo se sienten atraídos por las concepciones clásicas precisamente porque muestran la función de lo social en la formación de múltiples motivos censurables (como la avaricia y la envidia), y así pueden mostrar cómo cabría llevar a cabo una crítica radical de estos. Aunque algunos miembros de ese grupo son hostiles a Kant, al considerar (por ejemplo) que sus tesis son injustamente hostiles hacia las emociones y no tienen en cuenta la pluralidad de bienes potencialmente en conflicto, no hay una lógica interna que les conduzca a rechazar toda alianza con Kant. De hecho, algunos pueden desear una síntesis de los mejores elementos de las visiones aristotélica y kantiana37.

Es en este grupo donde siempre me he sentido más cómoda; las obras de David Wigins y Henry Richardson, paradigmáticas del compromiso anti-utilitarista de este grupo, siempre me han parecido admirables aliadas de lo que intento decir38.

Otro grupo de teóricos de la virtud es principalmente anti-kantiano. Creen los miembros de ese grupo que la razón ha terminado por adquirir un papel demasiado dominante en la mayor parte de la ética filosófica y que debe dejarse más sitio a los sentimientos y pasiones, que ellos normalmente interpretan basándose menos en la razón que el primer grupo. El grupo anti-kantiano es también muy heterogéneo, pero al menos puede decirse que una de sus ramas más importantes es la neohumeana. Hay interés por una ética humeana basada en el sentimiento en las obras de Annette Baier y (creo que está justificado decirlo) Bernard Williams39. Aunque esto no es una consecuencia inevitable de la posición neo-humeana, ambos pensadores y sus aliados tienden a oponerse al proyecto mismo de la teorización ética, que relacionan con dar un excesivo papel a la razón en la vida moral. Aunque Baier invoca con simpatía el particularismo aristotélico, lo presenta como una especie de anti-teoría o como una alternativa al proyecto teorizador. Por el contrario, Williams considera la aristotélica una teoría ética fracasada40.

Sin embargo, ahora debemos introducir otra triple distinción entre: a) los defensores tanto de la teorización ética como de otorgar un amplio papel a la razón en los asuntos humanos; b) los que propugnan conceder un amplio papel a la razón en la vida ética pero rechazan el proyecto de la teoría ética; y c) quienes reducirían drásticamente el papel de la razón en la vida ética. Personalmente figuro en el primer grupo de teóricos de la virtud, pienso que al lado de anti-utilitaristas como Wiggins y Richardson. Todos defendemos el papel de la teoría; simplemente, buscamos una teoría de tipo aristotélico, con su compromiso respecto de la deliberación sobre los fines últimos y una pluralidad irreductible de bienes.

Un oponente de la teoría ética puede creer, no obstante, que las pasiones y los sentimientos que se aprenden socialmente están probablemente corrompidos y que, por lo tanto, el uso crítico de la razón desempeña un papel valioso y esencial en los asuntos humanos. Tal es, por ejemplo, la visión de Bernard Williams, que apoya en muchos sentidos el ideal socrático de la vida examinada41. Pero también es bastante posible que las razones que pueda tener un autor para atacar la teoría ética estén relacionadas con una objeción más general al ascendiente de la razón en los asuntos humanos: Así sucede, en sentidos diferentes, con Anette Baier y Alasdair MacIntyre. Aunque no es necesario que tal planteamiento sea ética o socialmente conservador, su minusvaloración de la razón como guía sugiere que hay otro elemento más digno de esa función. Para Baier, se trata de los sentimientos. Para MacIntyre, es la autoridad política/eclesiástica la que sustituye a la razón, al menos en el nivel del establecimiento de los primeros principios.

Aunque discrepo de ambos grupos de pensadores anti-teóricos42 cuando defiendo la importancia del papel de la teoría en la vida ética y política, mis diferencias con Williams son mucho más sutiles que las que me oponen a autores que son a la vez anti-teóricos y anti-racionales y que recurren a la ética griega clásica con tal programa43. Dicho sin ambages, no me siento cómoda en su compañía y me asombran algunos intentos de encontrar ese tipo de concepción anti-teórica y anti-racional en Fragilidad. Mi defensa de la expresión aristotélica de que «el criterio reside en la percepción» ve esta explicación del juicio como un elemento dentro de lo que es de manera muy obvia una teoría ética con una explicación universal de la eudaimonía. La explicación universal debe siempre tener en cuenta los particulares y en esa medida es provisional; sin embargo, sigue siendo teoría44. Es más, al recomendar la novela como medio para cultivar una percepción aristotélica de este tipo, yo insistía en que aquella solo proporciona intuición ética si se lee en conexión con el estudio sistemático de la teoría ética, una tesis que Cora Diamond comprende claramente desde el principio, captando atinadamente que ese aspecto marca una profunda divergencia entre su proyecto (profundamente anti-teórico) y el mío45.

Si mi defensa de la teoría debería haber quedado clara, también debería estarlo mi apoyo al papel de la razón como guía. Solo he dicho dos cosas que podría parecer que limitan tal función: que la contemplación intelectual en sí misma no basta para una vida humana floreciente, y que las emociones también desempeñan un papel en el razonamiento ético. La primera tesis otorga un papel menor del que le atribuiría Platón a una forma de razonamiento, posición que es perfectamente compatible con atribuir a la razón práctica un papel esencial en la planificación y disposición de la vida, e incluso con insistir (como hago yo) en que es la razón práctica la que convierte todas nuestras actividades en plenamente humanas. La segunda afirmación no limita en absoluto el papel de la razón en la vida, pues digo que las emociones son formas de interpretación evaluativa inteligente y que la dicotomía emoción/razón debería por tanto rechazarse. (Por supuesto, esto no quiere decir que todas las emociones sean una buena guía, como tampoco las restantes formas de razonamiento). Por lo tanto, mi posición deja a la razón todo el espacio que necesita para llevar a cabo una crítica de la injusticia.

Recientemente, al constatar la amplia influencia que ejercen las distintas formas de anti-teoría en la ética, y encontrándolas de algún modo inquietantes, ya que me parece que abortan numerosas posibilidades de crítica radical de los hábitos injustos, he escrito en defensa de la teoría ética frente a sus detractores, dejando claro en el proceso, o así lo espero, lo que motivó que pensadores antiguos como Aristóteles y los estoicos considerasen que la teoría filosófica tenía un valioso papel que desempeñar en los asuntos humanos46. Resulta sorprendente, o así me lo parece, que filósofos contemporáneos invoquen a los antiguos griegos como aliados en un proyecto para desacreditar la teoría, cuando fueron los pensadores griegos los que encomendaron la filosofía a sus culturas y sus culturas a la filosofía como alternativa a los modos de interacción social que favorecían la retórica, la astrología, la poesía y el interés egoísta acrítico47. Ciertamente a los filósofos griegos no les hubiera gustado la idea de una vida guiada por los sentimientos y los hábitos, ni siquiera por las obras más refinadas de la literatura. Querían una argumentación crítica y la elaboración de explicaciones sistemáticas sobre el florecimiento de la vida humana. Personalmente me siento cercana a ellos. Como Sócrates, creo que las democracias modernas necesitan de la filosofía para poder realizar su potencial48. Y no solo la indagación y el autoexamen socrático, sino también un compromiso con teorías éticas complejas, entre las que figuran destacadamente las teorías que versan sobre la justicia social.

Las teorías pueden y deben incorporar un respeto suficiente por los juicios basados en la experiencia y una percepción cultivada; Aristóteles es un ejemplo de ello. Pero la totalidad de su teoría está dispuesta a aparecer en escena en cualquier momento para criticar las percepciones deformadas. Por supuesto, el proceso crítico será holístico y los juicios verificarán las teorías, como las teorías verifican los juicios49. Pero esto no quiere decir que la teoría sea inútil. Claramente no lo es: porque nos obliga a mantener la coherencia con nuestras mejores intuiciones; protege nuestro juicio frente al riesgo de ser engañado por una racionalización interesada; y extiende nuestro pensamiento hacia ámbitos que tal vez no hayamos explorado o experimentado50.

V

Pero Fragilidad es, sobre todo, un libro sobre el desastre y sobre el modo en que lo asume el pensamiento ético. Y ese aspecto de la reflexión ética de los autores griegos clásicos ha adquirido una nueva preeminencia en la filosofía moral contemporánea. Los pensadores insatisfechos con las teorías éticas de la Ilustración encuentran a veces lo que buscan en las teorías filosóficas de Platón y Aristóteles. Pero la insatisfacción con la teoría ética moderna puede también conducir, no ya a los filósofos, sino a las intuiciones de la literatura griega pre-platónica en torno a la fortuna y la vulnerabilidad. Aclarar el valor de tales intuiciones fue uno de mis principales objetivos en Fragilidad, aunque no el único. También ha sido tema de interés permanente para Bernard Williams, el más sutil defensor moderno de los poetas trágicos. A pesar de ese interés común, sin embargo, Williams y yo interpretamos a veces de forma distinta cuáles son las intuiciones pertinentes de los poetas sobre la fortuna y la vulnerabilidad. Antes de abordar las tesis de Williams resumiré las principales conclusiones de Fragilidad.

¿Qué conocimiento de nuestras relaciones con la fortuna y la necesidad puede adquirir la filosofía moral contemporánea volviéndose hacia la tragedia griega y las obras filosóficas que se alían con las intuiciones trágicas (como pienso que ocurre en parte con las obras éticas de Aristóteles)? En Fragilidad afirmé que esas obras muestran tres cosas sobre los valores que los humanos buscan en sus vidas y que la filosofía moral podría fácilmente olvidar. En primer lugar, que algunos valores humanos colocan a la persona en situación de riesgo. El amor a los hijos, los amigos, los seres queridos; el interés por la ciudadanía y la acción política; el interés, en general, por ser capaces de actuar en lugar de simplemente ser, todas esas preocupaciones y apegos ponen de varias formas a la persona a merced de la fortuna.

Todos los filósofos, afirmaba yo, intentan limitar dichos riesgos para potenciar la estabilidad de la vida. Algunos van demasiado lejos, elaborando una explicación del bien empobrecida y estrecha. Pero dar importancia a la estabilidad es razonable y crucial; de hecho, los poetas trágicos se ocupan también a su modo de la estabilidad, en tanto prefieren los bienes de carácter noble y la acción virtuosa a otros más transitorios, como el dinero y la reputación. Dije también que Aristóteles va incluso más allá, valorando algunos bienes, al menos en parte, por su estabilidad: así, Aristóteles estima la amistad basada en el carácter por encima de otras formas de amistad menos estables, en parte debido justamente a la estabilidad que aquella procura. Sin embargo, como los poetas trágicos, nunca exalta la estabilidad, como tampoco la inmunidad frente a la fortuna, transformándola en un fin dominante al que hayan de supeditarse las demás esferas de valor. Así, sigue considerando la amistad como el más importante de los bienes humanos, aun reconociendo que el verdadero amigo se arriesga siempre a la pérdida y el dolor. Una vida solitaria no le atrae, por estar muy privada de valor51.

Una segunda intuición de la tragedia que se subraya en Fragilidad se refiere a las relaciones entre cosas valiosas. Dado que las cosas valiosas son plurales, sin que quepa reducirlas a una de la cual todos los demás bienes sean funciones, los agentes morales se hacen vulnerables a la suerte de una segunda manera, ya que pueden surgir conflictos contingentes de valores que hagan difícil o imposible para ellos aspirar a todas las cosas con que estén implicados. Las tragedias ofrecen fértiles estudios de tales conflictos; ahora bien, yo afirmaba que Aristóteles, aunque aquí de nuevo se muestra interesado por la armonía en mayor grado que los dramaturgos, reserva también un lugar a tales conflictos52.

En tercer lugar, si las propias emociones tienen valor como elementos constitutivos de la vida humana buena, ello vincula también a las personas con acontecimientos azarosos ajenos a su control. (Esta es simplemente otra manera de exponer el primer punto, puesto que las emociones implican juicios de valor que atribuyen importancia a cosas fuera de nosotros que no controlamos plenamente, y es debido a tales apegos a lo externo que las emociones nos hacen vulnerables.)

Así que las tragedias, al igual que las obras filosóficas que se inspiran en ellas, pueden enriquecer nuestra visión de cómo los valores humanos son vulnerables a la suerte y, por ende, poner en cuestión aquellos proyectos de redefinición de nuestro sistema de fines y objetivos que busquen anular la influencia de la fortuna en la vida humana53. Tales proyectos corren el riesgo de suprimir bienes auténticamente humanos. Pero este sensato recordatorio de que una vida totalmente invulnerable probablemente quedaría empobrecida no implica en absoluto que debamos preferir una existencia arriesgada a otra más estable o potenciar al máximo nuestra propia vulnerabilidad, como si esta fuese un bien en sí misma. Hasta cierto punto, la vulnerabilidad es una condición contextual necesaria de ciertos bienes humanos auténticos: cualquiera que ame a su hijo se vuelve vulnerable, y el amor a los hijos es un bien genuino. Pero yo nunca he sostenido la posición romántica de que la vulnerabilidad y la fragilidad deban desearse por sí mismas. En realidad, coincido con la juiciosa afirmación de Aristóteles de que las mejores formas de los bienes vulnerables (la acción política, el amor y la amistad) son las relativamente estables, más que las relativamente precarias. Análogamente podemos conceder que cualquier persona apegada a la acción política se arriesga a una pérdida (por ejemplo, en tiempo de guerra), sin por ello concluir que debamos valorar un estado de turbulencia política permanente. Claramente, este no es el caso.

Con el transcurso del tiempo tal vez haya insistido yo más en este aspecto, pero considero el cambio más de acento que de perspectiva. La importancia de no valorar la fragilidad como fin en sí misma se pone claramente de manifiesto cuando se considera el pensamiento político. Porque si se reflexiona bien sobre los elementos vulnerables de la vida se ve que gran parte de dicha vulnerabilidad no se deriva de la estructura misma de la vida de los seres humanos ni de alguna misteriosa necesidad de la naturaleza. A menudo es fruto de la ignorancia, la avaricia y la maldad. Todos hemos de morir algún día, pero el hecho de que a tantos les llegue la muerte prematuramente (en la guerra, por enfermedades prevenibles, por hambre) no es en absoluto necesario, como no lo es la muerte del niño Astianacte en Las troyanas; es el resultado de sistemas políticos deficientes. Del mismo modo, el hecho de tener cuerpo nos expone a ser heridos; pero las violaciones de mujeres en los conflictos armados es, como bien sabían Sófocles y Eurípides, efecto de la maldad humana, y no de la necesidad natural. Tampoco la extrema fragilidad que numerosos seres humanos experimentan cotidianamente (falta de alimento, techo, seguridad física) está relacionada con ningún valor importante. Parece claro que disponer de cuerpo es condición necesaria para ciertos bienes auténticamente humanos; y también que tener ese cuerpo nos expone a la agresión, la violación, el hambre y la enfermedad. Pero ello no significa que la agresión, la violación, el hambre y la enfermedad sean también condiciones necesarias de bienes auténticos. Obviamente no lo son, y librándonos de tales cosas no perdemos nada de valor. La tragedia muestra diáfanamente que incluso a los más sabios y mejores les puede sobrevenir el desastre. Pero también enseñan, con la misma claridad, que muchos de tales desastres son el resultado de un comportamiento malvado, ya sea de otros seres humanos o de los dioses antropomorfos54.

Siempre será difícil diferenciar entre estos tipos de desastres, pues ignoramos lo que somos capaces de impedir hasta intentarlo una y otra vez mientras exista nuestra especie y con todos los medios a nuestro alcance. Pero probablemente Cicerón está en lo cierto cuando señala que la persona que no ha infligido daño no merece ser considerada justa si tampoco hace nada por impedir que otros sean dañados55. Así pues, la fragilidad humana resultante del hecho de que la mayoría de seres humanos sean indolentes o egocéntricos (o, podríamos añadir, racistas, nacionalistas, o estén llenos de odio o permanezcan ciegos ante la plena humanidad de otro ser humano) no debe considerarse tampoco un sufrimiento necesario; ha de interpretarse como maldad culpable, y en modo alguno debemos valorar positivamente sus efectos, ni siquiera sugerir que puedan ser condiciones contextuales para bienes auténticamente humanos.

Admitir que la indolencia, el error y la ceguera ética provocan gran cantidad de tragedias tiene consecuencias para el tema del conflicto de valores, consecuencias que no examiné cumplidamente en Fragilidad. En el capítulo 2 describí la concepción de Hegel de que un conflicto contingente entre dos bienes auténticos debe conducirnos a buscar la síntesis que preserve ambos bienes y cree un mundo en el cual los agentes no tengan que estar continuamente afrontando conflictos trágicos entre ellos. Aunque simpatizaba hasta cierto punto con ese planteamiento, insistí en que todo reconocimiento de una pluralidad de bienes auténticos deja siempre abierta la posibilidad del conflicto; en consecuencia, debíamos ser más pesimistas que Hegel sobre la posibilidad de superarlo. Sigo pensando que esto es básicamente correcto: algunas esferas de valor no pueden nunca reequilibrarse de modo que se garantice la eliminación de todo futuro conflicto. La familia y el estado son dos de ellas. Sin embargo, hoy resaltaría más lo que hay de cierto en la visión de Hegel56. A menudo, la conclusión de que el conflicto trágico debe mantenerse en el núcleo del orden político se extrae prematuramente, antes de que podamos pensar bien lo que podría conseguirse con una idónea planificación política. Al igual que es posible que exista un estado que respete las obligaciones religiosas profundas aspirando al mismo tiempo a un buen orden cívico –creo que la Atenas del siglo V es un ejemplo, y también, en un sentido diferente, los Estados Unidos de hoy– es cierto también que numerosos conflictos que a primera vista parecen irresolubles se pueden superar con una planificación inteligente. Durante mucho tiempo se pensó que para la mujer existía necesariamente un conflicto trágico entre la vida profesional y familiar. Hoy hemos puesto en cuestión esa conclusión acomodaticia, preguntándonos por qué las estructuras profesionales no pueden ajustarse para reflejar las circunstancias de la vida familiar y pidiendo a los hombres que participen en el cuidado de los hijos. En el pasado se entendía que los padres sumidos en la pobreza afrontaban un dilema trágico entre educar a sus hijos y utilizarlos como mano de obra: la elección parecía trágica porque el trabajo infantil se consideraba necesario para la supervivencia de los padres. Actualmente, aunque en muchas partes del mundo se sigue afrontando este tipo de dilemas, sabemos que ello no es necesario: una buena planificación política puede posibilitar que todos los ciudadanos reciban educación sin que nadie muera de hambre.

En resumen, lo que a menudo parece siniestra necesidad es en realidad avaricia, pereza y falta de imaginación. Pienso además que todos los autores trágicos griegos resaltan de distintos modos este elemento comportamental, conectando la tragedia con la reflexión sobre la aparición de la justicia. Esquilo sostiene claramente que los daños causados por el ciclo de la venganza no son todos necesarios: se puede evitar mucho sufrimiento innecesario mediante un orden político justo. Por su parte, Eurípides exhibe una y otra vez la maldad y locura humanas en la guerra. Ninguno de los sufrimientos presentados en Las troyanas son resultado de la necesidad, ni inherentes a la naturaleza del valor humano. Proceden de la enajenación y la avaricia; incluso los dioses están implicados, por su voluntad de permitir que se produzcan tales sucesos. Escribiendo para un público integrado por imperialistas habituados a la agresión bélica y que deben decidir cómo tratar a los seres vulnerables a sus acciones, Eurípides en modo alguno aconseja resignación. Propugna la cólera contra cualquiera que se comporte como los griegos en Las troyanas e invita a redoblar la vigilancia para impedir semejantes iniquidades. Incluso Sófocles, cuyas obras abordan más a menudo desastres que ni siquiera la sabiduría o la bondad podrían prevenir (la herida de Filoctetes, el parricidio de Edipo), destaca la abundante maldad que es posible evitar. Neoptólemo puede optar entre ayudar a Filoctetes o maltratarlo. Anteriormente, los griegos pudieron elegir entre ayudar a Filoctetes o abandonarlo. Antígona y Creonte pudieron decidir la manera en que iban a concebir la relación entre el estado y la familia (elecciones que la Atenas de Pericles realizaría de modo diferente).

No debemos confundir la religión griega con la judeocristiana, en la que generalmente las acciones de Dios deben percibirse como la actuación misteriosa de un orden básicamente moral. Job atina cuando abandona su intento de acusar a Dios de haber actuado mal y acepta el insondable misterio de sus actos. Por el contrario, en el mundo griego la moral de las acciones divinas se impugna una y otra vez y, a menudo, se dice que los dioses carecen de plena conciencia y sensibilidad con respecto a las normas morales, al no encontrarse en la situación de necesidad e incompletitud que las hacen necesarias. Aristóteles lleva ese planteamiento a su extremo, negando que los dioses posean virtudes morales en absoluto. Ya que sería ridículo imaginar que los dioses firmen contratos o devuelvan préstamos, no se puede decir que tengan justicia. Aunque los poetas trágicos no llegan tan lejos, existe la tendencia, a partir de Homero, a presentar a las divinidades como seres crueles y egoístas en su trato con los mortales. Pero ello significa que incluso las tragedias provocadas por las maquinaciones divinas pueden estar causadas por la torpeza, la pereza y el fracaso moral, y no por una misteriosa necesidad.

Volvamos a Bernard Williams y su fecunda explicación de lo que la filosofía moral contemporánea puede aprender de la tragedia. Su libro Shame and Necessity es una obra notable. Buena parte está dedicada a una crítica admirablemente lúcida de algunos tipos de interpretación progresista del pensamiento griego. Williams demuestra convincentemente, por ejemplo, que la típica afirmación de que los griegos carecían de conciencia de la deliberación y la elección y poseían un concepto primitivo de la agencia no resiste un examen detenido de los textos. A mi entender, Williams también aporta sólidos argumentos para afirmar que los griegos no poseen una «cultura de la vergüenza», en el sentido en que esto se suele decir, si se entiende una cultura centrada exclusivamente en la valoración externa y la recompensa. La concepción griega de la vergüenza, según Williams, incorpora gran parte del carácter específicamente ético e interno del concepto moderno de culpa. Por último, ese autor hace hincapié muy convincentemente en que, en el pensamiento de los poetas, percibimos una visión del mundo que conviene tener en cuenta: un mundo en el que nuestras previsiones no están sometidas totalmente al control de la razón y en el que nos hallamos muy expuestos a la fortuna. Con todas esas afirmaciones estoy en general de acuerdo.