El derecho dúctil - Gustavo Zagrebelsky - E-Book

El derecho dúctil E-Book

Gustavo Zagrebelsky

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Beschreibung

¿Dependen los derechos humanos de la ley? ¿Cuál es la relación entre ésta y las exigencias de la justicia? La respuesta a lo que es realmente fundamental no está contenida en la «Babel de lenguas» de las constituciones, los códigos o las sentencias. Es preciso tomar en consideración las ideas generales y el pluralismo de los universos culturales, éticos, religiosos y políticos que caracterizan y complican la sociedad actual. «El derecho dúctil» es una propuesta pacífica y democrática. Haciendo un recorrido por la historia europea del Estado de derecho del siglo XIX al Estado constitucional de nuestro tiempo, el libro muestra cómo las normas jurídicas ya no pueden ser ni expresión de intereses de parte ni la formulación de concepciones universales e inmutables que alguien pueda imponer y los demás deban acatar. Los principios de libertad y justicia entran en contacto con los casos reales de la vida y deben guiar la aplicación que de la ley hacen los jueces, cuya función es completamente distinta de la de actuar como simples portavoces de la ley. Diagnóstico sobre el estado actual del Derecho y de su puesto en las sociedades democráticas. El Derecho es concebido como algo plural, carente de rigidez, para superar la concepción legalista y de sistema en que se halla encerrado. La obra constituye una aproximación al fenómeno jurídico desde el denominado «positivismo corregido», capaz de abordar e interpretar las nuevas direcciones de la cultura jurídica.

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El derecho dúctil

El derecho dúctilLey, derechos, justicia

Gustavo Zagrebelsky

 

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la LecturaMinisterio de Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho

 

Primera edición: 1995

Segunda edición: 1997

Tercera edición: 1999

Cuarta edición: 2002

Quinta edición: 2003

Sexta edición: 2005

Séptima edición: 2007

Octava edición: 2008

Novena edición: 2009

Décima edición: 2011

Undécima edición: 2016

Primera reimpresión: 2019

Título original: Il diritto mite. Legge diritti giustizia

© Editorial Trotta, S.A., 1995, 1997, 1999, 2002, 2003, 2005, 2007, 2008, 2009, 2011, 2016, 2019, 2023

www.trotta.es

© Giulio Einaudi editore, S.p.a., Torino, 1992

© Marina Gascón, 1995

Diseño

Joaquín Gallego

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-190-4

ÍNDICE

1. Los caracteres generales del derecho constitucional actual

1.  La transformación de la soberanía

2.  La «soberanía» de la Constitución

3.  La ductilidad constitucional

4.  La aspiración a la convivencia de los principios

5.  Una dogmática fluida

2. Del Estado de derecho al Estado constitucional

1.  El «Estado de derecho»

2.  El principio de legalidad. Excursus sobre el rule of law

3.  Libertad de los ciudadanos, vinculación de la Administración: el significado liberal del principio de legalidad

4.  La ley como norma general y abstracta

5.  La homogeneidad del derecho legislativo en el Estado liberal: el ordenamiento jurídico como dato

6.  Positivismo jurídico y Estado de derecho legislativo

7.  El Estado constitucional

8.  La ley, la administración y los ciudadanos

9.  La reducción de la generalidad y abstracción de las leyes

10.  La heterogeneidad del derecho en el Estado constitucional: el ordenamiento jurídico como problema

11.  La función unificadora de la Constitución. El principio de constitucionalidad

12.  Rasgos de la unificación del derecho en el Estado Constitucional

3. La separación de los derechos respecto de la ley

1.  La teoría decimonónica de los derechos públicos subjetivos

2.  El significado histórico-constitucional de la teoría de los derechospúblicos subjetivos

3.  La fundamentación constitucional de los derechos y su autonomía frente a la ley

4.  El significado de la dualidad entre ley y derechos

5.  La tradición francesa: derechos y código

6.  La primacía de los derechos sobre la ley en la Constitución americana

7.  La ambivalencia de la concepción constitucional europea de los derechos

8.  Excursus sobre las concepciones del control de constitucionalidad de las leyes

9.  El significado histórico de la constitucionalización europea de los derechos en la segunda posguerra

4. Derechos de libertad y derechos de justicia

1.  Los dos horizontes de los derechos: la libertad y la justicia

2.  Dos ejemplos cruciales: el derecho al trabajo y el derecho al salario

3.  Concepción moderna y concepción antigua de los derechos

4.  Los beneficiarios de los derechos: los vencedores o los perdedores

5.  La función instauradora o restauradora de los derechos

6.  Visión subjetiva y objetiva de los derechos

7.  El tiempo de los derechos y el tiempo de los deberes

8.  El límite de los derechos

9.  De los derechos a la justicia

5. La separación de la justicia respecto de la ley

1.  Derechos y justicia

2.  La superación de la reducción decimonónica de la justicia a la ley

3.  El significado de la constitucionalización de los principios de justicia

6. El derecho por principios

1.  Derecho por reglas y derecho por principios

2.  Principios constitucionales y política

3.  Derecho positivo o derecho natural

4.  El «doble alcance» normativo de los principios

5.  El carácter práctico de la ciencia del derecho

6.  Juris prudentia contra scientia juris. El pluralismo de los principios

7. Los jueces y el derecho

1.  El carácter práctico de la interpretación

2.  Los métodos de interpretación

3.  Los casos, sus exigencias de regulación y la presión sobre el derecho

4.  Incursus: el caso Serena

5.  La desintegración de la interpretación y la crisis de la certeza del derecho

6.  El derecho de la equidad y la crisis de la jurisdicción

7.  El puesto del legislador en el Estado constitucional

Epílogo. Desacuerdos y acuerdos con una obra importante:

   Gregorio Peces-Barba

 

 

 

A Cris, ex novo

1

LOS CARACTERES GENERALESDEL DERECHO CONSTITUCIONAL ACTUAL

Lo que es verdaderamente fundamental, por el mero hecho de serlo, nunca puede ser puesto, sino que debe ser siempre presupuesto. Por ello, los grandes problemas jurídicos jamás se hallan en las constituciones, en los códigos, en las leyes, en las decisiones de los jueces o en otras manifestaciones parecidas del «derecho positivo» con las que los juristas trabajan, ni nunca han encontrado allí su solución. Los juristas saben bien que la raíz de sus certezas y creencias comunes, como la de sus dudas y polémicas, está en otro sitio. Para aclarar lo que de verdad les une o les divide es preciso ir más al fondo o, lo que es lo mismo, buscar más arriba, en lo que no aparece expreso.

Lo que cuenta en última instancia, y de lo que todo depende, es la idea del derecho, de la Constitución, del código, de la ley, de la sentencia1. La idea es tan determinante que a veces, cuando está particularmente viva y es ampliamente aceptada, puede incluso prescindirse de la «cosa» misma, como sucede con la Constitución en Gran Bretaña2 o (ejemplo no menos interesante) en el Estado de Israel3. Y, al contrario, cuando la idea no existe o se disuelve en una variedad de perfiles que cada cual alimenta a su gusto, el derecho «positivo» se pierde en una Babel de lenguas incomprensibles entre sí y confundentes para el público profano.

Las páginas de este libro intentan reunir una serie de elementos relativos a la Constitución y a sus transformaciones en lo que hoy es —por usar una fórmula mucho más rica de contenido de lo que parece a primera vista— el «Estado constitucional» que se ha venido construyendo en Europa. No se pretende decir nada nuevo, pues todos estos elementos son bien conocidos. Pero es el conjunto lo que destaca. De la visión general se obtiene una idea del derecho que parece exigir una profunda renovación de numerosas concepciones jurídicas que hoy operan en la práctica. Se pone en cuestión lo que hay detrás del derecho de los textos oficiales, es decir, las ideas generales, la mentalidad, los métodos, las expectativas, las estructuras de pensamiento y los estilos jurídicos heredados del pasado y que ya no encuentran justificación en el presente.

Se podría decir simplificadamente que la idea del derecho que el actual Estado constitucional implica no ha entrado plenamente en el aire que respiran los juristas.

Las páginas que siguen querrían contribuir a clarificar los elementos que componen esta atmósfera. Si de cara al futuro tiene sentido hablar de un derecho constitucional europeo, es probablemente ahí donde deberán buscarse sus fundamentos comunes, así como las bases para una concepción de la Constitución adecuada al reto que la ciencia constitucional tiene ante sí en los próximos años.

1. La transformación de la soberanía

Una cuestión que parece fundamental es el análisis de las tendencias generales del derecho constitucional que se han venido desarrollando durante el siglo XX en torno a la idea de Estado constitucional, entre las que también se encuentra, de modo significativo, el proyecto de superación de la división de Europa en Estados nacionales celosos de su soberanía.

En esa idea de soberanía —entendida originariamente como situación eficiente de una fuerza material empeñada en construir y garantizar su supremacía y unicidad en la esfera política— se encontraba implícito, in nuce, el principio de exclusión y beligerancia frente a lo ajeno. De ahí derivaba para el Estado —de cara al interior— la necesidad de anular a sus antagonistas y —de cara al exterior— la tendencia, alimentada por la economía y la ideología, al imperialismo o a la «catolicidad», en el sentido de la teología política de Carl Schmitt4. El Estado soberano no podía admitir competidores. Si se hubiese permitido una concurrencia, el Estado habría dejado de ser políticamente el «todo» para pasar a ser simplemente una «parte» de sistemas políticos más comprensivos, con lo que inevitablemente se habría puesto en cuestión la soberanía y, con ello, la esencia misma de la estatalidad.

Desde la perspectiva interna, la soberanía indicaba la inconmensurabilidad del Estado frente a cualesquiera otros sujetos y, por tanto, la imposibilidad de entrar en relaciones jurídicas con ellos. Frente al Estado soberano no podían existir más que relaciones de sujeción.

Desde la perspectiva externa, los Estados se presentaban como fortalezas cerradas, protegidas por el principio de la no ingerencia. Podía darse, alternativamente, la lucha entre soberanías, es decir, la guerra (una eventualidad regulada, luego no prohibida, por el derecho internacional), o la coexistencia de soberanías mediante la creación de relaciones horizontales y paritarias disciplinadas por normas en cuya formación habrían participado libremente los propios Estados (los tratados internacionales y las costumbres). Estaba, en cambio, excluida —porque eso habría negado su naturaleza soberana— la posibilidad de un mandato sobre los Estados dimanante de una autoridad superior a cuya voluntad tuvieran éstos que someterse (un gobierno supranacional o incluso mundial).

Sobre el fundamental principio de la soberanía ha sido construido el derecho público del Estado moderno de la Europa continental. En el siglo pasado conoció su apogeo y su culminación en el «Estado de fuerza», pero también el comienzo de su declive, determinado por los principios políticos del liberalismo y de la democracia contra los que se sublevaron los regímenes totalitarios de nuestro siglo en un trágico intento de restauración.

Desde el punto de vista jurídico, la soberanía se expresaba, y casi se visualizaba, mediante la reconducción de cualquier manifestación de fuerza política a la «persona» soberana del Estado: una grandiosa metáfora que permitía a los juristas hablar del Estado como de un sujeto unitario abstracto y capaz, sin embargo, de manifestar su voluntad y realizar acciones concretas a través de sus órganos. La vida de esta «persona» venía regulada por el derecho, cuya función era análoga a la que desempeñan las leyes de la fisiología respecto a los cuerpos vivientes.

La ciencia política ha desenmascarado una y mil veces esta ficción y ha mostrado las fuerzas reales, los grupos de poder, las élites, las clases políticas o sociales, etc., de las que la «persona» estatal no era más que una representación, una pantalla o una máscara. Pero, desde el punto de vista jurídico, esta concepción desempeñaba una función de gran importancia e incidencia práctica: permitía dotar a cuantos actuaban en nombre del Estado y según su derecho, es decir, operando como sus «órganos» (he aquí la metáfora de la «persona estatal», que aún funciona), de la misma autoridad que, por principio, era característica del propio Estado en el campo político.

El derecho relativo a esta «persona» soberana y a sus «órganos» era el «derecho del Estado» (Staatsrecht, según la expresión alemana), cuyo significado era doble, pues incluía la idea de un derecho creado exclusivamente por el Estado y puesto exclusivamente a su servicio. La soberanía estatal era así el punto de partida y de retorno de este derecho, el criterio de sentido y orientación de todos sus elementos.

La noción básica del derecho del Estado, sea en su vertiente interna (el derecho público interno) o en la externa (el derecho público externo o internacional) era, por lo tanto, la soberanía de la «persona» estatal. Hoy, sin embargo, esta noción ya no puede reconocerse con aquella claridad como realidad política operante. Desde finales del siglo pasado actúan vigorosamente fuerzas corrosivas, tanto interna como externamente: el pluralismo político y social interno, que se opone a la idea misma de soberanía y de sujeción; la formación de centros de poder alternativos y concurrentes con el Estado, que operan en el campo político, económico, cultural y religioso, con frecuencia en dimensiones totalmente independientes del territorio estatal; la progresiva institucionalización, promovida a veces por los propios Estados, de «contextos» que integran sus poderes en dimensiones supraestatales, sustrayéndolos así a la disponibilidad de los Estados particulares; e incluso la atribución de derechos a los individuos, que pueden hacerlos valer ante jurisdicciones internacionales frente a los Estados a los que pertenecen.

Estos factores demoledores de la soberanía, cuya fuerza había sido amortiguada, al menos en parte, por las exigencias de cohesión derivadas del conflicto entre Este y Oeste, justifican hoy, quizás con nuevos motivos, la oración fúnebre del ius publicum europeum, como construcción conceptual del Estado moderno y de sus atributos soberanos, pronunciada hace ahora sesenta años con estas palabras:

Los europeos han vivido hasta hace poco tiempo en una época cuyos conceptos jurídicos venían totalmente referidos al Estado y presuponían el Estado como modelo de la unidad política. La época de la estatalidad ya está llegando a su fin; no vale la pena desperdiciar más palabras en esto. Con ella desaparece toda la supraestructura de conceptos relativos al Estado, levantada por una ciencia del derecho estatal e internacional eurocéntrica en el curso de un trabajo conceptual que ha durado cuatro siglos. El Estado como modelo de la unidad política, el Estado como titular del más extraordinario de todos los monopolios, el monopolio de la decisión política, esta brillante creación del formalismo europeo y del racionalismo occidental, está a punto de ser arrumbado5.

Pues bien, se trata ahora de considerar si este ocaso lleva aparejado el retorno a la situación política premoderna de inseguridad e imposición por la fuerza, a la que se había intentado poner remedio mediante la construcción del Estado soberano, o si tras esta muerte se esconde en realidad el nacimiento, o la premisa para el nacimiento, de un nuevo derecho independiente del contexto unívoco representado por la soberanía estatal. La respuesta está contenida, precisamente, en lo que llamamos el «Estado constitucional» y en la transformación de la soberanía que el mismo comporta.

2. La «soberanía» de la Constitución

Si valoramos en su conjunto la reflexión científica sobre el derecho público llevada a cabo en estas décadas, no podemos dejar de notar que los términos y los conceptos empleados son básicamente los mismos de otro tiempo, que han sido heredados de la tradición. Ahora bien, ya no producen significados unívocos y estables. Al haberse erosionado progresivamente el principio unitario de organización política, representado por la soberanía y por el orden que de ella derivaba, los significados resultantes pueden variar en función de las constelaciones que se van formando entre los elementos que componen el derecho público. El rasgo más notorio del derecho público actual no es la sustitución radical de las categorías tradicionales, sino su «pérdida de la posición central»6. Y ello constituye realmente una novedad de absoluta importancia, porque comporta una consecuencia capital: al faltar un punto unificador tomado como axioma, la ciencia del derecho público puede formular, proponer y perfeccionar sus propias categorías, pero éstas no pueden encerrar y reflejar en sí un significado concreto definible a priori, como sucedía cuando la orientación venía dada desde la soberanía del Estado. Hoy en día el significado debe ser construido.

Éste es el rasgo característico de la situación actual. Las categorías del derecho constitucional, para poder servir como criterio de acción o de juicio para la praxis, deben encontrar una combinación que ya no deriva del dato indiscutible de un «centro» de ordenación. Por usar una imagen, el derecho constitucional es un conjunto de materiales de construcción, pero el edificio concreto no es obra de la Constitución en cuanto tal, sino de una política constitucional que versa sobre las posibles combinaciones de esos materiales.

Las sociedades pluralistas actuales —es decir, las sociedades marcadas por la presencia de una diversidad de grupos sociales con intereses, ideologías y proyectos diferentes, pero sin que ninguno tenga fuerza suficiente para hacerse exclusivo o dominante y, por tanto, establecer la base material de la soberanía estatal en el sentido del pasado—, esto es, las sociedades dotadas en su conjunto de un cierto grado de relativismo, asignan a la Constitución no la tarea de establecer directamente un proyecto predeterminado de vida en común, sino la de realizar las condiciones de posibilidad de la misma. Desde la Constitución, como plataforma de partida que representa la garantía de legitimidad para cada uno de los sectores sociales, puede comenzar la competición para imprimir al Estado una orientación de uno u otro signo, en el ámbito de las posibilidades ofrecidas por el compromiso constitucional.

Ésta es la naturaleza de las constituciones democráticas en la época del pluralismo. En estas circunstancias, hay quien ha considerado posible sustituir, en su función ordenadora, la soberanía del Estado (y lo que de exclusivo, simplificador y orientador tenía de por sí) por la soberanía de la Constitución. E incluso en el plano de las relaciones entre Estados se ha recorrido un camino paralelo, testimoniado por la introducción de la expresión «Constitución internacional», como signo de una progresiva legalización y de un repliegue de la mera efectividad del encuentro (o del desencuentro) de soberanías7.

En verdad, esta sustitución podría considerarse un puro artificio vacío, una mera compensación verbal de cuanto se ha perdido. Asumen este punto de vista quienes conciben la soberanía como la situación histórica de una fuerza real capaz de imponerse incondicionadamente. En este sentido, con referencia a los Estados pluralistas actuales, antes que de soberanía de la Constitución sería más adecuado hablar de «Constitución sin soberano»8.

Pero la «soberanía de la Constitución» puede ser, por el contrario, una importante novedad, siempre que no se espere que el resultado haya de ser el mismo de otro tiempo, es decir, la creación de un nuevo centro de emanación de fuerza concreta que asegure la unidad política estatal.

La asunción del pluralismo en una Constitución democrática es simplemente una propuesta de soluciones y coexistencias posibles, es decir, un «compromiso de las posibilidades» y no un proyecto rígidamente ordenador que pueda asumirse como un a priori de la política con fuerza propia, de arriba hacia abajo. Sólo así podremos tener constituciones «abiertas», constituciones que permitan, dentro de los límites constitucionales, tanto la espontaneidad de la vida social como la competición para asumir la dirección política, condiciones ambas para la supervivencia de una sociedad pluralista y democrática. Será la política constitucional que derive de las adhesiones y de los abandonos del pluralismo, y no la Constitución, la que podrá determinar los resultados constitucionales históricos concretos.

Para darse cuenta de esta transformación, ya no puede pensarse en la Constitución como centro del que todo derivaba por irradiación a través de la soberanía del Estado en que se apoyaba, sino como centro sobre el que todo debe converger; es decir, más bien como centro a alcanzar que como centro del que partir. La «política constitucional» mediante la cual se persigue ese centro no es ejecución de la Constitución, sino realización de la misma en uno de los cambiantes equilibrios en los que puede hacerse efectiva9.

En efecto, es a esta visión «abierta» de la Constitución, que se ha afirmado progresivamente en Europa no sin dificultad, a la que puede atribuirse el mérito, si de mérito se trata, de haber permitido a los Estados abrirse —con arreglo a las distintas vías seguidas por cada uno de ellos y frecuentemente por cada jurisdicción constitucional nacional— a la organización de una autoridad y de una unión europeas cuya existencia misma contradice el carácter absoluto del dogma de la soberanía estatal. Una Europa que todos querríamos provista de un auténtico derecho constitucional, en lugar de un ambiguo derecho interestatal como el que hoy existe10, pero que quizás pocos querrían dotada de soberanía, en el sentido de los Estados soberanos de otro tiempo.

3. La ductilidad constitucional

Si, mediante una palabra lo más aproximada posible, quisiéramos indicar el sentido de este carácter esencial del derecho de los Estados constitucionales actuales, quizás podríamos usar la imagen de la ductilidad11.

La coexistencia de valores y principios, sobre la que hoy debe basarse necesariamente una Constitución para no renunciar a sus cometidos de unidad e integración y al mismo tiempo no hacerse incompatible con su base material pluralista, exige que cada uno de tales valores y principios se asuma con carácter no absoluto, compatible con aquellos otros con los que debe convivir. Solamente asume carácter absoluto el metavalor que se expresa en el doble imperativo del pluralismo de los valores (en lo tocante al aspecto sustancial) y la lealtad en su enfrentamiento (en lo referente al aspecto procedimental). Éstas son, al final, las supremas exigencias constitucionales de toda sociedad pluralista que quiera ser y preservarse como tal. Únicamente en este punto debe valer la intransigencia y únicamente en él las antiguas razones de la soberanía aún han de ser plenamente salvaguardadas.

Los términos a los que hay que asociar la ductilidad constitucional de la que aquí se habla son la coexistencia y el compromiso. La visión de la política que está implícita no es la de la relación de exclusión e imposición por la fuerza (en el sentido del amigo-enemigo hobbesiano y schmittiano), sino la inclusiva de integración a través de la red de valores y procedimientos comunicativos, que es además la única visión no catastrófica de la política posible en nuestro tiempo12.

Esta visión antigua de la política y de la Constitución13 es la que Europa podría exhibir para aportar a la comunidad mundial su propia contribución en el plano de la experiencia constitucional interna e internacional. Quizás sólo los europeos, quienes tras siglos de guerras y divisiones lacerantes sin igual en el mundo acaso sean más conscientes que cualquier otro pueblo de su alcance destructivo material y moral, puedan ser hoy portadores de esta concepción.

La visión que muchos tienen en este período final del siglo es la de una gran desolación de ideales, ideologías y esperanzas truncadas que, en buena lógica, ya debería dar paso a un mortífero compuesto: en el plano económico, la competición ilimitada en el mercado de las cosas, de las ideas, de la política e incluso de los hombres y, en el plano cultural, la rivalidad destructora de las pequeñas identidades colectivas. Si así fuera, estaríamos dando un gran paso atrás. La historia política europea de este siglo y los frutos que hubieran podido madurar, incluidos los constitucionales, se estarían dejando de lado. En tal caso, todo cuanto está escrito en este libro no sería más que una celebración ex post factum de una época muerta. Y, sin embargo, quizás sean justamente los rasgos de esta época los que puedan mostrar una vía de salida adecuada al carácter político que es, y que se quiere que sea, propio de Europa: una convivencia «dúctil», construida sobre el pluralismo y las interdependencias y enemiga de cualquier ideal de imposición por la fuerza.

No se trata en absoluto de una renuncia, como podría pensarse si se tuviera en mente una idea mezquina y pobre del «justo medio», en el sentido de la aurea mediocritas. Se trata, por el contrario, de una mayor plenitud de vida constitucional que no debe mantenerse con la actitud resignada de quien se pliega a una necesidad en espera de tiempos mejores para restaurar una concepción constitucional simplificada, menos basada en el compromiso y, por tanto, en este sentido, fuerte. Una plenitud de vida colectiva que exige actitudes moderadas (una aurea medietas), pero positivas y constructivas, y que puede mantenerse con la consciencia de quien sabe que este ideal corresponde a una visión de la vida y a un ethos en modo alguno despreciables14.

4. La aspiración a la convivencia de los principios

Creo, por tanto, que la condición espiritual del tiempo en que vivimos podría describirse como la aspiración no a uno, sino a los muchos principios o valores que conforman la convivencia colectiva: la libertad de la sociedad, pero también las reformas sociales; la igualdad ante la ley, y por tanto la generalidad de trato jurídico, pero también la igualdad respecto a las situaciones, y por tanto la especialidad de las reglas jurídicas; el reconocimiento de los derechos de los individuos, pero también de los derechos de la sociedad; la valoración de las capacidades materiales y espirituales de los individuos, pero también la protección de los bienes colectivos frente a la fuerza destructora de aquéllos; el rigor en la aplicación de la ley, pero también la piedad ante sus consecuencias más rígidas; la responsabilidad individual en la determinación de la propia existencia, pero también la intervención colectiva para el apoyo a los más débiles, etc.

Si cada principio y cada valor se entendiesen como conceptos absolutos sería imposible admitir otros junto a ellos. Es el tema del conflicto de valores, que querríamos resolver dando la victoria a todos, aun cuando no ignoremos su tendencial inconciliabilidad. En el tiempo presente parece dominar la aspiración a algo que es conceptualmente imposible, pero altamente deseable en la práctica: no la prevalencia de un sólo valor y de un sólo principio, sino la salvaguardia de varios simultáneamente. El imperativo teórico de no contradicción —válido para la scientia juris— no debería obstaculizar la labor, propia de la jurisprudentia, de intentar realizar positivamente la «concordancia práctica»15 de las diversidades e incluso de las contradicciones que, aun siendo tales en teoría, no por ello dejan de ser deseables en la práctica. «Positivamente»: no, por tanto, mediante la simple amputación de potencialidades constitucionales, sino principalmente mediante prudentes soluciones acumulativas, combinatorias, compensatorias, que conduzcan a los principios constitucionales a un desarrollo conjunto y no a un declive conjunto.

Por los estudios que cultivan, los constitucionalistas saben que la lucha política se expresa también mediante una perenne pugna por la afirmación hegemónica de proyectos particulares, es decir, formulados como universales y exclusivos. También saben, sin embargo —mirando desde arriba, como su ciencia permite y exige hacer—, que si esto es lícito, además de inevitable, para cada parte política en liza, no lo es (ya) para el derecho constitucional del Estado democrático y pluralista actual. Saben que el derecho constitucional, invocado en las salas de los tribunales constitucionales, en las aulas universitarias y en todos los lugares en los que puede ejercer una influencia sobre la realidad, tiene que mantener abiertas sus posibilidades y condiciones de existencia y no cerrarlas abrazando enteramente la perspectiva de alguna de las partes. Saben, en fin, que hoy existe contradicción entre derecho constitucional y adhesión unilateral a un proyecto político particular cerrado.

De la revisión del concepto clásico de soberanía (interna y externa), que es el precio a pagar por la integración del pluralismo en la única unidad posible —una unidad dúctil, como ya se ha dicho—, deriva también la exigencia de abandonar la que podríamos llamar soberanía de un único principio político dominante del que puedan extraerse deductivamente todas las ejecuciones concretas sobre la base del principio de exclusión de lo diferente, según la lógica del aut-aut, del «o dentro o fuera». La coherencia «simple» que se obtendría de este modo no podría ser la ley fundamental intrínseca del derecho constitucional actual, que es más bien la del et-et y que contiene por ello múltiples promesas para el futuro. En este sentido, se ha hablado con acierto de un «modo de pensar posibilista» o «de la posibilidad» (Möglichkeitsdenken), como algo particularmente adecuado al derecho de nuestro tiempo16. Esta actitud mental posibilista representa para el pensamiento lo que la «concordancia práctica» representa para la acción.

5. Una dogmática fluida

A falta de una expresión mejor, he defendido en otro lugar17 la exigencia de una dogmática jurídica «líquida» o «fluida» que pueda contener los elementos del derecho constitucional de nuestra época, aunque sean heterogéneos, agrupándolos en una construcción necesariamente no rígida que dé cabida a las combinaciones que deriven no ya del derecho constitucional, sino de la política constitucional. Se trata de lo que podría llamarse la inestabilidad de las relaciones entre los conceptos, consecuencia de la inestabilidad resultante del juego pluralista entre las partes que se desarrolla en la vida constitucional concreta. La dogmática constitucional debe ser como el líquido donde las sustancias que se vierten —los conceptos— mantienen su individualidad y coexisten sin choques destructivos, aunque con ciertos movimientos de oscilación, y, en todo caso, sin que jamás un sólo componente pueda imponerse o eliminar a los demás. Puesto que no puede haber superación en una síntesis conceptual que fije de una vez por todas las relaciones entre las partes, degradándolas a simples elementos constitutivos de una realidad conceptual que las englobe con absoluta fijeza, la formulación de una dogmática rígida no puede ser el objetivo de la ciencia constitucional.

El único contenido «sólido» que la ciencia de una Constitución pluralista debería defender rigurosa y decididamente contra las agresiones de sus enemigos es el de la pluralidad de valores y principios. El único valor «simple» es el de la atemperación necesaria y el único contenido constitucional que no se presta a ser «integrado» en otros más comprensivos y que, por consiguiente, puede asumir la dureza de un concepto constitucional «combatiente» es el de la necesaria coexistencia de los contenidos. Pero —más allá de los escasos supuestos en que la propia Constitución establece gradaciones y jerarquías— el modo en que los valores y principios convivan ya no es un problema de la ciencia constitucional, sino de la política constitucional.

Tal vez sea ésta una conclusión que no satisfaga las exigencias de claridad, pureza y coherencia del pensamiento, pero la convivencia humana no es asunto de puro pensamiento. En hacer posible aquella coexistencia hay una labor altamente meritoria para quienes piensan que la multiplicidad, aun cuando difícil, nunca deja de ser deseable y que la plenitud de la vida, tanto individual como social, no puede reducirse a abrazar obstinadamente un solo valor y a encerrarse en la ciega defensa del mismo. Los hombres y los juristas «inflexibles y sin matices» no se compadecen bien con el tipo de vida individual y social que reclama el Estado constitucional de nuestro tiempo. Su presencia, además de ser fuente de fragilidad y emotividad, constituye un potencial de asocialidad, agresividad, autoritarismo y, en fin, no sólo de inconstitucionalidad, sino también de anticonstitucionalidad.

En pocas palabras, las disciplinas sociales en general, y el derecho constitucional en particular, deberían preocuparse por actuar como la zorra del enigmático fragmento de Arquíloco, que «sabe muchas cosas», y no como el erizo, «que sólo sabe una grande»18.

La hipótesis que orienta las observaciones que siguen es que cada uno de los «grandes temas» del derecho constitucional actual se caracteriza estructuralmente por la presencia de elementos constitutivos que, para poder coexistir, deben ser relativizados entre sí, es decir, deben —por retomar la idea central— hacerse dúctiles o moderados. Esta hipótesis podría comprobarse tanto respecto al modo en que el derecho constitucional concibe las relaciones entre Estados (su carácter abierto y cooperativo, la conexión entre derecho interno y derecho internacional), cuanto respecto al modo en que concibe la disciplina de la vida política interna de los Estados. Sin embargo, la comprobación más espectacular y relevante hace referencia al tema constitucional por excelencia: el propio modo de concebir el derecho. Al final, cualquier otro aspecto de la organización jurídica depende y encuentra explicación en la transformación esencial que ha sufrido el derecho como tal. A esta transformación, tan importante como generalmente poco advertida, van dedicadas las páginas siguientes.

NOTAS

1.  La importancia condicionante de las ideas, concepciones o teorías jurídicas en orden a la operatividad práctica del derecho ha sido puesta de manifiesto, en relación con el derecho constitucional, por M. Dogliani en un libro significativamente titulado Interpretazioni della Costituzione, Angeli, Milano, 1982 (del mismo autor, también «Le ragioni della discontinuità tra la cultura giuspubblicistica pre —e post— costituzionale», en La necessaria discontinuità. Immagini nel diritto pubblico, Il Mulino, Bologna, 1990, pp. 111-112). También, L. Gianformaggio, «L´interpretazione della Costituzione tra applicazione di regole ed argomentazione basata sui principî»: Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto (1985), pp. 65 ss., y G. Pitruzzella, «Considerazioni su l’“idea di costituzione” e il mutamento costituzionale»: Archivio di Diritto costituzionale 2 (1991), § 2.

2.  C. Turpin, British Government and the Constitution, Weidenfeld and Nicolson, London, 21990, p. 19.

3.  A. Barak, «Constitutional Law without a Constitution: the Role of the Judiciary», en S. Shetreet (comp.), The Role of Courts in Society, Nijhoff, Dordrecht, 1988, pp. 448 ss. y, del mismo autor, Judicial Discretion, Yale Univ. Press, New Haven and London, 1989, pp. 200 ss.

4.  C. Schmitt, Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, Mohr, Tübingen, 1914, p. 44.

5.  Id., El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, trad. de R. Agapito, Alianza, Madrid, 1991, p. 40 [no sigue la traducción castellana: N. de la T.]. Las transformaciones del derecho internacional, desde sistema concreto de Estados soberanos a «vacío normativismo» de planteamiento universalista, han sido sugestivamente (y catastróficamente) descritas por el mismo autor en El «nomos» de la tierra en el Derecho de Gentes del «Ius publicum europaeum», trad. de D. Schilling, CEC, Madrid, 1979. Es básico en la literatura secundaria P. P. Portinaro, La crisi dello «Ius pubblicum europaeum». Saggio su Carl Schmitt, Comunità, Milano, 1982.

6.  Por ejemplo, R. Ruffilli, «Crisi dello Stato e storiografia contemporanea» (1979), ahora en Istituzioni Società Stato II, Nascita e crisi dello Stato moderno: ideologie e istituzioni, Il Mulino, Bologna, 1990, pp. 213 ss.

7.  A. Cassese, Il diritto internazionale nel mondo contemporaneo, Il Mulino, Bologna, 1984, caps. I y II.

8.  O. Kirchheimer, Costituzione senza sovrano, De Donato, Bari, 1982 y, allí, la introducción de A. Bolaffi, «Il dibattito sulla Costituzione e il problema della sovranità: saggio su Otto Kirchheimer», relativos a la experiencia de la República de Weimar, paradigma de la disolución de la soberanía por agresión pluralista interna. En M. Kriele, Introducción a la teoría del Estado. Fundamentos históricos de la legitimidad del Estado constitucional democrático (1975), trad. de E. Bulygin, Depalma, Buenos Aires, 1980, pp. 149 ss., la argumentación sobre el fin de la soberanía estatal desde otro punto de vista, que también será desarrollado aquí más adelante: la relativa autonomía del derecho frente al Estado.

9.  Debo las imágenes empleadas en este párrafo a algunas sugerencias de Maurizio Fioravanti, formuladas en el curso de un debate de teoría de la Constitución organizado por la Facultad de Ciencias políticas de la Universidad de Cagliari el 21 de febrero de 1992. De M. Fioravanti, por el interés para los temas tratados en estas páginas, véase «Quale futuro per la “costituzione”»: Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico XXI (1992).

10.  P. Häberle, «Gemeineuropäisches Verfassungsrecht»: Europäische Grundrechte Zeitschrift (1991), pp. 261 ss.

11.  En italiano, el calificativo mite se predica de aquello que es manso, tranquilo, apacible. Se ofrecen por ello varias posibilidades para su traducción, entre las que se encuentran, además de las ya citadas, las de sosegado, dulce, calmoso, comprensivo. He escogido, sin embargo, el término «ductilidad» para traducir el original italiano mitezza. «Dúctil», en la lengua castellana, además de su significado original, se utiliza en sentido figurado para indicar que algo o alguien es acomodadizo, dócil, condescendiente, por lo que me parece que se ajusta bien al significado que el autor ha querido transmitir con el término mite, aunque también sea consciente de lo llamativo que puede resultar. Desde luego, la elección no es incontestable, pues no deja de ser heterodoxo en el contexto jurídico llamar «dúctil» al derecho, pero lo mismo sucede con la utilización del término mite en la cultura jurídica italiana [N. de la T.].

12.  D. Sternberg, «Il vocabolo politica e il concetto di politica», «Dominio e accordo» y «Ma-chiavelli, machiavellismo e politica», en Immagini enigmatiche dell’uomo, Il Mulino, Bologna, 1991, pp. 149 ss. En contra, coherentemente con la noción opuesta de «político» y con la asunción de la soberanía como concepto central, C. Schmitt, El concepto de lo político, cit., pp. 49 ss. y 67 ss.

13.  «Antigua» en el sentido de H. Arendt, La condición humana (1958), trad. de R. Gil, Paidós, Barcelona, 1993.

14.  Me parece que hay que estar de acuerdo con la idea de L. Strauss, Natural Right and History, trad. it. por la que se cita Diritto naturale e storia, Melangolo, Genova, 1990, p. 75 (en el cap. «Il diritto naturale e la distinzione tra “fatti” e “valori”»), a propósito de la observación de M. Weber, según la cual «científicamente el justo medio no es en absoluto más correcto que los ideales del más extremista partido de derecha o de izquierda»; más bien es inferior a las soluciones extremas porque, en cierto modo, resulta más ambiguo. «Cuando se reflexiona sobre argumentos tales —dice Strauss— no deben olvidarse ni por un momento las consecuencias generales que el extremismo, de un lado, y la moderación, de otro, tienen sobre la vida social... La cuestión, bien entendida, es saber si las ciencias sociales no deberían empeñarse en la búsqueda de soluciones sensatas a los problemas sociales y si la moderación no será más razonable que el extremismo».

15.  Me inspiro aquí en la terminología y en el concepto de K. Hesse, Grundzüge des Verfas-sungsrechts der Bundesrepublik Deutschland, Müller, Heidelberg, 131982, sobre todo, pp. 127 ss., donde se señala la praktische Konkordanz como el objetivo a realizar en todos los casos de «intersección» y «colisión» entre derechos y otros bienes jurídicos constitucionalmente protegidos [hay traducción castellana a cargo de P. Cruz Villalón de dos de los títulos publicados en esta obra («Concepto y cualidad de la Constitución» y «La interpretación constitucional», en Escritos de Derecho constitucional, CEC, Madrid, 1983]. Una aplicación sistemática de este criterio en P. Häberle, Die Wesensgehaltgarantie des Art.19 Abs.2 Grundgesetz, Müller, Heidelberg, 31983, p. 329. En F. Müller, Die Positivität der Grundrechte, Duncker & Humblot, Berlin, 21990, pp. 46 ss., una sistemática de la «limitación recíproca» (wechselseitige Begrenzung) de las normas de derecho constitucional.

16.  P. Häberle, «Demokratische Verfassungstheorie im Lichte des Möglichkeitsdenkens» (1977), ahora en Die Verfassung des Pluralismus, Athenäum, Königstein, 1980, pp. 1 ss., donde a) el pensamiento posibilista, calificado también como «pensamiento pluralista de las alternativas» (pluralistisches Alternativendenken), se diferencia (pero sin contraposiciones) de b) el pensamiento de la necesidad (Notwendigkeitsdenken), característico de las concepciones instrumentales del derecho, concebido como medio necesario para alcanzar un fin, y de c) el pensamiento de la realidad (Wirklichkeitsdenken), característico del pensamiento constitucional orientado por la concreción de la situación existente. Estas indicaciones, que no pueden ser desarrolladas aquí, tienen tan sólo el valor de una invitación a profundizar en ellas.

17.  «Il metodo di Mortati», en F. Lanchester (comp.), Costantino Mortati, ESI, Napoli, 1989, pp. 51 ss.

18.  I. Berlin, «Il riccio e la volpe», en Il riccio e la volpe. Raccolta di saggi, Adelphi, Milano, 1986, pp. 71 ss.; también del mismo autor el ensayo publicado en Prometeo 1 (1988).

2

DEL ESTADO DE DERECHO AL ESTADO CONSTITUCIONAL

1. El «Estado de derecho»

El siglo XIX es el siglo del «Estado de derecho» o, según la expresión alemana, del Rechtsstaat1. En la tipología de las formas de Estado, el Estado de derecho, o «Estado bajo el régimen de derecho», se distingue del Machtstaat, o «Estado bajo el régimen de fuerza», es decir, el Estado absoluto característico del siglo XVII, y del Polizeistaat, el «Estado bajo el régimen de policía», es decir, el régimen del Despotismo ilustrado, orientado a la felicidad de los súbditos, característico del siglo XVIII. Con estas fórmulas se indican tipos ideales que sólo son claros conceptualmente, porque en el desarrollo real de los hechos deben darse por descontado aproximaciones, contradicciones, contaminaciones y desajustes temporales que tales expresiones no registran. Éstas, no obstante, son útiles para recoger a grandes rasgos los caracteres principales de la sucesión de las etapas históricas del Estado moderno.

La expresión «Estado de derecho» es ciertamente una de las más afortunadas de la ciencia jurídica contemporánea. Contiene, sin embargo, una noción genérica y embrionaria, aunque no es un concepto vacío o una fórmula mágica, como se ha dicho para denunciar un cierto abuso de la misma2. El Estado de derecho indica un valor y alude sólo a una de las direcciones de desarrollo de la organización del Estado, pero no encierra en sí consecuencias precisas. El valor es la eliminación de la arbitrariedad en el ámbito de la actividad estatal que afecta a los ciudadanos. La dirección es la inversión de la relación entre poder y derecho que constituía la quintaesencia del Machtstaat y del Polizeistaat: no más rex facit legem, sino lex facit regem.

Semejante concepto es tan abierto que todas las épocas, en función de sus exigencias, han podido llenarlo de contenidos diversos más o menos densos, manteniendo así continuamente su vitalidad3. El propio Estado constitucional, que es la forma de Estado típica de nuestro siglo, es presentado con frecuencia como una versión particular del Estado de derecho. Esta visión no resulta necesariamente forzada, si consideramos la elasticidad intrínseca del concepto, aunque para una mejor comprensión del mismo es aconsejable no dejarse seducir por la continuidad histórica e intentar, por el contrario, poner en claro las diferencias.

No cabe duda que el Estado de derecho ha representado históricamente uno de los elementos básicos de las concepciones constitucionales liberales, aunque no es en absoluto evidente que sea incompatible con otras orientaciones político-constitucionales. Antes al contrario, en su origen, la fórmula fue acuñada para expresar el «Estado de razón» (Staat der Vernunft)4, o «Estado gobernado según la voluntad general de razón y orientado sólo a la consecución del mayor bien general»5, idea perfectamente acorde con el Despotismo ilustrado. Luego, en otro contexto, pudo darse de él una definición exclusivamente formal, vinculada a la autoridad estatal como tal y completamente indiferente a los contenidos y fines de la acción del Estado. Cuando, según la célebre definición de un jurista de la tradición autoritaria del derecho público alemán6, se establecía como fundamento del Estado de derecho la exigencia de que el propio Estado «fije y determine exactamente los cauces y límites de su actividad, así como la esfera de libertad de los ciudadanos, conforme a derecho (in der Weise des Rechts)» y se precisaba que eso no suponía en absoluto que el Estado renunciase a su poder o que se redujese «a mero ordenamiento jurídico sin fines administrativos propios o a simple defensa de los derechos de los individuos», aún no se estaba necesariamente en contra del Estado de policía, aunque se trasladaba el acento desde la acción libre del Soberano a la predeterminación legislativa.

Dada la posibilidad de reducir el Estado de derecho a una fórmula carente de significado sustantivo desde el punto de vista estrictamente político-constitucional, no es de extrañar que en la época de los totalitarismos de entreguerras se pudiese originar una importante y reveladora discusión sobre la posibilidad de definir tales regímenes como «Estados de derecho»7. Un sector de la ciencia constitucional de aquel tiempo tenía interés en presentarse bajo un aspecto «legal», enlazando así con la tradición decimonónica. Para los regímenes totalitarios se trataba de cualificarse no como una fractura, sino como la culminación en la legalidad de las premisas del Estado decimonónico. Para los juristas de la continuidad no existían dificultades. Incluso llegaron a sostener que los regímenes totalitarios eran la «restauración» —tras la pérdida de autoridad de los regímenes liberales que siguió a su democratización— del Estado de derecho como Estado que, según su exclusiva voluntad expresada en la ley positiva, actuaba para imponer con eficacia el derecho en las relaciones sociales, frente a las tendencias a la ilegalidad alimentadas por la fragmentación y la anarquía social8.

Con un concepto tal de Estado de derecho, carente de contenidos, se producía, sin embargo, un vaciamiento que omitía lo que desde el punto de vista propiamente político-constitucional era, en cambio, fundamental, esto es, las funciones y los fines del Estado y la naturaleza de la ley. El calificativo de Estado de derecho se habría podido aplicar a cualquier situación en que se excluyese, en línea de principio, la eventual arbitrariedad pública y privada y se garantizase el respeto a la ley, cualquiera que ésta fuese. Al final, todos los «Estados», por cuanto situaciones dotadas de un orden jurídico, habrían debido llamarse genéricamente «de derecho»9. Llegaba a ser irrelevante que la ley impuesta se resolviese en medidas personales, concretas y retroactivas; que se la hiciera coincidir con la voluntad de un Führer, de un Soviet de trabajadores o de Cámaras sin libertades políticas, en lugar de con la de un Parlamento libre; que la función desempeñada por el Estado mediante la ley fuese el dominio totalitario sobre la sociedad, en vez de la garantía de los derechos de los ciudadanos.

Al final, se podía incluso llegar a invertir el uso de la noción de Estado de derecho, apartándola de su origen liberal y vinculándola a la dogmática del Estado totalitario. Se llegó a propiciar que esta vinculación se considerase, en adelante, como el trofeo de la victoria histórico-espiritual del totalitarismo sobre el individualismo burgués y sobre la deformación del concepto de derecho que éste habría comportado10.

Pero el Estado liberal de derecho tenía necesariamente una connotación sustantiva, relativa a las funciones y fines del Estado. En esta nueva forma de Estado característica del siglo XIX lo que destacaba en primer plano era «la protección y promoción del desarrollo de todas las fuerzas naturales de la población, como objetivo de la vida de los individuos y de la sociedad»11. La sociedad, con sus propias exigencias, y no la autoridad del Estado, comenzaba a ser el punto central para la comprensión del Estado de derecho. Y la ley, de ser expresión de la voluntad del Estado capaz de imponerse incondicionalmente en nombre de intereses trascendentes propios, empezaba a concebirse como instrumento de garantía de los derechos.

En la clásica exposición del derecho administrativo de Otto Mayer12, la idea de Rechtsstaat, en el sentido conforme al Estado liberal, se caracteriza por la concepción de la ley como acto deliberado de un Parlamento representativo y se concreta en: a) la supremacía de la ley sobre la Administración; b) la subordinación a la ley, y sólo a la ley, de los derechos de los ciudadanos, con exclusión, por tanto, de que poderes autónomos de la Administración puedan incidir sobre ellos; c) la presencia de jueces independientes con competencia exclusiva para aplicar la ley, y sólo la ley, a las controversias surgidas entre los ciudadanos y entre éstos y la Administración del Estado. De este modo, el Estado de derecho asumía un significado que comprendía la representación electiva, los derechos de los ciudadanos y la separación de poderes; un significado particularmente orientado a la protección de los ciudadanos frente a la arbitrariedad de la Administración.

Con estas formulaciones, la tradicional concepción de la organización estatal, apoyada sólo sobre el principio de autoridad, comienza a experimentar un cambio. El sentido general del Estado liberal de derecho consiste en el condicionamiento de la autoridad del Estado a la libertad de la sociedad, en el marco del equilibrio recíproco establecido por la ley. Éste es el núcleo central de una importante concepción del derecho preñada de consecuencias.

2. El principio de legalidad. Excursus sobre el rule of law

Se habrá notado que los aspectos del Estado liberal de derecho indicados remiten todos a la primacía de la ley frente a la Administración, la jurisdicción y los ciudadanos. El Estado liberal de derecho era un Estado legislativo que se afirmaba a sí mismo a través del principio de legalidad.

El principio de legalidad, en general, expresa la idea de la ley como acto normativo supremo e irresistible al que, en línea de principio, no es oponible ningún derecho más fuerte, cualquiera que sea su forma y fundamento: ni el poder de excepción del rey y de su administración, en nombre de una superior «razón de Estado», ni la inaplicación por parte de los jueces o la resistencia de los particulares, en nombre de un derecho más alto (el derecho natural o el derecho tradicional) o de derechos especiales (los privilegios locales o sociales).

La primacía de la ley señalaba así la derrota de las tradiciones jurídicas del Absolutismo y del Ancien Régime. El Estado de derecho y el principio de legalidad suponían la reducción del derecho a la ley y la exclusión, o por lo menos la sumisión a la ley, de todas las demás fuentes del derecho.

Pero ¿qué debemos entender en realidad por ley? Para obtener una respuesta podemos confrontar el principio de legalidad continental con el rule of law inglés.

En todas las manifestaciones del Estado de derecho, la ley se configuraba como la expresión de la centralización del poder político, con independencia de los modos en que ésta se hubiese determinado históricamente y del órgano, o conjunto de órganos, en que se hubiese realizado. La eminente «fuerza» de la ley (force de la loi - Herrschaft des Gesetzes) se vinculaba así a un poder legislativo capaz de decisión soberana en nombre de una función ordenadora general.

En la Francia de la Revolución, la soberanía de la ley se apoyaba en la doctrina de la soberanía de la nación, que estaba «representada» por la Asamblea legislativa. En Alemania, en una situación constitucional que no había conocido la victoria niveladora de la idea francesa de nación, se trataba, en cambio, de la concepción del Estado soberano, personificado primero en el Monarchisches Prinzip y después en el Kaiserprinzip, sostenido y limitado por la representación de las clases. Las cosas no eran diferentes en el constitucionalismo de la Restauración —del que el Estatuto albertino era una manifestación—, basado sobre el dualismo, jurídicamente no resuelto, entre principio monárquico y principio representativo. La «soberanía indecisa»13 que caracterizaba estas formas de Estado sólo podía sobrevivir mediante compromisos y la ley se erigía en la fuente del derecho por excelencia al ser la expresión del acuerdo necesario entre los dos máximos «principios» de la Constitución, la cámara de los representantes y el rey.

En la soberanía legislativa estaba ínsita la fuerza normativa absoluta, pero también el deber de asumir por entero el peso de todas las exigencias de regulación. Máximo poder, pero máxima responsabilidad14. En este sentido, el principio de legalidad no era más que la culminación de la tradición absolutista del Estado y de las concepciones del derecho natural racional «objetivo» que habían sido su trasfondo y justificación15. El hecho de que el rey fuese ahora sustituido o apoyado por asambleas parlamentarias cambiaba las cosas en muchos aspectos, pero no en la consideración de la ley como elemento de sostén o fuerza motriz exclusiva de la gran máquina del Estado16. El buen funcionamiento de la segunda coincidía con la fuerza incondicionada de la primera.

En este fundamental aspecto de la concepción de la ley, el principio de legalidad en Francia, Alemania y, en general, en Europa continental se distanciaba claramente del paralelo, pero muy distinto, principio inglés del rule of law (también éste un concepto —conviene advertir— no menos «abierto» que el de Estado de derecho17). Distinto porque se desarrolló a partir de otra historia constitucional, pero orientado a la defensa de similares ideales políticos18.

Rule of law and not of men no sólo evocaba en general el topos aristotélico del gobierno de las leyes en lugar del gobierno de los hombres, sino también la lucha histórico-concreta que el Parlamento inglés había sostenido y ganado contra el absolutismo regio. En la tradición europea continental, la impugnación del absolutismo significó la pretensión de sustituir al rey por otro poder absoluto, la Asamblea soberana; en Inglaterra, la lucha contra el absolutismo consistió en oponer a las pretensiones del rey los «privilegios y libertades» tradicionales de los ingleses, representados y defendidos por el Parlamento. No hay modo más categórico de indicar la diferencia que éste: el absolutismo regio fue derrotado, en un caso, como poder regio; en otro, como poder absoluto19