Derechos a la fuerza - Gustavo Zagrebelsky - E-Book

Derechos a la fuerza E-Book

Gustavo Zagrebelsky

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¿Ha de buscarse la causa de este mundo detestable en los presuntos enemigos de los derechos, los cuales, además, son difíciles de identificar, y, por tanto, en un dato externo a los derechos, o sea, en su actuación defectuosa cuyo remedio habría de procurarse por la promoción de esos mismos derechos? ¿O la causa es otra, intrínseca a la propia concepción de los derechos, en un mundo como el actual que se revela cada vez más injusto y violento, y siempre más pequeño, en el sentido de una totalidad en la que cualquier parte está en relación de interdependencia con todas las demás? Nuestro mundo es sostenido por poderosas fuerzas centrípetas. Pero, paradójicamente, la reivindicación de los derechos, en lugar de promover la diversidad y la diversificación, corre el peligro de impeler la uniformidad y la homologación. Por eso, escribe Gustavo Zagrebelsky, «en época reciente, por detrás o junto a la ideología victoriosa de los derechos humanos, se ha abierto paso la exigencia de revalorizar los deberes, no ya desde la perspectiva de la sujeción a un orden impuesto, sino desde el punto de vista de la pertenencia a un mundo que se rige gracias a frágiles equilibrios y encajes, amenazado por la catástrofe. No se puede hablar de deberes si olvidamos que fueron concebidos, al principio, como obediencia a los dioses y, después, a los soberanos, y que les sucedió la edad de los derechos como emancipación de esas opresiones. Hoy vuelve a ser el momento de los deberes, pero hacia nuestros semejantes. Atañen a todos y hacia todos, en los mismos términos. De modo que, cuando hablamos de deberes sin Dios y sin soberano, abogamos por nuestra propia causa».

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Derechos a la fuerza

Derechos a la fuerza

Gustavo Zagrebelsky

Traducción de Alejandro García Mayo

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho

 

 

Título original: Diritti per forza

© Editorial Trotta, S.A., 2023

http://www.trotta.es

© Gustavo Zagrebelsky, 2017

© Alejandro García Mayo, traducción, 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-118-8

ÍNDICE

Prólogo

La época de los derechos y su contradicción

Capitulación

¿De parte de quién?

Ambigüedad de los derechos

El señorío de la voluntad

El sumo derecho: la felicidad

Espacios vacíos y espacios llenos

La lección de Pascua

Felicidad e infelicidad

Trinidad mundana

La fama

Codicia

Derechos violentos

¿Derechos inocentes?

Estilos de vida

Sin «derecho a tener derechos»

De los derechos a los deberes

El «primado»

Tras la Segunda Guerra Mundial

Tras la revolución informática

Débitos y créditos intergeneracionales

Impasse

Incubación

Bienes comunes

Exit

PRÓLOGO

¿Quién se atrevería a negar que, en la «época de los derechos» —así es como llamamos a nuestro tiempo—, una época que ha proclamado la felicidad no como deber moral del hombre virtuoso, según la ética antigua, sino nada menos que como un derecho universal; quién se atrevería a negar —digo— que la pobreza, el analfabetismo, la esclavitud, la violencia, las persecuciones, la tortura, las desapariciones de inadaptados y opositores, las migraciones forzadas, el hacinamiento de millones de personas en suburbios e infraviviendas, la explotación, la desertificación, se han extendido a gran escala y afectan, si los tomamos en conjunto, a un número de inocentes hasta la fecha desconocido? O mejor: ¿se puede obviar el hecho de que el hambre y la desnutrición condenan cada año a millones de personas a una muerte anónima y miserable, en un holocausto que nadie ha calculado y que, probablemente, no tiene precedentes? Un ataque contra la vida, contra la cultura, contra la dignidad, que se ceba sobre todo con los recién nacidos y los niños, que si acaso logran sobrevivir es para servir de cobayas o como reservorio de órganos; una masacre escandalosa y fisiológica al mismo tiempo, en un mundo en el que tan extrema privación de derechos sirve a la vez como válvula de escape y como alimento de sus contradicciones. Cuando «los gobiernos, los grandes expertos, los risueños políticos y las fundaciones multimillonarias» se dedican a discutir sobre el hambre y sus causas, siempre terminan centrándose en factores objetivos, fuera del alcance de cualquier intervención política estructural, como los desastres naturales, el agotamiento medioambiental, el cambio climático, las guerras motivadas por crisis alimentarias, la escasez de terrenos agrícolas en los países más pobres, la corrupción de sus gobiernos... Solo «los más atrevidos» hablan de la especulación financiera, que provoca que se disparen los precios de la comida y los medicamentos, causando carestías y epidemias; de las políticas neocoloniales que buscan el control de los recursos energéticos; de la explotación sin medida de los recursos naturales; de las inversiones colosales que se apartan de los fines de interés general para dedicarse a la investigación y la producción armamentística. Los hechos, los números y los datos documentan la dimensión del fracaso de la humanidad. ¿Cómo conseguimos convivir con los datos de esta catástrofe, tal como los encontramos, por ejemplo, en un libro reciente que viene a ser una especie de atlas del hambre en el mundo1? En la parte privilegiada del globo, convivimos serenamente con ellos, y lo hacemos a diario, limitándonos a conceder a los autores de las denuncias tal o cual premio literario, o dedicándoles de vez en cuando un reportaje en prensa o un documental; medios que sirven más que nada para que nos habituemos a los dramas, aislándolos dentro del territorio, vasto e inocuo, de las letras y las imágenes, en lugar de remover la conciencia mundial, que se deleita en la contemplación de sus derechos, de su «cultura de los derechos». La literatura alimenta los espíritus, pero ni el ejercicio del poder ni, sobre todo, los gobernantes que lo ejercen saben muy bien qué hacer con ella.

Se conculcan a diario derechos humanos elementales, pero ¿quién puede negar que los grandes discursos y declaraciones, los tratados, los acuerdos, han cambiado el curso de la historia y han mejorado la vida de la humanidad? Michel Villey, el filósofo del derecho neoaristotélico, crítico «de derechas» de la moderna retórica de los derechos, ha señalado irónicamente que, para obtener financiación, nada resulta más efectivo que un proyecto de investigación o un simposio internacional sobre los derechos humanos, en particular sobre el último descubrimiento (en verdad un redescubrimiento): el derecho a la felicidad2. Para volver a empezar una y otra vez de cero justo después.

Los derechos humanos no han favorecido a todos del mismo modo; más bien han beneficiado a algunos, los menos, a costa de los demás, la inmensa mayoría. No nos han traído un mundo que todos, o al menos la mayor parte de los seres humanos, podamos reconocer como mejor.

La pregunta para la que estas páginas aspiran a esbozar una respuesta es la siguiente alternativa: la causa de este mundo detestable ¿ha de buscarse en unos supuestos enemigos declarados de los derechos, por lo demás difíciles de identificar, y por consiguiente en una circunstancia exterior a los derechos, es decir, en su realización defectuosa, de modo que la solución deberá pasar por su promoción?, ¿o bien la causa es otra, intrínseca a la propia concepción de los derechos, en un mundo como el actual, que se revela cada vez más pequeño y complejo, no en el sentido de que sea cada vez más complicado, sino en el sentido etimológico (de plexus y complector) de una totalidad donde cada parte se halla en relación de interdependencia con todas las demás? Nuestro mundo se mantiene unido debido a potentes fuerzas centrípetas. Paradójicamente, la reivindicación de derechos, en lugar de promover la diversidad y la diversificación, lleva a la uniformidad y la homologación. Parece libertad, pero se trata de diversificación funcional. Lo disfuncional se deja aparte, destinado al olvido o, en el mejor de los casos, a que se lo mencione o incluso se lo recuerde como expresión de excentricidad y extravagancia. Un breve escrito de Karl Polanyi, fechado en 1957, que lleva un título particularmente apropiado respecto de los temas que vamos a tratar en adelante —La libertad en una sociedad compleja3— concluye con estas palabras, hoy más dramáticamente actuales que entonces: «En una sociedad compleja es ilusorio imaginar que se pueda perseguir la propia libertad como salvación personal, sin referencia a la participación en la sociedad. Las fuerzas espirituales que deberían ir sucediéndose en nuestras vidas personales se dispersan hoy en una lucha quijotesca contra la realidad social. El valor moral pondrá de manifiesto los límites internos del progreso tecnológico y de la libertad. Buscar los límites es signo de madurez»4. Lo cual parece querer decir, en un texto que no es sino una anotación sumaria, sujeta a interpretación, que la libertad y los derechos que la alimentan deben ser cautelosos («los límites»), precisamente para poder ser ellos mismos y no los cómplices de su propia ruina.

 

_________

1. M. Caparrós, El hambre, Anagrama, Barcelona, 2015 (las citas proceden de las pp. 682-683).

2. M. Villey, Le droit et les droits de l’homme, PUF, París, 1983 [trad. cast.: El derecho y los derechos del hombre, Marcial Pons, Madrid, 2019].

3. K. Polanyi, La libertà in una società complessa, Bollati Boringhieri, Turín, 1987, pp. 181-186. [Véase K. Polanyi, La gran transformación, cap. 21: «La libertad en una sociedad compleja»; hay traducción de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, actualmente en La Llevir-Virus, Barcelona, 2016 (N. del E.)].

4.Ibid., p. 186.

LA ÉPOCA DE LOS DERECHOS Y SU CONTRADICCIÓN

Por lo general, a los juristas no suele resultarles fácil desprenderse de las fórmulas y las categorías abstractas e inamovibles y contemplar la realidad concreta y viva. Sin embargo, en la última etapa de su vida, el filósofo del derecho Norberto Bobbio, autor de una serie de reflexiones iniciada ya por 1951 y que confluyeron en un célebre libro titulado La edad de los derechos1, es decir, las mismas palabras que he empleado al comienzo de estas páginas, decía: si todavía tuviese por delante algunos años de vida y las fuerzas me asistiesen aún, escribiría una «edad de los deberes». Si repasamos las numerosas exégesis de su pensamiento, no parece que estas palabras, en el fondo un mero desiderátum sin ulterior desarrollo, hayan recibido la atención que merecen. Se trata de una declaración sorprendente2, en una época de casi total dominio del tema de los derechos en el discurso de los juristas, y también de los políticos. No solo sorprendente, sino enigmática, viniendo de un hombre que hizo de la defensa de la libertad y de los derechos en los que se sustancia uno de los pilares de su militancia intelectual.

En un discurso de 19873, Bobbio hacía un balance sustancialmente positivo de la historia de los derechos humanos y, aventurándose en el terreno traicionero y controvertido del «progreso moral» de la humanidad, sostenía que al menos desde un determinado punto de vista cabía ver un signo positivo: «La creciente importancia que se le da en los debates internacionales, entre los representantes de la cultura y los políticos, tanto en reuniones de estudio como en conferencias de gobierno, al problema del reconocimiento de los derechos del hombre». Sin embargo, el juicio sobre esta proliferación de discursos cambia pocos años después, y la describe como un modo de apartarse de la cruda realidad; una realidad que ha echado por tierra, incluso ridiculizándolos, todos los buenos propósitos.

En efecto, resulta difícil creer que se haya consumado el tiempo de los derechos, o el tiempo del «derecho a tener derechos», por emplear una afortunada4 expresión de Hannah Arendt; que la misión esté cumplida, como suele decirse, y los derechos sean generalmente afirmados, respetados por todo el mundo y en todas partes, o al menos reconocidos como valores obligatorios en la práctica. En un mundo al que nos pudiésemos referir como «el de los derechos adquiridos», es decir, un mundo que ya hubiese sido modelado por los derechos de un modo estable e indiscutible, quizás estuviese justificado pasar a otra cosa, buscar otros horizontes y otras metas (aun así, habría que explicar por qué, al buscar otra meta, se va en la dirección opuesta, de los derechos a los deberes). Pero ¿quién se aventuraría a decir que nuestra época es la de los derechos adquiridos, y no más bien la de los derechos violados? Hacia el final de su Autobiografía5, el propio Bobbio pronuncia estas palabras, que tienen el sentido de una capitulación, de una derrota: «Todas nuestras proclamaciones de derechos pertenecen al mundo de lo ideal, al mundo de aquello que debería ser, de lo que es bueno que sea. Pero, si miramos alrededor —los medios de comunicación de masas, con sus ojos de Argos cada vez más penetrantes, nos llevan a dar la vuelta al mundo varias veces al día—, vemos nuestras calles regadas de sangre, pilas de cadáveres abandonados, poblaciones enteras expulsadas de sus casas, andrajosas y hambrientas, niños macilentos con los ojos desorbitados que no han sonreído jamás, y que no consiguen hacerlo antes de que les alcance una muerte precoz. Es hermoso, quizás incluso estimulante, calificar los derechos del hombre, en analogía con la creación de instrumentos cada vez más perfectos, como una gran invención de nuestra civilización. Pero, si los comparamos con las invenciones técnicas, se trata de un invento más bien anunciado que conseguido. El nuevo ethos mundial de los derechos del hombre tan solo brilla en las solemnes declaraciones internacionales y en los congresos mundiales que los celebran y los comentan doctamente, pero a tan altisonantes celebraciones, a tan doctos comentarios corresponde en la realidad su violación sistemática en casi todos los países del mundo (quizás pueda decirse, sin miedo a errar, que en todos), en las relaciones entre fuertes y débiles, entre ricos y pobres, entre quienes saben y quienes no».

¡Nada más alejado del «progreso moral»! Los «ojos de Argos» nos muestran a diario los horrores del mundo, pero los vemos desde el punto de vista de la «moral» del mundo. Los horrores son reales, y la moral ilusoria; sirve para encubrir, para eludir, para eximirnos de mirar de veras.

Este cambio de parecer, ¿no supone acaso reconocer la derrota de un noble ideal frente a la dureza de las relaciones efectivas que se instauran entre los seres humanos? Una vez más, el mundo real pone en evidencia la fragilidad del mundo soñado en la teoría. ¿Por qué no ir un paso más allá y reconocer que lo que encontramos en los discursos sobre los derechos humanos no son tan solo promesas vacías, sino mistificaciones hipócritas? ¿Qué otra cosa se puede decir de las «narraciones» sobre derechos humanos que aderezan los discursos de juristas y políticos cuando las comparamos con la descomunal tragedia que golpea cotidianamente a poblaciones enteras, exponiéndolas a la violencia, a menudo mortal, y obligándolas a convertirse en su huida en masas errantes en tierra extranjera y hostil? Esas narraciones ¿han sido capaces hasta la fecha de salvar una sola vida, de mitigar un solo sufrimiento? A menudo encontramos los derechos, como retórica, en boca de quienes los utilizan de pantalla para ocultar su poder, al tiempo que conculcan los derechos de los demás. ¿Acaso su apología abstracta de los derechos les impide violarlos en concreto? Peor aún: ¿cuántas violaciones de los derechos (de los otros) no se producen en nombre de los derechos (propios)? Llegamos así al meollo de la cuestión: los derechos no como amparo frente a las injusticias, sino al contrario, como su legitimación.

 

_________

1. Einaudi, Turín, 1990 [trad. cast.: El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid, 1991].

2. Cf. N. Bobbio y M. Viroli, Dialogo intorno alla Repubblica, Laterza, Roma-Bari, 2001, p. 40 [trad. cast.: Diálogo en torno a la república, Tusquets, Barcelona, 2002].

3. «Derechos del hombre y filosofía de la historia»: Anuario de Derechos Humanos 5 (1988-1989), Universidad Complutense de Madrid, pp. 27-39 (reed. it. en L’età dei diritti, cit., pp. 45-65, y posteriormente en N. Bobbio, Etica e politica. Scritti di impegno civile, Mondadori, Milán, 2009, pp. 1168-1186).

4. S. Rodotà, El derecho a tener derechos [2012] (Trotta, Madrid, 2014), al que contesta, dándole la vuelta al título, L. Violante, Il dovere di avero doveri, Einaudi, Turín, 2014. Sobre el significado de la expresión en el texto de Arendt, cf. infra, p. 87.

5. Laterza, Roma-Bari, 1977, p. 261.

CAPITULACIÓN

La distancia entre el derecho y los hechos, entre lo que debe ser y lo que es, entre las expectativas y la realidad, es un dato fisiológico de la experiencia jurídica. Si no se contase ya desde el inicio con una distancia, admitiendo que lo que debe ser no puede ser, el derecho sería absolutamente impotente. En cambio, sería perfectamente inútil si lo que debe ser se correspondiese con lo que no puede no ser. Resumiendo: el derecho tiene su razón de ser cuando prescribe algo que puede ser, pero que también puede no ser. Actúa con sus propios medios en un campo tensional, dando por supuesto que lo que es puede contradecir, de hecho, lo que debe ser, pero que no es irracional que el derecho actúe para evitar la contradicción, aproximando lo que es a lo que debe ser.

En consecuencia, se debe contar con esta tensión, en la cual está implícita la posibilidad de la violación del deber ser respecto de todas las normas de la conducta humana (no solo jurídica). Sin embargo, si la distancia resulta inconmensurable, los discursos de los idealistas acaban sucumbiendo frente a la dureza de los hechos aducidos por los realistas. Todavía peor cuando las categorías jurídicas —en nuestro caso los derechos— esconden en sí mismas un veneno que contradice los fines proclamados y sirve de coartada a quienes las asumen de un modo puramente formal para violarlas en lo sustancial. Los derechos tienen dos rostros: uno benéfico y el otro dañino, y lo malo es que su aspecto dañino se halla en manos de los poderosos, mientras que su lado benéfico queda en manos impotentes. De este modo, los derechos, en lugar de servir a la justicia, a menudo alimentan injusticias. Cuando permanecemos indiferentes ante las catástrofes humanitarias que afectan a los otros y tratamos de justificar nuestra indiferencia, ¿no lo hacemos en nombre de los derechos, de nuestros derechos? Por ejemplo, en nombre del derecho a defender nuestra identidad o el de ser «dueños de nuestra propia casa». Por consiguiente, los derechos no solo justifican la violación de otros derechos, sino también la masacre de miles o millones de vidas. No podemos eludir esta incómoda pregunta: ¿todo esto sucede a pesar o a causa de los derechos?

En este sentido, quizá podamos entender el giro de Bobbio en la vejez pensando que ha dejado de engañarse con las palabras para atenerse más bien a los hechos del mundo. Sería fruto del hartazgo, por lo demás, en un hombre que no vivió para asistir al ceremonial cotidiano de la violación de los derechos humanos en nuestros mares y nuestras fronteras. Le bastó con lo que veía entonces para no dudar del derrocamiento práctico de los valores en los que había creído durante toda su vida: si este es el mundo de los derechos donde pretendemos reconocernos, mejor dar media vuelta.

Ahora bien, ¿podemos limitarnos a registrar este vuelco, un giro sorprendente en uno de los más altos exponentes de la cultura ilustrada moderna, por mucho que sea una cultura sin vigor? De hecho, no es necesario creer en las «luces» y en el triunfo del progreso; bastaría con confiar en algún «destello» para considerar posible un cierto progreso moral de la humanidad, por arduo, parcial y frágil que sea. Hasta los simples destellos están indisolublemente ligados con la fe en los seres humanos y ayudan a no desesperar de que puedan crear una sociedad y unas instituciones si no racionales, al menos razonables con respecto a sus propios ideales. Y además, ¿por qué la desilusión con respecto a la retórica de los derechos habría de implicar el paso de los derechos a los deberes, un cambio de orientación que parece negar los primeros para exaltar los últimos? ¿Por qué pasar de la libertad, compañera de los derechos humanos, a los deberes, que van o pueden ir de la mano de la obediencia, la sumisión y la servidumbre?

A continuación trataremos de recorrer un camino que, ante preguntas que sacuden los mismos cimientos de nuestras aspiraciones a lo que llamamos civilización, época moderna, constitucionalismo, dignidad de los seres humanos, etc., nos permita acceder a esos destellos, reconociendo en Bobbio no tanto a un maestro de la duda cuanto a un experto en esa virtud de la que querríamos librarnos: la inquietud, y que no obstante es preciso cultivar sobre todo en tiempos de profundas contradicciones.

¿DE PARTE DE QUIÉN?

Al final del pasaje antes citado se alude a una contraposición entre poderosos y débiles, opresores y oprimidos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, divites e inanes, es decir, entre quienes se encuentran por encima y quienes se hallan por debajo en la escala social. Los derechos son una realidad para los que están encima, y una mentira para los que están debajo. De cara a elaborar un discurso realista sobre el «estado de los derechos» en el mundo y en las distintas sociedades en particular, habría que partir de esta contradicción. En los seis volúmenes del libro titulado Derechos humanos. Cultura de los derechos y dignidad de la persona en la época de la globalización1 encontramos sobrados argumentos para sostener, sobre la base de los hechos, la existencia efectiva de esta duplicidad, por no decir doblez.

Sin necesidad de ser marxista, en ellos puede encontrarse confirmación para la convicción de que las ideas sociales y políticas fecundas nacen de la realidad de las relaciones humanas y son su reflejo, mientras que las ideas infecundas, en cambio, manan de aquellas cabezas que no hacen sino dar vueltas sobre sí mismas —de hecho, no son tan solo infecundas, sino también mentirosas—. Las mentes perspicaces pueden elaborar ideas y categorías generales, pero semejantes expresiones no encuentran arraigo fecundo, alimento y verdad en la pura especulación. En las cabezas puede asentarse la ideología, que enmascara la realidad, dándole a veces su forma verdadera, y otras mistificándola. No se puede partir «de lo que los hombres dicen, se imaginan o se representan, ni de lo que se dice, se piensa, se imagina o se representa que son, para llegar a partir de ahí a los hombres de carne y hueso»; hay que partir «de los hombres que actúan realmente y del proceso real que es su vida» y explicar así «incluso el surgimiento de los reflejos y los ecos ideológicos de ese proceso vital»; «en consecuencia, la moral, la religión, la metafísica y cualquier otra forma ideológica, y las formas de conciencia correspondientes, pierden su aire de autonomía [...] No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia». Estas proposiciones (tomadas de la introducción a La ideología alemana2) se refieren también a las categorías generales del derecho y, por lo que hace en particular a nuestro argumento, a los discursos sobre los derechos.