El deseo del psicoanalista - Diana S. Rabinovich - E-Book

El deseo del psicoanalista E-Book

Diana S. Rabinovich

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Beschreibung

El objetivo de este libro es situar el concepto "deseo del psicoanalista" en el marco que creemos es central para el ejercicio mismo del psicoanálisis: el marco del debate acerca de la determinación y la libertad. A nuestro entender, si el psicoanálisis no abre para cada sujeto hablante la posibilidad de ese "poco de libertad" como la denomina Lacan, su ejercicio deviene una mera estafa. Establecer las coordenadas de este debate implica tomar en cuenta el carácter central, subversivo incluso, del deseo como deseo del Otro en la enseñanza de Lacan.

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Diana S. Rabinovich

El deseo del psicoanalista

Libertad y determinación en psicoanálisis

Buenos Aires

Sobre este libro

El objetivo de este libro es situar el concepto “deseo del psicoanalista” en el marco que creemos es central para el ejercicio mismo del psicoanálisis: el marco del debate acerca de la determinación y la libertad. A nuestro entender, si el psicoanálisis no abre para cada sujeto hablante la posibilidad de ese “poco de libertad” como la denomina Lacan, su ejercicio deviene una mera estafa.

Establecer las coordenadas de este debate implica tomar en cuenta el carácter central, subversivo incluso, del deseo como deseo del Otro en la enseñanza de Lacan.

Diana S. Rabinovich

La autora es psicoanalista y profesora titular de la cátedra I de Psicoanálisis, Escuela Francesa, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Otros de sus libros publicados por Manantial son: La teoría del yo en la obra de Jacques Lacan (en colab.); Sexualidad y significante; El concepto de objeto en la teoría psicoanalítica; La significación del falo; Una clínica de la pulsión: las impulsiones; La angustia y el deseo del Otro; Modos lógicos del amor de transferencia.

Rabinovich, Diana S.

El deseo del psicoanalista. Libertad y determinación en psicoanálisis

1a edición impresa - Buenos Aires : Manantial, 1999

1a edición digital - Buenos Aires : Manantial, 2014

ISBN edición impresa: 978-987-500-013-1

ISBN edición digital: 978-987-500-189-3

1. Psicoanálisis. I. Título

CDD 150.195

Colección: Estudios de psicoanálisis

Directora de colección: Diana. S. Rabinovich

Diseño de tapa: Estudio R

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Derechos reservados

Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

© 1999, Ediciones Manantial SRL

Avda. de Mayo 1365, 6º piso

(1085) Buenos Aires, Argentina

Tel: (54-11) 4383-7350 / 4383-6059

[email protected]

www.emanantial.com.ar

Índice de contenidos

Prólogo

Capítulo 1. El deseo del psicoanalista y la ironía socrática

Capítulo 2. La cuestión del saber del psicoanalista: la docta ignorancia

Capítulo 3. Formas lógicas de las operaciones de alienación y separación

Capítulo 4. El objeto perdido, el deseo del Otro y el deseo del psicoanalista: falta, pérdida, causa

Capítulo 5. Alienación y separación en “Posición del inconsciente” y el Seminario XI. La libertad: del terror hegeliano a la contingencia

Capítulo 6. Deseo del psicoanalista y operación de separación

Anexo. Lógicas de la Escuela en psicoanálisis

Prólogo

El objetivo de este libro es situar el concepto ‘deseo del psicoanalista’ en el marco que creemos es central para el ejercicio mismo del psicoanálisis: el marco del debate acerca de la determinación y la libertad. A nuestro entender, si el psicoanálisis no abre para cada sujeto hablante la posibilidad de ese ‘poco de libertad’ como la denomina Lacan, su ejercicio deviene una mera estafa.

Establecer las coordenadas de este debate implica tomar en cuenta el carácter central, subversivo incluso, del deseo como deseo del Otro en la enseñanza de Lacan. No en vano el primer capítulo se despliega en torno a la figura de Sócrates –siempre presente, de manera explícita o sugerida apenas, cuando Lacan se refiere al deseo del psicoanalista–, ese Sócrates que al igual que Freud, señala Lacan, siempre enfoca el deseo como objeto, vale decir, como deseo de un deseo.

En relación con el deseo como objeto se despliega el problema de la causa del deseo y su contingencia. Articulación esta última indispensable, pues son los modos lógicos en su relación con la causa los que introducen la perspectiva que desemboca en situar el deseo del psicoanalista como un instrumento central en la dirección de la cura en lo tocante a la elección posible que se abre para el analizante.

Esta lectura entraña pues una crítica a toda comprensión del deseo del Otro como puro destino prefijado, interpretación de Lacan que conlleva una distorsión del significado del deseo del psicoanalista, que va ciertamente mucho más allá de un mero reemplazo del concepto de contratransferencia.

Cabe recordar la importancia de ese ‘duelo’ del analista con el que culmina el Seminario La transferencia. Este será otro eje que recorre los desarrollos incluidos en este texto, que exige un examen detallado de las operaciones de alienación y separación tal como se van elaborando, en un contrapunto peculiar, en el Seminario “La angustia”, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, “La lógica del fantasma” y “El acto psicoanalítico”.

Es este el contexto en que el deseo del psicoanalista en su originalidad se despliega, para jugarse entre la angustia, el duelo, el deseo del Otro, el objeto a como causa de ese deseo y las operaciones que Lacan sintetiza en una serie fundamental, a mi juicio poco enfatizada: la serie constituida en un orden lógico por la falta, la pérdida y la causa. Es en este contexto que el acto psicoanalítico adquiere toda su importancia.

Se encontrará asimismo una discusión de la articulación entre libertad y causación, temas por lo general obviados en la lectura de la obra de Lacan, tomando en consideración lo que se plantea en el escrito “La ciencia y la verdad”. Para ello es indispensable examinar la diferencia entre la necesidad a priori y a posteriori, cuya raigambre freudiana es indudable, a fin de precisar cuál es el margen de libertad que el psicoanálisis hace posible.

Por esta razón, el libro culmina con dos capítulos dedicados a una lectura detallada de los capítulos pertinentes del Seminario XI y del artículo “Posición del inconsciente” de los Escritos, en lo referente a la relación entre la libertad, la contingencia y las operaciones de alienación, y sobre todo de separación.

Hablar del fin del análisis sin tomar en consideración sus ‘fines’ es quizás uno de los obstáculos mayores que las discusiones actuales acerca del tema suelen eludir. Lo que se gana en un análisis, si no lo pensamos en términos de cura tipo, es precisamente ese margen de libertad

A propósito hemos excluido toda discusión acerca del pase, pues consideramos que a menudo oscurece el hecho de que el deseo del psicoanalista se ubica de modo central en una conceptualización del psicoanálisis que entraña en cuanto tal un desafío a todo determinismo a ultranza, que suele dejar de lado que aquello que fue accidente, trauma, azar, deviene en cada sujeto una necesidad a posteriori, que desbroza para él el camino en el que pueda plantearse “si quiere lo que desea”. Creo que este debate acerca del margen de libertad que la praxis psicoanalítica hace posible, tiene un alcance general mayor que la cuestión del pase, en la medida en que atañe a todo análisis, más allá del de los psicoanalistas mismos.

Hemos agregado como anexo la conferencia sobre las “Lógicas de la Escuela”, pronunciada en abril de 1991 en la Sociedad Analítica de Buenos Aires, en el momento de mi alejamiento del Campo Freudiano. Esta había comenzado a circular, en una desgrabación incorrecta, debido al interés que reviste a la luz de los recientes acontecimientos en la Asociación Mundial de Psicoanálisis, acontecimientos cuya posibilidad para mí era clara ya en esa época. Los desarrollos de la misma brindan un marco general a lo que se expone en el resto del libro.

Capítulo 1 El deseo del psicoanalista y la ironía socrática

El deseo del psicoanalista es un concepto solidario de la elaboración por Lacan de una ética propia del psicoanálisis. Por lo tanto, el deseo del psicoanalista, la ética del psicoanálisis y la responsabilidad del psicoanalista han de pensarse al unísono.

En el Seminario XII, “Los problemas cruciales del psicoanálisis”, la posición del analista es caracterizada éticamente: “Se le confía al psicoanalista una conversión ética radical”.[1] Esta conversión ética es definida, con precisión, como la introducción del sujeto en el orden del deseo. El orden del deseo funda la acción del sujeto humano en un nuevo factor en el campo de la ética: el deseo tal como Freud lo descubre.

En la misma lección asoma el término “escuela” que remite, de manera explícita, a las escuelas de filosofía helenística de la Antigüedad. Este término introduce una cuestión compleja: ¿en qué se funda su uso para definir algo que, se aspira, llegue a ser una nueva forma de lazo social entre los psicoanalistas?[2]

En la Antigüedad una escuela –ya fuese la Peripatética o aristotélica, la Academia platónica, la Stoa, el pórtico estoico, o el Jardín epicúreo– entrañaba formarse en un estilo de vida. Formulación problemática, pues Lacan espera que ese ‘formarse en un estilo de vida’ sea asumido por quienes se interesan específicamente en su enseñanza, a partir de una posición del psicoanalista fundada en su responsabilidad ética, que ha de permitirle asumir la enseñanza de Lacan:

[…] como un principio de su acción, que les permita dar cuenta de esa misma acción. Por otro lado, no sólo quiero tener aquí gente que esté interesada en su acción, sino que le interese, básicamente, lo que entraña el cambio esencial de la motivación ética y subjetiva que introduce en nuestro mundo, el psicoanálisis.[3]

No cabe eludir el carácter problemático de esta propuesta que exige establecer el límite sutil entre ‘estilo de vida’ y ‘estilo de trabajo como analista’, en tanto ésta es una afirmación que puede interpretarse en el sentido del innumerables veces criticado final de análisis por identificación o, incluso, en el sentido de una nueva forma de cosmovisión psicoanalítica.

Esta afirmación contiene una verdad fundamental: afirma el carácter revolucionario, subversivo, de la formulación freudiana del deseo y del sujeto y su incidencia en la ética. Pero, asimismo, entraña un riesgo, el de ser entendida como la propuesta de una nueva way of life, aunque ésta ya no sea american.

Antes de examinar esta cuestión es necesaria una revisión rigurosa del concepto mismo de deseo del psicoanalista. Lacan se topa con él en relación con la figura de Sócrates, que reaparecerá hasta el final de su obra cada vez que aluda al deseo del psicoanalista.

¿A qué se debe esta reaparición constante de Sócrates? El Sócrates de El Banquete, en particular, retorna incesantemente, vuelve siempre al mismo lugar, al lugar donde se habla del deseo del psicoanalista y, más precisamente aún, del deseo del psicoanalista en su articulación con el amor de transferencia. Sócrates, en cierto sentido, guía a Lacan en el descubrimiento del deseo del psicoanalista como tal.

Un artículo de Pierre Hadot, “La figura de Sócrates”,[4] se acerca a los desarrollos de Lacan al respecto, siendo el desarrollo de ambos muy cercano al de Kierkegaard y, en menor grado, al de Nietzsche.

En el primer capítulo del Seminario XI, Lacan asevera, refiriéndose a la transmisión del psicoanálisis, de la que el deseo del psicoanalista es inseparable:

En cuanto al deseo de Freud, lo situé en un nivel más elevado. Dije que el campo freudiano de la práctica del psicoanálisis seguía siendo dependiente de cierto deseo original que desempeña siempre un papel ambiguo, aunque prevalente, en la transmisión del psicoanálisis. El problema de este deseo no es psicológico, como tampoco lo es el problema, no resuelto, del deseo de Sócrates. Existe toda una temática, que afecta el estatuto del sujeto, cuando Sócrates postula no saber nada más que aquello que concierne al deseo. El deseo no es colocado nunca por Sócrates en posición de subjetividad original, sino en posición de objeto. Pues bien, en Freud también se trata del deseo como objeto.[5] [Las itálicas son nuestras.]

Se trata, por ende, del deseo como deseo del Otro, deseo del Otro que es el objeto del deseo.

Inicialmente el desarrollo se centra, en lo que a Sócrates respecta, alrededor del amor. Sin embargo, en el Seminario XI, surge la palabra “deseo” para traducir lo que, usualmente, ha sido traducido como amor, tà erotiká, lo erótico. La palabra castellana “erótico”, al igual que la francesa, érotique, conserva la huella de la presencia del Eros, trazando un borde particular entre el deseo, el amor y la pulsión.

La introducción del deseo en posición de objeto, ese objeto que es el deseo del Otro –ser deseado por el Otro es el objeto mismo del deseo– y la remisión al deseo de Sócrates, muestra que Freud y Sócrates tienen en común algo fundamental: considerar que lo deseable es ser deseado y que, por lo tanto, el deseo no se agota en las categorías del ser o del tener sino que implica una relación diferente del sujeto con la falta o el agujero en el Otro, con aquello que hace del Otro un deseante.

En el Seminario VIII se esbozan las coordenadas que el analista ha de alcanzar para ocupar el lugar que le es propio, que es el suyo. Dicho lugar propio del analista hace a la esencia, al fundamento mismo de su trabajo como analista. Ese lugar se define de un modo que se mantendrá constante:

[…] quizá podemos definir, y en términos de longitud y de latitud, las coordenadas que el analista ha de ser capaz de alcanzar para simplemente ocupar el lugar que es el suyo, que se define como el que debe ofrecer vacante al deseo del paciente para que se realice como deseo del Otro.[6]

El psicoanalista debe ofrecer vacante, vacío, dejar libre el lugar del propio deseo, el que no ha de estar ocupado por ese objeto que es el deseo de su Otro particular. Debe ofrecerse vacante a fin de que el deseo del paciente –el deseo como objeto, el deseo del Otro– se realice en tanto que deseo del Otro vía ese instrumento para su realización que es el analista en cuanto tal. El deseo del analista definido como un vacío, como un lugar donde algo podrá venir a alojarse, a morar, deja en claro que lo que allí tiene que venir a alojarse, en la praxis del psicoanálisis, es el deseo del paciente como deseo de su Otro, el de la historicidad propia del paciente, el de las circunstancias propias de su vida. No se trata de la puesta en juego del deseo de un Otro “generalizado” o generalizable, razón que invalida de por sí el deseo entendido como deseo de reconocimiento del Otro.

La referencia al Otro, como sucede a menudo, se acompaña del adjetivo “inolvidable”, tomado del Proyecto…[7] freudiano. Para que aparezca el deseo en ese Otro, el vacío estructural de ese Otro histórico, el analista tiene que vaciar el lugar de su propio deseo como sujeto del inconsciente. Ésta es, por ende, la condición para que se despliegue ese Otro primordial e inolvidable para el paciente, que estructuró como tal su deseo, en tanto y en cuanto el objeto de su deseo es ese deseo del Otro.

Al final del Seminario VIII, poco antes de situar la responsabilidad del analista en dejar abierta, en su subjetividad, esa hiancia del deseo –que es un vacío, un entre-dos, pues no se trata de que el analista opere como un S barrado, sino de que deje abierta la hiancia del deseo del Otro, el entre-dos significantes del deseo, entre S1 y S2–, volverá a la pregunta inicial: ¿qué necesita el analista para ocupar ese lugar desde una perspectiva lógica?

Ha de situarse en términos de nesciencia, en otras palabras, de docta ignorancia, de una falta de ciencia, de una ausencia de ciencia, de saber, sobre todo de saber en el sentido de “la” ciencia, que el analista como tal, en ejercicio –no como sujeto, en su vida propia– no ha de poseer.

No cabe menospreciar la importancia de este vacío, cuya meta es permitir el surgimiento del objeto a. No se trata en modo alguno de que el analista, a partir de este espacio vacío del deseo del Otro, permita al analizante el acceso a un ideal o a un amor, sino, por el contrario, de subrayar cómo el amor es tan sólo una vía que permite delimitar, cercar el campo donde aparecerá el objeto a. Cualquier objeto puede ocupar ese campo vacío del entre-dos del deseo del Otro, dado que, a priori, ningún objeto es más valioso que otro. El objeto que se ubica allí es un objeto cualquiera, aunque tenga, desde ya, las características del objeto parcial freudiano:

Aquí, nosotros, analistas, nos vemos llevados a vacilar, en ese límite donde se plantea la cuestión de qué vale cualquier objeto que entra en el campo del deseo. No hay objeto que tenga un precio mayor que otro –éste es el duelo alrededor del que se centra el deseo del analista.[8]

Nos adentramos en el orden de lo que Freud mismo definía como la contingencia del objeto pulsional que deviene luego, por acción de la fijación, necesario. Saber que cualquier objeto puede ocupar ese lugar implica una definición de la posición del analista, que reaparecerá en la “Proposición de octubre...”,[9] pues dice: “[…] culmina en una peculiar definición, en tanto que el deseo del psicoanalista es formalizado como duelo”, es decir, en términos de la operación de privación.[10] El duelo del psicoanalista se funda en el hecho de que en ese campo, el campo del deseo del Otro, todos los objetos son inconmensurables, carecen de común medida. Resulta claro que no se alude al falo, que es, precisamente, la común medida, lo conmensurable. Esos objetos que carecen de común medida, valen para cada sujeto en particular –a ello se debe la conclusión central y su obligado retorno a Sócrates–, indican la inexistencia de un Bien supremo universalizable, común a todos los sujetos.

¿Cuál es el duelo en juego en la aceptación de la ausencia de común medida entre los objetos del deseo? El duelo, articulado con el concepto de privación, es correlativo de un agujero en lo real, es, por ende, agujero, falta, falla, en lo real. El analista, por tanto, ha de hacer el duelo, o ya lo hizo, por ese Bien supremo, único, que pudiese compartirse. No existe, en el nivel del objeto, ninguna fusión posible entre el psicoanalista y su paciente. El objeto es causa de deseo, definición que habrá de llevar al examen de la causalidad, central para definir el deseo del psicoanalista. Implica, en el caso del psicoanalista, un saber acerca de lo que carece de medida en común, acerca del valor de lo inconmensurable en la causación del deseo. Este saber, así formulado, es absolutamente general, porque nada dice sobre cada caso en particular.

En el Seminario XII se describe el “juego del psicoanálisis” en el que se despliegan las “tres posiciones subjetivas del ser”. La definición de estas tres posiciones subjetivas del ser se funda en la ausencia de ser propia del hablante-ser. Las posiciones subjetivas son el sucedáneo de esa ausencia de ser, ellas son: el ser del sexo, el ser del saber y el ser del sujeto.

¿Cuál es la relación del psicoanalista con estas tres posiciones subjetivas del ser? El psicoanalista, en su función, se articula con la posición del ser del saber, caracterizada como la posición pura del sujeto. Esta posición se funda en Descartes:

[…] en la medida que el analista se afirma, como siendo aquel que piensa que no sabe nada. En el momento en que asume estructuralmente esa formación de estructura que es el sujeto supuesto saber, su posición es escéptica.[11]

La presencia del término “afirma” ha de ser subrayada, pues se relaciona estrechamente con la teoría de la interpretación que se deriva del concepto de deseo del psicoanalista. Alude a una forma lógica, la de la proposición afirmativa, llamada tradicionalmente “apofántica”.

Retornan, como puede apreciarse, las escuelas de la Antigüedad. Hace su aparición el escepticismo, que implica cierto rechazo válido del saber en la posición del analista. El analista ha de rechazar el saber, así como Descartes rechaza cierto saber relacionado con el saber tradicional aprendido con los jesuitas. A ello apuntaba otrora una de las dimensiones de la posición de “muerto” del analista, la del abandono de los prejuicios, de los falsos saberes o del saber de la ciencia inútil del yo [moi] en el ejercicio más específico e íntimo de su práctica.

Lacan caracteriza esta posición de rechazo del saber como un escepticismo pirroniano. Pirrón fue el fundador de la escuela escéptica que, al igual que todas las demás escuelas –estoicos, epicúreos, académicos, aristotélicos–, se consideraba heredera directa de Sócrates. Todas ellas rivalizaban por ocupar el lugar de los auténticos descendientes de Sócrates; de igual modo que Lacan, los psicoanalistas de la psicología del yo, Melanie Klein, Winnicott, etc., todos sostienen que ellos son los descendientes directos y legítimos de Freud. La situación, sin duda, se asemeja.

La única afirmación que realiza el escéptico es la de que no sabe, afirmación que es la afirmación socrática por excelencia. Por lo tanto, existe una relación muy directa entre la posición del analista y la posición socrática en lo tocante a la afirmación del no-saber.

En psicoanálisis, si el psicoanalista afirma antes de que el discurso del sujeto le brinde los elementos que le permitan afirmar algo, en la gran mayoría de los casos su funcionamiento correrá el riesgo de ser dogmático, de fundarse en dogmas preconcebidos acerca de qué debe ser un sujeto y acerca de cuál es su Bien.

La posición escéptica dura no acepta una afirmación de verdad o falsedad e, incluso, llega a negar la posibilidad misma de una ciencia. Ella culmina en la isostenia, la igualdad de la aseveración: el juicio no se inclina ni hacia un lado ni hacia otro. Cabe pensar, si se nos permite explicitar la extrapolación que subyace a la afirmación de Lacan, que se trata de una primera versión de la regla de atención flotante, según la cual todos los dichos del analizante exigen una escucha fundada en la isostenia. La regla de la atención flotante entraña una escucha que no subraya nada en particular, hasta que el surgimiento de algo del orden del inconsciente en el despliegue del discurso del analizante lo permita.

La duda pirroniana no es una duda acerca de si el mundo externo existe o no existe. Por el contrario, el escéptico no duda de las apariencias, no duda de la presencia real de la mesa, no duda de los objetos del mundo externo. Duda de la ciencia que explica esos objetos más allá del fenómeno, duda de la posibilidad de emitir juicios acerca del mundo, no duda acerca de la existencia del mundo, no es un idealista.

Esta posición es cercana a la de Sócrates, pues los escépticos fundan una ética en la negación de toda ciencia, entendida como ciencia natural, posible. Por ello algunos comentadores los consideran representantes de un escepticismo moral o práctico, en el sentido de la razón práctica de Kant.

En el Seminario XV, “El acto psicoanalítico”, donde se introducen por primera vez los términos “analizante” y “pase”, se encuentra una fórmula –fórmula que he comentado en otra oportunidad–:[12] “El psicoanalista finge olvidar que su acto es causa del proceso del análisis”.[13] Este ‘finge olvidar’ requiere suma atención, pues no es sencillo de entender. Se volverá a este sintagma, para apreciar toda su complejidad, luego de realizar un breve recorrido en torno a Sócrates y, en particular, a la así llamada ironía socrática. Este “finge olvidar” ha de entenderse en función de la ironía que entraña.

Gregory Vlastos repasa, en su libro sobre Sócrates, las significaciones de la palabra “ironía”. Recuerda, al igual que Kierkegaard, Hegel y prácticamente todos los autores, a Quintiliano: “La ironía es esa figura del habla o tropo en la que se ha de entender algo contrario a lo que se dice”. Esta fórmula resistió el paso del tiempo, puesto que llega intacta al primer gran diccionario inglés, el del doctor Johnson, de 1775, donde se la define del siguiente modo: “Es un modo de hablar en el que el significado es contrario a las palabras”.[14] Esta definición es la corriente aún hoy.

Pero, en Grecia, ¿qué significaban eironeia, eirón o eironeumai? Intención de engañar. Asimismo, tenían un amplio campo semántico que abarcaba desde la idea de burla, de tomadura de pelo, hasta la caracterización de Teofrasto en sus Caracteres, donde el irónico es descripto como lo que hoy se calificaría como un hipócrita.

La definición de Cicerón, quien introduce el término ironía en latín, de donde deriva el nuestro, la caracteriza, en primer término, como urbana, en el sentido de civilizada: “Urbana es la disimulación de la ironía”. Subráyese la palabra “disimulación” que remite al fingimiento. Vale la pena recordar que Sócrates fue acusado de ser un simulador. Ello le permitirá a Lacan, en un momento dado, dar un vuelco en su manera de entender a Sócrates, concibiéndolo como el modelo de la histeria; Sócrates, acusado de simulador, es solidario de las histéricas.

Continúa así la definición de Cicerón:

Urbana es la disimulación cuando lo que se dice es muy diferente de lo que se entiende. En esta ironía y en esta disimulación Sócrates, a mi juicio, descolló sobre todos los demás en encanto y humanidad.[15]

Vlastos comenta, con humor, que cuando se rastrea la historia de las significaciones de “ironía”, se observa que, a partir de Sócrates, la palabra mejora su status y pierde prácticamente el sentido de engaño –que cae–, y queda dotada de un nuevo sentido; deviene una suerte de fingir infantil, juguetón, una seriedad chistosa, burlona, aguda, caracterizada a la par por su carácter lúdico y por su profunda seriedad. La ironía entraña, por ende, a la seriedad bajo un disfraz lúdico.

El concepto de ironía, con una continua referencia a Sócrates[16] es el título completo de la tesis de maestría de Kierkegaard. Este texto cuestiona los conceptos de Hegel, aun cuando este debate no es lo que más interesa aquí. Lo que sí interesa es cómo describe a Sócrates, qué imagen brinda de Sócrates. La referencia primera y casi constante de la mayoría de los autores –Nietzsche, Kierkegaard, Hegel, etc.– es a El Banquete de Platón. Lacan, por ende, cuando realiza su interpretación de dicho texto se apoya en una amplia tradición de comentarios filosóficos de primera línea al respecto.

Dos rasgos de Sócrates, de ese ser maravilloso e inolvidable que era Sócrates para quienquiera que lo hubiese conocido –que dejó tras de sí, como todo aquel que despierta fuertes transferencias, grandes amores y grandes odios–, han quedado asociados a él. Uno es su fealdad, ilustrada por la imagen del sileno que introduce Alcibíades en su discurso; el otro es su permanente posicionamiento como ignorante, como el que no sabe, que lo hace presentarse como un preguntón, punto de intersección evidente con el preguntar histérico. Asimismo, es un personaje al que se caracteriza –caracterización que Lacan toma– como atopos, atópico, sin lugar; palabra que utiliza Alcibíades en su elogio de Sócrates en El Banquete.

¿Qué sucede con este Sócrates, ambiguo, inquietante, que despista por su fealdad, que crea una suerte de adicción a su persona en quienes lo tratan? Kierkegaard lo compara con un cobold danés, suerte de gnomo o pequeño elfo, cuyo sombrero le permite volverse invisible, al que todos ven, mas nadie puede asir, porque desaparece en el momento más inesperado, así como en el sileno la fealdad encubre los tesoros, volviéndolos invisibles.

Entramos en la escena de la simulación. La fealdad de Sócrates, su aspecto de sileno, con los ecos de animalidad que éste tiene en la mitología griega, encubre y disimula un tesoro imposible de ver. Incluso Nietzsche, cuya relación con Sócrates era extremadamente ambivalente, en El problema de Sócrates, escribe: “Todo en Sócrates es disimulado, retorcido, subterráneo”.[17] Sócrates, todos coinciden, vive enmascarado, enmascarado con su fealdad de sileno.

La ironía socrática es el autoenmascaramiento permanente que hace de ciertos rasgos de su persona, del tesoro que oculta, por un lado, con su fealdad, y, por otro, con su ignorancia. Por ello, Sócrates es una máscara perfecta para que otros hablen a través suyo. Basta observar cuántos lo usaron, incluido, por ejemplo, Nietzsche mismo, quien muchas veces recurre a este procedimiento socrático.[18]

La ironía de Sócrates está destinada a perturbar a su intercutor, a instilarle zozobra, si no a angustiarlo. Kierkegaard, que escribió muchas de sus obras con seudónimos, compara estos seudónimos con la máscara socrática:

La producción estética es un fraude, donde las obras seudónimas adquieren su sentido profundo. Un fraude, qué cosa fea. Respondo, entonces, que no hay que dejarse engañar por la palabra. Se puede engañar a un hombre con miras a lo verdadero y, para recordar el ejemplo mejor, al viejo Sócrates, engañarlo para llevarlo hacia lo verdadero.[19]

El engaño del principio del análisis, el engaño del amor de transferencia, por lo tanto, tiene este sentido: engañar a un sujeto para llevarlo hacia lo verdadero, aunque lo verdadero no sea lo mismo para Sócrates y Kierkegaard que para Freud y Lacan. No hay ninguna belleza ideal, ninguna idea ideal universal en lo tocante a lo verdadero para el psicoanálisis.

Kierkegaard sostiene asimismo: “Es incluso la única manera de operar cuando alguien es víctima de una ilusión”.[20] Comentario muy perspicaz: hay que jugar el juego de la ilusión, el juego, puede decirse, de las ficciones del deseo. Agrega Kierkegaard:

Lo interesante es que el interlocutor [a eso lo lleva Sócrates] perciba el carácter absurdo de lo que dice, exponiéndolo hasta el final, de modo tal que lo absurdo devenga evidente. Pero, al mismo tiempo, [Kierkegaard vuelve a las máscaras] se le da lugar a todos los personajes que hay en un sujeto, sin que el sujeto se reconozca en ellos.

Concluye con una autorreflexión, sumamente interesante:

Mi melancolía hizo que durante años yo no pudiera decirme a mí mismo tú. Entre la melancolía y yo existía todo un mundo de fantasías. Lo agoté en parte con mis seudónimos.[21]

Kierkegaard es un sujeto que allí donde otro haría una mitomanía crea una obra; pues podría haber agotado los seudónimos a través de una mitomanía. ¿No es éste muchas veces el destino de la histeria, perderse en variantes mitománicas de ese mundo sin llegar a agotarlo, sin dar un procesamiento simbólico a la falta que lo funda?, como dirá luego Kierkegaard mismo en otro texto.

Kierkegaard insiste en que hay algo en común entre Sócrates y él: el método socrático, al igual que el método kierkegaardiano, privilegia la comunicación indirecta, no la directa. Nada hay más engañoso, desde su perspectiva, que pensar que puede haber una palabra que lo diga todo, porque toda palabra que diga ‘todo’ acerca de la experiencia existencial de alguien es, necesariamente, una palabra banal.

Esta afirmación de Kierkegaard debe incitar a la reflexión, pues la banalidad, bajo la forma de la ironía, puede permitir una comunicación indirecta y la palabra “banal” no puede sernos indiferente a nosotros, psicoanalistas, dado que la consigna de la asociación libre es ‘diga banalidades’, ‘diga todo lo que se le ocurra, incluyendo las idioteces’, no se censure en cuanto a la asociación, pues diciendo banalidades, sin querer, dirá lo que tiene para decir. La formulación de Kierkegaard se acerca a ese mismo punto en el que se trata de cercar, en análisis, el momento en que la palabra vacía se vuelve plena. Momento fugaz en el que en la palabra banal, vacía, logra asomar algo de otro orden, formulado, la gran mayoría de las veces, indirectamente.

En la ironía, especialmente en la ironía socrática, asociada a la ignorancia, la actitud de quien la asume –a diferencia de la ironía romántica, a la que Hegel critica, crítica con la que Kierkegaard acuerda–, es la de presentarse como siendo menos que su interlocutor, inferior. El irónico se deprecia, se desvaloriza a sí mismo, y finge –obsérvese el retorno del fingir, de ese ‘fingir olvidar’ al que ya se aludió– dar la razón al interlocutor, adoptar el punto de vista del otro. Por lo tanto, la de Sócrates es una autodepreciación o desvalorización fingida. Se hace pasar por un ciudadano común, carente de importancia.

Una frase de Nietzsche, en El viajero y su sombra, es muy clara al respecto: “La mediocridad es la máscara más feliz que puede llevar un espíritu superior”.[22] El problema es que los analistas lo creen y, a menudo, ‘se’ creen que por mediocres son superiores... Ironía del psicoanálisis, de la que los psicoanalistas son víctima, sobre todo cuando leen a Lacan, leen a Freud. Es fácil creer, con esos emblemas significantes, que esa máscara de superioridad permite superar la mediocridad. Si el espíritu superior se enmascara con la mediocridad, por una curiosa inversión, en el medio analítico la mediocridad asume la máscara del espíritu superior.

Sócrates, ciertamente, rehúsa todo el tiempo presentarse como alguien que tiene algo para enseñar. En El Banquete