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El diablo cojuelo es un texto teatral del autor Luis Vélez de Guevara. Se considera su mayor éxito, una obra imperecedera del teatro español de todos los tiempos. Narra la historia de un hombre que libera a un diablo prisionero en una botella tras la maldición de un mago. Como recompensa, el diablo le permite sobrevolar con él la ciudad y asomarse a las casas de sus conciudadanos para espiar sus miserias y sus cuitas.
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Seitenzahl: 134
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Luis Vélez de Guevara
Saga
El diablo cojuelo
Copyright © 1641, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726661804
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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AL EXCMO. SR. D. RODRIGO DE SANDOVAL, DE SILVA, DE MENDOZA Y DE LA CERDA, PRÍNCIPE DE MÉLITO, DUQUE DE PASTRANA, DE ESTREMERA Y FRANCAVILA, ETC.
Excelentísimo señor:
La generosa condición de V.E., patria general de los ingenios, donde todos hallan seguro asilo, ha solicitado mi desconfianza para rescatar del olvido de una naveta, en que estaba entre otros borradores míos, este volumen que llamo El Diablo Cojuelo, escrito con particular capricho, porque al amparo de tan gran Mecenas salga menos cobarde a dar noticia de las ignorancias del dueño. A cuya sombra excelentísima la invidia me mirará ociosa, la emulación muda, y desairada la competencia; que con estas seguridades no naufragará esta novela y podrá andar con su cara descubierta por el mundo. Guarde Dios a V.E., como sus criados deseamos y hemos menester.
Criado de V.E., que sus pies besa,
LUIS VÉLEZ DE GUEVARA.
Gracias a Dios, mosqueteros míos, o vuestros, jueces de los aplausos cómicos por la costumbre y mal abuso, que una vez tomaré la pluma sin el miedo de vuestros silbos, pues este discurso del Diablo Cojuelo nace a luz concebido sin teatro original fuera de vuestra juridición; que aun del riesgo de la censura del leello está privilegiado por vuestra naturaleza, pues casi ninguno de vosotros sabe deletrear; que nacistes para número de los demás, y para pescados de los estanques, de los corrales, esperando, las bocas abiertas, el golpe del concepto por el oído y por la manotada del cómico, y no por el ingenio. Allá os lo habed con vosotros mismos, que sois corchetes de la Fortuna, dando las más veces premio a lo que aun no merece oídos, y abatís lo que merece estar sobre las estrellas; pero no se me da de vosotros dos caracoles: hágame Dios bien con mi prosa, entretanto que otros fluctúan por las maretas de vuestros aplausos, de quien nos libre Dios por su infinita misericordia, Amén, Jesús.
Lector amigo: yo he escrito este discurso, que no me he atrevido a llamarle libro, pasándome de la jineta de los consonantes a la brida de la prosa, en las vacantes que me han dado las despensas de mi familia y los autores de las comedias por su Majestad; y como es El Diablo Cojuelo, no lo reparto en capítulos, sino en trancos. Suplícote que los des en su leyenda, porque tendrás menos que censurarme, y yo que agradecerte. Y, por no ser para más ceso, y no de rogar a Dios que me conserve en tu gracia.
De Madrid, a los que fueren entonces del mes y del año, y tal y tal y tal.
EL AUTOR Y EL TEXTO.
Luz en quien se encendió la vital mía,
De cuya llama soy originado,
Bien que la vida sólo te he imitado,
Que el alma fuera en mí vana porfía,
Si eres el sol de nuestra Pöesía,
Viva más que él tu aplauso eternizado,
Y pues un vivir solo es limitado,
No te estreches al término de un día.
Hoy junta en el deleite la enseñanza
Tu ingenio, a quien el tiempo no consuma,
Pues también viene a ser aplauso suyo.
Y sufra la modestia esta alabanza
A quien, por parecer más hijo tuyo
Quisiera ser un rasgo de tu pluma.
Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles, y, por faltar la luna, juridición y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado boqueaba coches en la última jornada de su paseo, y en los baños de Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados más de la arena que limpios del agua, decían el Ite, río es, cuando don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos, caballero huracán y encrucijada de apellidos, galán de noviciado y estudiante de profesión, con un broquel y una espada, aprendía a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la justicia, que le venía a los alcances por un estrupo que no lo había comido ni bebido, que en el pleito de acreedores de una doncella al uso estaba graduado en el lugar veintidoseno, pretendiendo que el pobre licenciado escotase solo lo que tantos habían merendado; y como solicitaba escaparse del «para en uno son» (sentencia difinitiva del cura de la parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso, juez de la otra vida), no dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si las tuviera, a la buarda de otro que estaba confinante, nordesteado de una luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que corría, en cuyo desván puso los pies y la boca a un mismo tiempo, saludándolo como a puerto de tales naufragios, y dejando burlados los ministros del agarro y los honrados pensamientos de mi señora doña Tomasa de Bitigudiño, doncella chanflona que se pasaba de noche como cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquería, había cometido otro estelionato más con el capitán de los jinetes a gatas que corrían las costas de aquellos tejados en su demanda, y volvían corridos de que se les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada que llevaba cautiva la honra de aquella señora mohatrera de doncellazgos, que juraba entre sí tomar satisfacción deste desaire en otro inocente, chapetón de embustes doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba tía, liga donde había caído tanto pájaro forastero.
A estas horas, el Estudiante, no creyendo su buen suceso y deshollinando con el vestido y los ojos el zaquizamí, admiraba la región donde había arribado, por las estranjeras estravagancias de que estaba adornada la tal espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato, que descubría sobre una mesa antigua de cadena papeles infinitos, mal compuestos y ordenados, escritos de caracteres matemáticos, unas efemérides abiertas, dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas señales de que vivía en el cuarto de más abajo algún astrólogo, dueño de aquella confusa oficina y embustera ciencia; y llegándose don Cleofás curiosamente, como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión, a revolver los trastos astrológicos, oyó un suspiro entre ellos mismos, que, pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la atención papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces, pareciéndole que no era engaño de la fantasía, sino verdad que se había venido a los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente:
—¿Quién diablos suspira aquí?, respondiéndole al mismo tiempo una voz entre humana y estranjera:
—Yo soy, señor Licenciado, que estoy en esta redoma, adonde me tiene preso ese astrólogo que vive ahí abajo, porque también tiene su punta de la mágica negra, y es mi alcaide dos años habrá.
—Luego ¿familiar eres?—dijo el Estudiante.
—Harto me holgara yo—respondieron de la redoma—que entrara uno de la Santa Inquisición, para que, metiéndole a él en otra de cal y canto, me sacara a mí desta jaula de papagayos de piedra azufre. Pero tú has llegado a tiempo que me puedes rescatar, porque este a cuyos conjuros estoy asistiendo me tiene ocioso, sin emplearme en nada, siendo yo el espíritu más travieso del infierno.
Don Cleofás, espumando valor, prerrogativa de estudiante de Alcalá, le dijo:
—¿Eres demonio plebeyo, u de los de nombre?
—Y de gran nombre—le repitió el vidro endemoniado—, y el más celebrado en entrambos mundos.
—¿Eres Lucifer?—le repitió don Cleofás.
—Ése es demonio de dueñas y escuderos—le respondió la voz.
—¿Eres Satanás?—prosiguió el Estudiante.
—Ése es demonio de sastres y carniceros—volvió la voz a repetille.
—¿Eres Bercebú?—volvió a preguntalle don Cleofás.
Y la voz a respondelle:
—Ése es demonio de tahures, amancebados y carreteros.
—¿Eres Barrabás, Belial, Astarot?—finalmente le dijo el Estudiante.
—Esos son demonios de mayores ocupaciones—le respondió la voz—: demonio más por menudo soy, aunque me meto en todo: yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo truje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la capona, el guiriguirigay, el zambapalo, la mariona, el avilipinti, el pollo, la carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado; yo inventé las pandorgas; las jácaras, las papalatas, los comos, las mortecinas, los títeres, los volatines, los saltambancos, los maesecorales, y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.
—Con decir eso—dijo el Estudiante—hubiéramos ahorrado lo demás: vuesa merced me conozca por su servidor; que hay muchos días que le deseaba conocer. Pero, ¿no me dirá, señor Diablo Cojuelo, por qué le pusieron este nombre, a diferencia de los demás, habiendo todos caído desde tan alto, que pudieran quedar todos de la misma suerte y con el mismo apellido?
—Yo, señor don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, que ya le sé el suyo, o los suyos—dijo el Cojuelo—, porque hemos sido vecinos por esa dama que galanteaba y por quien le ha corrido la justicia esta noche, y de quien después le contaré maravillas, me llamo desta manera porque fuí el primero de los que se levantaron en el rebelión celestial, y de los que cayeron y todo; y como los demás dieron sobre mí, me estropearon, y ansí, quedé más que todos señalado de la mano de Dios y de los pies de todos los diablos, y con este sobrenombre; mas no por eso menos ágil para todas las facciones que se ofrecen en los países bajos, en cuyas impresas nunca me he quedado atrás, antes me he adelantado a todos; que, camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento; aunque nunca he estado más sin reputación que ahora en poder deste vinagre, a quien por trato me entregaron mis propios compañeros, porque los traía al retortero a todos, como dice el refrán de Castilla, y cada momento a los más agudos les daba gato por demonio. Sácame deste Argel de vidro; que yo te pagaré el rescate en muchos gustos, a fe de demonio, porque me precio de amigo de mi amigo, con mis tachas buenas y malas.
—¿Cómo quieres—dijo don Cleofás mudando la cortesía con la familiaridad de la conversación—que yo haga lo que tú no puedes siendo demonio tan mañoso?
—A mí no me es concedido—dijo el Espíritu—, y a ti sí, por ser hombre con el privilegio del baptismo y libre del poder de los conjuros, con quien han hecho pacto los príncipes de la Guinea infernal. Toma un cuadrante de esos y haz pedazos esta redoma; que luego en derramándome me verás visible y palpable.
No fué escrupuloso ni perezoso don Cleofás, y ejecutando lo que el Espíritu le dijo, hizo con el instrumento astronómico jigote del vaso, inundando la mesa sobredicha de un licor turbio, escabeche en que se conservaba el tal Diablillo; y volviendo los ojos al suelo, vió en él un hombrecillo de pequeña estatura, afirmado en dos muletas, sembrado de chichones mayores de marca, calabacino de testa y badea de cogote, chato de narices, la boca formidable y apuntalada en dos colmillos solos, que no tenían más muela ni diente los desiertos de las encías, erizados los bigotes como si hubiera barbado en Hircania; los pelos de su nacimiento, ralos, uno aquí y otro allí, a fuer de los espárragos, legumbre tan enemiga de la compañía, que si no es para venderlos en manojos, no se juntan. Bien hayan los berros, que nacen unos entrepernados con otros, como vecindades de la Corte, perdone la malicia la comparación.
Asco le dió a don Cleofás la figura, aunque necesitaba de su favor para salir del desván, ratonera del Astrólogo en que había caído huyendo de los gatos que le siguieron (salvo el guante a la metáfora), y asiéndole por la mano el Cojuelo y diciéndole: «Vamos, don Cleofás, que quiero comenzar a pagarte en algo lo que te debo», salieron los dos por la buarda como si los dispararan de un tiro de artillería, no parando de volar hasta hacer pie en el capitel de la torre de San Salvador, mayor atalaya de Madrid, a tiempo que su reloj daba la una, hora que tocaba a recoger el mundo poco a poco al descanso del sueño; treguas que dan los cuidados a la vida, siendo común el silencio a las fieras y a los hombres; medida que a todos hace iguales; habiendo una priesa notable a quitarse zapatos y medias, calzones y jubones, basquiñas, verdugados, guardainfantes, polleras, enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros originales, que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y engestándose al camarada, el Cojuelo le dijo:
—Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, malaño para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fué esotra con ella segunda deste nombre.
Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fué de capas y gorras.
Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones, dijo:
—¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay lienzo para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las grandezas de la Providencia divina no sea ésta la menor.
Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo:
—Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media noche; que eso les han quitado a los relojes no más.
Don Cleofás le dijo:
—Todas esas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servillas.
—Hanse pasado a los estranjeros, porque las trataban muy mal estos príncipes cristianos—dijo el Cojuelo—, y se han quedado, con las caponas, sin ejercicio.
—Dejémoslos cenar—dijo don Cleofás—, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos, y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de la proa de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.