El gran Gatsby - Francis Scott Fitzgerald - E-Book

El gran Gatsby E-Book

Francis Scott Fitzgerald

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Beschreibung

"El gran Gatsby" (1925), tercera novela de su autor, constituye la cima de su carrera, pues en ella convergen a la perfección una prosa elegante de innegable aliento lírico, una amplia gama de símbolos e imágenes sumamente evocadores y un sagaz análisis de la sociedad estadounidense de la época. La novela aborda temas como los anhelos frustrados, el poder del dinero, el mito nacional del "sueño americano", el papel de la mujer moderna o el frenesí de Nueva York durante la "Ley Seca". Esta obra maestra casi centenaria, relativamente breve y muy conocida gracias al cine, resulta tan compleja como inagotable.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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FRANCIS SCOTT FITZGERALD

El gran Gatsby

Edición de Juan Ignacio Guijarro González

Traducción de M.ª Luisa Venegas Lagüéns

Índice

INTRODUCCIÓN

Casi cien años de soledad

Contexto sociohistórico: la «Era del jazz»

El modernismo en EE. UU. y «la Generación Perdida»

F. Scott Fitzgerald: vida y obra

Génesis, publicación y recepción

Rasgos formales: estilo, estructura y punto de vista

Símbolos e imágenes

Temas principales

Adaptaciones y reescrituras

El gran Gatsby en España

Conclusión: Gatsby no se acaba nunca

Cien años de una obra maestra: El gran Gatsby

ESTA EDICIÓN

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

EL GRAN GATSBY

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

CRÉDITOS

Para mi madre, siempre en el recuerdo

Para Alex, Alicia y Silvia

INTRODUCCIÓN

 

F. Scott Fitzgerald leyendo

CASI CIEN AÑOS DE SOLEDAD

MESES antes de fallecer, un desencantado Francis Scott Fitzgerald le preguntaba por carta a su editor si existía alguna posibilidad de que su tercera novela, El gran Gatsby, pudiera reeditarse en Estados Unidos quince años después de su publicación original en 1925. Cuando a punto está de cumplir su primer siglo de vida, Jay Gatsby se ha erigido en uno de los personajes más icónicos de las letras estadounidenses, junto al capitán Acab, Huckleberry Finn, Willy Loman, Blanche Dubois o Lolita, entre otros.

La desazón de Fitzgerald resulta paradójica si se tiene en cuenta que, aunque todo listado sea por defecto subjetivo y cuestionable, en una relación de las cien mejores novelas del siglo XX confeccionada en Estados Unidos en 1998, El gran Gatsby aparece en segundo lugar, solo por detrás de la que sin duda fue la gran novela del pasado siglo: Ulises de James Joyce1. Pese a que, en su momento, la recepción de crítica y público no fue lo favorable que hoy cabría suponer, casi un siglo después de su publicación El gran Gatsby es uno de los textos canónicos por excelencia en Estados Unidos. Frecuentemente es citada junto a otras obras maestras como El último mohicano (1826) de James Fenimore Cooper, La letra escarlata (1850) de Nathaniel Hawthorne, Moby Dick (1851) de Herman Melville, Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain, Las uvas de la ira (1939) de John Steinbeck, El hombre invisible (1952) de Ralph Ellison o —más recientemente— Beloved (1987) de Toni Morrison como merecedora del título honorífico de «la gran novela americana» (‘the great American novel’), es decir, el texto narrativo que mejor retrata la esencia y los valores de un país tan singular como Estados Unidos2.

Cuando Fitzgerald fallece de forma repentina en 1940, con tan solo cuarenta y cuatro años, prácticamente nadie en EE. UU. recordaba ya El gran Gatsby. Sin embargo, tras su muerte se pone en marcha un proceso de recuperación en los años cuarenta y cincuenta, cuando destacados críticos literarios reevalúan la novela y descubren que se trata de un texto extraordinariamente rico y complejo, tanto a nivel formal como temático. Este proceso de canonización no ha hecho sino incrementarse de forma exponencial en décadas posteriores, conforme la novela ha sido paulatinamente abordada desde las diferentes perspectivas críticas y teóricas que han ido surgiendo en el ámbito de los estudios literarios (psicoanalítica, marxista, feminista, neohistoricista, ecocrítica, etc.); de hecho, en su libro American Icon: Fitzgerald’s ‘The Great Gatsby’ in Critical and Cultural Context, Robert Beuka ofrece un completísimo recorrido cronológico de cómo se ha analizado la obra. Desde hace ya medio siglo, El gran Gatsby es un texto de lectura obligatoria no solamente en las aulas estadounidenses, sino también en la práctica totalidad de las universidades españolas y del resto del mundo, como la escritora iraní Azar Nafisi pusiera de relieve en un capítulo de su libro Leer Lolita en Teherán (2003).

Por un lado, El gran Gatsby es un retrato magistral de las paradojas y contradicciones de los años veinte, una de las décadas más complejas y fascinantes del siglo XX en Estados Unidos, a la que parece ser que el propio Fitzgerald acertó en bautizar la «Era del jazz», dado el tremendo impacto que este nuevo estilo musical tuvo por todo el país3. Por otro lado, El gran Gatsby es uno de los incontables textos ya clásicos que vieron la luz en Estados Unidos durante la época dorada de entreguerras, cuando tiene lugar una eclosión cultural sin precedentes no solo en el campo de la novela (Ernest Hemingway, William Faulkner, John Dos Passos), la poesía (Wallace Stevens, Williams Carlos Williams, Langston Hughes) y el teatro (Eugene O’Neill), sino también de la música (Duke Ellington, George Gershwin, Louis Armstrong), la fotografía, las artes plásticas y otras manifestaciones afines.

La huella indeleble de El gran Gatsby se ha dejado sentir en numerosas reescrituras y adaptaciones no solo en el cine, sino también en escenarios de teatro, ópera e incluso ballet: solo un año después de su publicación, se estrenaba en 1926 la primera versión teatral en Broadway, mientras en 2013 se proyectaba en cines de todo el mundo una vertiginosa adaptación para el nuevo milenio. Por último, novelistas tanto estadounidenses como extranjeros han reconocido públicamente su deuda con la gran obra maestra de F. Scott Fitzgerald, que —tras sus titubeantes inicios— no ha hecho sino acrecentar su hegemonía en el ámbito de la literatura y de la cultura en general.

CONTEXTO SOCIOHISTÓRICO: LA «ERA DEL JAZZ»

En 1931 Francis Scott Fitzgerald le recordaba a su editor Maxwell Perkins que del título de su segundo libro de relatos, Cuentos de la era del jazz(Tales of the Jazz Age, 1922), había surgido una de las definiciones más habituales para referirse a la década de los años veinte del pasado siglo en Estados Unidos, aunque parece que su conocimiento de los nuevos ritmos era escaso y se limitaba a los temas comerciales de musicales de Broadway que figuran en obras suyas como El gran Gatsby para recrear una atmósfera de forma siempre eficaz4. También en 1931, el autor retomaba dicha denominación para titular uno de sus ensayos más celebrados, «Ecos de la Era del jazz» («Echoes of the Jazz Age»), en el que resumía el espíritu de los años veinte de forma contundente:

Fue una era de milagros, de arte, de excesos, de sátira [...]. Éramos la nación más poderosa del mundo. ¿Quién podía ya decirnos lo que estaba de moda y lo que era divertido? [...]. Una raza entera convertida al hedonismo, volcada en el placer (Alma, 4-5)5.

Ahora que han vuelto los años veinte, resulta innegable que fue una época en la que tuvieron cabida no solo el frenesí del jazz, sino también la represión política y el racismo, la eclosión financiera y el consumismo compulsivo y, por supuesto, una excepcional vida cultural con figuras de primer orden como Francis Scott Fitzgerald.

Puede decirse que los años veinte son el decenio más fascinante y complejo de la historia de EE. UU. del siglo XX, junto a los convulsos sesenta de John F. Kennedy, el feminismo, la contracultura, Martin Luther King o la guerra de Vietnam. En Estados Unidos, la segunda década del pasado siglo fue un período plagado de contradicciones y profundos cambios sociales que en gran medida se ven reflejados en El gran Gatsby: acontecen de forma simultánea dos fenómenos tan conocidos —y aparentemente antitéticos— como la liberación de la mujer y la «Ley Seca» contra el alcohol. La «Era del jazz» introdujo cambios irreversibles y de enorme calado en la mentalidad y el estilo de vida del país.

La que en su momento fuera denominada como «Nueva Era» (‘New Era’) por la clase dirigente nacional puede ubicarse cronológicamente entre el final de la Primera Guerra Mundial en noviembre de 1918 y el inicio de la Depresión en octubre de 1929. Como ponen de manifiesto las referencias que aparecen en El gran Gatsby, el impacto emocional del conflicto bélico —en el que Estados Unidos se embarca con mucho retraso— va a resultar determinante durante la década en todos los ámbitos, incluyendo el pensamiento y la cultura. Asimismo, en las páginas de El gran Gatsby queda nítidamente reflejado que, durante los años veinte, Estados Unidos experimenta un proceso de modernización e industrialización que los convierte en una potencia mundial de primer orden, tanto en lo económico como en lo tecnológico. No resulta exagerado afirmar que durante la «Era del jazz» el país se erige en esa nación moderna que habría de sorprender a viajeros europeos como Federico García Lorca, que arriba a Nueva York justo al final de la década, en 1929. Paradójicamente, el autor granadino fue testigo de cómo el desenfreno de los años veinte tuvo un final abrupto al iniciarse en 1929 la Depresión, que no solo puso fin a una década de optimismo y fervor consumista, sino que inauguró un período de cariz diametralmente opuesto en el que incluso llegaron a cuestionarse seriamente los cimientos sobre los que se sustenta una sociedad tan capitalista como la estadounidense.

En el ámbito de la política, los años veinte se caracterizan por un dominio abrumador del Partido Republicano, ya que —por primera y única vez en todo el siglo XX— se suceden tres presidentes de dicho signo, aunque ninguno repitiera mandato: Warren G. Harding (1920-1924), Calvin Coolidge (1924-1928) y Herbert Hoover (1928-1932). Este aplastante control republicano aconteció tras las dos victorias del demócrata Woodrow Wilson (1912-1920), con el que EE. UU. entra en la Primera Guerra Mundial (y que había sido rector de Princeton años antes de que Fitzgerald estudiara en dicha universidad)6.

El volumen de relatos Cuentos de la Era del jazz (1922)

Los republicanos Harding, Coolidge y Hoover han pasado a la historia como presidentes de escasa entidad, mentalidad tradicional y nula capacidad de liderazgo. Tras la traumática experiencia de la guerra, los votantes buscaron refugio en líderes que promulgaban una vuelta a la «normalidad» y a la tradición. Estos tres mandatos se centraron en fomentar la economía nacional. Una de las frases que mejor resumen la mentalidad de la década la pronunció el taciturno presidente Calvin Coolidge, quien meses antes de publicarse El gran Gatsby aseveró en tono categórico que «The business of America is business», una frase ingeniosa y de difícil traducción que incide en que los negocios han de ser la prioridad nacional. Durante la «Era del jazz», Estados Unidos se embarca en un frenesí productivo y consumista del que van a disfrutar amplias capas de una sociedad cuyo nivel de vida se erige en el más alto del planeta.

Tras una leve recesión postbélica, la economía de EE. UU. despega a comienzos de los años veinte y avanza a ritmo imparable hasta el inicio de la Depresión. Las cifras resultan abrumadoras: la actividad industrial casi se duplicó, los salarios aumentaron un 26 % y el desempleo pasó del 11,9 al 3,2 % (Jones, 444-445, 447)7. Se trata de la denominada «nueva industria», que fabrica bienes de reciente invención que van a transformar radicalmente la vida diaria de la población, dado que millones de familias del país tienen acceso por primera vez a bienes de consumo antes inalcanzables, como la radio, el teléfono y, sobre todo, el coche, el gran motor de la economía nacional estos años.

El automóvil, que desempeña un papel crucial en El gran Gatsby, no solo dota de gran movilidad a la población, sino que es responsable directo del nacimiento de una potente industria radicada fundamentalmente en la ciudad de Detroit y de la construcción de cientos de carreteras por todo el país. El mítico modelo del Ford T se convierte en una presencia habitual en la vida de millones de familias. El número de vehículos matriculados en el país se triplica a lo largo de la década, pasando de 9 a 27 millones entre 1920 y 1929 (Foner, 782).

En paralelo a la del automóvil, aunque con menor fuerza, surge la industria de la aviación. De hecho, uno de los grandes héroes patrios de los años veinte será el piloto Charles Lindbergh, que en 1927 realiza en solitario el primer vuelo transatlántico sin escalas desde Nueva York a París a bordo del Spirit of St. Louis8; su gesta contribuyó a popularizar en Estados Unidos este innovador medio de transporte y a impulsar el desarrollo de la aviación comercial.

Otra industria que despunta en la «Era del jazz» es la construcción, no solamente de carreteras, como ya se ha apuntado, sino también de edificaciones. Aunque paradójicamente fueran inaugurados ya en plena Depresión, edificios como el Chrysler (1930) o el Empire State (1931) son monumentales emblemas de la prosperidad y el vértigo de los años veinte: «los rascacielos satisfacían tanto los egos como la economía, y no tardaron en convertirse [...] en un símbolo de una nación que estaba elevándose literalmente sobre el mundo» (Grant, 353).

Gracias en parte a revolucionarios avances en el campo de la publicidad y en la compra a plazos, millones de familias disfrutan de nuevos electrodomésticos, como planchas, neveras y, sobre todo, radios, que son uno de los símbolos de la década. La primera emisora local empieza a emitir en Pittsburgh (estado de Pensilvania) en 19209.

Una de las características de la «Era del jazz» fue la corriente de conservadurismo que se desató por todo el país. En primer lugar, tras el final de la guerra —y como volvería a suceder tres décadas después— se desencadena una represión antiizquierdista para evitar que en Estados Unidos pueda acontecer algo similar a la Revolución soviética. En 1919 se propaga el llamado «miedo rojo» (‘Red Scare’), que se nutre del pavor a lo foráneo y a lo sindical, tras haberse declarado ese año huelgas en ciudades tanto de la Costa Oeste (Seattle) como la de Este (Boston). En noviembre de ese mismo año tienen lugar las «redadas Palmer» (‘Palmer raids’) contra socialistas, comunistas y anarquistas lideradas por el fiscal general A. Mitchell Palmer: miles de personas son arrestadas y más de quinientas deportadas al no poseer la ciudadanía estadounidense, como la líder anarquista Emma Goldman. También anarquistas y de origen extranjero fueron las víctimas más renombradas de este «miedo rojo», Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, arrestados por robo y asesinato en mayo de 1920 y condenados a la pena capital año y medio después en un juicio celebrado en el hostil clima político del momento. Tras una campaña a favor de un nuevo juicio a la que su sumaron artistas e intelectuales como el novelista John Dos Passos, Sacco y Vanzetti fueron ejecutados el verano de 1927.

Uno de los síntomas más inequívocos del carácter reaccionario de la década fue el resurgir del Ku Klux Klan, creado en el Sur el mismo año que termina la Guerra Civil (1865) para perpetuar el supremacismo blanco10. Durante la primera mitad de los veinte el autodenominado «imperio invisible» vive su época de máximo apogeo, no solo en zonas rurales del Sur, como antaño, sino fundamentalmente en estados del Medio Oeste como Indiana, cuya población de aplastante mayoría blanca y protestante elige en 1924 a un gobernador afín al Ku Klux Klan. En estos años, la organización tiene entre cuatro y ocho millones de miembros por toda la nación. Si en el siglo XIX la población afroamericana del Sur era el principal enemigo, ahora también se combate a grupos de reciente implantación en el país, como católicos, judíos, izquierdistas y extranjeros, supuestamente incapaces de adaptarse al «modo de vida americano». El mismo año en que se publica El gran Gatsby, entre 30000 y 40000 miembros del Ku Klux Klan desfilan por la capital del país, Washington, D. C., pero poco después el movimiento perdió fuerza debido a conflictos internos.

Este patriotismo xenófobo y excluyente, que aflora en El gran Gatsby, se vio refrendado con medidas legales aprobadas durante los años veinte para frenar la entrada de inmigrantes en el país. El período 1880-1920 es el de mayor inmigración de toda la historia de EE. UU., esa «tierra prometida» en la que en teoría es posible empezar una nueva vida. Como gran parte de la denominada «Nueva Inmigración» procedía de países del sur y del este de Europa (Italia, Grecia, Polonia, Rusia, etc.), sus creencias católicas y judías se perciben como una amenaza a los valores protestantes y anglosajones sobre los que, supuestamente, se asienta la identidad nacional. Por consiguiente, durante los años veinte el Congreso dicta por primera vez en su historia normas para restringir la inmigración: en 1921 se limita la entrada anual a un máximo de 357000 personas y en 1924 se reduce a 165000 por año (Jones, 439)11.

Si hay un episodio que ilustre la mentalidad pacata y las tensiones y contradicciones de los años veinte, ese es el «juicio Scopes», conocido como «el juicio del mono». El año en que aparece El gran Gatsby el país sigue atónito el juicio a un joven profesor de Biología, John T. Scopes, por haber transgredido una ley del estado sureño de Tennessee (cuna del Ku Klux Klan) que prohibía enseñar la teoría de la evolución de Darwin. Fue un acontecimiento de innegable carga simbólica en el que se enfrentaron modernidad y tradición. Scopes fue condenado, pero, debido a un matiz legal, obtuvo luego la absolución12.

La prohibición del alcohol (la «Ley Seca») es con diferencia la faceta más conocida de la deriva conservadora nacional de esta época. Otra de las paradojas de la década es que entre los partidarios del denominado «noble experimento» se contaran no solamente el protestantismo radical (que identificaba el alcohol con la ciudad moderna y con el catolicismo), sino también feministas y progresistas que estimaban que el alcoholismo era una lacra social que había que erradicar por ley. Tras una prolongada campaña, en 1919 el Congreso finalmente aprueba la 18.ª Enmienda a la Constitución, que prohíbe el consumo y la producción de alcohol; entra en vigor en 1920 y se prolonga hasta 1933, en plena Depresión. La medida fue un fracaso absoluto, pues si en las zonas rurales (normalmente conservadoras) se respetó, en las urbanas tuvo el efecto contrario, dando lugar a la creación de miles de garitos (speakeasies) por todo el país en los que era posible consumir alcohol con total impunidad. En 1929 había 32000 locales ilegales solamente en la ciudad Nueva York, el doble de los existentes antes de la prohibición (Jones, 442). Otra consecuencia de esta medida es que dio origen a la creación del crimen organizado que se lucraba con el contrabando y la venta de alcohol; es la época dorada de gánsteres de Chicago como Al Capone, luego inmortalizados por el cine. Toda esta realidad aparece recreada en El gran Gatsby.

El impacto de la «Ley Seca»

Por último, el conservadurismo también afectó al ámbito del ocio y la cultura, tal como evidencian dos incidentes concretos. En primer lugar, Ulises, la novela de James Joyce, publicada en el año 1922, es prohibida en Estados Unidos por su contenido obsceno hasta 1933 (el año en que se deroga la «Ley Seca»). En segundo lugar, el incipiente medio cinematográfico —que tanto habría de atraer a Fitzgerald— sufre los rigores del llamado «Código Hays», que, aunque se adopta en 1930, se nutre de la mentalidad de los años veinte en su afán por limitar el contenido moral de lo que podía mostrarse en pantalla13.

La sociedad estadounidense vive una época de grandes tensiones y transformaciones. El país vive dividido entre tradición y modernidad, entre los valores de un pasado decimonónico supuestamente idílico y las nuevas ideas de un nuevo siglo. El censo de 1920 constata un dato que refuerza la idea de que el país está cambiando de forma inexorable: por primera vez en la historia, la población de las ciudades supera a la del campo, es decir, Estados Unidos se ha convertido en una sociedad urbana, un rasgo esencial de la modernidad. Desde finales del siglo xix, Nueva York se erige en el epicentro de la vida nacional y en El gran Gatsby casi funciona como un personaje más de la novela, con identidad propia. En su enciclopédico volumen Terrible Honesty. Mongrel Manhattan in the 1920s, Ann Douglas sostiene que la hegemonía a nivel mundial de Estados Unidos y de Nueva York son dos fenómenos que acontecen de forma simultánea en los años veinte (4).

Otro claro síntoma de modernidad es el afianzamiento de la sociedad de consumo, íntimamente ligada a la bonanza económica y a la presencia en millones de hogares de nuevos bienes (neveras, radios, teléfonos o coches), a la implantación de la venta por catálogo y a plazos y, por último, a la consolidación de la publicidad como un imparable fenómeno de masas que recurre a modernas técnicas de persuasión para vincular el consumo a la satisfacción personal14.

Si hubo un segmento de la sociedad que experimentó un cambio irreversible en estos años fue el femenino, sobre todo a partir de que en 1920 entrara en vigor la 19.ª Enmienda a la Constitución, que le otorga el derecho al voto tras décadas de lucha sufragista. La figura simbólica de los años veinte en EE. UU. es la flapper, una mujer liberada y con derecho al voto que desafía convenciones sociales, pues se comporta en público de forma antes inconcebible: fuma, baila, conduce, hace deporte o incluso consume alcohol15. Esta figura revolucionaria se hizo famosa en todo el mundo gracias al cine y en Estados Unidos gracias en parte a Fitzgerald, que en novelas como El gran Gatsby y relatos como «Berenice se corta el pelo» («Bernice Bobs Her Hair», 1920) inmortaliza a la flapper, figura procedente de la sociedad urbana de clase media-alta fundamentalmente. Pese a este proceso de liberación, la igualdad con el hombre distaba mucho de ser una realidad. El mercado laboral le reservaba a la mujer trabajos tradicionalmente considerados «femeninos», como secretaria, enfermera o maestra, con salarios muy inferiores a los de los hombres.

Otro segmento social que experimenta avances cruciales es la comunidad afroamericana. En el turbulento año 1919 acontece el «Verano rojo» (‘Red Summer’), en el que se suceden revueltas racistas contra la población negra que el poeta Claude McKay denunciaría ese mismo año en un electrizante soneto, «Si hemos de morir» («If We Must Die»)16. Además, en esa época empiezan a notarse los efectos de la llamada «Gran Emigración» (‘Great Migration’), movimiento demográfico en virtud del cual cientos de miles de personas dejan el Sur rural y racista para iniciar una nueva vida en las ciudades del Norte y el Oeste del país, como Nueva York, Boston, Filadelfia, Chicago o Los Ángeles17.Miles de afroamericanos se asientan en Harlem, que se convierte en la capital afroamericana de Estados Unidos y, como tal, atrae a creadores de todo el país (e incluso del Caribe, como el jamaicano Claude McKay), lo que da lugar a un movimiento cultural de alcance excepcional, el «Renacimiento de Harlem» (‘Harlem Renaissance’). La literatura, las artes plásticas y el pensamiento afroamericanos alcanzan hitos históricos mientras por todo el país resuenan los ritmos del jazz, la música que mejor definiera el espíritu de los frenéticos años veinte, como ya apreciara Francis Scott Fitzgerald.

EL MODERNISMO EN EE. UU. Y «LA GENERACIÓN PERDIDA»

Los historiadores de la literatura suelen señalar que 1925 es el annus mirabilis o año excelso de las letras estadounidenses del siglo XX, pues en esos doce meses se publican tres novelas canónicas: El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, Manhattan Transfer de John Dos Passos y Una tragedia americana (An American Tragedy), obra crepuscular de Theodore Dreiser. Pero también es el año en que ve la luz la antología The New Negro, en la que el intelectual afroamericano Alain Locke recopila múltiples textos de autores de raza negra, dando así visibilidad al ya mencionado «Renacimiento de Harlem».

Por su parte, 1922 es el annus mirabilis de las letras en Gran Bretaña e Irlanda, dado que ese año coinciden dos obras que marcaron el futuro de la literatura: La tierra baldía (The Waste Land), el poemario del premio Nobel T. S. Eliot, y Ulises (Ulysses), la revolucionaria novela de James Joyce18.

El hecho de que ambas fechas casi coincidan en el tiempo no es fortuito. De hecho, es una muestra fehaciente del excepcional momento que la literatura —y la cultura en general— vivió durante la década de los años veinte del pasado siglo en el mundo de habla inglesa. Dicha década supone el cénit del Modernismo anglosajón, una corriente que aspiraba a revitalizar las artes, marcando distancias con la cultura del siglo XIX. Se trata de una estética que primero aflora en el continente europeo y luego arriba a EE. UU.19.

En Europa y EE. UU. surge durante el primer tercio del siglo XX una pléyade de genios de la literatura difícilmente igualable en la que descuellan James Joyce, Virginia Woolf, T. S. Eliot, Ezra Pound, William Faulkner, Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, William Carlos Williams, Langston Hughes, Zora Neale Hurston, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka, Marcel Proust, Paul Valéry, André Gide, Anna Ajmátova o Vladimir Nabokov. En España, autores de la generación del 27, como Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda o Vicente Aleixandre comparten este impulso renovador, aunque la crítica anglosajona suele excluir a España de las corrientes literarias innovadoras de la época.

En The Cambridge Companion to Modernism, una excelente introducción que —pese a lo que su título sugiere— se ciñe exclusivamente al ámbito británico-irlandés, Pericles Lewis asegura que la acepción literaria del término ‘modernismo’ surge en lengua inglesa tras la Primera Guerra Mundial para describir un nuevo tipo de textos de carácter marcadamente experimental (xvii). Aunque la crítica coincide en señalar que no resulta fácil definir el Modernismo, Lewis asevera que dicho término alude

principalmente a la tendencia de la literatura experimental de principios del siglo XX a romper con las formas tradicionales, de la poesía, las técnicas narrativas y las convenciones genéricas y buscar nuevos métodos de representación más en consonancia con la vida urbana e industrial de una edad orientada a las masas (xvii).

Se trata esencialmente de una estética que irrumpe con el nuevo siglo y aspira a representarlo en toda su complejidad, con la convicción de que una nueva época demandaba una nueva cultura; es lo que proclamara de forma tan lacónica como contundente el poeta Ezra Pound al afirmar ‘Make it new’, una legendaria llamada a sus coetáneos a innovar sin tregua y a rechazar las fórmulas ya gastadas del siglo XIX. La influencia de Pound (un estadounidense afincado en Inglaterra, como Eliot) habría de ser determinante en las dos obras capitales de 1922 (La tierra baldía y Ulises) y en poetas como el irlandés W. B. Yeats (premio Nobel en 1923) o el estadounidense Robert Frost. Su labor fue tan extraordinaria que el crítico Frank Kermode llegó a definir esta época como «la era de Pound».

Aunque Bradbury y McFarlane datan el Modernismo europeo entre 1890 y 1930, su eclosión en el mundo anglófono fue posterior y suele fijarse alrededor de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), un cataclismo que no solo destruye millones de vidas, sino también las esperanzas de toda una generación, por lo que se convierte en «el momento apocalíptico de transición hacia lo nuevo» (Bradbury y McFarlane, 51). Los historiadores de la literatura citan a menudo la afirmación que Virginia Woolf hizo en su ensayo de 1924 «Modern Fiction» de que «alrededor de diciembre de 1910 cambió el carácter de los humanos» (cit. Childs, 98). Desgraciadamente, Woolf se quitó la vida en 1941 y no llegó a teorizar sobre el final de la nueva corriente, aunque acontecimientos tan devastadores como la Depresión o la Segunda Guerra Mundial contribuyeron sin duda a su agotamiento. De las cenizas de la estética modernista surgirá en los años sesenta el posmodernismo, que aún perdura.

La literatura modernista bebe de innumerables fuentes del siglo XIX. En el mundo anglófono, destacan precursores como Charles Baudelaire, Henry James y Joseph Conrad. En su controvertido volumen Las flores del mal (1857), el poeta galo celebra lo urbano y lo sórdido20, mientras que autores protomodernistas como James y Conrad elevan la narrativa a la categoría de obra de arte, renovando el punto de vista y ofreciendo un peculiar refinamiento estilístico; la influencia en Fitzgerald de ambos autores es notoria, sobre todo la de Conrad, como luego podrá comprobarse.

Según Peter Childs, el mundo occidental lo transformaron y reinterpretaron Charles Darwin, Karl Marx y Sigmund Freud (21), tres pilares del pensamiento occidental que desmantelan los presupuestos intelectuales sobre los que se asentaba la mentalidad decimonónica: Marx desmonta las bases del capitalismo y Darwin las verdades bíblicas (ligadas al «caso Scopes»), mientras que Nietzsche reinterpreta radicalmente la condición humana y proclama la muerte de Dios. También resultan revolucionarias las teorías sobre el tiempo de Henri Bergson y Albert Einstein21, las de Ferdinand de Saussure y Ludwig Wittgenstein sobre el lenguaje y, por supuesto, las de Freud sobre la complejidad de la mente humana.

Esta concatenación de nuevos paradigmas intelectuales posibilitó que la literatura modernista abordara la representación de la mente, su relación con el lenguaje y la percepción del espacio y el tiempo por medio de técnicas rupturistas, equiparables a las de la abstracción en las artes plásticas o la atonalidad en la música clásica: el verso libre y la yuxtaposición en poesía y, en narrativa, la cronología fragmentada y el denominado «flujo de la conciencia» (‘stream of consciousness’), un recurso netamente modernista que permite recrear en un estilo caótico la complejidad de la mente humana.

El Modernismo es una corriente extremadamente cosmopolita e internacional que surge ligada al auge de urbes como Viena, Berlín, San Petersburgo, Londres, Nueva York y —muy especialmente— París, la indiscutible capital cultural del mundo durante la primera mitad del siglo XX.

Décadas antes de sustituir a París en dicha capitalidad tras la Segunda Guerra Mundial, Nueva York albergó en 1913 un evento que sacudió los cimientos del arte estadounidense, el Armory Show22, una magna exposición de arte europeo posimpresionista con obras de Paul Cézanne, Claude Matisse, Pablo Picasso o Marcel Duchamp que sorprendieron a la sociedad neoyorquina e hicieron añicos los cánones estéticos imperantes en EE. UU. El Armory Show suele considerarse el punto de partida del Modernismo estadounidense; la nueva estética llega desde Europa con retraso, pero va a arraigar con fuerza, dado que posiblemente ningún otro país encarnara mejor el espíritu de la modernidad con su imparable desarrollo urbano, tecnológico e industrial.

De hecho, en Europa el Modernismo en lengua inglesa se había desarrollado gracias en parte a la labor de autores estadounidenses que habían cruzado el Atlántico, como Gertrude Stein, T. S. Eliot y, muy especialmente, el ya mencionado Ezra Pound. Los tres se insertan en una larga tradición de escritores que ponen rumbo a Europa para huir del ambiente cultural de su país natal: Washington Irving, Nathaniel Hawthorne, Henry James o Edith Wharton, entre otros23. Esta sensación de hastío patrio aumenta tras el profundo desencanto generado por la Primera Guerra Mundial, como pone de manifiesto la publicación de un volumen de ensayos, La civilización en Estados Unidos (Civilization in the United States, 1922), que ofrece un diagnóstico demoledor de la realidad nacional: «el hecho más conmovedor y patético de la vida social hoy día en EE. UU. es la inanición emocional y estética [...]. Carecemos de legados o tradiciones a las que aferrarnos» (cit. Bradbury, 308). Por consiguiente, en los años veinte se produce un éxodo masivo de creadores estadounidenses a Francia y al resto de Europa que —emulando a Stein, Eliot y Pound— buscan inspiración y libertad, y huyen de una sociedad que consideran provinciana, inculta y materialista.

París se convierte en un imán que atrae a artistas de todo el mundo; muchos escritores viajan para conocer a James Joyce, que en 1922 publica Ulises en la capital francesa. El apartamento parisino de Gertrude Stein se convierte en «un centro de peregrinación obligado para todos aquellos que iban en busca de la vanguardia» (Conn, 204), incluyendo al propio Fitzgerald. En una época en la que el cambio de moneda es muy favorable al dólar, llegan a París autores como Djuna Barnes, Ernest Hemingway, John Dos Passos o Scott Fitzgerald; casi todos ellos figuran en la gran crónica de este éxodo, Exile’s Return. A Literary Odyssey of the 1920s (1934), publicada por el crítico Malcolm Cowley en plena Depresión, cuando casi todos habían regresado ya a su país natal24.

Pese a que Estados Unidos no entra en la Primera Guerra Mundial hasta abril de 1917, dos millones de soldados fueron enviados a Europa, de los cuales 116000 fallecieron. Como combatientes o como conductores de ambulancia, muchos autores sufren el impacto de la contienda, cuyas secuelas afloran en textos de John Dos Passos, E. E. Cummings, William Faulkner y, por supuesto, Ernest Hemingway. Fue Gertrude Stein quien supuestamente le dijo a Hemingway en París que todos ellos formaban una «Generación perdida», una definición que ha pasado a la historia de la literatura.

En el primer tercio del siglo XX Estados Unidos vivió una época de esplendor cultural afín a la Edad de Plata surgida en España en esa misma época. También como ha ocurrido en nuestro país con el grupo de las ‘Sinsombrero’, la historia de la literatura ha sido injusta con las autoras contemporáneas de Fitzgerald, Faulkner o Hemingway. La crítica feminista Elaine Showalter inicia su ensayo «The Other Lost Generation» citando unas amargas palabras de la poeta Louise Bogan: «Yo nunca pertenecí a una ‘Generación Perdida’»; Showalter llega a la conclusión de que Bogan y sus coetáneas sí constituyen literalmente una generación perdida (104)25.

Durante esta etapa de efervescencia literaria, solo equiparable a la vivida en EE. UU. a mediados del siglo XIX cuando coinciden autores como Edgar Allan Poe, Walt Whitman, Emily Dickinson, Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Ralph Waldo Emerson o Henry David Thoreau, se hace realidad el resurgir (risorgimento) que Ezra Pound tanto ansiara, por lo que la literatura estadounidense por fin deja de ser un mero apéndice de la inglesa y supera ancestrales complejos de inferioridad cultural respecto a Europa26. Los siete premios Nobel que obtienen autores de esta época nacidos en EE. UU. refrendan este reconocimiento a nivel mundial: Sinclair Lewis (1930), Eugene O’Neill (1936), Pearl S. Buck (1938), T. S. Eliot (1948), William Faulkner (1949), Ernest Hemingway (1954) y John Steinbeck (1962). Al igual que ocurriera a nivel económico, político, industrial o tecnológico, al iniciarse el siglo XX EE. UU. también se erige en una potencia cultural, un rol que no ha hecho sino aumentar de forma exponencial desde entonces:

Con toda certeza, a finales de los años 1920 ya no era posible tachar a la literatura estadounidense de provinciana, una rama secundaria de la británica, o negar que tenía un papel dominante en la evolución de las artes modernistas. Al igual que había resurgido de la guerra como nación acreedora, no deudora, también se podía aplicar a su cultura (Ruland, 274).

Este súbito «risorgimento» obedece en parte al excepcional entramado cultural que en estos años se crea en el país: salones de filántropos que propician encuentros entre artistas de diversas disciplinas, críticos literarios y culturales tan brillantes como W. E. B. Du Bois, Van Wynn Brooks, Lewis Mumford, Edmund Wilson (gran amigo de Fitzgerald) o H. L. Mencken27, nuevas editoriales como Knopf, Modern Library, Harcourt, Random, Viking o New Directions, o la actividad de prestigiosas revistas literarias, como The Crisis (1910), Poetry (1912), Dial (1920-1929) o The Little Review (1915-1929), multada por publicar pasajes de Ulises considerados obscenos.

Todos los géneros literarios viven un momento de eclosión en EE. UU. La poesía cambia de forma radical, ya que no solo se generaliza el verso libre, sino que pierde «su cualidad narrativa, sus ingenuas descripciones, sus marcadas abstracciones románticas y su carácter profético. Adquirió el duro escepticismo posromántico impersonal, provocador, de la modernidad» (Ruland y Bradbury, 261). Destacan en primer lugar los emigrados Ezra Pound y T. S. Eliot, que contribuyen de manera decisiva a afianzar los postulados modernistas en Inglaterra. Además de impulsar la carrera de otros autores, Pound es un renovador incansable que culmina su extraordinaria trayectoria con los Cantos. Eliot publica en 1922 La tierra baldía, un complejo collage que indaga en las heridas emocionales causadas por la Primera Guerra Mundial. Si Pound y Eliot crean una lírica cosmopolita plagada de oscuras alusiones culturales, William Carlos Williams sigue el modelo de Walt Whitman y publica versos modernistas anclados en la cotidianidad y el lenguaje de Estados Unidos28. Otros nombres insoslayables de la poesía modernista estadounidense son Marianne Moore, Wallace Stevens, E. E. Cummings y Robert Frost, a los que hay que sumar vates afroamericanos, como Langston Hughes o Claude McKay, que exploran una dimensión alternativa de la modernidad nacional29.

Para muchos críticos, en Estados Unidos el Modernismo alcanza su cénit en el campo de la narrativa. Ruland y Bradbury estiman que «representa uno de los períodos más notables de la historia literaria de EE. UU.» (314); por su parte, Wendy Steiner sostiene que

los años de entreguerras fueron testigo de la transformación de la estadounidense de ser un anacronismo provinciano a ejercer como autoridad mundial [...]. En el transcurso de esta transformación, la novela estadounidense devino, por primera vez, la vanguardia más potente del arte internacional, que nunca más quedaría en segunda fila tras la literatura británica... La literatura estadounidense adquirió relevancia internacional en el período de entreguerras. La novela estadounidense había alcanzado la mayoría de edad (846, 872).

Aunque en los años veinte el novelista más renombrado del país seguramente fuera Sinclair Lewis, quienes han pasado a la historia de la literatura han sido Ernest Hemingway, William Faulkner, John Dos Passos, John Steinbeck y, por supuesto, F. Scott Fitzgerald30.

Al igual que Hemingway, John Dos Passos inició su carrera narrando los horrores de la Primera Guerra Mundial y en el annus mirabilis de 1925 publica su primera obra maestra, Manhattan Transfer, que ofrece una visión crítica de la metrópolis modernista en un estilo radicalmente innovador, dos rasgos que también prevalecen en su magna trilogía U.S.A (1930-1936)31.

La tierra baldía de T. S. Eliot (1922)

Hemingway también estuvo presente en la Primera Guerra Mundial y en la guerra civil española, lo que explica que en su obra abunden los personajes —casi siempre masculinos— condenados a enfrentarse a situaciones límite de violencia y tensión, tanto física como emocional. Tras ser herido en la guerra mundial, explora las huellas psíquicas del conflicto en novelas como Fiesta (The Sun Also Rises, 1926) o Adiós a las armas (A Farewell to Arms, 1929). Menos memorable resulta Por quién doblan las campanas (For Whom the Bell Tolls, 1940), una novela sobre la guerra civil española en la que queda reflejada su fascinación por nuestro país. En 1954 obtuvo el premio Nobel y siete años después se quitó la vida, como había hecho su padre.

Si Hemingway suele hacer gala de un estilo conciso y minimalista, William Faulkner exhibe una prosa densa y compleja. Premio Nobel en 1949, Faulkner logró encadenar una serie de obras maestras en la que desentraña la tortuosa psicología del Sur de EE. UU. tras caer derrotado en la Guerra Civil (1861-1865). Freud y Joyce son referentes imprescindibles para adentrarse en un autor que fusionó magistralmente dos corrientes tan en principio antitéticas como el Modernismo y el regionalismo. Con El sonido y la furia (The Sound and the Fury) inaugura en 1929 su época dorada, que incluye otras novelas como Mientras agonizo (As I Lay Dying, 1930), Luz de agosto (Light in August, 1932) o ¡Absalón, Absalón! (Absalom, Absalom!, 1936). Estas claustrofóbicas tramas transcurren en un condado ficticio, Yoknapatawpha, un territorio mítico que iba a servir de modelo para el Macondo de Gabriel García Márquez, ya que Faulkner ha influido poderosamente en el Nobel colombiano y en otros autores hispanohablantes, como Mario Vargas Llosa, Juan Benet o Antonio Muñoz Molina.

Por su parte, John Steinbeck despuntará fusionando la estética modernista y la realista cuando, en plena Depresión, publica varias novelas de corte social reivindicando a las clases menos favorecidas de su California natal; a él se debe una de las grandes novelas estadounidenses de todo el siglo XX, Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1939), que enseguida fue magistralmente llevada al cine por John Ford. En 1962 sería el séptimo y último de los autores vinculados al Modernismo estadounidense en obtener el premio Nobel.

Sorprendentemente, en Estados Unidos el teatro no se consolida hasta los inicios del siglo XX, gracias a la labor de pequeñas compañías independientes, como los Provincetown Players (1915-1929) o los Washington Square Players (1914-1918), de donde van a surgir las primeras figuras de la dramaturgia nacional: la feminista Susan Glaspell y, sobre todo, Eugene O’Neill. Ana Antón-Pacheco hace hincapié en que la trayectoria de quien es considerado el fundador del teatro moderno en EE. UU. «despega en el período que coincide con el auge del Modernismo literario estadounidense» (26). Experimentador incansable e inabarcable, las tragedias de O’Neill indagan en el alma humana desde Más allá del horizonte (Beyond the Horizon, 1920) hasta la póstuma y sobrecogedora El largo viaje hacia la noche (Long Day’s Journey into Night, 1940). Obtuvo cuatro premios Pulitzer y es el único dramaturgo estadounidense galardonado con el premio Nobel hasta la fecha (1936). Su influencia en Tennessee Williams, Arthur Miller y otros dramaturgos posteriores es incuestionable.

Hoy día resulta ya evidente que el movimiento cultural del «Renacimiento de Harlem» de los años veinte y treinta del pasado siglo constituye una parte esencial del Modernismo estadounidense, como ya en 1989 el eminente crítico afroamericano Houston Baker, Jr. argumentara en su libro Modernism and the Harlem Renaissance. Este barrio del norte de Nueva York se convierte en la meca de la cultura afroamericana, con profusión de publicaciones, premios y mecenas (de raza blanca), por lo que la literatura, el pensamiento y las artes viven un período excepcional, refrendado en 1925 con la publicación de la antología de Alain Locke antes mencionada, The New Negro. Durante la época que Scott Fitzgerald bautizara como la «Era del jazz», la música y la cultura afroamericanas despiertan por primera vez en la historia el interés de la población blanca, que frecuenta clubes nocturnos, como el mítico Cotton Club o Small’s Paradise (que García Lorca menciona de forma oblicua en Poeta en Nueva York)32. Pensadores como W. E. B. Du Bois o Alain Locke, poetas como los ya mencionados Langston Hughes o Claude McKay, novelistas como Zora Neale Hurston o Nella Larsen (anfitriona de Lorca en Harlem), y músicos como Louis Armstrong, Duke Ellington, Bessie Smith o Josephine Baker conforman una época gloriosa para la cultura afroamericana, que se reivindica con orgullo por primera vez en su historia y que apenas se deja entrever en El gran Gatsby33.

Por último, cabe subrayar que, al igual que en Europa, en Estados Unidos la estética modernista abarcó otras disciplinas artísticas que también experimentaron un auge inusitado: la pintura (Georgia O’Keeffe, Charles Demuth, Stuart Davis), la fotografía (Alfred Stieglitz, Paul Strand, Charles Sheeler, Man Ray) e incluso la música popular, gracias tanto a compositores de jazz y blues como al círculo neoyorquino de Tin Pan Alley (Cole Porter, Irving Berlin, George Gershwin). En El gran Gatsby Fitzgerald refleja a la perfección el enorme impacto social de estas melodías y del cine, que en los años del Modernismo se consolida como un espectáculo de masas fabricado en Hollywood, donde trabajarán como guionistas Faulkner o el propio Fitzgerald. En 1927 se estrena la primera película sonora de la historia, cuyo título sintetiza de forma modélica el espíritu de los años veinte: El cantor de jazz (The Jazz Singer).

F. SCOTT FITZGERALD: VIDA Y OBRA

Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) es uno de esos autores cuya azarosa vida a menudo ha eclipsado su obra, como ocurre con Lord Byron, Oscar Wilde, Ernest Hemingway, Sylvia Plath o, en las letras españolas, Federico García Lorca. En el caso de Fitzgerald, la cuestión resulta más peliaguda si cabe, pues sus textos poseen un marcado componente autobiográfico que hace que resulte aún más arduo separar su vida y su obra:

la mayoría de los autores se inspiran en sus propias experiencias y sentimientos cuando escriben, pero Fitzgerald lo hizo en grado extremo. Con la posible excepción de Emily Dickinson [...] podría decirse que Fitzgerald es el ejemplo más dramático en la historia de la literatura estadounidense de un autor cuya vida privada quedó reflejada, bien conscientemente o no, en prácticamente todo lo que escribió (Petry, 4).

Como apunta quien seguramente haya sido el mayor experto en Scott Fitzgerald, Matthew J. Bruccoli, en este caso resulta demasiado fácil pasar de lo biográfico a lo mitológico (Some, xix)34. Con demasiada frecuencia, las leyendas y clichés que rodean la figura de Fitzgerald como artista autodestructivo, romántico y bebedor impiden apreciar en su justa medida el excepcional legado que —pese a su temprana desaparición— dejó tras de sí.

Francis Scott Fitzgerald nació el 24 de septiembre de 1896 en la ciudad de Saint Paul, en el estado de Minnesota, ubicado en la zona central de EE. UU. conocida como el Medio Oeste. Su nombre homenajea a un antepasado suyo venerado en todo el país, Francis Scott Key (1779-1843), el autor de la letra del himno nacional: «The Star-Spangled Banner». Fue el único hijo varón de una familia en la que previamente habían fallecido dos niñas. Ambos progenitores eran católicos de ascendencia irlandesa, aunque de extracción social muy distinta. Su padre, Edward Fitzgerald (1853-1931), era un caballero sureño que nunca tuvo éxito en el trabajo, un fracaso que habría de marcar al autor tanto en su vida como en su obra. Esta experiencia hizo que la posición social familiar fuera inestable y dependiera en gran medida de la figura materna, Mary «Mollie» McQuillan (1860-1936), descendiente de irlandeses que habían emigrado a EE. UU. a mediados del siglo XIX y prosperado en los negocios. El escritor nunca sintió excesivo aprecio por su madre —que, al parecer era una persona excéntrica— y, de hecho, de adulto apenas trató a sus progenitores.

Fue un estudiante mediocre que, pese a sus denodados esfuerzos, tampoco logró destacar en el deporte, tan esencial en EE. UU. Desde 1908 hasta 1911 acude a la St. Paul Academy de su ciudad natal, donde a los trece años publica su primera obra, «The Mystery of the Raymond Mortgage» (1909), un relato deudor del padre de Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle. Luego estudia dos años en la Newman School (1911-1913), un internado católico en el estado de Nueva Jersey, próximo a Nueva York. Allí publica relatos, poesía y teatro, y conoce al padre Sigourney Fay, una figura clave en estos años de formación que le apoya en sus aspiraciones literarias; tras fallecer Fay de forma repentina en 1919, Fitzgerald reniega enseguida de sus raíces católicas.

En 1913 logra ingresar en Princeton, una de las universidades más elitistas del país. Tiene problemas por sus calificaciones, pero lee con avidez, escribe obras literarias —sobre todo teatro— y traba amistad con dos futuros intelectuales de fuste: John Peale Bishop y Edmund Wilson, a quien Fitzgerald llegó a definir como «mi conciencia intelectual» («Pasting», 68). En esta época estudiantil se enamora de una joven de Chicago de familia acaudalada, Ginevra King, que le termina rechazando. Un desolado Fitzgerald asegura que un familiar de la joven resumió de forma lapidaria este abrupto final: «Los niños pobres no debieran pensar en casarse con niñas ricas». Según Kurt Curnutt, este traumático episodio de juventud sobre el amor y el dinero iba a convertirse en el tema central de su obra (16), como El gran Gatsby pone de manifiesto35.

La entrada de EE. UU. en la Primera Guerra Mundial le permitió al joven Fitzgerald alistarse y solventar así sus problemas académicos en Princeton; por consiguiente, uno de los grandes prosistas del siglo XX jamás llegó a terminar sus estudios, lo que probablemente explique el fuerte complejo de inferioridad intelectual que padeció toda su vida. Sus biógrafos coinciden en señalar que, a diferencia de Hemingway y otros autores de su generación, Fitzgerald no se enroló tanto por patriotismo, sino para huir de la universidad y vivir experiencias nuevas. De hecho, durante su época de adiestramiento militar logra dedicar muchas horas a escribir una novela, convencido de que lo más probable era que cayera en el frente. Inspirada en sus años de Princeton, The Romantic Egotist fue rechazada por una de las editoriales más prestigiosas del país, la neoyorquina Scribner’s, que no obstante le instó a revisar el manuscrito36.

Aunque la contienda terminó antes de que su regimiento se trasladara al frente europeo, la época de formación castrense le permitió conocer en la ciudad sureña de Montgomery (estado de Alabama) a la que habría de ser su esposa: Zelda Sayre, la seductora y deslumbrante hija de un juez local, «un espíritu equiparable al suyo» (Barks, 6)37. La fuerte personalidad de la joven rompía con el estereotipo de la «bella sureña» sumisa y seductora.

Dando muestras de su carácter, será ella quien rompa de forma unilateral el compromiso matrimonial al comprobar que, tras acabar la guerra, el sueldo que su prometido recibe en una agencia de publicidad neoyorquina es muy exiguo. Los intentos de Fitzgerald por publicar resultan infructuosos y llegó a asegurar que escribió en Nueva York diecinueve relatos, rechazados un total de 122 veces.

Hastiado, se retira a la casa familiar en Saint Paul para reescribir The Romantic Egotist con éxito, pues en septiembre de 1919 la editorial Scribner’s acepta publicar la nueva versión, ahora con el título de A este lado del paraíso (This Side of Paradise), tomado de un verso de Rupert Brooke (1887-1915), un poeta inglés fallecido en la guerra al que Fitzgerald admiraba.

A este lado del paraíso se publica con enorme éxito de crítica y ventas el 26 de marzo de 1920 y, justo una semana después, Zelda Sayre y F. Scott Fitzgerald contraen matrimonio en la sacristía de la neoyorquina catedral de San Patricio, sin apenas invitados. Al narrar con frivolidad las peripecias de un alter ego llamado Amory Blaine, con tan solo veintitrés años, el escritor se erige de repente en el portavoz de toda una generación joven que ansiaba romper con las cadenas decimonónicas y sobreponerse al desastre bélico, «crecida sobre un montón de dioses muertos, guerras terminadas, creencias pulverizadas...» (261), según un revelador pasaje final de la novela38. En opinión de Andrew Hook, tanto en esta primera novela como en los relatos que enseguida empezó a publicar, el joven Fitzgerald ya dio sobradas muestras de poseer «una gran sensibilidad hacia el momento presente, una especie de arraigada contemporaneidad instantánea y reconocible» (28).

Las revistas más importantes del país empiezan a publicar sus relatos, y la editorial Scribner’s establece la pauta de que después de cada una de sus novelas aparezca una recopilación de los mismos. Tras A este lado del paraíso, se publica Flappers y filósofos (Flappers and Philosophers, 1920). Fitzgerald a menudo escribió sus relatos para ganar dinero con rapidez, mientras que en las novelas daba rienda suelta a su veta artística, una dicotomía que algún crítico ya detectó al reseñar estos dos primeros libros.

Tras su boda y el éxito de la primera novela, Zelda y Scott Fitzgerald inician en Nueva York una vida de excesos que ilustran el desenfreno de la «Era del jazz» y que van a marcar la imagen pública de ambos: el matrimonio se convierte en la pareja más frívola y célebre del país. Su única hija, Frances «Scottie» Fitzgerald, nace en Saint Paul el año 1921, poco después de que sus padres visitaran por primera vez Europa, que les desagradó.

En marzo de 1922 aparece una segunda novela, Hermosos y malditos (The Beautiful and Damned), un texto de tono menos frívolo que A este lado del paraíso y que narra el proceso de deterioro de un joven matrimonio formado por Anthony y Gloria Patch (presagiando lo que los Fitzgerald iban a experimentar años después). La recepción fue en general positiva, aunque su amigo de Princeton, el influyente crítico Edmund Wilson, publicó una reseña de tono ambivalente que se iniciaba afirmando que Fitzgerald «posee un don para la expresión, pero carece de ideas que expresar» (cit. Hook, 44), extendiendo así la creencia de que Fitzgerald era un autor intelectualmente pobre39. Seis meses después, en septiembre de 1922, sale a la venta su segunda colección de relatos, Cuentos de la Era del jazz (Tales of the Jazz Age), título con el que Scott Fitzgerald pone nombre a la década que se estaba iniciando; el volumen incluye textos excelentes como «Primero de mayo (S.O.S.)» («May Day») o «El diamante tan grande como el Ritz» («The Diamond as Big as the Ritz»), una sátira sobre el capitalismo que varias revistas se negaron a publicar y que preludia algunas ideas de El gran Gatsby.

El matrimonio Fitzgerald

Semanas después de que se pusiera a la venta Cuentos de la Era del jazz, los Fitzgerald —que nunca tuvieron casa en propiedad— se instalan en una localidad próxima a Nueva York, Great Neck, en la que el escritor trata a gente del mundo del cine y el teatro y a colegas como Ring Lardner, en cuya compañía se agudizan sus problemas con el alcohol, que iban a acecharle hasta el fin de sus días40. Tras embarcarse en un proyecto teatral con una obra con un título tan poco estimulante como The Vegetable, una parábola sobre el mito del «sueño americano» que cosecha un rotundo fracaso en su preestreno a finales de 1923, Fitzgerald se dedica a escribir relatos para generar ingresos con rapidez, aunque también dedica tiempo a su tercera novela, El gran Gatsby, cuya génesis, publicación y recepción se detalla en el siguiente apartado de esta Introducción.

En mayo de 1924 los Fitzgerald embarcan en el transatlántico Minnewaska rumbo a Europa por segunda vez, una estancia que se prolongará dos años y medio y que va a resultar mucho más placentera que la primera. En París, el autor contacta con otros artistas estadounidenses expatriados; en 1925, conoce en un bar a un prometedor escritor tres años más joven al que va a prestar una gran ayuda —que no siempre se verá correspondida— y con quien siempre mantuvo una compleja relación de amor-odio: Ernest Hemingway. Los Fitzgerald se instalan en la Costa Azul, donde traban amistad con un matrimonio estadounidense amante del arte, Gerald y Sara Murphy, por cuya casa desfilan genios del momento, como Joan Miró, Fernand Léger, Cole Porter o incluso Pablo Picasso41.

Siguiendo la pauta marcada por su editorial, ocho meses después de El gran Gatsby, en abril de 1925, se publica un tercer volumen de relatos, Todos los hombres tristes (All the Sad Young Men), que gozó de una excelente acogida gracias a textos como «El joven rico» («The Rich Boy»), «Sueños de invierno» («Winter Dreams») o «Absolución» («Absolution»), todos ellos claramente afines a El gran Gatsby. El melancólico título del volumen resultará premonitorio, anticipando el giro radical que la vida del autor pronto iba a tomar. Resulta sintomático que Scott Fitzgerald publicara sus tres primeras novelas en tan solo cinco años (1920-1925), pero luego tardara nueve en escribir la siguiente.

Semanas después de publicarse El gran Gatsby, Fitzgerald ya le explica emocionado por carta a Maxwell Perkins los ambiciosos planes para su nueva novela y cita a grandes nombres del Modernismo: «Lo que más feliz me hace es pensar en mi nueva novela —algo verdaderamente NUEVO en forma, idea y estructura— el modelo que buscan Joyce y Stien [sic] para esta época y que Conrad no logró» (Bruccoli, Life, 108)42.

Mientras se suceden las tramas y los títulos para esta nueva novela, tras regresar de Europa el escritor acepta en 1927 una invitación para trabajar como guionista en Hollywood. Esta primera estancia es poco fructífera, pues su trabajo es rechazado y su relación con una joven actriz llamada Lois Moran obviamente indigna a su esposa Zelda; no obstante, conocer al todopoderoso productor Irving Thalberg dejará huella en su obra, como luego quedará patente.

Debido en parte a que su esposa empieza a estudiar ballet clásico, se suceden dos viajes a París, uno en el verano de 1928 y otro en marzo de 192943. Además, Zelda Fitzgerald empieza a escribir textos breves que a veces aparecen firmados por ambos cónyuges, supuestamente para obtener mayores ingresos44. De hecho, meses antes del inicio de la Depresión Fitzgerald logra que en 1929 la popular revista The Saturday Evening Post aumente sus honorarios hasta los 4000 dólares por relato, lo que le convertía en el autor mejor pagado del país. Semanas antes de que estalle la crisis nacional, ya se intuye una a nivel personal cuando, en una carta a Hemingway, Fitzgerald confiesa el temor de que su talento se haya agotado prematuramente, de que su inicio fulgurante «haya podido agotar todo lo que tenía que decir demasiado pronto» (Bruccoli, Life, 169).

El matrimonio inicia la década de la Depresión de forma poco prometedora, pues Zelda Fitzgerald sufre la primera de sus crisis nerviosas en abril de 1930, por lo que se la interna primero en París y luego en Suiza. El escritor deja de lado su cuarta novela y se dedica a escribir relatos para poder hacer frente a los elevados gastos clínicos. Al igual que en EE. UU., Zelda y Scott Fitzgerald pasan del desenfreno y la frivolidad de los años veinte a las penurias y padecimientos durante la Depresión.

Se suceden ahora no solo relatos como «Regreso a Babilonia» («Babylon Revisited»), sino también artículos tan extraordinarios como «Ecos de la Era del jazz» («Echoes of the Jazz Age»), un texto de tono confesional en el que, desde la atalaya de la Depresión, el autor rememora aquella década dorada en un tono de desencanto que, cada vez más, va a aflorar en sus textos: «Alguien había cometido un error y la orgía más cara de la historia había acabado [...] ya no volveremos a sentir tan intensamente nuestro entorno» (The Crack-Up, 11-12). Tanto «Regreso a Babilonia» como «Ecos de la Era del jazz» se publican en 1931, año en el que el escritor obtiene los mayores ingresos de toda su carrera: 37 599 dólares45. Ello obedece en gran medida a que a finales de ese año acude a Hollywood por segunda vez para escribir una película protagonizada por el mito sexual de la época, la rubia platino Jean Harlow, aunque de nuevo su trabajo es rechazado. El relato «Domingo loco» («Crazy Sunday», 1932) rememora esta estancia en Hollywood, que siempre despertaría sentimientos encontrados en el escritor: «La relación de Fitzgerald con el cine [...] fue difícil y problemática» (Fra, 17).

A primeros de 1932 Zelda Fitzgerald sufre una segunda crisis y vuelve a ser ingresada, ahora en una clínica de Baltimore (estado de Maryland). Ello no es óbice para que ese mismo año ella escriba y publique su única novela, Resérvame el vals (Save Me the Waltz), que —como las obras de su marido— posee un evidente trasfondo autobiográfico que, curiosamente, molestó a Scott Fitzgerald46. Aunque la obra fue acogida con frialdad, los estudiosos de Fitzgerald sugieren que su publicación sirvió como acicate para que su marido terminara por fin su cuarta novela, cuyo evocador título, Suave es la noche (Tender is the Night), procede de un verso de su poeta favorito, el romántico inglés John Keats.

Publicada en abril de 1934 (justo nueve años después que El gran Gatsby), esta obra de tono autobiográfico se centra de nuevo en un matrimonio roto, formado por un psicoanalista llamado Dick Diver, que se casa con una de sus pacientes, Nicole Warren47. Aparecida tras un silencio tan prolongado y en plena Depresión, Suave es la noche tuvo una recepción gélida y la crítica marxista entonces en boga en EE. UU. se cebó con ella. Por cuarta vez, después de esta novela Scribner’s publicó —también en 1935— Toque de diana(Taps at Reveille), un volumen de relatos menos logrado que, no obstante, incluye hitos como «La última belleza» («The Last of the Belles») o los ya mencionados «Domingo loco» y «Regreso a Babilonia».

Los biógrafos coinciden en señalar que el período comprendido entre 1935 y 1937 es el peor en la vida del otrora admirado F. Scott Fitzgerald, que sumido en las deudas, el alcoholismo y la depresión se ve incapaz de reencauzar su carrera. Es la época del «derrumbe» (‘crack-up’), así llamado por el título del primero de los tres ensayos autobiográficos publicados por la revista Esquire en 193648, que enojaron a sus amistades por su tono autocompasivo. Tras aseverar en la frase inicial de «El crack-up» que «la vida es un proceso de colapso», luego asegura haber recibido «un golpe desde dentro [...] hasta que te das cuenta de que no serás tan buena persona nunca más» (58).

En febrero de 1934 Zelda Fitzgerald sufre la tercera de sus crisis, por lo que es ingresada de nuevo, y ya pasará el resto de sus días alternando estancias en clínicas y con su familia en Alabama. Al fallecer en 1936 su madre —con la que apenas tenía contacto— el escritor hereda en una época de grandes penurias económicas 23000 dólares.

En 1936 sufre dos graves reveses personales. El primero acontece cuando Ernest Hemingway —al que tanto había ayudado en sus inicios— publica en Esquire uno de sus relatos más celebrados, «Las nieves del Kilimanjaro», que incluye alusiones despectivas al «pobre» Scott Fitzgerald49. Más humillante aún resultó que el diario The New York Post, para celebrar que el autor cumplía cuarenta años, publicara una entrevista que le hicieron en estado de embriaguez, tras la cual parece ser que el escritor incluso pensó en quitarse la vida.

Este bienio de lo que él mismo llegó a calificar de «bancarrota emocional» concluye en julio de 1937, cuando Hollywood reclama sus servicios por tercera vez, lo que le permite gozar de un empleo y de ingresos estables. Debido a sus problemas de autoestima y a su nefasta reputación, en el estudio bebe refrescos. Durante el año y medio que estuvo contratado, su sueldo osciló entre los 1 100 y los 1 250 dólares semanales, lo que lo ayudó a costear tanto los gastos clínicos de su esposa como la educación de su hija Scottie, a la que ya apenas veía, aunque le escribiera a menudo. Fue una de las dieciséis personas que colaboraron en el guion de Lo que el viento se llevó (1939), pero la única película en la que su nombre consta como guionista es Tres camaradas(Three Comrades, 1938)50.