9,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 9,99 €
POR MUY MAL QUE VAYAN LAS COSAS, SIEMPRE PUEDEN EMPEORAR.Con la llegada del verano, un perturbado aparece de la nada y mata a dos niñas con pocos días de diferencia. La calma que respiraba la ciudad de Estocolmo y que disfrutaba el inspector Martin Beck y su equipo de policías se ha acabado. Acaba de empezar una angustiosa carrera contra el reloj para evitar más muertes.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 284
Veröffentlichungsjahr: 2013
Título original: Mannen på balkongen
© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1967.
© de la traducción: Martin Lexell y Manuel Abella, 2008.
© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
CODI SAP: OEBO264
ISBN: 9788490067154
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
El sol salió a las tres menos cuarto.
Hora y media antes, el tráfico se había ido reduciendo hasta cesar por completo. Simultáneamente, se fue acallando el rumor de los últimos clientes de los restaurantes, en su camino de vuelta a casa. Los camiones de la limpieza habían pasado barriendo las calles, dejando tras de sí oscuras manchas de humedad en el asfalto. Una ambulancia atravesó aullando la larga calle recta. En silencio, pasó despacio un coche negro con los guardabarros blancos, una antena en el techo y la palabra POLICÍA cruzada sobre las puertas laterales, en mayúsculas. Cinco minutos más tarde pudo oírse un frágil tintineo mientras alguien rompía el cristal de un escaparate con la mano enguantada; poco después, un ruido de pasos correteando y un motor que arrancaba en una calle lateral.
El hombre del balcón había observado todo esto. El balcón era de tipo ordinario, con barandillas tubulares de hierro y piezas laterales de chapa corrugada. De pie, con los brazos apoyados en la barandilla, la brasa de su cigarrillo se vislumbraba como un pequeño punto rojizo en la oscuridad. A intervalos regulares, apagaba su cigarrillo, con cuidado sacaba de la boquilla de madera una colilla de apenas un centímetro de largo y la colocaba junto a las demás. Ya había diez colillas pulcramente alineadas a lo largo del borde del platillo, sobre la pequeña mesa de jardín.
Ahora reinaba el silencio, si cabe hablar de silencio en una noche tibia de comienzos de verano en una ciudad relativamente grande. Faltaba todavía un par de horas para que aparecieran los vendedores de periódicos, arrastrando sus cochecitos infantiles remodelados, y la primera mujer de la limpieza, camino del trabajo.
La media luz fría y gris del amanecer se dispersaba despacio; los primeros resplandores del sol, todavía vacilantes, iban escalando los bloques de cinco o seis plantas, reflejándose en las antenas de televisión y las cilíndricas chimeneas sobre los tejados del otro lado de la calle. Luego, el campo de luz cayó sobre los propios tejados de chapa y se desplazó rápidamente hacia abajo, deslizándose por los canalones y a lo largo de las paredes de ladrillo enlucido, cubiertas con hileras de ventanas cerradas, la mayoría de ellas, con estores bajados o persianas venecianas.
El hombre del balcón se inclinó hacia delante para observar a lo largo de la calle. Esta se extendía de norte a sur, larga y recta, lo que le permitía abarcar con la mirada una extensión de más de dos mil metros. En el momento de su construcción había sido una de las calles más elegantes, orgullo y gala de la ciudad, pero de esto hacía ya cuarenta años. La calle tenía más o menos la misma edad que el hombre del balcón.
Aguzando la vista, pudo divisar una sola figura, muy a lo lejos. Quizás, un agente de policía. Por primera vez en muchas horas entró en el piso, cruzó la única estancia y pasó a la cocina. Había tanta claridad que no hacía falta encender la luz eléctrica. A decir verdad, no la usaba mucho, tampoco durante el invierno. Abrió el armario de la cocina, sacó una cafetera esmaltada, midió una taza y media de agua y dos cucharadas de café poco molido. Puso la cafetera en el fogón, prendió fuego a una cerilla y encendió la llama de gas. Tocó la punta de la cerilla con las yemas de los dedos para asegurarse de que se había enfriado, luego abrió el armario del cubo de la basura y echó la cerilla quemada a la bolsa. Permaneció junto a la cocina hasta que hirvió el café, luego apagó el gas y se fue al baño a orinar, mientras esperaba a que bajaran los posos del café. No tiró de la cadena para no despertar a los vecinos. Volvió a la cocina, vertió cuidadosamente el café en la taza, cogió un terrón de azúcar del paquete medio vacío que había en el fregadero y una cuchara del cajón. Luego se llevó la taza al balcón, la dejó sobre la mesa de madera barnizada y se sentó en la silla plegable. El sol estaba ya bastante alto e iluminaba las fachadas del otro lado de la calle, hasta las plantas más bajas. Sacó del bolsillo una cajita niquelada de rapé, desmenuzó las colillas una tras otra, dejando que las pavesas de tabaco se filtraran entre sus dedos hasta la cajita redonda, estrujó las papelinas en pelotitas del tamaño de un guisante y las puso en el platillo de porcelana desconchado. Removió el café y lo sorbió muy despacio. Una vez más, se oyeron las sirenas a lo lejos. Se levantó y siguió la ambulancia con la mirada, mientras el aullido crecía y luego volvía a debilitarse. Transcurrido un minuto, la ambulancia era ya solo un pequeño rectángulo blanco, que giró a la izquierda en el extremo norte de la calle, desapareciendo de su campo visual. Volvió a sentarse en la silla plegable y se puso a remover distraídamente el café, que se había enfriado. Permaneció quieto, escuchando cómo despertaba la ciudad a su alrededor, en un primer momento, de manera indecisa y desganada.
El hombre del balcón era de estatura mediana y constitución normal. Tenía un rostro corriente y vestía una camisa blanca sin corbata, pantalones de gabardina marrones sin planchar, calcetines grises y zapatos negros. El pelo ralo, peinado hacia atrás; la nariz, prominente y los ojos, azul grisáceos.
Eran las cinco y media de la mañana del 2 de junio de 1967. En la ciudad de Estocolmo.
El hombre del balcón no tenía la sospecha de estar siendo observado. A decir verdad, no tenía impresión alguna. Pensó que más tarde se prepararía unas gachas de avena.
La calle empezaba a llenarse de vida. El tráfico se intensificaba y la fila de coches que esperaba ante el semáforo en rojo se iba haciendo cada vez más larga. La furgoneta de una panadería pitó con crispación a un ciclista que, sin hacer caso, había irrumpido en el centro de la calzada. Dos coches que venían detrás tuvieron que frenar en seco.
El hombre se levantó, apoyó los brazos en la barandilla y bajó la mirada a la calle. El ciclista reculaba nervioso hacia el borde de la acera, fingiendo no oír los insultos que le dirigía el repartidor del pan.
Por las aceras, los escasos transeúntes caminaban apresurados. Bajo el balcón, un par de mujeres con vestidos claros de verano charlaba al lado de la gasolinera. Junto a un árbol situado un poco más allá había un hombre paseando a un perro. Tiraba de la correa con impaciencia, pero el perro salchicha continuaba olisqueando en torno al árbol, haciendo caso omiso.
El hombre del balcón se incorporó, se pasó la mano por el pelo ralo y metió las manos en los bolsillos. Eran ahora las ocho menos veinte y el sol ya estaba en lo alto. Alzó la vista al cielo, donde un avión trazaba una estría de lana blanca, formando un arco por encima de los tejados. Luego volvió a fijarla en la calle, mientras observaba a una señora mayor de pelo blanco, vestida con un abrigo azul claro, que estaba ante la panadería de la casa de enfrente. Rebuscó en su bolso durante un buen rato, hasta que consiguió encontrar la llave que abría la puerta. Vio cómo la mujer la extraía, volvía a introducirla en la cerradura, esta vez por el lado de dentro del local, y cerraba la puerta tras de sí. Un estor blanco permanecía bajado tras el cristal de la puerta, con el texto de CERRADO.
Al mismo tiempo que la puerta se cerraba, se abrió el portal contiguo a la panadería y salió al sol una niña pequeña. El hombre del balcón dio un paso hacia atrás, sacó las manos de los bolsillos y se quedó completamente quieto, con la mirada clavada en la niña que se encontraba abajo, en la calle.
Aparentaba tener unos ocho o nueve años y llevaba una cartera roja a cuadros. Vestía una falda corta de igual color, jersey a rayas y una rebeca también roja, de mangas demasiado cortas. Calzaba zuecos negros, que hacían que sus largas y delgadas piernas parecieran aún más largas y delgadas. Al salir a la acera, torció a la izquierda y echó a andar lentamente, con la cabeza gacha.
El hombre del balcón la siguió con la mirada. Tras recorrer unos veinte metros la niña se detuvo, levantó la mano contra el pecho y permaneció un rato en esa posición. Luego abrió la cartera y empezó a rebuscar en ella; dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Acto seguido echó a correr y entró apresurada en el portal, sin cerrar la cartera.
El hombre del balcón se quedó inmóvil viendo cómo el portal se cerraba tras la niña. Pasaron varios minutos hasta que nuevamente volvió a abrirse y la chiquilla salió. Ahora llevaba la cartera cerrada y caminaba con pasos más apresurados. Su pelo rubio estaba recogido en una coleta, que oscilaba contra su espalda. Al llegar al final de la manzana, dobló la esquina y desapareció.
Eran las ocho menos tres minutos. El hombre se dio la vuelta, entró en el piso y pasó a la cocina. Bebió un vaso de agua, limpió el vaso, lo puso en el escurreplatos y regresó al balcón.
Se sentó en la silla plegable y apoyó el brazo izquierdo sobre la barandilla. Encendió un cigarrillo y, mientras fumaba, dirigió la mirada a la calle.
El reloj de pared eléctrico marcaba las once menos cinco. Según el calendario que había en la mesa de Gunvald Larsson, era viernes, 2 de junio de 1967.
Martin Beck estaba en el despacho por casualidad. Acababa de entrar y dejó su maleta en el suelo, al lado de la puerta. Luego saludó, puso el sombrero junto a la garrafa, encima del archivador, tomó un vaso de la bandeja y, tras llenarlo de agua, apoyó el codo en el archivador mientras se disponía a beber. El hombre sentado al otro lado de la mesa lo miraba descontento y le dijo:
—¿También ellos te han enviado aquí? ¿Qué hemos hecho mal esta vez?
Martin Beck tomó un trago de agua. Luego dijo:
—Supongo que nada. No te preocupes, solo he subido a ver a Melander. Le he pedido un favor. ¿Dónde está?
—En el váter, como siempre.
Esta peculiar capacidad de Melander de hallarse constantemente en el retrete era una vieja broma que solían gastarle. Pese a todo, y aunque quizá contuviera un punto de verdad, Martin Beck, por alguna razón, se sentía molesto.
Sin embargo, como solía hacer la mayoría de las veces, se guardó la irritación para sí. Contempló tranquilamente al hombre de la mesa con mirada inquisitiva y luego le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
—¿Tú qué crees? ¡Los robos, qué va a ser! Anoche hubo otro en Vanadislunden.
—Ya me he enterado.
—Un jubilado que paseaba al perro. Fue golpeado por detrás. Llevaba en la cartera ciento cuarenta coronas. Sufre una conmoción cerebral. Sigue ingresado en el hospital de Sabbatsberg. No vio ni oyó nada.
Martin Beck no hizo comentario alguno.
—Es la octava vez en quince días. Ese tipo acabará matando a alguien.
Martin Beck apuró el vaso y lo dejó.
—Si alguien no lo coge pronto —añadió Gunvald Larsson.
—¿Qué quieres decir con «alguien»?
—Joder, la policía. Nosotros. Quien sea. Una patrulla civil de la Sección de Protección del noveno distrito estuvo por allí diez minutos antes.
—¿Y dónde se encontraban cuando sucedió?
—Tomando café en la comisaría. Siempre la misma historia. Si ponemos un policía detrás de cada seto en Vanadislunden, actúa en Vasaparken; y si los ponemos detrás de todos los arbustos de Vanadislunden y Vasaparken, entonces aparece en Ugglevikskällan.
—¿Y si hubiera un policía detrás de cada mata allí también...?
—Entonces, los manifestantes destrozarían el US Trade Center y prenderían fuego a la embajada norteamericana. No tiene gracia, ¿sabes? —dijo Gunvald Larsson con acritud.
Martin Beck lo miró fijamente y contestó:
—No pretendía ser gracioso. Preguntaba solo por curiosidad.
—Ese hombre sabe lo que hace. Es como si tuviera un radar. Nunca hay un policía cerca cuando actúa.
Martin Beck se frotó el puente de la nariz con el pulgar y el índice.
—Envía...
El otro lo interrumpió enseguida.
—¿Enviar? ¿A quién? ¿A qué? ¿El furgón de los perros? ¿Para que los malditos chuchos maten a mordiscos a la patrulla civil? Por cierto, el viejo de anoche tenía un perro. ¿De qué le sirvió?
—¿Qué tipo de perro?
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? ¿Acaso debo interrogar al perro? ¿O prefieres que lo traiga hasta aquí para luego mandarlo al retrete, a que lo interrogue Melander?
Gunvald Larsson dijo todo esto en un tono muy serio. Golpeó la mesa con la palma de la mano y añadió con énfasis:
—¡Tenemos a un loco suelto por los parques, asaltando a la gente a golpes, y tú vienes aquí a hablar de perros!
—La verdad es que no fui yo quien...
Gunvald Larsson lo interrumpió enseguida.
—Además, insisto en que ese tipo sabe lo que se trae entre manos. Solo ataca a la gente que no puede defenderse, viejos y viejas... Y siempre por detrás. ¿Cómo dijo uno la semana pasada...? ¡Ah, sí!, que salió de entre las matas como una pantera.
—Solo hay una manera —le señaló Martin Beck suavemente.
—¿De qué se trata?
—Tendrás que salir tú mismo. Disfrazado de persona indefensa.
El hombre de la mesa volvió la cabeza y clavó la mirada en él.
Gunvald Larsson medía un metro con noventa y dos centímetros, y pesaba noventa y ocho kilos. Tenía hombros de boxeador profesional y unas manos enormes, densamente cubiertas por un vello claro. Era rubio, con el pelo peinado hacia atrás, y sus ojos, de un azul celeste, manifestaban descontento. Kollberg solía completar la descripción añadiendo que tenía la misma expresión de un motero.
En este momento, su mirada celeste permanecía fija en Martin Beck como muestra de un descontento mayor de lo habitual.
Martin Beck se encogió de hombros y dijo:
—Hablando en serio...
Gunvald Larsson lo interrumpió enseguida.
—Hablando en serio, no le veo la gracia a todo esto. Estoy metido en uno de los peores casos de robo de mi vida y tú te pones a soltar un montón de comentarios graciosos sobre perros y no sé qué más.
Martin Beck advirtió que el otro, seguramente de forma involuntaria, estaba a punto de lograr algo que muy pocas personas conseguían: irritarlo hasta hacerle perder los estribos. Y aunque era consciente de la situación, no pudo evitar levantar el brazo que tenía apoyado en el archivador y decir:
—¡Ya está bien!
Por fortuna, en ese preciso instante Melander entró por la puerta lateral que daba al despacho contiguo. Iba en mangas de camisa, con la pipa en la boca y una guía telefónica abierta entre las manos.
—Hola —saludó.
—Hola —contestó Martin Beck.
—Recordé el nombre nada más colgar —continuó Melander—. Arvid Larsson. También lo he encontrado en la guía telefónica. Pero no merece la pena llamar. Murió en abril. Por un derrame cerebral. Siguió en el mismo oficio hasta el final. Regentaba un almacén de trastos viejos al sur de la ciudad. Ahora está cerrado.
Martin Beck cogió el listín, echó un vistazo y asintió con la cabeza. Melander sacó una caja de cerillas del bolsillo del pantalón y se puso a encender la pipa con gran ceremonia. Martin Beck avanzó unos pasos y dejó la guía telefónica sobre la mesa. Luego volvió al archivador.
—¿Qué os traéis entre manos? —preguntó Gunvald Larsson con suspicacia.
—Nada especial —respondió Melander—. A Martin se le había olvidado el nombre de un perista al que intentamos atrapar hace doce años.
—¿Lo cogisteis?
—No.
—¿Pero te acordabas?
—Sí.
Gunvald Larsson se acercó el listín. Tras hojearlo, dijo:
—Me pregunto cómo diablos se puede recordar durante doce años el nombre de alguien llamado Larsson.
—Es fácil —replicó Melander seriamente.
Sonó el teléfono.
—Sección primera, oficial de guardia.
—Perdón, ¿qué dice usted, señora?
—¿Cómo?
—¿Que si soy detective? Al habla el oficial de guardia de la primera sección, el subinspector Larsson, de la policía criminal.
—Disculpe, ¿cómo se llama usted?
Gunvald Larsson cogió el bolígrafo del bolsillo de la camisa y anotó una palabra. Luego se sentó con el bolígrafo aún en el aire.
—¿Y de qué se trata?
—Perdón, no la he entendido bien...
—¿Cómo? ¿Un qué?
—¿Un lirón?
—¿Dice usted que hay un lirón en el balcón...?
—¡Ah, un mirón!
—Entonces ¿hay un mirón en su balcón?
Gunvald Larsson apartó la guía telefónica y echó mano del cuaderno. Acercó el bolígrafo al papel. Apuntó unas palabras.
—Sí, entiendo. ¿Qué aspecto dice que tiene?
—Sí, la estoy escuchando. Pelo ralo peinado hacia atrás. Nariz prominente. Vale. Camisa blanca. Estatura mediana, de acuerdo. Pantalones marrones. Sin abotonar. ¿Qué? Ah, sí, la camisa, claro. Ojos azules grisáceos.
—Un momento, señora. Vamos a ver si aclaramos esto. ¿O sea, dice usted que está en su balcón?
Gunvald Larsson miró a Melander y luego a Martin Beck y se encogió de hombros. Mientras seguía escuchando, se hurgaba la oreja con el bolígrafo.
—Perdóneme, señora. Si la he entendido bien, este hombre está en su balcón, el de usted. ¿La ha molestado?
—Ah, no. ¿Qué? ¿Al otro lado de la calle, enfrente? ¿En su balcón, el de él?
—Entonces ¿cómo puede saber que tiene los ojos azules? ¡Muy estrecha ha de ser la calle!
—¿Qué? ¿Usted hace qué?
—Bueno, un momento, señora. Lo único que ha hecho este hombre es estar en su propio balcón. ¿Qué más hace?
—¿Mira a la calle? ¿Y qué pasa en la calle?
—¿Nada? ¿Qué dice? ¿Coches? ¿Niños que juegan?
—¿Por la noche también? ¿Los niños juegan por la noche también?
—Ah, no. ¿Pero está por la noche también? ¿Y qué quiere que hagamos? ¿Enviar a los perros?
—Mire, señora, no hay ninguna ley que prohíba a la gente estar en su balcón.
—¿Informar de un suceso, dice? Dios mío, señora, si todo el mundo informara acerca de esa clase de hechos, necesitaríamos a tres policías por cada ciudadano.
—¿Darle las gracias? ¡Que deberíamos darle las gracias!
—¿Maleducado? ¿Yo he sido maleducado? No, escúcheme, señora...
Gunvald Larsson guardó silencio y se quedó sentado con el teléfono a unos diez centímetros del oído.
—¡Me ha colgado! —exclamó, asombrado.
Al cabo de tres segundos colgó de golpe.
—¡Vete a la mierda, maldita bruja!
Arrancó el papel de los apuntes y limpió cuidadosamente el cerumen del bolígrafo.
—¡La gente está loca! —dijo—. No me extraña que no nos dé tiempo de hacer nada. ¿Por qué no filtran este tipo de llamadas en la centralita? Deberíamos tener línea directa con el manicomio.
—Tendrás que irte acostumbrando —comentó Melander.
Impasible, cogió su listín telefónico, lo cerró y se lo llevó al despacho contiguo.
Acabada la limpieza del bolígrafo, Gunvald Larsson estrujó el papel y lo tiró a la papelera. Echó una mirada malhumorada a la maleta que había junto a la puerta y preguntó:
—¿Te vas de viaje?
—Solo a Motala, un par de días —respondió Martin Beck—. Tengo una cosa que ver por allí.
—¿Ah, sí?
—Como mucho, pasaré fuera una semana. Pero Kollberg regresa hoy. A partir de mañana estará de servicio. Así que no tienes por qué preocuparte.
—No me preocupo.
—En cuanto a los robos...
—¿Sí?
—No, nada.
—Si vuelve a hacerlo dos veces más, le cogeremos —intervino Melander desde el otro despacho.
—Eso es —asintió Martin Beck—. Hasta luego.
—Hasta luego —dijo Gunvald Larsson.
Martin Beck llegó a la estación central diecinueve minutos antes de que saliese el tren, así que decidió emplear el tiempo de espera en realizar dos llamadas.
Primero a casa.
—¿No te has ido todavía? —dijo su mujer.
Ignoró la pregunta retórica y se contentó con decir:
—Me alojaré en un hotel que se llama Palace. Creí que debías saberlo.
—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?
—Una semana.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Una buena pregunta. «Por lo menos, no era tonta», pensó Martin Beck.
—Besa a los niños de mi parte.
Meditó un momento y añadió:
—Y cuídate.
—Gracias —contestó ella fríamente.
Colgó y buscó otra moneda en el bolsillo. Había cola delante de las cabinas, y cuando introdujo la moneda en la ranura y marcó el número de la jefatura sur de policía, los primeros de la fila lo miraron de reojo, con fastidio y desconfianza. Pasó algún minuto antes de que se pusiera Kollberg.
—Hola. Solo quería asegurarme de que habías vuelto.
—Muy considerado —dijo Kollberg—. ¿Aún no te has ido?
—¿Cómo está Gun?
—Bien. Bueno, claro, ¡hecha una cabina telefónica!
Gun era la mujer de Kollberg y esperaba dar a luz hacia finales de agosto o principios de septiembre.
—Volveré dentro de una semana.
—Ya me lo han dicho. Por cierto, entonces ya no estaré de servicio por aquí.
Se produjo un silencio. Luego Kollberg añadió:
—¿Y qué se te ha perdido a ti en Motala?
—Ese viejo...
—¿Qué viejo?
—Un chatarrero que se abrasó ayer. ¿No has...?
—Lo he visto en los periódicos. ¿Y qué?
—Pues voy a echar un vistazo.
—¿Es que no pueden resolver solos un simple caso de incendio?
—La verdad es que han pedido...
—Un momento —dijo Kollberg—. Puede que tu mujer se lo trague, pero a mí no me engañas. Además, sé muy bien qué es lo que han pedido y quién lo ha hecho. Vamos a ver, ¿quién es el jefe de la sección de investigación en Motala?
—Ahlberg, pero...
—Exacto. Y también sé que has cogido cinco días de vacaciones la próxima semana. Así que vas a Motala para tomarte unas copas en el Stadshotellet con Ahlberg. ¿A que sí?
—Bueno, pero...
—Buena suerte —concluyó Kollberg cordialmente—. Cuídate.
—Gracias.
Martin Beck colgó. El primero de la cola pasó junto a él sin ningún miramiento, abriéndose paso a codazos. Martin Beck se encogió de hombros y se dirigió a la sala de la estación.
Kollberg tenía razón en parte. El hecho en sí no importaba, pero a pesar de ello le resultaba fastidioso que descubrieran sus intenciones con tanta facilidad. Kollberg y él habían conocido a Ahlberg tres veranos atrás, mientras investigaban un asesinato. La pesquisa fue larga y difícil, y durante ese tiempo llegaron a hacerse buenos amigos. De no haber sido así, con toda seguridad ni Ahlberg habría pedido asistencia a la Dirección General de Policía, ni él mismo hubiese dedicado una sola mañana al caso.
Según el reloj de la estación, las dos llamadas le habían llevado exactamente cuatro minutos, así que aún quedaban quince para la salida del tren. Como siempre, la estación era un hervidero de gente de todo tipo.
Se quedó parado maleta en mano, con una sensación de malestar general. Era un hombre alto, de rostro enjuto, frente ancha y mandíbula fuerte. La mayor parte de quienes lo vieran sin duda lo tomarían por un provinciano atribulado, recién llegado al hormiguero de la gran urbe.
—Oye, tío —le susurró alguien con voz ronca.
Se dio la vuelta y contempló a la persona que acababa de dirigirse a él. Una chica de unos catorce años, con el pelo rubio lacio y un vestido corto de tela estampada al estilo batik. Iba descalza y bastante desaseada. Era algo más joven que su hija y estaba más o menos igual de desarrollada. En su mano derecha, ahuecada, sostenía una tira con cuatro fotografías, que le permitió entrever.
Era fácil averiguar la procedencia de las fotos. La chica había entrado en uno de los fotomatones en la planta de arriba del metro y, tras ponerse de rodillas en el taburete con el vestido subido hasta las axilas, se puso a echar monedas por la ranura.
La orden de cortar las cortinas de los fotomatones a la altura de las rodillas, cursada hacía ya tiempo, no parecía haber resuelto el problema. Miró las fotos y pensó que ahora las crías se desarrollaban antes. Además, pasaban olímpicamente de llevar ropa interior. No obstante, el resultado no estaba muy logrado desde el punto de vista técnico.
—Veinticinco pavos —dijo la niña esperanzada.
Martin Beck miró irritado en torno y descubrió a dos agentes uniformados al otro lado del vestíbulo. Se acercó a ellos. Uno lo reconoció y lo saludó marcialmente.
—¿No podéis controlar a los críos de por aquí? —se quejó Martin Beck enfadado.
—Hacemos lo que podemos, señor comisario.
El policía que contestó era el mismo que lo había saludado, un hombre muy joven de ojos azules y barba rubia, muy cuidada.
Sin responder, Martin Beck se dirigió hacia las puertas acristaladas que daban acceso a los andenes. La chica del vestido de batik se había retirado al otro extremo del vestíbulo y miraba las fotos a hurtadillas, como si sospechara que algo en su aspecto no estaba del todo bien.
Sin duda, no pasaría mucho tiempo antes de que algún idiota le comprara las fotos.
Luego ella se iría a Humlegården o Mariatorget, a gastarse el dinero en pastillas o marihuana. Tal vez, LSD.
El policía que lo había reconocido llevaba barba. Veinticuatro años atrás, cuando Martin Beck ingresó en el cuerpo, los agentes no llevaban barba.
Por cierto, el otro agente, el que iba sin barba, ¿por qué no lo había saludado? ¿Acaso no lo reconocía?
Veinticuatro años atrás, los policías saludaban a la gente que se les acercaba, fueran o no comisarios. ¿No era cierto? Por aquel entonces, las chicas de catorce años no se hacían fotos desnudas en fotomatones para luego vendérselas a comisarios de policía y conseguir un dinero extra para comprar droga.
Por lo demás, estaba descontento con su nuevo título, recibido a principios de año, como también con su nuevo despacho en la jefatura sur, en la ruidosa zona industrial de Västberga. También le disgustaba la desconfianza de su mujer, y el hecho de que alguien como Gunvald Larsson pudiera llegar a ser subinspector primero de la policía criminal.
Martin Beck estaba sentado junto a la ventana, en su compartimento de primera clase, meditando sobre todo ello.
Antes de tomar el túnel en dirección al sur, el tren pasó por el Ayuntamiento y pudo ver el barco de vapor Mariefred, uno de los últimos que aún recorrían Gripsholm, y el edificio de la editorial Norstedt. De vuelta a la luz, contempló el agradable verdor de Tantolunden, un parque que pronto le iba a provocar pesadillas, y escuchó el eco de las ruedas mientras cruzaba el puente.
Cuando el tren se detuvo en Södertälje, Martin Beck se encontraba de mejor humor. Compró una botella de agua mineral y un sándwich de queso, algo pasado, en el cajón de hojalata sobre ruedas que, en la mayoría de los trenes, hacía ahora las veces de vagón restaurante.
—En fin —dijo Ahlberg—. Esto fue lo que ocurrió: por las noches hacía algo de frío. El tipo tenía una de esas viejas estufas eléctricas... y la puso junto a la cama. Luego, dormido, se sacudió la manta de encima, que cayó sobre el radiador y empezó a arder...
Martin Beck asintió.
—Parece bastante convincente —prosiguió Ahlberg—. El informe forense nos ha llegado hoy. Intenté llamarte, pero ya te habías ido.
Se encontraban en el lugar del incendio, en Borenshult. Entre los árboles se vislumbraba el lago y la esclusa donde, tres años atrás, había aparecido el cadáver de una mujer. De la casa quemada no quedaba más que los cimientos y la chimenea. Sin embargo, los bomberos habían logrado salvar un pequeño cobertizo.
—Allí dentro hemos descubierto algún que otro objeto robado —dijo Ahlberg—. El viejo Larsson era perista. Pero tenía antecedentes, así que tampoco nos ha sorprendido mucho. Vamos a mandar una lista de las cosas.
Martin Beck volvió a asentir. Al cabo de un rato dijo:
—Comprobé lo del hermano de Estocolmo. Murió esta primavera. De apoplejía. También perista.
—Quizá sea genético —comentó Ahlberg.
—Al hermano nunca lo pillaron, pero Melander se acordaba de él.
—¡Ah, sí!, Melander —repitió Ahlberg—. El de la memoria de elefante. Ya no trabajáis juntos, ¿verdad?
—Solo de vez en cuando. Ahora está en Kungsholmsgatan. Kollberg también, a partir de hoy. ¡Maldita sea, no paran de trasladarnos de un lado para otro!
Dieron la espalda al lugar del incendio y volvieron al coche en silencio.
Un cuarto de hora más tarde, Ahlberg se detuvo delante de la comisaría, un edificio de ladrillo amarillento situado en la esquina de Prästgatan y Kungsgatan, cerca de la plaza mayor y de la estatua de Baltzar von Platen. Miró de reojo a Martin Beck y dijo:
—Ya que estás aquí y encima tienes vacaciones, ¿por qué no te quedas unos días?
Martin Beck asintió.
—Podemos dar una vuelta con la lancha motora —añadió Ahlberg.
Por la noche cenaron una exquisita trucha del lago Vättern en el Stadshotellet. Además, se tomaron unas copas.
El sábado salieron con la lancha motora. El domingo también. El lunes Martin Beck la tomó prestada. El martes también. El miércoles se fue a Vadstena, a ver el castillo.
El hotel en el que se alojaba en Motala era moderno y cómodo. Estaba a gusto con Ahlberg. Leyó una novela de Kurt Salomonsson, titulada El hombre de afuera. Se sentía bien.
Se lo merecía. Había sido un invierno duro y una primavera terrible. Todavía guardaba la esperanza de que el verano resultara tranquilo.
Al atracador no le importaba el tiempo.
Por la tarde había empezado a llover. Primero fue una lluvia intensa, luego una llovizna que se filtraba lentamente; por último, hacia las siete, cesó por completo. Pero las nubes continuaban a baja altura y el cielo seguía encapotado, así que resultaba obvio que pronto volvería a llover. Eran las nueve y el crepúsculo se extendía despacio, bajo la bóveda de los árboles. Aún faltaba un rato para que encendieran las farolas.
El atracador se desprendió del chubasquero fino y lo puso a su lado, en el banco del parque. Calzaba zapatillas de deporte, vestía pantalones caqui y un elegante jersey de nailon gris con una insignia en el bolsillo del pecho. Alrededor del cuello, atado de modo suelto, llevaba un pañuelo rojo grande. Hacía más de dos horas que estaba dando vueltas por el parque y sus inmediaciones. Durante este tiempo había visto a una decena de personas, a las que observó detenidamente, calibrándolas. En dos ocasiones estudió a los viandantes con un interés especial. Se trataba en ambos casos no de una persona, sino de dos. La primera pareja estaba formada por un hombre y una mujer, más jóvenes que él. La mujer llevaba sandalias y un corto vestido de verano con un dibujo en blanco y negro; el chico, un elegante blazer azul y pantalones grises. Se habían internado por senderos sombríos en la zona más apartada del parque. Allí permanecieron, abrazándose. La chica se quedó de pie, de espaldas contra un árbol. Pasados unos segundos, el joven metió la mano derecha bajo la falda, dentro del elástico de las bragas y comenzó a palpar por entre las piernas de la chica. Enseguida, ella separó los pies, diciendo: «¿Y si viene alguien?». Por lo visto, se trataba de una pregunta retórica, pues acto seguido cerró los ojos y empezó a mecerse rítmicamente, contoneándose, mientras clavaba las uñas de la mano izquierda en la nuca del chico, cuidadosamente rasurada al cepillo. No pudo ver qué hacía con la otra mano, pese a estar tan cerca de ellos que incluso podía entrever las bragas de malla, blancas.
Los había seguido caminando por la hierba, a pasos silenciosos, y se quedó agazapado tras los arbustos, a menos de diez metros de distancia. Sopesó detenidamente los pros y contras. Una incursión agradaba a su sentido del humor, pero la chica no llevaba bolso. Además, iba a ser difícil impedir que chillara, cosa que complicaría el ejercicio de su profesión. Por último, el chico le parecía ahora más grande y de hombros más anchos que en un primer momento. Y tampoco estaba claro que llevara dinero en la cartera. Los argumentos en contra de una intervención resultaron contundentes, así que se retiró tan sigilosamente como había llegado. Mirón no era, tenía cosas más importantes que hacer. Además, seguramente no quedara ya mucho que ver. Un rato después, vio a los jóvenes abandonar el parque, ahora a considerable distancia el uno del otro. Cruzaron la calle y entraron en un edificio residencial, cuya fachada denotaba su pertenencia a una burguesía instalada y de buenas costumbres. En el portal, la chica se ajustó las bragas y el sujetador y se pasó por las cejas la punta de un dedo mojado. El joven se peinaba.
A las ocho y media, llamó su atención una segunda pareja. Un Volvo rojo se detuvo delante de la ferretería de la esquina. En los asientos delanteros viajaban dos hombres. Uno de ellos descendió y entró en el parque. Iba con la cabeza descubierta y llevaba una gabardina beis. Al cabo de unos minutos, el otro también se bajó y entró en el parque por otro camino. Este llevaba gorra y un blazer de tweed, pero no abrigo. Pasado un cuarto de hora, regresaron al coche, desde diferentes direcciones, con algún minuto de intervalo. Él estaba de espaldas, con la mirada dirigida al escaparate de la ferretería, y pudo oír perfectamente lo que se decían.
—¿Y bien?
—¡Nada!
—¿Y ahora qué hacemos?
—¿Vamos al bosque de Lill-Jan?
—¿Con este tiempo?
—Bueno...