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Cuando el terror invade a toda una ciudad. En medio de una fría noche de Estocolmo, un autobús se convierte en el escenario de una masacre. Ocho cadáveres y un noveno pasajero que agoniza son las víctimas de un tiroteo sin precedentes en la ciudad. ¿Se trata de la obra indiscriminada de un loco o de un crimen cuidadosamente planificado? Ahora el equipo del inspector Martin Beck tiene que averiguar quién o qué era el objetivo de la matanza.
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Seitenzahl: 357
Veröffentlichungsjahr: 2015
Título original: Den skrattande polisen
© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1968.
© de la traducción: Martin Lexell y Manuel Abella, 2009.
© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
CODI SAP: OEBO268
ISBN: 9788490067192
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
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Notas
En la tarde del 13 de noviembre en Estocolmo llovía a cántaros. Martin Beck y Kollberg estaban en casa de este último, situada no muy lejos de la estación de metro de Skärmarbrink, en una de las zonas residenciales del sur, enfrascados en una partida de ajedrez. Ambos libraban, pues los últimos días no había sucedido nada de particular.
Martin Beck era un pésimo jugador de ajedrez, pero de todas maneras se obstinaba en jugar. Kollberg tenía una hija de poco más de dos meses. Precisamente esa tarde se veía obligado a ejercer de niñero. Martin Beck, por su parte, no tenía muchas ganas de volver a casa antes de lo estrictamente necesario. El tiempo era horrible. La lluvia caía a rachas, barriendo los tejados de las casas y golpeando con estrépito en los cristales de las ventanas. Las calles estaban en general desiertas, pobladas tan solo por un pequeño número de personas, que creían tener razones de peso para salir de casa con un tiempo así.
Ante la embajada de Estados Unidos, sita en Strandvägen, y a lo largo de las calles adyacentes, cuatrocientos doce policías se enfrentaban a aproximadamente el doble de manifestantes. Los agentes del orden iban provistos de bombas de gas lacrimógeno, pistolas, látigos, porras de goma, coches, motocicletas, estaciones de onda corta, megáfonos de pilas, perros policía y caballos alborotados. Los manifestantes no tenían más arma que una misiva y pancartas de cartón, que comenzaban a deslavazarse bajo la lluvia torrencial. Resultaba difícil ver en ellos un grupo unitario, pues había gente de la más variada extracción social: desde colegialas de trece años con vaqueros y trenkas y estudiantes universitarios serios como tumbas, hasta provocadores y pendencieros de oficio, y como mínimo una artista de ochenta y cinco años con boina y paraguas de seda azul. Algún poderoso interés común los había echado a la calle, a despecho de la lluvia y de lo que pudiera sucederles. Por otra parte, el bando policial tampoco reunía precisamente a lo más selecto del cuerpo: había sido formado con gente procedente de todos los distritos, pero cualquier policía que tuviera amistad con un médico o que dominase el arte de escurrir el bulto, se había descolgado de tan desagradable empresa. Quedaban, por tanto, los que sabían lo que hacían y hallaban gusto en ello, y también los que en la jerga profesional se denominaban «gallitos», esto es, novatos sin ninguna experiencia que, por ello mismo, no osaban escaquearse y que tampoco tenían la más remota idea de lo que realmente se traían entre manos los otros, ni menos aún de por qué lo hacían. Los caballos se encabritaban y mordían el freno, los policías manoseaban las fundas de sus pistolas y se lanzaban al ataque una y otra vez con las porras de goma. Una chica joven esgrimía una pancarta con la memorable consigna: ¡CUMPLE CON TU DEBER: FOLLAR Y PARIR MÁS POLICÍAS! Tres agentes de ochenta y cinco kilos de peso se abalanzaron sobre ella, rompieron en pedazos la pancarta y arrastraron a la chica a uno de los furgones, donde le retorcieron el brazo tras la espalda y le tocaron las tetas. Ese mismo día había cumplido trece años y aún no había mucho de donde agarrar.
En total fueron arrestadas unas cincuenta personas. Muchos sangraban. Entre los detenidos había algunos famosos, que previsiblemente escribirían sobre esto en los periódicos o se quejarían en radio y televisión. Al verlos, los subinspectores de guardia en las comisarías de los distritos eran presa de escalofríos, y se apresuraban a acompañarles hasta la puerta con sonrisas exculpatorias y comedidas reverencias. Otros, en cambio, lo pasaron mucho peor durante el interrogatorio de rigor. Un policía montado había recibido en la cabeza el impacto de una botella vacía, obviamente lanzada por alguien. El jefe de la operación era un alto cargo de la policía con formación militar. Pasaba por ser experto en cuestiones de orden público, y contemplaba satisfecho el completo caos que había conseguido provocar.
En el piso de Skärmarbrink, Kollberg recogió las figuras de ajedrez, las puso en la caja de madera y, dando un golpe, cerró la tapa corrediza. Su mujer había vuelto del curso vespertino y se había acostado inmediatamente.
—Nunca aprenderás —se quejó Kollberg.
—Tengo entendido que requiere algún tipo de talento especial —replicó Martin Beck melancólicamente—. Por lo visto, se denomina talento ajedrecístico.
Kollberg cambió de tema.
—Esta tarde debe de haber un follón de mil demonios en Strandvägen —comentó.
—Seguro. ¿De qué se trata exactamente?
—Iban a entregar una carta al embajador —contestó Kollberg—. Una carta. ¿Por qué no la mandan por correo?
—Sería menos espectacular.
—Ya. Pero de todas maneras es tan estúpido que da vergüenza.
—Sí —asintió Martin Beck.
Se había puesto abrigo y sombrero y se disponía a irse. Kollberg se levantó apresuradamente.
—Salgo contigo.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Bueno... dar una vuelta.
—¿Con este tiempo?
—Me gusta la lluvia —dijo Kollberg, enfundándose su gabardina de color azul oscuro.
—¿No basta con que yo esté resfriado? —dijo Martin Beck.
Martin Beck y Kollberg eran policías. Estaban adscritos a la Brigada Nacional de Homicidios. De momento no tenían nada especial entre manos y podían considerarse libres sin demasiada mala conciencia.
En la ciudad no se veía ni un solo policía por la calle. Delante de la estación central, una señora anciana esperaba en vano la llegada de algún agente que, tras hacerle el saludo militar, la ayudase sonriente a cruzar la calle. En pleno centro, una persona acababa de romper un escaparate con un ladrillo, sin temor alguno a que la llegada de un coche patrulla viniese, entre aullidos, a interrumpir sus actividades.
La policía estaba ocupada.
Una semana antes, el director general de la policía había declarado públicamente que muchas de las tareas cotidianas desarrolladas por el cuerpo quedaban necesariamente postergadas, ante la necesidad de proteger al embajador norteamericano de cartas y demás molestias causadas por personas que desaprobaban la guerra de Vietnam y la política del presidente Lyndon Johnson.
El subinspector primero de la policía criminal Lennart Kollberg tampoco aprobaba a Lyndon Johnson, ni la guerra de Vietnam, pero en cambio sí los paseos bajo la lluvia.
A las once de la noche todavía seguía lloviendo y la manifestación podía considerarse disuelta.
Hacia esa misma hora, se produjeron en Estocolmo ocho asesinatos y uno más en grado de tentativa.
Lluvia, pensó, mientras miraba malhumorado por la ventana. Oscuridad de noviembre y lluvia, fría y torrencial. Presagio de un invierno inminente. Pronto empezaría a nevar.
Nada en la ciudad le resultaba especialmente atractivo en ese momento, desde luego no aquella calle, con sus árboles pelados y sus grandes y desvencijados bloques de apartamentos; una explanada desértica, mal trazada y mal planificada desde el momento mismo de su proyección. No conducía ni había conducido nunca a ninguna parte y solo subsistía como triste vestigio de un plan de ensanche iniciado hacía tiempo con muchas ínfulas pero nunca llevado a término. No había escaparates iluminados ni gente por las aceras. Solo grandes árboles pelados y las farolas del alumbrado público, cuya blanca y gélida luz se reflejaba en los charcos y en las carrocerías de los coches, relucientes de lluvia.
Había caminado tanto tiempo bajo la lluvia que tenía el pelo empapado y caladas las perneras del pantalón. Podía sentir la humedad en las piernas y las frías gotas de lluvia que descendían por su cuello, cerviz abajo, hasta alcanzar la espalda.
Soltó los dos botones superiores de su gabardina, metió la mano derecha dentro de la chaqueta y palpó con precaución la culata de su pistola, también fría y húmeda.
Al tocarla, el hombre de la gabardina azul oscura se estremeció involuntariamente e intentó pensar en otra cosa. Por ejemplo, en la terraza del hotel de Andraitx en el que había pasado sus vacaciones cinco meses antes. En el calor abrasador y el sol resplandeciente sobre el muelle y las barcas de los pescadores, y en el azul profundo del infinito cielo, sobre la cresta de la montaña, al otro lado de la bahía.
Luego pensó que en esta época del año sin duda estaría lloviendo allí también, y en las casas no había calefacción, solo chimeneas abiertas.
Después advirtió que ya no estaban en la calle de antes. Dentro de poco, tendría que volver a salir a la lluvia.
Oyó cómo alguien descendía la escalera a sus espaldas y supo que se trataba de la persona que había subido al autobús doce paradas antes, delante de los grandes almacenes Åhléns de Klarabergsgatan, en el centro de la ciudad.
Lluvia, pensó. No va conmigo. La verdad es que la odio. Me pregunto cuándo van a ascenderme. ¿Qué se me ha perdido a mí aquí? ¿Por qué no estoy en casa con...?
Este fue su último pensamiento.
El vehículo era un autobús rojo de dos pisos, con un cuerpo superior de color crema y techo lacado en gris, modelo Leyland Atlantean, fabricado en Inglaterra pero adaptado a la circulación por la derecha, implantada en Suecia dos meses antes. Se daba la circunstancia de que esa tarde cubría la línea 47, que hacía el recorrido de ida y vuelta entre Bellmansro, en Djurgården, y Karlberg. En ese momento avanzaba en dirección noroeste, aproximándose a su final de trayecto en Norra Sationsgatan, situada a solo unos metros del límite municipal entre Estocolmo y Solna.
Solna es una ciudad residencial colindante con Estocolmo, que funciona como entidad independiente a efectos administrativos, si bien el límite entre ambos municipios no se deja notar más que como una línea trazada en el plano urbano.
El autobús rojo era grande, más de once metros de largo y casi cuatro y medio de altura. Su peso superaba las quince toneladas. Tenía los faros encendidos y resultaba cálido y acogedor, con sus ventanas empañadas, mientras avanzaba zumbando entre las filas de árboles pelados a lo largo del desierto Karlbergsvägen. Luego torció a la derecha, enfilando Norrbackagatan, y el ruido del motor se amortiguó por la larga pendiente que desciende hasta Norra Stationsgatan. La recia lluvia repicaba contra la carrocería y los cristales, y las ruedas descendían firme e implacablemente, arrojando a su paso torrentes de agua arremolinada.
El cabo de la calle marcaba también el final de la pendiente. Aquí, el autobús debía torcer en ángulo de treinta grados y entrar en Norra Stationsgatan. Desde este punto al final de trayecto restaban solo unos trescientos metros.
La única persona que observaba el vehículo en ese momento era un hombre arrimado al muro de una casa, unos ciento cincuenta metros más arriba, en Norrbackagatan. Era un ladrón, que estaba a punto de romper un escaparate. Miró el autobús, porque quería que se quitara de en medio, y esperó a que pasara.
Vio cómo, efectivamente, el autobús frenó al llegar al cruce y luego comenzó a girar a la izquierda con los intermitentes encendidos. Luego se perdió de vista. El ruido de la lluvia era ensordecedor. El individuo levantó la mano y echó abajo el cristal.
Lo que no pudo ver fue que el giro nunca llegó a completarse.
Por un instante, el autobús rojo de dos pisos pareció detenerse en mitad de la curva. Luego, cruzó transversalmente la calzada, atravesó la acera y penetró medio cuerpo por la verja de alambre que separa Norra Stationsgatan de los desiertos solares de la terminal ferroviaria, sita al otro lado.
Allí se detuvo. El motor se paró. Pero los faros y la iluminación interior continuaron encendidos. Las ventanas empañadas seguían brillando como antes, cálidas y acogedoras en medio del frío y de la oscuridad. Y la lluvia azotaba el techo de chapa.
Pasaban tres minutos de las once de la noche, el 13 de noviembre de 1967. En Estocolmo.
Kristiansson y Kvant eran agentes de radiopatrulla en Solna. A lo largo de su carrera profesional, no especialmente pródiga en sucesos, habían tenido ocasión de arrestar a varios millares de borrachos y a no pocos mangantes. En una ocasión, al parecer, llegaron incluso a salvar la vida de una niña de seis años, deteniendo a un notorio asesino sexual que estaba a punto de abatirse sobre la criatura. Esto había ocurrido hacía menos de cinco meses, de forma puramente fortuita, por decirlo de algún modo. No obstante, la intervención no dejaba de ser una hazaña, y ellos se habían propuesto vivir de las rentas durante mucho tiempo.
Esa tarde no habían pillado nada, aparte de unas cervezas que quizá contravenían el reglamento y respecto de las cuales, por tanto, hubo que omitir toda referencia.
Poco antes de las diez y media recibieron un aviso por radio y pusieron rumbo a la dirección indicada, en Kapellgatan, distrito de Huvudsta, donde alguien había encontrado a un hombre inconsciente junto a la escalera exterior de su casa. Apenas tardaron tres minutos en personarse en el lugar.
Allí, efectivamente, tumbado de través delante de la puerta, descubrieron a un individuo ataviado con unos pantalones negros deshilachados, zapatos gastados y un abrigo ulster andrajoso de color grisáceo. Una mujer mayor aguardaba en bata y zapatillas en el rellano de la escalera iluminado, al otro lado de la puerta. Ella era por lo visto la que se había quejado. Les hizo señas a través del cristal, luego entreabrió la puerta, sacó un brazo por la rendija y señaló imperiosamente al hombre que yacía inmóvil.
—Bueno, ¿entonces qué pasa aquí? —preguntó Kristiansson. Kvant se agachó y se puso a husmear.
—Inconsciente —dijo con profundo e íntimo desagrado—. Venga, echa una mano, Kalle.
—Espera un momento —respondió Kristiansson.
—¿Qué?
—Señora, ¿conoce usted a este hombre? —preguntó Kristiansson educadamente.
—¡Vaya que si le conozco!
—¿Y dónde vive?
La mujer señaló una puerta del corredor, tres metros más allá.
—Allí —dijo—. Se quedó dormido mientras intentaba abrir.
—Cierto, todavía tiene las llaves en la mano —dijo Kristiansson rascándose la cabeza—. ¿Vive solo?
—¿Y quién va a querer vivir con una mierda de hombre así? —respondió la señora.
—¿Qué piensas hacer? —inquirió Kvant con desconfianza.
Kristiansson no respondió. Se inclinó y tomó las llaves de la mano del durmiente. Agarrándolo en seco, de un modo que evidenciaba largos años de experiencia profesional, puso de pie al borracho, abrió la puerta de un empujón con la rodilla y remolcó al individuo a lo largo del corredor. La mujer se hizo a un lado y Kvant se quedó parado en la escalera delante del portal. Ambos contemplaban la escena en actitud de pasivo desagrado.
Kristiansson abrió la puerta con la llave, dio la luz y le quitó al individuo el abrigo mojado. El borracho avanzó unos pasos, tambaleándose, se desplomó encima de la cama y balbució:
—Gracias, querida señorita.
Luego se puso de lado y se quedó dormido. Kristiansson dejó el llavero en una silla de tijera junto a la cama, apagó la luz, cerró la puerta tras de sí y regresó al coche.
—Buenas noches, señora —dijo.
La mujer se le quedó mirando con la boca fruncida, levantó la cabeza y se marchó.
La razón de tal conducta en Kristiansson no era tanto el amor al prójimo cuanto su propia holgazanería. Esto nadie lo sabía mejor que Kvant. Cuando ambos prestaban todavía servicio en Malmö como simples agentes de ronda, había visto muchas veces a Kristiansson coger a los borrachos y conducirlos cuidadosamente al otro lado de la calle o, incluso, de un puente, para así encasquetárselos a los del otro distrito.
Kvant se puso al volante. Arrancó el motor y dijo malhumorado:
—Siv no hace más que decir que soy un vago. Tendría que verte a ti.
Siv era la mujer de Kvant y también su tema de conversación favorito; en muchas ocasiones, único.
—¿Y por qué va a tener que arriesgarse uno a que le echen la pota encima, sin necesidad? —respondió Kristiansson filosóficamente.
Kristiansson y Kvant se parecían mucho en su constitución corporal y apariencia física. Ambos medían uno ochenta y seis, eran rubios, anchos de hombros y con ojos azules. Sin embargo, tenían un temperamento muy distinto, y en muchas cuestiones manifestaban opiniones divergentes. Esta era una de ellas.
Kvant era insobornable. Si veía algo, no intentaba quitarse el muerto de encima. Pero, eso sí, se había especializado en ver lo menos posible.
Desde Huvudsta y sumidos en un silencio enfurruñado, Kvant condujo despacio por un camino que pasaba junto a la Academia de Policía del Estado, una colonia de casitas aparceladas, el Museo del Ferrocarril, el Instituto Nacional de Bacteriología y el internado para niños ciegos. Luego atravesaron en zigzag el amplio campus universitario, con sus diferentes facultades, para finalmente torcer junto a los edificios administrativos del ferrocarril, entrando en Tomtebodavägen.
Se trataba de una ruta magistralmente elegida, pues conducía por zonas en las que estaba prácticamente garantizado que no encontrarían a nadie. Durante todo el trayecto no se les cruzó ni un coche y solo vieron a dos seres vivos: primero un gato callejero y poco después otro.
Cuando llegaron al final de Tomtebodavägen, Kvant se detuvo con el radiador del coche a un metro del límite urbano de Estocolmo, dejando el motor en punto muerto, mientras consideraba cómo planificar el resto del turno.
«Me pregunto si serás capaz de dar media vuelta y regresar por el mismo sitio», pensó Kristiansson. Luego, en voz alta dijo:
—¿Me puedes prestar diez coronas?
Kvant asintió, sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y entregó el billete a su colega, sin tan siquiera dignarse a mirarlo. Al mismo tiempo, tomó una rápida decisión. Cruzando el límite urbano y siguiendo unos quinientos metros en dirección noreste por Norra Stationsgatan, tardarían como mucho dos minutos en volver a abandonar el término municipal de Estocolmo. Luego podía coger Eugeniavägen, cruzar el recinto del hospital y continuar por Hagaparken y el cementerio del norte para, finalmente, llegar a la comisaría. Para entonces, el turno habría terminado, y las posibilidades de encontrar algo por el camino deberían de ser mínimas.
El coche se metió en el término municipal de Estocolmo y torció a la izquierda, entrando en Norra Stationsgatan.
Kristiansson se guardó el billete de diez coronas y bostezó. Luego contempló con ojos entornados la lluvia torrencial y dijo:
—Por allí corriendo viene un tipo, arriba, allí.
Kristiansson y Kvant eran de Escania y su instinto para ordenar las palabras dentro de la frase dejaba bastante que desear.
—Un perro trae también —siguió Kristiansson— y nos está haciendo señas.
—No es mi problema —dijo Kvant.
El hombre del perro —un perro, por cierto, ridículamente canijo, que el individuo prácticamente arrastraba tras de sí a través de los charcos— invadió corriendo la calzada y se colocó delante del coche.
—¡Joder! —exclamó Kvant y frenó en seco.
Bajó el cristal de la ventanilla y rugió:
—¡Cómo se atreve usted a irrumpir de este modo en mitad de la calzada!
—Ahí... ahí detrás hay un autobús... —dijo el hombre casi sin aliento, señalando a lo largo de la calle.
—¿Y qué? —le espetó Kvant de mala manera—. Además, ¿cómo puede tratar así al perro? ¡Pobre animal!
—Ha... ha ocurrido un accidente.
—Sí, sí, ahora vamos a ver qué pasa —respondió Kvant con impaciencia—. Quítese de en medio.
Hizo avanzar el coche despacio.
—Y no vuelva a actuar de este modo —gritó por encima del hombro.
Kristiansson echó una mirada a través de la lluvia.
—Pues sí —dijo con resignación—, un autobús se ha salido de la calzada. Uno de esos de dos pisos.
—Tiene las luces encendidas —dijo Kvant— y la puerta delantera está abierta. Baja y mira a ver, Kalle.
Paró detrás del autobús, en diagonal. Kristiansson abrió la puerta del coche. En un gesto automático, se recompuso el cinturón y murmuró para sí:
—Bueno, ¿y qué pasa aquí?
Al igual que Kvant, llevaba botas y una cazadora de cuero con botones brillantes, con pistola y porra de goma colgadas del cinturón.
Kvant se quedó sentado en el coche, mirando a Kristiansson, que avanzaba tranquilo hacia la puerta abierta del autobús. Lo vio alzar la mano al asidero y subir con desgana hasta la plataforma de acceso para echar un vistazo al interior. Pero, acto seguido, se estremeció y, agazapándose, llevó rápidamente la mano derecha a la funda de su pistola.
Kvant reaccionó al instante. En menos de un segundo, encendió la luz azul, el faro piloto y la luz anaranjada intermitente del coche patrulla. Kristiansson continuaba todavía agazapado junto al autobús cuando Kvant abrió de un tirón la puerta del coche y se precipitó al exterior, en medio de la tromba de agua. Ya había tenido tiempo de echar mano de su Walther calibre 7,65, de quitarle el seguro e incluso de echar un vistazo a su reloj.
Eran exactamente las 23 horas 13 minutos.
El primer mando policial que se personó en el lugar de los hechos en Norra Stationsgatan fue Gunvald Larsson.
Había estado sentado ante su escritorio de la Jefatura de Kungsholmen, hojeando un indigesto informe policial, con desgana manifiesta, y posiblemente por décima vez, preguntándose cuándo demonios se iría por fin a casa toda aquella gente.
«Toda aquella gente» incluía, entre otros, al director de la policía nacional y a un jefe local interino, así como a varios comisarios jefes y comisarios, que iban y venían por escaleras y pasillos, celebrando el feliz final de las manifestaciones. Gunvald Larsson se proponía desaparecer a escape, tan pronto como dichos señores tuviesen a bien poner fin a su jornada laboral y largarse a casa.
Sonó el teléfono. Refunfuñando, echó mano al aparato.
—Larsson al habla.
—Aquí unidad central. Un coche patrulla de Solna ha descubierto un autobús lleno de cadáveres en Norra Stationsgatan.
Gunvald Larsson echó una mirada al reloj eléctrico de pared, que marcaba exactamente las 23 horas y 18 minutos, y replicó:
—¿Y cómo es posible que una patrulla de Solna haya encontrado un autobús lleno de cadáveres... en Estocolmo?
Gunvald Larsson era subinspector primero de la brigada antiviolencia de la policía criminal de Estocolmo. Tenía un carácter envarado y no era, precisamente, una de las personas más apreciadas dentro del cuerpo. Pero no era de los que pierden el tiempo, y fue quien primero se presentó en el lugar de los hechos.
Paró el coche en seco, se subió el cuello del abrigo y salió al aguacero. Vio un autobús rojo de dos pisos, cruzado sobre la acera, que con su parte delantera había impactado contra una alta valla de alambre, atravesándola parcialmente. Vio también un Plymouth negro, con chapas de protección blancas, en cuyas puertas podía leerse, escrita en grandes letras blancas, la palabra POLICÍA. Tenía encendidos los faros de emergencia, y en el cono de luz emitida por el faro piloto aparecían dos policías uniformados, pistola en mano. Ambos mostraban una palidez anormal. Uno de ellos había vomitado, y secaba atribulado su chaqueta de cuero con un pañuelo empapado.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Gunvald Larsson.
—Eso... eso está lleno de muertos —dijo uno de los policías.
—Sí —asintió el otro—. Así es. Justo. Y de casquillos de bala.
—Una de las víctimas presenta signos de vida.
—Y hay un policía.
—¿Un policía? —preguntó sorprendido Gunvald Larsson.
—Sí, de la policía criminal.
—Lo hemos reconocido. Trabaja en Västberga, en la brigada de homicidios.
—No sabemos su nombre. Lleva puesto un abrigo azul. Y está muerto.
Los patrulleros hablaban inseguros y en voz baja, interrumpiéndose mutuamente.
Desde luego, no se podía decir que fueran de baja estatura, pero al lado de Gunvald Larsson no causaban lo que se dice mucha impresión. Gunvald Larsson medía uno noventa y dos y pesaba noventa y nueve kilos. Tenía la anchura de hombros propia de un boxeador de peso pesado, y grandes manos velludas. Su pelo, peinado hacia atrás, estaba ya empapado de lluvia.
El aullido de muchas sirenas penetró el fragor de la lluvia. Parecían llegar desde todas partes. Gunvald Larsson prestó atención un momento, luego preguntó:
—¿Es esto Solna?
—Justo en el límite municipal —respondió Kvant con astucia.
Gunvald Larsson clavó una inexpresiva mirada celeste a Kristiansson y Kvant. Luego avanzó hacia el autobús a grandes zancadas.
—Ahí dentro... parece un matadero —dijo Kristiansson.
Gunvald Larsson no tocó el autobús. Asomó la cabeza por la puerta abierta y echó un vistazo.
—Sí —constató sin perder la calma—. La verdad es que sí.
Martin Beck se detuvo a la entrada de su piso en Bagarmossen. Se quitó abrigo y sombrero y, tras sacudirles el agua, los colgó del perchero y cerró la puerta de la calle.
El recibidor estaba a oscuras, pero Martin Beck no se molestó en encender la luz. Por debajo de la puerta de la habitación de su hija se veía una fina raya iluminada y dentro sonaba la radio o el tocadiscos. Llamó y entró.
La muchacha se llamaba Ingrid y tenía dieciséis años. Últimamente había madurado bastante y Martin Beck tenía cada vez mejor relación con ella. Era una chica tranquila, realista, bastante inteligente, y a Martin Beck le gustaba hablar con ella. Estaba en el último curso de la escuela obligatoria e iba bastante bien, pero sin pertenecer a esa categoría de estudiantes que en los tiempos de Martin Beck solían denominarse «empollones».
Ahora estaba tumbada de espaldas sobre la cama, leyendo. En la mesilla de noche sonaba el tocadiscos. No música pop, sino algo clásico, Beethoven, supuso.
—¡Hola! —dijo—. ¿Aún estás despierta?
Se calló enseguida, paralizado por el total sinsentido de la pregunta y se paró a pensar por un momento en cuántas cosas insustanciales se habían dicho entre estas cuatro paredes en los últimos diez años.
Ingrid dejó a un lado el libro y paró el tocadiscos.
—Hola, papá, ¿qué has dicho?
Martin Beck negó con la cabeza.
—¡Pero si tienes las perneras del pantalón caladas! ¿Tanto llueve ahí fuera?
—A cántaros. ¿Están ya dormidos mamá y Rolf?
—Creo que sí. Mamá mandó a la cama a Rolf nada más cenar. Dice que está resfriado.
Martin Beck se sentó en el borde de la cama.
—¿Y no es verdad?
—A mí me ha parecido que tenía buena cara. Pero se fue a su cuarto sin rechistar. Supongo que quiere librarse de la escuela mañana.
—Bueno, tú por lo menos pareces aplicada. ¿Qué estás estudiando?
—Francés. Mañana tenemos examen. ¿Quieres preguntarme?
—No serviría de mucho. El francés nunca ha sido mi fuerte. Mejor, acuéstate.
Martin Beck se levantó, y la muchacha, obediente, se deslizó bajo el edredón y se acomodó. Él la abrigó y antes de cerrar la puerta tras de sí, la oyó susurrar:
—Mañana, cuando te acuerdes de mí, deséame suerte.
—Buenas noches.
Sin encender la luz, entró en la cocina y se quedó parado un momento junto a la ventana. Parecía que la lluvia había remitido algo, aunque quizás era solo que la ventana estaba protegida del viento. Martin Beck se preguntó qué habría ocurrido en la manifestación delante de la embajada americana, y si la prensa mañana calificaría la actuación policial de torpe e incompetente o, más bien, de brutal y desafiante. Sea como fuere, los juicios serían desfavorables. Martin Beck, guiado desde siempre por un espíritu de solidaridad corporativa, solo para sus adentros reconocía que las críticas a menudo estaban justificadas, aunque carecían de matices y de comprensión. Pensó en algo que Ingrid le había contado una tarde, un par de semanas atrás. Muchos de sus compañeros de clase intervenían en política, tomaban parte en las manifestaciones y, en su mayoría, tenían un pésimo concepto de la policía. De pequeña, le dijo, podía alardear de que su padre era policía y estar orgullosa de ello, pero ahora prefería callárselo. No es que la muchacha se avergonzase de él, pero a menudo se veía envuelta en discusiones donde se esperaba de ella que respondiera por todo el cuerpo de policía. Absurdo, desde luego, pero así estaban las cosas.
Martin Beck entró en el salón. Se puso a escuchar junto a la puerta del dormitorio de su mujer y oyó sus ligeros ronquidos. Con cuidado, abrió el sofá cama, encendió la lámpara de pared y corrió la cortina. Acababa de comprar el sofá cama y abandonar el dormitorio común, pretextando que no quería molestar a su mujer cuando llegaba tarde por las noches. Ella protestó, recordando que a menudo se pasaba toda la noche trabajando y, en consecuencia, dormía durante el día, así que no quería tenerle tirado en medio del salón. Él prometió que en esas ocasiones le tendría tirado en medio del dormitorio, por donde ella no solía aparecer durante el día. Así pues, llevaba ya un mes durmiendo en el salón y se sentía a gusto.
Su mujer se llamaba Inga.
Con los años, su relación había ido empeorando y dejar de compartir cama supuso un alivio para Martin Beck. Este sentimiento a veces le daba remordimientos, pero tras diecisiete años de matrimonio la cosa no tenía ya mucho remedio, y hacía ya tiempo que había dejado incluso de plantearse quién tenía la culpa.
Martin Beck reprimió un acceso de tos, se quitó los pantalones mojados y los colgó sobre una silla junto a la calefacción. Se sentó en el borde del sofá y, mientras se quitaba los calcetines, le vino a la cabeza la idea de que quizá Kollberg salía a pasear de noche bajo la lluvia porque también su matrimonio comenzaba a caer en la rutina y en el tedio. ¿Tan pronto? Kollberg llevaba casado solo año y medio.
Descartó la idea antes incluso de haberse quitado el primer calcetín. Lennart y Gun eran felices, no cabían dudas al respecto. Además, no era asunto suyo.
Se levantó, cruzó desnudo el cuarto hasta la librería y estuvo deliberando un rato antes de decidirse. Eligió un libro del viejo diplomático inglés sir Eugene Millington-Drake que trataba del Graf Spee y de la batalla de La Plata. Lo había comprado hacía ya un año en una librería de viejo, pero todavía no había empezado a leerlo. Se metió en la cama, tosió con sentimiento de culpabilidad, abrió el libro y se dio cuenta de que no tenía los cigarrillos a mano. Una de las ventajas del sofá era que ahora podía fumar libremente.
Volvió a levantarse, sacó un húmedo y arrugado paquete de Florida del bolsillo del abrigo, extrajo los cigarrillos, los puso a secar en fila sobre el tablero de la mesita de noche, escogió el que mejor pinta tenía y lo encendió. Estaba ya con el cigarrillo entre los dientes y una pierna en la cama cuando sonó el teléfono.
El teléfono estaba en el hall. Seis meses atrás, había solicitado una segunda toma en el salón, pero dado el ritmo habitual de trabajo de la compañía telefónica, probablemente podría considerarse afortunado si la instalación se realizase en el plazo de otros seis meses.
Cruzó la habitación dando grandes y apresuradas zancadas y descolgó el auricular antes de que terminara el segundo timbrazo.
—Beck.
—¿El comisario Beck?
No reconoció la voz.
—Sí, soy yo.
—Aquí centralita. Varios pasajeros han sido hallados muertos a tiros en un autobús de la línea 47, cerca de su final de trayecto, en Norra Stationsgatan. Se ruega acuda usted inmediatamente.
Lo primero que se le ocurrió fue que alguien le estaba gastando una broma de mal gusto, o que algún adversario intentaba engañarle para que saliera de noche en mitad de la lluvia, solo por fastidiar.
—¿Quién ha enviado el mensaje? —preguntó.
—Hansson, del quinto distrito. El comisario jefe Hammar está ya informado.
—¿Cuántos muertos?
—Este dato no está todavía del todo confirmado. Como mínimo, seis.
—¿Hay algún detenido?
—Que yo sepa, no.
Martin Beck pensó: «Pasaré a recoger a Kollberg por el camino. Espero que haya taxis». Luego dijo, en voz alta:
—De acuerdo. Salgo ahora mismo.
—Disculpe, señor comisario...
—¿Sí?
—Uno de los muertos... parece que se trata de uno de sus hombres...
Martin Beck apretó el auricular.
—¿Quién?
—No lo sé. No se ha mencionado ningún nombre.
Martin Beck estrelló el auricular contra el aparato y apoyó la frente contra la pared. ¡Lennart! Tenía que ser él. Maldita sea, ¿por qué tenía que salir a esas horas bajo la lluvia? ¿Qué coño pintaba en un autobús de la línea 47? Pero no, no podía ser Kollberg. Debía de tratarse de un error.
Volvió a levantar el auricular y marcó el número de Kollberg. Primera llamada. Segunda. Tercera. Cuarta. Quinta.
—Diga.
Era la voz somnolienta de Gun. Martin Beck intentó adoptar un tono natural, tranquilo:
—Hola, ¿está Lennart?
Creyó oír los crujidos del lecho al incorporarse ella. El tiempo que tardó en responder se le hizo eterno.
—No, por lo menos no está en la cama. Creí que estaba contigo. Mejor dicho, que tú estabas aquí.
—Cuando me fui, salió conmigo. Dijo que quería dar un paseo. ¿Estás segura de que no ha vuelto?
—Bueno, a lo mejor está en la cocina. Espera, que voy a ver.
El tiempo que tardó en volver al teléfono se le hizo nuevamente eterno.
—No, Martin, no está en casa.
Ahora, su voz se había vuelto intranquila.
—¿Dónde crees que puede estar —preguntó ella— con un tiempo así?
—Querrá tomar un poco el aire. Tampoco lleva tanto tiempo fuera, yo mismo acabo de llegar a casa. No te preocupes.
—¿Quieres que te llame cuando vuelva?
Parecía otra vez tranquila.
—No, no es nada importante. Que descanses. ¡Buenas noches!
Colgó y, de repente, notó que temblaba de frío. Volvió a coger el auricular, pensando en llamar a alguien que pudiera aclararle lo sucedido. Pero luego pensó que lo mejor sería acudir lo antes posible al lugar de los hechos. Marcó el número de la parada de taxis más cercana y le atendieron enseguida.
Martin Beck llevaba veintitrés años trabajando en la policía. Durante este tiempo, varios colegas habían muerto en acto de servicio. En esas ocasiones, se había sentido profundamente afectado, y en algún lugar de su inconsciente había surgido la convicción de que el trabajo policial se iba haciendo más duro de año en año, y de que la próxima vez podría tocarle a él. Pero con Kollberg le unía una relación que desbordaba el ámbito profesional. En el trabajo cada vez dependían más el uno del otro. Se complementaban bien y con el paso del tiempo habían aprendido a comprender las ideas y los sentimientos del otro sin necesidad de intercambiar muchas palabras. Cuando, año y medio atrás, Kollberg se casó y se mudó a vivir a Skärmarbrink, su cercanía se hizo también geográfica y comenzaron a verse en horas fuera de servicio.
Recientemente, en uno de sus raros momentos de depresión, Kollberg había dicho:
—Si tú no estuvieras, vete a saber si seguiría yo en este maldito cuerpo.
Martin Beck pensaba en todo eso mientras volvía a ponerse el húmedo abrigo y se apresuraba escalera abajo hasta el taxi que ya le estaba esperando.
A pesar de la lluvia y de la hora tardía, tras el cordón policial instalado en Karlbergsvägen ya se habían concentrado unas cuantas personas, que miraron con curiosidad a Martin Beck cuando descendió del taxi. Al verle, un joven policía enfundado en un chubasquero negro realizó un gesto brusco, como para darle el alto, pero otro agente le tomó del brazo, impidiéndoselo, y se llevó la mano a la visera.
Un señor bajito en gabardina y gorra deportiva se cruzó en el camino de Martin Beck y dijo:
—Mis condolencias, señor comisario. Acabo de saber que uno de sus...
Una mirada de Martin Beck bastó para que el hombre se tragase el resto de la frase. Conocía perfectamente al individuo de la gorra deportiva y no lo soportaba. Se trataba de un periodista freelance, que se autodenominaba reportero criminal. Su especialidad eran los reportajes sobre asesinatos, llenos de detalles sensacionalistas, escabrosos y en su mayor parte falsos, que solo se publicaban en semanarios de la peor especie.
El hombre se retiró y Martin Beck pasó por encima del acordonamiento. Advirtió que se había realizado otro acordonamiento parecido en dirección Torsplan, un poco más arriba. En la zona acotada pululaban los coches blanquinegros de la policía y figuras irreconocibles en chubasqueros relucientes. La tierra en torno al autobús rojo de dos pisos se hallaba descompuesta y resbaladiza.
En el autobús había luz y los faros estaban encendidos, pero la fuerte lluvia impedía que la luz se proyectase demasiado lejos. Detrás del vehículo se había estacionado el autobús de guardia del Laboratorio Nacional de Investigaciones Forenses, con el radiador mirando hacia Karlbergsvägen. También estaba el coche del médico forense. Tras la verja golpeada, varios operarios instalaban reflectores. Todos estos detalles ponían de manifiesto que acababa de ocurrir algo muy por encima de lo común.
Martin Beck levantó la vista a los desangelados bloques de pisos situados al otro lado de la calle. En muchas de las ventanas iluminadas se perfilaban siluetas, y al otro lado de los cristales, golpeados por la lluvia, aparecían rostros apretados, como borrosas manchas blancas. Una mujer con las piernas desnudas, tras colocarse sus botas altas y el chubasquero directamente sobre el camisón, salió de un portal situado casi en frente del autobús. Tuvo tiempo de cruzar media calle antes de ser interceptada por un policía que la agarró del brazo y la condujo de vuelta al portal. El policía daba grandes zancadas y ella seguía su paso a trompicones, al tiempo que el camisón blanco, mojado, se le enredaba entre las piernas.
Martin Beck no podía ver las puertas del autobús, pero advirtió gente en movimiento al otro lado de las ventanas y supuso que los técnicos forenses ya estaban trabajando. Tampoco podía ver a ninguno de sus colegas de la brigada de homicidios, ni de la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo, pero supuso que se hallaban en alguna parte al otro lado del vehículo.
Involuntariamente, comenzó a aminorar el paso. Mientras rodeaba el autobús gris de los técnicos forenses, intentó prepararse psicológicamente para lo que se le venía encima y apretó los puños dentro de los bolsillos.
En el foco de luz que salía por las puertas abiertas del autobús estaba Hammar, que había sido su superior durante muchos años y que en la actualidad desempeñaba funciones de comisario jefe, hablando con alguien que, por lo visto, se encontraba en el interior del autobús. Al ver a Martin Beck, se interrumpió y le dijo:
—Pero si estás aquí. Ya empezaba a pensar que habían olvidado llamarte.
Sin responder, Martin Beck se acercó a las puertas y asomó la cabeza. Sintió cómo el estómago se le comprimía. Era peor de lo que había esperado. Bajo la clara y fría luz, los detalles se mostraban con nitidez de aguafuerte. Todo el autobús parecía lleno de cuerpos inertes, ensangrentados, en posturas desencajadas.
Hubiera preferido dar media vuelta y marcharse para no tener que ver aquello, pero ninguno de estos sentimientos se reflejaba en su rostro. En vez de ello, se obligó a sí mismo a realizar un registro sistemático de todos los detalles. Los técnicos forenses trabajaban en silencio, de manera metódica. Uno de ellos advirtió la presencia de Martin Beck y meneó despacio la cabeza.
Fue examinando los muertos uno tras otro. No reconoció a ninguno. Por lo menos no en su actual estado.
—¿Está arriba? —preguntó de repente—. Ha...
Se giró hacia Hammar y se interrumpió.
Tras Hammar, Kollberg emergía desde la oscuridad, sin sombrero, con el cabello pegado a la frente.
Martin Beck se le quedó mirando fijamente.
—Hola —saludó Kollberg—. Ya empezaba a preguntarme dónde te habías metido. Casi pensé pedirle a alguien que te volviera a llamar.
Se quedó parado delante de Martin Beck, mirándolo inquisitivamente. Luego echó un rápido y asqueado vistazo al interior del autobús y añadió:
—Necesitas una taza de café. Voy por ella. —Martin Beck negó con la cabeza—. Que sí —replicó Kollberg.
Se marchó chapoteando. Martin Beck se le quedó mirando, luego se dirigió a las puertas delanteras del autobús y se asomó. Hammar le siguió con pasos pesados.
En el asiento delantero yacía el cuerpo del conductor volcado sobre el volante. Al parecer, un disparo le había atravesado la cabeza. Martin Beck contempló lo que una vez fue el rostro del hombre y experimentó un leve asombro al comprobar que no sentía náuseas. Giró la cabeza y miró a Hammar, que observaba la lluvia fijamente con gesto inexpresivo.
—¿Te puedes explicar por qué diablos tenía que estar aquí? —preguntó Hammar con voz apagada—. ¿En este autobús?
En ese preciso instante, Martin Beck comprendió a quién se había referido el hombre que le dio el aviso por teléfono.
Pegado a la ventana, detrás de la escalera que conducía al piso de arriba, estaba sentado Åke Stenström, subinspector de la Brigada Nacional de Homicidios, uno de los colaboradores más jóvenes de Martin Beck. Aunque decir que estaba sentado no era, quizá, del todo apropiado. Tenía la gabardina azul oscuro empapada de sangre y se hallaba medio tumbado con el hombro derecho apoyado contra la espalda de una mujer joven, doblada en el asiento de al lado.
Estaba muerto. Al igual que la mujer y los otros seis individuos del autobús.
En la mano derecha empuñaba su pistola reglamentaria.
La lluvia continuó durante toda la noche y, aunque, según el calendario, el sol salía a las ocho y veinte, hasta casi las nueve de la mañana no consiguió la luz atravesar la capa de nubes y arrojar un poco de claridad vacilante, nebulosa.
El autobús rojo seguía todavía atravesado en mitad de la acera de Norra Stationsgatan, igual que nueve horas antes.
Pero esta era la única circunstancia que no había cambiado. Dentro de la zona acordonada trabajaban ahora unos cincuenta hombres y fuera de ella seguían congregándose más y más curiosos. Muchos llevaban allí desde medianoche, sin ver otra cosa que policías, personal de ambulancia y vehículos ululantes de todas las formas imaginables. Había sido una noche llena de aullidos de sirenas, con un continuo flujo de coches que recorrían las calles mojadas de lluvia al parecer sin orden ni concierto alguno.