El coche de bomberos que desapareció - Maj Sjöwall - E-Book

El coche de bomberos que desapareció E-Book

Maj Sjöwall

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Beschreibung

Una extraña concatenación de suicidios y accidentes acaba con la vida de los miembros de una banda de vulgares ladrones de coche. Uno de ellos yace muerto sobre la cama, hecha y limpia. Dos policías rompen la cerradura y penetran en la casa. Tan sólo hay dos palabras escritas junto al teléfono: Martin Beck. A pocos kilómetros, uno de sus hombres está a punto de convertirse en héroe, Gunvald Larsson. A medianoche el edificio que vigila salta por los aires. Cuatro muertos y un sinfín de heridos que saca del fuego con sus propias manos. ¿Qué está pasando? El rastro de uno de los fallecidos le conduce hasta una banda internacional de tráfico de coches robados. Pero, ¿qué tiene que ver Martin Beck? ¿Quién es el exterminador?

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Seitenzahl: 395

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Título original: Brandbilen som försvann

© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1969.

© de la traducción: Martin Lexell y Manuel Abella, 2010.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CODI SAP: OEBO267

ISBN: 9788490067185

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1

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Notas

1

El hombre que yacía muerto sobre la cama, primorosamente hecha, se había desprendido primero de la chaqueta y la corbata, y las colgó de la silla que estaba colocada junto a la puerta. Después se había quitado los zapatos, los dejó bajo la silla y se calzó unas zapatillas negras de piel. Luego se había fumado tres cigarrillos, que apagó estrujándolos en el cenicero de la mesilla de noche. Por último, se tumbó boca arriba en la cama y se pegó un tiro en la boca.

Un espectáculo que no era precisamente igual de primoroso.

Su vecino más cercano era un capitán del ejército prejubilado que el año anterior había resultado herido en la cadera al recibir un disparo fortuito durante una cacería de alces. Tras el accidente sufría insomnio y a menudo se quedaba despierto por las noches haciendo solitarios. Estaba a punto de conseguir terminar la partida cuando oyó el disparo al otro lado de la pared. Llamó inmediatamente a la policía.

Eran las cuatro menos veinte de la madrugada del 7 de marzo, cuando dos policías de radiopatrulla hicieron saltar los quicios de la puerta y penetraron en el piso, donde el hombre tendido sobre la cama llevaba ya muerto treinta y dos minutos. No tardaron mucho tiempo en constatar que, con una probabilidad rayana en la certeza, el individuo se había suicidado. Antes de regresar al coche para dar cuenta de la defunción por radio, echaron un vistazo por el piso, cosa que en realidad no deberían haber hecho. Además del dormitorio, la vivienda tenía un cuarto de estar, cocina, vestíbulo, baño y guardarropa. No descubrieron ninguna nota ni carta de despedida. El único texto escrito visible consistía en un par de palabras apuntadas en el bloc de notas que había junto al teléfono, en el cuarto de estar. Esas dos palabras formaban un nombre. Un nombre que los dos policías conocían perfectamente.

Martin Beck.

Era el día de santa Ottilia.

Poco después de las once de la mañana, Martin Beck salió de la jefatura sur de policía y se fue hasta la licorería situada en Karusellplan, donde se puso en la cola. Compró una botella de Nutty Solera. De camino al metro adquirió también una docena de tulipanes rojos y una caja de galletas saladas inglesas. Uno de los seis nombres que le habían caído en suerte a su madre en el bautismo era Ottilia, y había pensado acercarse a visitarla con motivo de su santo.

La residencia de ancianos era grande y muy antigua. Demasiado vieja y anticuada, o eso por lo menos pensaban quienes trabajaban en ella. La madre de Martin Beck se había mudado allí hacía un año, no por incapacidad para arreglárselas sola —a sus setenta y ocho años se seguía conservando lúcida y bastante bien de salud—, sino porque no quería convertirse en un lastre para su único hijo. Por eso se había asegurado con mucha antelación una plaza en la residencia, y cuando quedó libre una buena habitación, o lo que es lo mismo, cuando falleció el anterior ocupante de la misma, se deshizo de la mayor parte de sus pertenencias y se trasladó allí. Desde la muerte del padre de Martin Beck, diecinueve años atrás, su único apoyo era su hijo, que de vez en cuando sentía remordimientos de conciencia por no acogerla en su propia casa. Sin embargo, en su fuero interno le estaba agradecido por haberse ocupado del asunto ella sola, sin tan siquiera pedirle consejo.

Cruzó una de las dos pequeñas y desangeladas salas de estar, en las que nunca había visto a nadie, avanzó por el corredor en penumbra y golpeó con los nudillos la puerta de su madre. Cuando Martin Beck entró, ella alzó la mirada asombrada. Era bastante dura de oído, de modo que no había percibido sus discretos golpes en la puerta. Su rostro se iluminó, dejó a un lado el libro que estaba leyendo e hizo ademán de incorporarse. Pero Martin Beck se acercó hasta ella rápidamente, la besó en la mejilla y, con amable firmeza, la obligó a permanecer sentada.

—Estate quieta. Por mí no te preocupes —dijo.

Dejó las flores en sus rodillas y puso en la mesa la botella y la caja de galletas.

—Felicidades, mamá.

Ella retiró el papel que envolvía las flores y exclamó:

—¡Ay! ¡Qué flores tan preciosas! ¡Y galletas! ¿Y vino? ¿O qué es? ¡Jerez! ¡Qué detalle, hijo mío!

Se levantó y, pese a todas las protestas de Martin Beck, se acercó hasta un armario y sacó un jarrón de plata, que llenó con agua del grifo.

—Tampoco estoy tan vieja y achacosa como para no poder ponerme de pie —dijo—. Haz el favor de sentarte. ¿Qué te apetece: jerez o café?

Martin Beck se quitó abrigo y sombrero y tomó asiento.

—Lo que tú quieras —respondió.

—Pues entonces haré café. El jerez lo guardaré para invitar a mis amigas y poder presumir del hijo tan bueno que tengo. Hay que sacarles todo el partido a los buenos momentos.

Martin Beck permaneció callado observando cómo su madre encendía la placa eléctrica para luego añadir el agua y el café a la cafetera. Era pequeña y menuda; cada vez que venía a verla la encontraba más encogida.

—¿Te aburres aquí, mamá?

—¿Yo? Yo no me aburro en ningún sitio.

La respuesta le pareció demasiado rápida y alegre como para resultar creíble. Antes de sentarse, ella colocó la cafetera en la placa y el jarrón de flores sobre la mesa.

—Haz el favor de no preocuparte por mí —prosiguió—. Aquí estoy siempre ocupada. Leo, hago punto, hablo con las otras mujeres... De vez en cuando me acerco al centro a dar una vuelta, aunque la verdad es que es una pena cómo le están destruyendo todo. ¿Has visto que han tirado la casa donde estaba la empresa de tu padre?

Martin Beck asintió. Su padre había sido propietario de una pequeña empresa de transportes en el barrio de Klara, y en el lugar que antes había ocupado el edificio se alzaba ahora un complejo comercial de cristal y hormigón. Contempló la fotografía de su padre colocada sobre la cómoda, junto a la cama. La imagen había sido tomada a mediados de los años veinte, cuando Martin Beck tenía solo dos o tres años, y en ella su padre era todavía un hombre joven de mirada clara, cabello negro y brillante, peinado a un lado, y mentón desafiante. Decían que Martin Beck se parecía a él. La verdad es que él mismo no había conseguido nunca descubrir grandes semejanzas, y de existir, debían limitarse a lo físico. Recordaba a su padre como un hombre abierto y alegre, que caía bien a todo el mundo y siempre estaba riendo y bromeando. En cambio, Martin Beck se definiría a sí mismo más bien como una persona tímida y bastante aburrida. En el momento en que se hizo la foto, su padre trabajaba en la construcción, pero unos pocos años más tarde vino la gran depresión y se quedó en el paro. Martin Beck pensaba que su madre, en realidad, nunca había conseguido superar aquellos años de pobreza y miedo. Aunque luego alcanzaron un cierto desahogo económico, ella ya no pudo dejar de preocuparse por el dinero. Todavía era incapaz de comprar nada nuevo si no resultaba absolutamente indispensable, y tanto su ropa como los pocos muebles que se había traído consigo de casa estaban desgastados por el tiempo.

De vez en cuando, Martin Beck hacía algún intento de darle dinero y se ofrecía también a pagarle la cuota de la residencia, pero ella era orgullosa y testaruda e insistía en arreglárselas por sí misma.

Cuando el café empezó a hervir, Martin Beck fue a coger la cafetera y se la acercó a su madre, para que sirviera ella. Siempre había sido solícita con su hijo. Cuando este era un muchacho, ni siquiera consentía que le ayudase a fregar los platos o que hiciera su propia cama. Más adelante, Martin Beck tuvo ocasión de darse cuenta de lo desafortunado de tantas atenciones, ya que, al irse de casa, descubrió que era incapaz de hacer las tareas domésticas más simples.

Martin Beck contemplaba divertido a su madre, mientras ella ponía un terrón de azúcar en su boca, antes de sorber un trago. Nunca la había visto tomar café de esa manera. Ella captó su mirada y dijo:

—Ya ves. Cuando una es vieja, puede permitirse ciertas libertades.

Ella dejó la taza y se inclinó hacia atrás, apoyando sobre las rodillas sus delgadas manos entrelazadas, llenas de manchas oscuras.

—Bueno —dijo—. Cuéntame que tal están mis nietos.

En los últimos tiempos, con su madre, Martin Beck ponía sumo cuidado en hablar de sus hijos en términos exclusivamente positivos, pues ella consideraba que sus nietos eran más inteligentes, buenos y guapos que los demás niños. A menudo le acusaba de no reconocer sus méritos, tachándole incluso de padre incomprensivo y malvado. Él, en cambio, se consideraba bastante ecuánime en sus opiniones acerca de sus hijos y entendía que eran como la mayoría de los niños. Con la que mejor se llevaba era con Ingrid, de dieciséis años: una chica despierta e inteligente, muy popular entre sus compañeros y con mucha facilidad para los estudios. Rolf, por su parte, estaba a punto de cumplir trece años y resultaba bastante más problemático. Era perezoso y reservado, no se interesaba por el colegio, ni tampoco daba la impresión de tener ningún otro interés o talento especial. A Martin Beck le preocupaba la apatía de su hijo, pero confiaba en que fuese algo propio de la edad, y en que poco a poco el muchacho saldría de su aletargamiento. Como en ese momento no se le ocurría nada positivo que decir sobre Rolf, ni su madre iba a creerle en caso de decir la verdad, decidió eludir el asunto. Cuando terminó de relatar los últimos éxitos escolares de Ingrid, su madre le preguntó:

—¿Y Rolf no estará pensando meterse a policía cuando termine la escuela?

—No creo. Además, solo tiene trece años. Es todavía un poco pronto para empezar a preocuparse por esas cosas.

—Pues si algún día se le ocurre, tendrás que impedírselo. Nunca he llegado a entender por qué se te metió en la cabeza hacerte policía. Y hoy en día tiene que ser un oficio mucho más terrible que cuando tú empezaste. Por cierto, ¿me quieres decir por qué entraste en la policía, Martin?

Martin Beck la miró fijamente, desconcertado. Bien era cierto que ella se había opuesto a la elección profesional de su hijo veinticuatro años atrás, pero le sorprendió que volviera a sacar el asunto a esas alturas. Hacía menos de un año que se había convertido en comisario de la Brigada Nacional de Homicidios y, desde luego, sus condiciones laborales eran completamente distintas a las del joven policía que había sido entonces.

Se inclinó hacia delante y la tomó de la mano:

—Me va bien, mamá —dijo—. Ahora me paso la mayor parte del tiempo sentado en un despacho. Pero, claro, yo mismo me he hecho esa pregunta muchas veces...

Era verdad. A menudo se había preguntado por qué tomó la decisión de convertirse en policía.

Naturalmente, podría haber respondido que, durante los años de la guerra, era una buena manera de eludir ser llamado a filas. Tras dos años de moratoria por problemas respiratorios, fue declarado perfectamente sano y apto para el servicio militar. Esto podía considerarse una razón de peso. En 1944 no se aceptaban objeciones de conciencia. No obstante, muchos de los que recurrieron a este expediente para eludir el ejército, cambiaron luego de trabajo. Él, en cambio, había ido ascendiendo con los años hasta llegar a comisario. Esto debía de significar que era un buen policía, pero no lo tenía muy claro. Toda una serie de casos probaba a las claras que, en el cuerpo, los altos mandos no siempre estaban en manos de buenos policías. Ni siquiera estaba seguro de querer ser un buen policía, si por tal había que entender una persona celosa de su deber, incapaz de salirse un milímetro del reglamento. Recordaba algo que Lennart Kollberg dijo una vez, hacía mucho tiempo: «Buenos polis los hay a patadas. Tipos estúpidos que son buenos polis. Tipos inflexibles, limitados, chulos, engreídos y pagados de sí mismos, todos ellos buenos polis. Pero mejor sería si hubiera más tipos buenos metidos a polis».

Su madre salió a despedirle y pasearon un rato por el parque. La nieve derretida complicaba la marcha, y el viento helado sacudía las ramas peladas de los altos árboles. Tras caminar, entre resbalones, durante diez minutos, la condujo de nuevo hasta las escaleras y la besó en la mejilla. Luego, en la cuesta, se volvió y pudo verla todavía de pie junto a la entrada, haciéndole gestos de despedida. Pequeña, encogida, gris.

Regresó en metro hasta la jefatura sur de policía en Västberga.

De camino hacia su despacho, se asomó a la puerta del de Kollberg, que además de subinspector primero de la policía criminal era el hombre de confianza de Martin Beck y su mejor amigo. El cuarto estaba vacío. Echó una mirada a su reloj de pulsera. Era la una y media. Jueves. Adivinar el paradero de Kollberg no requería demasiadas cavilaciones. Por un momento, Martin Beck consideró la posibilidad de bajar también al restaurante para tomarse la ineludible sopa de guisantes de los jueves y hacerle compañía, pero luego se acordó de su estómago y desistió. Bastante revuelto estaba ya con las numerosas tazas de café que le había ido sirviendo su madre.

Sobre la carpeta que cubría el escritorio encontró una breve nota referida al individuo que se había quitado la vida ese mismo día.

Se llamaba Ernst Sigurd Karlsson y tenía cuarenta y seis años. Estaba soltero y su familiar más cercano era una anciana tía materna, residente en Borås. Desde el lunes había estado ausente de su puesto de trabajo en una compañía de seguros. Gripe. Según sus colegas era un hombre solidario y, por lo que ellos sabían, carente de amigos. Los vecinos afirmaban que se trataba de un hombre silencioso y tranquilo, que entraba y salía de casa a horas fijas y muy pocas veces recibía visitas. La prueba grafológica confirmaba que, efectivamente, era él quien había escrito el nombre de Martin Beck en el bloc de notas del teléfono. Y que se trataba de un suicidio resultaba del todo claro.

No había nada más que decir sobre el asunto. Ernst Sigurd Karlsson se había quitado la vida. Y como el suicidio no es un crimen en Suecia, la policía ya no podía hacer mucho más. Todas las preguntas tenían su respuesta. Menos una. Y el autor del informe había formulado también dicha pregunta: ¿ha tenido el comisario Martin Beck relación con el individuo en cuestión y podría, quizá, aportar algo?

Pero Martin Beck no podía.

Jamás había oído hablar de Ernst Sigurd Karlsson.

2

Cuando Gunvald Larsson salió de su despacho en la jefatura de policía de Kungholmsgatan, eran las diez y media de la noche y no tenía en modo alguno planes de convertirse en héroe; a menos que pudiera considerarse una proeza ir a su casa en Bollmora, ducharse, ponerse el pijama y acostarse. Gunvald Larsson pensaba en su pijama con placer. Se trataba de una prenda nueva, adquirida ese mismo día, y la mayor parte de sus colegas no habrían dado crédito a sus oídos de haber sabido su precio. De camino a casa, tenía que realizar una pequeña gestión profesional, que todo le exigiría unos cinco minutos como máximo. Cuando dejó de pensar en el pijama, se puso su abrigo búlgaro de piel de oveja, apagó la luz, cerró la puerta con llave y se marchó. El achacoso ascensor que conducía hasta los despachos de la brigada antiviolencia comenzó a fallar como de costumbre, y Gunvald Larsson tuvo que golpear dos veces con el pie en el suelo del trasto antes de que este tuviera a bien moverse. Gunvald Larsson era un grandullón que medía descalzo uno noventa y dos y pesaba más de cien kilos. Y eso se notaba cuando daba golpes con el pie.

En la calle hacía frío y viento, con ráfagas de nieve seca y arremolinada, pero su coche estaba a escasos metros, así que no tenía por qué preocuparse del tiempo.

Gunvald Larsson cruzó en coche el puente Västerbron y miró con indiferencia hacia su izquierda. Vio el Ayuntamiento, con su punto de luz amarilla sobre las tres coronas doradas que remataban la aguja de la torre, y otros miles y miles de luces que no podía identificar. Desde el puente siguió directo hasta Hornsplan, torció a la izquierda en Hornsgatan y luego a la derecha junto a la estación de metro de Zinkensdamm. Bajó por Ringvägen en dirección sur, pero a escasos quinientos metros aminoró la marcha y se detuvo.

Esa zona, pese a formar parte del centro de Estocolmo, sigue prácticamente sin edificar. Por el lado occidental de la calle se extiende un parque en pendiente, Tantolunden, y por el oriental hay un cerro, un aparcamiento y una gasolinera. Entre el cerro y la gasolinera discurre una calle lateral. Su nombre es Sköldgatan y a decir verdad, ni siquiera se trata de una calle propiamente dicha, sino más bien de un trecho de la vieja carretera, que por alguna extraña razón ha conseguido sobrevivir en una época en la que los urbanistas, con celo temerario, han arrasado este barrio de la ciudad, como casi todos los demás, privándoles de su carácter originario y borrando su idiosincrasia.

Así pues, Sköldgatan es un tramo de carretera en zigzag, de apenas trescientos metros, que conecta Ringvägen con Rosenlundsgatan y por el que, en general, solo pasan taxis sin clientes y algún que otro coche patrulla perdido. En verano constituye una especie de oasis, con sus márgenes de frondosa vegetación. Y a pesar del denso tráfico en Ringvägen y de los trenes que cruzan tronando por la línea ferroviaria que se encuentra a escasos cincuenta metros, toda una serie de marginados sociales de edad avanzada encuentran aquí, entre los arbustos, la tranquilidad necesaria para entregarse a sus botellas de vino, trozos de embutido y barajas pringosas. En invierno, por el contrario, a nadie se le pasa por la cabeza instalarse en esta zona.

Pero esa noche, el 7 de marzo de 1968, había un hombre de pie, muerto de frío, junto a los resecos arbustos del lado sur del camino. Su atención, que dejaba mucho que desear, se dirigía hacia el único edificio de viviendas de la calle, una vieja casa de madera de dos pisos. Hasta hacía un momento habían estado iluminadas dos ventanas del primer piso, desde las que llegaba ruido de música, gritos y carcajadas. Ahora, en cambio, estaban ya apagadas todas las luces, y solo se oía el viento y el lejano retumbar del tráfico. El individuo situado entre las matas no se hallaba allí por voluntad propia. Era policía, se llamaba Zachrisson y en el fondo estaba deseando estar en cualquier otra parte.

Gunvald Larsson salió del coche, se alzó el cuello del abrigo y se caló el gorro de piel hasta las orejas. Luego cruzó la ancha calle a grandes zancadas, pasó la gasolinera y continuó abriéndose camino por entre la nieve medio derretida. Por lo visto, la concejalía de obras públicas no pensaba que mereciera la pena malgastar sal en tan irrelevante tramo de vía. La casa quedaba a unos setenta y cinco metros, a una altura ligeramente superior a la del camino y formando un pronunciado ángulo con este. Gunvald Larsson se detuvo justo delante de la casa, echó un vistazo a su alrededor y dijo a media voz:

—¿Zachrisson?

El hombre escondido entre los arbustos se removió y salió a su encuentro.

—Malas noticias —dijo Gunvald Larsson—, vas a tener que quedarte aquí otras dos horas. Isaksson se ha puesto enfermo.

—¡Joder! —se lamentó Zachrisson.

Gunvald Larsson recorrió la zona con la mirada. Luego hizo una mueca de descontento y comentó:

—Es mejor colocarse arriba, en lo alto del cerro.

—Sí, claro, si lo que quieres es pelarte el culo de frío —respondió Zachrisson con misantropía.

—No. Para tener la perspectiva adecuada. ¿Ha pasado algo?

El otro negó con la cabeza.

—Ni una mierda —dijo—. Hace un rato han celebrado una especie de fiesta ahí arriba. Ahora parece que están sobando.

—¿Y Malm?

—Él también. Hace tres horas que apagó la luz.

—¿Ha estado solo todo el tiempo?

—Sí, eso parece.

—¿Eso parece? ¿Ha salido alguien de la casa?

—Yo no he visto a nadie.

—¿Entonces qué has visto?

—Desde que estoy aquí han entrado tres personas. Un tipo y dos tías. Llegaron en un taxi. Creo que iban a la fiesta esa.

—¿Crees? —le preguntó Gunvald Larsson en tono inquisitivo.

—Sí, ¡qué coño puedo hacer sino creerlo! No tengo...

Al hombre le rechinaban los dientes hasta tal punto que tenía dificultades para hablar. Gunvald Larsson lo escrutó con mirada crítica y preguntó:

—¿Qué es lo que no tienes?

—Visión de rayos X —contestó Zachrisson entre dientes.

Gunvald Larsson sentía inclinación por el rigor más extremo, y mostraba poca comprensión hacia las debilidades humanas. Como jefe era cualquier cosa menos popular y muchos le tenían miedo. En caso de haberle conocido un poco mejor, Zachrisson no habría osado expresarse de esa manera, esto es, con naturalidad. Pero ni siquiera Gunvald Larsson podía ignorar que el pobre hombre estaba extenuado y muerto de frío, y que su condición general y capacidad de observación difícilmente iban a mejorar en las próximas horas. Vio claro lo que debía hacerse, pero pensó que no por ello había que mirar para otro lado. Gruñó irritado y preguntó:

—¿Tienes frío?

Zachrisson soltó una carcajada hueca mientras intentaba quitarse los cristales de hielo de las pestañas.

—¿Que si tengo frío? —dijo con fatigada ironía—. ¡Qué va! Estoy como los tres jóvenes judíos en el horno ardiente.

—No te hagas el gracioso —replicó Gunvald Larsson—. Estás aquí para hacer tu trabajo.

—Sí, perdona, pero...

—Y parte del trabajo consiste, entre otras cosas, en saber abrigarse bien, y que de vez en cuando hay que desentumecer los miembros. Porque si no, lo mismo pasa algo y tú te quedas sin capacidad de reacción, como un jodido muñeco de nieve. Y te aseguro que entonces no te hará tanta gracia... después.

A Zachrisson, la conversación empezó a darle mala espina. Temblando incómodo, respondió:

—Ya, claro. Si no hay problema, pero...

—No, sí que hay problema —le interrumpió Gunvald Larsson enfadado—. Resulta que este asunto es de mi entera responsabilidad y no me da la gana que venga a jodérmelo ningún chapucero de la policía ordinaria.

Zachrisson tenía solo veintitrés años y era un agente de policía ordinario. En este momento estaba adscrito a la sección de protección del segundo distrito. Gunvald Larsson era veinte años mayor y subinspector primero de la policía criminal en la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo. Cuando Zachrisson abrió la boca para responder, Gunvald Larsson alzó su enorme mano derecha y dijo malhumorado:

—Ni una palabra más, gracias. Vete a la comisaría de Rosenlundgatan y tómate un café o lo que sea. En media hora exacta te quiero de vuelta aquí, desentumecido y alerta, así que venga, muévete.

Zachrisson se fue. Gunvald Larsson consultó su reloj de pulsera, suspiró y susurró:

—Niñatos.

Luego se dio la vuelta, atravesó el matorral y comenzó a subir el cerro, de escasa altura, refunfuñando y maldiciendo para sus adentros cuando las gruesas suelas de goma de sus zapatos italianos no conseguían adherirse con firmeza a las rocas cubiertas de hielo.

Ambos tenían razón: Zachrisson al afirmar que el cerro no ofrecía protección alguna frente al viento del norte, que se te metía inmisericorde hasta los tuétanos; y él mismo al sospechar que el lugar ofrecía un punto de observación inmejorable. La casa quedaba justamente enfrente de él, un poco por debajo. Nada que sucediera en el edificio o sus inmediaciones podía escapar a su mirada. Los cristales de las ventanas estaban total o parcialmente cubiertos por hielo cristalizado y no se percibía luz tras ellos. El único signo de vida era el humo que salía por la chimenea, y que, tras adquirir un tono blanco debido a la helada, era dispersado por el viento y se elevaba en grandes volutas de algodón hasta el oscuro firmamento sin estrellas.

En la cima del cerro, Gunvald Larsson no dejaba de mover los pies a un lado, a otro mientras abría y cerraba los dedos en el interior de sus guantes forrados de piel. Antes de hacerse policía había trabajado en la Marina, primero en la Armada y luego en barcos mercantes del Atlántico norte. Muchas guardias de invierno en cubierta le habían enseñado el arte de mantenerse caliente. Además, era experto en este tipo de misiones de vigilancia, aunque últimamente se limitaba, en general, a organizarlas. Llevaba ya un rato de guardia en el cerro cuando creyó percibir el débil y ligero temblor de un resplandor tras la ventana situada más a la derecha en el piso de arriba, como si alguien hubiera prendido una cerilla, por ejemplo para encender un cigarrillo o para consultar la hora. Gunvald Larsson dirigió una mirada rutinaria a su reloj de pulsera. Pasaban cuatro minutos de las once. Desde la marcha de Zachrisson habían transcurrido, por tanto, dieciséis minutos. En este momento estaría seguramente sentado en la comisaría del distrito de Maria, despachando grandes cantidades de café y lamentando su suerte ante los policías de guardia uniformados. Un placer, en cualquier caso, de corta duración, pues pasados como mucho siete minutos tendría que volver a ponerse en marcha. Eso, si no quería que le cayese encima la reprimenda del siglo, pensó hoscamente Gunvald Larsson.

Luego, dedicó unos minutos a considerar cuántas personas podían hallarse en el inmueble. La vieja casa de madera estaba dividida en cuatro apartamentos, dos en la planta baja y dos en el primer piso. Arriba a la izquierda vivía una mujer soltera de unos treinta años con tres hijos, todos de diferentes padres. Eso era casi todo lo que sabía sobre ella y le parecía suficiente. Debajo de ese apartamento, en el piso izquierdo de la planta baja, vivía un matrimonio de ancianos, de unos setenta años, que llevaban residiendo allí desde hacía casi medio siglo. En cambio, los otros tres pisos variaban de inquilino bastante más a menudo. El marido bebía y, pese a su venerable edad, era cliente habitual en los calabozos de la comisaría del distrito de Maria. En la planta superior, a la derecha, residía un individuo también muy conocido por la policía, aunque por delitos bastante más serios que unas borracheras crónicas de fin de semana. A sus veintisiete años, había sido condenado ya seis veces a penas de cárcel de diferente duración, acusado de una amplia gama de delitos, desde conducción en estado de embriaguez y apropiación indebida hasta delito de lesiones y robo. Su nombre era Roth y él era quien estaba celebrando una fiesta, en compañía de otro individuo y dos amistades femeninas. Ahora habían parado ya el tocadiscos y apagado la luz, tal vez para dormir, tal vez para proseguir las celebraciones de alguna otra manera. Y era en su piso donde alguien había prendido una cerilla.

Debajo de este apartamento, en la planta de abajo a la derecha, vivía la persona a la que Gunvald Larsson se encargaba de vigilar. Conocía su nombre y su aspecto físico; sin embargo, por muy ridículo que pueda parecer, no tenía ni la menor idea de por qué había que mantener vigilado a dicho sujeto.

La explicación era la siguiente: Gunvald Larsson era eso que los periodistas, cuando se exaltan, suelen denominar un «cazador de asesinos». Y como en esos momentos no había ningún asesino que cazar, había quedado a disposición de otra brigada, donde se le había encomendado este trabajo de vigilancia como complemento a sus ocupaciones habituales. Habían puesto bajo su mando un grupo de cuatro hombres, apresuradamente configurado para este fin, y le habían encomendado una misión muy simple: encargarse de que el tipo en cuestión no desapareciera ni sufriera percance alguno, además de observar con quiénes se relacionaba.

Ni siquiera se había molestado en preguntar de qué iba el asunto. Muy probablemente, se trataba de drogas. En los últimos tiempos, todo parecía girar en torno a la droga.

La vigilancia duraba ya diez días, y lo único con lo que había entrado en contacto el individuo de marras eran una puta y dos botellas de aguardiente.

Gunvald Larsson miró su reloj. Las once y nueve minutos. Quedaban ocho minutos.

Bostezó y levantó los brazos para golpearse los costados, a fin de entrar en calor.

En ese preciso instante, la casa saltó por los aires.

3

El incendio comenzó con un estallido ensordecedor. Las ventanas del piso derecho de la planta baja salieron disparadas y una buena parte de la fachada lateral pareció desprenderse de la casa, al tiempo que enormes llamas de color azul gélido salían al exterior por las ventanas destruidas. Gunvald Larsson seguía en la cima del cerro, con los brazos extendidos, como una estatua del Redentor, contemplando paralizado lo que sucedía al otro lado del camino. Pero solo por un instante. Luego echó a correr, bajó deslizándose y resbalando por la pendiente rocosa y, sin dejar de blasfemar, cruzó el camino y se dirigió a la casa. Durante la carrera, las llamas cambiaron de color y condición, adquiriendo un tono anaranjado y lamiendo las paredes de madera en su ávido ascenso. Además, tuvo la sensación de que una parte del tejado había comenzado a inclinarse sobre el lado derecho de la casa, como si se hubiese venido abajo una parte de los cimientos. En cuestión de segundos, el apartamento de la planta baja quedó completamente devorado por las llamas y, antes de que Gunvald Larsson alcanzara la escalera de piedra que daba acceso a la puerta exterior, las llamas se extendieron también a las habitaciones de las viviendas del piso superior.

Al abrir la puerta de golpe, comprendió que era ya demasiado tarde. La puerta derecha del corredor había saltado de sus quicios y bloqueaba la escalera. Ardía como un enorme pedazo de leña y el fuego se propagaba escaleras arriba. Recibió una sacudida de intenso calor, que le obligó a echarse hacia atrás, escocido y deslumbrado, tambaleándose escaleras abajo. Desde dentro podían oírse desesperados gritos de seres humanos dominados por el dolor y el miedo a la muerte. Según sus cálculos, en el edificio se hallaban en ese momento como mínimo once personas, irremediablemente atrapadas en una auténtica trampa mortal. Sin duda, algunas de ellas estaban ya muertas. Las ventanas de la planta baja arrojaban haces de fuego como si se tratara de un lanzallamas.

Gunvald Larsson echó una rápida mirada a su alrededor, intentando descubrir una escalera o alguna otra cosa que pudiera servirle de ayuda. Pero no vio nada.

En el piso de arriba se abrió una ventana y entre el humo y las llamas creyó distinguir a una mujer, o más bien una chica, que presa del pánico gritaba aguda e histéricamente. Gunvald Larsson se llevó las manos a la boca, formando un embudo, y gritó:

—¡Salte! ¡Salte hacia la derecha!

La chica estaba ya subida a la ventana, pero vacilaba.

—¡Salte! ¡Vamos! ¡Tan lejos como pueda! ¡Yo la cojo!

La muchacha saltó. Cruzó el aire, yendo a dar directamente sobre él, y Gunvald Larsson se las arregló para atrapar el cuerpo, pasando el brazo derecho entre las piernas y el izquierdo alrededor de los hombros. No pesaba mucho, como máximo cincuenta o cincuenta y cinco kilos, y Gunvald Larsson la cogió al vuelo con pericia de experto. Ni siquiera llegó a tocar el suelo. En el mismo instante en que la tomó en sus brazos giró en redondo para protegerla del fragor de las llamas, avanzó tres pasos y la depositó en el suelo. La chica no tendría más de diecisiete años. Estaba desnuda y temblaba de pies a cabeza, gritando como una loca y sacudiendo la cabeza en todas las direcciones. Por lo demás, no pudo advertir en ella ningún daño.

Cuando se volvió, había ya otra persona más en la ventana, un hombre envuelto en una especie de trozo de tela. El fuego se había recrudecido. Un humo denso se filtraba por todo el tejado, y en la parte derecha del mismo las llamas habían empezado a irrumpir entre las tejas. Si los jodidos bomberos no vienen dentro de poco... pensó Gunvald Larsson, aproximándose todo lo posible a las llamas. El entramado de madera crujía y crepitaba mientras ráfagas de chispas ardientes caían inmisericordes sobre su rostro y sobre el abrigo de piel de oveja, donde prendían lentamente para luego extinguirse, echando a perder la costosa prenda. Gritó con todas sus fuerzas, intentando que su voz se impusiera sobre el fragor del incendio:

—¡Salte! ¡Tan lejos como pueda! ¡A la derecha!

En el momento mismo en que el hombre saltaba empezó a arder el trozo de tela en que iba envuelto. El hombre lanzó un penetrante alarido en plena caída e intentó desprenderse de la tela ardiente. Esta vez, el aterrizaje no resultó igual de afortunado. El hombre pesaba bastante más que la muchacha, volteó, dio con su brazo izquierdo en el hombro de Gunvald Larsson y acto seguido cayó pesadamente, golpeándose la clavícula contra el suelo adoquinado del patio. En el último segundo, Gunvald Larsson consiguió interponer su enorme mano izquierda entre el suelo y la cabeza del individuo, evitando de esta manera que se rompiera el cráneo. Le tumbó en el suelo y le quitó la sábana incendiada, quemando así sus propios guantes. El hombre estaba también desnudo, a excepción de un anillo nupcial de oro. Gemía terriblemente y entre gemido y gemido emitía un sonido gutural e incomprensible, como un chimpancé imbécil. Gunvald Larsson lo arrastró unos metros y lo dejó tumbado en la nieve, fuera del alcance de las tablas incendiadas que caían de la casa. Nada más volverse saltó una tercera persona, una mujer en sujetador negro procedente del piso superior derecho que en ese momento estaba siendo devorado por las llamas. El fuego había prendido en su cabello rojo y cayó demasiado cerca de la pared.

Gunvald Larsson se precipitó hacia ella entre tablas de madera ardiendo y otros escombros caídos del edificio y logró sacarla a rastras de la zona de inminente peligro; sofocó con nieve el fuego de sus cabellos y la dejó allí tendida. Pudo advertir que sus quemaduras eran muy graves. Aullaba enloquecida y se retorcía de dolor como una lombriz. Además, al parecer, la caída había sido mala y una de sus piernas yacía extendida en un ángulo completamente antinatural en relación con el cuerpo. Era algo mayor que la otra mujer —tendría quizá unos veinticinco años— y pelirroja, incluso entre las piernas. Por raro que pudiera parecer, la piel de su vientre no había sufrido daños, y se veía blanca y flácida. Las peores heridas las tenía en el rostro, piernas, espalda y pechos, donde el sujetador de nailon, al arder, se le había pegado a la piel.

Cuando por última vez alzó la mirada hacia el apartamento que ocupaba la parte derecha de la planta superior, pudo ver una fantasmagórica figura que ardía como una antorcha y que, con los brazos levantados sobre la cabeza, se hundía en una espiral sobrecogedora hasta desaparecer finalmente de su campo visual. Gunvald Larsson supuso que se trataba del cuarto participante en la fiesta y constató que se encontraba ya más allá de toda ayuda humana.

El fuego había alcanzado el desván y las vigas que sostenían el tejado, bajo las tejas. Se levantaban pesadas nubes de humo y Gunvald Larsson podía oír los agudos chasquidos del entramado de madera de abeto presa de las llamas. De repente, se abrió la ventana situada en el extremo izquierdo de la planta superior y alguien empezó a gritar pidiendo socorro. Gunvald Larsson echó a correr y descubrió a una mujer en camisón blanco que se inclinaba sobre el alféizar con un hatillo apretado contra el pecho. Un niño. Por la ventana abierta salía una columna de humo, pero de momento, al parecer, no había todavía llamas en el piso, por lo menos no en la habitación en la que se encontraba la mujer.

—¡Socorro! —gritó desesperada.

Como el incendio todavía no había alcanzado de pleno ese lado de la casa, Gunvald Larsson pudo aproximarse bastante al muro hasta colocarse casi justo debajo de la ventana.

—¡Échelo! —bramó.

La mujer no dudó ni un instante y soltó al niño tan de inmediato que a Gunvald Larsson casi le pilló desprevenido. Vio cómo el hatillo bajaba directamente a su encuentro, extendió los brazos en el último momento y lo tomó entre sus manos, más o menos como un portero de fútbol que atrapa un lanzamiento de falta. El crío era muy pequeño. Gimoteaba un poco, pero no gritaba. Gunvald Larsson permaneció unos segundos con el bebé abrazado. Carecía de la más mínima experiencia con niños y ni siquiera podía recordar con seguridad haber tenido antes otro entre sus brazos. Por un momento pensó que quizá lo había cogido y estrujado con demasiada fuerza. Luego se agachó y puso el hatillo en el suelo. Mientras estaba todavía inclinado, pudo oír cómo alguien se acercaba corriendo y alzó la mirada. Era Zachrisson que venía jadeando y rojo como un cangrejo.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Cómo...?

Gunvald Larsson clavó sus ojos en él y le espetó:

—¿Dónde cojones están los bomberos?

—Tendrían que estar aquí... quiero decir... que me di cuenta del incendio desde allá arriba, en Rosenlundsgatan... así que salí corriendo a llamar por teléfono.

—Pues echa a correr otra vez, ¡joder! Y mira a ver si te traes un camión de bomberos y una ambulancia...

Zachrisson se dio la vuelta y echó a correr.

—¡Y la policía! —le gritó Gunvald Larsson mientras Zachrisson se alejaba.

Por el camino, a Zachrisson se le cayó el sombrero y se detuvo para recogerlo.

—¡Gilipollas! —gritó Gunvald Larsson.

Luego volvió a la casa. Toda la planta superior era ahora un infierno de ruido y llamas. También el desván parecía ser pasto del fuego. La columna de humo que salía por la ventana era mucho mayor, y la mujer del camisón blanco aparecía ahora acompañada de otro niño, un chico rubio de unos cinco años, vestido con un pijama azul floreado. La mujer arrojó al crío de forma tan rápida y precipitada como la vez anterior, pero esta vez Gunvald Larsson estaba mejor preparado y recibió al muchacho entre sus brazos extendidos con toda tranquilidad. Curiosamente, el chaval no parecía estar asustado ni lo más mínimo.

—¿Cómo te llamas? —le gritó a Gunvald Larsson.

—Larsson.

—¿Eres bombero?

—¡Sal de aquí, joder! —le respondió poniéndolo en el suelo.

Cuando volvió a mirar hacia arriba, recibió en la cabeza el impacto de una teja. Estaba candente y aunque el gorro de piel amortiguó el golpe, por un momento su vista se nubló. Notó en la frente un dolor abrasador y sintió cómo la sangre corría por su rostro. La mujer en camisón había desaparecido. Habrá ido a buscar al tercer crío, pensó. En ese mismo momento la mujer regresó a la ventana con un gran perro de porcelana, que arrojó inmediatamente. Cayó contra el suelo y se hizo pedazos. Acto seguido, saltó ella misma. Esta vez, las cosas no salieron del todo bien. La mujer se precipitó encima de Gunvald Larsson, que cayó a plomo contra el suelo con ella encima. Gunvald Larsson se golpeó en la espalda y la coronilla pero enseguida la echó a un lado y comenzó a levantarse. La mujer del camisón blanco parecía sana y salva, pero su mirada era fija y vacía. Gunvald Larsson la miró y dijo:

—¿No tiene usted otro hijo más?

La mujer clavó sus ojos en él, resolló y comenzó a aullar como una bestia herida.

—Apártese y encárguese de los otros dos —dijo Gunvald Larsson.

El fuego había prendido en la totalidad de la planta superior y las llamas salían ya por la ventana desde la que había saltado la mujer. Quedaban todavía los dos viejos del apartamento de la planta baja, situado a la izquierda. Al parecer, las llamas aún no habían llegado hasta allí pero ellos, en cualquier caso, no habían dado signos de vida. Sin duda el apartamento estaría lleno de humo. Y el hundimiento de la techumbre parecía solo cuestión de minutos.

Gunvald Larsson echó un vistazo en busca de algo que pudiera servirle y descubrió a pocos metros un pedrusco. Estaba adherido al suelo como consecuencia de la helada, pero consiguió arrancarlo. Podría pesar unos veinte o veinticinco kilos. Lo levantó por encima de su cabeza con los brazos extendidos y lo arrojó con toda su fuerza contra la ventana situada más a la izquierda de la planta baja. La ventana se vino abajo en una lluvia de astillas y trozos de cristal. Se alzó hasta el marco, dio contra un estor que cedió, luego contra una mesa que se vino abajo y finalmente él mismo fue a parar al suelo, en mitad de la habitación, donde el humo era denso y sofocante. Tosió y se llevó a la boca su bufanda de lana. Luego arrancó el estor y recorrió el apartamento con la mirada. En las estancias colindantes bramaban las llamas. En el reflejo vacilante desde fuera descubrió a una persona que yacía agazapada como un bulto en el suelo. Era la vieja. Tomándola en volandas, condujo el flácido cuerpo hasta la ventana, la cogió por las axilas y, con todo el cuidado posible, la depositó en el suelo, donde se derrumbó al instante junto a la base del muro de piedra. Al parecer, seguía con vida pero había perdido la conciencia.

Tras tomar aliento regresó al piso, arrancó la cortina de la otra ventana y rompió los cristales con una silla. El humo ya no era tan denso, pero pudo ver cómo las vigas del techo se arqueaban y grandes llamas de color anaranjado comenzaban a entrar por la puerta que daba al vestíbulo. No tardó más de quince segundos en encontrar al hombre. Ni siquiera había tenido tiempo de salir de la cama, pero seguía vivo y emitía una débil y quejumbrosa tos.

Gunvald Larsson arrancó la manta, se echó al viejo a la espalda, atravesó la habitación con él encima y trepó hacia el exterior en mitad de una lluvia de chispas. Tosía con un tono profundo y veía con dificultad, debido a la sangre que salía de su herida en la frente mezclándose con el sudor y las lágrimas.

Con el anciano todavía a hombros, arrastró a la mujer lejos de las llamas y los dejó juntos en el suelo. Luego quiso comprobar si la mujer continuaba respirando. Así era. Se quitó el abrigo de piel de oveja y apagó varias ascuas que habían brotado en ella. Luego envolvió a la muchacha desnuda en su abrigo, que seguía gritando histéricamente, y se la llevó al lugar donde estaban los demás. También se quitó la chaqueta de tweed y cubrió con ella a los dos niños. Y entregó su bufanda de lana al hombre desnudo que enseguida se la enrolló alrededor de la cadera. Finalmente, se fue hasta la pelirroja, la tomó en volandas y la condujo hasta el punto de reunión. Apestaba y sus gritos partían el corazón.

Luego contempló la casa, ya enteramente pasto de las llamas. El incendio era brutal e imparable. Varios coches particulares se habían detenido en la parte baja del camino y unas cuantas personas desconcertadas comenzaban a bajar de los vehículos. Sin prestarles atención, Gunvald Larsson se quitó su destrozado gorro de piel y se lo puso en la coronilla a la mujer del camisón blanco. Luego repitió la pregunta que ya le había hecho unos minutos antes:

—¿Tiene usted un hijo más?

—Sí... Kristina... Su cuarto está en el desván.

Dicho esto, la mujer prorrumpió en un llanto incontenible.

Gunvald Larsson asintió con la cabeza.

Ensangrentado, renegrido, empapado de sudor y lleno de desgarrones, se hallaba en mitad de un grupo de personas histéricas, conmocionadas, inconscientes, gimientes y agonizantes que no paraban de gritar. Como en un campo de batalla.

El aullido desgarrador de las sirenas se impuso al fragor de las llamas.

Y, golpe, llegaron todos: depósitos de agua, camiones con escalera, coches de policía, ambulancias, policías motorizados y los altos mandos de los bomberos en turismos pintados de rojo.

También Zachrisson.

Dijo:

—¿Cómo...? ¿Qué ha pasado?

En ese preciso instante el tejado se vino abajo y la casa quedó convertida en una almenara que crepitaba alegremente.

Gunvald Larsson miró su reloj. Desde el momento en que estaba en la cima de la colina, pasando frío, habían transcurrido dieciséis minutos.

4

La tarde del viernes 8 de marzo, Gunvald Larsson estaba sentado en un despacho en la jefatura de policía de Kungholmsgatan. Llevaba puesto un jersey blanco de cuello alto y un traje gris claro con bolsillos sesgados. Tenía vendadas ambas manos, y con el emplasto que cubría su cabeza recordaba poderosamente el popular retrato del general Von Döbeln durante la batalla de Jutas. Exhibía además varias tiritas en rostro y cuello. Parte de su cabello rubio, que llevaba peinado hacia atrás, se había chamuscado, así como las cejas. Pero sus ojos, de un color azul claro, conservaban su habitual mirada inexorable y descontenta.

En el despacho también había unas cuantas personas más.

Por ejemplo, Martin Beck y Kollberg, que habían sido convocados desde su lugar de trabajo en la Brigada Nacional de Homicidios, en Västberga. Y también Evald Hammar, que era comisario jefe y, por lo pronto, estaba al cargo de la investigación. Hammar era un tipo alto y corpulento, cuya frondosa melena leonina había ido encaneciendo durante los largos años de servicio en el cuerpo. Había comenzado ya a contar los días que le faltaban para jubilarse y consideraba todo acto criminal de cierta gravedad como una ofensa personal.

—¿Dónde están los otros? —preguntó Martin Beck.

Como de costumbre, se mantenía un poco al margen, junto a la puerta, de pie y con el codo derecho apoyado en un archivador.

—¿Qué otros? —preguntó Hammar, consciente de que la composición del equipo de investigación estaba enteramente a su cargo. Tenía influencia suficiente para convocar al personal que prefería y con quienes estaba acostumbrado a trabajar.

—Rönn y Melander —aclaró Martin Beck con estoicismo.

—Rönn está en el hospital de Söder y Melander en el lugar del incendio —respondió Hammar secamente.