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Pocas horas después de llegar a la Hungría comunista, un famoso periodista sueco desaparece sin dejar rastro. El caso amenaza con convertirse en un escándalo diplomático que nadie desea, por lo que las autoridades suecas envían a Budapest a su mejor policía: Martin Beck. ¿Podrá cumplir su misión al otro lado del Telón de Acero?
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Seitenzahl: 282
Veröffentlichungsjahr: 2013
Título original: Mannen som gick upp i rök
© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1966.
© de la traducción: Enrique de Obregón, 1976.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
CODI SAP: OEBO265
ISBN: 9788490067161
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
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Notas
La habitación era pequeña y estaba destartalada. La ventana carecía de cortinas y fuera se veía una pared gris contra incendios, con armazones oxidados y un anuncio de margarina Pellerin ya descolorido. El cristal de la mitad izquierda de la ventana había desaparecido y había sido sustituido por un trozo de cartón mal cortado. El papel pintado tenía un dibujo floral, pero estaba tan desvaído por el hollín y las manchas de humedad que apenas era visible. En algunas zonas estaba despegado, y habían intentado repararlo con cinta adhesiva y papel de embalar.
También había una estufa, seis piezas de mobiliario y un cuadro. Frente a la estufa, una caja de cartón llena de cenizas y una cafetera de aluminio abollada. El extremo del lecho daba a la estufa, y la ropa de cama se limitaba a una gruesa capa de periódicos viejos, un edredón andrajoso y una almohada de rayas. El cuadro representaba a una rubia desnuda, de pie ante una balaustrada de mármol, y colgaba a la derecha de la estufa, de modo que cualquiera que se acostase en la cama podía verla antes de quedarse dormido e inmediatamente después de despertar. Por lo visto, alguien había agrandado los pezones y los genitales de la mujer con un lápiz.
En la otra parte de la habitación, cerca de la ventana, había una mesa redonda y dos sillas de madera, una de las cuales había perdido el respaldo. Sobre la mesa, tres botellas de vermú vacías, una botella de refresco y dos tazas de café, entre otras cosas. El cenicero estaba volcado; y entre las colillas, los tapones y las cerillas apagadas había algunos terrones de azúcar sucios, un pequeño cortaplumas abierto y un pedazo de embutido. Una tercera taza de café se había caído al suelo y se había hecho añicos. Sobre el gastado linóleo, entre la mesa y la cama, había un cadáver tendido boca abajo.
Sin duda se trataba de la misma persona que había retocado el cuadro y que había intentado arreglar el papel pintado con cinta adhesiva y papel de embalar. Era un hombre y yacía con las piernas juntas, los codos apretados contra las costillas y las manos alzadas hacia la cabeza, como en un esfuerzo por protegerse. Llevaba puesta una camiseta de malla y unos pantalones raídos. Unos calcetines de lana agujereados le cubrían los pies. Alguien le había volcado encima un gran aparador, que ahora le ocultaba la cabeza y el pecho. La tercera silla de madera estaba tumbada junto al cadáver. El asiento tenía manchas de sangre y en la parte superior del respaldo había huellas de manos perfectamente visibles. El suelo estaba cubierto de vidrios rotos. Algunos procedían de la puerta del aparador, otros eran fragmentos de una botella de vino que habían arrojado contra un montón de ropa interior sucia, junto a la pared. Lo que quedaba de la botella estaba cubierto por una fina capa de sangre reseca. Alguien había trazado un círcu lo blanco a su alrededor.
La foto era casi perfecta en su estilo, tomada con el mejor objetivo gran angular con que contaba la policía, y habían aplicado una luz artificial que resaltaba los detalles.
Martin Beck soltó la fotografía y la lupa, se incorporó y se dirigió a la ventana. Fuera hacía un típico día de verano sueco. Incluso hacía calor. Sobre el césped del parque Kristineberg, dos chicas tomaban el sol en bikini. Tumbadas de espaldas, con las piernas separadas y los brazos abiertos. Eran jóvenes y delgadas, o esbeltas, como se dice ahora, y podían hacerlo con cierta gracia. Tras observarlas atentamente, incluso logró reconocerlas: dos oficinistas de su propio departamento. Eso quería decir que eran las doce pasadas. Por la mañana se ponían el traje de baño, un vestido de algodón, sandalias... y se iban a trabajar. A la hora del almuerzo se quitaban el vestido y se tumbaban en el parque. Práctico.
Recordó con desgana que pronto tendría que abandonar todo aquello y trasladarse a la Jefatura Sur de Policía, en el conflictivo barrio situado en los alrededores de Västberga Allé.
Oyó a sus espaldas cómo alguien abría la puerta de golpe y entraba en la habitación. No tuvo que volverse para saber quién era. Stenström. Stenström seguía siendo el más joven del departamento. Era de suponer que, tras él, vendría toda una generación de policías que ya ni siquiera llamarían a la puerta, pensó Martin Beck.
—¿Cómo va? —le preguntó.
—No muy bien —contestó Stenström—. Estuve allí hace un cuarto de hora y seguía negándolo todo.
Martin Beck dio media vuelta, se acercó al escritorio y miró de nuevo la foto del lugar del crimen. En el techo, por encima del colchón de los periódicos, el edredón andrajoso y el almohadón de rayas, se veían los contornos de una vieja mancha de humedad. Parecía un caballito de mar o, con un poco de buena voluntad, una sirena. Se preguntó si el hombre que yacía en el suelo le habría echado tanta imaginación.
—No importa —añadió Stenström en tono extraoficial—. Acabará cayendo con las pruebas técnicas.
Martin Beck no respondió. Se limitó a señalar el grueso informe que Stenström había dejado caer sobre su mesa y preguntó:
—¿Qué es eso?
—Las actas del interrogatorio de Sundbyberg.
—¡Quita esa basura de ahí! Mañana empiezo mis vacaciones. Dáselo a Kollberg. O a quien quieras.
Martin Beck tomó la fotografía y subió un tramo de escalera, abrió una puerta y se encontró con Kollberg y Melander.
Allí hacía mucho más calor que en su despacho, seguramente porque las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas. Kollberg y el sospechoso estaban sentados frente a frente, uno a cada lado de la mesa, totalmente inmóviles. Melander, un hombre alto, se hallaba de pie junto a la ventana, con la pipa en la boca y los brazos cruzados. Miraba fijamente al sospechoso. En una silla junto a la puerta estaba sentado un agente con pantalones de uniforme y camisa azul claro que balanceaba la gorra sobre su rodilla derecha. Nadie hablaba y lo único que se movía era la cinta de la grabadora. Martin Beck se situó a un lado, justo detrás de Kollberg, uniéndose al silencio general. Se oía el golpeteo de una avispa estrellándose contra la ventana, tras las cortinas. Kollberg se había quitado la chaqueta y se había desabotonado el cuello de la camisa, que, aun así, seguía empapada en sudor entre sus gruesos omóplatos. La mancha húmeda cambiaba lentamente de forma y se extendía hacia abajo, en paralelo a la espina dorsal.
El hombre que estaba al otro lado de la mesa era bajo y ligeramente calvo. Vestía con desaliño y sus dedos, aferrados a los brazos de la butaca, tenían un aspecto descuidado, con las uñas sucias y mordidas. Tenía el rostro delgado y enfermizo, con unas líneas débiles y evasivas alrededor de la boca. La barbilla le temblaba ligeramente y sus ojos parecían nublados y acuosos. Se encorvó, y dos lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Bueno —dijo Kollberg con voz sombría—, ¿así que le diste en el cráneo con la botella hasta romperla?
El hombre asintió.
—¿Y luego seguiste golpeándole con la silla cuando ya estaba en el suelo? ¿Cuántas veces?
—No sé. No muchas. Pero bastantes.
—Ya lo creo. Y luego le echaste el aparador encima y saliste de la habitación. Y mientras tanto, ¿qué hizo el tercero de vosotros, el tal Ragnar Larsson? ¿No trató de intervenir, de detenerte?
—No hizo nada. Pasaba.
—No empieces a mentir otra vez.
—Estaba dormido. Era el que más borracho estaba.
—Procura hablar un poco más alto, ¿vale?
—Estaba echado sobre la cama, dormido. No se dio cuenta de nada.
—No. Pero luego se despertó y fue a la policía. Bueno, hasta ahí todo está claro. Sin embargo, hay algo que aún no comprendo. ¿Por qué terminó así la cosa? No os habíais visto nunca, antes de conoceros en aquella cervecería...
—Me llamó maldito nazi.
—A cualquier policía le llaman nazi varias veces a la semana. Centenares de personas me han llamado nazi, esbirro de la Gestapo y cosas aún peores; pero nunca he matado a nadie por ello.
—Me lo dijo una y otra vez, maldito nazi, maldito nazi, maldito nazi, cochino nazi, oink, oink. Era lo único que decía. Y se puso a cantar.
—¿A cantar?
—Sí, para cabrearme. Para fastidiarme. Sobre Hitler.
—Vaya, ¿le habías dado motivos para hablar así?
—Le dije que mi vieja era alemana. Pero eso fue antes.
—¿Antes de empezar a beber?
—Sí, y entonces me dijo que no importaba lo que fuera la vieja de uno.
—Y cuando se dirigió a la cocina ¿cogiste la botella y le diste por detrás?
—Sí.
—¿Cayó?
—Bueno, cayó de rodillas. Y empezó a salirle sangre. Entonces me dijo: «Puto nazi de mierda, ahora verás».
—¿Y seguiste golpeándole?
—Tuve... miedo. Era más alto que yo y... usted no sabe cómo se siente uno... todo empieza a dar vueltas y más vueltas y se pone al rojo vivo... no sabía lo que hacía.
El hombre se estremeció violentamente.
—Ya basta —dijo Kollberg, y apagó la grabadora—. Dale de comer y pregúntale al médico si le puede dar algo para dormir.
El agente que estaba junto a la puerta se levantó, se puso la gorra y se llevó al homicida, agarrándolo del brazo.
—Adiós, por ahora. Te veré mañana —dijo Kollberg, ensimismado.
Mientras hablaba escribió mecánicamente «Confesó llorando» en el papel que tenía delante.
—¡Menudo elemento! —exclamó.
—Cinco condenas anteriores por agresión —explicó Melander—. Lo negó todas las veces. Lo recuerdo bien.
—Ya habló nuestra computadora viviente —comentó Kollberg. Se levantó pesadamente y se quedó mirando con fijeza a Martin Beck—. ¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó—. Vete ya de vacaciones y deja en nuestras manos las tendencias criminales de las clases inferiores. Por cierto, ¿adónde vas? ¿Al archipiélago?
Martin Beck asintió.
—Buena decisión —comentó Kollberg—. Yo fui primero a Rumanía y me achicharré en la playa de Mamaia. Y luego volví aquí y me cocí. ¡Un plan perfecto! ¿No tienes teléfono allí?
—No.
—¡Excelente! Bueno, voy a darme una ducha. Anda, ¡lárgate ya!
Martin Beck reflexionó. La sugerencia tenía sus ventajas.
Entre otras cosas, se iría un día antes. Se encogió de hombros.
—Vale, me voy. Hasta la vista, colegas. Nos vemos dentro de un mes.
Las vacaciones habían terminado ya para la mayoría y las calles de Estocolmo, abrasadas bajo el calor de agosto, empezaban a llenarse de gente que volvía de pasar un par de lluviosas semanas de julio metida en tiendas, caravanas y hoteles rurales. Durante los últimos días el metro volvía a estar repleto, pero ahora, en plena jornada laboral, Martin Beck viajaba prácticamente solo en el vagón. Se sentó, miró el verdor polvoriento del exterior y se alegró de que sus ansiadas vacaciones hubieran empezado al fin.
Hacía ya un mes que su familia estaba fuera, en el archipiélago. Ese verano habían tenido la buena suerte de que un pariente lejano de su esposa les alquilase una casa solitaria situada en un islote de la parte central del archipiélago. El familiar se había ido al extranjero y había dejado la casa en sus manos hasta que los niños volvieran a la escuela.
Martin Beck entró en su piso vacío, fue derecho a la cocina y sacó una cerveza de la nevera. Echó unos tragos de pie junto al fregadero y luego se fue con la botella hacia el dormitorio. Se desvistió y salió al balcón en calzoncillos. Estuvo sentado un rato al sol con los pies sobre la barandilla mientras se terminaba la cerveza. El calor resultaba casi insoportable. Cuando vació la botella, se levantó y volvió al relativo frescor del piso.
Miró el reloj. El barco saldría dentro de dos horas. La isla estaba situada en una zona del archipiélago unida a la ciudad por uno de los últimos barcos de vapor que todavía seguían funcionando. Aquello, pensó Martin Beck, era casi lo mejor de las vacaciones.
Volvió a la cocina y dejó la botella vacía en el suelo de la despensa. Ya se habían llevado todos los alimentos perecederos pero, por si acaso, antes de cerrar la puerta de la despensa echó un vistazo para ver si habían olvidado algo. Luego desenchufó la nevera, metió las bandejas de hielo en el fregadero y recorrió la cocina con la mirada antes de cerrar la puerta camino del dormitorio, para hacer la maleta.
La mayoría de las cosas que necesitaba se las había llevado ya a la isla el fin de semana que pasó allí. Su mujer le había dado una lista de cosas que ella y los niños querían tener. Cuando acabó de meterlo todo, las dos maletas estaban llenas. Como también debía recoger una caja de cartón con provisiones en el supermercado, decidió tomar un taxi hasta el barco.
Había mucho sitio a bordo. En cuanto se hubo desembarazado de las maletas, Martin Beck subió a cubierta y se sentó.
El calor caía a plomo sobre la ciudad y apenas corría el aire. En la plaza de Carlos XII el verdor había perdido su frescura y las banderas en lo alto del Grand Hotel caían abatidas. Martin Beck miró su reloj y esperó impacientemente a que los operarios izaran la pasarela.
Cuando sintió las primeras vibraciones de la máquina, se levantó y se dirigió a popa. El barco se iba apartando del muelle y Martin Beck, apoyado sobre la barandilla, contemplaba cómo las hélices batían el agua hasta convertirla en una espuma blanquiverde. La sirena emitió un sonido ronco. El barco empezaba a virar hacia Saltsjön, haciendo que todo el casco se estremeciese, y Martin Beck permaneció junto a la barandilla, de cara a la fresca brisa. De repente se sintió libre y descargado de inquietudes; por un momento le pareció revivir la sensación que había tenido en su infancia el primer día de vacaciones.
Cenó en el comedor y luego salió a sentarse de nuevo en cubierta. Antes de aproximarse al embarcadero, el barco bordeó el islote. Martin Beck vio la casa, varias sillas de jardín de alegres colores, y a su mujer en la orilla. Estaba inclinada junto al agua, probablemente lavando patatas. Se levantó y saludó con la mano; pero no estaba seguro de que ella le hubiese visto a esa distancia, con el sol de la tarde dándole en los ojos.
Los niños salieron a recibirle con la barca. A Martin Beck le gustaba remar, y desoyendo las protestas de sus hijos, él mismo cogió los remos y cruzó la bahía entre el malecón y la isla. Su hija, que se llamaba Ingrid aunque la apodaban «La peque» —a pesar de que iba a cumplir quince años al cabo de unos días—, se sentó en la popa y empezó a contarle algo acerca de un baile en un granero. Rolf, que tenía trece años y despreciaba a las chicas, hablaba de un lucio que había pescado. Martin Beck les escuchaba abstraído, disfrutaba remando.
Tras quitarse la ropa de calle, antes de ponerse los vaqueros y un jersey, se dio un chapuzón junto a las rocas. Después de cenar se sentó fuera con su mujer para contemplar la puesta de sol tras las islas, al otro lado de la bahía, con el agua lisa como un espejo. Se fue a la cama temprano, tras tender algunas redes con su hijo.
Por primera vez en mucho tiempo se quedó dormido inmediatamente.
Al despertarse, el sol aún estaba bajo y había rocío sobre la hierba cuando salió a dar una vuelta y se sentó en una roca. Parecía que el día iba a ser tan bueno como el anterior, pero el sol aún no había empezado a calentar y sintió frío en pijama. Al cabo de un rato entró de nuevo en la casa y se sentó en el porche con una taza de café. A las siete se vistió y despertó a su hijo, que se levantó de mala gana. Fueron remando a sacar las redes, en cuyo interior solo encontraron un montón de algas y plantas acuáticas. Cuando regresaron, su esposa y su hija ya se habían levantado y el desayuno estaba servido.
Tras desayunar, Martin Beck bajó al cobertizo y empezó a colgar y limpiar las redes. Era un trabajo que ponía a prueba su paciencia. Decidió que en el futuro encomendaría a su hijo la tarea de proporcionar pescado a la familia.
Casi había terminado con la última red cuando oyó a sus espaldas el sonido de una lancha motora. Un pequeño barco de pesca dobló la punta y se dirigió hacia él. Reconoció enseguida al hombre que iba en el barco. Era Nygren, propietario de un pequeño astillero en la isla cercana y su vecino más próximo. Como en la isla de Beck no había agua potable, tenían que ir a buscarla a la suya. Nygren, además, tenía teléfono.
Nygren paró el motor y gritó:
—¡Teléfono! ¡Señor Beck, quieren que llame cuanto antes! ¡He apuntado el número en un trozo de papel!
—¿No ha dicho quién era? —preguntó Martin Beck, aunque ya se lo imaginaba.
—También lo he apuntado en el bloc. Ahora tengo que ir a Skärholmen, Elsa está recolectando fresas, pero la puerta de la cocina está abierta.
Nygren encendió de nuevo el motor y, de pie en la popa, puso rumbo hacia la bahía. Antes de desaparecer tras la punta, alzó la mano en señal de despedida.
Martin Beck se lo quedó mirando durante un rato. Luego bajó hacia el embarcadero, soltó la barca y empezó a remar hacia el astillero de Nygren. Mientras remaba pensó: «¡Maldito Kollberg! ¡Justo cuando estaba a punto de olvidar su existencia!».
En el bloc de notas que había debajo del teléfono en la cocina de Nygren, este había escrito de un modo casi ilegible: «Hammar 54 10 60».
Martin Beck marcó el número y hasta que no le pasaron la comunicación no empezó a sentirse alarmado.
—Hammar al habla.
—Bueno, ¿qué ha ocurrido?
—Lo siento mucho, Martin, pero he de pedirte que vengas cuanto antes. Puede que tengas que sacrificar el resto de tus vacaciones. Bueno, retrasarlas.
Hammar guardó silencio durante unos segundos. Luego añadió:
—Si quieres.
—¿El resto de mis vacaciones? Pero si no he disfrutado ni de un solo día de vacaciones.
—Lo siento muchísimo, Martin, pero no te lo pediría si no fuera necesario. ¿Puedes venir hoy?
—¿Hoy? ¿Qué ha sucedido?
—Si puedes venir hoy, genial. Es importante, de verdad. Te diré más cuando estés aquí.
—Sale un barco dentro de una hora —dijo mirando hacia el sol reluciente de la bahía a través de la ventana manchada de restos de moscas—. ¿Qué es eso tan importante? ¿Kollberg o Melander no pueden...?
—No, tienes que encargarte tú. Por lo visto, alguien ha desaparecido.
Cuando Martin Beck abrió la puerta del despacho del jefe era la una menos diez. Había estado de vacaciones exactamente veinticuatro horas.
El inspector jefe Hammar era un hombre robusto, con cuello de toro y espeso cabello gris. Estaba sentado en su sillón giratorio, completamente inmóvil, con los brazos apoyados sobre su mesa de trabajo, absorto en lo que según las malas lenguas era su ocupación favorita: no hacer nada.
—¡Vaya! ¡Ahora llegas! —dijo con acritud—. En el último momento. Debes estar en Asuntos Exteriores dentro de media hora.
—¿En el Ministerio de Asuntos Exteriores?
—Eso es. Tienes que ver a este hombre.
Hammar le entregó una tarjeta de visita, sujetándola por una esquina, entre el pulgar y el índice, como si fuera una hoja de lechuga con una oruga. Martin Beck leyó el nombre. No le sugirió nada.
—Es una persona de las altas esferas —le explicó Hammar—. Al parecer, es alguien muy próximo al ministro. —Hizo una breve pausa, y luego añadió—: Yo tampoco he oído nunca hablar de este tipo.
Hammar tenía cincuenta y nueve años, y era policía desde 1927. No le gustaban los políticos.
—No pareces estar tan enfadado como cabría esperar —dijo.
Martin Beck meditó un rato al respecto. Llegó a la conclusión de que estaba demasiado confuso para enfadarse.
—Bueno, ¿a qué viene todo esto?
—Ya hablaremos más tarde. Después de haberte reunido con ese tipo.
—Comentaste algo de una desaparición.
Hammar miró fijamente a través de la ventana, como si algo lo atormentase. Se encogió de hombros y dijo:
—Todo este asunto es de lo más idiota. Si he de confesarte la verdad, he recibido... instrucciones de no proporcionarte lo que ellos denominan «información más detallada» hasta que vuelvas del Ministerio de Asuntos Exteriores.
—¿Es que ahora también vamos a recibir órdenes de ellos?
—A estas alturas ya debes de saber que existe más de un ministerio —respondió Hammar, como adormilado. Su mirada pareció perderse en alguna parte del verdor veraniego. Y siguió—: Desde que empecé a trabajar aquí, hemos tenido un regimiento de ministros de Interior y Asuntos Sociales. La gran mayoría sabía tanto de la policía como yo de la cochinilla del naranjo. Es decir, solo que existe. Hasta luego —concluyó abruptamente.
—Adiós —contestó Martin Beck.
Cuando Martin Beck llegó a la puerta, Hammar volvió a la realidad:
—Martin.
—¿Sí?
—Una cosa sí te puedo decir: no estás obligado a aceptar este encargo, si no quieres.
El hombre próximo al ministro era alto, anguloso y pelirrojo. Se quedó mirando fijamente a Martin Beck con sus ojos azules, acuosos. Y a continuación se precipitó hacia él con gestos ampulosos, rodeando el escritorio con la mano ya extendida.
—¡Espléndido! —exclamó—. ¡Es espléndido que haya venido!
Se estrecharon las manos con gran entusiasmo. Martin Beck no dijo nada.
El hombre volvió al sillón giratorio, tomó su pipa apagada y mordió la boquilla con sus grandes dientes amarillentos, de caballo. Se acomodó, introdujo el pulgar en la cazoleta de la pipa, encendió una cerilla y, de un modo frío y apreciativo, se quedó mirando fijamente a su visitante por entre la nubecilla de humo.
—Nos tuteamos, si le parece —le sugirió—. Siempre empiezo una conversación seria de este modo. Escupiendo en la cara del otro. Así, las cosas luego salen con más facilidad. Me llamo Martin.
—Yo también —contestó Martin Beck, con tono sombrío. Y al instante añadió—: ¡Lo siento! A lo mejor esto complica las cosas...
Al parecer, el comentario dejó confundido al hombre. Miró a Martin Beck con dureza, como si presintiera alguna traición, y por fin se echó a reír estrepitosamente.
—¡Pues claro! ¡Divertido! ¡Ja, ja, ja!
De repente se quedó en silencio y se inclinó sobre el interfono. Pulsó los botones nerviosamente y musitó:
—Sí, maldita la gracia. —No había el menor atisbo de humor en su voz—. Tráiganme la carpeta del caso Alf Matsson —gritó.
Una señora de mediana edad entró con una carpeta y la dejó sobre el escritorio, delante de él. Ni siquiera se dignó mirarla. Cuando la mujer cerró la puerta, observó a Martin Beck con sus ojos fríos e impersonales, como de pez, y abrió lentamente la carpeta. Contenía una sola hoja de papel, cubierta con notas garabateadas a lápiz.
—Esta es una historia delicada... y tremendamente desagradable —añadió.
—¿De verdad? —dijo Martin Beck—. ¿En qué sentido?
—¿Conoces a Matsson?
Martin Beck negó con la cabeza.
—¿No? Es muy conocido, de veras. Periodista. Trabaja principalmente en revistas y en la televisión. En el cine. Un escritor muy inteligente. Aquí tienes. —Abrió un cajón y buscó en su interior. Luego en otro. Por fin levantó su cartapacio y halló el objeto que buscaba—. Detesto la negligencia —refunfuñó, mirando con rencor hacia la puerta.
Martin Beck estudió el objeto, que resultó ser una ficha cuidadosamente mecanografiada con ciertos datos sobre una persona llamada Alf Matsson. Parecía tratarse, efectivamente, de un periodista, empleado por uno de los principales semanarios, uno que Martin Beck nunca había leído pero que a veces veía con resignada amargura y disgusto en manos de sus hijos. Se decía, además, que Alf Sixten Matsson nació en Gotemburgo en 1934. Sujeta a la ficha con un clip también había una fotografía normal y corriente de pasaporte. Martin Beck inclinó la cabeza y se quedó mirando al joven rubio con bigote, barba corta y bien arreglada, gafas redondas con montura de acero. A juzgar por su rostro, completamente inexpresivo, la foto debía de proceder de un fotomatón. Martin Beck dejó la ficha y se quedó mirando inquisitivamente al hombre pelirrojo.
—Alf Matsson ha desaparecido —dijo con gran énfasis el hombre.
—¿Ah, sí? ¿Y sus pesquisas no han dado resultado?
—No se han llevado a cabo pesquisas. Ni nadie va a hacerlo —replicó el hombre, mirándolo con ojos de maníaco.
Martin Beck, que no se percató de que aquellos ojos acuosos traslucían una voluntad de hierro, arqueó levemente las cejas.
—¿Cuánto tiempo hace que desapareció?
—Diez días.
La respuesta no le sorprendió demasiado. Si aquel hombre hubiera dicho diez minutos o diez años, tampoco le habría conmovido particularmente. Lo único que le sorprendía en aquel momento era el hecho de estar sentado allí y no en una barca de remos frente a una isla. Miró su reloj. Sin duda tendría tiempo de tomar el barco de la tarde.
—Diez días no es mucho —replicó con voz suave.
Entró otro funcionario procedente de una habitación cercana y se metió directamente en la conversación. Debía de haber estado escuchando tras de la puerta. Posiblemente fuera una especie de guardián, pensó Martin Beck.
—En este caso es más que suficiente —explicó el recién llegado—. Las circunstancias son excepcionales. Alf Matsson partió en vuelo a Budapest el 22 de julio, enviado por su revista para escribir un par de artículos. El lunes siguiente iba a llamar a su oficina, aquí en Estocolmo, para dictar el texto de la columna que escribe todas las semanas. Pero no lo hizo. Conviene destacar que Matsson entrega siempre a tiempo, como dicen los periodistas. Dicho de otro modo, nunca se retrasa en la entrega de sus originales. Dos días más tarde, desde la redacción telefonearon al hotel de Budapest, donde contestaron que, efectivamente, se alojaba allí pero que no estaba en aquel momento. El secretario de redacción dejó recado de que Matsson llamase inmediatamente a Estocolmo en cuanto regresara. Esperaron dos días más, pero no tuvieron noticias. Entonces llamaron a su mujer, aquí en Estocolmo. Tampoco ella sabía nada. Esto, en principio, no tiene por qué significar nada, pues están en trámites de divorcio. El pasado sábado nos telefoneó el redactor jefe. Habían vuelto a llamar al hotel y les dijeron que nadie había visto a Matsson desde su última llamada, pero sus pertenencias seguían en la habitación y su pasaporte, en recepción. El lunes pasado, 1 de agosto, nos pusimos en contacto con nuestra embajada. No sabían nada de Matsson. Sin embargo, alargaron un tentáculo, como ellos dicen, hacia la policía húngara, que pareció «no interesada». El martes recibimos la visita del director de la revista. Fue un encuentro muy desagradable.
El pelirrojo había perdido definitivamente el papel de protagonista. Mordió descontento la pipa y dijo:
—Sí, en efecto. Tremendamente desagradable —dijo, confirmando las palabras del otro. Un instante después añadió a modo de explicación—: Este es mi secretario.
—Bueno —prosiguió el secretario—, el resultado de esa conversación fue que ayer nos pusimos en contacto con la policía, de modo no oficial, al más alto nivel, lo cual, a su vez, ha propiciado que usted venga hoy aquí. Por cierto, bienvenido.
Se estrecharon las manos. Martin Beck aún no veía claro el asunto. Se frotó el puente de la nariz con aire pensativo.
—Temo no comprender —dijo—. ¿Por qué la dirección del periódico no ha denunciado el asunto por el cauce ordinario?
—Comprenderá eso en un momento. El redactor jefe y responsable editorial del semanario, que, por cierto, es la misma persona, no quiso dar parte a la policía ni pedir una investigación oficial porque, en tal caso, el asunto habría adquirido notoriedad inmediatamente, y habría llegado al conocimiento del resto de la prensa. Matsson es colaborador de la revista y ha desaparecido en un viaje informativo al extranjero, así que, con razón o sin ella, el semanario considera esta noticia como exclusiva suya. El redactor jefe parece bastante preocupado por Matsson, pero tampoco podía disimular que barruntaba un notición, una de esas exclusivas que hacen crecer la tirada de una publicación, quizás, en cien mil ejemplares. Si usted está al corriente de la línea editorial de esa revista, entonces sabrá... Bueno, lo cierto es que uno de sus corresponsales ha desaparecido y el hecho de que haya ocurrido precisamente en Hungría hace que la noticia resulte más interesante.
—Tras el Telón de Acero —constató el pelirrojo solemnemente.
—Nosotros no usamos esa clase de expresiones—rectificó el otro hombre—. Bien, espero que se dé cuenta de lo que todo esto significa. Si este asunto se denuncia y salta a los periódicos, mal asunto, aunque en tal caso cabe confiar en que el relato guardará las debidas proporciones y se limitará estrictamente a contar los hechos. Pero si la revista se lo guarda todo para sí y lo emplea para sus propios fines, con la intención de crear una corriente de opinión, entonces solo Dios sabe qué... Bueno, dañaría relaciones importantes, a las que nosotros y otras personas hemos dedicado mucho tiempo y esfuerzo. El redactor jefe trajo la copia de un artículo cuando estuvo aquí el lunes. Tuvimos el dudoso placer de leerlo. Si se publica, significará un desastre total en algunos aspectos. Y querían publicarlo en el número de esta semana. Tuvimos que emplear todos nuestros poderes de persuasión y apelar a todos los principios éticos para impedir su publicación. La cosa terminó con un ultimátum del redactor. Si antes de la próxima semana Matsson no da señales de vida, o si nosotros no logramos encontrarlo... Bueno, entonces va a arder Troya.
Martin Beck se frotó las raíces de los cabellos y dijo:.
—Supongo que la revista está investigando por su cuenta.
El secretario miró con aire ausente a su superior, que ahora estaba ocupado en dar furiosas caladas a su pipa.
—Tengo la impresión de que los esfuerzos de la revista en este sentido son más bien modestos. Creo que sus actividades, en lo tocante a este punto, han quedado congeladas hasta nuevo aviso. La verdad es que no tienen la menor duda de dónde se encuentra Matsson.
—Indudablemente, ese hombre parece haber desaparecido —constató Martin Beck.
—Sí, exacto. Es algo muy preocupante.
—Pero no puede haberse esfumado —replicó el hombre pelirrojo.
Martin Beck apoyó el codo izquierdo en el borde de la mesa, cerró la mano y apretó los nudillos contra el puente de la nariz. La imagen de la isla, el vapor y el embarcadero se fue haciendo cada vez más lejana y difusa.
—¿Y dónde entro yo en escena? —preguntó.
—Fue idea nuestra pero, naturalmente, no sabíamos que iba a ser precisamente usted. Nosotros no podemos resolver todo esto, y menos en diez días. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, si el hombre está oculto por alguna razón, se ha suicidado, ha sufrido un accidente o... cualquier otra cosa, entonces es asunto de la policía. Quiero decir que el trabajo solo puede hacerlo un profesional. Así que, de modo no oficial, nos pusimos en contacto con la policía al más alto nivel. Y parece que alguien le ha recomendado a usted. Ahora, en buena medida, todo depende de que usted quiera hacerse cargo del caso. El hecho de que haya venido aquí ya indica que ha sido relevado de sus otros deberes, supongo.
Martin Beck reprimió una carcajada. Ambos funcionarios lo miraron con acritud. Probablemente hallaban inapropiado su comportamiento.
—Sí, es posible que pueda ser relevado —dijo pensando en sus redes y en su barca de remos—. Pero, exactamente, ¿qué creen que puedo hacer yo?
El funcionario se encogió de hombros.
—Ir allí, supongo. Encontrarlo. Puede salir mañana por la mañana si quiere. Ya está todo preparado, a través de nuestros canales. Será traspasado temporalmente a nuestro departamento, pero usted no tiene ningún cometido oficial. Ni que decir tiene que le ayudaremos de todos los modos posibles. Por ejemplo, si quiere puede ponerse en contacto con la policía de allí, o no. Y, como le he dicho, puede partir mañana.
Martin Beck reflexionó.
—Llegado el caso, pasado mañana.
—Está bien.
—Se lo comunicaré a usted esta tarde.
—Pero no lo piense demasiado.
—Le llamaré dentro de una hora. Adiós.
El hombre pelirrojo se apresuró a levantarse y dio la vuelta a su escritorio. Con la mano izquierda dio unas palmadas a Martin Beck en la espalda y con la derecha estrechó su mano.
—Bueno, entonces, adiós. Hasta la vista, Martin. Y haz todo lo posible. Es importante.
—Realmente lo es —añadió el otro hombre.
—Sí —confirmó el pelirrojo—, podríamos hallarnos ante un nuevo caso Wallenberg.
—Teníamos órdenes de no mencionar ese nombre —se lamentó el otro hombre con cara de cansada desesperación.
Martin Beck saludó con un movimiento de cabeza y se marchó.
—¿Piensas ir? —le preguntó Hammar.
—No lo sé todavía. Ni siquiera conozco el idioma.