Los terroristas - Maj Sjöwall - E-Book

Los terroristas E-Book

Maj Sjöwall

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Beschreibung

Cuando la justicia no funciona y la policía no da abasto, solo cabe esperar un milagro. Esto fue lo que debió de pensar el comisario Martin Beck cuando le encomendaron la misión más compleja de su carrera policial: coordinar las tareas de protección de un senador estadounidense durante una visita oficial a Estocolmo. Tanto los atentados ocurridos recientemente en el país como la personalidad del político hacen que las autoridades teman que se vaya a producir una acción terrorista. El comisario Beck, por lo tanto, se enfrenta a este difícil caso entre presiones políticas, el acoso de los medios y la constante amenaza de un atentado terrorista, consciente de que un fracaso haría temblar los cimientos de toda Suecia. Los terroristas (Serie Martin Beck, 10) es la última novela escrita por Sjöwall y Wahlöö, pioneros de la literatura negra escandinava. Publicada en 1975, la corrosiva crítica social que rebosan sus páginas convierte esta magnífica obra en algo más que una mera historia policíaca. Esta novela es, sin duda, el mejor desenlace para una de las series más leídas de la historia de la literatura criminal.

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Seitenzahl: 628

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Título original: Terroristema

© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1975.

© de la traducción: Elda García-Posada, 2013.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CODI SAP: OEBO269

ISBN: 9788490067208

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1

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5

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Notas

1

El jefe nacional de policía sonreía. Esa sonrisa juvenil y encantadora solía reservarla para la prensa y la televisión, y no la prodigaba con demasiada frecuencia al grupo de miembros pertenecientes al círculo íntimo constituido por el jefe de departamento de la Dirección General de Policía, Stig Malm; el jefe de la policía de seguridad, Eric Möller; y el jefe de la Brigada Nacional de Homicidios, el comisario Martin Beck.

Solo uno de los tres hombres respondió con otra sonrisa.

Stig Malm tenía unos hermosos dientes muy blancos, de manera que le gustaba sonreír para mostrarlos. Sin ser consciente de ello, con el tiempo había adquirido una amplia gama de diferentes sonrisas. La que utilizaba en ese momento solo podía describirse como aduladora y zalamera.

El jefe de la policía de seguridad ahogó un bostezo y Martin Beck se sonó la nariz.

No eran más que las siete y media de la mañana, el momento favorito del jefe nacional de policía para convocar reuniones repentinas, lo que de ninguna manera significaba que tuviera la costumbre de llegar a la jefatura a esas horas. A menudo no aparecía hasta casi las doce del mediodía e incluso entonces la mayor parte de las veces no estaba disponible ni siquiera para sus colaboradores más cercanos. «Mi oficina es mi castillo», podría haber sido la divisa que adornara su puerta pues, en efecto, constituía una fortaleza inexpugnable, custodiada por un secretario bien entrenado, al que con razón llamaban «el Dragón».

Esa mañana mostraba su lado más sanote y amable. Incluso había hecho llevar un termo con café y tazas de porcelana en lugar de los habituales vasos de plástico.

Stig Malm se levantó para servir el café.

Ya antes de que volviera a sentarse, Martin Beck sabía que primero iba a pellizcarse la raya del pantalón y, después, a pasarse con delicadeza la palma de la mano por las bien peinadas ondas de su pelo.

Stig Malm era su superior inmediato, pero Martin Beck no sentía el más mínimo respeto por él. Su petulante coquetería y su zalamera adulación hacia los grandes potentados eran características que habían dejado de fastidiar a Martin Beck: ahora simplemente las encontraba ridículas. Sin embargo, lo que le irritaba y constituía a menudo un obstáculo para su trabajo era la rigidez del tipo y su falta de autocrítica, una falta de autocrítica tan amplia y devastadora como su ignorancia completa respecto a la praxis del trabajo policial. Que hubiera llegado a un cargo tan alto se debía a su condición de trepa, a su oportunismo político y a una cierta habilidad administrativa.

El jefe de la policía de seguridad echó cuatro terrones de azúcar en su café, lo agitó con la cuchara y se lo bebió a sorbos.

Malm se tomó el suyo sin azúcar, preocupado como estaba por mantener la línea.

Martin Beck no se encontraba bien, de modo que no quería tomar café tan temprano por la mañana.

El jefe nacional de policía se echó, además de azúcar, nata, y levantó la taza dejando el dedo meñique estirado. La vació de un trago y la apartó al mismo tiempo que se acercaba una delgada carpeta verde que reposaba en una esquina de la reluciente mesa de reuniones.

—¡Eso es! —exclamó mientras sonreía de nuevo—. Primero, un café, y luego podemos ponernos a trabajar.

Martin Beck miró tristemente su taza de café intacta, muriéndose de ganas por tomar un vaso de leche fría.

—¿Cómo estás, Martin? —preguntó el jefe nacional de policía con empatía fingida en su voz—. Tienes mala cara. No te vas a poner otra vez enfermo, ¿verdad? Sabes que no podemos permitirnos el lujo de prescindir de ti.

Martin Beck no iba a ponerse enfermo. Estaba ya enfermo. Había estado bebiendo vino con su hija de veintidós años y el novio de esta hasta las tres y media de la madrugada y sabía que por eso tenía mal aspecto. Pero no tenía ganas de hablar de su autoinfligida indisposición con su máximo superior, y, además, en su opinión, eso que había dicho de «otra vez» no era del todo justo. Se había quedado en casa con gripe y fiebre alta durante tres días a principios de marzo y ahora era ya 7 de mayo.

—No —respondió—. Estoy bien. Solo un poco acatarrado.

—La verdad es que tienes mal aspecto —comentó Stig Malm.

Ni tan siquiera fingía empatía en su voz, más bien tenía un tono de reproche.

—Muy malo, la verdad.

Miró inquisitivamente a Martin Beck, quien, mientras su irritación crecía, contestó:

—Gracias por preocuparte, pero estoy bien. Supongo que no nos hemos reunido para hablar de mi aspecto o mi estado de salud.

—No, eso es verdad —asintió el jefe nacional de policía—. Al grano.

Abrió la carpeta verde. A juzgar por su contenido —como máximo tres o cuatro folios— había esperanza de que la reunión no se prolongara demasiado.

El primer folio era una carta escrita a máquina con un gran sello verde bajo el garabato de la firma y un membrete que desde su asiento Martin Beck no podía descifrar.

—Como recordaréis, hemos abordado nuestra relativa falta de experiencia en cuestiones de vigilancia y seguridad durante las visitas de Estado y similares situaciones delicadas. Momentos en los que cabe esperar la convocatoria de manifestaciones particularmente violentas, así como tentativas de atentados mejor o peor planeadas —comenzó el jefe nacional de policía, cayendo automáticamente en el pomposo estilo que caracterizaba sus apariciones públicas.

Stig Malm emitió un murmullo de asentimiento; Martin Beck no dijo nada, pero Eric Möller objetó:

—Bueno, tan inexpertos no somos. La visita de Kruschev se organizó correctamente, sí, exceptuando el cerdo ese pintado de rojo que alguien soltó en los escalones del Palacio Real; y también estuvo bien la de Kosygin, tanto desde el punto de vista organizativo como del de seguridad. Y la Conferencia del Medio Ambiente, por poner un ejemplo tal vez un poco distinto.

—Sí, es cierto, pero esta vez nos enfrentamos a un problema más difícil. Me refiero a la visita del senador de Estados Unidos a finales de noviembre. Puede convertirse en una patata caliente, si se me permite la expresión. Nunca hemos tenido que afrontar la recepción de invitados de honor estadounidenses, pero ahora nos toca hacerlo. La fecha está fijada y ya he recibido algunas instrucciones. Tenemos que hacer los preparativos con la suficiente antelación y ser extremadamente meticulosos. Hemos de estar preparados para cualquier cosa. Sobre todo, claro está, debemos prever ataques provenientes de la extrema izquierda y de otros psicópatas fanáticos que tienen la guerra de Vietnam metida en la cabeza. Pero también de grupos terroristas extranjeros. —El jefe de policía ya no sonreía—. Esta vez nos tendremos que enfrentar a hechos más violentos que el lanzamiento de huevos —dijo con gravedad—. Debes ser consciente de ello, Eric.

—Podemos tomar medidas preventivas —intervino Möller.

El jefe nacional de policía se encogió de hombros.

—Hasta cierto punto sí —asintió—. Pero no podemos eliminar, detener y encerrar a cualquiera que suponga un riesgo potencial, tú lo sabes tan bien como yo. Yo he de obedecer órdenes y tú también.

«Y yo», pensó Martin Beck sombríamente.

Todavía estaba tratando de leer el texto impreso en la parte superior de la carta que reposaba sobre la carpeta verde. Le pareció distinguir la palabra POLICE o posiblemente POLICÍA. Le ardían los ojos y sentía la lengua áspera y seca como papel de lija. A regañadientes, tomó un sorbo de aquel café tan amargo.

—Pero ese tema lo trataremos más adelante —prosiguió el jefe nacional de policía—. De lo que yo quería hablar hoy con vosotros es de esta carta. —Dio unos golpecitos con el dedo índice en el papel que contenía la carpeta abierta—. Tiene una estrecha relación con nuestro inminente problema —añadió.

Le dio la carta a Stig Malm para que la hiciera circular alrededor de la mesa antes de continuar:

—Se trata, como veis, de una invitación, en respuesta a nuestra solicitud de enviar un observador a ese país durante una próxima visita de Estado. Dado que el presidente visitante no es demasiado popular allí, van a movilizar todas las fuerzas disponibles para protegerlo. Al igual que en muchos otros países de América Latina, aquí se han intentado cometer muchos atentados, tanto contra políticos nacionales como contra extranjeros. De manera que tienen una considerable experiencia y me atrevo a pensar que el cuerpo de policía y el servicio de seguridad están cualificados de sobra. Estoy convencido de que podemos aprender mucho si estudiamos sus métodos y recursos.

Martin Beck echó un vistazo a la carta, que estaba escrita en inglés y en un tono muy formal y educado.

La visita presidencial estaba prevista para el 5 de junio, es decir, en apenas un mes, y el representante de las autoridades policiales suecas estaba invitado a acudir dos semanas antes con el fin de poder estudiar en detalle las fases más importantes de preparación del trabajo. La firma era elegante y completamente ilegible, pero la descifraba un nombre mecanografiado: español, largo y en apariencia noble y distinguido.

El jefe de policía guardó la carta en la carpeta.

—El problema es a quién enviar —dijo.

Stig Malm levantó la mirada al techo, pensativo, pero no habló.

Martin Beck temía que sería él la persona elegida. Cinco años atrás, antes de salir de su desgraciado matrimonio, habría aceptado con mucho gusto la misión, a fin de alejarse de casa durante un tiempo. Ahora lo que menos le apetecía era viajar, de modo que se apresuró a comentar:

—Esta es más bien una tarea propia del Departamento de Seguridad.

—Yo no puedo ir —objetó Möller—. En primer lugar, no puedo ausentarme del departamento porque tenemos algunos problemas de reorganización en la Sección A que llevará algún tiempo resolver. En segundo lugar, nuestro departamento ya tiene bastante preparación en estos temas, de manera que sería más útil que fuera alguien no tan versado en cuestiones de seguridad. Alguien de la policía criminal, se me ocurre, o de la policía de orden público. El que vaya nos transmitirá sus experiencias cuando regrese y de ese modo nos beneficiaremos todos.

El jefe de policía asintió.

—Sí, hay algo de cierto en lo que dices, Eric. Además, como tú mismo has señalado, no podemos prescindir de ti en estos momentos. Ni de ti, Martin.

Para sus adentros, Martin Beck dio un profundo suspiro de alivio.

—Además, yo no hablo español —añadió el jefe de la policía de seguridad.

—¿Quién demonios crees tú que habla español? —exclamó Malm con una sonrisa amigable.

Era consciente de que tampoco el jefe nacional de policía dominaba la lengua castellana.

—Conozco a alguien que sí que lo habla —apuntó Martin Beck.

Malm enarcó las cejas.

—¿Quién? ¿Alguien de la policía criminal?

—Sí. Gunvald Larsson.

Malm elevó las cejas unos centímetros más. A continuación, sonrió con incredulidad.

—Pero a él no podemos enviarlo, ¿o qué?

—¿Por qué no? —preguntó Martin Beck—. Creo que sería una tarea adecuada para él.

Él mismo notó que su voz sonaba alterada.

Por lo general, no era dado a romper lanzas a favor de Gunvald Larsson, pero el tono de Malm le había irritado, y además estaba acostumbrado a que sus opiniones y las de Stig Malm nunca coincidieran. Por eso se ponía en su contra casi de forma automática.

—Es un maleducado, y no es ni mucho menos representativo del cuerpo —alegó Malm.

—¿De verdad habla español? —preguntó el jefe nacional de policía, dubitativo—. ¿Dónde lo ha aprendido?

—Estuvo en varios países de habla española cuando fue marinero —respondió Martin Beck—. Esa ciudad tiene un puerto importante, así que seguro que él ya ha estado allí. Por otra parte, habla inglés, francés y alemán con fluidez. Y un poco de ruso. Mira sus papeles y verás.

—En todo caso, es un maleducado —insistió Stig Malm.

El jefe nacional de policía se quedó pensativo.

—Voy a mirar su expediente —dijo—. De hecho, lo tenía en mente. Es cierto que tiene tendencia a ser un poco bruto y grosero, y se comporta de modo demasiado despótico. Pero no se puede negar que es uno de nuestros mejores inspectores criminales, a pesar de que le cuesta obedecer órdenes y atenerse a las normas.

Se volvió hacia el jefe de la policía de seguridad.

—¿Qué te parece, Eric? ¿Crees que sería adecuado para el trabajo?

—Bueno, no me cae muy bien, pero por lo demás no tengo nada que objetar. Lo que necesitamos es un hombre experimentado y con buenas facultades de observación; el hecho de que Gunvald Larsson tenga experiencia y además sea audaz e independiente puede tal vez, en este caso en particular, ser algo bueno. Que hable el idioma y conozca el país es, por supuesto, una gran ventaja.

Malm parecía disgustado.

—Creo que sería del todo inapropiado enviarle —insistió—. Va a hacer quedar mal a toda la policía sueca con sus modales groseros. Se comporta como un bestia y emplea un lenguaje más propio de un estibador que de un exoficial de la marina.

—Tal vez no cuando habla español —observó Martin Beck—. Aunque se expresa con cierta rudeza a veces, al menos sabe cuándo hay que hacerlo.

Eso no era del todo cierto. Hacía poco, Martin Beck había oído cómo Gunvald Larsson llamaba a Malm «ese petulante gilipollas culo gordo» en su presencia, pero afortunadamente Malm no había captado que el calificativo se refería a él.

El jefe nacional de policía no pareció prestar mucha atención a las objeciones de Malm.

—Tal vez no es una propuesta tan descabellada —dijo pensativo—. Esa tendencia suya a exhibir una conducta descortés no creo que sea un problema en este caso. Puede comportarse bien cuando se lo propone. Tiene unos antecedentes privilegiados, en comparación con la mayor parte de los miembros del cuerpo. Viene de una familia culta y acomodada, lo que entre otras cosas significa que ha sido educado en las mejores escuelas y que le han enseñado cómo portarse correctamente en todas las situaciones imaginables. Todo eso no se olvida, a pesar de que parezca hacer todo lo posible por ocultarlo.

—Ya creo que lo hace —murmuró Malm.

Martin Beck supuso que a Stig Malm le habría gustado asumir la misión y que estaba molesto porque ni siquiera se le hubiera tenido en cuenta. También pensó que les vendría bien librarse por un tiempo de Gunvald Larsson, que no caía demasiado bien a sus colegas y que tenía una capacidad bastante inusual de crear descontento y generar problemas y complicaciones.

De todos modos, el jefe nacional de policía no parecía estar del todo conforme con su propio razonamiento, de manera que Martin Beck lo alentó:

—Creo que deberíamos enviar a Gunvald. Cumple todos los requisitos para esta tarea.

—Me he dado cuenta de que cuida su aspecto —observó el jefe nacional de policía—. Su forma de vestir denota buen gusto y preferencia por las cosas de calidad. Eso, sin duda, causa una buena impresión.

—Así es —corroboró Martin Beck—. Es un detalle importante.

Era consciente de que su propia indumentaria difícilmente podía considerarse de buen gusto. Sus holgados pantalones estaban sin planchar, el cuello alto del jersey se había dado de sí tras muchos lavados, y a la desgastada chaqueta de tweed le faltaba un botón.

—La brigada antiviolencia cuenta con suficiente personal, por lo que debería ser capaz de sobrevivir quince días sin Larsson —agregó el jefe nacional de policía—. ¿O tenéis alguna otra propuesta?

Todos negaron con la cabeza.

El mismo Malm parecía haberse dado cuenta de las ventajas de mantener a Gunvald Larsson a una distancia prudencial durante un tiempo; mientras que Eric Möller, bostezando de nuevo, parecía contento de que la reunión tocase a su fin.

El jefe nacional de policía se puso de pie y cerró la carpeta.

—Bien —concluyó—. Entonces estamos de acuerdo. Me encargaré personalmente de notificar a Larsson nuestra decisión.

Gunvald Larsson recibió el mensaje sin gran entusiasmo. Tampoco le halagaba particularmente que se le hubiera elegido para aquella misión. Tenía una alta e imperturbable autoestima, pero no se le escapaba el hecho de que algunos de sus colegas darían un suspiro de alivio cuando él se marchara, lamentando solo que no fuera para siempre.

Era consciente de que los amigos que tenía en el cuerpo se podían contar con los dedos de una mano; en realidad, que él supiera, bastaba con un dedo. También sabía que lo consideraban rebelde y problemático, y que su futuro como policía a menudo pendía de un hilo.

Este hecho no le preocupaba lo más mínimo.

Cualquier otro funcionario de su rango y nivel salarial habría sentido por lo menos cierta ansiedad ante la amenaza constante de ser suspendido o incluso cesado, pero a Gunvald Larsson eso no le quitaba el sueño.

Soltero y sin hijos, no tenía a nadie que dependiera de él.

Con su familia, cuya vida snob de clase alta despreciaba, había roto toda relación hacía mucho tiempo.

Se preocupaba poco acerca de su futuro.

Durante sus años en el cuerpo de policía, había considerado a menudo la posibilidad de volver a su antigua profesión. Ahora estaba a punto de cumplir cincuenta años y se daba cuenta de que probablemente nunca más se haría a la mar.

Mientras la fecha de su partida se acercaba, Gunvald Larsson descubrió que realmente le ilusionaba la misión, que a pesar de tener importancia, no tenía pinta de ser particularmente difícil. Eso significaba por lo menos un par de semanas de cambio en la rutina del trabajo diario. Empezó a aguardar con impaciencia el viaje, como si se tratara de unas vacaciones.

La noche antes de su partida, Gunvald Larsson, solo con los calzoncillos puestos, se hallaba en el dormitorio de su piso en Bollmora, contemplando el reflejo de su cuerpo en el gran espejo de la puerta del armario.

Le encantaba el estampado de esos calzoncillos, alces amarillos sobre fondo azul, y por eso tenía cinco pares más como aquel. Media docena de la misma variedad, solo que verdes con alces rojos, estaban ya metidos en la gran maleta de piel que reposaba abierta sobre la cama.

Gunvald Larsson, que medía uno noventa y seis, era un hombre fuerte y musculoso, con grandes manos y pies. Se acababa de duchar y de modo rutinario se subió a la báscula del baño, que indicó ciento doce kilos. Durante los últimos cuatro o tal vez cinco años había ganado alrededor de diez kilos; ahora miraba con disgusto el michelín que le sobresalía por encima de la cinturilla de los calzoncillos.

Metió el estómago y pensó que tal vez debería visitar el gimnasio de la jefatura de policía un poco más a menudo. O empezar a nadar cuando terminaran las obras de la piscina del nuevo edificio.

Pero a decir verdad estaba bastante satisfecho con su aspecto.

Tenía cuarenta y nueve años, pero la línea de nacimiento de su espeso y abundante pelo no había retrocedido ensanchándole la frente, sino que se mantenía baja, con dos rayas pronunciadas.

Ese cabello, que llevaba muy corto, era tan rubio que las canas no se le veían. Ahora, húmedo y recién peinado, lucía liso y brillante sobre su ancha coronilla, pero una vez seco se le encresparía y adquiriría un aspecto hirsuto y rebelde. Sus cejas eran espesas, del mismo color que el pelo, y en su nariz, grande y bien formada, había excavados dos amplios orificios nasales. Los ojos claros, color azul porcelana, parecían pequeños en su enorme rostro y quizá estaban un poco juntos, lo cual, en las ocasiones en que se quedaba ensimismado y con la mirada vacía, le confería un engañoso aire de estupidez. Cuando se enfadaba, lo que sucedía a menudo, se le formaba una arruga de furia sobre la nariz, y su mirada azul porcelana podía infundir pavor tanto a los criminales más violentos como a los subordinados. Sus berrinches eran ahora tan famosos y temidos en las seis comisarías de Estocolmo como antes lo habían sido, si no en los siete mares, sí al menos entre la tripulación y los oficiales de los barcos de los que había estado al mando.

Y, en general, como se ha dicho, estaba contento con su aspecto físico.

Solo una persona se libraba de ser blanco de las iras de Gunvald Larsson: Einar Rönn, subinspector primero de la Brigada Nacional de Homicidios de Estocolmo, y su único amigo. Rönn era un norteño apacible y taciturno cuya roja nariz, que moqueaba constantemente, dominaba su semblante hasta el punto de que era difícil fijarse en otros rasgos. Albergaba en su interior el inextinguible deseo de volver a su pueblo natal, cerca de Arjeplog, en Laponia.

A diferencia de Gunvald Larsson, estaba casado y tenía un hijo. Su mujer se llamaba Unda, y su hijo, Mats, y él mismo tenía un segundo nombre de pila que de mala gana daba a conocer: su madre había sido en su juventud gran admiradora del mayor ídolo cinematográfico de la época, de manera que había bautizado a su primogénito con el nombre de Valentino.

Dado que Gunvald Larsson y Rönn trabajaban en el mismo departamento, se veían casi a diario, pero además también quedaban en su tiempo libre. Cuando podían coger vacaciones a la vez, se marchaban a Arjeplog, donde se dedicaban principalmente a la pesca.

Ninguno de sus colegas podía entender cómo había surgido esa amistad entre dos personalidades tan diferentes, y muchos se maravillaban de cómo Rönn, con estoica calma y unas cuantas palabras, pudiera hacer que un furioso Gunvald Larsson se volviera manso como un cordero.

Gunvald Larsson pasó revista a la hilera de trajes de su nutrido vestuario.

Conocía bien el clima del país anfitrión y recordaba algunas sofocantes semanas de principios de verano, muchos años atrás, en esa ciudad portuaria. Para soportar el calor de esas latitudes debía llevar ropa ligera y solo tenía dos trajes que fueran lo suficientemente frescos.

Para asegurarse, se los probó y descubrió, para su amarga sorpresa, que uno de ellos ya no le valía en absoluto y que los pantalones del otro solo podía abrochárselos con gran esfuerzo e inspirando profundamente. Además, le quedaban demasiado ceñidos a los muslos; la chaqueta por lo menos podía abrochársela sin dificultad, pero le apretaba en los hombros, de modo que limitaría su libertad de movimientos o acabaría rasgándose en las costuras.

Volvió a colgar en el armario el traje inservible y puso el otro sobre la maleta. Tenía que valerle. Se lo había hecho a medida cuatro años antes, y era de fino algodón egipcio, de color beis con finas rayas blancas.

En la maleta ya había guardado, además de los calzoncillos, zapatos, zapatillas, artículos de tocador, calcetines, pañuelos, camisas, un pijama y una bata de seda tan azul como sus ojos.

Gunvald Larsson no bebía alcohol, pero había comprado una botella de aguardiente Lysholm Linie por si acaso se topaba con alguien a quien le gustase y así poder hacerle un regalo. Envolvió la botella en una camiseta verde con alces rojos, y la puso bajo las camisas.

Completó su equipaje con tres pares de pantalones de color caqui, una chaqueta de shantung y el traje que le quedaba ceñido. En el bolsillo interior metió una de sus novelas favoritas, La huella azul, de Julius Regis.

Luego, tras cerrar la maleta, abrochar las hebillas de bronce de sus anchas correas y echar la llave, colocó el equipaje en el pasillo.

A la mañana siguiente, Einar Rönn iba a llevarlo en coche hasta el aeropuerto de Arlanda, que contaba, como la mayoría de los aeródromos suecos, con unas instalaciones muy desangeladas y fuera de lugar, las cuales conseguían ofrecer de maravilla, a los ilusionados visitantes, una caricatura de Suecia peor de lo que el país realmente se merecía.

Y es que no le apetecía nada dejar aparcado su propio EMW durante tanto tiempo en el aeropuerto.

Gunvald Larsson arrojó los calzoncillos de alces amarillos sobre fondo azul al cesto de la ropa en el cuarto de baño, se puso el pijama y se fue a la cama.

La inminencia de un viaje nunca le alteraba los nervios, de modo que se durmió casi de inmediato.

2

El experto en seguridad no le llegaba a Gunvald Larsson ni siquiera a los hombros, pero era de constitución bien proporcionada y resultaba muy elegante con su traje azul claro de pantalones acampanados, planchados con sumo esmero. Completaban su atuendo una camisa rosa, relucientes y puntiagudos zapatos negros y una corbata de seda de color morado oscuro. La única nota discordante era la funda sobaquera de la pistola, que le hacía un bulto debajo de la axila izquierda.

El experto en seguridad se llamaba Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga; tenía el pelo casi negro, la piel de color moca claro y ojos aceitunados. Provenía de una familia muy distinguida y ocupaba un alto cargo. Gunvald Larsson también pertenecía a la clase alta, aunque eso era algo que él no podía soportar, y sus ciento doce kilos le daban una apariencia más inequívocamente basta y grosera que refinada.

Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga extendió el plan de seguridad sobre la balaustrada, pero Gunvald Larsson en vez de mirar esos papeles contempló su traje: el sastre de la policía había tardado siete días en hacérselo, con un resultado excelente, porque ese era un país donde los sastres tenían todavía un nivel alto. El único motivo de discusión había sido el hueco para la funda sobaquera, que para el sastre era algo obvio. Pero Gunvald Larsson nunca utilizaba funda, sino que llevaba su arma sujeta con una hebilla al cinturón. Allí, en el extranjero, naturalmente, no iba a ir armado, pero se trataba de que pudiera usar el traje en Estocolmo. Hubo una breve disputa y, por supuesto, se salió con la suya. No faltaba más. Hondamente satisfecho, miró sus bien cortadas perneras, suspiró con placer y contempló los alrededores.

Se hallaban en el octavo piso del hotel, un lugar elegido con extremo cuidado. La comitiva iba a pasar por debajo del balcón para detenerse en el palacio provincial a una manzana de allí. Gunvald Larsson lanzó una mirada cortés al plano, pero sin mucho entusiasmo, ya que a esas alturas se lo sabía de memoria. Sabía que el puerto se hallaba cerrado al tráfico desde las cinco de la mañana y que, asimismo, el aeropuerto civil estaba cerrado desde que el avión presidencial había aterrizado.

Ante sí tenían el puerto y el mar azul celeste. En los fondeaderos exteriores había anclados varios barcos de pasajeros y algunos buques de carga de gran tamaño. En movimiento solo había un buque de guerra, una fragata y unas pocas lanchas de la policía en la dársena interior.

Bajo su puesto de observación se extendía el paseo, flanqueado de palmeras y acacias. Enfrente había una parada de taxis, y más allá, una hilera de coloridas carrozas. Unos y otras habían sido sometidos a controles exhaustivos.

Todas las personas en la zona, salvo la policía militar y los gendarmes que formaban una barrera de un brazo de distancia a ambos lados del paseo, habían pasado por un detector de metales similar a los que existen en los grandes aeropuertos.

Los uniformes de los gendarmes eran verdes; los de la policía militar, azul grisáceos. Los gendarmes calzaban botas; la policía militar, botines.

Gunvald Larsson reprimió un suspiro. Había recorrido esa ruta en el ensayo de la mañana. Todo había estado donde tenía que estar, salvo el propio presidente.

La comitiva iba a tener la siguiente estructura: en primer lugar, quince motocicletas con policías de seguridad especialmente entrenados. A continuación, otras quince con oficiales de la policía regular, seguidas de dos vehículos cargados de agentes de seguridad. Luego vendría el automóvil presidencial, un Cadillac negro blindado con cristal azul. Gunvald Larsson había ido sentado en el asiento de atrás como doble, lo cual, sin lugar a dudas, constituía un honor.

El siguiente vehículo era un descapotable modelo americano, repleto de agentes de seguridad.

Y por último, más policías en motocicleta, seguidos de un autobús de la radio y de coches con otros periodistas autorizados.

Además de todo ello, agentes de seguridad vestidos de paisano se hallaban diseminados a lo largo del camino desde el aeropuerto.

Un detalle al menos ya se le había hecho familiar.

Todas las farolas estaban decoradas con fotos del presidente. La ruta era algo más que bastante larga, y a Gunvald Larsson le había dado tiempo de aburrirse de tanto ver esa cabeza engastada en un robusto cuello de toro, ese rostro hinchado y esas gafas negras de montura de acero esmaltada en negro.

Esa era la protección a ras de suelo.

Los cielos estaban dominados por helicópteros militares en tres niveles, con tres unidades en cada grupo. A mayor abundamiento, una división de Starfighters controlaba las capas superiores atmosféricas.

El despliegue se caracterizaba por un grado de perfección tal que era difícil imaginar que hubiera sorpresas desagradables.

El calor a esas horas centrales del día era, por decirlo suavemente, opresivo.

Gunvald Larsson estaba sudando, aunque no mucho. No podía concebir la posibilidad de que algo saliera mal. Los preparativos habían sido especialmente prolijos y minuciosos, y la planificación había durado meses.

Se había constituido un grupo especialmente encargado de buscar errores en la planificación. Se habían efectuado también algunos ajustes. A ello se añadía que todos los intentos de atentado en ese país habían fracasado, y no habían sido pocos. El jefe nacional de policía probablemente tenía razón al decir que allí estaban los expertos más cualificados en la materia.

A las tres menos cuarto de la tarde, Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga lanzó una mirada al reloj.

—Twenty-one minutes to go, I presume1 —dijo.

No habría hecho falta mandar a un delegado que hablara español. El experto en seguridad se expresaba en un perfecto inglés de la BBC, propio de los clubes más sofisticados de Belgravia.

Gunvald Larsson miró su propio cronógrafo y asintió.

Eran, para ser más exactos, las tres menos trece minutos y treinta y tres segundos del miércoles 5 de junio de 1974.

A la entrada del puerto, la fragata viró para disparar la salva de saludo, que a la hora de la verdad era su única misión.

Por encima del paseo, los ocho aviones de ataque dibujaban blancas franjas zigzagueantes en el luminoso cielo azul.

Gunvald Larsson miró a su alrededor. Al final del paseo se erigía una enorme plaza de toros de ladrillo, con arcos de medio punto revocados en rojo y negro. En el otro extremo estaban justo en ese momento activando los chorros multicolores de una fuente muy alta: la sequía ese año había sido inusualmente severa y los surtidores —ese no era el único— se ponían en funcionamiento solo en ocasiones particularmente solemnes.

A pesar de las diferencias, en general ese país era, al igual que Suecia, una democracia simulada, gobernada por una economía capitalista y por cínicos políticos profesionales que se preocupaban por dar la impresión de que su política era una especie de socialismo, que, de hecho, era solo eso: una «especie de».

Además de la diferencia horaria, las discordancias más llamativas estribaban en la religión, que era distinta, y en que allí se había adoptado desde hacía tiempo una forma republicana de gobierno.

Ya se oía el zumbido de los helicópteros y las bocinas de las sirenas.

Gunvald Larsson comprobó de nuevo la hora: la procesión parecía que comenzaba mucho antes de lo previsto. A continuación barrió con su mirada azul porcelana el puerto, para constatar que todas las lanchas de la policía se habían puesto en movimiento. La instalación portuaria en sí no había cambiado mucho desde que él estuvo allí como oficial de la marina: eran los barcos los que presentaban un aspecto totalmente distinto. Superpetroleros, portacontenedores y transbordadores, en los que importaban más los coches que los pasajeros: todos esos eran fenómenos que no había llegado a presenciar durante sus años en el mar.

Naturalmente, Gunvald Larsson no era el único que se había dado cuenta de que la sucesión de los acontecimientos se había iniciado antes de la hora prevista.

Cassavetes y Larrinaga hablaba rápidamente pero con calma y precisión por radio, mientras que a la entrada del puerto se notaba un gran aumento de la actividad en la fragata.

Eso llevó a Gunvald Larsson a pensar en dos cosas muy diferentes. Por una parte, en que su español parecía alarmantemente oxidado; y por otra, en que, además de la enorme inversión en fuerzas policiales, solo había tres países en el mundo donde el gasto militar per cápita era más elevado que en Suecia: Israel y las dos superpotencias: Estados Unidos y la Unión Soviética.

Cassavetes y Larrinaga, dando por terminada su conversación por radio, sonrió a su rubio invitado y miró hacia los relumbrantes surtidores, donde el primer destacamento de policías de seguridad motorizados ya comenzaba a aparecer entre las filas de gendarmes vestidos de verde.

Gunvald Larsson miró hacia otro lado. Justo debajo de ellos, un agente de seguridad paseaba fumando un puro en medio de la calle, mientras a todas luces vigilaba a los francotiradores de la policía apostados en los tejados circundantes. Detrás de la fila de gendarmes se hallaba una serie de taxis negros con una franja azul a los lados, y delante de ellos, un carruaje amarillo y negro. El conductor iba también vestido de amarillo y negro, y el caballo llevaba plumas asimismo amarillas y negras en la cinta que le ceñía la cabeza.

Detrás de todo eso se divisaban palmeras y acacias y varias filas de curiosos. Algunos pocos llevaban una chapa con la única imagen permitida por las autoridades. Es decir, una imagen de la cabeza engastada en un robusto cuello de toro, de rostro hinchado y gafas negras de montura de acero esmaltada en negro. El presidente no era un visitante muy popular que digamos.

Eso lo sabía todo el mundo: probablemente incluso él mismo.

La procesión se estaba moviendo muy rápido.

El primer vehículo de los servicios secretos ya se hallaba debajo del balcón.

El experto en seguridad sonrió a Gunvald Larsson, asintió con gesto tranquilizador y empezó a doblar sus papeles.

Justo en ese momento se abrió el suelo, casi debajo del Cadillac blindado.

La onda expansiva lanzó a los dos hombres hacia atrás, pero, si no otra cosa, Gunvald Larsson era por lo menos fuerte. Se agarró con ambas manos a la balaustrada y miró hacia arriba.

La calzada se había abierto como un volcán desde el que una rugiente columna de fuego se elevaba hasta una altura de cincuenta metros.

Encima de esa columna flotaban diversos objetos.

Los más destacados eran el maletero del Cadillac blindado, un taxi negro —dado la vuelta— con franjas azules a los lados, medio caballo con plumas negras y amarillas en la cinta que le ceñía la cabeza, una pierna calzada con una bota negra y forrada de tela de uniforme verde y un brazo con un largo puro entre los dedos.

Gunvald Larsson retiró la cara cuando una serie de objetos más o menos combustibles comenzaron a lloverle encima. Estaba pensando en su traje nuevo cuando algo le golpeó con fuerza en el pecho y lo hizo caer de espaldas sobre las baldosas de mármol.

No se lastimó, al menos no mucho.

El bramido de la explosión desapareció en un minuto y entonces empezaron a oírse gemidos, gritos desesperados pidiendo ayuda, e incluso algunos llantos y maldiciones histéricas, antes de que todos los sonidos humanos fueran ahogados por las sirenas de las ambulancias y el aullido de un camión de bomberos.

Gunvald Larsson se levantó para ver qué era lo que le había tumbado.

El objeto estaba a sus pies.

Tenía cuello de toro, rostro hinchado y, por extraño que pudiera parecer, llevaba aún puestas las gafas con montura de acero esmaltada en negro.

El experto en seguridad se puso en pie, a todas luces ileso, si bien había perdido parte de su elegancia.

Se quedó contemplando aquella cabeza con incredulidad y se persignó.

Gunvald Larsson contempló su traje. Ni siquiera ya merecía ese nombre.

—Mierda —dijo.

Luego miró la cabeza que yacía a sus pies.

—Tal vez debería llevármelo a casa —murmuró para sus adentros—. Como souvenir.

Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga lanzó al invitado una mirada inquisitiva.

La palabra souvenir al menos la había entendido. Tal vez los suecos eran cazadores de cabezas.

—Qué catástrofe —exclamó.

—Sí, podría decirse —asintió Gunvald Larsson.

Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga tenía un aspecto tan abatido que Gunvald Larsson se vio obligado a decir:

—Pero no es culpa tuya. Y, además, tenía una cabeza bien fea.

3

El mismo día en que Gunvald Larsson vivió aquella extraña experiencia en el balcón de las bellas vistas, una chica llamada Rebecka Lind era procesada ante el Tribunal de Primera Instancia de Estocolmo por atraco bancario a mano armada.

Tenía dieciocho años y era completamente ajena a los asuntos de los que en esos momentos se estaba ocupando Gunvald Larsson. Si alguien le hubiera mencionado la ciudad en la que este se encontraba, no le habría dicho nada: nunca había oído hablar de aquel país y, del mismo modo que desconocía que el presidente de Estados Unidos aún se llamaba Nixon, tampoco sabía nada de altas personalidades que perdían la cabeza.

Sabía en cambio mucho de otras cosas, pero digamos que no venían al caso.

El fiscal que actuaba en el juicio era Olsson «el Bulldozer», quien desde hacía años era el experto jurídico en los atracos bancarios que asolaban el país como una peste.

Era un hombre sumamente estresado, que no paraba nunca en casa por falta de tiempo; así, por ejemplo, había tardado tres semanas en darse cuenta de que su mujer lo había abandonado para siempre, dejando en su lugar en la almohada una lacónica nota. Lo cierto es que ahora eso no le afectaba gran cosa, pues con su expeditivo modo de obrar se había echado una nueva novia a los tres días. Se trataba de una de sus secretarias, que lo admiraba con incondicional devoción, y lo cierto es que a partir de entonces sus trajes se veían menos arrugados.

A pesar de andar apurado, llegaba —desde su punto de vista— siempre puntualmente a sus compromisos: en este caso aterrizó sin aliento dos minutos antes de que se iniciara el juicio. Corpulento pero ágil, de semblante jovial y movimientos vivaces, llevaba siempre camisas de color rosa cerdito y sus corbatas revelaban un mal gusto tan inmenso que casi volvieron loco a Gunvald Larsson durante la época en que este trabajó a las órdenes del Bulldozer en el grupo especial antiatracos bancarios. Ese grupo, por cierto, había contado entre sus miembros también con Einar Rönn y Lennart Kollberg, pero de eso hacía ya varios años. Y Kollberg había abandonado el cuerpo de policía. El Bulldozer era partidario de cambios rápidos y de sangre nueva entre sus colaboradores.

Echó un vistazo a la desangelada y fría antesala del tribunal, para descubrir un grupo de cinco personas; entre ellas, sus propios testigos y un individuo cuya presencia le sorprendió en grado sumo.

El jefe de la Brigada Nacional de Homicidios.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó a Martin Beck.

—Me han llamado como testigo.

—¿Quién?

—La defensa.

—¿La defensa? ¿Qué significa eso?

—Braxén, el abogado —respondió Martin Beck—. Parece que le han adjudicado el caso.

—El Revientapleitos —dijo el Bulldozer, horrorizado—. Hoy ya he tenido tres reuniones y dos arrestos. Y ahora me va a tocar escuchar al Revientapleitos toda la tarde.

—¿No llevas el control de quién se encarga de la defensa? ¿Y qué has hecho en el arresto?

—Los arrestos en este tipo de casos son mera rutina —contestó el Bulldozer—. Este nos ha llevado solo tres minutos y la defensa no ha estado representada. No ha hecho falta.

Corrió hacia uno de sus testigos y comenzó a hojear los documentos de su cartera, sin encontrar lo que buscaba.

En opinión de Martin Beck, el Bulldozer y el Revientapleitos se parecían bastante en algunos aspectos. Ambos tenían la costumbre de desaparecer repentinamente mientras se hablaba con ellos, aunque mientras que el Bulldozer se esfumaba en el puro sentido físico de la palabra —por ejemplo, saliendo disparado por la puerta—, el Revientapleitos se alejaba mentalmente. A menudo daba la impresión de que se encontraba en otro mundo.

El fiscal dejó plantado a su testigo en medio de una frase y volvió con Martin Beck.

—¿Tú sabes algo acerca de este asunto? —preguntó.

—No mucho, pero Braxén me convenció de que debía venir. Además, ahora no tengo nada entre manos que requiera una atención especial.

—En la Brigada Nacional de Homicidios no sabéis lo que es trabajar de verdad —dijo el Bulldozer—. Yo tengo treinta y nueve investigaciones abiertas y otras tantas aparcadas. Deberías trabajar conmigo una temporada y verías lo que es bueno.

—No —replicó Martin Beck—. No es que me dé miedo el trabajo, pero no, gracias de todos modos.

—Es una lástima —comentó el Bulldozer—. A veces creo que tengo el mejor trabajo que existe en todo el aparato judicial. Fabulosamente interesante y emocionante. Cada día hay nuevas sorpresas y... —Hizo una pausa y añadió—: Como, por ejemplo, esta del Revientapleitos.

Olsson el Bulldozer ganaba todos sus casos con muy pocas excepciones. Eso, por decirlo de manera suave, no era algo especialmente halagador para el poder judicial.

Mejor no pensar en lo que se podía decir al respecto de manera cruda.

—Pero te lo vas a pasar bien —continuó Olsson—. El Revientapleitos seguro que hará un show.

—No he venido aquí a divertirme —objetó Martin Beck.

La conversación fue interrumpida porque comenzó la audiencia, de modo que todos los implicados, con una excepción importante, entraron en la sala, que constituía una sección particularmente lúgubre del edificio principal del tribunal. Las ventanas eran grandes y majestuosas, lo que de ninguna manera disculpaba —pero posiblemente explicaba— el hecho obvio de que llevaban mucho tiempo sin limpiarse.

Los jueces, los asesores y los siete miembros del jurado, parapetados tras el estrado, contemplaban solemnemente la estancia.

Un pequeño velo azul pálido en el polvoriento rayo de sol que entraba de fuera indicaba que alguien acababa de apagar un cigarrillo.

La acusada entró por una puerta lateral pequeña. La acompañaba una adusta mujer de unos cincuenta años vestida con lo que parecía un uniforme. Aquella era una chica de media melena rubia, gesto mohíno y ojos castaños de mirada distante. Llevaba un vestido bordado, largo hasta los pies, confeccionado con una tela ligera y fina; calzaba zuecos negros.

Los jueces, que habían estado sentados desde un principio, permanecieron en sus puestos. Los demás de momento se quedaron de pie.

El presidente del Tribunal dio inicio a la sesión con voz monótona, para acto seguido volverse hacia la chica que estaba sentada a la izquierda.

—La imputada en este proceso es Rebecka Lind. ¿Es usted Rebecka Lind?

—Sí.

—¿Puedo pedirle que hable un poco más alto?

—Sí.

El juez miró sus papeles. Finalmente dijo:

—¿No tiene un segundo nombre de pila?

—No.

—¿Y usted nació el 3 de enero de 1956?

—Sí.

—He de pedirle que hable más alto.

Dijo esto como si se tratase de una fórmula ritual aplicable a todos los procesos: así era, en efecto, dado que la acústica de la sala era especialmente mala. Además, los acusados a menudo carecían de experiencia a la hora de hablar en público, y la atmósfera intensamente opresiva con que se enfrentaban les hacía hablar aún más bajo. El juez prosiguió:

—El ministerio fiscal está representado por el fiscal jefe Sten Robert Olsson.

El Bulldozer no reaccionó en absoluto, sino que siguió hojeando mecánicamente algunos de sus documentos.

—¿Se encuentra en la sala el fiscal jefe Sten Robert Olsson? —inquirió el magistrado con voz sorda a pesar de que había visto al sujeto en cuestión un centenar de veces.

El Bulldozer dio un respingo: no estaba acostumbrado a que le llamaran por su verdadero nombre.

—Sí —contestó con entusiasmo—. Sí, aquí estoy.

—¿Se halla aquí la representación del querellante?

—No se ha interpuesto querella —aclaró el Bulldozer.

—La acusada está representada por el letrado Hedobald Braxén.

Se hizo el silencio. Todos miraron a su alrededor. El ujier se asomó a la antesala. El Revientapleitos aún no había comparecido.

—Parece que el letrado Braxén llega tarde —observó un asesor al cabo de un rato.

Luego sostuvo una conversación entre dientes con el presidente del tribunal, quien a continuación dijo:

— De momento podemos pasar lista a los testigos. El fiscal ha convocado dos testigos: la cajera del banco Kerstin Franzén y el subinspector de policía Kenneth Kvastmo.

Ambos declararon estar presentes.

—La defensa ha convocado a las siguientes personas: al comisario de la policía criminal Martin Beck, al subinspector Karl Kristiansson, al director de banco Rumford Bondesson y a la profesora de labores del hogar Hedy-Marie Wirén.

Todos afirmaron estar presentes.

Tras un instante el magistrado continuó:

—El abogado defensor también ha llamado a declarar al director de cine Walter Petrus, pero este ha excusado su asistencia, señalando, asimismo, que no tiene nada que ver con el caso.

Uno de los miembros del jurado soltó una risa disimulada.

—Los testigos pueden retirarse ahora.

Así ocurrió. Los dos policías —que como siempre en esas situaciones vestían pantalones de uniforme conjuntados con aburridas chaquetas y zapatos negros—, Martin Beck, el director del banco, la profesora de labores del hogar y la cajera del banco salieron a la antesala.

De manera que en la sala del juicio quedaron —además de los miembros del tribunal— la acusada, su guarda y una oyente.

Olsson el Bulldozer estudió con detenimiento sus papeles, si bien no más de dos minutos, y luego miró con curiosidad a la oyente.

Se trataba de una mujer que a juicio del Bulldozer rondaría los treinta y cinco. Se hallaba sentada en uno de los bancos con un cuaderno de taquigrafía ante ella. Era de estatura inferior a la media —no llegaba al uno sesenta— y tenía un pelo extremadamente lacio, no muy largo. Su atuendo consistía en pantalones vaqueros desgastados y una camisa de color indefinido. Unas sandalias de tiras calzaban sus anchos y bronceados pies de dedos rectos, y sus planos senos eran coronados por grandes pezones claramente visibles a través de la tela de la blusa.

Lo más destacable de su físico era cómo en su pequeña cara angular se hallaban engarzados una nariz afilada y unos penetrantes ojos azules, con los cuales escudriñaba uno a uno a los presentes, deteniéndose especialmente en la acusada y en Olsson el Bulldozer. A este último lo atravesó tanto con la mirada que el fiscal se vio obligado a levantarse para coger un vaso de agua y colocarse detrás de ella. La mujer se dio la vuelta de inmediato para encontrarse de nuevo con los ojos del Bulldozer.

Sexualmente, ella no era su tipo —si es que alguien lo era—, pero le picaba una gran curiosidad acerca de quién podría ser esa persona que lo miraba fijamente. Desde esa posición, a sus espaldas, observó que tenía un cuerpo robusto, aunque en absoluto rechoncho.

Cuando ya no se vio capaz de sostener su mirada, anunció que debía hacer una llamada importante y pidió permiso para abandonar la estancia. Salió dando botes, con más curiosidad que nunca.

Si le hubiera preguntado a Martin Beck, que se hallaba en un rincón de la antesala, es posible que se hubiera enterado de unas cuantas cosas.

Por ejemplo, que no tenía treinta y cinco años, sino treinta y nueve, que su formación en sociología era muy profunda y que actualmente trabajaba para los Servicios Sociales.

Martin Beck sabía mucho sobre ella, pero la mayoría de la información no deseaba compartirla con nadie, al ser de naturaleza personal.

Posiblemente, si alguien le hubiera preguntado, habría dicho su nombre. Rhea Nielsen.

El Bulldozer despachó sus llamadas en menos de cinco minutos. A juzgar por sus gestos, dio varias instrucciones telefónicas.

De vuelta a la sala de vistas, comenzó a recorrerla de un lado a otro, suspirando. Se sentó. Hojeó sus papeles. La mujer de penetrante mirada azul observaba ahora solo a la acusada.

El Bulldozer sentía cada vez más curiosidad. Los siguientes diez minutos se levantó seis veces para deambular por la sala a pasitos cortos. En una ocasión sacó un descomunal pañuelo y se secó el sudor de la frente. Las demás personas se hallaban todas sentadas sin moverse de sus sitios.

Veintidós minutos después de la hora programada se abrieron las puertas y el Revientapleitos entró. Llevaba un puro encendido en una mano y sus papeles en la otra. Mientras estudiaba los documentos con aire flemático, el juez tuvo que carraspear de forma significativa tres veces para que distraídamente le entregara el puro al ujier, quien se lo llevó de la sala.

—El letrado Braxén ha llegado —anunció el magistrado con acritud—. ¿Existe algún otro impedimento para que comience la vista?

El Bulldozer negó con la cabeza.

—No, en absoluto. Por mi parte, no.

El Revientapleitos no reaccionó. Seguía estudiando los papeles.

Tras un momento, se llevó las gafas de lectura a la frente y dijo:

—Al venir hacia el tribunal, he caído en la cuenta de que el fiscal y yo somos viejos conocidos. De hecho, se sentó en mi regazo hace exactamente veinticinco años. En Borås. El padre del fiscal ejercía allí la abogacía, y yo hacía mis prácticas. En esa época, yo tenía grandes expectativas acerca de mi profesión. Pero no puedo decir que se hayan cumplido. Si nos fijamos en el desarrollo del poder judicial en otros países, no tenemos muchos motivos de orgullo. Recuerdo Borås como una ciudad horrible, pero el fiscal era un chico alegre y simpático. Pero sobre todo recuerdo el Stadshotell o como se llamara. Mesas de café y palmeras polvorientas. Y si te daban comida, era tan espantosa que le habría puesto los pelos de punta a una hiena. Ni siquiera un jubilado de hoy en día la aceptaría como alimento humano. El plato del día era pescado gratinado y servían la misma comida desde la mañana hasta la noche. Una vez encontré una colilla de cigarrillo en mi plato. Aunque ahora que lo pienso, la verdad es que eso pasó en Enköping. ¿Sabía usted, por cierto, que el agua de Enköping es la mejor de Suecia? Eso es algo que no sabe mucha gente. Todos los que se han criado aquí en la capital sin convertirse en alcohólicos o drogadictos deben de poseer una fortaleza de carácter fuera de lo común.

—¿Hay algún impedimento para que comience la vista? —reiteró el presidente del tribunal con paciencia.

El Revientapleitos se levantó y caminó hasta el centro de la sala.

—Mi familia y yo, por supuesto, pertenecemos a esa categoría —dijo con modestia. Era considerablemente mayor que la mayoría de los presentes, un hombre avasallador, de impresionante barriga. Llamaba la atención lo mal vestido que iba, con ropa muy pasada de moda y un chaleco en el que un gato no demasiado remilgado podría haber desayunado. Después de varios minutos de espera, durante los cuales miró fija y extrañamente al Bulldozer, agregó—: Dejando aparte el hecho de que esta chica nunca debería haber sido procesada, no existe ningún impedimento legal. En un sentido puramente técnico.

—Protesto —gritó el Bulldozer.

—Señor Braxén, puede usted guardar sus comentarios para más adelante —le reconvino el juez—. ¿Querría el ministerio fiscal exponer su escrito de calificaciones?

El Bulldozer se levantó de un salto y con la cabeza gacha comenzó a trotar alrededor de la mesa donde tenía sus papeles.

—Sostengo que Rebecka Lind, el miércoles 22 de mayo, cometió un robo a mano armada en las oficinas del PK-Banken en Midsommarkransen, y a continuación, un atentado contra un agente de la autoridad al oponer violenta resistencia a los policías que acudieron al lugar para detenerla.

—¿Y qué afirma la defensa?

—La acusada es inocente —declaró el Revientapleitos—. Y por tanto es mi deber negar todas estas... chorradas.

Se volvió hacia el Bulldozer y añadió con tristeza:

—¿Qué se siente al perseguir a personas inocentes? Cuando te recuerdo como un chavalín, me cuesta entender la, llamémosla así, «actividad» que hoy desempeñas.

El Bulldozer parecía encantado. Revoloteó hasta el Revientapleitos.

—También yo recuerdo aquella época en Borås —dijo—. Especialmente me acuerdo de que el señor Braxén, que entonces hacía sus prácticas en el tribunal, siempre apestaba a tabaco y a coñac barato.

—Señores —intervino el magistrado—. Este no es ni el momento ni el lugar para recuerdos personales. Así que, letrado Braxén, haga el favor de refutar la acusación de la fiscalía.

—Si el olor a coñac no es fruto de la imaginación del fiscal, entonces debía de proceder de su padre —contraatacó el Revientapleitos—. Por otra parte, la acusada es inocente. Y esta es la última vez que empleo este término. Esta joven...

Volvió a la mesa para hurgar en sus papeles.

—Rebecka Lind, se llama —dijo el Bulldozer, echándole un cable.

—Gracias, hijo mío —respondió el Revientapleitos—. Rebecka Lund...

—Lind —corrigió el Bulldozer.

—Rebecka —prosiguió el Revientapleitos— es tan inocente como las zanahorias que crecen en la tierra.

Todo el mundo pareció meditar sobre esa imagen tan poco frecuente. Finalmente, el magistrado declaró:

—Eso lo tiene que decidir el tribunal, ¿no?

—Por desgracia —apostilló el Revientapleitos.

—¿Qué quiere decir con ese comentario, señor letrado? —preguntó el presidente del tribunal con cierta severidad.

El Revientapleitos contestó:

—Por desgracia, es imposible dilucidar todo el patrón subyacente. Si lo hiciéramos, el proceso duraría años.

Todos mostraron gran consternación ante dicha posibilidad.

—Es interesante la sugerencia del presidente de que debo escribir mis memorias —continuó el Revientapleitos.

—¿Yo le he sugerido algo similar?

El presidente, que no salía de su asombro, había acabado por perder los estribos.

—Cuando te pasas toda la vida en diferentes foros donde se supone que se imparte justicia, reúnes una considerable experiencia —expuso el Revientapleitos—. De joven, además, estuve en una ocasión en América del Sur, trabajando en la industria láctea. Mi madre, que todavía vive, la pobre, piensa que ese trabajo con la leche en Buenos Aires es la única ocupación decente que he tenido. A propósito de eso, el otro día oí que incluso el padre del fiscal, a pesar de su avanzada edad y su creciente afición al alcohol, da todos los días una caminata a lo largo del riachuelo de Örebro, adonde la familia parece que se mudó en algún momento de los años cuarenta. Desde Buenos Aires, con los nuevos medios de transporte se llega enseguida a los nuevos estados de África. Un libro muy interesante sobre el Congo me ha llamado la atención...

—Las memorias del señor letrado, aunque aún no escritas, son sin duda de gran interés —interrumpió el Bulldozer con una sonrisilla—. Pero no hemos venido aquí para escucharlas.

—El fiscal tiene razón —intervino el juez—. ¿Querría el señor Olsson por favor efectuar sus alegaciones?

El Bulldozer contempló a la oyente, quien, sin embargo, a su vez lo miró de modo tan directo y determinado, que él, después de un breve vistazo al Revientapleitos, dirigió la mirada al magistrado, a los asesores y al jurado, para después posarla en la acusada. Rebecka Lind parecía mirar al infinito, más allá de los burócratas chalados, más allá del bien y del mal.

El Bulldozer cruzó las manos detrás de la espalda y comenzó a caminar de un lado para otro.

—Bien, Rebecka —dijo amablemente—. Lo que te ha pasado es, por desgracia, algo que les sucede a muchos jóvenes hoy en día. Juntos trataremos de ayudarte. ¿Puedo tutearte, por cierto?

La muchacha parecía no haber oído la pregunta, si esta no era meramente retórica.

—Desde el punto de vista puramente técnico, los hechos son simples y nítidos, de modo que no dejan mucho margen para la discusión. Como ya quedó claro en las diligencias del arresto...

El Revientapleitos parecía perdido en sus pensamientos sobre el Congo o algo similar; pero entonces, de repente, sacó un enorme puro del bolsillo interior de la chaqueta, apuntó al pecho del Bulldozer y gritó:

—Protesto. Ni yo ni ningún otro abogado hemos estado presentes en las diligencias del arresto. ¿Se ha informado a Camilla Lund de su derecho a un abogado?

—Rebecka Lind —corrigió un asesor.

—Sí, sí —dijo el Revientapleitos, impaciente—. Eso lo convierte en detención ilegal.

—De ninguna manera —objetó el Bulldozer—. A Rebecka se le preguntó y ella dijo que le daba igual. Porque, efectivamente, daba igual. Como enseguida demostraré, la cosa estaba más clara que el agua.

—De entrada, la detención ya es por lo tanto ilegal —concluyó el Revientapleitos—. Exijo que mi protesta conste en acta.

—Sí, se hará constar —aseguró el asesor.

El asesor hacía en gran parte las funciones de secretario, debido a que algunas de las antiguas salas de vistas no estaban equipadas con una grabadora.

El Bulldozer hizo una pequeña pirueta ante el jurado, cerciorándose de mirar a cada uno de los miembros a los ojos.

—Quizá pueda continuar con mi exposición de los hechos —dijo sonriente.

El Revientapleitos examinó, ausente, su puro.

—Entonces, Rebecka... —prosiguió el Bulldozer con la sonrisa triunfante, que era uno de sus principales activos— ... intentemos ahora, con claridad y sinceridad, esclarecer el curso de los acontecimientos, lo que te sucedió el 22 de mayo y por qué sucedió. Atracaste un banco, a buen seguro por desesperación y de modo irreflexivo, y ejerciste violencia contra un policía.

—Me opongo a los términos empleados por el fiscal —interrumpió el Revientapleitos—. Hablando de vocabulario, me acuerdo de mi profesor de alemán. Él...

A todas luces, sus pensamientos divagaban.

—Si el abogado defensor se entrega tranquilamente a sus recuerdos, quizá podríamos al menos ahorrar un poco de tiempo —comentó el Bulldozer.

Varios de los miembros del jurado se rieron, pero el Revientapleitos replicó en tono elevado:

—Protesto por la actitud del señor fiscal hacia mí y hacia la chica. No tiene derecho alguno a controlar mis pensamientos ni inmiscuirse en mi vida privada. Debería mostrar mayor humildad. No es ningún Winston Churchill que pueda permitirse el lujo de juzgar a ningún oponente político diciendo algo como: «El señor Attlee es un hombre modesto, ¡y tiene muchas razones para serlo!».

El magistrado parecía confundido ante la objeción; pero, después de un momento, hizo un gesto al Bulldozer para que continuara.

Este había contado con despachar la exposición de los hechos en diez o, como mucho, quince minutos, pero el Revientapleitos, a pesar de las reprimendas del juez, le cortó no menos de cuarenta y dos veces, por lo general con comentarios completamente ininteligibles.

Por ejemplo:

—Veo que el fiscal contempla mi puro con avidez. Eso me recuerda una cosa: que las chicas en Cuba, a causa del insoportable calor, están desnudas en las fábricas de tabaco y enrollan los puros sobre sus muslos. Eso ocurre en la elaboración de las marcas más exquisitas. Probablemente se trate de una historia inventada.

—¿Tiene eso algo que ver con el caso? —preguntó el juez, con cansancio.

—Es difícil de decir —respondió el Revientapleitos con tono profético.

—¿Cómo que es difícil?

—Tengo la ligera impresión de que el fiscal, por decirlo de modo suave, no siempre se concentra en los elementos esenciales del proceso.

El Bulldozer, que ni siquiera era fumador, parecía por una vez rendido. Pero se recuperó pronto y enseguida dio la impresión de estar en tan buena forma como siempre, mientras, gesticulando y esbozando una pequeña sonrisa, concluyó su exposición.