El inquisidor del Anáhuac - Enrique Barón Crespo - E-Book

El inquisidor del Anáhuac E-Book

Enrique Barón Crespo

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Beschreibung

Tras enterrar a su madre, el joven Gabino se pone en marcha hacia Salamanca, dejando atrás sus sueños de adolescente. Convertido en fraile parte hacia la Nueva España para hacer carrera como inquisidor en defensa de la fe. Participa en el proceso de la "complicidad grande" contra los judíos iniciado en Perú y seguido en México. El descubrimiento del mundo de Anáhuac, su amistad con Juanillo y el amor que siente por la criolla Guadalupe pondrán a prueba la virtud del joven y prometedor inquisidor. Esta es a grandes rasgos la trama de una novela cuyo autor considera "uno de los mejores frutos de los enriquecedores debates que mantuve con mi admirado amigo Carlos Fuentes". Igualmente, José Saramago "leyó atentamente el manuscrito e hizo algunas sugerencias con su amable ironía". Una obra producida por uno de los novelistas contemporáneos en lengua española más influyentes, quien la considera "un homenaje a las víctimas anónimas de la intransigencia, la opresión y el fanatismo".

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

Dr. Enrique Luis Graue Wiechers

Rector

Dr. Leonardo Lomelí Vanegas

Secretario General

Dr. Alberto Ken Oyama Nakagawa

Secretario de Desarrollo Institucional

A Sofía,desde la Casa Azul

“Ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas como víamos”.

Bernal Díaz del Castillo

“Una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio, sino los discretos con risa y los críticos con censura”.

Sor Juana Inés de la Cruz

“La finalidad de los procesos y de la condena a muerte no es salvar el alma del acusado, sino mantener el bienestar público y aterrorizar al pueblo”.

Francisco Peña, Manual de los Inquisidores.

“En un Estado libre es posible que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piensa”.

Spinoza, Tratado teológico–político.

Índice

Nota del autor

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

Glosario

Bibliografía

Aviso legal

Nota del autor

El inquisidor del Anáhuac es uno de los mejores frutos de los enriquecedores debates que mantuve con mi admirado amigo Carlos Fuentes, con la inmarcesible compañía de nuestras respectivas esposas, la pintora Sofía Gandarias y la periodista Silvia Lemus. Nos encontrábamos periódicamente en Formentor, Bruselas, París, Madrid, ciudad de México, Guadalajara, Jalisco, Ciudad Real y en nuestras nómadas vidas de ciudadanos del mundo, platicábamos de todo lo humano y gozábamos de ese gran y raro bien que es la amistad duradera.

En concreto, la idea de este relato empezó a tomar cuerpo a comienzos de la década de 1990. Carlos Fuentes escribió, con motivo del V Centenario, por iniciativa del Smithsonian y un grupo encabezado por Jesús de Polanco, una serie de televisión que sintetizó en El Espejo Enterrado, un revelador libro sobre nuestra dimensión común. En el mismo, hay un texto que me impactó profundamente: “Yo creo, sin embargo, que, a pesar de todos nuestros males económicos y políticos, sí tenemos algo que celebrar. Algo que en medio de todas nuestras desgracias permaneció en pie: nuestra herencia cultural. Lo que hemos creado con la mayor alegría, la mayor gravedad y el riesgo mayor. La cultura que hemos sido capaces de crear durante los pasados quinientos años, como descendientes de indios, negros y europeos, en el Nuevo Mundo”.

Me permito añadir que el mestizaje cultural está también en la esencia misma de España como país forjado por el cruce continuo de pueblos y las tres religiones del libro. La polémica desarrollada en América entre dos ilustres exiliados españoles, Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz sobre el ser y origen de España sigue siendo actual.

Casi en paralelo, la Universidad Politécnica de Madrid, gracias al gran rector Rafael Portaencasa, publicó el facsímil de un opúsculo escrito por mi tío abuelo Mariano Barón Fortacín, titulado Cuestión de Cuba, La abolición de la esclavitud (1879), en el debate sobre “la abolición del execrable tráfico negrero” que dominó gran parte del siglo XIX en España. A Carlos le impresionó esta contribución a un gran debate injustamente ignorado en mi país. Por mi parte, me sentí muy orgulloso de mi pariente, al que no llegué a conocer.

En 1994, Carlos Fuentes prologó mi libro Europa en el alba del milenio, donde explicaba mi experiencia como presidente del Parlamento Europeo en el decisivo periodo entre la Caída del muro de Berlín y el Tratado de Maastricht. Su análisis de la relación entre América Latina y Europa, tan importante como infravalorada, sigue vivo y actual.

Después, publiqué el ensayo Las Américas insurgentes sobre el proceso de emancipación americana del Imperio español, que llevó a que la Cátedra Cortázar de la Universidad de Guadalajara, creada a por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez con la inestimable ayuda del infatigable Raúl Padilla, a hacerme el honor de invitarme a hablar del tema.

Uno de los hijos de esta conferencia es esta novela. La escribí en momentos de reposo, noches de hotel, de mi vida trashumante a lo largo y lo ancho de Europa. La chispa que prendió mi proyecto fue la lectura del espléndido libro de la profesora de la UNAM Solange Alberro Inquisición y sociedad en México, 1571–1700, editado por el Fondo de Cultura Económica. Reconozco mi deuda con su acertado enfoque y su rica documentación.

Poco a poco, fui conformando mi texto con lecturas entre las que destacan:

El título, lo debo al maestro Alfonso Reyes que me inspiró con su pequeña antología Visión de Anáhuac 1519. Octavio Paz con su Sor Juana Inés de la Cruz, las trampas de la fe, me transportó al México colonial.

De otras lecturas sobre el México colonial destacaría la Historia del nuevo Reino de León 1577-1723 de Eugenio del Hoyo y el relato autobiográfico de Sobre el escenario europeo, con especial referencia a los Países Bajos, el clásico de Pieter Geyl, The Revolt of the Netherlands, Cassell History, 1988 y el primer ensayo sobre el capitalismo bursátil del sefardita José De la Vega, Confusión de confusiones, la vida de Spinoza de Steven Nadler, Spinoza, A life Cambridge University Press 1999 y el magistral El Conde-duque de Olivares de John H. Elliot, H., Editorial Crítica, 1987.

Salvo los protagonistas centrales, la casi totalidad de los personajes de este retablo de las maravillas son históricos. Entre la abundante documentación consultada, destacan la autorizada Historia del Tribunal de la Inquisición de Lima de José Toribio Medina, el relato del P. Matías de Bocanegra del Auto de fe de México De Bocanegra, S.I., Auto general de la fe de 1649 y el Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate: dividido en quatro puntos 1631 de Antonio Colmenero de Ledesma de los que pude disponer gracias a los eficaces servicios de la Biblioteca Nacional de España.

Igualmente, agradezco a los lectores del manuscrito, María Salvadora Ortiz, Tomás Fernández y otros amigos su paciencia e interés. En especial, desearía mencionar a dos personas que me hicieron creer en mi libro: José Saramago, que lo leyó atentamente y me hizo algunas acertadas sugerencias con su amable ironía. Pero, sobre todo, debo este libro a mi añorada compañera, la pintora Sofía Gandarias, a la que descubrí y con la que recorrí el mundo del Anáhuac que tanto inspiró y enriqueció su pintura, sobre todo la serie “Presencias”, publicada por la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB). www.gandarias.es creyó más que yo en mi obra. Escuchó atentamente su lectura y me hizo preciosas observaciones. Siempre me dijo que llegaría el día de su publicación. Una vez más, tenía razón.

Deseo también recordar a mi buen amigo Manuel Rodriguez Casanueva, que con su gran corazón hispanomexicano tanto trabajó por mejorar nuestros dos países, acompañado por sus hijos Manuel y Álvaro. Me mostró en Guanajuato y San Miguel Allende un sugestivo mundo que me acompaña desde entonces e inspira en parte esta obra.

Sobre la Inquisición, aproveché mi sugestiva experiencia europea en la que tuve oportunidad de conocer los sistemas de control y represión que distintos regímenes políticos europeos, sobre todo las dictaduras de todos los signos han competido con emulación para controlar a sus súbditos a lo largo de la historia. El espectacular salto del proceso de globalización a partir de 1492 en lo económico y lo político, con el desarrollo de los modernos imperios europeos y su lucha por la hegemonía a nivel planetario también incluyó su implantación. En el mismo, hay elementos que recorren y vertebran la obra: el carácter global de la escena con el enfrentamiento entre europeos en todo el planeta en su aventura colonial.

Cuando tanto se habla de la globalización como un fenómeno nuevo, tiene interés ver como ya preocupaban en la América colonial la penetración de productos de la China con el sistema monetario global del real de a ocho. Pero, sobre todo, examinar el intento de injerto de una institución religiosa y político en una sociedad y un continente tan distintos y diferentes.

Valga como homenaje a las incontables víctimas anónimas de la intransigencia, la opresión y el fanatismo.

Misterios de la Inquisición y otras sociedades secretas de España. Por M. V. De Féréal, París, 1845.

Misterios de la Inquisición y otras sociedades secretas de España. Por M. V. De Féréal, París, 1845.

I

Acunado por el mar, con el cuerpo invadido por un suave sopor, fray Servando de Villafranca, antes Gabino para el siglo, contemplaba la costa del Nuevo Mundo ondulante en la calima, tras la sombría mole del fuerte de San Juan de Ulúa. Velada por la bruma, se divisaba la Villa de la Veracruz, la primera ciudad fundada por Cortés en el continente.

Tras cuatro meses de inacabable travesía, el galeón había arribado a la Nueva España. Después de salvar la barrera de peligrosos arrecifes, la nave estaba amarrada al muro de las argollas del fuerte para protegerla de los traicioneros vientos del Norte. Mientras esperaba el permiso para desembarcar que debían conceder los aduaneros una vez hecha la visita de los comisarios del Santo Oficio, fray Servando descansaba, mecido por el suave vaivén del oleaje, tan distinto de los embates que había sufrido aquel cascarón en alta mar y se reponía de la salazón que había comido gracias a nuevos e inimaginados frutos de sabores que calmaban su dolor de encías y le devolvían el buen gusto.

Tenía ante sí un canasto de frutas de la tierra, cuyo sabor iba descubriendo poco a poco, con un placer que, de intenso, le parecía casi pecaminoso. La que más le atraía era la piña tropical que sabía a melones maduros pasados al sol; el plátano, con su forma de morcilla alargada y su cuero como badana de carnero, que se desnudaba con facilidad mostrando una carne entre blanca y amarilla, maduros sabían a higos secos con miel; la papaya, de la que abominaban muchos castellanos diciendo que parecía tener chinches por sus granillos como bichitos, a él le entonaba el estómago; la guayaba, con su penetrante perfume; la guanábana, con su jugo apetecible como leche dulce; el zapote, parecido a la ciruela y dulce como miel; el chicozapote, del que sacaban una goma llamada chicle que mascaban y muchas más. Incluso le empezaban a caer en gracia las tortillas, esos panes ácimos de maíz que se utilizaban en vez del pan de trigo.

También las verduras, jitomates, aguacates, patatas y chiles que producían en la boca desde cosquillas hasta fuego, tras el hartazgo durante días y días de tasajo de cabrón, cuarto de oveja, vaca salada, puerco salpreso, asquerosos de ver, duros como el diablo de mascar, indigestos como piedras, dañinos como zarzas y salados como rabia, con garbanzos como perdigones en el mejor de los casos, que daban una sed que no conseguía apagar el cuartillo de vino turbio, acedo o el agua cenagosa y semipodrida que tocaba en gracia una vez al día. Comida que se lograba consiguiendo la amistad del cocinero o del cómitre, amén de pagar no con indulgencias sino con parte de la propia despensa. ¡Y que decir del equilibrio en el castillete sobre el mar para hacer de cuerpo! Menos mal que su criado, el diligente y eficaz Juanillo, que apareció como llovido del cielo, había velado por todo.

Empezaba a tener el pálpito de que a pesar de su temor de haber sido enviado al destierro, la Nueva España era un mundo atractivo al que no le iba a costar mucho trabajo acostumbrarse. Tuvo esa impresión desde que avistó, a más de 60 leguas en la mar, el majestuoso volcán de Orizaba, que llamaban cerro aunque era una grandísima montaña nevada, sin duda más alta que el Teide que vio al pasar las Canarias.

Había llegado a la hora del rezo, tomó el misal y empezó a leer la hora canónica. Poco a poco, su mente pasó de la monocorde letanía a la evocación de sus recuerdos, volviendo a aquel lugar leonés tan ilustre de nombre como escaso de fortuna donde Gabino había nacido el año de 16. A sus 15 años recién cumplidos, el fin de los fríos y las nieves significaba para el joven, fogoso como un potro, salir al monte, cabalgar a sus anchas en correrías que le llevaban a sitios tan mágicos como las Médulas. En aquella montaña, que dio a Roma más oro y plata que cualquier otra parte del mundo, contaba Plinio que habían trabajado más de cuarenta mil prisioneros de guerra esclavizados, así como astures clientes de los romanos.

Su tío, Pedro de la Barrera, que servía al rey en los afortunados campos de Italia, le había contado esas historias las noches de invierno al amor del fuego. Gabino había completado en su imaginación el cuadro con la lectura de los polvorientos libros de caballerías que constituían la biblioteca de la casa, mezclando gestas de romanos con victorias de tercios de Flandes y hazañas de conquistadores de Indias. Ardía en deseos de rememorar y superar tan grandes hechos de armas, dignos de eterna memoria. Las tribulaciones del rey de las Españas para mantener el Imperio donde no se ponía el sol no entraban en consideración.

Su otro tío y padrino, el canónigo don Gabino, trataba por todos los medios de enfriar los calenturientos ánimos del adolescente. Con paciencia y tesón, le enseñaba las letras, las artes y los principios de la doctrina cristiana, poniendo el acento en la importancia de la misión evangelizadora que motivó a los héroes de la Reconquista, la magna acción de los reyes católicos al conseguir la unidad religiosa y política del reino, con la expulsión de musulmanes y judíos, así como la introducción, por consejo papal, pero bajo control real del Tribunal de la Santa Inquisición “para defender y conservar en sus reinos la fe católica, muro que defiende la nación de las herejías con que otras están tocadas en el estado que vemos y se opone a la libertad de conciencia que otras repúblicas conceden a sus vasallos”.1

Además del entusiasmo por la propagación de la fe, el clérigo se extendía en explicaciones sobre el rango de los inquisidores, su consideración social, lo acomodado de su posición y el temor que suscitaban. Tales argumentaciones no seducían al joven, más inclinado a los hechos de armas. Su cuerpo joven, su complexión atlética, le pedían acción, no encerrarse en un despacho tras un escritorio, entre legajos con balduque.

El golpe que vino a trastocar sus sueños por la dura realidad fue la enfermedad y fallecimiento de su madre, a la que se sentía muy ligado. De salud frágil, el invierno había agravado su condición, ya ni siquiera se levantaba para cuidar sus amadas flores. Un día, le llamó a su cámara, con esfuerzo se incorporó un poco en el lecho y le dijo: “Hijo mío, tengo que hablarte, ha llegado mi hora y también la tuya de ser hombre. A partir de ahora, tendrás que decidir por ti mismo, y no me protestes, porque se que me queda poco tiempo de vida.

No conociste al hombre que se casó conmigo, un valiente capitán que dejó sus huesos en los campos de Flandes, siempre te dijimos que era tu padre, pero en realidad tu eres hijo de Don Diego Álvarez de Granada, conde de Maracena, Grande de España y Gentilhombre de Cámara de Su Majestad. Como sabes, en mi juventud fui dama de cámara de la reina, allí tuve amores con tan elevado personaje. Intercambiamos promesas de futuro matrimonio, pero él partió a Flandes antes de ratificarlas en presencia de un sacerdote. Al enterarse de mi estado, se encontró en Palacio la fórmula para salvar mi honor y evitar el escándalo: casarme. Me retiré a nuestra tierra, el capitán partió y me dediqué a tu cuidado.

Eres hijo de un hombre de ilustre linaje, ahora miembro del Consejo de Castilla o de Indias según las últimas noticias que me llegaron de la Corte. Como tal, podrías pretender ser reconocido, aunque en el mejor de los casos, no pasarías de ser un segundón de una familia cuyos bienes están vinculados al mayorazgo de la casa. Como bastardo, pasarías siempre detrás de todos. De mí, heredarás esta casa con sus cuatro tierras, no creo que siendo hidalgo te quieras rebajar a ser campesino.

Te queda iglesia, mar o casa real. Puedes tomar los hábitos, pasar a las Indias o servir al rey en sus ejércitos. Los hechos de armas pueden reportarte, en el mejor de los casos, gloria, quizá una magra pensión a cobrar Dios sabe cuándo y, a buen seguro, heridas y cicatrices e historias que contar al amor de la lumbre; en el peor, tus huesos se pudrirán en algún campo de batalla europeo, si el Turco no los envía al fondo del Mediterráneo.

La Mar Oceána y las fabulosas riquezas de las Indias son aventuras atrayentes, sobre todo para segundones que no pueden obtener buenos cargos en Europa, escucharás muchos relatos que ponderarán el cuerno de la abundancia de Eldorado, pero no todo es jauja, no oirás los ayes y las penas de los fracasados.

Te queda el camino de la Iglesia, si lo escoges, me darás una última satisfacción antes de dejar este mundo y no solo eso. Además de elegir la vía del servicio al Señor, con tu propia santificación podrás contribuir “a combatir a herejes, judíos, moros, indios y apóstatas de la fe que perturban las costumbres sencillas de los verdaderos cristianos, engañándolos con sus costumbres y sus ritos”.2

Todo esto lo podrás hacer con la ayuda de Dios y la tranquilidad que te dará el apoyo de la Iglesia. Aunque hagas voto de pobreza, podrás contar con el respaldo de sus bienes y sus fieles, no te faltará ni techo ni pitanza. En todo caso, es mejor que escojas una orden religiosa, ya que cuentan con seminarios, monasterios y bibliotecas, además de tierras y beneficios. ¡A propósito!, tu tío Gabino ha hablado con un íntimo amigo suyo que ahora es prior del Convento de los Dominicos de San Esteban de Salamanca y ha aceptado acogerte como novicio. Mi última voluntad es que ingreses en él, y mi sueño sería verte desde el cielo, si Dios me ha perdonado mi pecado de juventud, convertido en inquisidor apostólico para mayor gloria del reino de España, del Pontífice romano y de la Santa Madre Iglesia.

¡Prométeme que lo intentarás! Como prenda de tu linaje te doy este anillo que me regaló tu padre, y ahora hijo mío, déjame descansar, me ahoga la emoción.

Pocos días después, tras enterrar a su madre, Gabino se puso en camino hacia Salamanca. Dejaba atrás sus sueños de adolescente, sepultados por la promesa hecha a su moribunda madre.

II

Se le había pasado sin sentir la hora de la oración. De nuevo, abrió el breviario en latín y empezó a recitarlo. La cantinela les devolvió a los fríos claustros monásticos de San Esteban de Salamanca y San Pedro Mártir de Toledo, las grandes fábricas de inquisidores, donde pasó años que se le hicieron infinitos dedicado al estudio de las Humanidades y la Teología. En conjunto, tras cuatro cursos de Filosofía, Teología Eclesiástica y Moral más cinco de Leyes y Cánones en la Universidad de Salamanca, en donde se doctoró en Teología. Lo había hecho con esfuerzo, pues le costó mucho cumplir con la voluntad de su madre y renunciar a la brillante carrera de armas para la que le había dotado la naturaleza para encerrarse en aquel mundo frío y sombrío dominado por la disciplina, la obediencia y el disimulo.

Con todo, no guardaba mal recuerdo del Convento de San Esteban, el Estudio General de los Dominicos de España. Allí empezó a interesarse seriamente en el paso a las Indias por el recuerdo de fray Diego de Deza, el primero que creyó en Colón y según su propia confesión “fue causa de que sus Altezas hubiesen las Indias y yo me quedase en Castilla, que ya estaba yo de camino para fuera”. En la sala capitular del convento tuvieron largos debates sobre los fundamentos de la tesis ptolemaica de la tierra redonda, por lo que existía una ruta que pudiera acortar el camino a las codiciadas especias de la India. La comunidad apoyó con decisión al navegante ante la Junta de Profesores salmantinos que examinó sus cálculos para encontrar un nuevo rumbo a las Indias. A pesar de tener razón sobre la distancia a Cipango (Japón) frente a la optimista tesis de Colón de que la distancia era solo algo más de 4 300 km cuando en realidad era de casi 20 000, lo que no sabía ninguno es que en medio había otro continente. También vivieron en el convento personajes como Francisco Vitoria, fundador del derecho de gentes y otros, dignos de admiración.

Su tío, el orondo canónigo de León, le visitaba de tarde en tarde y le llevaba a pasar los veranos a la casa solariega. Entonces, volvía a sentir su cuerpo, galopaba a pelo, se peleaba con los mozos, pescaba truchas a mano, cogía cangrejos en el río y por encima de todo, saboreaba el aliento de la libertad. Luego volvían los inacabables inviernos, con su monótona secuencia de horas canónicas, rezos y estudios en sombrías iglesias y heladas aulas.

Aunque no era mal estudiante y aprobaba con holgura los cursos, no acaba de encontrar, a pesar de sus esfuerzos, madera de santo en su cuerpo. A veces, la madre naturaleza se le desmandaba, sentía hervir la sangre en las venas ante la simple visión de una mirada o un rostro de mujer y al final se desbordaba en un impetuoso y estéril torrente nocturno. Siempre con los malos pensamientos al acecho. Algunos de sus compañeros le habían insinuado entre risas cómplices que era posible salir a desahogarse al malfamado barrio chino en la vaguada tras la universidad y la clerecía. En su caso, no se atrevió a dar el paso, aunque la fruta prohibida le atrajera como un imán.

Sus recuerdos, mezclados con sueños, eran los apareamientos que había visto entre animales o el calor de aquella fornida campesina con la que pasó una noche de tormenta en un henil del monte. Abrazados por el miedo a la furia desatada de rayos y truenos, poco a poco le había sumergido en sus pechos y con destreza de ordeñadora le había descubierto un mundo caliente y acogedor que le hizo olvidar las furias exteriores.

Le parecía recordar que algo así le había pasado en la nave durante un terrorífico temporal, aunque no alcanzaba a precisar si fue tentación o hecho. Yacía en el cuchitril llamado pretenciosamente cámara, que compartía con otros religiosos y su criado Juanillo. Era una noche de ala de cuervo, el galeón saltaba como una cáscara de nuez entre las ensoberbecidas aguas, que con sus olas salpicaban las estrellas, se oía el crujir de las cuadernas acompañado de los ayes de pasajeros mezclados con blasfemias de marineros. Juanillo se sentía mal ya le había cambiado el sitio y se encontraba atravesado al pie de la yacija. Una sombra silenciosa se colocó sobre él, buscó su pene, lo animó con destreza y lo introdujo en una húmeda y caliente vulva hasta la incontenible descarga final. No sabía a ciencia cierta si se trataba de un sueño o era realidad, pero temía que estuviera más cerca de esta, dejándole un agridulce regusto de pecado. La sombra le llamó al oído: ¡Juanillo mío! con una voz queda parecida a la de la Marituna. La moza que estaba ante él en cubierta bromeando con el interfecto, quien se la había presentado en Sevilla como prima suya y criada de una distinguida dama que pasaba a las Indias a reunirse con su familia.

El calor húmedo y el placer de sentir de nuevo su cuerpo limpio, tras meses de suciedad, mal olor y cohabitación con todo tipo de insectos y roedores, le sumergieron de nuevo en la molicie de un sopor envolvente. Volvían los recuerdos. Tras su ordenación como dominico, el padre prior de San Esteban, conocedor de la promesa hecha a su madre, le recomendó la carrera de inquisidor por la necesidad que tenían la Iglesia y la Corona de disponer de servidores preparados y capaces. Una carrera segura, que proporcionaba un buen pasar y una consideración social acordes con su cuna. Como le dijo con un toque de amargura su mejor amigo del Seminario, fray Domingo de Arévalo: ¡nuestro mejor destino es ser dominicos, canes de Dios, ya que no podemos ser leones de Castilla, una actividad perfecta para alnados de la nobleza!

Antes de tomar una decisión sobre su futuro, tenía que superar la prueba de conocer a su padre. Tras mucho insistir, consiguió que su tío, convertido en el obispo de la muy noble y leal ciudad de Astúrica o Astorga, le preparase unas cartas de presentación para el relevante miembro del Consejo de Castilla. Con ellas en el bolsillo, provisto igualmente de otras para el Secretario del Consejo General de la Inquisición, la temida Suprema, el flamante fray Servando de Villafranca, antes Gabino, emprendió el camino de la Villa y Corte.

De camino hacia Madrid, pasó la Cuaresma en la Universidad de Santo Tomás de Ávila donde había hecho parte de sus estudios. Sentía siempre una cierta impresión al volver a aquel monasterio erigido por el gran inquisidor Torquemada, martillo de herejes, para formar dominicos que siguieran su magisterio. Se recogió ante su tumba, en la sacristía de la Iglesia donde Juan, el hijo y heredero de los reyes católicos, fallecido, según decían, de mal de amores por hacer excesivo uso del matrimonio con su joven esposa Margarita de Austria, estaba enterrado en un monumental túmulo bajo un arco sobre el que imperaba el altar mayor. En el segundo claustro, una ventanilla enrejada sirvió de confesionario a santa Teresa, con varios hermanos en las Indias. El tercero era el Claustro de Reyes, construido como Palacio de verano de los reyes católicos.

Además de tan ilustres antecedentes, se contaba en la orden que de aquel monasterio salió hacia la isla Española el grupo de frailes encabezado por fray Antonio de Montesinos, el predicador que primero denunció la explotación de los indios ante Diego Colón, hijo del descubridor y gobernador de la Española, el 21 de diciembre de 1511 con un sermón, redactado y firmado por toda la comunidad “Decid ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios?; ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas con muertos y estragos nunca oídos? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer ni curar sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis por sacar y adquirir oro cada día? ¿No son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? Tened por cierto, que en el estado en que estáis, no podéis salvaros más que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.3

Al acabar el sermón, el templo quedó lleno de murmullos. Para un encomendero, llamado Bartolomé de la Casas, la prédica tuvo un efecto similar al que sintió Saulo en el camino de Damasco, le decidió a dar el paso de incorporarse a la orden. Para el almirante Diego Colón, la homilía era inaceptable. Acompañado por autoridades y vecinos encomenderos, se dirigió hacia el bohío de paja de los frailes, exigiendo una pública reprensión del desvergonzado que con tan grandes desvaríos los había ofendido ante la gente, a ellos, que con tanto riesgo y sufrimiento estaban conquistando y evangelizando aquellas inhóspitas tierras.

El prior, fray Pedro de Córdoba, les contestó con solemnidad que “lo que ha predicado este padre es del parecer, voluntad y consentimiento de toda la comunidad… de castigar a alguien, tendrán que castigar a toda la comunidad, quede bien claro”. Ante la insistencia del almirante en que se rectificara, el prior anunció que el domingo siguiente, fray Antonio de Montesinos predicaría sobre la misma materia.

Así lo hizo, no solo ratificándose en todo lo dicho la semana anterior, sino ampliando y profundizando en su denuncia. La reacción del almirante y los principales fue denunciarle ante la Corte, por predicar doctrinas nuevas que perjudicaban al señorío del rey y, lo que era peor, sus rentas. Asimismo, recurrieron a otra arma eficaz, enfrentar a las órdenes religiosas, malmetiendo al prior de los franciscanos, fray Alonso del Espinal, para que apoyara sus denuncias contra los dominicos en la Corte. El todopoderoso secretario real Lope de Conchillos le dio entrada ante el anciano regente Cisneros, hasta que Montesinos y Las Casas pudieron romper la barrera que le rodeaba y convencerle de la necesidad de dictar las Leyes de Indias. Fray Servando llevaba siempre consigo una copia del sermón de Montesinos y le gustaba relatarlo como muestra de la verdadera defensa de la dignidad humana gracias a la fe. Su entusiasmo estuvo a punto de costarle caro cuando una cuadrilla de bribonzuelos a los que narraba la historia intentó robarle mientras descansaban a orillas del río Adaja, al pie de Ávila. Ocupado en instruirles, no se apercibió de sus intenciones de poner a buen recaudo sus pertenencias, entre las que figuraba como un tesoro el anillo de su madre, momento en que se olvidó de su obligada templanza y Gabino resurgió como un león dentro de él agarrando por el cuello a dos de los mozalbetes. Mal hubieran acabado, a no ser por la llegada providencial de una pareja de la Santa Hermandad.

El recuerdo de la escena le dejó un mal sabor de boca, no solo por el riesgo de perder el precioso anillo, sino más aún por su reacción violenta y agresiva. Cuando le hervía la sangre, el cuerpo le pedía combate, como había comprobado en tantas ocasiones en los años de seminario, a pesar de cilicios, penitencias y duchas frías. Fray Servando debía redoblar sus esfuerzos para controlar el natural pendenciero de Gabino, aunque temía no ser capaz de lograrlo.

Por fin, tras diez días de caminata por montañas y campos yermos, llegó a la capital del reino. Corría el año décimo del reinado de Felipe IV, su valido el Conde Duque de Olivares, en el culmen de su poder, tras el final de la tregua de doce años, luchaba por mantener el dominio de los Países Bajos, clave para la hegemonía imperial, frente a la ambiciosa Francia de Richelieu. Se alojó en el Convento de la Orden en la Cuesta de Santo Domingo y se dispuso a hacer las gestiones necesarias para conseguir las audiencias. La Villa y Corte, mezcla de poblachón manchego y capital imperial, era un dédalo de calles sucias y sin pavimentar, poblado de menesterosos a la espera de la ronda de pan y huevo, en agudo contraste con el aparato de riqueza y lujo ocultos en palacios y conventos.

La vida cultural, sobre todo teatral, era muy intensa. Quevedo, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca y Ruiz de Alarcón, eran muy populares a pesar del decreto que prohibía imprimir comedias. El primer espectador era Felipe IV, amigo de la farándula. La famosa cómica. María Calderón, la Calderona, tras haber tenido un hijo del rey, Juan José de Austria, había sido encerrada en un convento por el Conde Duque, que llevó a Palacio sus trenzas como prueba de su forzada vocación a la clausura.

La capital bullía con una variopinta fauna de pícaros, buscones, cuentistas, cortesanas, arbitristas españoles y extranjeros, religiosos de los más diversos hábitos que pululaban a la busca de posibles prebendas, además de veteranos de Flandes e Indias o funcionarios emplazados en juicios de residencia que esperaban con infinita paciencia a que se les hiciera justicia o, más difícil aún, se les pagara la pensión por sus servicios y cicatrices. Turbia atmósfera en la que confluía el omnímodo poder del valido con la influencia sobre la voluntad real de una monja enclaustrada entre la espiritualidad y la impostura. Últimos destellos de un Imperio en descomposición, cautivador por sus luces cuando el resto de España estaba ya en sombras. Un claroscuro fascinante y paradójico.

El ambiente que percibió en su visita a la sede del Consejo Supremo de la Inquisición era muy distinto: un mundo ordenado en el que regían normas estables y la certidumbre de realizar una alta misión apreciada tanto por el rey como por el papa. Sus credenciales de dominico formado en Salamanca y Toledo le abrían las puertas de una carrera para la que se requería ser “persona aprobada en vida, letras y seguridad de sangre”. Ya tenía los dos primeros títulos, ahora debía conseguir el tercero.

El Conde le concedió audiencia. El día convenido, se encaminó a su palacio con el anillo en el dedo anular. Fue recibido con las muestras de respeto y consideración debidas a su hábito por el enjambre de criados, escuderos y pretendientes que mosconeaban a la entrada. Tras esperar en una saleta, le condujeron al despacho del Conde, un salón grande con sillones de cordobán y cuadros flamencos que reflejaban el buen gusto del propietario. Don Diego, un señor mayor con cabello y barba canos, rostro aguileño, estatura mediana y gesto arrogante de persona acostumbrada a mandar, se levantó de la mesa de escritorio y se dirigió a fray Servando:

—¿A qué debo el honor de vuestra visita, reverendo padre?

Acompañó la pregunta con una inclinación para besarle la mano, momento en que vio el anillo, con una sorpresa que le costó disimular. Reponiéndose, ordenó a su heredero y al Secretario que les dejaran a solas.

Fray Servando-Gabino le tendió la carta del obispo, el Conde, dejándose caer en uno de los sillones, leyó con mano trémula y una mirada, ya no arrogante sino entre añorante y suplicante, le dijo:

—No sé como trataros, Padre mío sois por vuestro hábito e hijo mío por la sangre, de la mujer que más quise y con la que no pude convivir. Muchas veces soñé con ella, sabía de vuestra existencia pero nunca me atreví a buscaros. Ahora, aparecéis en el ocaso de mi pecadora vida, en su recuerdo estoy dispuesto a reconoceros como hijo mío y buscaros un cargo digno de nuestro linaje.

Servando le explicó su intención de incorporarse al Santo Oficio, en cumplimiento de la última voluntad de su madre. Don Diego, sumido en sus pensamientos, le respondió al fin:

—Esa es, sin duda, la decisión más acertada, ya que al Imperio no solo se le sirve con la espada o la pluma, otros hijos míos pueden hacerlo, la defensa de la pureza de la religión es el mayor honor. Más aún, cuando tenemos que sufrir el poder de Olivares, ese nieto del converso Lope de Conchillos, que está trayendo de nuevo a los marranos a España, so pretexto de librarnos de los banqueros genoveses. Tiene razón Quevedo cuando habla de Pragas Chincollos, el gobernador de la isla de Monopantos habitada por judíos, que no es otro que Gaspar Conchillos, el mismo Conde Duque aunque presuma de Guzmán, Haro y Zúñiga.

Dicho esto, se levantó con presteza y abrió la puerta, provocando una confusa caída-entrada de su hijo y su secretario:

—¡Juan, le habló con tono imperativo, sigues con el feo vicio de escuchar detrás de las puertas, costumbre impropia de un caballero! Este padre, fray Servando de Villafranca, es hijo mío y, por tanto, hermano tuyo! el cielo me lo ha enviado para que pueda arrepentirme de mis pecados antes de morir, tú me servirás de testigo del acto de su reconocimiento, y tú, Isidoro, toma recado de escribir y prepara una declaración en la que reconozco mi paternidad. Tenemos que mover nuestras influencias en el Consejo para conseguirle un buen destino en el Santo Oficio, ¡tengo que ver a mi viejo amigo el presidente de la Suprema! ¡Hijo, qué feliz me haría tener un inquisidor o mejor aún, un obispo en la familia, adelante!

Fray Servando volvió al convento, con la promesa de su padre de asistir el domingo siguiente, a pesar de su delicado estado de salud, a oír la misa oficiada por él. Celebró la ceremonia con una especial atención durante el sermón, la comunión y en cada momento en que podía volverse cara a los feligreses para tratar de encontrar el rostro del Conde, sin éxito. Sintió de nuevo la puñalada que le atravesaba el corazón desde que su madre le reveló su condición de bastardo, agravada por el abandono de un padre recién encontrado por el que había sentido un espontáneo afecto.

Cuando estaba ya desvistiéndose de los ornamentos en la sacristía, le anunciaron la visita del Condesito. Le hizo pasar a una saleta y le invitó a sentarse. Su hermanastro permaneció de pie y con cara de circunstancia, farfulló, evitando su mirada:

—Reverendo padre, os traigo la mala noticia del fallecimiento del Conde anoche, según los médicos no resistió a la emoción de conoceros, no obstante, en el lecho de muerte me encargó expresamente que os diera cuenta de sus gestiones.

Dicho esto, cedió la palabra al Secretario quien, tras las cortesías de rigor, le informó de que don Diego, tras remover Roma con Santiago y consultar a los más influyentes personajes de la Corte, había llegado a la conclusión de que la mejor oportunidad para él sería pasar a las Indias, en donde había necesidad de inquisidores cualificados, especialmente en la Nueva España.

El Condesito retomó la palabra, abriendo un pliego que su padre, según comentó, le había encargado expresamente leer: La Unión de las Coronas de Castilla y Portugal ha permitido a los portugueses pasar a las Indias españolas sin dificultad, entre ellos figuran muchos descendientes de judíos expulsados en 1492. Además, la libertad de emigración con dispensa de probar la pureza de sangre, otorgada por Felipe III a cambio de 200 000 ducados para las siempre vacías arcas imperiales, ha poblado la Nueva España de judaizantes, empezando por Luis de Carvajal el viejo, nombrado Gobernador de Nuevo León con toda su familia de reconciliados y relapsos notorios, política intensificada a ciencia y conciencia por el Conde Duque. Este personaje, Gaspar de Guzmán o mejor dicho, el nieto del converso Conchillos, al debatir las leyes de limpieza de sangre en el Consejo de Estado, se atrevió a afirmar con pasión que “la ley que prohíbe cargos y honores por no gozar de un linaje limpio es injusta e impía, contraria a la ley divina, la natural y la ley de las naciones; muchos hombres cualificados sin delito ni haber cometido pecados u ofensas contra Dios, se encuentran condenados no sólo sin haber sido oídos sino incluso sin la posibilidad de serlo aunque superen a todos los demás en virtud, santidad o conocimientos; en ningún otro gobierno o Estado en el mundo existen tales leyes”.4

Tras exclamar con rabia: “¡qué cosas hay que oír!”, concluyó el Condesito:

—La labor es, pues, inmensa, en opinión del Conde, puesto que se trata no solo de evangelizar sino también de ayudar a mantener la paz y el respeto a la Corona en aquellos dominios en los que la presencia de cristianos nuevos, españoles y portugueses, plantea serios problemas, unida al continuo hostigamiento por los herejes holandeses e ingleses, amén de los corsarios franceses. La Nueva España es a la vez un destino apetecible y un posible atajo para volver a la Península con un obispado en el bolsillo.

Para que viajara de acuerdo con su dignidad, el Conde había decidido asignarle un criado y dotarle con una manda de 200 ducados, contenidos en la bolsa que le entregaba, más 100 que añadía el Condesito de su peculio para decir misas por la salvación eterna de su señor padre. Dejar la bolsa en su mano, besarla y despedirse fue todo. Al día siguiente, retornó el Secretario con un joven despierto y vivaracho, de nombre Juanillo.

Misterios de la Inquisición y otras sociedades secretas de España. Por M. V. De Féréal, París, 1845.

III

Un griterío le devolvió a la realidad de la cubierta de la nave. Ese mismo Juanillo era el que en ese preciso momento explicaba a los comisarios del Santo Oficio cuales eran las pertenencias de su dueño, su baúl de ropas y libros así como un cúmulo de tonelillos de vino para misa que no recordaba haber comprado en tal cantidad.

El comisario jefe entró en el recinto bajo la toldilla y le saludó ceremoniosamente:

—Disculpe su ilustrísima la tardanza en venir a hacer la visita, pero hemos estado muy ocupados con la acogida de dos personajes muy encumbrados que han venido también en la flota: el nuevo virrey, don Diego Pacheco y Bobadilla, marqués de Villena y duque de Escalona y el nuevo obispo de Puebla de los Ángeles y visitador, don Juan de Palafox y Mendoza. Nos ha costado Dios y ayuda encontrar suficientes factores y cargadores para desembarcar los equipajes del marqués y su séquito, así como sus tres carrozas, felizmente el bagaje del obispo es más parco, aunque viene cargados de libros que también pesan lo suyo. Esta circunstancia os ha permitido, sin duda, descansar de la dura travesía, evidentemente no vamos a revisar vuestras pertenencias ¡faltaría más! Si tenéis un poco de paciencia, os llevaremos a tierra y os procuraremos un alojamiento digno de vuestro rango y condición, pero antes hay que demostrar que vuestra simpática fámula no es una llovida.

—¿Cual fámula? ¿Qué es una llovida?

—Una llovida es, reverendo, una persona que pasa a las Indias sin tener un permiso de viaje, requisito indispensable para embarcarse expedido en regla por la Casa de la Contratación de Sevilla. En cuanto a la fámula, es Marituna, la tenéis ahí mismo.

—¿Qué pasa si no se tiene?

—Pues que el pasajero va preso, y debe purgar entre cuatro u ocho años de galeras; para el capitán, según la cédula de 1 de noviembre de 1607, rige la pena de muerte.

—Pero Marituna venía con su señora, doña Catalina de Pocasangre y los Reyes, que falleció en la travesía, una dama de calidad que había servido en la Corte y venía a reunirse con su familia en Zacatecas. Yo personalmente la administré la extremaunción y me confió la guarda de la doncella.

—Así será, no se lo discuto, pero hemos estado buscando en sus pertenencias y no hemos encontrado los dichosos papeles.

—¿Qué solución ve Usía al problema?

—Difícil lo veo, criada de vuestra eminencia no puede ser, está prohibido a los religiosos traer fámulas. Me parecería una osadía tener que explicarle las razones. Quizá se podría considerar que al estar emparentada con vuestro criado se trata de una persona capaz de colaborar como familiar de la Inquisición en defensa de la fe. Además, el buen aspecto de su lozana juventud le augura un buen porvenir en una tierra en la que las mujeres castellanas no abundan.

Aunque se sonrojó, fray Servando hizo como si no hubiera oído el comentario y continuó con el interrogatorio:

—¿Qué cabe hacer?

—Déjeme tener una plática con los alguaciles y oficiales de la Aduana, quizás precise un poco de unto.

—¿Qué unto?

—El unto que se pega a las manos y sobre todo a la mente, no olvide, Eminencia, que la Europa entera funciona gracias al unto del nuevo mundo, si no fuera por el oro y la plata de la Nueva España y el Perú, no se podría mantener la lucha imperial contra la revuelta de los Países Bajos, ni pagar los juros a los banqueros genoveses y holandeses ni mucho menos parar al Turco. También los de aquí reclaman el derecho a su parte y que no se vaya todo allende los mares, como dice el clásico, que no falte ungüento para untar, porque si no están untados, gruñen más que carretas de bueyes. Aquí rige el principio de no me des, ponme donde hay.

—¿Cuánto ungüento haría falta?

—No se apresure, sea paciente y déjeme hacer mis gestiones. Sobre todo, no tenga prisa en desembarcar, el vómito prieto está haciendo estragos. Tómeselo con tranquilidad y considérese mi huésped en Veracruz.

—¿En qué consiste ese vómito de horrible nombre?

—Una fiebre altísima con vómitos de sangre negra y pútrida, casi siempre mortal, que afecta en particular, aunque no solo, a los viajeros. Está más corregida, pero es peligrosa, cuanto más fuerte esté para desembarcar, mejor.

Llamó a Juanillo para explicarle la situación. No pudo evitar sentirse un poco Gabino cuando su mirada se cruzó con la pícara y retadora de Marituna por encima de su hombro. Le encendía y le conturbaba a la vez. Lo de la noche de la galerna ¿habría sido sueño o realidad? ¿Cómo comprobarlo? Podía ser una llovida, también había aparecido otra gente después de la partida del barco como por arte de milagro, seguramente cristianos nuevos, herejes y moriscos que buscaban una nueva vida en horizontes más libres. Trabajo iba a tener como inquisidor. En todo caso, aunque había oído muchas cosas acerca de cómo sabían aprovechar los frailes las oportunidades que brindaba la solicitación en la confesión, sobre todo en las Indias, estaba dispuesto a cumplir con todos sus votos, incluido el de castidad. Esa era su voluntad por fuertes que pudieran ser las pruebas a las que le sometiera Dios y las tentaciones que le ofertara el diablo.

Pasó el resto del día en el mismo agradable estado de semisopor. Aunque tenía el breviario en sus manos, su imaginación volaba de nuevo hacia el recuerdo de su entrevista con Sotomayor, el presidente de la Suprema, en el Palacio de la Inquisición, presidido por su escudo, la cruz con la rama de olivo y la espada. Le recibió con afecto como hijo de su buen amigo, el difunto Conde, apoyó vivamente su proyecto de incorporarse al Santo Oficio y le remitió al Secretario, que ya se había documentado mejor que él mismo sobre su limpieza de sangre y resuelto problemas insospechados de su árbol genealógico. Resultaba que su súbito ennoblecimiento era un mérito y a la vez un problema por ser su padre, Diego Álvarez de Granada descendiente directo de Pedro de Granada, destacado noble granadino musulmán que, tras convertirse al cristianismo, ayudó a los reyes católicos en la conquista del reino nazarí. En recompensa, le concedieron título nobiliario y tierras, siendo borrado su origen morisco por un Edicto Real de Carlos V que declaró cristianos viejos a sus descendientes. Más aún, una cédula del Emperador, dictada en 1533 en Gerona, autorizaba a los descendientes de los reyes moros a ejercer cargos inquisitoriales.

El Secretario, hablando como si fuera consigo mismo, concluyó su información comentando no es de extrañar, en el caso de Olivares su antepasado Lope de Conchillos era hijo del judío converso de Tarazona Pedro Conchillos y Tobía que conquistó Vera en la guerra contra el reino de Granada. Fue el hombre de confianza de Fernando el Católico como jefe del partido aragonés en la Corte, por lo que fue encarcelado por el flamenco Felipe el Hermoso. Después fue liberado y exonerado de cargos, volvió de la mano del príncipe Carlos luego Emperador, con una inmensa fortuna y una acreditada limpieza de sangre que le proporcionó abundantes títulos nobiliarios.

Con tan reputados antecedentes, no existía ningún problema para pasar a las Indias. Para ser inquisidor debía haber cumplido 40 años y, sin duda, tendría más posibilidades de ascender con rapidez en el escalafón allende los mares que en la península. En la metrópoli, a pesar de la fuerza de los edictos reales, no quería ocultarle que le costaría más conseguir un buen destino. Siempre habría un clérigo bien situado o un noble de alta alcurnia que deslizaría en el momento oportuno una sombra de sospecha sobre sus antecedentes para colocar a su propio recomendado, sin que el Conde pudiera ya ejercer influencia a su favor. Fray Servando se fue dando cuenta de que era más difícil deshacerse de la acusación de no gozar de indiscutida limpieza de sangre que de la de ser un alnado, terreno en el que el mismo rey daba cumplido ejemplo con su conocida concupiscencia. Además, no podía contar con ninguna ayuda de su hermanastro, que desde el primer momento había mostrado una actitud glacial hacia él, ocupado en su propia carrera militar en Flandes y molesto al descubrir un posible competidor.

Antes de pasar a las Indias, le recomendaron completar su formación. Aunque ya había aprobado todas las materias teológicas y jurídicas fundamentales, ahora debía estudiar a fondo los textos básicos: el Manual de los Inquisidores redactado por el dominico catalán Nicolau Eimeric dos siglos antes, actualizado por el aragonés P. Francisco Peña por encargo de Roma, el Reglamento de Torquemada de 1484 y las Ordenanzas de Madrid