El jardín de los dioses - Gerald Durrell - E-Book

El jardín de los dioses E-Book

Gerald Durrell

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Beschreibung

Con "El jardín de los dioses" -libro tan ingenioso y apasionante como "Mi familia y otros animales" y "Bichos y demás parientes"- se cierra la divertida trilogía en la que Gerald Durrell rememora su estancia en la isla de Corfú antes de la Gran Guerra. En éste, como en los otros dos volúmenes, la atenta observación de la fauna del territorio, la colorista descripción de los paisajes, la animada semblanza de figuras singulares y el humorístico relato de anécdotas tienen como telón de fondo el emocionado recuerdo de una adolescencia libre y plena. Traducción de María Luisa Balseiro

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Gerald Durrell

El jardín de los dioses

Índice

Una pequeña advertencia

1. Perros, lirones y caos

2. Arañas y espectros

3. El jardín de los dioses

4. Los elementos de la primavera

5. Faquires y fiestas

6. La regia ocasión

7. Los senderos del amor

8. Los gozos de la amistad

Glosario de algunos nombres de animales citados en el texto

Nota final

Créditos

Dedico este libro a Ann Peters, en otro tiempo mi secretaria y siempre amiga mía, porque ama a Corfú y probablemente la conoce mejor que yo.

Una pequeña advertencia

Éste es el tercer libro que escribo sobre una estancia de toda mi familia en la isla de Corfú, antes de la última guerra mundial. Podrá extrañar a algunos que aún encuentre material para escribir acerca de esa época de mi vida. Permítaseme señalar que en aquellos tiempos éramos relativamente pudientes, ricos sin duda alguna para el nivel de Grecia; ninguno trabajaba en el sentido usual de la palabra, y por lo tanto la mayor parte del tiempo se nos iba en pasarlo bien. En cinco años de semejante régimen, cualquiera puede acumular muchas experiencias.

Un problema que plantea el escribir una serie de libros con los mismos personajes, o básicamente los mismos, es el de no aburrir al lector de los libros anteriores con descripciones interminables de esos personajes. Pero tampoco se puede caer en la presunción de dar por sentado que todo el mundo ha leído aquellos libros anteriores, por lo que hasta cierto punto hay que suponer que el lector se acerca a nuestra obra por primera vez. Es difícil mantener un rumbo equidistante entre irritar al lector antiguo y sobrecargar al nuevo. Espero haberlo conseguido.

En el primer libro de esta trilogía, Mi familia y otros animales, juzgué oportuno decir sobre él esto que ahora repito aquí, porque no me siento capaz de mejorarlo:

En el texto que sigue he intentado dibujar un retrato de mi familia preciso y ajustado a la realidad; aparecen tal como yo los veía. Para explicar, empero, algunos de sus rasgos más curiosos, debo señalar que cuando fuimos a Corfú todos éramos aún bastante jóvenes: Larry, el hermano mayor, tenía veintitrés años; Leslie, diecinueve; Margo, dieciocho; y yo, el benjamín, me hallaba en la tierna e impresionable edad de los diez años. De la de mi madre no hemos estado nunca muy seguros, por la sencilla razón de que no recuerda su fecha de nacimiento; todo lo que sé decir es que era lo bastante mayor como para tener cuatro hijos. Mi madre también insiste en que explique que es viuda, porque, según su sagaz observación, nunca se sabe lo que puede pensar la gente.

La tarea de condensar cinco años de incidentes, observaciones y grato vivir en algo un poco menos voluminoso que la Enciclopedia Británica me ha obligado a comprimir, podar e injertar, de modo que apenas subsiste algo de la continuidad original de los hechos.

Decía también que había dejado fuera muchos sucesos y personajes que me habría gustado presentar, y en este libro he intentado reparar esa omisión. Espero que agrade tanto a quienes lo lean como al parecer agradaron sus precursores, Mi familia y otros animales y Bichos y demás parientes. Para mí retrata una parte muy importante de mi vida y eso que por desgracia parece negárseles hoy a muchos niños, y que es una infancia verdaderamente feliz y luminosa.

1. Perros, lirones y caos

El incalificable turco debe ser inmediatamente eliminado de esta cuestión.

Carlyle

Aquel verano fue pródigo por demás. Diríase que el sol hubiera hecho sacar a la isla todas sus reservas, pues nunca habíamos tenido tal abundancia de frutos y flores, nunca había estado el mar tan caldeado y tan lleno de peces, nunca tantos pájaros habían criado, ni salido mariposas y otros insectos de sus crisálidas para animar el campo con sus colores. Las sandías, de carne crujiente y fresca cual rosada nieve, eran formidables balas de cañón vegetales, cada una de las dimensiones y peso necesarios para barrer del mapa una ciudad; los melocotones, anaranjados o sonrosados como luna de septiembre, crecían inmensos en los árboles, henchidos de dulce jugo sus gruesos pellejos aterciopelados; los higos y las brevas se reventaban por la presión de la savia, y en las rosadas hendiduras se aposentaban las cetonias verdidoradas, deslumbradas por aquella dadivosidad inagotable. Habían gemido los árboles bajo el peso de las cerezas, de modo que en los huertos era como si se hubiera dado muerte a un gran dragón, quedando las hojas salpicadas de gotas de sangre escarlata y rojo vino. Las mazorcas de maíz eran de un codo de largas, y al hincar el diente en aquel mosaico de granos de color amarillo canario te saltaba a la boca el jugo blanco y lechoso; y en los árboles que se henchían y engordaban para el otoño lucían las almendras y nueces de verde jade, y las aceitunas, tersas, bruñidas y brillantes como huevos de pájaro colgados entre las hojas.

Ni que decir tiene que, con la isla hecha un puro estallido de vida, mis actividades recolectoras se duplicaron. Además de la habitual tarde que pasaba cada semana con Teodoro, emprendía expediciones mucho más osadas y ambiciosas de las que hasta entonces había podido llevar a cabo, porque ahora estaba en posesión de una burra. Aquel animal, de nombre Sally, había sido un regalo de cumpleaños, y como medio de recorrer grandes distancias y transportar abundante equipo demostró ser una compañía inapreciable, aunque terca. En compensación de su terquedad poseía una gran virtud: la de ser, como todos los burros, paciente sin medida. Con la mirada gozosamente perdida en el vacío esperaba a que yo acabara de contemplar este o aquel bicho, o sencillamente se sumía en un sopor asnal, ese dichoso estado de trance que alcanzan los burros y en el cual, con los ojos entornados, parecen estar soñando con no se sabe qué nirvana y ni las voces, ni las amenazas, ni los palos siquiera hacen mella en su espíritu. Los perros, pasado un ratito de espera paciente, empezaban a bostezar y a suspirar y a rascarse y a manifestar por muchos indicios que ya habían dedicado tiempo bastante a una araña o lo que fuera, y seguían adelante. Pero Sally, una vez entregada a su sopor, daba la impresión de estar dispuesta a quedarse clavada en el sitio durante varios días si ello fuera menester.

Cierto día un campesino amigo mío, que me había conseguido muchos animales y era observador atento, me informó de que en un valle pedregoso que distaba unos ocho kilómetros de la villa hacia el norte había una pareja de aves de gran tamaño, que parecían estar anidando allí. Por su descripción no podían ser más que águilas o buitres, y yo ardía en deseos de hacerme con polluelos de unas u otros. Mi colección de aves de presa se componía por entonces de tres especies de búho, un gavilán, un esmerejón y un cernícalo, así que la adición de un águila o buitre me vendría muy bien para completarla. Huelga decir que no hice partícipe de mi ambición a la familia, porque la cuenta de carnicería para alimentar a mis animales era ya astronómica. Además me imaginaba la reacción de Larry a la idea de meter un buitre en casa. A la hora de adquirir nuevos protegidos siempre resultaba más prudente presentarle los hechos consumados, pues una vez introducido el animal en la villa normalmente se podía contar con el apoyo de Mamá y de Margo.

Preparé la expedición con sumo cuidado, añadiendo cargamentos de víveres para mí y para los perros y un generoso suministro de gaseosa al conjunto acostumbrado de latas y cajas de recolección, el cazamariposas y un saco para meter al águila o buitre. También me llevé los prismáticos de Leslie, que eran de mayor aumento que los míos. Afortunadamente su propietario no estaba a tiro para pedirle permiso, pero yo estaba seguro de que me los habría prestado con mucho gusto. Luego de pasar revista al equipo por última vez para comprobar que no faltaba nada, procedí a festonear a Sally con los diferentes enseres. Aquel día estaba más adusta y recalcitrante que de costumbre, aun para lo que suele ser un burro, y por fastidiar me dio un pisotón adrede y luego me tiró un bocado a las posaderas cuando me agaché a recoger el cazamariposas, que se me había caído. Se quedó muy ofendida por el tortazo que le di en castigo de su mala conducta, así que puede decirse que cuando emprendimos la marcha prácticamente no nos hablábamos. Yo le ajusté con frialdad el sombrero de paja sobre las peludas orejas en forma de aro, llamé con un silbido a los perros y echamos a andar.

El sol calentaba a pesar de lo temprano de la hora, y el cielo mostraba un azul claro y ardiente, como el que se produce cuando se echa sal al fuego, emborronado en los bordes por la calima. Al principio marchamos por la carretera, alfombrada de polvo blanco y adherente como polen, y adelantamos a muchos de mis amigos campesinos, que a lomos de sus burros se dirigían al mercado o a trabajar sus tierras. Aquello inevitablemente retardaba el avance de la expedición, porque las buenas formas exigían dedicarle un buen rato a cada uno. En Corfú es obligado cotillear durante el debido tiempo, y acaso aceptar un pedazo de pan, unas pipas de sandía o un racimo de uvas en prenda de estima y cariño. Así que cuando llegó el momento de abandonar la calurosa y polvorienta carretera para iniciar la subida por los frescos olivares iba yo cargado con los más diversos comestibles. La pieza mayor era una sandía con que generosamente se había empeñado en obsequiarme mi amiga Mama Agathi; hacía una semana que no nos veíamos; tiempo desmesuradamente largo durante el cual debía pensar que yo no había tenido nada que llevarme a la boca.

Los olivares brindaban sombras profundas y frescor de pozo después del sol cegador de la carretera. Los perros iban delante como siempre, husmeando por los gruesos troncos horadados de los olivos; de vez en cuando, enloquecidos por la audacia de las golondrinas que pasaban rozándoles, se arrojaban en su persecución con ladridos feroces. Al no atraparlas, como era habitual, buscaban desahogar sus iras sobre alguna oveja inocente o un pollo de estólido aspecto, y había que reconvenirles con severidad. Sally, olvidada ya de su enfado, caminaba a buen paso, con una oreja doblada hacia delante y la otra hacia atrás para no perderse mis canturreos y comentarios sobre el panorama.

Dejamos la sombra de los olivos y ascendimos por el monte recalentado, sorteando las espesuras de arrayán, las encinas y las matas de retama. Allí los cascos de Sally aplastaban la hierba y el aire caliente estaba cargado de olor a salvia y tomillo. Al mediodía, jadeantes los perros y Sally y yo sudando por todos los poros, nos vimos en lo alto entre los peñascos de color oro y herrumbre de la cordillera central, con el mar allá abajo a nuestros pies, azul como flor de lino. A las dos y media, cuando nos paramos a descansar a la sombra de un gran saliente de piedra, yo me sentía absolutamente frustrado. Siguiendo las instrucciones de mi amigo habíamos, efectivamente, encontrado un nido, que para mayor emoción resultó ser de buitre, y que además, posado en un resalte de la roca, contenía dos jóvenes obesos y casi con toda la pluma, de la edad ideal para adoptarlos. La pega estaba en que no podía yo alcanzar el nido, ni desde arriba ni desde abajo. Tras una hora de esfuerzos infructuosos por secuestrar a las crías no tuve más remedio que abandonar aunque a regañadientes, la idea de añadir buitres a mi colección de aves de presa. Bajamos por la ladera e hicimos un alto para descansar y almorzar a la sombra. Mientras yo me comía mis emparedados y mis huevos duros, Sally se tomó un almuerzo ligero de panochas de maíz secas y sandía, y los perros calmaron su sed con una mezcla de sandía y uvas, engullendo ávidamente el jugoso fruto y de tanto en tanto atragantándose y tosiendo por alguna pipa que se les quedaba atascada. Debido a su voracidad y a su total carencia de modales en la mesa acabaron mucho antes que Sally y que yo, y tras llegar renuentemente a la conclusión de que no pensaba darles nada más nos abandonaron y se largaron por la ladera abajo para regalarse con una pequeña cacería particular.

Yo, tumbado de bruces mientras comía la fresca y quebradiza sandía, rosada como el coral, examiné la ladera. A unos quince metros más abajo de donde yo estaba se alzaban las ruinas de una casita de labradores. Aquí y allá se discernían apenas en la ladera los rellanos en forma de media luna que antaño constituyeran las minúsculas tierras de cultivo. Debió llegar un momento en que se hizo patente que el suelo empobrecido no podía seguir dando maíz u hortalizas en aquellas parcelitas no más grandes que un pañuelo, y el dueño tuvo que marcharse. La casa se había desmoronado y las parcelas se habían llenado de malas hierbas y arrayán. Miraba yo fijamente los restos de la casucha, preguntándome quién habría vivido allí, cuando vi que entre el tomillo que crecía al pie de uno de los muros se movía una cosa rojiza.

Lentamente eché mano a los prismáticos y me los llevé a los ojos. El amasijo de piedras caídas al pie del muro se me hizo visible con claridad, pero por un instante no vi qué era lo que me había llamado la atención. Entonces, para mi asombro, de detrás de una mata de tomillo salió un animalito esbelto, rojo cual hoja en otoño. Era una comadreja, y, a juzgar por su comportamiento, una comadreja joven y bastante inocente. Era la primera que yo veía en Corfú, y realmente me encantó. La comadreja oteó los alrededores con aire un poco aturdido y después se irguió sobre las patas traseras y olfateó vigorosamente. No oliendo, al parecer, nada comestible, se sentó y se dio una sesión de rascado intensiva y a todas luces muy satisfactoria. Luego interrumpió bruscamente su aseo y con mucho cuidado acechó y trató de atrapar a un limoncillo de color canario intenso. Pero el insecto se le escurrió de entre las fauces y escapó revoloteando, mientras la comadreja tiraba mordiscos al aire con aspecto un tanto estúpido. Una vez más se alzó sobre las patas posteriores para ver dónde había ido su presa, y, perdiendo el equilibrio, a punto estuvo de caerse de la piedra que la sostenía.

Extasiado ante su diminuto tamaño, su rico colorido y su aspecto ingenuo, yo no le quitaba los ojos de encima. Quería capturarla a todo trance y llevármela a casa para incorporarla a mi zoo, pero sabía que me sería difícil. Mientras yo meditaba sobre el mejor camino a seguir para lograr ese resultado, entre las ruinas de la casita se desarrolló un drama. Sobre el matorral planeó una sombra como una cruz de Malta, y ante mi vista apareció un gavilán en vuelo rasante y raudo hacia la comadreja, que, erguida sobre su piedra olisqueando el aire, parecía no darse cuenta del peligro. Yo estaba dudando si dar un grito o una palmada para alertarla cuando ella vio al gavilán. Con una rapidez de reflejos increíble se dio media vuelta, saltó airosamente al muro ruinoso y desapareció en una grieta entre dos piedras que yo no habría creído capaz de permitir el paso de un lución, cuanto menos de un mamífero del tamaño de aquél. Fue como un juego de manos: tan pronto estaba instalada sobre su piedra, tan pronto se había evaporado en la pared como una gota de lluvia. El gavilán frenó desplegando la cola en abanico y permaneció suspendido en el aire, obviamente con la esperanza de ver reaparecer a la comadreja; pero enseguida se aburrió y se descolgó otra vez ladera abajo, en busca de presas menos recelosas. Al cabo de un rato la comadreja asomó su carilla por la grieta. Viendo la costa despejada, salió cautelosamente. Luego echó a andar por el muro, y, como si su reciente escapatoria le hubiera dado esa idea, procedió a examinar y explorar todos los huecos y recovecos que había entre las piedras. Yo la miraba pensando cómo bajar hasta allá para echarle la camisa por encima antes de que advirtiera mi presencia. A la vista de su hábil truco de desaparición frente al gavilán, estaba claro que no iba a ser fácil.

Sinuosa como una culebra, se introdujo en un agujero de la parte baja del muro. De otro agujero un poco más arriba salió un segundo animal presa de gran agitación que corrió por lo alto del muro y desapareció en una hendidura. Sentí una emoción enorme, porque lo poco que había visto de él me había bastado para identificarlo como un animal que desde hacía muchos meses estaba buscando y tratando de capturar: un lirón careto, probablemente uno de los roedores más simpáticos de Europa. Venía a tener las dimensiones de una rata crecida, con pelaje color canela, la parte de abajo de un blanco brillante, larga y poblada cola acabada en una brocha de pelos blancos y negros y unas manchas negras por debajo de las orejas, que rodeándole los ojos le daban el ridículo aspecto de llevar uno de aquellos antifaces que supuestamente gastaban los ladrones de antes.

Aquello era un dilema: dos animales que ansiaba poseer, uno en feroz persecución del otro y ambos extraordinariamente recelosos. Si mi asalto no estaba bien calculado, lo más probable sería que los perdiera a los dos. Decidí ocuparme primero de la comadreja, por ser la más móvil, y porque pensé que el lirón no se movería de su nuevo agujero si se le dejaba tranquilo. Me pareció que el cazamariposas sería instrumento más adecuado que la camisa, así que me armé de él y bajé por la ladera con las mayores precauciones, quedándome petrificado cada vez que la comadreja se asomaba y miraba a su alrededor. Por fin llegué a un metro de distancia del muro sin ser detectado. Así con más fuerza el largo mango del cazamariposas y esperé a que la comadreja saliera de las profundidades de la oquedad que en aquel momento estaba investigando. Cuando salió, fue tan de repente que me pilló desprevenido. Se sentó sobre las patas traseras y se me quedó mirando con interés exento de inquietud. En el instante en que estaba yo a punto de arrojarle encima la red, hete aquí que llegan los tres perros atravesando estrepitosamente el matorral, con la lengua fuera y el rabo en movimiento, tan vociferantes de contento al verme como si lleváramos varios meses separados. La comadreja se esfumó. Una fracción de segundo permaneció petrificada de espanto ante aquella avalancha perruna, y a la siguiente había desaparecido. Yo maldije a los perros con saña y los desterré a los confines más altos del monte, y allí se fueron a tumbarse a la sombra, heridos y perplejos ante mi mal humor. Seguidamente me puse a dar caza al lirón.

Con el paso de los años la argamasa que unía las piedras se había resquebrajado y las fuertes lluvias de los inviernos se la habían ido llevando, por lo que a todos los efectos lo que quedaba de la casa era una serie de muros de mampostería en seco. Aquel laberinto de túneles y cavernas comunicantes constituía un escondite ideal para cualquier animal pequeño. No había más que una forma de cazarlo en aquel tipo de terreno, y esa forma era deshacer el muro, así que me apliqué a ello trabajosamente. Desmantelada buena parte del mismo, lo más interesante que había salido a la luz se reducía a un par de escorpiones indignados, unas cuantas cochinillas y una joven salamanquesa que escapó dejando atrás la estremecida cola. Era tarea fatigosa y que hacía sudar de lo lindo, y al cabo de una hora o cosa así me senté a descansar a la sombra de lo que todavía quedaba en pie.

Me estaba preguntando cuánto tiempo me llevaría demoler todo lo demás cuando asomó el lirón por una oquedad a un metro de distancia de mí. Trepó cual montañero un tanto obeso, y llegado que hubo a lo alto se aposentó en sus orondos cuartos traseros y se puso a lavarse la cara con gran minuciosidad, totalmente ignorante de mi presencia. Yo casi no lo podía creer. Despacito, con el mayor cuidado, maniobré el cazamariposas hacia él, lo situé en posición y lo abatí de golpe. Todo habría salido perfectamente si la parte alta del muro hubiera sido plana, pero no lo era; no pude aplastar el cazamariposas lo bastante como para que bajo el cerco no quedara un hueco. Mortificado y decepcionado hube de ver cómo el lirón, recobrándose del susto momentáneo, se escurría por debajo de la red, salía galopando por el muro y desaparecía en otra grieta. Pero aquello fue su perdición, pues el sitio donde se había metido no tenía salida y antes de que se percatara del error ya había echado yo la red sobre la entrada.

Lo siguiente era sacarlo y echarlo a la bolsa sin que me mordiera. No fue sencillo, y en el transcurso de la operación me hincó los afiladísimos dientes en la yema del dedo gordo, con lo que el pañuelo, el lirón y yo quedamos literalmente ensangrentados. Pero al fin le tuve en la bolsa. Contentísimo por el éxito, monté a Sally y volví a casa triunfante con mi nueva adquisición.

Llegados a la villa, me llevé al lirón a mi cuarto y le di alojamiento en una jaula que hasta poco antes fuera residencia de una cría de rata negra. La rata había tenido un fin desgraciado entre las garras de mi autillo Ulises, que abrigaba la opinión de que todos los roedores habían sido creados por una providencia bienhechora para llenar su estómago. Así pues, esta vez me aseguré de que mi valioso lirón no pudiera escaparse y correr parecida suerte. Ya enjaulado, pude examinarle con mayor detenimiento. Descubrí que era una hembra, y las sospechosas dimensiones de su barriga me llevaron a pensar que pudiera estar preñada. Después de meditarlo un poco le puse por nombre Esmeralda (acababa de leer El jorobado de Nuestra Señora de París y me había enamorado locamente de la protagonista), y dejé a su disposición una caja de cartón llena de borra de algodón y hierba seca que le sirviera para acomodar a su familia.

Durante los primeros días Esmeralda se me tiraba a la mano lo mismo que un bulldog cada vez que iba a limpiarle la jaula o a ponerle comida, pero en menos de una semana tomó confianza y empezó a tolerarme, aunque mirándome siempre con cierta reserva. Todas las noches Ulises se despertaba en la percha especial que tenía encima de la ventana y yo le abría los postigos para que saliera de cacería por los olivares plateados por la luna, de lo cual no regresaba en busca de su plato de carne picada hasta eso de las dos de la mañana. La seguridad que me daba no tenerle por allí me permitía sacar a Esmeralda de su jaula para que hiciera ejercicio durante un par de horas. Resultó ser un animal encantador, de lo más garboso a pesar de su redondez: daba saltos prodigiosos y espeluznantes del armario a la cama (donde rebotaba como en un trampolín) y de ésta a la librería o la mesa, sirviéndose de la larga cola con el penacho en la punta a manera de balancín de equilibrista. Era enormemente curiosa, y cada noche sometía la habitación y todo su contenido a un escrutinio pormenorizado, con el ceño fruncido tras su negra mascarilla y un temblor continuo en los bigotes. Descubrí que sentía una pasión ardiente por los saltamontes pardos de mayor tamaño, y a menudo venía a aposentarse sobre mi pecho desnudo, estando yo en la cama, para masticar ruidosamente aquellas golosinas. De resultas de ello mi cama parecía contener siempre una capa espinosa de élitros, pedacitos de patas y fragmentos de córneo tórax, porque Esmeralda era de los que comen con avidez y sin preocuparse mucho por las buenas formas.

Y llegó al fin la noche emocionante en que, después de que Ulises se deslizara al olivar sobre alas silenciosas y empezara a llamar con el «toink, toink» característico de su especie, fui a abrirle la puerta a Esmeralda y me encontré con que no quería salir, sino que, agazapada en la caja de cartón, me dirigía ruidillos amenazadores. Cuando quise investigar en su alcoba se me agarró al dedo índice como una tigresa. Al cabo de grandes esfuerzos conseguí por fin que me soltara, y sujetándola firmemente por el pescuezo registré la caja, y con infinito alborozo encontré allí ocho recién nacidos, del tamaño de avellanas y rosados como capullos de ciclamen. Loco de alegría por el feliz acontecimiento, colmé a Esmeralda de saltamontes, pipas de melón, uvas y otros manjares de los que más le gustaban, y seguí los progresos de los bebés con interés apasionado.

Poco a poco se fueron desarrollando. Se les abrieron los ojos, les salió el pelo. No hubo de transcurrir mucho tiempo para que los más robustos y aventureros treparan laboriosamente para fugarse de la guardería de cartón y andar con paso bamboleante por el suelo de la jaula cuando Esmeralda no los estaba mirando. Ella entonces se alarmaba mucho, y cogiendo al bebé errante en la boca y emitiendo gruñiditos de enfado volvía a recluirlo entre las seguras paredes de la alcoba. Aquello podía hacerlo con uno o con dos, pero una vez que los ocho niños llegaron a la fase inquisitiva le fue imposible controlarlos a todos y tuvo que dejar que deambularan a su antojo. Empezaron a seguirla cuando salía de la jaula y fue entonces cuando descubrí que los lirones, lo mismo que las musarañas, caminan en caravana, esto es, que Esmeralda iba la primera, a su cola se sujetaba el bebé número uno, a la cola de éste el bebé número dos, a la de éste el número tres y así sucesivamente. Era un espectáculo mágico el que ofrecían aquellas nueve criaturas diminutas, cada una con su pequeño antifaz negro, serpeando por la habitación como una peluda bufanda animada, volando sobre la cama o escalando la pata de la mesa. Una siembra de saltamontes sobre la cama o en el suelo, y los bebés, en medio de chirridos de excitación, se ponían en corro para comer, con ridículo aspecto de bandidos en conciliábulo.

Al cabo, cuando los bebés llegaron a la edad adulta, no tuve otro remedio que soltarlos en el olivar. La tarea de tener bien alimentados a nueve lirones voraces llevaba demasiado tiempo. Los dejé en libertad donde empezaba el olivar, cerca de un grupo cerrado de encinas, y allí se establecieron con gran fortuna. Al atardecer, cuando el sol se ponía y el cielo se teñía de verde hoja, listado por las nubes del ocaso, yo solía acercarme por allá para ver a los lironcillos enmascarados brincar por las ramas con elegancia de bailarina, castañeteando y chirriándose unos a otros mientras perseguían mariposas nocturnas, luciérnagas u otros bocados exquisitos entre el ramaje umbrío.

De resultas de una de mis muchas correrías en burro se nos llenó la casa de perros. Veníamos del monte, donde yo había estado intentando atrapar un estelión por los cegadores peñascales de yeso. Emprendimos el regreso tarde, cuando ya por todas partes había sombras negras como el carbón, y todo lo bañaba la suave luz oblicua y dorada del sol poniente. Íbamos acalorados y cansados, hambrientos y sedientos, porque había pasado ya mucho tiempo desde que comiéramos y bebiéramos todo lo que habíamos llevado. Del último viñedo que encontramos de camino no habíamos sacado más que unos racimos de uvas muy negras cuyo acerbo sabor a vinagre había hecho que los perros fruncieran los labios y guiñaran los ojos, y a mí me había dejado más hambriento y sediento que antes.

Decidí que como jefe de la expedición me correspondía proveer de sustento al resto de la banda, y me paré a pensar. Teníamos tres fuentes de aprovisionamiento equidistantes. Una era el viejo Yani el pastor, que sin duda nos daría queso y pan, pero era probable que su mujer estuviera aún en el campo y el propio Yani tal vez no hubiera vuelto de apacentar el rebaño de cabras. Otra era Agathi, que vivía sola en una chocita destartalada, pero Agathi era tan pobre que me sabía mal aceptar nada de ella, y aun procuraba compartir con ella mi comida cuando andaba cerca de su casa. Por último estaba la dulce y bondadosa Mama Kondos, una viuda de ochenta veranos más o menos, que vivía con sus tres hijas solteras, y a mi modo de ver incasables, en una granja desaseada pero próspera de un valle del sur. Eran bastante acomodadas para los niveles del campesinado: aparte de dos o tres hectáreas de olivos y tierras de labor, poseían dos burros, cuatro ovejas y una vaca. Eran lo que se podría llamar las labradoras ricas de la zona, y por eso resolví que recayera en ellas el honor de avituallar a mi expedición.

Las tres gordísimas chicas, de mala estampa pero buen carácter, acababan de volver del campo y estaban congregadas en torno al pequeño pozo, chillonas de voz y color como cotorras, lavándose las gruesas, morenas y peludas piernas. Mama Kondos circulaba de acá para allá cual diminuto muñeco de cuerda, diseminando maíz para el estridente y despeluchado gallinero. En toda Mama Kondos no había nada derecho: su cuerpecillo estaba doblado como una hoz, tenía las piernas torcidas por los muchos años de llevar cargas pesadas sobre la cabeza, y los brazos y las manos permanentemente engarabitados de tanto recoger cosas; hasta los labios se le volvían para dentro sobre las encías sin dientes, y las cejas, que eran como níveos vilanos, se curvaban sobre los ojos oscuros y ribeteados de azul, guardados a su vez a cada lado por un cerco de arrugas curvas que fruncían una piel tan delicada como la de un champiñón.

Al verme, las hijas soltaron gritos agudos de alborozo y se agolparon a mi alrededor cual amigables percherones, para apretarme contra sus pechos mastodónticos y cubrirme de besos, exudando cariño, sudor y olor a ajo a partes iguales. Mama Kondos, David pequeño y corcovado entre aquellos aromáticos Goliats, las apartó con chillidos penetrantes: «¡Dádmelo a mí, dádmelo a mí! ¡Mi niño, mi corazón, mi amor! ¡Dádmelo a mi!» Y abrazándome me llenó la cara de besos dolorosos, porque tenía las encías duras como pico de tortuga.

Por fin, luego que fui concienzudamente besado y manoseado y sobado por todas partes para comprobar la realidad de mi presencia, se me permitió sentarme y ofrecer alguna explicación de por qué las tenía abandonadas desde hacía tanto tiempo. ¿Es que no me daba cuenta de que había transcurrido una semana entera desde la última vez que fui a verlas? ¿Cómo podía ser mi amor tan cruel, tan remiso, tan pasajero? De todos modos, ya que por fin me tenían allí, ¿quería algo de comer? Sí, dije; con mucho gusto, y algo para Sally también. Los perros, más zafios, ya se habían servido: Widdle y Puke habían arrancado unas uvas blancas y dulces de la parra que se extendía sobre una parte de la casa y las estaban engullendo con avidez, y Roger, que parecía tener más sed que hambre, se había ido donde las higueras y los almendros y había destripado una sandía. Estaba tumbado con el hocico metido en el fresco y rosáceo fruto, cerrados los ojos en éxtasis, sorbiendo entre los dientes el jugo dulce y refrescante. En seguida le dieron a Sally tres mazorcas de maíz tierno para que fuera masticando y un cubo de agua con que apagar la sed, y a mí se me obsequió con un inmenso boniato de piel negra y deliciosamente requemada en la lumbre y carne dulce y esponjosa, un tazón de almendras, higos, dos melocotones gigantescos, un pedazo de pan amarillo, aceite de oliva y ajo.

Una vez que me hube metido aquellas provisiones entre pecho y espalda y entretenido así el hambre, pude centrar mi atención en el intercambio de cotilleos. Pepi, el muy tonto, se había caído de un árbol y se había roto un brazo; Leonora iba a tener otro niño en sustitución del que se le murió, Yani –no, no ese Yani, el Yani del otro lado del monte– se había peleado con Taki por el precio de un burro, y Taki se había enfadado tanto que había ido a disparar la escopeta junto a la casa de Yani, pero era una noche muy oscura y Taki estaba borracho y resultó que era la casa de Spiro, así que ahora no se hablaban ninguno de los tres. Estuvimos un buen rato comentando las rarezas de nuestros congéneres y desmenuzando con gran deleite sus maneras de ser, hasta que me di cuenta de que faltaba Lulu. Lulu era la perra de Mama Kondos, un animal flaco y zanquilargo de enormes ojos tristones y largas orejas caídas como de spaniel. Era esmirriada y costrosa como todos los perros del campo y se le marcaban las costillas igual que las cuerdas de un arpa, pero era muy cariñosa y yo le tenía simpatía. Normalmente era una de las primeras en recibirme, pero aquel día no se la veía por ninguna parte. Pregunté si le había pasado algo.

–¡Ha tenido cachorros! –dijo Mama Kondos–. Po, po, po, po. ¡Once! ¿Qué te parece?

Cuando el alumbramiento pareció inminente habían atado a Lulu a un olivo próximo a la casa, y ella se había recluido en las profundidades del tronco para dar a luz. Después de saludarme con entusiasmo, observó interesada cómo yo me metía en el olivo a cuatro patas y sacaba los cachorros para verlos. Como siempre, me pareció asombroso que aquellas madres escuálidas y medio muertas de hambre pudieran parir cachorros tan hermosos y tan redondos, de cara aplastada y belicosa y potente voz de gaviota. Su coloración era de lo más variado, como de costumbre: blanco y negro, blanco y marrón, plata y gris azulado, todo blanco y todo negro. En toda camada de cachorros corfiotas hay tal diversidad de esquemas cromáticos que la cuestión de la paternidad resulta prácticamente imposible de dilucidar. Me senté con el centón de perrillos lloriqueantes en el regazo y le dije a Lulu que era una perra muy valiosa. Ella meneó el rabo furiosamente.

–¡Valiosa, sí! –dijo Mama Kondos con acritud–. Parir once cachorros no es ser valiosa, es ser una descarriada. Sólo podemos quedarnos con uno.

Bien sabía yo que de ninguna manera se le permitiría a Lulu conservar todo su hatajo de cachorros, y aun se podía dar por muy dichosa con que le dejasen uno. Mi intervención podía ser útil. Dije que estaba seguro de que mi madre no sólo se alegraría mucho de tener un cachorro, sino que quedaría agradecidísima a la familia Kondos y a Lulu si se lo daban. Conque tras mucho pensarlo escogí el que mejor me pareció, un macho berreón y rollizo que era blanco, negro y gris con las cejas y las patas de color trigueño. Les pedí que me lo reservaran hasta que se le pudiera separar de la madre, y yo entretanto comunicaría a Mamá la gran noticia de que habíamos adquirido un perro más, que haría el número cinco de los nuestros, número bonito y redondo a mi entender.

Cuál no sería mi asombro al ver que Mamá no manifestaba la menor complacencia ante la idea de incrementar nuestra tribu canina.

–No, querido –dijo tajantemente–, no podemos tener otro perro. Hay de sobra con cuatro. Aun así, y entre tus búhos y todo lo demás, ya nos gastamos una fortuna en carne. No, lo siento pero no hay ni que pensar en traer un perro más.

En vano argumenté que matarían al cachorrito si no hacíamos algo por impedirlo. Mamá se mantuvo inflexible. Sólo había una posibilidad. Yo tenía comprobado que mi madre, frente a una pregunta hipotética como «¿Te gustaría tener una nidada de colirrojos?», automática y tajantemente respondía «No»; pero, frente a la nidada de polluelos, ineluctablemente se ablandaba y decía que sí. Así que lo único que se podía hacer era enseñarle el cachorro; seguro que no se resistía a la vista de sus cejas y sus patitas doradas. Mandé un recado a las Kondos preguntando si me podían dejar el cachorro para enseñárselo a Mamá, y una de las gordas, muy atenta, lo subió al día siguiente. Pero al abrir el paño donde lo traía envuelto descubrí con pesar que Mama Kondos se había equivocado de perro. Se lo expliqué a la hija, y ella me dijo que no podía hacer nada porque iba camino del pueblo; mejor sería que fuera yo a ver a su madre, y añadió que me diera prisa, porque Mama Kondos había comentado que aquella misma mañana se desharía de los demás cachorros. Precipitadamente monté a Sally y salí al galope por el olivar.

Al llegar a la granja me encontré a Mama Kondos sentada al sol trenzando blancas y nudosas ristras de ajo, en medio de las gallinas que escarbaban y cloqueaban satisfechas. Cuando me hubo abrazado, interrogado acerca de mi salud y la de mi familia y obsequiado con un plato de higos, saqué al cachorro y expliqué el motivo de mi visita.

–¿No era éste? –exclamó, contemplando al perrillo vociferante e hincándole el dedo índice–. ¿No era éste? Mira que soy tonta. Po, po, po, po, estaba tan convencida de que el que querías era el de las cejas blancas.

¿Había matado a los demás?, pregunté ansioso.

–Ah, sí –dijo distraídamente, todavía con la mirada fija en el cachorro–. Sí, esta mañana temprano.

Bueno, dije con resignación, pues ya que me había quedado sin el cachorro con el que me había encaprichado, me llevaría al superviviente.

–No, a ver si te puedo dar el que querías –dijo ella, y poniéndose en pie fue a coger un azadón.

¿Cómo que me podía dar el cachorrito si los había matado? A lo mejor pensaba recuperar el cadáver, pensé, y eso no me apetecía nada. Estaba a punto de decírselo cuando ella, refunfuñando en voz baja, salió trotando hacia una parcela próxima a la casa, donde los tallos de la primera cosecha de maíz se erguían rubios y quebradizos sobre la tierra resquebrajada por el sol. Una vez allí buscó un momento con la mirada y se puso a cavar. Al segundo golpe de azadón desenterró tres cachorros dando gritos y pedaleando frenéticos, con las orejas, los ojos y las rosadas bocas llenas de tierra.

Yo me quedé petrificado de espanto. Ella examinó los cachorros que había desenterrado, vio que el que yo quería no estaba entre ellos, los tiró al suelo y se puso otra vez a cavar. Sólo entonces tomé plena conciencia de lo que había hecho Mama Kondos. Sentí como si en el pecho me reventara una gran burbuja roja de odio, y por las mejillas me corrieron lágrimas de rabia. De mi no exiguo repertorio de insultos en griego saqué lo peor que pude encontrar, y lanzándoselos a Mama Kondos a voz en grito le di tal empellón que se cayó sentada entre el maíz, estupefacta. Yo agarré el azadón sin dejar de soltar las maldiciones de todo santo y deidad que me venía a la mente, y deprisa pero con cuidado desenterré a los restantes cachorros medio asfixiados. Mama Kondos estaba tan atónita ante mi súbita transición de la calma a la ira que no acertaba a decir nada, y no hacía más que mirarme con la boca abierta. Sin más ceremonias me metí los cachorros dentro de la camisa, recogí a Lulu y al cachorro que le habían dejado, y me largué a lomos de Sally, volviéndome aún para maldecir a Mama Kondos, que ya se había puesto en pie y corría detrás de mí gritando: «Pero corazón mío, ¿qué ha pasado? ¿Por qué lloras? ¡Llévatelos todos si quieres! ¿Qué te pasa?».

Irrumpí en casa sofocado, lloroso, cubierto de barro, con la camisa reventando de cachorros y Lulu trotando a mis pies, entusiasmada por aquella salida súbita e imprevista con sus retoños. Mamá, como de costumbre, estaba encerrada en la cocina preparando diversas exquisiteces para Margo, que volvía de un recorrido por la Grecia continental con el que había querido hallar consuelo de su último amor desgraciado. Mi madre escuchó mi relato incoherente e indignado del enterramiento en vida de los cachorros y reaccionó con el debido horror.

–¡Qué barbaridad! –exclamó con indignación–. ¡Estos campesinos! ¡Cómo podrán ser tan crueles! ¡Enterrarlos vivos! En la vida he oído mayor salvajada. Has hecho muy bien en salvarlos, hijo. ¿Dónde están?

Me abrí la camisa como quien se hace el hara-kiri, y una cascada de cachorrillos se derramaron retorciéndose sobre la mesa de la cocina, y allí empezaron a explorar el terreno a ciegas y dando chillidos.

–¡Por favor, Gerry, en la mesa no, que estoy amasando! –dijo Mamá–. ¡Este niño! Sí, muy bien, pues aunque sea tierra limpia no quiero encontrármela en las empanadas. Ve por una cesta.

Busqué una cesta y metimos en ella a los perritos. Mamá los miró atentamente.

–¡Pobrecillos! –dijo–. Pero si son muchísimos. ¿Cuántos? ¡Once! Pues no sé qué vamos a hacer con ellos. No podemos quedarnos con once perros además de los que ya tenemos.

Me apresuré a decir que ya lo tenía todo pensado: en cuanto los cachorros fueran un poco mayores les buscaríamos casa. Añadí que para entonces Margo estaría de vuelta y me podría echar una mano; así tendría algo que hacer y dejaría de pensar en el sexo.

–¡Pero Gerry! –dijo Mamá escandalizada–. No debes decir eso. ¿De dónde has sacado semejante cosa?

Expliqué que Larry había dicho que lo que le hacía falta a Margo era dejar de pensar en el sexo, por lo cual imaginaba yo que la llegada de los cachorros obraría tan deseable efecto.

–Pues no debes decir esas cosas –dijo Mamá–. Larry no tiene ningún motivo para hablar de esa manera. Lo que pasa..., lo que pasa es que Margo es un poco... emotiva, sencillamente. Pero eso no tiene nada que ver con el sexo; es una cosa muy distinta. ¿Qué pensaría cualquiera que te oyera? Anda, vete a poner los cachorritos en algún sitio donde estén seguros.

Conque me llevé a los cachorros a un olivo conveniente cerca del porche, até a Lulu al mismo y los lavé con un paño húmedo. Lulu, dictaminando que una cesta era sitio muy cursi para criar a una camada, inmediatamente excavó una madriguera entre las acogedoras raíces del árbol y con mucho cuidado trasladó allí a sus cachorros uno por uno. Yo me pasé más tiempo lavando a mi cachorro especial que a los otros, cosa que a él le molestó mucho, y me puse a pensar qué nombre le pondría. Al final decidí llamarlo Lázaro, o Laz para abreviar. Le deposité cuidadosamente al lado de sus hermanos y me fui a cambiarme la camisa manchada de tierra y pis.

Me senté a la mesa a tiempo de oír cómo Mamá les contaba a Leslie y Larry lo de los perritos.

–Es inconcebible –dijo Leslie–. Yo no creo que lo hagan por crueldad, es que sencillamente no piensan. Mira cómo amontonan los pájaros heridos en los morrales cuando van de caza. ¿Y qué pasó? ¿Gerry los ha ahogado?

–¡Por supuesto que no! –dijo Mamá indignada–. Se los ha traído aquí; qué iba a hacer.

–¡Dios de los cielos! –dijo Larry–. ¡No más perros! Ya tenemos cuatro.