El Jesús histórico. Otras aproximaciones - Antonio Piñero - E-Book

El Jesús histórico. Otras aproximaciones E-Book

Antonio Piñero

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Beschreibung

 Circulan entre los lectores de lengua castellana dos tipos de libros sobre Jesús de Nazaret. Uno, la mayoría, escrito por autores de una u otra confesión cristiana. Otro, minoritario, compuesto por estudios de autores independientes no confesionales, pero que procuran no ser militantes, en pro de una opción que exponga los resultados de una aproximación a Jesús obtenida con los mismos medios empleados para estudiar otras biografías o libros parecidos de personajes ilustres de la Antigüedad. Poner a disposición del público un panorama breve pero bastante completo de lo que se está escribiendo en lengua española en estos momentos es pues la finalidad de estas  Otras aproximaciones .  Este panorama se divide consecuentemente en dos secciones. La primera contiene apreciaciones positivas y negativas respecto a las obras sobre Jesús de autores confesionales, es decir, dependientes de la fe de una iglesia determinada. La segunda ofrece por medio de análisis históricos otras aproximaciones al personaje que el autor defiende como más cercanas a la figura histórica de este y que no dependen de iglesia alguna. Ahora bien, también esta segunda parte es crítica. Setrata de construir una imagen de Jesús sobre la base de lo que razonablemente podemos saber hoy acerca de él utilizando todas las herramientas usuales en la investigación de la historia antigua. La lista de libros comentados no es muy grande teniendo en cuenta que sobre Jesús se escriben cerca de mil libros al año, aunque la mayoría sin valor histórico alguno. Con los libros aquí presentados cree el autor que tiene ya el lector suficientes herramientas intelectuales para formarse una idea de cómo debe discurrir hoy día la investigación del Jesús de la historia. La imagen del Nazareno obtenida de este conjunto crítico está escrita con la consciencia plena de que su vida, aun siendo la de un personaje históricamente remoto, está totalmente viva en la inmensa mayoría de los cristianos. Por ello, esa vida sigue interesando por sí misma. 

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Seitenzahl: 432

Veröffentlichungsjahr: 2020

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El Jesús histórico. Otras aproximaciones

Reseña crítica de algunos librossignificativos en lengua española

Antonio Piñero

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Religión

© Editorial Trotta, S.A., 2020

Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61E-mail: [email protected]://www.trotta.es

© Antonio Piñero Sáenz, 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (e-pub): 978-84-9879-820-3

Depósito Legal: M-26874-2020

CONTENIDO

Prólogo

I.APROXIMACIONES TEOLÓGICO-HISTÓRICAS

El Jesús de Senén Vidal

El Jesús de Sean Freyne

El Jesús de José Antonio Pagola

El Jesús de James D. G. Dunn

El Jesús de Rafael Aguirre, Carmen Bernabé y Carlos Gil Albiol

El Jesús de Gerhard Lohfink

El Jesús de Javier Gomá Lanzón

II.APROXIMACIONES HISTÓRICO-CRÍTICAS

El Jesús de Paul Heinrich Dietrich, barón (Freiherr von) de Holbach

El Jesús de Gerd Theissen y Annete Merz

El Jesús de José Montserrat Torrents

El Jesús de Gonzalo Puente Ojea

El Jesús de Fernando Bermejo

El Jesús de John P. Meier

El Jesús de Antonio Piñero

PRÓLOGO

Pasado un cierto tiempo desde que apareciera en el mercado mi libro Aproximación al Jesús histórico1, he recibido diversas cartas y opiniones directas de amigos o conocidos que coincidían en la idea de que podría ser conveniente complementar este libro con verdaderos ejemplos (o contraejemplos) de lo que yo creo que debe ser una obra sobre el Jesús histórico que cumpla los desiderata metodológicos expuestos en ese libro.

A este fin, he ido recogiendo las más importantes reseñas críticas de libros sobre Jesús que he ido componiendo en los años recientes, algunas de las cuales han aparecido, generalmente abreviadas, en Internet, y he ampliado su número con otras nuevas. He aquí el resultado de esta tarea. Así pues, la recopilación de textos de este volumen tiene la intención de que mis críticas —donde fueren necesarias— aparecieran como orientaciones para futuras aproximaciones verdaderas al Jesús de la historia; y mis alabanzas señalaran el camino al lector de lo que me parece una investigación correcta, según las normas que la investigación independiente ha ido desarrollando durante un par de centenas de años.

Divido el volumen en dos capítulos. El primero tratará de aquellas aproximaciones que considero fallidas o imperfectas desde el punto de vista histórico-crítico, ya que me parecen mezclar la historia con la teología o la obediencia confesional. El segundo aborda otras obras que intentan no estar sujetas a confesión alguna, sino presentar al personaje, Jesús, desde la mera perspectiva histórica. Tanto las críticas como las alabanzas pueden ser una guía para que el lector comprenda lo que estimo aproximación correcta a la esquiva figura de Jesús de Nazaret, dada la orientación claramente apologética y hagiográfica de nuestras fuentes principales, los evangelios.

I

APROXIMACIONES TEOLÓGICO-HISTÓRICAS

EL JESÚS DE SENÉN VIDAL

Los tres proyectos de Jesús y el cristianismo naciente. Un ensayo de reconstrucción histórica, Sígueme (Colección Biblioteca de estudios bíblicos 110), Salamanca, 2003, 377 pp.

Jesús el galileo, Sal Terrae (Colección Presencia teológica 148), Santander, 2006, 255 pp.

Los dos libros ofrecen un planteamiento personal del autor y relativamente nuevo —al menos en el panorama en lengua española—, de la misión de Jesús sobre la base de que esta fue un acontecimiento histórico. Como el segundo libro es como una precisión, y a la vez popularización del primero, uniré sus ideas. Vidal parte del supuesto de que los datos ofrecidos por las fuentes, debidamente leídos, ofrecen una imagen coherente de Jesús si se sitúan correctamente en su inmediato contexto histórico, el judaísmo palestino. Mas, por otro lado, la misión de Jesús no pudo estar prefijada automática y rígidamente, sino que hubo de estar abierta a varias posibilidades, dependiendo, entre otras cosas, de la acogida o del rechazo que se le prestase.

Esta perspectiva descubre —según el autor— un auténtico proceso evolutivo en el desarrollo de la misión de Jesús, que no debe confundirse con la evolución psicológica de la biografía de Jesús, sencillamente porque no hay datos para dibujarla. Se trata más bien de que los datos permiten diseñar como centro de la vida y misión de Jesús, la proclamación de un evento histórico en el futuro, el reino de Dios, que es ante todo un acontecimiento de salvación, pero que el modo como interpretó Jesús que iba a instaurarse ese Reino fue cambiando a lo largo de su vida según se desarrollaron las respuestas a su tarea. Se produce así una imagen divisible en tres partes, etapas o fases, a las que corresponden otros tantos proyectos de implantación por parte del Nazareno de ese reino de Dios. La investigación descubre en Jesús una tendencia a una progresiva y mayor radicalización en sus proyectos. El descubrimiento de la inviabilidad de uno de ellos, debida al rechazo por parte de sus destinatarios, no significó el abandono del proyecto, o un rebajamiento del mismo, sino, al revés, una radicalización plasmada en el proyecto siguiente, hasta llegar a tres.

El inicio de la vida pública de Jesús fue que este se sintió atraído por la predicación del Bautista, se hizo bautizar por él y aceptó con ello plenamente sus puntos de vista. Si en ese momento hubiera tenido ya un proyecto claro, Jesús no habría asumido el bautismo de Juan.

El primer proyecto del Nazareno consistió en asumir los prenotandos teológicos de Juan, que a su vez se enmarcaban en la trama de la esperanza escatológica del judaísmo de la época: se acerca el juicio divino, pero el pueblo elegido camina hacia la perdición. Se impone andar por un nuevo sendero. Juan lo escenifica predicando en el desierto. Este lugar es donde el pueblo debe iniciar un nuevo éxodo hacia la tierra prometida, la salvación. El bautismo significará el nuevo ingreso de Israel en la tierra prometida. La etapa definitiva de este proceso será la implantación del reino de Dios. Este comenzará por un gran juicio purificador, que luego desembocará en un estadio de paz y vida plena que puede denominarse el gran shalom (estado de bienaventuranza) para Israel.

Para algunos cristianos, la perspectiva de un Jesús que pasó un cierto tiempo, amplio, de meses probablemente, con Juan Bautista tras ser bautizado por él es bastante sorprendente. Pero la historicidad de este hecho parece indudable, porque está testificada unánimemente por la tradición evangélica antigua. Además, no pudo ser un invento de la Iglesia posterior, pues esta nunca se sintió cómoda con algunas consecuencias que los lectores podrían obtener, a saber, ideas equivocadas sobre la naturaleza de Jesús y de su misión. Por ello intentó por todos los medios que esta primera etapa quedara difuminada, o resultara acomodada y, en algunos casos, camuflada cuando la leyeran los cristianos. Se creó así, por ejemplo, la inversión «maestro Juan/discípulo Jesús», que pasó a convertirse en «Juan precursor/Jesús mesías, personaje de rango superior».

Vidal acepta que el origen de Juan Bautista es oscuro, pero que su predicación y actuación se entienden bien si de algún modo se lo relaciona con la secta esenia, y en concreto con la teología de Qumrán. Como profeta, Juan experimentó la crisis de amplio espectro del Israel del siglo I. Fue una crisis política y de identidad nacional: Israel bajo el dominio de una potencia extranjera y pagana; fue una crisis religiosa: imposibilidad de cumplir totalmente la ley de Dios en esas circunstancias; y fue finalmente una crisis económica: opresión del pueblo por la depredación avariciosa e institucionalizada de los poderosos y ricos, tanto connacionales como extranjeros. Juan Bautista ofrecía a las gentes que oían su predicación una salida a esta crisis múltiple que conducía al pueblo judío a una situación de total fracaso, hacia el camino de la perdición definitiva. Todo Israel estaba contaminado por el pecado y de nada valía declararse nominalmente hijo de Abrahán, ya que la alianza con Yahvé estaba anulada de hecho.

Al parecer, Juan Bautista distinguía dos momentos básicos de reforma del pueblo. El primero —el presente de su misión profética— tenía el carácter fundamental de preparación de la etapa decisiva del futuro (segundo momento) y estaba localizado fuera del territorio de Israel, en el desierto, como en los inicios del pueblo —según la tradición bíblica— antes de ingresar en la tierra prometida. El pueblo debía comenzar otra vez su marcha arrepentida hacia Dios. El Bautista simbolizaba este nuevo comienzo con dos grandes símbolos: a) el sitio en donde él predicaba, el desierto, en la cuenca oriental del Jordán, lejos de la sociedad contaminada, sobre todo de las ciudades, era el «lugar» del pueblo del Israel primitivo: peregrino hacia la heredad que Dios le iba a entregar; b) el segundo signo era el bautismo en las aguas del Jordán. Este simbolizaba la conversión con el arrepentimiento de los pecados, el perdón divino y el nuevo ingreso de Israel, ya purificado, en la tierra prometida. El segundo momento acontecería ya dentro del territorio sagrado de Israel en un futuro muy cercano. Juan Bautista no pensaba en un final del mundo tal como nos lo imaginaríamos hoy, sino en una transformación real en los aspectos sociales, políticos, económicos y religiosos de la tierra y del pueblo de Dios. El Bautista anunciaba la presencia salvadora de Yahvé para su pueblo. Pero el realizador de esa transformación no sería él mismo, el profeta anunciador, sino otro. Los evangelios no dicen claramente quién era, sino solo que Juan Bautista pensaba que era «uno mayor que él», es decir, quizás Dios mismo o un delegado suyo, semicelestial o celeste, o bien un ser humano con especialísima ayuda divina. Solo la tradición cristiana verá posteriormente en este personaje «mayor» a Jesús.

Este proceso de transformación de la tierra y gentes de Israel tendría dos fases: A) La primera sería un «gran juicio» purificador de Dios, el gran día de la «ira de Yahvé»: los malvados del pueblo (y se supone, de las naciones) serían aniquilados como la paja por el fuego o el árbol malo por el hacha. B) En la segunda fase surgiría la época de la gran paz, la plenitud de vida espiritual y material para Israel en este mundo de acá abajo, solo que purificado y transformado. En esa tierra se cumpliría un «bautismo por el Espíritu Santo», es decir, la actuación plena de la potencia transformadora de Dios, que llevaría a la plenitud de la vida humana.

El segundo proyecto de Jesús representa en realidad el primero auténticamente propio del Nazareno. Cuando Juan desapareció de la escena debido a su muerte violenta, Jesús no se desanimó, sino que comenzó un segundo proyecto: la misión en Galilea, cronológicamente la más amplia y suficientemente documentada. Jesús emprendió esta misión independiente con nuevas ideas, aunque conservando siempre la estructura básica de la teología del Bautista. Jesús descubrió que, a raíz del asesinato de Juan, Dios había decidido adelantar su actividad liberadora del pueblo con una dimensión nueva. Y que el agente encargado de proclamar esta decisión divina era él. Aquí hay que situar los inicios de la conciencia mesiánica de Jesús. Al parecer, ya el encarcelamiento de Juan provocó en Jesús la idea de que Dios actuaría enérgicamente en esos momentos de desesperanza. Según Vidal, Jesús hubo de tener tras la muerte del Bautista una suerte de revelación fundante, que equivalía a su vocación como agente mesiánico de Dios. Pero no debe imaginarse esa revelación como una visión o un éxtasis, sino quizás como una iluminación interior que daba un nuevo sentido a su misión. Lógicamente, según el proyecto de Juan, Jesús debió de sentirse como «el más poderoso», el «esperado» por el Bautista; es decir, tenía que asumir la función de agente mesiánico de la liberación definitiva de Dios. Consiguientemente también, fue entonces cuando Jesús comenzó a proclamar y a escenificar como ya presente el futuro anunciado por su maestro.

Por ello, la misión de Jesús no tuvo como escenario el desierto (igual que en el Bautista), sino la tierra de Israel. No era ya tiempo de preparación, sino de la presencia del acontecimiento liberador y definitivo de Dios. Este no se iniciaba con el gran juicio purificador, como había anunciado Juan, sino con la irrupción de la acción transformadora del Dios soberano, que Jesús designaba como «reino de Dios». El «reino de Dios» era un símbolo que designaba en Jesús una realidad que tenía el mismo carácter fundamental que albergaba tal «símbolo» en la esperanza israelita. Se trataba del acontecimiento liberador único y definitivo con el que Dios iba a transformar la historia de Israel y, por su medio, el final de la historia de todos los pueblos. En correspondencia con sus orígenes, que en Israel iban asociados con la categoría política de Estado independiente y soberano, el reino de Dios era un símbolo de tipo político y social. Su perspectiva afectaba a la existencia del pueblo israelita en su conjunto. Y esta esperanza era compartida por Jesús con todo el judaísmo de su época, y por tanto también con Juan Bautista.

El reino de Dios para Jesús no debió de consistir en un acto puntual de carácter mágico, sino —según Vidal— en un acontecimiento dinámico, cuyo proceso se desarrollaría en varias etapas. La primera estaba dedicada a la misión por los poblados rurales de Galilea y su entorno. Jesús descubrió en el campesinado galileo las raíces originales y profundas del Israel ancestral: representaba al pueblo humillado y oprimido que necesitaba liberación; era un pueblo pobre, despojado por los poderosos de su derecho a disfrutar de la tierra, la heredad donada por Dios. Era el representante del Israel enfermo y endemoniado, dominado por Satanás y el pecado.

Si el reino de Dios tenía que ser una buena noticia, debía comenzar allí donde vivían los oprimidos, en las aldeas. Esa estrategia de Jesús distaba mucho de ser una estrategia de poder, es decir, una dirigida a influir en los estamentos socialmente poderosos. Se trataba más bien de una estrategia del encuentro con el pueblo perdido, pero elegido por Dios, que necesitaba la sanación y la renovación de sus raíces vitales y del tejido completo de su existencia. El cambio de horizonte temporal y geográfico de la misión de Jesús respecto a la de Juan exigía también un cambio de estrategia misional. El pueblo no tenía que acudir al desierto para recibir un bautismo —Jesús y sus gentes no bautizaban—, sino que recorrían la tierra para ir hacia los pecadores. Este es el sentido de la itinerancia de Jesús y de sus colaboradores misionales, que caminaban por las aldeas de Galilea y de su entorno. Con otras palabras, Jesús y sus misioneros eran los obreros de la mies, y esta era el pueblo de la tierra.

Según Vidal, los relatos evangélicos apuntan a que Jesús esperaba que la renovación del pueblo aldeano y pobre de Galilea desencadenaría un proceso imparable que conduciría al estado definitivo de la implantación del reino de Dios en Israel; este proceso acarrearía la renovación directa también de Jerusalén, que como capital sería el centro del esperado reino mesiánico. Se realizaría entonces la renovación del Israel total de las doce tribus. Y este sería el inicio y el instrumento para un cambio en los pueblos todos de la tierra. Se cumpliría así una dimensión importante de la esperanza judía en la que se expresaba la comprensión profunda que Israel tenía de su elección. El pueblo elegido tenía conciencia de ser, en la época mesiánica, un medio de salvación para todas las naciones.

Este segundo proyecto intentó hacerse realidad en etapas. La primera sería la misión en los poblados de Galilea y su entorno. La segunda y definitiva se realizaría en Jerusalén. El proceso culminaría con el disfrute de Israel, junto con todos los pueblos, de un gran estado de paz y bienestar, de plenitud vital, en una tierra transformada. La base de este proyecto era la creencia en la restauración o renovación de Israel, decidida por Dios, cuyo símbolo eran los doce discípulos, símbolo de las doce tribus de Israel que iban a ser restauradas, ya que diez se habían perdido. La escenificación de las tareas misionales no sería ya en el desierto, sino en la tierra israelita; el agente principal de la proclamación era Jesús. El centro, Cafarnaún. La renovación del pueblo tendría un carácter global, instaurándose una forma de vivir de las gentes conforme a la voluntad de Dios. Como muestra se instauraba la nueva familia espiritual, la que escuchaba en Jesús la voluntad divina. Las curaciones y exorcismos de Jesús eran el signo de la presencia liberadora de Dios. En Jerusalén se renovarían las instituciones del pueblo de la Alianza y surgiría un nuevo templo, del pleno agrado de Dios. Los antepasados fieles a la Ley resucitarían para participar en las dichas del Israel renovado. Los pueblos gentiles participarían también, pues por la mediación de Israel ingresarían de algún modo en la estructura del Reino. El final sería, como en el caso de Juan Bautista, el gran shalom definitivo, cuyo símbolo es el banquete mesiánico.

La gran esperanza de Jesús mientras misionaba por los poblados de Galilea y las regiones de su entorno fue, sin embargo, un rotundo fracaso. No se cumplió tal proyecto de la renovación del campesinado galileo. Este fracaso fue debido de nuevo a la actividad humana, libre; su causa fue la poca acogida efectiva del pueblo de la proclamación de Jesús y el rechazo frontal de las autoridades de Galilea, escribas y letrados, por una parte, Herodes Antipas y los herodianos, por otra. Se imponía, pues, comenzar otro proyecto o retirarse.

El tercer proyecto surge al fracasar la misión en Galilea, que provocó una crisis interior en Jesús. La situación aparentemente desesperanzadora del fracaso llevó a Jesús al convencimiento de que ello era la señal de que Dios apresuraba la etapa definitiva de la renovación del pueblo entero de Israel; pero en vez de ser una ola desde Galilea que inundaría también a Jerusalén, el reino de Dios comenzaría en la capital y desde allí se extendería más rápidamente por toda la tierra sagrada. Ahora bien, esta etapa se hallaba sujeta también a dos posibilidades antagónicas. Su realización dependía de la acogida o no del pueblo y las autoridades.

Si la acogida era positiva, sobre todo por parte de las autoridades, tendría lugar la instauración definitiva del reino mesiánico en Israel, antesala inmediata del reino de Dios en toda la tierra. Que Jesús pensaba ser el mesías de Israel queda claro a través de todo el relato de su muerte. La tradición evangélica señala que el Nazareno fue condenado y ejecutado como pretendiente mesiánico regio. Y todo parece indicar que esto es fiel reflejo de la realidad histórica. Las autoridades judías y romanas apresaron, acusaron, condenaron y ejecutaron a Jesús como pretendiente mesiánico real. Si no hubiera sido así, si solo fue condenado por blasfemia, por ejemplo, quedaría sin aclarar históricamente el hecho de su muerte en cruz.

La causa inmediata de la condena debe buscarse en los signos proféticos realizados por Jesús a su llegada a Jerusalén: su entrada triunfal y su acción en el Templo. El primer signo, la entrada, fue determinante. A pesar de que Jesús había escogido una escenificación de rey pacífico, lejos de la imagen del mesías rey guerrero y majestuoso, no dejaba de presentarse como el rey de Israel. El segundo signo, la purificación de un Templo contaminado, debía ser como el anuncio de su pronta destrucción y el de la construcción de otro santuario puro, apropiado para la edad mesiánica. La base de estas acciones tan provocadoras fue la creencia en la instauración por parte de Dios del reino mesiánico, dentro del cual se renovaría el pueblo y sus instituciones, representadas por el Templo. Estos signos no fueron improvisados. Jesús debió de meditarlos largamente antes y los proyectó con anterioridad al irse descubriendo el fracaso de su misión en Galilea. Así pues, el paso a Jerusalén no era una huida, ni tampoco fue Jesús a la capital con el designio de morir allí. Suponer que fue a Jerusalén precisamente para morir, convierte su actuación en la ciudad en un espectáculo burlesco, que jamás pretendió. Los signos que Jesús efectuó en su entrada en la ciudad, y su consiguiente acción en el Templo, no se explican de ningún modo desde una intención de morir en la capital.

Pero la acogida podría ser negativa. Dada su experiencia de fracaso en Galilea, parece poco probable que Jesús no hubiera contado con otra posible decepción en Jerusalén. Debió de pensar incluso en la posibilidad de su propia muerte violenta, debido a que la instauración del reino de Dios modificaba el statu quo de las autoridades judías y romanas en Israel. Lo que al principio era solo una posibilidad se convirtió pronto en certeza: sus signos proféticos en Jerusalén provocaron el rechazo de las dos autoridades. Al sentir Jesús que iba a fracasar esta posibilidad por la oposición de la autoridad romana y por parte de los dirigentes del pueblo, se abrió ante él la segunda posibilidad: Dios podría exigir su muerte para que llegara el Reino. Integrar su muerte violenta dentro de su proyecto mesiánico constituyó propiamente la gran novedad del tercer proyecto jesuánico. El Nazareno ya había ido madurando esta posibilidad desde la muerte de su maestro Juan, y al ver que también le habían amenazado con lo mismo en Galilea herodianos y escribas.

Así, paradójicamente, la muerte del agente mesiánico se convertía en el nuevo camino misterioso para la realización definitiva del reino de Dios. Surgió entonces en el espíritu de Jesús la idea de que la voluntad divina deseaba integrar en el proyecto del Reino su propia muerte violenta. Y así lo expresó en la interpretación que dio a su futuro pero inmediato fallecimiento en la última cena. Jesús pensó que el asesinato del agente mesiánico, su propia desaparición física, habría de convertirse paradójicamente en la acción suprema de Dios para la liberación del pueblo rebelde, un nuevo y misterioso camino para la instauración definitiva del Reino. Su muerte habría de ser expiatoria como las de los mártires anteriores de Israel. Eliminaba los pecados, de modo que la actuación de Dios podía manifestarse libremente. Y también gracias a su muerte podría celebrarse el banquete mesiánico en el Reino futuro y definitivo.

Esta concepción supone que Jesús creía en su propia resurrección para participar en el Reino, como era común entre los judíos piadosos. Esta esperanza está en la base de su anuncio de que él bebería de nuevo el vino del banquete mesiánico en el reino futuro. Además, en la última cena aparece cómo Jesús tiene ya claro que su muerte debía tener fuerza de expiación y con la nueva mediación, la suya, como agente mesiánico «quedaba superada la mediación del culto en el Templo». La muerte de Jesús supone también que se «renovaba la alianza de Dios con el pueblo; suponía el compromiso decisivo de Dios con Israel». Así se explican los dichos de Jesús sobre el Hijo del Hombre que hablan de su futura parusía. No se explican sin apoyo en el Jesús histórico.

Este último y definitivo proyecto de Jesús fue el mapa de la esperanza del cristianismo que nació después de su muerte. «El cristianismo antiguo no configuró un nuevo proyecto, sino que asumió el último de Jesús, el que contaba con su muerte, un acontecimiento que para la comunidad cristiana ya había sucedido. Lo que hizo fue explicitarlo y desarrollarlo». El cristianismo naciente superó la aparente contradicción de la muerte en cruz distinguiendo dos fases, a su vez, en la época mesiánica: a) La resurrección de Jesús fue entendida por sus seguidores como una confirmación de su proyecto por parte de Dios: este había exaltado a su diestra como soberano mesiánico definitivo al que había sido crucificado. La fase actual de esa historia era realmente mesiánica, porque el Mesías estaba ya entronizado en el ámbito de Dios, y su presencia salvadora se expresaba en la vida del pueblo mesiánico. Pero no era aún la etapa definitiva, es decir, el reino de Dios esplendoroso. b) Este se inauguraría tan solo con la futura parusía, venida y aparición, del soberano mesiánico en la tierra. Solo entonces habría de manifestarse plenamente la potencia transformadora del acontecimiento del reino mesiánico y del consecuente reino de Dios con respecto a esta creación y esta historia.

Senén Vidal concluye su estudio, en el segundo libro, con la afirmación de que «por ello, la realización plena de la liberación seguía siendo en el mapa pascual cristiano un asunto de esperanza, al igual que lo había sido en los diversos proyectos de la misión de Jesús» (p. 243).

Hasta aquí la síntesis del pensamiento de Senén Vidal. Su exégesis me parece inteligente e informada, un intento notable de explicar en términos históricos un panorama de la misión y figura de Jesús que a la postre cuadra bastante bien con la exégesis más o menos tradicional, de siglos. Pero para ello ha de insistir en algunos aspectos de la misión del Nazareno, y ha de olvidar o dejar en la sombra otros. En mi opinión, su ensayo de reconstrucción histórica no es del todo convincente y está sujeto a varios problemas, dudas o dificultades. Estas surgen fundamentalmente en el tercer proyecto de Jesús, el más importante, no solo por ser el final y asumir —según Vidal— las líneas básicas de los otros dos anteriores, sino ante todo porque este es el verdadero puente que une a Jesús con sus primeros seguidores, tanto judeocristianos como Pablo y su «escuela». Enumero a continuación las dificultades que veo en la interpretación de Jesús según nuestro autor.

1. Vidal deja un tanto de lado la dilucidación de varias espinosas cuestiones de la autocomprensión de Jesús: ¿qué relación tuvo con la divinidad? ¿En qué sentido pudo sentirse Hijo de Dios? ¿Es el sintagma «Hijo de(l) Hombre» un título cristológico? ¿Lo «inventó» Jesús o lo diseñaron los evangelistas? ¿Predicó Jesús solo la imagen de un Dios misericordioso, o se mostró intransigente y duro con aquellos que no aceptaban su predicación del Reino? Son cuestiones que quedan sin respuesta adecuada, en mi opinión. Por otro lado, estoy de acuerdo con el autor en su valentía en señalar, respecto al primer proyecto de Jesús, su incardinación en el mensaje escatológico-apocalíptico-profético judío de Juan. El haber sido discípulo del Bautista sirve, y mucho, de encuadre fundamental para el pensamiento de Jesús, no solo en su primera etapa, sino en las otras dos.

2. No me parece acertado calificar la misión autónoma de Jesús (en Galilea; segundo proyecto) como un cambio radical de estrategia y como «un proyecto muy diferente» del de Juan. Admito que se muda el escenario de la predicación (del desierto, Juan Bautista/a la tierra de Israel, Jesús) y de un modo de misionar a otro: las gentes van a Juan a bautizarse; Jesús deja de bautizar y busca a los pecadores. Pero el que el evangelista Mateo, sobre todo, señale que las palabras de la predicación de Jesús —«Convertíos; se acerca el Reino»— son al principio iguales a las del Bautista, indican una similitud profunda de fondo que —creo— no es valorada suficientemente por Vidal por su deseo de destacar la originalidad de Jesús ya en su segundo proyecto.

3. Tampoco estoy de acuerdo en la insistencia de nuestro autor en definir como «símbolo» el concepto del reino de Dios predicado por Jesús. El diccionario de María Moliner, y supongo que cualquier otro, indica que símbolo es un «objeto o cosa que representa convencional u originalmente a otra». Ejemplo: «la azucena es el símbolo de la pureza y el olivo, de la paz». Creo que llamar al «reino de Dios» un símbolo es imposible, al menos en el Israel del siglo I, porque el símbolo nunca es lo mismo que lo simbolizado. Pero a lo largo del libro de Vidal se habla del reino de Dios no solo como símbolo, sino como realidad compleja, es decir, la soberanía divina como realidad sobre la tierra, que resulta transformada, una soberanía que implica también el designio salvador divino y su actuación sobre el hombre, que implica también transformación interna y externa, plenitud, consecución del objetivo para el que fue creado antes del pecado del paraíso, etcétera.

Jesús creía a pies juntillas la realidad de lo que predicaba. No hablaba de un símbolo. Vidal insiste mucho en este aspecto de símbolo, y poco en la idea —tan contraria al cristianismo de hoy— de que el reino de Dios de Jesús y del judaísmo de su época era ante todo una realización «aquí abajo», en la tierra, y que del cielo y del paraíso se hablaba muy poco, o nada, en Israel. Teniendo en cuenta lo que Jesús afirma según Mc 10,26-30 —«En este tiempo [el discípulo de Jesús] recibirá el ciento por uno en casas, etc.; y en el mundo venidero, la vida eterna»—, debe insistirse en que el reino de Dios según Jesús tenía claramente dos fases: una terrenal, larga y llena de bienes materiales y espirituales; y otra, ultramundana, en la que predominarán los bienes espirituales. Y habría que señalar también al lector que el concepto del reino de Dios en los evangelios dista mucho de ser claro, porque se superponen —la mayoría de las veces en presuntas palabras puestas en labios de Jesús— dos conceptos del futuro reino de Dios: uno, el judío muy material; otro, el cristiano muy espiritual, condicionado por el retraso de la segunda venida de Jesús, o «parusía».

4. Tampoco veo que esté suficientemente fundada la insistencia de Vidal en la presencia real «ya y ahora» del Reino en los tiempos mismos de Jesús. He repetido hasta la saciedad —y lo veremos más detenidamente en la crítica al Jesús de José Antonio Pagola (infra)— que el número de textos sobre el reino «ya comenzado y existente en tiempos de Jesús», es muy exiguo. Quizás los únicos explícitos sean Lc 11,20 («Pero si con el dedo de Dios expulso yo los demonios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros») y Lc 17,20-21 («No es observable la venida del reino de Dios…; el reino de Dios está ya entre vosotros/a vuestro alcance»), textos en extremo discutidos. Vidal defiende su postura afirmando que la mayoría de los textos que hablan de un reino de Dios futuro son creación, o remodelación, de la Iglesia primitiva; que hay otros no tan claros, pero que deben entenderse como «reino de Dios presente»… (Mc 1,15 y Lc 10,9, por ejemplo), que el reino de Dios es un proceso dinámico ya en marcha, y que el futuro significa solo la plenitud de lo ya iniciado realmente en el presente de la vida pública de Jesús. Esta idea, bella, por otro lado, me convence poco a la luz de los notables pasajes evangélicos que hablan clarísimamente de un reino de Dios futuro. Por nombrar un par de ellos solo, de cuya autenticidad Vidal no duda: «No beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios…»: Lc 22,18, y Lc 22,30 en donde Jesús promete que los discípulos se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel cuando llegue el Reino. Y, por último, si aceptamos que el reino de Dios está ya presente, ¿cómo se explica la afirmación de que habrá un gran juicio antes de la venida del Reino? Y los signos apocalípticos de Mc 13 antes del final, ¿cómo se entienden si el reino de Dios está ya en la tierra?

5. Tampoco veo claro que el «mapa de la esperanza» en el cristianismo subsiguiente a Jesús no sea más que una prolongación consecuente del pensamiento de este. Y no lo veo porque ya el concepto mismo de reino de Dios cambia profundamente en Pablo y en los cristianismos que dependen de él, y porque también cambia el concepto de paraíso y de cielo. Radicalmente. En fin, admitamos que la esperanza en un futuro mejor, en el ámbito del reinado de Dios, sea idéntica en el cristianismo a la de Jesús, pero los medios para conseguir ese futuro cambian por completo en el cristianismo. Para Jesús, entrar en el reino de Dios suponía cumplir con la ley de Moisés, entendida en su esencia y profundidad… ¿ y es este el medio como el cristiano consigue el reino de Dios según la teología cristiana? De ningún modo. Hay, creo, un abismo de concepciones muy diferentes. Lo continuo entre Jesús y sus seguidores (al menos entre los paulinos) es poco; lo diferenciador, mucho.

Sencillamente: me parece demasiado cambio ideológico, aunque incoativamente se hubiese pensado unas semanas antes. Este tercer proyecto y el proceso que supone me parecen inverosímiles.

7. Vidal acepta implícitamente que el relato de Marcos presenta una tradición antigua, independiente de Pablo, de lo que realmente ocurrió en la última cena, y que ofrece algunas palabras clave que el Jesús histórico realmente pronunció. En mi opinión —y esto lo he argumentado largamente en muchas ocasiones— no existe una tradición antigua sobre la institución de la eucaristía y todo lo que lleva consigo. Hago un breve resumen de los argumentos:

a) El texto de 1 Cor 11,23: «Yo recibí del Señor lo que os he transmitido…» no significa una tradición antigua. Más bien lo que quiere decir es que Pablo inaugura esa interpretación «profunda» de lo que supusieron las acciones de Jesús en su última cena. Pablo es sencillamente el receptor de una revelación divina que se lo aclara. Como tal, él la transmite a sus comunidades. El argumento de Joaquim Jeremias, defendiendo que en 1 Corintios se transmite una antigua tradición de la Iglesia y de ningún modo una revelación de Jesús a Pablo cuyo contenido traslada él luego, no es válido. En primer lugar, porque no convence la argumentación de que Pablo esté utilizando términos técnicos rabínicos «recibir»/«transmitir» que solo se utilizan para una tradición comunitaria. Este argumento cae por los suelos considerando el inicio del tratado Abot («Padres») de la Misná que comienza así:

Moisés recibió (qibbel) la Torá (la Ley) del Sinaí (es decir, de Dios) y la transmitió (masar) a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas, y los profetas a los Hombres de la Gran Asamblea…

Es evidente que el uso de los términos «recibir»/«transmitir» no significa siempre en el judaísmo que se recibe una tradición de hombres, o comunitaria, que luego se transmite. La presunta tradición puede ser una revelación divina. Este es el caso de Pablo, quien afirma repetidas veces haber recibido su «evangelio» por revelación y ser un hombre que vive espiritualmente de esas revelaciones.

Se refuerza esta opinión con los datos, ya bien conocidos, de que los judeocristianos de Jerusalén —a pesar de confesar que Jesús era el mesías verdadero— seguían siendo fieles judíos que albergaban una devoción extraordinaria por el Templo; Santiago, el hermano del Señor, el dirigente de la Iglesia de Jerusalén, según Hegesipo (mediados del siglo II) citado por Eusebio, Historia Eclesiástica II 23,44-8, era «llamado ‘justo’ por todos, desde los tiempos de Jesús hasta los nuestros… porque era justo desde el vientre de su madre. No bebía vino ni bebida espirituosa; no comía carne; la cuchilla no ascendió a su cabeza, ni se ungía con aceite ni utilizaba los baños (es decir, era nazireo), acostumbraba entrar solo en el Templo y de rodillas rezaba a Dios para que perdonara al pueblo. Y de tanto estar así, sus rodillas se pusieron duras como las de un camello…».

La realización de un acto sacramental, expiatorio, fuera del Templo, estaba estrictamente prohibida en el judaísmo; por tanto, para estos piadosos judíos también. Practicar la eucaristía tal como la describe Pablo —además, con el significado de una ‘nueva alianza’— hubiera supuesto un acto de ruptura con el sistema religioso judío, hubiera significado fundar de hecho una religión nueva… En el judaísmo no cabe ni por asomo la idea de la «comunión o ingestión del dios». Y la eucaristía cristiana, con su ingestión de vino y pan como sangre y cuerpo de Cristo se parece muchísimo a este concepto. Por último, para un buen judío comer el cuerpo de un Jesús divinizado, o sobre todo beber su sangre, aunque todo fuera entendido simbólicamente, era absolutamente imposible. Es probable que lo consideraran un rito parecido a la omofagia (comer carne cruda) de los ritos dionisíacos y que fuera hasta repugnante para su sensibilidad, acostumbrada a la ley de Lv 17,14.

En síntesis, el que los miembros de la Iglesia de Jerusalén practicaran una eucaristía de tipo paulino hubiera sido abolir cuatro puntos fundamentales del judaísmo de su tiempo, del que eran fieles adeptos, a saber: la piedad apegada al Templo; el valor del sacerdocio derivado de Aarón; los «sacramentos» de expiación del judeocristianismo; la alianza establecida por Dios en el Sinaí, reemplazada por otra nueva. Tampoco convencen en absoluto los argumentos de muchos investigadores, que siguen a Joaquim Jeremias, de que estos dos textos primitivos (Hechos de los Apóstoles y Didaché) no citan la eucaristía porque era un «secreto» que había que guardar ante los paganos, como hacían los adeptos de las religiones de misterios. En nuestra opinión, ocurría exactamente lo contrario: los cristianos paulinos estaban interesadísimos en sostener ante esos adeptos a los misterios que la eucaristía cristiana era muy superior en todos los sentidos a sus molestas, costosas y largas iniciaciones.

d) La tradición sobre la institución de la eucaristía no es sólida ni uniforme, pues los evangelistas, que escriben cronológicamente después del texto bastante claro de 1 Cor 11,23-26 (compuesto hacia el 54 d.C., respecto a la institución de la eucaristía) adoptan posturas distintas e inconsistentes: 1. Marcos y Mateo incluyen palabras eucarísticas, pero no mencionan la institución como tal y que la alianza sea nueva. 2. El texto breve de Lucas (22,15-19a) menciona solo las palabras eucarísticas sobre el pan; no hay institución; no hay vino; no hay alianza nueva. 3. El texto largo de Lucas (22,15-20: el que más se parece al de Pablo) menciona que la cena es pascual, trae palabras sobre el pan y el vino, menciona la institución del rito en memoria de Jesús y califica la alianza de nueva… Y añádase a estos argumentos lo dicho arriba sobre Hechos, la Didaché y el Cuarto Evangelio, que nada saben de la institución de la eucaristía como tal.

Esta variedad e inseguridad de la tradición da como resultado una conclusión bastante segura: la tradición sobre la institución de la eucaristía por parte de Jesús no es firme. Si hubiera habido una tradición bien asentada, tanto en las iglesias paulinas (Pablo; Marcos; Lucas), como en las independientes (Juan, pero en el fondo paulina también), y como en el grupo de los judeocristianos palestinos (tradición de los primeros capítulos de Hechos y la Didaché), de que Jesús había instituido una nueva alianza, que pronunció las palabras eucarísticas, que instituyó un rito/ memorial, etc., parece que habría más claridad y unanimidad entre los evangelistas.

e) Lo que es válido para el judeocristianismo, en tanto que judíos, o en su aspecto de judíos practicantes de la Ley, es válido igualmente —y en mayor grado— para el Jesús histórico. Sobre este ha quedado ya como axioma firme de la investigación, incluso de la católica, que Jesús «se mantuvo siempre fiel al judaísmo»2. Por tanto, es difícilmente aceptable que un judío fiel como Jesús quisiera fundar un culto nuevo o una religión nueva (Senén Vidal mismo lo admite). En ese caso es impensable que instituyese la eucaristía tal como la presenta Pablo y, tras sus pasos, el Evangelio de Marcos, cuya fuente de inspiración es Pablo, a pesar de los aparentes argumentos en contrario de Joachim Jeremias. Es difícil admitir que pueda adscribirse al Jesús histórico que él «llegó al final de su vida a la idea de que con la nueva mediación de él como agente mesiánico» aceptaba su muerte como última exigencia de Dios para que llegara el Reino, de modo que resultaba «superada la mediación del culto en el Templo». Por muy suave que sea la interpretación de estas palabras en el lenguaje de Vidal, son demasiado fuertes para que constituyan el pensamiento de un Jesús que dos o tres días antes de morir acababa de entrar como «rey mesiánico» en Jerusalén (así Vidal) y que acababa de hacer el signo del Templo que tenía como finalidad afirmar que en un futuro muy próximo Dios volvería a construir uno nuevo y puro, no hecho por mano de hombres, que cumpliera exactamente sus funciones. Ese Jesús tenía plena conciencia del valor perenne de todas las funciones de un Templo debidamente puro; por ello nos parece imposible que Jesús, en cuarenta y ocho horas, cambiara a la idea de que el valor expiatorio del Templo quedaba anulado. Con otras palabras, es muy difícil aceptar que en la última cena apareciera un Jesús que tiene ya claro que su muerte tenía «fuerza de expiación». Naturalmente todo depende de lo que se entienda por «expiación». Si se comprende por este vocablo lo que entiende Senén, a saber, que «con la aceptación de su muerte se eliminaban las barreras que impedían que Dios actuara creativamente con el pueblo elegido para crear la nueva humanidad en el Reino» y que «su muerte debía significar la superación de la maldad del pueblo judío rebelde, es decir, debía tener fuerza de expiación», quizás podría aceptarse (con muchas dificultades, pues todo suena a teología cristiana). Ahora bien, no es eso, ni mucho menos, lo que el cristianismo inmediatamente posterior entenderá por «expiación», que significa anulación de los pecados de toda la humanidad conseguida por una muerte vicaria. La palabra puede ser la misma; el significado profundo es muy diferente, como indico a continuación.

f) Lo mismo puede decirse de la afirmación de Senén Vidal de que «Jesús ya tenía clara la idea de que su muerte era salvadora». Todo depende de qué se entiende por la palabra «salvación». Los requisitos para la salvación del ser humano en Jesús y Pablo son radicalmente distintos, y lo defendemos ampliamente [p. 61]. Y sostenemos también que no puede verse «en las palabras del rito del pan, al comienzo de la cena, y en el rito de la copa, al final de ella un acto de expiación/salvación en la mente de Jesús». El sentido teológico de la expiación del cristianismo es más bien un concepto griego, no judío: se trata de una muerte vicaria: alguien, justo-no pecador, que muere en vez de otros injustos-pecadores que son los que deberían morir. Sin duda alguna, nos parece que la muerte del Jesús histórico, tal como él pudo interpretarla, no fue una muerte vicaria. Sin embargo, Vidal parece entenderlo así, aplicándolo al final en cruz de Jesús, como si estuviera ya muy claro en su pensamiento, y como si hubiera una perfecta continuidad entre el concepto de expiación en el judaísmo, en el de Jesús y en el cristianismo posterior.

Para el judaísmo de los años de Jesús —e igualmente para él—, la expiación solo podía realizarse en el Templo; el sentido de expiación atribuido a la muerte de los mártires macabeos (véase 2 Mac 6,8 y 7,37-38, que son los únicos textos para sustentar esta opinión, «Que los jóvenes arrostren una muerte noble por amor a nuestra santa y venerable Ley…»; «Yo, lo mismo que mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de nuestros padres, suplicando a Dios que se apiade pronto de mi raza…») se fundamenta en estos pasajes… ¡que no prueban nada! La expiación en el sentido de «morir en lugar de otros» y con ello eliminar el pecado ante Dios por ese sacrificio es, en mi opinión, un concepto totalmente ajeno a Jesús y al judaísmo, y es mucho más propio de la religiosidad grecolatina. La noción de expiación en el judaísmo solo puede restringirse a una especie de eliminación de obstáculos para que Dios actúe, una suerte de meter prisa a Dios para que active sus actos de salvación. Pero eso no es propiamente una expiación por los pecados, que en tiempos del Jesús judío solo se lograba por el arrepentimiento interior, y era solo refrendada y confirmada externamente por un sacrificio en el Templo. Nada de esto queda claro en el libro de Vidal. De esto ha escrito convincente y brillantemente Henk S. Versnel3.

8. Puede ser cierta la explicación de Vidal de que, con la asunción de su muerte, cambiara en Jesús el sentido de inmediatez de la venida del Reino: la realización de este se trasladó hacia un futuro impreciso aunque definitivo. Por ello afirmó Jesús que «no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). Igualmente pudo albergar la idea, como buen judío piadoso, de que como agente mesiánico debía ser resucitado por Dios para disfrutar del Reino y que ello implicaría la «posterior entronización por parte de Dios como soberano mesiánico». Ahora bien, ya no me parece una conclusión probable la siguiente: «De este modo se explican los dichos de Jesús sobre el Hijo del Hombre como juez futuro que hablan de su futura parusía y de que ha de ser el juez de vivos y muertos». Aunque cada uno de estos dichos pueda tener rasgos debidos a la teología de los cristianos y no a la de Jesús, «el conjunto no se explica sin un apoyo en un núcleo en el Jesús histórico». Esto último no lo creo posible, ni siquiera para el conjunto de esos dichos después del concienzudo estudio de todos ellos elaborado, tras muchos años, por el arameísta Maurice Casey en su obra4.

M. Casey observa atinadamente que muchos de estos dichos sobre el Hijo del Hombre están pensados en griego, no en arameo, la lengua de Jesús; que no se corresponden con la estructura de los dichos auténticos del Nazareno que son fácilmente retrotraducibles al arameo; y que están plagados de conceptos adscribibles a la teología pospascual. Ni siquiera pueden considerarse al estilo de algunas sentencias auténticas de Jesús que pensaban en la posibilidad de su muerte y futura resurrección. Por tanto, no caben en el tercer proyecto de Jesús, ni en ninguno.

EL JESÚS DE SEAN FREYNE

Jesús, un galileo judío. Una lectura nueva de la historia de Jesús [2004], trad. de José P. Tosaus, Verbo Divino (Colección Ágora 22), Estella, 2007, 280 pp.

1. Como indico [p. 204], Freyne se acerca a los evangelios de un modo multidisciplinar, sobre todo recogiendo cuantos datos puedan ofrecernos la arqueología y la antropología. Nuestro autor estudia cómo pudo afectar al Nazareno la «ecología» de Galilea unida a la tradición de los libros sagrados que Jesús veneraba, su Biblia judía en relación con Galilea. Freyne sostiene que Jesús veía a Galilea y sus gentes desde la perspectiva de su fe en el Dios creador, fuente de la fertilidad de la tierra, y que esta creencia básica coloreó no solo la forma itinerante de su ministerio, como ocurrió con Abrahán, sino también su contenido: la creación daba muestras de la sabiduría divina, y la tierra y sus frutos debían ser bien tratados con los ojos puestos en que son propiedad de Dios. El empleo perverso del país por los terratenientes, la pésima situación de los pobres desposeídos de sus tierras, condicionaron sin duda que Jesús eligiera a los pobres como auditorio preferido para la proclamación del Reino y su contenido.