Los libros del Nuevo Testamento - Antonio Piñero - E-Book

Los libros del Nuevo Testamento E-Book

Antonio Piñero

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No existe hasta la fecha una edición de los veintisiete libros del Nuevo Testamento meramente histórica, efectuada con criterios estrictamente académicos, no confesionales, sin ninguna tendencia religiosa previa. La correcta comprensión de textos escritos hace casi dos milenios exige una labor explicativa basada en conocimientos literarios e históricos, no solo teológicos. Contemplar Los libros del Nuevo Testamento con nuevos ojos tras el mismo tratamiento crítico deparado a cualquier otro texto de la Antigüedad grecolatina presenta a menudo un sentido diferente y más interesante si cabe. Esta mirada sobre Los libros del Nuevo Testamento se sustenta en una cuidada traducción acompañada de amplias introducciones y notas, que tienen como objeto cubrir todas las dimensiones filológicas, literarias, históricas y religiosas relevantes para comprender los textos en el marco de su transmisión, con las variantes textuales más importantes, aclaración de vocablos y conceptos y exposición de problemas interpretativos o discusiones sobre la historicidad de dichos y hechos. La búsqueda de la máxima objetividad va unida al deseo de que el lector, tras hacerse una idea de las opiniones diferentes expresadas en el comentario, se forme la suya propia independiente de la de los autores. «Antonio Piñero hoy en día es reconocido como uno de los principales expertos del Nuevo Testamento a nivel mundial». (ABC) «El filólogo Antonio Piñero es uno de los grandes referentes mundiales en cristianismo primitivo». (Faro de Vigo)

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Los libros del Nuevo Testamento

Los libros del Nuevo TestamentoTraducción y comentario

Edición de Antonio Piñero

Colaboradores: Gonzalo del Cerro, Gonzalo Fontana,Josep Montserrat, Carmen Padilla, Antonio Piñero

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Religión

 

 

 

Primera edición: 2021Segunda edición: marzo 2022Tercera edición: octubre 2022

 

© Editorial Trotta, S.A., 2021, 2022Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61E-mail: [email protected]://www.trotta.es

© Antonio Piñero, edición, 2021

© Gonzalo del Cerro, Gonzalo Fontana, Josep Montserrat, Carmen Padilla, Antonio Piñero, colaboradores, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-055-6Depósito Legal: M-27270-2021

CONTENIDO

Prólogo

Abreviaturas

Introducción general: Antonio Piñero

CARTAS AUTÉNTICAS DE PABLO

Introducción

Primera carta a los tesalonicenses

Carta a los gálatas

Primera carta a los corintios

Segunda carta a los corintios

Carta a los filipenses

Carta a Filemón

Carta a los romanos

EVANGELIOS SINÓPTICOS

Introducción

Evangelio de Marcos

Evangelio de Mateo

Evangelio de Lucas

HECHOS DE APÓSTOLES

Introducción

Hechos de Apóstoles

CARTAS ATRIBUIDAS A PABLO

Introducción

Carta a los colosenses

Carta a los efesios

Segunda carta a los tesalonicenses

CARTA A LOS HEBREOS

Introducción

Carta a los hebreos

ESCRITOS JOÁNICOS

Evangelio de Juan

Primera carta de Juan

Segunda carta de Juan

Tercera carta de Juan

REVELACIÓN/APOCALIPSIS

Introducción

Revelación/Apocalipsis

CARTAS COMUNITARIAS

Introducción

Primera carta a Timoteo

Segunda carta a Timoteo

Carta a Tito

CARTAS UNIVERSALES

Carta de Jacobo

Cartas de Judas y primera y segunda carta de Pedro

Carta de Judas

Primera carta de Pedro

Segunda carta de Pedro

Índice analítico de materias

PRÓLOGO

El presente libro es una edición de los veintisiete libros del Nuevo Testamento traducidos directamente de la lengua original, el griego, con introducciones y aclaraciones de su texto desde una perspectiva puramente histórico-crítica y aconfesional, es decir, sin ninguna tendencia religiosa previa.

El texto griego, base de este volumen es —con pequeñas alteraciones debidamente fundamentadas en notas— el de la edición crítica del Novum Testamentum graece, 28.ª edición, designada como «Nestle-Aland28» (citada N-A28) publicada por la Deutsche Bibelgesellschaft, de Stuttgart en 2012. El texto crítico ha sido elaborado por un equipo muy numeroso de investigadores y, por consenso general, se considera el mejor de los existentes en la actualidad.

La necesidad de la presente publicación en lengua castellana nos parece tanto más acuciante cuanto que, a pesar de la proliferación de versiones del Nuevo Testamento en el mercado, hasta la fecha no existe una interpretación meramente histórica y efectuada con criterios estrictamente académicos. Los textos de este corpus —así como los personajes y fenómenos que en ellos aparecen— son objeto no de una apreciación religiosa, sino fruto de una investigación independiente, y están sometidos al mismo proceso de tratamiento crítico deparado a cualquier otro texto de la Antigüedad grecolatina. En efecto, si bien los libros del Nuevo Testamento constituyen los escritos fundacionales del cristianismo que resultó vencedor en los primeros siglos de su historia, son ante todo un jalón importante de la literatura griega, así como una obra medular del acervo de la cultura universal.

El planteamiento puramente histórico y de crítica literaria, apoyado en el sustrato de la investigación académica, puede arrojar como resultado una mirada relativamente nueva sobre los libros del Nuevo Testamento, que podría incluso conducir a un redescubrimiento de estas obras por parte del lector, independientemente de sus creencias. El supuesto subyacente a la obra es que la correcta comprensión del sentido de textos escritos hace casi dos milenios exige una labor explicativa basada en conocimientos históricos y literarios. De ahí las amplias introducciones y notas de esta edición, que tienen como objeto cubrir todas las dimensiones filológicas, literarias, históricas y religiosas, relevantes para la comprensión del texto, es decir, cómo este se ha transmitido, con las variantes textuales más importantes, aclaración de vocablos y conceptos, existencia de paralelos, exposición de problemas interpretativos o discusiones sobre la historicidad de dichos y hechos. La elaboración de las introducciones y notas pretende responder al espíritu de las instituciones universitarias dedicadas a la comprensión y aclaración de importantes textos por medio de los instrumentos filológicos más adecuados.

En esta edición, el deseo expreso de unir la aconfesionalidad con la laicidad no militante, que no aboga por la defensa de posición ideológica alguna, aclara el que a menudo se haga notar el carácter puramente probable que conllevan muchas explicaciones. Para elucidar el significado de textos antiguos han de formarse hipótesis interpretativas plausibles y razonables, pero al fin y al cabo hipótesis, no certezas. La interpretación de los textos es una labor histórica y filológica, y es sabido que la historiografía se caracteriza a menudo por su tarea de reconstrucción hipotética de la realidad que fue, pero que no se conoce plenamente por falta de medios. Por este motivo abundan en las introducciones y notas las expresiones «es probable», «quizás», «podría ser» y otras semejantes, que manifiestan la búsqueda en todo momento de la máxima objetividad y el deseo de que el lector no sea conducido a una falsa seguridad, con lo cual, en ocasiones, se le ofrecen varias posibilidades de interpretación sin decantarse por ninguna.

Igualmente, el mismo motivo explica que los distintos autores y colaboradores que hemos participado en la realización de esta obra no ofrezcamos las mismas explicaciones al mismo conjunto de textos. Pero ha sido interés general de todos, incluidos los dos colaboradores que se han dedicado especialmente a la tarea de traducción, no establecer ningún proceso de unificación forzada de nuestras hipótesis explicativas de las obras aquí editadas. Ello explica nuestras saludables diferencias incluso en la diversa amplitud de las introducciones y de las notas aclaratorias al texto, que son muestra de las características específicas de quien se hace responsable de la introducción, traducción y notas de cada obra.

Todos los textos han sido sometidos a varias revisiones. En las partes en las que ha sido posible recabar ayuda técnica, se ha puesto un especial cuidado en la revisión y en la resolución de las numerosas dudas ortográficas, específicas de los textos bíblicos, como es el uso de las mayúsculas.

Mostramos nuestra sincera gratitud a la editorial Trotta por su ayuda y consejo en todo momento y por la excelente edición de este volumen.

ANTONIO PIÑERO

ABREVIATURAS

LIBROS BÍBLICOS

Antiguo Testamento/Biblia hebrea y Setenta (LXX)

1 Cro

Libro primero de Crónicas

2 Cro

Libro segundo de Crónicas

1 Mac

Libro primero de Macabeos

2 Mac

Libro segundo de Macabeos

1 Re

Libro primero de Reyes

2 Re

Libro segundo de Reyes

1 Sam

Libro primero de Samuel

2 Sam

Libro segundo de Samuel

Am

Amós

Ba

Baruc

Ct

Cantar de los Cantares

Dn

Daniel

Dt

Deuteronomio

Ecles

Eclesiastés

Eclo

Eclesiástico

Esd

Esdras

Est

Ester

Ex

Éxodo

Ez

Ezequiel

Gn

Génesis

Ha

Habacuc

Is

Isaías

Jb

Job

Jc

Jueces

Jdt

Judit

Jl

Joel

Jon

Jonás

Jos

Josué

Jr

Jeremías

Lam

Lamentaciones

Lv

Levítico

Mi

Miqueas

Ml

Malaquías

Nah

Nahún

Ne

Nehemías

Nm

Números

Os

Oseas

Pr

Proverbios

Rt

Rut

Sal

Salmos

Sb

Sabiduría

Sof

Sofonías

Tob

Tobías

Za

Zacarías

Nuevo Testamento

1 Cor

Primera carta a los corintios

2 Cor

Segunda carta a los corintios

1 Jn

Primera carta de Juan

2 Jn

Segunda carta de Juan

3 Jn

Tercera carta de Juan

1 Pe

Primera carta de Pedro

2 Pe

Segunda carta de Pedro

1 Tes

Primera carta a los tesalonicenses

2 Tes

Segunda carta a los tesalonicenses

1 Tim

Primera carta a Timoteo

2 Tim

Segunda carta a Timoteo

Col

Carta a los colosenses

Ef

Carta a los efesios

Flm

Carta a Filemón

Flp

Carta a los filipenses

Gal

Carta a los gálatas

Hb

Carta a los hebreos

Hch

Hechos de Apóstoles

Jac

Carta de Jacobo/Santiago

Jds

Carta de Judas

Jn

Evangelio de Juan

Lc

Evangelio de Lucas

Mc

Evangelio de Marcos

Mt

Evangelio de Mateo

Rev

Revelación/Apocalipsis

Rm

Carta a los romanos

Sant

Carta de Santiago/Jacobo

Tit

Carta a Tito

OTRAS ABREVIATURAS

1QS

Regla de la Comunidad

1QM

Regla de la guerra

1QH

Himnos del Maestro de Justicia

INTRODUCCIÓN GENERAL

Antonio Piñero*

I. EL NUEVO TESTAMENTO EN SU CONJUNTO

1. El Nuevo Testamento es un conjunto de libros

El Nuevo Testamento es el testimonio más antiguo de lo que hoy llamamos «literatura cristiana primitiva». Desde el punto de vista de la lengua, está todo él sin excepción escrito en griego, por lo que forma parte indudable de la historia de la literatura griega antigua. Sin embargo, el Nuevo Testamento en su conjunto se presenta a sus lectores no como simple literatura, sino como el primer depósito cristiano de lo que un ser humano debe conocer para obtener la salvación, una vida más allá de la muerte.

El Nuevo Testamento tiene el formato de un solo libro, pero en realidad es un conjunto de libros, a veces muy dispares entre sí. Este hecho explica su riqueza, pero al mismo tiempo hace imposible una lectura única. A la vez, sin embargo, este primer corpus cristiano tiene una unidad de fondo, ya que es el primer intento de variados autores por comprender la historia del mundo y del ser humano a la luz de lo que, según ellos, eran los planes salvadores de Dios manifestados en Jesús de Nazaret, en su vida, su predicación, su muerte y resurrección. Todos los escritos que encontramos en este corpus buscan presentar de uno u otro modo esta concepción, sea cual fuere su autoría y su formato literario concreto.

El espacio cronológico que ocupa este corpus de escritos va probablemente desde el 51 e.c., momento en el que se escribió su primera obra, la Primera carta a los tesalonicenses de Pablo de Tarso, y se cierra convencionalmente en torno al 135, fecha que señala el fin del segundo gran levantamiento judío contra Roma en tiempos de Adriano. Es este también el posible momento de composición de la denominada Segunda carta de Pedro, en realidad de autor desconocido. Cada escrito dentro de este conjunto unitario que mantiene una fe más o menos común es obra de un autor individual con sus perspectivas e intereses particulares, que son también probablemente los del subgrupo cristiano al que pertenece. Las diferencias conceptuales se explican en parte porque la composición del Nuevo Testamento se extendió no solo durante esas décadas, sino también por diversas regiones geográficas y ambientes distintos. Salvo las cartas genuinas atribuidas a Pablo de Tarso, siete en total, el resto de las obras del Nuevo Testamento —con la excepción de la Revelación, «firmada» por un anciano («presbítero») llamado Juan, pero del que nada cierto sabemos— es anónimo. La tradición secundaria cristiana desde mediados del siglo II procuró poner rostro y nombre a los autores de tales obras, pero esta pretensión ha sido desmontada por la ciencia histórica.

Para lograr los efectos de propaganda de la fe en Jesús como mesías, sus seguidores utilizaron los medios literarios que tenían a su alcance, moldeándolos para sus fines: cartas personales o de contenido ideológico; pequeños tratados, por ejemplo, sobre los modos correctos de la vida cristiana, o disertaciones más abstractas sobre ética; formas literarias menores como discursos o sermones; bloques de comparaciones, semejanzas y parábolas; relatos e historias en torno a Jesús, por ejemplo, de sus milagros o acciones prodigiosas; otras narraciones sobre sus seguidores o «Hechos de Apóstoles»; himnos, salmos y composiciones de tipo cultual-litúrgico, como fórmulas de alabanza o «bendición» de Dios; colecciones de textos sobre revelaciones acerca del fin del mundo o sobre la vida tras la muerte, designados posteriormente como «apocalipsis». Todos estos géneros literarios habían sido utilizados ya entre los autores de la literatura judía de época helenística (desde el siglo III a.e.c. al I e.c.), pero adquirieron parcialmente nuevos contornos al ser usados de nuevo por los escritores judeocristianos. Algunas de estas formas literarias estaban también en boga entre los rabinos judíos, sobre todo a partir del siglo I e.c., como, por ejemplo, la reunión de dichos y sentencias de un maestro famoso de la Ley, con sus comentarios correspondientes, o la colección de parábolas, anécdotas y hechos prodigiosos de ciertos rabinos insignes.

2. El Nuevo Testamento es tradición, interpretación y acomodación

Durante los años 30-135 e.c., el magma de las tradiciones sobre Jesús y sus sucesores —incontroladas sin duda, a pesar de afirmaciones en contrario, y muchas de ellas no merecedoras del nombre estricto de «tradición» porque son producto de profetas o maestros cristianos— se fue consolidando, transmitiendo e interpretando. Dentro de este proceso, el corpus del Nuevo Testamento se va componiendo a base de tres elementos básicos: a) tradiciones (ya fueran reales o creadas posteriormente como tales) sobre Jesús considerado como el Mesías, sobre todo después de su muerte: sus hechos, sus dichos y su muerte/resurrección; b) interpretación de estas tradiciones por diversos métodos, en especial su iluminación con textos de la Biblia hebrea por medio de unas técnicas y esquemas de exégesis propios de la época, y c) acomodación de las tradiciones ya interpretadas a las circunstancias de cada comunidad concreta a la que iba dirigida cada obra particular del Nuevo Testamento. Este último aspecto necesita poca aclaración teórica por lo que ampliaremos sobre todo los dos primeros.

La tradición sobre Jesús empezó a formarse con los recuerdos de su persona y su obra inmediatamente después de su muerte, debido a la firme creencia de los discípulos de que había resucitado y de que de algún modo vivía entre ellos. Durante un cierto tiempo la transmisión fue oral, pero pronto se fue poniendo también por escrito, aunque no toda por igual. Es probable que lo primero que se puso por escrito en una hoja simple de papiro, o en un rollo o códice, fuera lo que más se necesitaba para la proclamación del Evangelio: suponemos que cada predicador cristiano con posibilidades económicas copió para sí, en una especie de vademécum, dichos y sentencias de Jesús, una relación de milagros, de parábolas y quizás también un florilegio de textos de la Escritura que probaban que Jesús era el mesías prometido. En torno a estas tradiciones acerca del personaje central recordado, Jesús, se formaron otras tradiciones respecto a la vida en común de sus primeros seguidores, en concreto, sobre el bautismo, o rito de entrada en el grupo, sobre la fracción del pan, como conmemoración de la «última cena del Señor», más otras que formulaban alguna solución a problemas teológicos, morales o de convivencia mientras la comunidad esperaba la segunda y definitiva llegada de su señor y mesías.

Esta «tradición» no fue nunca algo fijo, sino que se fue engrosando por medio del añadido de otras tradiciones, o bien de ampliaciones secundarias, gracias a las explicaciones de los maestros o de los profetas cristianos que pretendían hablar en nombre del espíritu de Jesús y con la misma autoridad que este. Las parábolas ilustran este hecho. Se trata fundamentalmente de comparaciones de una realidad espiritual con hechos u objetos de la vida cotidiana. En un principio debieron de conservarse con bastante exactitud en la memoria de los primeros testigos porque eran piezas literarias llenas de viveza y de ritmo, de fácil comprensión. Pero dentro de las comunidades que las conservaron, los profetas cristianos que enseñaban en su nombre atribuyeron nuevas parábolas a Jesús, las que realmente provenían de él sufrieron adiciones destinadas a mejorar su intelección, o bien perdieron el carácter de mera comparación y se convirtieron en alegorías de la vida espiritual; también se les añadieron nuevas conclusiones para obtener un mejor provecho de su enseñanza. Finalmente, cuando los evangelistas las recogieron, debieron de sufrir nuevos cambios, pues se les proporcionó un marco biográfico dentro de la historia de Jesús, y probablemente se hicieron ulteriores modificaciones para que esas parábolas adquirieran un mejor sentido en el lugar en el que estaban encuadradas dentro de cada evangelio.

Lo mismo que con las parábolas ocurrió con otros dichos de Jesús, o las historias de sus milagros y curaciones, etc., e igualmente con todo ese material reunido luego y transformado en un libro. Las diferencias de perspectivas sobre el Nazareno (o Nazoreo) entre las obras del Nuevo Testamento se deben en parte a cómo se transmitió el material pretendidamente tradicional, a cómo los diferentes autores combinaron los elementos de este material y a cómo los amoldaron a las circunstancias concretas o a las necesidades de sus lectores. Parece claro, según la crítica consensuada, que ninguna tradición se transmitió simplemente, sino que fue acomodada a las exigencias de los tiempos. Así pues, el Nuevo Testamento es el producto final y por escrito de este proceso de transmisión de la «tradición», de su interpretación, de la reflexión teológica —generada a veces muy rápidamente— sobre ella y de nuevas reinterpretaciones o acomodaciones. El estudio científico del Nuevo Testamento permite bucear en este complejo proceso e intentar la separación de lo que es lo primitivo en la tradición, qué pertenece básicamente al relato más antiguo sobre Jesús de Nazaret, o bien qué fue añadido a ella como interpretación o reflexión.

Dentro del grupo de los que reinterpretaron la tradición sobre el mesías, Jesús, como propaganda de su fe en él, ocupa un lugar preponderante en el Nuevo Testamento la figura de Pablo de Tarso. De los veintisiete escritos que lo componen, se le atribuyen catorce, con justeza o no; de momento la cuestión no es relevante. Solo por este hecho cuantitativo podemos deducir ya que la formación del Nuevo Testamento como canon, o lista de libros sagrados, se mueve —aparte, naturalmente, de Jesús de Nazaret— en torno al legado de Pablo. Ni siquiera la figura de Pedro puede comparársele, ni de lejos, en el cuadro de las obras que forman el Nuevo Testamento. Esta percepción se corrobora cuando el análisis crítico descubre, por ejemplo, que los cuatro evangelistas dependen, en las líneas maestras de su interpretación de la figura y misión de Jesús, mucho más de la teología de Pablo que de la de Pedro, cuya mentalidad era cerradamente galilea, o de la de cualquier otro apóstol; y que incluso las epístolas atribuidas a Pedro en el Nuevo Testamento son de clara teología paulina. O, por citar un caso más sorprendente, uno de los pilares de la presunta teología judeocristiana autónoma, la Carta de Judas, depende estrechamente de 1 Corintios para su descripción de los heterodoxos a los que ferozmente critica.

El que un escrito tenga una concepción paulina de Jesús se descubre comparando sus ideas con otras perspectivas teológicas transmitidas por el Nuevo Testamento mismo. En líneas generales, esta concepción consiste en atribuir a Jesús una dignidad muy superior, casi divina, a la de mero profeta o mesías terreno; en interpretar su muerte y resurrección como eventos redentores con los que cambia la historia no solo de Israel, sino de la humanidad e incluso del mundo. Esa muerte debe considerarse como un sacrificio ofrecido a Dios en un acto decidido por la divinidad misma desde toda la eternidad; la cruz es la oblación a Dios de la vida de su agente mesiánico como reparación, o rescate, por los pecados de los seres humanos hasta el momento. Este sacrificio es «vicario», a saber, es la ofrenda de la propia vida de un justo en pro de la vida y salvación de otros muchos que merecían morir por su calidad de malvados, concepto este que es mucho más griego que judío. Pero a esta muerte sigue la resurrección como vindicación divina de su sacrificio; el mártir por toda la humanidad recibe una magnífica recompensa.

El objetivo de todos los fieles ha de ser conseguir una resurrección como la de Jesús, en la idea de que participarán de ella tras una vida sin pecado observando la ley del Mesías. La apropiación del valor redentor de la cruz debe ser efectuada en cada individuo por la aceptación, gracias a un acto de fe en Dios y en su mesías, de que ese evento sacrificial fue el acto supremo de la salvación universal. Ser paulino es pensar también que, gracias a la redención obrada por Jesús, todos los paganos, y no solo los judíos como pueblo elegido, tienen la posibilidad de salvarse en pie de igualdad con estos. Aunque la ley mosaica siga siendo obligatoria en todos sus términos para los judíos, en adelante no será totalmente válida para los gentiles conversos, pues hay partes de ella que afectan solo a los judíos: lo concerniente a la circuncisión, los alimentos y la pureza ritual. Este cambio expresa que Dios ha decidido que el Mesías tenga sobre la tierra el poder de interpretar la ley de Moisés y aplicarla a la salvación de toda la humanidad. A la vez, la moral se convierte para los gentiles conversos al Mesías ante todo en una ética universal, procedente en gran parte de su mismo ambiente pagano, cuyas normas están expresadas negativa y positivamente por el Mesías.

Por último, a priori y por tratar siempre en el fondo sobre ideas que tienen su raíz y base en la figura real de Jesús de Nazaret aparezca o no expresamente citada, es claro que el Nuevo Testamento pretende estar contando eventos históricos y no voluntariamente legendarios, de pura fantasía. Y si los narra de hecho, los autores creen firmemente que han sucedido tal como se cuentan. Pero, dado que detrás de todo lo narrado se ve la mano de Dios que salva al ser humano, hay que decir que ninguna página del Nuevo Testamento es pura historia: no presenta los dichos o las acciones de sus personajes por sí mismos, ni por el interés en sí de lo ocurrido como susceptible de investigación histórica, sino dentro del plan divino de salvación de la humanidad por medio de Jesús.

3. El texto del Nuevo Testamento y su edición

Ninguno de los veintisiete escritos de este conjunto fue compuesto en arameo, ni siquiera los evangelios más primitivos. El análisis crítico ha demostrado que no hay ninguna obra del Nuevo Testamento que fuera redactada en esa lengua, o en hebreo. Todo él fue escrito en griego, incluso el Evangelio de Mateo, aunque la tradición del siglo II afirme que este escribió primero su obra en arameo y que cada uno la tradujo como pudo. Ello nos indica que nuestro corpus no es precisamente un producto directo del bloque judeocristiano primitivo, de lengua aramea —al que pertenecían los apóstoles Pedro y Juan, más Jacobo el hermano de Jesús, grupo que predicaba el acontecimiento de Jesús solamente a los de la circuncisión, a los judíos de Israel ante todo—, sino que se formó en el ámbito de las comunidades helenísticas de lengua griega, unas nacidas antes de la obra de Pablo (Hch 8 y 11,20) pero que sufrieron su influencia después, y otras de cuño netamente paulino surgidas durante su vida o la de sus inmediatos seguidores.

La lengua de los autores del Nuevo Testamento es la llamada «koiné», o idioma común griego, empleado sobre todo en el Mediterráneo oriental en la época que va desde el siglo IV a.e.c. hasta bien entrado el siglo Ve.c., por múltiples pueblos integrados dentro del Imperio romano, de orígenes étnicos diversos. En Roma misma, la lengua griega helenística era de uso común en capas elevadas de su población en el siglo I, por lo que toda persona que se considerara culta debía conocerla suficientemente. El uso de este idioma y no el arameo occidental, por ejemplo, la lengua materna de Jesús sin duda, tiene su importancia para el Nuevo Testamento, porque con el lenguaje va unida una cierta visión del mundo y su interpretación.

No conservamos la versión que salió de la pluma de ninguno de los autores de las veintisiete obras del Nuevo Testamento, sino que el texto griego que traducimos está basado en copias de copias, con las alteraciones que ello supone. Los originales se han perdido, al parecer, irremisiblemente. Pero de esas copias de copias conservamos en su conjunto cerca de seis mil, sobre todo en pergamino, y entre ellas hay 129 papiros, algunos muy antiguos.

Estos manuscritos —que muchos denominan «testigos» del Nuevo Testamento— se dividen en unciales, minúsculos y leccionarios. Los unciales están escritos en letras capitales o mayúsculas; suelen presentar un texto seguido, sin separación de palabras, y los signos de puntuación o división de párrafos son muy escasos y arbitrarios. Se designan con una letra mayúscula, romana normalmente, y cuando estas no bastan ya, con números arábigos antecedidos del cero (A B C, etc./01 02 03, etc.). En algunos casos se han utilizado también letras del hebreo o del griego para designarlos. Los unciales suman un total de unos trescientos manuscritos, de los que solo unos pocos provienen de inicios del siglo IV. Los minúsculos están escritos en letra cursiva o minúscula. Casi todos proceden del siglo IX en adelante. Se designan con números arábigos sin el cero delante, y se suelen agrupar en familias (sigla f) para mayor facilidad de manejo. Suman unos 2800. Los leccionarios son textos que contienen una selección de pasajes de la Biblia hebrea y del Nuevo Testamento utilizados para las lecturas en las funciones litúrgicas. Los hay escritos en mayúsculas y en minúsculas, pero no existen para el libro de la Revelación/Apocalipsis. Los leccionarios son unos dos mil.

Muy importantes para reconstruir el texto del Nuevo Testamento son los papiros, casi todos procedentes de Egipto, y van desde los inicios del siglo III hasta el VII. Son casi 130. Hay dos colecciones importantes de ellos. La primera, denominada Chester Beatty por el nombre de su comprador hacia 1930, se halla en el museo Beatty de Dublín. La segunda, denominada Papiros Bodmer, también por el nombre de su comprador, Martin Bodmer, de Coligny, al lado de Ginebra, donde se conservan.

Uno de los bloques más antiguos del Nuevo Testamento son los restos de P45, de la colección Beatty, que tenía unas doscientas veinte páginas y contenía los cuatro evangelios y Hechos de Apóstoles, pero del que solo quedan unas seis páginas de Marcos, siete de Lucas y quince de Hechos. Se cree que procede del primer cuarto del siglo III.

Otro papiro Beatty famoso el es P46, que contenía el corpus paulino, incluido Hebreos y 2 Tesalonicenses. Es quizá más antiguo que el anterior, de en torno al año 200. Desgraciadamente se han perdido grandes porciones de Romanos y 1 Tesalonicenses, y 2 Tesalonicenses se ha perdido en su totalidad. El P47, también de las colección Beatty, es importante porque contiene restos de la Revelación de Juan. Se cree que es posterior cronológicamente a los dos anteriores, quizá del final del siglo III.

El texto más antiguo del Nuevo Testamento es el P52, conservado en la John Rylands Library de Mánchester. Es muy pequeño, como un sello de correos de gran tamaño, con el texto de Jn 18,31-33.37.38, mutilado ciertamente, pero reconocible sin duda y muy parecido al que hoy se reconstruye como original. Se fecha en torno al año 150, lo que significaría una distancia de solo cincuenta años respecto al texto del autor. Por ello es importantísimo a pesar de su pequeñez. Es un indicio de que el texto de los evangelios se fue transmitiendo con exactitud.

Otros de los importantes papiros son el P66 y el P75, ambos de la colección Bodmer, y que ofrecen textos de los evangelios. El primero, del cuarto Evangelio, con un texto que se correponde bastante con los tipos alejandrino y occidental, con algunas lecturas variantes que son únicas y por tanto interesantes. El segundo ofrece solo el texto de Lucas y de Juan, que es muy parecido al del códice Vaticano (=B/03), texto que ha sido denominado «neutro» por algunos estudiosos, desde la edición de Wescott-Hort. Además es muy antiguo, pues suele fecharse entre 175-225.

El total de variantes de este ingente número de testigos textuales suma más de 500000. La mayoría, sin embargo, no son importantes, pues son prácticamente solo variaciones ortográficas, gramaticales, de orden de palabras o de estilo (unas 300000). El resto sí lo son, aunque solo una minoría, que quizás no llegue a las doscientas, puede afectar de algún modo al dogma cristiano. Si se piensa que de variados autores de la Antigüedad grecolatina subsisten solo uno o varios manuscritos, muchos sin llegar a la decena, trabajar con la enorme cantidad de textos antiguos que hay del Nuevo Testamento es tarea ardua, casi imposible. Por ello la crítica textual del Nuevo Testamento —es decir, la disciplina científica que se dedica a estudiar los manuscritos y a establecer en lo posible las lecturas originales de cada autor u obra de este conjunto— ha intentado agrupar esos textos por «familias», a saber, por conjuntos de manuscritos emparentados entre sí, que dependen unos de otros y que tienen un «árbol genealógico» común: proceden de un texto base que se puede reconstruir en líneas generales. Entonces la crítica centra sus ojos en ese manuscrito base y no en sus descendientes. Además de las «familias», la investigación bíblica ha descubierto que hay unos tres o cuatro tipos de textos neotestamentarios —representados por un número suficiente de manuscritos— cuyas lecturas se repiten o son muy parecidas entre sí, y que suelen corresponder a zonas geográficas diferentes.

Como complemento al texto de los manuscritos directos, la crítica textual neotestamentaria tiene a su disposición antiguas traducciones a lenguas de las distintas iglesias de la primera época del cristianismo: versiones al latín (Italia, norte de África, Hispania, Galia), siríaco, copto (Egipto), gótico (tierras germánicas), etíope, etc. Su valor como testigo del texto antiguo varía en razón del manuscrito base del que fueron traducidas y de la antigüedad de la versión misma. Entre las más valiosas destacan la Vetus syra, o traducción siríaca antigua con sus diversas ramificaciones, la Vetus latina o versión latina antigua, la Vulgata (edición de Jerónimo) y la traducción copta o egipcia, con dos variantes principales: el dialecto del sur, o bohaírico, y el del norte, o sahídico.

A este conjunto hay que añadir el inmenso número de citas del Nuevo Testamento que pueden recogerse de las obras de los denominados «Padres de la Iglesia» desde los siglos II al IV/V. Se trata de citas antiguas, muchas veces anteriores a las de los mejores manuscritos, y que proceden de muy diversos lugares de la cristiandad primitiva. Pero a menudo estas citas no valen demasiado para la reconstrucción del texto original neotestamentario porque se nota que fueron hechas de memoria, lo que aumentaría innecesariamente el número de variantes en caso de tenerlas en cuenta.

El formato de estos «testigos» del Nuevo Testamento es muy uniforme. Aunque las copias más antiguas debían de tener el formato de rollo, lo cierto es que no se ha conservado ninguno. Todos los manuscritos descubiertos del Nuevo Testamento, incluso los más antiguos, tienen ya el formato de códice o libro. La inmensa mayoría de los testigos son incompletos. Solo tres unciales o «mayúsculos» (códice Sinaítico: 01/א; códice Alejandrino: A/02; Codex Ephraemi rescriptus: C/03) y 56 «minúsculos» contienen el texto completo del Nuevo Testamento. Dos unciales y unos ciento cincuenta minúsculos no tienen la Revelación. Los evangelios se encuentran en unos 2400 manuscritos; los Hechos de Apóstoles y las llamadas epístolas católicas en unos 660; los que conservan las cartas de Pablo se acercan a los 800, y los de la Revelación solo a los 300. Respecto a su fecha de copia puede decirse que el 65% proceden de los siglos XI al XIV, mientras que menos del 3% procede de los cinco primeros siglos.

En los que se refiere a las ediciones modernas del Nuevo Testamento, la primera edición del texto griego de este corpus, hecha a base del estudio comparado de manuscritos antiguos, fue realizada en Alcalá de Henares (Complutum, en latín) entre 1512 y 1513. En esta obra, el texto del Nuevo Testamento forma parte de la columna griega de una Biblia Políglota (en hebreo, arameo, griego y latín), la Complutense, que contiene también la edición de los Setenta (LXX). El Nuevo Testamento fue terminado el 10 de enero de 1514 como tomo V de la obra completa, pero fue el primero de la edición total, que se terminó de imprimir en 1517.

Ahora bien, esta edición complutense, de tipos griegos muy bellos y claros, y de un texto aceptable a los ojos de hoy, necesitaba el permiso papal para circular, permiso que no llegó hasta marzo de 1520. El editor Johan Froben, de Basilea, que se había enterado entretanto de lo que ocurría con el Nuevo Testamento complutense, y que percibió el interés del producto, decidió pedir al humanista y erudito Erasmo de Róterdam que hiciera a toda prisa una edición de ese texto griego para adelantarse a la hispana en el mercado. Y así fue. Erasmo trabajó a notable velocidad sobre unos cuantos manuscritos griegos que había en aquella ciudad, y el 1 de marzo de 1516 vio la luz pública otra edición del Nuevo Testamento, también con una versión latina. El trabajo se había hecho tan deprisa que el texto contenía múltiples errores; más aún, como de la Revelación solo había en Basilea un único manuscrito al que le faltaba la hoja final, Erasmo tradujo al griego literalmente una pequeña parte de la Vulgata latina.

La edición erasmiana era en sí bastante peor que la Complutense, pero fue poco a poco purgada de errores, y tuvo tal fortuna que un siglo más tarde se había convertido ya en el texto admitido (textus receptus) por todos, e intocable, como si procediera directamente del Espíritu santo. Durante más de trescientos años —y a pesar de que el estudio de los manuscritos griegos del Nuevo Testamento iba progresando enormemente y se hacían múltiples reproducciones del texto erasmiano a las que solo se añadían a pie de página numerosas variantes de muchos manuscritos— no hubo otra edición hasta que Karl Lachmann, en 1831, publicó en Berlín una radicalmente nueva, basada en manuscritos mucho mejores que los utilizados por Erasmo y por la Complutense, y con una selección de lecturas variantes muy técnica y científica. Esta novísima edición en todos los sentidos inició la carrera hacia la publicación de un Nuevo Testamento griego, diferente al erasmiano, que se acomodara a los rigurosos criterios filológicos con los que se editaban críticamente los textos antiguos de los autores grecolatinos.

La siguiente edición, que marcó los estudios de la crítica textual del Nuevo Testamento, fue la editio octava critica maior de L. F. C. von Tischendorf (Leipzig, 1869-1872). Esta tenía un inmenso aparato de lecturas variantes, y por este motivo es una edición que se sigue utilizando hasta hoy día. El hallazgo principal de esta edición fue la utilización de un nuevo manuscrito importantísimo, el Sinaítico (א/01), que el mismo Tischendorf había descubierto en un monasterio griego ortodoxo, el de Santa Catalina del monte Sinaí.

En 1881 B. F. Westcott y F. J. A. Hort publicaron en Cambridge una edición nuevamente revolucionaria del Nuevo Testamento en dos volúmenes (el primero con el texto griego, y el segundo con una introducción y un apéndice en el que se explicaba el método racional de edición de variantes), basada sobre todo en el manuscrito B (03) de la Biblioteca Vaticana y en el códice Sinaítico. Lo más importante de esta edición, aparte del texto en sí, fue la división del mismo en cuatro tipos textuales —sirio, occidental, alejandrino y neutro— que ayudaba enormemente a comprender cómo a partir de un presunto original autógrafo, el neutro, se había ido copiando o desvirtuando el texto en distintas regiones geográficas de un modo diverso. Una vez establecida la historia del desarrollo del texto, podía ayudar a restituir el que se consideraba original.

Hasta hoy día la crítica textual ha caminado por los senderos abiertos por Tischendorf y sobre todo por Westcott-Hort con pocas variaciones esenciales. Otras ediciones refinadas, basadas en la colación de muchos más manuscritos, siguieron a toda velocidad. La más importante fue, sin duda, la de Hermann von Soden (Berlín, 1902-1910), que aportó una nueva concepción de los tipos textuales del Nuevo Testamento mucho más complicada, pero que no encontró el eco suficiente entre los estudiosos, y la realizada por Bernhard Weiss, en 1902-1905, que se fundamentaba en un método distinto: para la selección de variantes utilizaba ante todo el contexto de cada parágrafo, es decir, la denominada «evidencia interna» del texto mismo.

A partir de los trabajos de Tischendorf, Westcott-Hort, Von Soden y Weiss, y contrastando sus resultados, el erudito alemán Eberhard Nestle comenzó a publicar una «edición de bolsillo» del Nuevo Testamento griego (Stuttgart, 1898) basada en un método simple y práctico: dejó de lado la complicada y un tanto idiosincrásica edición de Von Soden, y comparó entre sí las de Tischendorf, Westcott-Hort y Weiss. Cuando había dudas, y dos de estas ediciones estaban de acuerdo, aceptaba la lectura en cuestión. La edición que su hijo, Erwin Nestle, publicó en 1927, basada ya no en la mera comparación de la opinión de estudiosos anteriores, sino también en el estudio del texto en sí con la aportación de nuevos manuscritos, sobre todo papiros, fue la que barrió definitivamente de la escena el textus receptus de Erasmo hasta la fecha. El texto griego de Nestle se ha convertido, en sucesivas ediciones, en el Nuevo Testamento griego, utilizado por todo el mundo científico sin distinción de ideologías. En 1960 el erudito alemán Kurt Aland reelaboró esta edición y la transformó en la que hoy se denomina Nuevo Testamento griego de Nestle-Aland, o N-A simplemente, con sucesivas ediciones.

Nuestra traducción. La versión de los libros del Nuevo Testamento de la presente obra se basa —como se ha dicho— en la edición de Nestle-Aland. Como hemos indicado, se trata de un texto griego resultante de la tarea de estudiosos durante cinco siglos sobre los manuscritos y ediciones. Este texto se designa como «Nestle-Aland, Novum Testamentum graece», edición 28.ª, ha sido publicado por la Deutsche Bibelgesellschaft de Stuttgart en 2012, y está elaborado por un equipo muy numeroso bajo la dirección de Holger Strutwolf. La traducción del texto griego en esta edición varía según los autores de cada obra. Pero puede decirse en general que la labor de Josep Montserrat es menos literalista que las de G. Fontana y A. Piñero. En todo caso se ha tendido a respetar al máximo la idiosincrasia de la lengua castellana, sin forzarla en absoluto.

El trabajo sobre los testigos textuales ha consistido, y consiste en general, en su cuidada lectura y transcripción, en la reunión de todas sus variantes, en el estudio y comparación de ellas —editadas ahora en formato digital y con la ayuda de potentes ordenadores— y en la selección de las que se creen más antiguas y cercanas a los autógrafos, es decir, las que parecen más próximas a los presuntos originales. Las reglas de selección de las lecturas variantes son muy estrictas, y hoy día se aplican casi siempre no por un investigador individual, sino por equipos altamente especializados.

Los criterios de selección de variantes se dividen en extrínsecos e intrínsecos. Los primeros consideran la fecha de los testigos textuales, su distribución geográfica y su posible relación genealógica. Los intrínsecos suelen dividirse en dos ámbitos principales: a) «considerandos sobre las posibilidades de errores en la copia», es decir, estudio de los hábitos de los escribas, tales como errores visuales típicos cuando algunas líneas comienzan o concluyen con la misma palabra; tendencia a sustituir vocablos raros por otros de uso más corriente; reemplazo de expresiones difíciles por otras más fáciles; armonizaciones entre las variantes de los cuatro autores de los evangelios, etc.; y b) «considerandos sobre probabilidades intrínsecas de las variantes», es decir, dilucidación del posible texto original teniendo en cuenta el pensamiento global del autor, por tanto. lo que verosímilmente pudo haber escrito conforme a su estilo, vocabulario, contexto, etcétera.

Los criterios intrínsecos tienen el riesgo de cierta subjetividad en los estudiosos, pero los extrínsecos son de aplicación casi mecánica o estadística. En conjunto se puede afirmar que nos hallamos ante el texto «original» cuando: a) una lección está apoyada por varios testigos de valor; b) la lectura es la más antigua de acuerdo con tal o cual manuscrito; c) una lección está sustentada por manuscritos mejores, aunque sean menores en número. En otros casos, d) suelen preferirse pasajes que difieren de otros paralelos, en concreto, en los evangelios; e) se estima que lecturas más difíciles suelen ser las mejores; f) o que las lecturas más breves son en general las originales; g) suele ser preferible la lectura que pueda considerarse como el origen de otras variantes; h) la lectura que se acomode mejor al contexto suele ser la preferida.

Existe un instituto en la universidad alemana de Münster, denominado Institut für Neutestamentliche Textforschung dedicado exclusivamente al examen de todos los testigos del Nuevo Testamento y a la elaboración de un texto resultante que se acerque lo más posible, con todas las garantías, a lo que pudo salir de la pluma de los diversos autores. La base del trabajo son las ediciones previas de N-A, enriquecidas con datos de nuevos manuscritos y nuevas valoraciones.

Lo normal en esta edición es respetar las decisiones textuales de N-A28, salvo en casos contados que se justificarán en nota. Respecto al texto griego en sí del Nuevo Testamento deben hacerse tres observaciones importantes. En primer lugar, el texto impreso de N-A28 se retrotrae al estado textual que cada una de las obras del Nuevo Testamento podría tener en torno al año 200 e.c., como mucho. Así que entre la fecha de la Primera carta a los tesalonicenses, escrita con casi total seguridad en Corinto por Pablo en el 51 e.c., y el texto que utilizamos median ciento cincuenta años. Y estos años no pueden acortarse porque no hay manuscritos de esa carta —que tomamos como la obra más antigua del Nuevo Testamento— copiados antes del 200, fecha en la que creemos que se había constituido ya el núcleo del canon neotestamentario, al menos en la cristiandad del Mediterráneo oriental. Sin duda la canonización en torno a esa fecha contribuyó a que el texto del Nuevo Testamento se fuera fijando rápidamente como casi intocable, pero en verdad no sabemos, ni podemos aventurar —para el lapso de tiempo transcurrido entre la composición de la primera obra de nuestro corpus, la mencionada 1 Tes, y el año 200— qué transformaciones pudo sufrir el tenor textual de las diversas obras. Respecto a los evangelios, sabemos con seguridad que su texto no fue intocable en principio, pues los sucesivos autores (Mateo y Lucas; Juan quizás indirectamente) utilizaron la obra de Marcos manipulándola a su antojo, o conforme a sus necesidades teológico-literarias.

En segundo lugar, el texto reconstruido por N-A28 no se halla tal cual en ninguno de los manuscritos que han llegado a nuestras manos. Con razón ha sido calificado como un mero «conjunto armónico» resultante de la combinación de las variantes de los mejores manuscritos. Es en realidad una resultante ideal realizada a partir de lecturas de diversos manuscritos, que se estima que podría parecerse en alto grado al texto que salió de las manos de nuestros desconocidos autores neotestamentarios. Pero, al fin y al cabo, es una mera reconstrucción.

Y finamente, los manuscritos que poseemos son el resultado del azar histórico, pues sin duda hubo otros, a priori quizás también excelentes, que resultaron destruidos en guerras, incendios u otros percances más o menos accidentales. Ignoramos cómo habría sido la reconstrucción del texto neotestamentario con su aportación.

A pesar de estas advertencias, podemos estar relativamente seguros de que la crítica textual neotestamentaria ha reconstruido un texto bastante parecido al de los originales. Y ello por la razón de que poseemos textos de autores cristianos primitivos cuyas obras citan partes del Nuevo Testamento con un tenor muy parecido al que ofrece la crítica. Autores de este tipo son: Marción (140-160), Justino Mártir (hacia 150-160), Taciano el Sirio (160-170), Ireneo de Lyon (hacia el 180) y Clemente de Alejandría y Tertuliano, en las obras que compusieron antes del 200. Por tanto, en algunas ocasiones. y con ciertas dudas, podemos retrotraer nuestro conocimiento del texto unas décadas, en la dirección que indican los mejores entre los manuscritos utilizados, cuando coinciden con tales citas anteriores al 200.

La obra más antigua que podría ya aludir a la existencia de un incipiente corpus de escritos sagrados cristianos (en concreto los evangelios) es la denominada Primera carta de Clemente (1 Clem), quizás de los años 96-98, de la que algunos comentaristas sostienen que hay claras alusiones a Mateo —por lo menos en 7,4 y 30,3—, y que debió de conocer quizás también Juan y, sin duda igualmente, 1 Corintios y Romanos. Pero como no son citas estrictas, solo valen para garantizar más o menos un texto más antiguo según el sentido, no según la letra exacta. Otro tanto puede decirse de la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles —obra anónima del grupo judeocristiano, no del paulino— compuesta quizás en torno al 110-130, que parece aludir sin citar estrictamente a Mateo. Otro ejemplo podría ser la obra de Ignacio de Antioquía, martirizado según la tradición en época de Trajano (antes del 119), aunque sus cartas fueron manipuladas y glosadas posteriormente. El texto definitivo de sus cartas auténticas —que debió de circular antes del 150— cita, por ejemplo, 1 Corintios con un texto parecido al que puede reconstruirse con seguridad para el año 200.

Por lo tanto, puede presumirse al menos que los escritos de gran importancia para los seguidores de Jesús, que contenían sus palabras, o de Pablo, fueron copiados y transmitidos con cuidado y que la tradición debió de ser fiel en lo sustancial. Pero más allá de esta afirmación general no podemos pasar.

La división en capítulos y versículos del Nuevo Testamento sigue en líneas generales una tradición bastante antigua que comenzó, al parecer, hacia 1226 con la división en grandes secciones del Nuevo Testamento latino (la Vulgata) realizada por el profesor de la Sorbona, y luego arzobispo de Canterbury, Stephen Langton, publicada en París en ese año. La subdivisión en versículos fue popularizada por Robert Estienne, el hijo del famoso humanista e impresor Stephanus, en su edición del Nuevo Testamento griego de 1551, también en París. La edición de Teodoro de Beza de 1565 popularizó el hecho de que la numeración de los versículos, que anteriormente se ponía en el margen, pasara al interior del texto.

Esta segmentación de un texto griego, que no podía ni imaginarse su autor, es en sí un acto de interpretación, y como tal subjetivo, a veces arbitrario y sujeto a crítica. La edición de N-A28 añade a esta división otra más sutil que es la segmentación en párrafos, caracterizados por punto y aparte. Y dentro de ellos una subdivisión ulterior por medio de un espacio doble o triple entre versículos, que suele seguir la segmentación en unidades de sentido establecidas por una suerte de consenso por la filología alemana desde el siglo XIX. Tales segmentaciones son producto de la crítica, y por tanto discutibles.

A pesar de los riesgos, seguimos en nuestra traducción la división ya tradicional, y universalmente admitida, en capítulos y versículos; pero no siempre las subdivisiones en párrafos de N-A28 y menos las ulteriores subdivisiones. Cada traductor de esta edición es responsable de la segmentación del texto, así como de los epígrafes, o de su ausencia. Se ha procurado que los epígrafes —cuando se aconseja su presencia, como en los evangelios, puesto que ayudan a localizar las perícopas— sean meramente descriptivos para que no incluyan ningún juicio hermenéutico previo. En muchas ocasiones se guían por los ladillos de la Vulgata que suelen cumplir este principio.

II. LA FORMACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO EN PERSPECTIVA HISTÓRICA

Durante estos años —o mejor, desde la muerte de Jesús en el 30 o 33 e.c.— se perfilaron tres grandes bloques entre los seguidores del Nazareno: los ganados para la fe en él como mesías gracias a la predicación a los circuncidados, los judíos, de lengua aramea; los conseguidos para esa misma fe entre los judíos de la diáspora, de lengua griega; y los antiguos paganos conversos a la fe en Jesús como mesías por la predicación de Pablo y su equipo. Estos últimos, al menos al principio, eran fundamentalmente «temerosos de Dios» (simpatizantes del judaísmo, pero que no llegaban a convertirse en judíos), o bien adeptos o seguidores de los cultos de misterio, gentiles angustiados por la necesidad de una salvación real, todos de lengua griega.

Pero uno de esos tres grandes bloques, el más antiguo y cercano al Jesús histórico, el judeocristiano de lengua aramea, fue diezmado casi hasta la extinción debido a las tres grandes revueltas del pueblo judío contra los romanos: la primera Gran guerra del 66 al 73 e.c., que concluyó con la aniquilación de Jerusalén y el incendio del Templo; las revueltas en Chipre y la Cirenaica en tiempos de Trajano (114-117); y finalmente la segunda Gran guerra contra Roma en el reinado de Adriano (132-135). Estas tres acciones bélicas supusieron la desaparición de la mayor parte de los judíos habitantes de Palestina y de las zonas cercanas de Siria, y la dispersión del resto entre los pueblos del Imperio. No es de extrañar por ello que una obra como el Nuevo Testamento, cuya primera gestación es temprana, según se verá, pero cuya plasmación casi definitiva es bastante posterior al 135, sea ante todo el producto del segundo y tercer bloques, en lengua griega, el único que ha subsistido hasta hoy día, salvo restos marginales del primero.

El nacimiento de los libros del Nuevo Testamento no puede comprenderse si no se tiene una idea básica de cómo se fueron desarrollando las diversas facciones de seguidores primitivos de Jesús y cómo nacieron los grupos que generaron, a su vez, a los autores de las obras neotestamentarias. La siguiente visión de conjunto sobre cómo podemos reconstruir históricamente el nacimiento y desarrollo del movimiento intrajudío, que dará lugar al Nuevo Testamento y al cristianismo en una evolución de siglos, ayudará para comprender el contenido de los libros que editamos y a responder a cuestiones que suscita su lectura.

1. Jesús de Nazaret/el Nazoreo, referente del Nuevo Testamento

Jesús de Nazaret es el presupuesto básico de todo el Nuevo Testamento. Negar su existencia real parece muy arriesgado desde el punto de vista de la ciencia histórica, entre otras razones, porque se plantearían entonces más problemas que los que se pretenderían resolver. La historia más sencilla de la formación y desarrollo del grupo cristiano sin la existencia de Jesús resultaría muy difícil de explicar. Por otro lado, una sana y razonable distinción, como veremos enseguida, entre la persona de Jesús de Nazaret como artesano y maestro de la Ley, quien fracasó en su empresa de convencer a sus conciudadanos de la inmediata venida del reino de Dios, y el Mesías celestial que es un teologuema que comienza a crearse después de la muerte de Jesús y de la creencia en su resurrección, hace totalmente innecesaria la negación de su realidad histórica, del artesano y maestro de la Ley galileo, cuya figura es análoga a la de otros maestros judíos de la época.

A través de la crítica de los evangelios pueden reconstruirse los hechos más probables de la vida de Jesús. Estos son pocos y pueden resumirse así: Jesús fue un artesano galileo y a la vez un hombre intensamente religioso, preocupado ante todo por el sentido esencial de la ley de Moisés, discípulo de Juan Bautista, pero que fundó luego su propio grupo. Atrajo a las masas con su proclamación de que el reino de Dios era inminente. Pasó un cierto tiempo predicando esa venida del Reino en Galilea. Su relativo éxito se debió no solo a sus palabras, sino al hecho de que algunas personas creían que era también sanador y exorcista. Al no conseguir apoyo suficiente en Galilea, subió a Jerusalén, acompañado de un grupo de discípulos, con el deseo de completar su predicación en la capital y en la probable espera de la manifestación escatológica de Dios, pues estaba convencido de que sería este quien habría de instaurar su reino en último término. Allí perturbó el funcionamiento del Templo, predijo que Dios lo sustituiría por otro nuevo y se declaró finalmente el mesías/rey de Israel. Las autoridades romanas lo prendieron porque su predicación y acciones iban contra el orden público vigente y las estructuras del Imperio. Fue condenado a muerte y crucificado por los romanos al ser considerado un sedicioso, reo de un delito de lesa majestad y un peligro serio para el buen orden de la provincia de Judea.

El conjunto de estos hechos y de los dichos de Jesús que pueden considerarse auténticos, no deformados por la interpretación, nos dibujan la figura de un individuo muy religioso, total y consecuentemente judío. Por eso se ha afirmado, con razón, que Jesús jamás pretendió fundar religión nueva alguna. Por esta misma causa, su mensaje no puede considerarse otra cosa que el presupuesto básico de la teología de los libros del Nuevo Testamento, pero sin llegar a formar parte propiamente de ella, ya que la teología cristiana resulta ser la reinterpretación del mensaje de Jesús una vez muerto él.

Este proceso reinterpretativo no fue puramente fantasioso. Cada uno de los pasos y avances de la teología del Nuevo Testamento, plasmada en los libros que ahora editamos, debió de basarse de algún modo en algo que dijo o hizo Jesús, solo que ese algo fue visto o considerado desde una óptica distinta a la que tuvo el Maestro en vida. Tal visión surgió a partir de la creencia en su resurrección, probada según sus discípulos por diversas apariciones. Esta creencia, y sobre todo la idea nuclear de que, tras la elevación de Jesús al cielo, Dios «lo había constituido señor y mesías» (Hch 2,36), modificó radicalmente la percepción y el recuerdo de lo que fue él en su vida sobre la tierra.

La reinterpretación de la figura y misión de Jesús se hizo sobre todo a base del escrutinio en común de textos de la Escritura —considerada palabra de Dios— que pudieran entenderse como referidos a él, a quien previamente consideraban el Mesías, en especial todos aquellos pasajes que parecían servir de esclarecimiento al fracaso de su muerte en cruz. Así —y esto es importante para la formación del Nuevo Testamento como conjunto de textos que dan testimonio de este proceso—, un hecho o dicho de la vida de Jesús adquirió nueva luz precisamente por lo que se deducía del pasaje escriturístico a través del cual tal hecho se contemplaba. Se trató, pues, de un proceso circular: un dicho o hecho de Jesús se consideraba predicho por un texto escriturario y el sentido de este enriquecía a su vez el significado pleno de lo ocurrido. Por ello, el desarrollo de la ideología cristiana manifestada en los libros del Nuevo Testamento puede definirse como un «fenómeno exegético» o de interpretación de textos sagrados aplicados a la imagen completa de un Jesús recordado, en sus dichos y hechos, por sus seguidores tras su muerte. Así pues, lo peculiar acerca de Jesús dentro del judaísmo del siglo I que nos manifiestan los libros del Nuevo Testamento nace de una reinterpretación de su figura y misión; sus autores lo consideraban ya el Mesías, a partir del convencimiento de que las Escrituras habían predicho lo esencial, si se las miraba con ojos nuevos.

2. Los primeros pasos de los seguidores de Jesús. Las comunidades de Jerusalén y de Galilea

El libro de los Hechos de Apóstoles es nuestra única fuente —aunque muy precaria— para estos momentos, junto con los dos primeros capítulos de Gálatas. El grupo de judíos que siguió a Jesús en su muerte se concentró al parecer en dos lugares preferentes, en Galilea y en Jerusalén. Del grupo galileo apenas sabemos nada, pero sospechamos con razón que fue el que reunió el núcleo del documento de sentencias de Jesús, denominada la «Fuente Q», que es uno de los textos hipotéticos que subyace al menos a dos de los evangelios del Nuevo Testamento, Mateo y Lucas. Un grupo quizás más numeroso de seguidores de Jesús se concentró en la capital, Jerusalén, y recogió otras tradiciones, en especial de su pasión y muerte. Ambos conjuntos de discípulos no eran más que un agregado de judíos piadosos que se diferenciaba de los demás en que creía que el ajusticiado era de verdad el Mesías, y que Dios había hecho justicia a su afrentosa muerte resucitándolo de entre los muertos. Y si ese Jesús había sido designado por Dios como señor y mesías definitivo, tendría que volver pronto a la tierra a concluir su encargo de instaurar el reino de Dios en Israel. De Hechos puede deducirse también que hacia los años 30 el movimiento ya se había extendido a las sinagogas helenistas —de lengua griega— de Damasco y Antioquía.

Nos consta también por los Hechos que el grupo jerosolimitano —que, como veremos a continuación, no era homogéneo— iba a rezar asiduamente al Templo y en consecuencia practicaba el resto de las normas de la religión judía: observaba la Ley, incluidas las prescripciones sobre los alimentos, fiestas, normas de pureza ritual, etc. Es probable, sin embargo, que ese nuevo grupo se percibiera desde el principio, dentro de la pluralidad del judaísmo del momento, como una nueva vía, un nuevo modo de vivir la religión judía, no más, y lo proclamara así a los demás judíos de la capital. Algo parecido puede sospecharse del conjunto de discípulos que permaneció en Galilea y que conservaba por igual la memoria de su maestro.

3. La división de la comunidad

Por los capítulos 6-7 de Hechos de Apóstoles sabemos que desde el primer momento formaron parte del grupo de seguidores de Jesús tras su muerte no solo judíos nacidos en Jerusalén o en Galilea, sino otros de la diáspora, que hablaban griego como lengua materna, que tenían una mentalidad distinta por haber nacido fuera de Israel y por haberse formado dentro de la atmósfera intelectual generada por la lengua helénica. Estos judíos que tenían sus propias sinagogas, pero cuya piedad giraba también en torno al Templo, debían de ser muy piadosos, y muy probablemente se habían trasladado a Jerusalén porque esperaban que el Mesías habría de mostrarse primero en la capital del país, según la profecía de Zacarías 14,1-4. Por tanto, ya desde los primeros momentos del judeocristianismo jerosolimitano, el grupo de seguidores del Crucificado era mixto: se componía de dos comunidades netamente distinguibles, pues tenían sinagogas diferentes. Una era la de los «hebreos», los autóctonos, de lengua materna aramea. El segundo el de los «helenistas», los judíos nacidos fuera, los de lengua materna griega pero asentados en la capital.

Pronto, sin embargo, debieron de surgir problemas entre las dos comunidades dado que los «helenistas» tenían una visión distinta de lo que podía significar Jesús en realidad y de su aportación al modo de vivir el judaísmo en los últimos tiempos, los mesiánicos. Basándose en las críticas del guía común, Jesús, al modo de entender la Ley por parte de sus contemporáneos (Mt 5), y quizás en las no menos duras palabras suyas sobre el Templo y su sustitución por otro no hecho por mano humana, sino por Dios (Mt 24,2 y paralelos), es posible que estos helenistas comenzaran a criticar el valor de la Ley tal como los demás lo entendían y a defender que solo había que observarla como la había interpretado Jesús. No es inverosímil que a esta postura añadieran críticas a la situación actual del santuario jerosolimitano y que anunciaran probablemente su sustitución por otro nuevo, edificado directamente por la divinidad. El Crucificado era en esto el supremo maestro. Este hecho no era insólito, pues como grupo mostraban así estos judíos una postura similar a la de los esenios disidentes, retirados en Qumrán, en las orillas del mar Muerto, para quienes la observancia de la Ley debía hacerse según las directrices e interpretaciones de su guía espiritual, el Maestro de justicia, y que mantenían una notable distancia respecto al Templo y su valor.

De los ataques que sufrió este grupo de «helenistas», según Hechos, debe deducirse que comenzaban a considerar su fe en Jesús como un cierto rasgo distintivo respecto al común de los judíos circundantes, porque su postura conllevaba puntos de vista teológicos particulares. Naturalmente esto no agradó a las autoridades de Jerusalén, quienes comenzaron una persecución contra estos judeocristianos helenistas (Hch 8,1-2). Según Hch 6,11.14, los adversarios del primer helenista calificado, Esteban, tildaron de «blasfemias» y de quebrantamiento de la tradición de Moisés estas propuestas de una nueva «visión teológica» acerca de la Ley y del valor del Templo, incipiente por el momento, pero que a la larga habría de dibujar rasgos que diferenciarían al judeocristianismo emergente helenista de las doctrinas que había mantenido Jesús.

Esta profunda escisión en el seno del judeocristianismo recién nacido —a pesar de la imagen de concordia que presentan los Hechos de Apóstoles— es digna de tenerse en cuenta para comprender el surgimiento de las obras del Nuevo Testamento: la constitución de líneas teológicas divergentes de las judías israelitas son precisamente las que fueron recogidas en los futuros libros sagrados del movimiento judeocristiano «helenista». Por el contrario, los judeocristianos de la comunidad de Jerusalén, los «hebreos», se consolidarían como más fieles al judaísmo y a la doctrina judía de Jesús de Nazaret, pero su pensamiento acabaría siendo casi rechazado por la facción dominante y relegado a obras menores o a evangelios luego tildados de apócrifos.

4. Las comunidades helenísticas

Las comunidades helenísticas de judeocristianos de allende las fronteras de Israel, que albergaban esta mentalidad relativamente novedosa, se fundaron gracias a la dispersión del grupo de helenistas, expulsados a la fuerza de Jerusalén por las autoridades religiosas de la ciudad según Hch 8,1-2. Su lengua era exclusivamente el griego, y toda la tradición sobre Jesús recogida al principio en arameo fue de inmediato vertida a la lengua helénica, la común de la época en todo el Mediterráneo, sobre todo el oriental. No cabe duda de que el cambio de idioma supuso una mutación de mentalidad y de conceptos, que derivaron en alteraciones en la tradición misma sobre Jesús transmitida solamente en arameo hasta el momento.