El lado oscuro de la hermana Marta - Mar Rouge - E-Book

El lado oscuro de la hermana Marta E-Book

Mar Rouge

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Beschreibung

Marta, una pueblerina inocente marcada por las carencias y los abandonos, se interna en un convento buscando en la religión un cobijo o una contención. En los primeros años del despertar de su sexualidad, comienza a experimentar la aparición de sus lados más oscuros, que desconocía, mezclando la espiritualidad con la sexualidad como una expresión desesperada de amor en juegos peligrosos y prohibidos. Un convento plagado de misterios y secretos retorcidos, fue el escenario en el que la joven y rebelde novicia incursionaba por el borde de un camino lleno de controversias y emociones encontradas. Un sendero que la llevaba al autodescubrimiento de aquellos rincones oscuros, donde la religión debía ser el límite que ella no dejaba de traspasar. Una visión de Dios distorsionada o moldeada a sus formas de sentir, o ver el amor muy lejos de las normas religiosas.

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MAR ROUGE

El lado oscuro de la hermana Marta

Secretos del convento

Mar RougeEl lado oscuro de la hermana Marta : secretos del convento / Mar Rouge. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4566-4

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

CAPÍTULO 1 - Infancia y adolescencia de Marta

CAPÍTULO 2 - Marta se enamora de un sacerdote y de una hermana religiosa a la vez

CAPÍTULO 3 - Marta y Carlos casi son descubiertos

CAPÍTULO 4 - Un juego de poder y misterio inesperado

CAPÍTULO 5 - El pasado del Padre Carlos y de la Hermana Teresa

CAPÍTULO 6 - El jardín secreto – la tentación velada

CAPÍTULO 7 - Los enredos del corazón y los secretos de Ángela

CAPÍTULO 8 - Marta y Carlos son sorprendidos juntos

CAPÍTULO 9 - La decisión implacable y despedida

CAPÍTULO 10 - Meses después… la revelación final

CAPÍTULO 1

INFANCIA Y ADOLESCENCIA DE MARTA

Marta era una niña triste, callada, con una mirada melancólica, un tanto perdida en sus pensamientos. Parecía retraerse en un mundo que ella misma había construido haciendo de ese lugar una especie de refugio donde se resguardaba de algo o de alguien.

Transcurría su infancia en el delirio infinito de ser feliz: corría, jugaba, saltaba, bailaba, como todo niño, pero en ella había una chispa diferente de anhelar encontrar tantas verdades que no hallaba.

Su padre Alberto, alcohólico y adicto al juego había hecho un surco dentro de ella imposible de llenar, su madre Soledad era una mujer adicta a las pastillas para dormir, era una madre ausente. Los dos la llevaron por sombras intensas de carencias y necesidades.

Sus hermanos eran indiferentes, cada uno en sus propios mundos que habían construido para sí, aislados del hogar creciendo como si no tuvieran familia, sus casas eran las de sus amigos porque preferían no estar presentes en una casa donde solo reinaba el maltrato, las discusiones y los vicios.

Ninguno había elegido ese lugar para vivir, pero era lo que les había tocado por azar o destino.

¿Quién había destinado para ellos ese horrible lugar para vivir? Desprovisto de amor y cariño, aquella frialdad e indiferencia de sus padres quienes solo pensaban en ellos mismos, eludiendo cualquier responsabilidad como padres de aquellos siete niños, ¿acaso ellos habían pedido nacer? Habían llegado sin ninguna culpa, pero todo indicaba tener un castigo predestinado de alguna cosa que no habrían hecho bien.

Pero nada podían hacer más que vivir aquella realidad hasta que pudieran cambiar su destino por ellos mismos y escapar.

En cierta etapa de su niñez, a los siete años, Marta fue entregada a una familia porque sus padres económicamente no podían mantener a todos aquellos niños.

Aquella familia elegida por casualidad recogió a la niña, quienes le proporcionaron todo lo material que necesitaba, pero a un gran precio que tuvo que pagar de maltratos y abusos.

Era obligada a hacer tareas de la casa, limpiar los baños, la cocina, las habitaciones, hacer mandados, porque le habían enseñado en su nuevo hogar que debía ser agradecida con todo lo que recibía y que esa era una forma de hacerlo.

Qué mundo cínico se estaba mostrando a su alrededor, un mundo de gente hipócrita que querían enseñar a los niños lo que estaba mal o bien cuando ellos mismos no sabían lo más mínimo de eso: engañaban, maltrataban, hacían abuso de sus autoridades sin reparar en el daño y las consecuencias de cada una de sus propias acciones.

Ernesto, que así era su nombre, era una especie de padrastro o padre sustituto para Marta, con un carácter autoritario y machista, algo violento, donde todo debía ser como él lo dictaminaba por lo que se consideraba el rey de la casa y las mujeres sus súbditas, que debían ser sumisas, esclavas de la casa, no permitía que sus hijas hicieran actividades las cuales él consideraba eran solo para los hombres.

Nadie se animaba a contradecirlo, le obedecían cabizbajas, cualquiera que lo contradijera era sometida a escarnio, insultos y menosprecios de todo tipo, parecía que haber nacido mujer no era demasiado beneficioso, pensaba Marta para sí.

Aquel hombre, supuesto padre postizo y Alberto, su legítimo padre parecían ser la misma cosa, el mismo patrón se repetía, ya era agotador aquel clima hostil, taciturno, tan negativo como desgastante para una niña que solo quería crecer y conocer el cobijo, la ternura o el amor.

Con Marta, Ernesto era aún más riguroso, porque creía provenía de un hogar donde no existía la autoridad de hombre y él se iba a encargar de que Marta tuviera esa imagen del hombre de la casa, de padre, el que manda y gobierna.

Al que no se le contradice, sino que se obedece, al que hay que servir primero que a todos los demás.

Ernesto era un hombre rudo de campo, de complexión fuerte, alta y robusta.

Lo había criado su abuela y desde niño aprendió el trabajo de sol a sol, el ganarse el pan con el sudor de su frente, apenas sabía leer y escribir pues había dejado la escuela para ayudar a su abuela en las tareas de campo, sabía lo que era casi no sentir sus manos abarrotadas del frio del amanecer plantando y sembrando hortalizas, levantado desde la madrugada aun cuando ni el sol había salido sacando agua del pozo para darle de beber a los animales.

Sus padres lo habían dejado a cargo de su abuela, desde pequeño fue el hombre de la casa.

De grande su presencia infundía temor, siempre serio como si la vida le hubiese robado la sonrisa que jamás se dibujaba en su rostro.

Al aparecer imponía un silencio casi aterrador, como que se tratara de que había que dejar espacio para que impusiera órdenes.

Una mirada fija en aquellos ojos oscuros y su ceño siempre fruncido como que estuviera enojado con la vida.

Marta convivía con ellos toda la semana y el fin de semana volvía a su casa paterna y la pasaba con sus padres y hermanos, vivía de infierno en infierno, pero ella intentaba ser una niña feliz e ignorar aquella realidad que le tocaba vivir.

Era traviesa, corría por los pasillos de la escuela de monjas donde concurría ya que había sido el único lugar donde la aceptaron a casi tiempo completo.

Allí almorzaba y merendaba, lo que era un alivio para quienes la criaban ya que todos mostraban no querer demasiado preocuparse por ella.

Marta observaba curiosamente detrás de las puertas a las hermanas religiosas para ver que hacían, le llamaba la atención que todas eran mujeres que estaban siempre juntas y andaban de a dos, que en sus dormitorios había camas con una especie de cortinas de tul como cubriéndolas al dormir.

Otro mundo extraño de cosas ocultas o raras pensaba ella, cuál sería el misterio para tener que poner cortinas alrededor de una cama para no verse unas a otras al dormir.

Era una niña pequeña, pero todo aquel escenario despertaba en ella una sensación de extrema curiosidad, y un tanto casi de morbo, de saber que más harían juntas y a solas.

¿Qué podrían hacer en el silencio de la noche a escondidas de aquellos mantos de tul que debía ser tapado?

Era todo un misterio para Marta ver aquel mover de las hermanas religiosas que no tenían contacto con hombres, así como los sacerdotes tampoco tenían contacto con mujeres. Para ella todo era curiosidad y admiración a la misma vez porque todos aquellos matices le hacían divertir.

Marta era feliz en su escuela a pesar de que había cosas que se repetían a las que había en su casa: cierto autoritarismo y la rigidez en la enseñanza de la religión, pero para ella el colegio era una especie de refugio donde podía sentirse en cierta manera a salvo.

La obligación siempre estaba en su vida, en el colegio la obligaban a rezar antes de entrar a clase y al salir, tenían horas de oración en una capilla en la cual debían reverenciar a aquel Dios que profesaban.

La hermana Elvira era su maestra de catecismo, una mujer de edad madura y temple fuerte pero de una calidez que atraía la mirada de Marta, esta hermana de caridad despertaba la admiración de ella porque veía que a pesar de ser autoritaria con los niños para enseñar y tener un carácter serio casi enojado por momentos a pasos firmes, podía también manifestar un lado tierno y maternal.

Aquella admiración por Elvira se convirtió casi en una especie de enamoramiento en Marta, sus ojos se perdían soñando con ella, teniendo sensaciones amorosas que desconocía, era aún pequeña, poco y nada conocía del amor o de la sexualidad, pero la atracción en ella comenzó a despertarse a temprana edad tal vez por la necesidad de sentirse amada y cuidada, la calidez y los buenos tratos.

También a la misma vez sentía admiración por el padre Pablo, un joven sacerdote esbelto y guapo que irradiaba comprensión. Pablo era quien dirigía las misas en el colegio, vestía sus largas sotanas blancas como la nieve, siempre vestido impecable y elegante, un largo rosario colgado en sus manos rodeando sus dedos delicados.

Al pasar dejaba esparcida en sus sombras aquella fragancia masculina de perfumes finos, aroma que hacía suspirar a cualquier mujer que la apreciara, era una imagen de varón perfecta para Marta: un hombre recto, seguro, con cabellera rubia y ojos celestes como el cielo harían del padre Pablo una especie de ángel en la vida de ella.

Su vida transitaba entre la desprolijidad de su familia y su entorno, las borracheras, las peleas y los gritos, el desorden en la casa sin horarios, el deambular ella de casa en casa sin poder elegir o decidir qué quería y entre la rectitud de la escuela, la disciplina y el orden casi estricto, todo en su lugar, en silencio, personas que caminaban inmaculadas queriendo hacer todo casi perfecto.

Todo parecía irónico, ¿cuál formato era el correcto?, se preguntaba, nada parecía ser del todo bueno, ni lo uno ni lo otro, pero de todas formas se inclinaba por la vida de la escuela por lo que muchas veces se cuestionaba o soñaba que tal vez de grande le gustaría llegar a ser una hermana religiosa.

Así transcurría la vida de Marta, ella se arreglaba a su parecer hermosa, con sus zapatos blancos y sus medias blancas casi hasta las rodillas, una túnica blanca siempre planchada con amplias tablas que al correr se abrían como alas, un delantal rosado con puños haciendo juego y un bolsito de tela que colgaba de su mano revoloteándolo al llegar saltando y corriendo.

Su túnica tenía un bordado en su pechera que decía Marta y ella se sentía atractiva cada día para ver a sus amados compañeros, especialmente a sus maestros Elvira y Pablo.

Al llegar a la escuela los recibe el hermano Juan, un padre religioso hosco y serio que muy pocas veces sonreía, Marta no comprendía por qué todo su entorno era mayormente de personas adultas taciturnas, de miradas tensas y oscuras, y por qué la autoridad era tan ceñida de enojo y una mezcla de ceños marcados por la dureza y la seriedad.

¿Acaso la vida era así? ¿Acaso el mundo de los grandes era amargo y sin sabores?

Pero ella sonreía igual todo el tiempo, rompía las reglas e imponía su fresca de vivir a pesar de que su hogar, su familia, su infancia y su escuela eran muchas veces como una nube negra de reglas falsas.

Desde pequeña ella comenzó a cuestionar todo: a Dios, ese Dios que enseñaban de todo amor y comprensión y veía tantas injusticias que dejaba pasar, y así ella buscaba respuestas porque su curiosidad era enorme y hasta ahora en sus pocos años nadie había respondido a alguna de sus preguntas.

Una mañana Marta llegó tarde, eran como las nueve de la mañana de un día lluvioso, sus padres como todos los días entre discusiones y peleas habían olvidado llevar a Marta a la escuela en el horario correcto, llegó tarde, cabizbaja, algo húmeda, con su cabello despeinado y no tan arreglada como todos los días.

Se veía la diferencia cuando se quedaba en la casa de sus padres verdaderos de cuando se quedaba en la casa de su familia sustituta.

Era un mundo desmoronado, no había amor ni cuidado, su alma buscaba escapar, pero ¿Hacia dónde?

Se presentó ese día en la dirección de la escuela y la directora Esther la regañó preguntándole a qué se debía su irresponsabilidad de llegar a esa hora, Marta dijo con una voz casi inaudible: “me he dormido hermana”, aunque en su silencio estaba la respuesta de que no era su responsabilidad y que los tormentos que vivía a diario impedían que tuviera una vida normal y común.

La obligaron a ir a la capilla y confesarse, pues Dios debía perdonar su pecado, no entendía la dimensión de pecado ¿Llegar tarde era un pecado?, por qué aquel Dios era tan intransigente pensaba ella, pero él veía todo y sabía la verdad.

Obedeció sin mediar palabra y se dirigió a la capilla, cuando levantó su mirada allí estaba el padre Pablo, ella suspiró entre alivio y felicidad, una alegría inexplicable de ver a aquel hombre compasivo que con una voz suave le dijo: “acércate Marta, qué te ha pasado”.

A ella no le importaba el pecado ni el castigo, ni lo que le había pasado aquella mañana, solo sentía aquella emoción inexplicable de perderse en aquella mirada celeste que era como ver el cielo en aquellos ojos.

Sentía que su corazón palpitaba a mil y que sus manos temblaban, corrían torrentes de sangre a toda velocidad cuando lo veía y las mismas sensaciones sentía con la hermana Elvira, ella no sabía qué era, pero solo sentía que era demasiado agradable.

Marta volvió a suspirar y le responde: “me he dormido padre, no volverá a suceder”, el padre se acerca y con una palmada en su hombro le dice que vaya a clase.

Aquella palmada en su hombro fue como un mundo de amor caído sobre la espalda de Marta. Salió brincando feliz sin entender el porqué: ¿Por qué había mentido y al final había sido premiada de alguna manera, si no había confesado la verdad?

Otra pregunta sin respuesta, volvió a pensar no es que Dios todo lo ve y lo sabe, o acaso está dormido a veces, o miró para otro lado, todo parecía ser un laberinto sin salida, miles de preguntas sin respuesta.

De igual manera no le importó demasiado, después de todo, el martirio que había vivido en su casa Dios de algún modo lo había premiado o aliviado con aquellas charlas con Pablo y su palmada en la espalda.

Sus compañeros la miraban como sapo de otro pozo, muchos conocían la realidad de Marta, que había sido otorgada a una familia por falta de recursos, que solo vivía con sus padres los fines de semana o algún día puntual, que tenía un padre alcohólico y violento y una madre adicta a los somníferos.

Pero asimismo, veían en ella una especie de alegría que era natural y contagiosa, sus compañeros no entendían muchas veces cómo ella a pesar de tener una vida tan desafortunada, de igual manera irradiaba cierta felicidad o unas ganas desmedidas de sonreír e intentar poner brillo a todo lo que hacía, era fresca y natural, y siempre buscaba la forma de hacer reír a los demás y sacarles una sonrisa.

Un espíritu libre, soñadora, fue aprendiendo a encontrar la felicidad en las pequeñísimas cosas de la vida: la mirada del padre Pablo, la mueca de sonrisa de la hermana Elvira que rara vez se reía, aquella pequeña flor abriendo sus pétalos en primavera, aquel aroma de invierno cuando aparecían los primeros fríos, el olor a café y a leños encendidos en las mañanas heladas, todo era un motivo intenso de felicidad para ella, cada pequeñez era una inmensa alegría, porque veía que las grandes cosas para ella estaban cargadas de soledad y tristeza.

Lo que para otros niños era común, un hogar lleno de amor, comprensión, cuidados, abrazos, una madre amorosa y cariñosa, un padre que les tomara de la mano y se sentara junto a ellos para contarles largas historias o largos consejos, una gran mesa de almuerzo en familia donde todos sonrieran compartiendo anécdotas, para Marta solo era un gran sueño inalcanzable.

Así ella aprendió a apreciar los árboles y las piedras que encontraba en su camino a la escuela y todo aquello que le brindaba calidez y paz.

Fue creciendo y aprendiendo a vivir entre las diferencias del mundo, entendiendo que no todo era lindo, pero tampoco todo tan feo, aprendió a acurrucarse donde hallaba calidez, aprendió a huir donde hallaba maltrato e indiferencia, aunque muchas veces se mezclaba todo. Iba siendo seducida por las miradas de ternura, se fue agudizando día tras día su atracción en aquellos ojos que al mirarlos le transmitían paz y calidez, no importaba si eran los ojos del panadero, de la chica de la tienda o del maestro del catecismo, no tenían sexo ni color, le atrapaba la ternura y huía de las miradas oscas y frías, porque la transportaban a las miradas de su padre ebrio, esa mirada enrojecida de ira y alcohol, vacía, fría como un túnel oscuro y sin salida, o la mirada de su madre indiferente y distante, tirada en una cama alucinando de pastillas, gritando e insultando sin levantarse ni luchar.

La seducían aquellos ojos tiernos, serenos, que la cubrían de cobijo y calor, guía y sostén.

Se mezclaban sus mundos todos dispares, era como si hubiese varios universos a su alrededor: la hostilidad de su hogar, la crueldad de su hogar sustituto donde se preguntaba si valía un plato de comida o unos zapatos nuevos el trueque de sus padres por ella.

Tal vez ella prefería estar descalza y con un poco de hambre o no tan llena, pero vivir con sus verdaderos padres.

Nadie le preguntó si quería un padrastro o una madrastra, donde tampoco había amor, a no ser que el amor fuese aquel plato de comida o aquellas medias blancas con puntillas para ir a la escuela.

¿Acaso todo era un trueque? Había que elegir entre vivir y sobrevivir, como fue guardando aquella niña tantas piezas de un rompecabezas como era el vivir.

Muchas veces en silencio ella pensaba que era como una especie de paquete que se iban pasando de mano en mano para ver quién en verdad querría cuidarlo o protegerlo.

Era una niña que crecía y luchaba dentro de sí solo por tener una pizca de amor, ¿era mucho pedir? O era el más grande logro para un niño tener amor, y muchos somos Marta, hombres y mujeres en el mundo entero, en algunos momentos también fuimos Marta, buscando infinitas respuestas, misterios que pasaron a ser milagros cuando se hallaba un segundo de comprensión. Y así llegó su cumpleaños número nueve, ella corriendo con sus tarjetitas de invitación que había hecho a mano, un rectángulo de cartulina doblado al medio en forma de librito, en el frente un corazón dibujado con lentejuelas brillantes pegadas en su contorno y su nombre también hecho de brillantinas con una inscripción que decía: “Te invito a mi fiestita”, un mundo de ilusión ponía ella en cada sencillez y evento de su vida. Salió corriendo feliz por el barrio llevando en un bolsito tejido a mano por su abuela todas las tarjetitas para invitar a su cumpleaños.

Para ella no había limites, primero invitó a muchos chicos del barrio, a la señora de la tienda, al señor que repartía leña, al padre Pablo y la hermana Elvira, a los compañeros de catecismo, a un anciano que siempre cruzaba cuando iba a la escuela que vivía en la calle y le sonreía siempre, pero cuando llegó a su casa de regreso su madre le preguntó: “Marta, ¿a cuántos niños invitaste?, ella agachó la cabeza como siempre y respondió que eran muchos invitados y no solo niños, eran sus amigos, la gente que para ella era importante.

Su madre la regañó y enojada le dijo que de ninguna manera esa gente, que trajera solo cuatro o cinco niños porque no podían hacer una fiesta para tantos y que a aquellos extraños tampoco los quería en su casa, la obligó que fuese a decirle a cada uno que no iba a haber fiesta para muchos invitados solo para dos o tres. Una gran tristeza invadió a Marta, su ilusión fue ahogada una vez más, por qué todo era tan difícil, no importaba lo que hubiera seguramente sus amigos irían igual aunque no hubiese nada para comer. Salió sollozando a cada lugar donde había dejado sus tarjetitas y les pidió disculpas porque la fiesta se había suspendido pero que algún día iba a poder hacerla, su amigo Valentín, el anciano callejero la vio triste y le dijo: “Marta, fueron tus padres que no te dejaron hacer tu cumpleaños, a mi puedes contarme la verdad porque yo lo sé aunque no me lo digas”. Ella asintió con la cabeza y dijo que sí, pero Valentín levantó su rostro y le dijo: “no llores, ama tu vida sea cual sea, abraza el día que naciste porque para todos los que te queremos eres una gran felicidad y festejaremos siempre en nuestros corazones aunque no haya un pan sobre la mesa”. Ella sonrió y se fue contenta con las palabras de Valentín. Paso su cumpleaños con dos amiguitos, sus padres y hermanos pero igual aquella nostalgia quedó en su corazón de no poder hacer aquella fiesta con la que tanto soñaba.

Era una niña, pero reflexionaba en por qué tantas veces sus sueños se escapaban como quien suelta globos pendiendo de un hilo, que se van por el aire hasta desaparecer.

Era una niña especial, no hacia diferencias entre las personas, para ella todos eran iguales, no hacía diferencias ni por edades, ni por color o sexo, ni por condición económica o social, tenía amigos de la calle, vagabundos, amigas prostitutas, ricos o pobres, amigos de color, ella era feliz con aquellos amigos callejeros donde hacían un fuego para cocinar y la invitaban a tomar leche en una lata que calentaban al fuego de leña porque no tenían ni cocina ni calentadores.

Era feliz con sus amigas prostitutas, mujeres mayores que contaban anécdotas de sus vidas, con sus amigos religiosos que narraban sus historias y así crecía entre una concepción de la vida y el mundo muy diferente a la que tenía su familia.

Valentín era un especie de abuelo para ella, era un anciano casi encorvado que vivía en los pasillos de una sucia casa abandonada, tenía una larga barba gris desprolija y una cabellera despeinada y enredada también grisácea, unas manos ásperas y rústicas como si hubiera tallado con ellas las piedras de su largo camino de vida, caminaba lento e inclinado como si sobre su espalda tuviera un gran cargamento que trasladar.

Amontonaba sus cosas en un rincón, ropa sucia en bolsas de residuos, elementos personales en cajas de cartón que cuidaba como si fueran cofres de recuerdos, fotos, escritos, frascos y un montón de cosas que reveía día tras día. Tenía un carrito de mano con el que juntaba cartones, palos, botellas y lo que más llamó la atención de Marta era un cartel que colgaba en aquel carro que decía: “Sonríe, la vida es linda”… No comprendía como teniendo aquella vida de abandono, soledad y pobreza él decía que la vida era linda. Un día ella se sentó junto a él en un tronco de madera, Valentín estaba revolviendo sus cajas y Marta le preguntó por qué vivía allí, si no tenía casa o familia. Él le dijo: “niña, es una larga historia, nunca conocí a mis verdaderos padres, me dieron en adopción apenas nací, mis padres adoptivos hicieron lo que pudieron por mí pero éramos catorce hermanos y era imposible criarnos a todos, crecí prácticamente en la calle de la que nunca pude salir, de adolescente conocí el mundo de las drogas y empecé a robar para poder pagar las drogas las que no podía dejar, ellas me daban olvido y era mi único alivio. En un momento me llevaron a un centro de rehabilitación, pero me escapé, no podía vivir encerrado, la calle era mi hogar. Volví a las drogas, al alcohol, a la noche, creo que hice sin saberlo un trueque con la vida y cambié familia, hija, casa y trabajo por droga, alcohol, calle y miseria. Tuve una hija que nunca quiso verme y estará en algún lugar del mundo, ojalá haya encontrado mejor suerte que yo. En alguna pequeña parte de mi historia tuve un poco de algo, nunca tuve todo, pero ese poco también lo cambié por mi mala vida”.

Marta escuchaba atentamente y en un momento le preguntó por qué con todo lo que había vivido llevaba ese cartel en su carro que decía “Sonríe, la vida es linda”, a lo que Valentín le respondió: “porque son dos cosas que jamás nadie podrá quitarme, el sonreír, y el pensamiento de que la vida aún puede ser linda… ese cartel es lo más importante de mi vida porque al levantarme es lo primero que leo y me dan ganas de seguir.

Aquella charla fascinante fue interrumpida por los gritos de la madre de Marta que la llamaba, su madre la castigó porque estaba según sus despectivas palabras con aquel viejo mugriento, y le prohibió volver a verlo, quedó en penitencia por varios días sin salir porque su madre la criticaba por visitar aquel basural de vida como era el anciano Valentín. Marta le respondió que era su amigo y que era un buen hombre que daba todo lo que tenía.

Qué puede dar, le contestó la madre, si solo tiene mugre y cosas que no sirven. Pero Marta se respondió a sí misma en silencio: tiene una gran historia de vida, será todo lo que tiene pero lo comparte, escucha, sonríe y tiene aun así una esperanza, para ella su amigo era importante y llenaba su vida, sabía que jamás le haría daño y le gustaba pasar horas con él escuchando sus relatos.

Marta ya se había propuesto verlo a escondidas y se escapaba muchas veces para poder hablar con él y sentarse al lado del fuego a oír sus cuentos.

Llegó el lunes y Marta debía volver a su hogar sustituto como casi todos los lunes, le generaba un gran malestar y angustia, no quería estar en ninguno de los dos lugares ni allí ni con sus padres, solo quería ir a la escuela, volver a clases para ella era renacer y vivir tantas emociones agradables que era su lugar en el mundo por lo menos en esa etapa de la vida.

Poco a poco Marta empezaba a rebelarse, a no hacer tanto caso a personas mayores que solo dictaban normas absurdas que para nada mostraban con sus ejemplos, por el contrario, eran nefastos, poco a poco comenzó a ser más traviesa, y a mentir en ocasiones cuando creía que era injusto. Iba al colegio y a escondidas se encerraba en la sacristía donde los sacerdotes guardan sus ropas y se disfrazaba poniéndose sus sotanas largas y sus atuendos, y aparecía a sus compañeros así vestida haciendo una especie de actuación burlando y simulando que daba una misa imitando al sacerdote, todos reían a carcajadas. Pero después de su obra de teatro Marta era castigada severamente porque esas conductas eran graves para los religiosos, pasaba días encerrada en un cuartito casi a oscuras, algo como un altillo aislado donde solo podía salir para comer.

Los niños la buscaban porque ella los hacia reír y era capaz de tener la valentía de hacer cosas que otros niños por temor jamás se atreverían a hacer, pero ella se divertía y comenzó a pensar que si tantas veces la castigaban sin motivo por cosas que ni siquiera había hecho, ahora prefería que el castigo fuese por algo que si había hecho, pero que había valido la pena pues se había divertido ella haciendo reír a los demás niños.

Así que aparecía cada tanto vestida de monja de la cabeza a los pies imitando a la madre superiora, gritando y dando órdenes mientras todos se reían, muchos días a la semana estaba castigada o rezando en la capilla pidiendo perdón, pero también eso era divertido para ella, prefería estar en penitencia sin salir que ir a su casa.

A medida que crecía, más traviesa se ponía. Esa especie de rebeldía un tanto inocente al ser niña, pero encontraba divertida y menos áspera la vida que le había tocado transitar, se fue convirtiendo en una especie de payaso para el resto, siempre tenía una ocurrencia, alguien a quien imitar y la gente que la rodeaba se divertía a través de sus ingeniosas ocurrencias.

Una y mil veces fue llevada a la dirección del colegio observada por su conducta, la expulsaban de clase por bochinchera y alterar y distraer a los niños, haciendo chistes y burlando a sus maestras.