El paisaje habitado - Carlos Muñoz Gutiérrez - E-Book

El paisaje habitado E-Book

Carlos Muñoz Gutiérrez

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Beschreibung

¿Qué es el paisaje? ¿Qué llega a ser paisaje? ¿De dónde procede nuestro gusto por representarlo, fotografiarlo, pintarlo? "El paisaje habitado" es la respuesta que ha encontrado aquel que, sumergiéndose en los paisajes, recorriéndolos y no tanto contemplándolos, quiso habitarlos. Desde las ciudades a los cementerios, desiertos, islas, bosques, cuevas, jardines, infiernos…, todo ello es paisaje. Una reflexión actual desde la filosofía que trata de aportar significados a aquello que contempla nuestra mirada y lo transforma subjetivamente. El territorio como lugar de afecto y humana emoción que cambia de significado al compás de nuestra intención. ¿Cuáles son nuestros paisajes? Este libro contiene algunas dubitativas respuestas, nada seguro, nada firme. Sobre todo, invita a vivirlos. Hay paisaje porque somos humanos.

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Seitenzahl: 106

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CUADERNOS DE HORIZONTE

El paisaje habitado

CARLOS MUÑOZ

Título de esta edición:El paisaje habitado

Primera edición enLA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES: diciembre de 2015

© de esta edición:

LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:

www.lalineadelhorizonte.com [email protected]

© del texto: Carlos Muñoz Gutiérrez

© de la maquetación y el diseño gráfico: Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

Imagen de cubierta: Japan Travel Poster, hacia 1930 (detalle)

isbn (ePub):978-84-15958-38-3 | ibic: hpn; rgc

El paisaje habitado

INTRODUCCIÓN

I. PAISAJES DEL TERRITORIO

CIUDADES

EL DESIERTO

EL CEMENTERIO

EL INFIERNO

II. PAISAJES DEL ESPACIO

EL BOSQUE

CUEVAS

RÍOS

LA ISLA DESIERTA

PAISAJES SONOROS

III. PAISAJES DEL HORIZONTE

JARDINES Y PARQUES

ANIMALES

VERDADES

INTRODUCCIÓN

Las imágenes y la lejanía. ¿La potente afición por las imágenes no se alimentará posiblemente de una turbia oposición frente al saber? Yo contemplo el paisaje: el mar está muy liso en la bahía; unos bosques ascienden, como una inmóvil masa silenciosa hacia la cumbre del monte; arriba están las ruinas de un castillo, que llevan así varios siglos; el cielo resplandece despejado de nubes, con un azul eterno. Así es como lo quiere el soñador. Que este mar sube y baja en millo­nes de olas, que los grandes bosques se estremecen a cada nuevo ins­tante desde las raíces hasta la última hoja, que las piedras de la ruina del castillo continúan cayendo sin cesar, que en el cielo unos gases están luchando invisiblemente antes de llegar a formar nubes: el soñador olvida todo esto para entregarse a las imágenes. En ellas tiene sosiego, eternidad. Cada ala de pájaro que lo roza, cada ráfaga de viento que lo estremece, cada cercanía que lo alcanza lo desmiente sin duda. Pero también con cada lejanía de nuevo vuelve a construir su sueño, que encuentra apoyo en cada pared de nubes y se enciende en cada ventana iluminada. Y su sueño parece ser perfecto cuando logra quitarle a cada movimiento su aguijón, convertir la ráfaga de viento en un leve murmullo y las estampidas de los pájaros en las formas de una migración. Reprimir la naturaleza de este modo en un marco de pálidas imágenes es sin duda el deseo del que sueña. Hechizarlas, llamándolas de nuevo, ése es el talento del poeta.

WALTER BENJAMINSombras breves II1

Los paisajes, aparentemente, son esas imágenes que deseamos perpetuar. Pintamos cuadros, fotografiamos, describimos en poemas o filmamos. No sabemos de dónde procede la fuerza de esas imágenes, si de nuestra mirada o de algo que aparece entre el caos perceptivo que el mundo nos ofrece o, más probablemente, de una combinación de ambas cosas; pero, me atrevería a decir, el hombre habita el mundo construyendo, representando o imaginando paisajes.

Algo ya en desuso, pero que inexplicablemente no se extingue, no se pierde, es la tarjeta postal. Propicias representaciones de paisajes con las que el remitente transmite noticias a un destinatario. No cualesquiera noticias; más bien, noticias anecdóticas, tópicos o mensajes triviales que atraviesan la imagen que los transporta; que se producen alrededor o inmersos en esa imagen. Son noticias de viajes y vacaciones que predisponen al remitente a compartir su mirada, su estado o sus novedades con amigos o allegados. Las postales han sido, y aun hoy como objeto de colección o sencillamente como tradición, el soporte representacional de los paisajes. Pero la postal tiene en su revés un espacio comunicativo, un aporte a la imagen que permite expresar al que ha seleccionado esa postal, y no otra, la relación que desea mantener con un destinatario a través de ella. Aún recuerdo los profundos dilemas que suponía seleccionar una postal. Hay que tener en cuenta muchos aspectos: lo representativo de la imagen en el contexto del lugar en donde uno se encuentra, la belleza o fuerza que expresa, la personalidad del destinatario, la relación con lo que se quiere transmitir. El momento de mandar postales era un momento inexcusable, obligado, que todo viajero debía realizar en cada etapa de su recorrido.

Este libro, dado que no somos ni soñadores ni poetas, quiere explorar precisamente el canto, el pequeño filo que separa y a la vez une el anverso y el reverso de una tarjeta postal, ese filo que compendia el afecto del que escribe ante la imagen que transmite. Atravesar la imagen para propiciar un saber que anime y comprenda el esfuerzo humano por fijar los momentos y hacerlos duraderos ante el cambio inevitable, pero imperceptible, que el horizonte muestra a una mirada que lucha por atrapar un instante, una eternidad. Comprender, entonces, el efecto que nuestras miradas y nuestras acciones producen en los espacios para crear paisajes y los que éstos producen a sus soñadores y poetas. Estos escritos no quieren ser una colección de tarjetas postales, sino una reflexión sobre el hecho de su existencia2, de la postal y del cuadro, de la fotografía y del poema y, aún antes, de las miradas que eligen y de las acciones que crean paisajes.

Así pues, ¿qué es un paisaje? Definimos paisaje como lo que desvela una presencia. Algo del mundo se muestra ante nuestra percepción de un modo brillante, como cuando buscamos un objeto que se esconde pertinazmente y, de repente, lo localizamos frente a nosotros, lo descubrimos en el caos de imágenes, en el continuo de sonidos o en la sucesión de tramas, se nos desvela. Sin embargo, el acto de desvelamiento es un procedimiento del sujeto y ahí es cuando iniciamos la creación de un paisaje, en el instante en que una figura rompe el horizonte de la mirada o delimitamos, enmarcamos, encuadramos un espacio absoluto, continuo e infinito o, también, cuando destacamos algún elemento de un territorio en el que se habita o se conquista.

Horizonte, espacio o territorio posibilitan la creación de un paisaje como fragmento o pedazo, como reducto o trozo tras la acción que impone un visor, un marco o encuadre, tras una conquista o asentamiento, tras una transformación o redisposición de lo que ese fragmento o pedazo contiene. El Horizonte, el espacio o el territorio no se disuelven o desaparecen cuando emerge o se produce un paisaje, sirven de fondo y mantienen siempre frente al paisaje más poder, más constancia y resistencia; de suerte que amenazan los elementos desvelados que conforman el paisaje. Por eso, todo paisaje contiene una amenaza externa a él, insalvable, incombatible, que nos exige una acción constante, un esfuerzo permanente, un trabajo sin fin y sin descanso. Sísifo subiendo la piedra, el nómada que no puede parar para permanecer en el mismo sitio, el labrador que cultiva, el artista que pretende expresar el afecto que la mirada le suscita, el arquitecto que construye...

Si es la mirada, el encuadre, la conquista o asentamiento lo que crea paisaje, la acción paisajística es el resultado de un afecto o una intención que ponemos en un medio originario y sustentador que es ajeno y extraño a nuestra acción. A su vez, el afecto o la intención que configura el paisaje o le da origen; que es inmanente y debe permanecer para mantenerlo o recrearlo, que es su causa, pero no su fin, amenaza también al paisaje cuando se difumina o empequeñece, cuando acaba o se impide.

La resistencia del medio a su permanencia independiente e indiferente a la acción humana, unida al cansancio que produce la fuerza del afecto que quiere vencer aquella resistencia, tiende a desbaratar los paisajes creados, a difuminarlos y a integrarlos al confuso continuo del mundo. Por eso, todo paisaje termina siendo ruina, se extingue volviendo a su mundo originario, a menos que se realice un acto de documentación: lienzo, fotografía, película, poema, postal.... Quizá, la tentación humana de representar sus paisajes nazca del inconsciente convencimiento de que la batalla que hemos emprendido contra el devenir del mundo está perdida.

A diferencia del horizonte, del espacio o del territorio, el paisaje contiene tiempo. El tiempo aparece con el paisaje e introduce condiciones temporales —termodinámicas—en el paisaje. Frente al ciclo eterno del medio originario, donde el tiempo es reversible y el todo mantiene su permanencia eterna, el tiempo de Cronos que impone la mirada crea el paisaje. Mientras se mantiene encuadrado, mientras se habita y transforma hay paisaje. El paisaje origina el tiempo cronológico en el instante en que las presencias informes, confusas y mezcladas se desvelan. Semejante a cuando la niebla se desvanece mostrando el fondo montañoso. El paisaje es como levantar el telón que inaugura una escena, un lugar, un marco.

El paisaje es entonces donde se actúa y, a la vez, donde se representa. O mejor, es la condición de la acción y de la representación, cuando un acto o representación segmenta una parte del todo sin romperlo nunca, sin poder separarlo del todo. Esta imposibilidad es la que aporta la dimensión temporal del paisaje y en ese fluir del tiempo inevitablemente todo paisaje muere, se diluye en su fondo originario o se deteriora por un cambio de la intención o del afecto. Hay paisaje mientras mantengamos el esfuerzo con nuestra intención, con nuestra mirada, con nuestra acción. Pero los esfuerzos menguan o se abandonan, las presencias se ocultan, los territorios se desterritorializan, las miradas se turban o se ciegan. Para hacerlo eterno hay que acudir a la representación y así el paisaje queda documentado, fotografiado, pintado, recordado.

Pero la cuestión primordial es qué afecto, qué presencia desvela un paisaje. Este libro no es tanto mirar las imágenes de nuestras postales de viajes, sino leer los textos que transmiten, conectar lo expresado con lo representado y a través de lo dicho elaborar un catálogo de paisajes. ¿Por qué hay desiertos o glaciares? ¿Por qué jardines o infiernos? ¿Por qué ciudades y cultivos? ¿Qué afecto introduce el hombre en el territorio? ¿Qué intención en la mirada? ¿Qué acción en el espacio? ¿Cuáles son nuestros paisajes?

I. PAISAJES DEL TERRITORIO

El territorio sería el efecto del arte. El artista, el primer hombre que levanta un mojón o hace una marca. La propiedad, de grupo o individual, deriva de ahí, incluso si es para la guerra y la opresión. La propiedad es en primer lugar artística, puesto que el arte es en primer lugar cartel, pancarta. [...] Lo expresivo es anterior a lo posesivo, las cualidades expresivas, o materias de expresión, son forzosamente apropiativas, y constituyen un haber más profundo que el ser. No en el sentido de que estas cualidades pertenecerían a un sujeto, sino en el sentido de que dibujan un territorio que pertenecerá al sujeto que las tiene y las produce. Estas cualidades son firmas, pero la firma, el nombre propio, no es la marca constituida de un sujeto, es la marca constituyente de un dominio, de una morada. La firma no indica una persona, es la formación azarosa de un dominio... De la misma manera que uno pone una bandera en una tierra conquistada, uno pone su firma en un objeto.

G. DELEUZE & F. GUATTARIMil mesetas3

CIUDADES

No hay mejor ejemplo de paisaje que la visión de una ciudad rompiendo el horizonte desde la distancia. El trayecto hacia una ciudad resulta una metáfora perfecta de lo que sea su esencia. Si lo que queremos es responder a ¿qué es una ciudad?, llegar a una ciudad desde un automóvil, un avión, incluso un tren, es penetrar desde lo general a lo particular, es estar fuera o estar dentro, es estar en lo salvaje o cobijarse en lo humano. La ciudad es el lugar de lo humano, el lugar en donde habitamos. En la distancia, nuestra mirada abarca su extensión, su forma, su dimensión. Podemos hacernos una idea general de su historia, de su urbanismo, de su política; pero conforme entramos, aunque solo sea a su primera calle, en la periferia, en el suburbio más alejado de las maravillas que guarda, la ciudad deja de ser paisaje y se convierte en medio, en entorno, como si nos engullera para siempre y ya no nos dejara escapar. Dentro de la ciudad no hay límites, el confín nunca se alcanza y sus fronteras se nos marcan como los barrotes de un penal. En algunas ni siquiera se alcanza a ver el cielo. Es el límite definido en donde lo urbano, lo propio de los hombres, se distingue de lo natural. Entre medias aún queda ese resbaladizo concepto que es lo rural. Pero incluso lo rural alberga ciudad. Esta solo es paisaje desde fuera y muy lejos de su territorio. La ciudad es, a lo sumo, el paisaje en el que vivimos, lo que habitamos.