El pájaro verde - Juan Valera - E-Book

El pájaro verde E-Book

Juan Valera

0,0

Beschreibung

Novela de corte fantástico y fabuloso del literato Juan Valera. Nos narra la competición de muchos de los caballeros de un reino por ganar el corazón de la bella princesa. Sin embargo, el único capaz de conmoverla es el misterioso pájaro verde. Será la princesa quien se embarque en una aventura para descubrir el secreto del pájaro verde.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 100

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Juan Valera

El pájaro verde

 

Saga

El pájaro verde

 

Copyright © 1901, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726661590

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Juan Valera

Natural de Cabra, provincia de Córdoba, nació en 1824. Los primeros años de su vida los pasó en el campo; fue en este medio rural donde se empapó de los tipos, dichos y, en definitiva, de la cultura popular que luego plasmaría en sus libros. Después de estudiar Filosofía y Derecho, sería diplomático en Nápoles junto al Duque de Rivas, para ser destinado más tarde a Lisboa, Río de Janeiro, Dresde y Rusia. Diputado en 1858, ejercería como ministro en Francfort, Bruselas, Viena, Lisboa y Washington. Este vasto mundo recorrido, junto a los numerosos estudios y lecturas que realizó de culturas tan variadas como la Grecia clásica, la literatura oriental, pero también el profundo conocimiento de la tradición ilustrada española, humanistas, místicos del Siglo de Oro, románticos, escritores castizos como Serafín Estébanez Calderón— son los rasgos que conforman la personalidad y la obra literaria de este escritor, al que se ha denominado «andaluz universal». Juan Valera es el escritor español del siglo XIX que más ampliamente desborda los límites que le impuso su tiempo histórico, como hombre y como literato. Su territorio fue deliberadamente la literatura de todos los tiempos y lugares, siendo ésta la causa de su vigencia como clásico moderno. La última época de su vida la pasó alejado de la vida pública a causa de su ceguera, hasta su muerte en Madrid, en 1905.

Cultivó diversos géneros: la poesía, con obras como Ensayos poéticos (1844); el teatro, con Tentativas dramáticas (1871); y fundamentalmente la narrativa, en la que destacó de forma brillante con novelas como Pepita Jiménez (1874), en la que une un estilo cuidado y brillante a una sutil ironía. Cabe también destacar Juanita la larga (1895) y Genio y figura (1897). Valera fue además excelente crítico literario y erudito. Sus inicios en la narrativa tuvieron lugar por medio de los cuentos, en los que predomina su veta fantástica y maravillosa. A esta época pertenece El pájaro verde, que presentamos en este volumen. En algunas de estas narraciones adecuadas para un público infantil y juvenil, nos presenta Valera versiones propias de cuentos japoneses, mientras que otras son dichos, chistes, en definitiva relatos graciosos de origen popular.

El pájaro verde

I

Hubo, en época muy remota de ésta en que vivimos, un poderoso rey, amado con extremo de sus vasallos y poseedor de un fertilísimo, dilatado y populoso reino allá en las regiones de Oriente. Tenía este rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su Corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad y por la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, gigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de su majestad; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este rey le llamaban, con razón, el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora reina, persona muy cabal y hermosa, a quien su majestad había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que la tenía, causa inocente de su muerte.

Cuentan las historias de aquel país que ya llevaba el rey siete años de matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando ocurrieron unas guerras en país vecino. El rey partió con sus tropas; pero antes se despidió de la señora reina con mucho afecto. Ésta, dándole un abrazo, le dijo al oído:

—No se lo digas a nadie para que no se rían si mis esperanzas no se logran; pero me parece que estoy encinta.

La alegría del rey con esta nueva no tuvo límites, y como todo le sale bien al que está alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habían hecho no sabemos qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos, y volvió cargado de botín y de gloria.

Habían pasado en esto algunos meses; así es que, al atravesar el rey con gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud y el repiqueteo de las campanas, la reina estaba pariendo, y parió con felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación, y aunque era primeriza.

¡Que gusto tan pasmoso no tendría su majestad cuando, al entrar en la real cámara, el comadrón mayor del reino le presentó una hermosa princesa que acababa de nacer! El rey dio un beso a su hija, y se dirigió lleno de júbilo, de amor y de satisfacción, al cuarto de la señora reina, que estaba en la cama, tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de mayo.

—¡Esposa mía! —exclamó el rey, y la estrechó entre sus brazos.

Pero el rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura que, sin más ni menos, ahogó sin querer a la reina. Entonces fueron los gritos, la desesperación y el llamarse a sí propio animal, con otras elocuentes muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la reina, la cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se diría detestablemente que hablaba el sánscrito, lengua diplomática de entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes.

Así andaban las cosas, y las fiestas de la Corte eran más brillantes cada día. Los príncipes; sin embargo, se desesperaban de no ser queridos; el Rey Venturoso rabiaba al ver que su hija no acababa de decidirse, y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno, salvo del príncipe tártaro, de quien sus pullas y declarado aborrecimiento vengaba con usura al famoso ministro de su padre.

II

Aconteció, pues, que la princesa, en una hermosa mañana de primavera, estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y suavísimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardín, estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el aroma de las flores.

Parecía la princesa melancólica y pensativa, y no dirigía ni una sola palabra a su sierva.

Ésta tenía ya entre sus manos el cordón con que se disponía a enlazar la áurea crencha de su ama, cuando a deshora entró por el balcón un preciosísimo pájaro, cuyas plumas parecían de esmeralda, y cuya gracia en el vuelo dejó absortas a la señora y a su sirvienta. El pájaro, lanzándose rápidamente sobre esta última, le arrebató de las manos el cordón, y volvió a salir volando de aquella estancia.

Todo fue tan instantáneo que la princesa apenas tuvo tiempo de ver al pájaro; pero su atrevimiento y su hermosura le causaron la más extraña impresión.

Pocos días después, la princesa, para distraer sus melancolías, tejía una danza con sus doncellas, en presencia de los príncipes. Estaban todos en los jardines y la miraban embelesados. De pronto sintió la princesa que se le desataba una liga, y, suspendiendo el baile, se dirigió con disimulo a un bosquecillo cercano para atársela de nuevo. Descubierta tenía ya su alteza la bien torneada pierna, había estirado ya la blanca media de seda y se preparaba a sujetarla con la liga que tenía en la mano, cuando oyó un ruido de alas, y vio venir hacia ella el pájaro verde, que le arrebató la liga en el ebúrneo pico y desapareció al punto. La princesa dio un grito y cayó desmayada.

Acudieron los pretendientes y su padre. Ella volvió en sí, y lo primero que dijo fue:

—¡Que me busquen el pájaro verde..., que me lo traigan vivo..., que no lo maten...; yo quiero poseer vivo el pájaro verde!

Mas en balde le buscaron los príncipes. En balde, a pesar de lo mandado por la princesa de que no se pensase en matar el pájaro verde, se soltaron contra él neblíes, sacres, gerifaltes y hasta águilas caudales, domesticadas y adiestradas en la cetrería. El pájaro verde no apareció ni vivo ni muerto.

El deseo no cumplido de poseerlo atormentaba a la princesa y acrecentaba su mal humor. Aquella noche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba de los príncipes era que no valían para nada.

Apenas vino el día, se alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar, sin corsé ni miriñaque, más hermosa e interesante en aquel deshabillé, pálida y ojerosa, se dirgió con su doncella favorita a lo más frondoso del bosque, que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el sepulcro de su madre. Allí se puso a llorar y a lamentar su suerte.

—¿De qué me sirven —decía— todas mis riquezas, si las desprecio; todos los príncipes del mundo, si no los amo; de qué mi reino, si no te tengo a ti, madre mía, y de qué todos mis primores y joyas, si no poseo el hermoso pájaro verde?

Con esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su vestido y sacó del pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre, que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarlo, cuando acudió más rápido que nunca el pájaro verde, tocó con su ebúrneo pico los labios de la princesa y arrebató el guardapelo, que durante tantos años había reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar había permanecido. El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y perdiéndose en las nubes.

Esta vez no se desmayó la princesa; antes bien, se paró muy colorada y dijo a la doncella:

—Mírame, mírame los labios: ese pájaro insolente me los ha herido, porque me arden.

La doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente el pájaro había puesto en ellos algo de ponzoña, porque el traidor no volvió a aparecer en adelante, y la princesa fue desmejorándose por grados, hasta caer enferma de mucho peligro. Una fiebre singular la consumía, y casi no hablaba sino para decir:

—Que no lo maten..., que me lo traigan vivo...; yo quiero poseerlo.

Los médicos estaban de acuerdo en que la única medicina para curar a la princesa era traerle vivo el pájaro verde. Mas ¿dónde hallarlo? Inútil fue que le buscasen los más hábiles cazadores. Inútil que se ofreciesen sumas enormes a quien lo trajera.

El Rey Venturoso reunió un gran congreso de sabios a fin de que averiguasen, so pena de incurrir en su justa indignación, quién era y dónde vivía el pájaro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija.

Cuarenta días y cuarenta noches estuvieron los sabios reunidos, sin cesar de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse. Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos; pero nada averiguaron.

—Señor —dijeron al cabo todos al rey, postrándose humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables frentes—, somos unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una mentira; ignoramos quién sea el pájaro verde, y sólo nos atrevemos a sospechar si será acaso el ave fénix del Arabia.