El pato salvaje - Henrik Ibsen - E-Book

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Henrik Ibsen

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Beschreibung

Publicada en 1884 y representada por primera vez al año siguiente, "El pato salvaje" causó gran desconcierto entre el público en sus sucesivos estrenos por la presencia del animal en el escenario. Más allá de esta anécdota, sin embargo, la pieza se inserta en la misma línea de denuncia social que Henrik Ibsen (1828-1906) inició con "Casa de muñecas" en 1879 y prosiguió, entre otras, con "Un enemigo del pueblo" o "Hedda Gabler", todas ellas publicadas en esta colección. Centrada en la soledad del individuo frente a la sociedad y sus semejantes y en el conflicto entre realidad e ilusión, entre verdad y mentira (veta tan ricamente explotada en la literatura española desde el Quijote hasta Unamuno, Valle-Inclán o Buero Vallejo), "El pato salvaje" representa la cima del teatro de Ibsen por la ironía de su expresión, su simbolismo que la abre a multiplicidad de lecturas y la soberbia tensión dramática que la impregna. Prólogo y traducción de Juan Antonio Garrido Ardila

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Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Henrik Ibsen

El pato salvaje

Introducción y traducciónde Juan Antonio Garrido Ardila

Índice

Introducción

Bibliografía

Nota del traductor

El pato salvaje

Acto primero

Acto segundo

Acto tercero

Acto cuarto

Acto quinto

Créditos

Introducción

En una carta dirigida a Frederik Hegel, fechada el 14 de junio de 1884 en Roma, Ibsen anunciaba haber finalizado, el día anterior, la composición de una nueva obra que, auguraba, «provocaría debates», y que tituló Vildanden (El pato salvaje). En otra misiva al mismo corresponsal, del 2 de septiembre de aquel año, confesaba su anhelo de que los críticos ponderasen las complejidades de ese nuevo drama. Por septiembre de 1884 envió el manuscrito a su editor manifestándole que se trataba de una obra «aparte» en su dramaturgia. El pato salvaje se publicó en Copenhague a finales de 1884, antes de su estreno el 9 de enero de 1885 en Den Nationale Scene (El Teatro Nacional) de la ciudad noruega de Bergen. El 4 de marzo de 1888 se puso en escena en Berlín, y el 5 de mayo de 1894 en Londres.

Esas complejidades de las que Ibsen se congratulaba causaron perplejidad en los lectores y espectadores de entonces. Su compatriota el escritor Henrik Jæger llamó la atención sobre el hecho de que en las primeras representaciones los espectadores noruegos no sabían muy bien a qué parte del escenario dirigir la mirada –si al pato o a los personajes–, y subrayó la disparidad de los juicios de valor expresados en las recensiones en prensa. La culpa de todo ello recaía, en buena parte, sobre el pato. Por aquel entonces, los espectadores no estaban acostumbrados a ver animales en el escenario, y tanto el título como las alusiones que al pato hacen los personajes complicaban tremendamente el entendimiento del papel y la significación de ese animal en la obra. Durante las representaciones que tuvieron lugar en 1891 en París, por ejemplo, el público graznaba burlón cada vez que se nombraba al pato. El reputado filólogo danés Georg Brandes apuntó de El pato salvaje y de La casa de Rosmer que resultaban especialmente enigmáticas para los lectores del sur de Europa. Naturalmente, con el tiempo, espectadores y críticos fueron vislumbrando y digiriendo los múltiples y hondos sentidos de El pato salvaje, que hoy muchos estiman como la obra más importante de Ibsen y que Niels Kjær llamó «la obra maestra del maestro».

En las fechas de la publicación y el estreno de El pato salvaje, en Europa se tenía a Ibsen por el dramaturgo más insigne del momento. Los estudiosos distinguen una primera época en el teatro ibseniano, a la que pertenecen su primer gran éxito Brand (1865) y otros como Peer Gynt (1867) y Emperador y Galileo (1873). Los pilares de la sociedad (1875) viene considerándose el primero de sus dramas de corte realista. En 1879 el estreno de Casa de muñecas1 sobrecogió a los públicos de Europa por su díscola denuncia de la discriminación que sufrían las mujeres. A partir de entonces, los dramas de Ibsen ahondan con especial incisión en los males de la sociedad contemporánea. Los espectros (1881) expone la depravación de la burguesía con la connivencia del clero. Un enemigo del pueblo (1882)2 reprueba la manipulación de las masas que, en nombre de la democracia, ejercen los políticos y la prensa. Tras estas se publicó El pato salvaje, a la que siguió La casa de Rosmer (1886). El pato salvaje continúa la temática social de las obras que la precedieron. En todas ellas, a partir de Casa de muñecas, Ibsen alcanza una complejidad técnica y semántica deslumbrante. El pato salvaje quizá merezca ensalzarse como la más perfecta de todas, por la ironía de su expresión, su simbolismo, su dramatismo y, en definitiva, la soberbia tensión dramática de la historia.

Los primeros comentarios sobre El pato salvaje resaltaron su carácter autobiográfico. Se reconoció en el viejo Ekdal a Knud Ibsen (padre del autor) y se quiso ver rasgos de la personalidad de Ibsen tanto en Gregers como en Hjalmar, sobre todo en el segundo. La prueba más fehaciente de la identificación del autor con Hjalmar nos la proporciona una carta a Bjørnstjerne Bjørnson, fechada el 9 de diciembre de 1867, en la que le confesaba que de no dedicarse a la literatura se haría fotógrafo. Curiosamente, y al igual que el antiguo inquilino de la buhardilla de los Ekdal, el abuelo de Ibsen –Henrich Ibsen– fue un capitán de navío fallecido en alta mar. Según John Chamberlain y B. Sprague Allen, El pato salvaje debe entenderse como una sátira que Ibsen dirige contra él mismo por haber fracasado en sus anteriores envites contra las conciencias de sus compatriotas. Con todo, esa exégesis eminentemente biográfica quedó pronto superada. James McFarlane, en su libro Ibsen and Meaning, señala como tema central la negación de que la verdad confiera la felicidad. A partir de ahí se han elaborado lecturas harto más complejas. Ronald Gray, por ejemplo, destaca la centralidad de la tesis en torno a las inimaginables inhibiciones del ser humano, que Ibsen habría ejemplificado por medio de Gregers. La densidad semántica de esta obra ha llevado a A. F. Machiraju a resaltar la ambivalencia de sus significados y a entender que, tras la sátira directa de Un enemigo del pueblo, en El pato salvaje compone Ibsen una suerte de parábola, inspirada en la Biblia, de significaciones entreveradas.

Amén de todo ello, El pato salvaje –obra de temática social y también de un refinado simbolismo– se presenta al lector como un texto encriptado de múltiples interpretaciones y lecturas. A este respecto, Toril Moi, en su artículo sobre «Language, Metaphysics, and the Everyday», ha observado que en sus páginas se revela la ambigüedad semántica de los discursos de una sociedad cínica, escéptica y narcisista. Engalanan El pato salvaje numerosos símbolos acicalados de un espeso lenguaje metafórico, todo lo cual obliga al lector a la reflexión constante. Se ha resaltado el simbolismo del pato y la relación de varios personajes con él. En la obra se explica por boca del viejo Ekdal el comportamiento característico de esas aves, que, cuando se hallan heridas de muerte, se precipitan al fondo de la masa de agua que sobrevuelen en ese momento y allí se agarran con el pico a las algas. De ese modo evitan el peligro, pero se aíslan del mundo y se condenan a una muerte en la oscuridad. Algunos personajes de nuestra obra se identifican explícitamente con los patos: en el segundo acto, Hjalmar asegura que seguirá el ejemplo del pato y, algo después, Gregers declara que le gustaría ser un perro astuto que se sumergiera en las aguas para rescatar patos heridos; en el tercer acto afirma Gregers que la conducta de Hjalmar se asemeja a la de un pato.

El lector reconocerá de inmediato las metáforas: las personas, como los patos, pueden a veces dar la espalda a la realidad y rehuir los peligros obviándolos. Así, Hjalmar declara que su misión en la vida consiste en culminar el invento que traiga a su familia la bonanza económica y el prestigio perdidos cuando su padre ingresó en prisión: rehúye la realidad de su situación y vive aferrado a esa vana esperanza, como un pato herido se aferra a las plantas del fondo marino. Gregers manifiesta que su misión vital reside en descubrir la realidad a Hjalmar de modo que el matrimonio de este alcance la perfección, y declara que si pudiese convertirse en un animal escogería ser un perro que rescata patos. En la metáfora, Hjalmar es el pato herido y abstraído de la realidad y Gregers aspira a ser el perro que lo rescate, tal como aconteció al pato que da título a la obra. Pero en el transcurso de los cinco actos, el lector reparará en que el símil de los patos resulta aplicable a muchos otros personajes, tal como explica el doctor Relling. El viejo Ekdal, hundidas sus finanzas y derribado su prestigio, se refugia en la casa de su hijo, donde a veces se viste con el antiguo uniforme de teniente y en cuyo desván recrea sus cacerías de otros tiempos. El desdichado Molvik se enfrenta a sus momentos de desesperación recurriendo a la bebida. Esta asociación de las personas con el pato también se aplica a Hedvig, según sugiere implícitamente ella en una conversación con Gregers, en el transcurso de la cual se refiere al desván como «las profundidades del mar». Al igual que el pato que se esconde en las profundidades del mar, la pobre niña ha hallado en el desván su refugio de un entorno poblado por adultos insensibles. Ese peligro del que Hedvig huye es el mismo que Ibsen denuncia en otros muchos dramas: dicho de modo quizá excesivamente genérico, la miserable sociedad, integrada por personas egoístas e incapaces de toda empatía. En su libro Ibsen and the Birth of Modernism, Toril Moi ha descrito esta obra, junto a Hedda Gabler y La casa de Rosmer, como un magnífico estudio del ostracismo y la soledad que aquejan a los seres humanos.

Ibsen nos va mostrando, poco a poco y entre luces y sombras, la psicología de cada uno de los personajes al tiempo que la pobre Hedvig queda cada vez más aislada. Hjalmar se revela como un mal padre, que antepone su bienestar a todo lo demás. Las revelaciones de su carácter vienen dadas por Hedvig: cuando comenta ella que, al no acompañarlas su padre, no han tenido que cenar caliente, o en las varias ocasiones en que afirma que si Hjalmar está contento todos serán felices. En cada uno de estos comentarios se descubre a Hjalmar como a un ser humano egoísta, y a Hedvig como la hija cándida y modélica que ama a sus progenitores por encima de todas las cosas e incluso declara que no aspira más que a vivir con ellos para acompañarlos y asistirlos. Conforme avanza la obra, los más de los lectores, si no todos, sentiremos una repugnancia mayor por Hjalmar (edulcorada por las ironías ibsenianas) a causa de su histriónico victimismo, su egoísmo y, sobre todo, su frialdad con la pobre Hedvig.

Gregers, por su parte, no acierta a ver más allá de su empecinada misión filantrópica. Pero su empeño en convertir a Hjalmar y a Gina en un matrimonio verdadero, por muy altruista que parezca, oculta un hondo egoísmo: a Gregers lo mueve, ante todo, el odio que profesa a su padre, a quien culpa del trágico fin de su madre. En el quinto acto, Relling le reprocha la insensatez de su idealismo impracticable. En su juventud, Gregers acudía a las casas de los obreros de su padre para predicarles lo que llamó la «reivindicación del idealismo», sin que ninguno de esos asalariados le hiciese ningún caso. Será Gregers, eminentemente, quien provoque la tragedia cuando se reencuentre con su amigo Hjalmar y decida dedicar todos sus esfuerzos a revelarle la verdad y a instarlo a vivir conforme al idealismo. En la obra, incluso los personajes más bajos moralmente se crecen, con su pragmatismo, ante el absurdo idealismo de Gregers: Gina ha logrado hacer feliz a Hjalmar y sacarlo de la terrible depresión que lo puso al abismo del suicidio, y Haakon Werle va a contraer matrimonio basándose en los principios de perdón y sinceridad que Gregers predica. Paradójicamente, Haakon Werle, cuya supuesta maldad Gregers repudia a ultranza, alcanza los dos grandes objetivos en que Gregers y Hjalmar fracasan: fundar un matrimonio verdadero, asentado sobre la verdad y el perdón, y dejar a Hedvig una pingüe pensión vitalicia. Relling reprocha a Gregers la impropiedad de su idealismo con claridad meridiana: las personas, para ser felices, precisan de la livsløgn (mentira de la vida, o mentira vital), necesitan vivir una mentira, porque la realidad resulta a menudo imposible de asumir y porque la perfección se presenta inalcanzable. En una idea condensa Relling el presupuesto de El pato salvaje: que «idealismo» es un barbarismo reprobable porque existe una palabra más certera: «mentiras»; esto es, que las mentiras salvaguardan la felicidad y que el idealismo la imposibilita e incluso la destruye. Ello queda patente cuando, en el quinto acto, Hjalmar justifica su marcha del hogar porque el conocimiento de la verdad le ha acarreado la infelicidad.

Aun cuando algunos críticos hayan arremetido contra Relling con la misma intensidad que contra Gregers, entre ambos media un abismo. Mientras que los empeños idealistas de Gregers provocan la tragedia, Relling, médico de profesión, ejerce de sanador espiritual de su prójimo; logra salvar a Molvik de la desesperación e inculcar en Hjalmar la ilusión de vivir. Muchos han reprochado al personaje de Relling el control que ejerce sobre otros personajes. Helge Rønning, por ejemplo, lo acusa de administrar «drogas para el espíritu». Toril Moi, en Ibsen and the Birth of Modernism, repara en que, ante el deleznable hiperidealismo de Gregers, la actitud de Relling aboca al nihilismo. El mismo Relling nos descubre su infelicidad cuando reacciona afligido y despechado ante el anuncio de la boda de la señora Soerby y le asegura que esa noche saldrá a beber con Molvik. El hecho de que ella lo abandonase lo presenta como un hombre que no podía hacerla feliz. De idéntico modo que Gregers, Relling impone sus criterios al prójimo. Su mentira vital consiste en creerse el doctor espiritual que salva a las gentes de una desesperación similar a la que él padece. Ibsen, haciendo gala de su ecuanimidad y mesura, presenta los dos extremos –el idealismo de Gregers frente a la mentira vital de Relling–, denunciando ambas posturas e instando a la adopción de un punto medio.

Otro ejemplo del simbolismo de El pato salvaje nos lo brinda la etimología y la historia de los nombres de los personajes. Hjalmar deriva de hjalmr (yelmo) y arr (guerrero), y viene a significar ‘guerrero del yelmo’. Gregers puede relacionarse con San Gregorio Magno, pontífice recordado por iniciar la cristianización de la Europa del norte. Ibsen escoge estos dos nombres con intención irónica. Gregers, como el santo, hará su apostolado: mostrar la verdad y traer la felicidad a la vida del prójimo. Mas con resultados radicalmente contrarios a los de San Gregorio Magno: no convierte a las gentes, sino que las aboca a la tragedia. A Hjalmar se le ha relacionado, merced al lirismo de su discurso, con el romanticismo y, por esa vía, el pasado mítico vikingo. Hjalmar no hace honor alguno a su nombre: en lugar de guerrear por sus convicciones se refugia en la ilusión del invento y de un futuro provisto de los réditos que este le reporte. Todo ello tiene una inmediata lectura en el contexto de la Europa de finales del siglo XIX, cuando se había configurado el espectro político mediante el afianzamiento del liberalismo y el surgimiento de los movimientos obreros. Como en Un enemigo del pueblo, en El pato salvaje carga Ibsen contra quienes quieren imponer al pueblo una sociedad ideal e idealizada. En sus anteriores dramas, y también en este, nuestro autor se había esmerado en abrir los ojos de sus conciudadanos ante injusticias varias. En El pato salvaje encontramos en Gregers al campeón de la verdad y el azote de quienes pervierten a la sociedad; en Hjalmar, a la víctima de estos. A diferencia de lo que ocurre en sus otros dramas, esa crítica social se acentúa en El pato salvaje por medio de un desenlace sobrecogedoramente trágico.

Otra fascinante instancia de simbolismo la hallamos en el número trece referido a los comensales de la cena de Haakon Werle. En su reminiscencia bíblica, el décimo tercer comensal, como indica el anfitrión, está de más. Ello excluye implícitamente a Hjalmar de la élite social congregada en la casa del empresario, de la que ya fuese expulsado el viejo Ekdal. Ese simbolismo religioso se torna social, y así debe leerse la última intervención de Gregers: al anhelar ser el décimo tercer comensal connota y declara su renuncia a pertenecer a una sociedad falaz y maldita.

Si bien los dramas de Ibsen se han calificado de «sociales», a la manera de la literatura realista de finales del siglo XIX, en ellos se trata una cuestión cardinal en el desarrollo de la literatura de aquel tiempo. La percepción de la verdad y de la realidad desde una perspectiva subjetiva es una característica que convierte los dramas de Ibsen en precursores del modernismo. En Los espectros nos había mostrado que la verdad de la familia Alving no se correspondía con las apariencias, y que en lo más íntimo de ese matrimonio se ocultaba una tragedia. En El pato salvaje se presenta la realidad desde diversos puntos de vista. Al principio de la obra, Werle y Gina conocen la verdad, Gregers la sospecha y Hjalmar la ignora. Según discurre la obra y esa verdad se revela a todos los personajes, cada uno la interpretará y asimilará de modo diferente. La observación que Hjalmar hace a Gregers, cuando debaten sobre la perfección del matrimonio, contiene una de las premisas de la literatura modernista: al respecto le apunta Hjalmar la contrariedad de que siendo Werle el artífice de un matrimonio basado en mentiras (el de Hjalmar) él vaya a disfrutar con la señora Soerby de una relación matrimonial sustentada en la más absoluta sinceridad. A lo largo de la obra se verá que una misma realidad merece diferentes valoraciones a distintos personajes, y que una misma persona es susceptible de apreciaciones morales muy dispares. A ojos de Gregers, el matrimonio de Hjalmar precisa reformarse y, una vez obrada esa transformación, constituirá un matrimonio verdadero, mientras que el matrimonio de Werle con Soerby, que Gregers repudia, parece ideal a la contrayente, y también, quizá, a Hjalmar. Esta visión caleidoscópica de la realidad preludia obras como Hacia el faro (1922), de Virgina Woolf, en las que se proclama la inexistencia de una única percepción de la verdad y de la experiencia existencial. En este sentido, Ibsen se nos revela también como un pionero de la literatura universal y uno de los primeros en proclamar la subjetividad de la realidad cotidiana. En muchos sentidos, Ibsen y su historia de Hjalmar Ekdal gozan del privilegio de haber precedido a multitud de autores y de obras. Errol Durbach, por ejemplo, ha llegado a afirmar que todo drama de importancia en la literatura norteamericana contemporánea resulta ser una variación del argumento de El pato salvaje, desde Llega el hombre del hielo (1946) de Eugene O’Neill a ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1962) de Edward Albee. Estima Durbach que ese argumento se reduce al temor a una vida sin ilusiones. En El pato salvaje, por ejemplo, se aborda el tema del matrimonio y de las mentiras, tan trillado en la literatura posterior, pero que Ibsen examina con una sutileza y una profundidad psicológica que no ha alcanzado ningún otro autor. El tratamiento psicológico que dispensa a sus personajes y el extremado dramatismo de las historias que concibe solo hallan parangón en el mejor Shakespeare.

Mucho más allá de haber explotado ciertos temas novedosos, así en la obra que nos ocupa como en otras, la grandeza de Ibsen radica asimismo en haber escrito literatura de la más elevada distinción estética y filosófica. Antes aludía a las metáforas y el simbolismo, junto a los cuales reluce una ironía esplendorosa. En este apartado cabe reseñar la grandilocuente dialéctica de Hjalmar, que algunos estudiosos han considerado un anacronismo de regusto romántico, y que redunda en la ridiculización del personaje. La ironía impregna numerosas frases de la obra; por ejemplo, cuando Relling pregunta a Gregers cuántos matrimonios verdaderos ha conocido. Y a esa ironía se debe igualmente gran parte del fino humorismo de la obra. P. A. Rosenberg recordaba haber conversado con Ibsen en Copenhague el 3 de abril de 1898 y que este calificó El pato salvaje de Tragi-komedie. Al lector español, versado en tragicomedias desde La Celestina y en ese balanceo entre lo cómico y lo trágico propio del Quijote, no habrá de llamarle excesivamente la atención el concepto. Pero en una Europa acostumbrada a tragedias de corte social, esa mezcolanza tragicómica causó mucha sensación.

En España no pueden dejar de sorprendernos algunas similitudes con nuestro Quijote. En efecto, parte de la tragicomedia se basa en el contraste entre lo sublime y lo ridículo en la persona de Hjalmar. El fotógrafo, como el hidalgo manchego, persigue un ideal quimérico, que para el personaje noruego es el invento. El espíritu torturado por la revelación de la verdad alterna momentos sublimes con otros mundanos: la desesperanza le ha quitado el apetito, pero no tarda en devorar el pan con mantequilla que le ofrece Gina y en beberse el café. Hjalmar se convierte en un Sancho Panza, que come, ronca y provoca alguno de los momentos más cómicos de la obra: cuando Gregers se sorprende de que pueda comer en momentos de tamaña compunción, Hjalmar responde al instante que también el cuerpo presenta sus reivindicaciones; al sorprenderse Gregers de que pueda dormir tras la trascendente revelación de la verdad, Gina lo explica porque su esposo no tiene costumbre de trasnochar y, añade, ronca de maravilla. Gina presenta igualmente un pragmatismo «sanchopancino», y con el escudero cervantino comparte su incapacidad de enunciar algunas palabras, especialmente pistol, que pronuncia pigstol. De este modo, en ocasiones Ibsen recrea en los diálogos el irónico contraste quijotesco entre el personaje de dialéctica grandilocuente y su compañero de habla llana: Hjalmar, con su vocabulario engolado, y Gina, con sus coloquialismos y sus errores de dicción, dialogan estableciendo, como don Quijote y Sancho, un contraste entre la ensoñación y la realidad. La pronunciación pigstol en lugar de pistol se repite en el momento más dramático de la obra: cuando todos lloran el fatídico desenlace y Gina, anegada en llanto, pronuncia pigstol. En esa ocasión Hjalmar no corrige a su esposa, constatación de que la tragedia lo ha derribado de sus ínfulas.

En Europa y a partir de la última década del siglo XIX, Ibsen se convirtió en inspiración para muchos dramaturgos. Su presencia en España ha sido escasamente estudiada, pero se ha señalado fehacientemente –desde los trabajos de Halfdan Gregersen hasta mi reciente contribución de título «Ibsen en España»– su profunda influencia en numerosos autores y obras. Especialmente curioso parece el rechazo que la obra de Ibsen inspiró a Pardo Bazán y a Ganivet, a quienes disgustaban las patologías psicológicas de algunos de sus personajes. En realidad, y como observaba Ganivet, la dificultad que las obras de Ibsen presentaban a los españoles venía a ser la misma que por aquel entonces señaló Brandes: sus intrincadas temáticas. Mas ello no le impidió granjearse la admiración de muchos, especialmente de Unamuno, cuyos dramas emulan casi constantemente los de Ibsen. Para Unamuno, la fuerza principal del teatro ibseniano residía en lo que denominó la «moral heroica», que podría sintetizarse como la defensa omnímoda y sempiterna de la verdad en todas sus acepciones. Trazos ibsenianos se han observado en Realidad (1892) de Galdós, Huelga de hijos (1893) de Enrique Gaspar, y en las obras de autores como Gregorio Martínez Sierra. Con todo, la influencia de Ibsen tuvo en Echegaray y en Unamuno sus más ilustres receptores. Importa recordar El hijo de don Juan (1892) de Echegaray, inspirada en Los espectros. También en O locura o santidad (1877) y Vida alegre y muerte triste (1885) se han identificado elementos de Brand. De Unamuno podría decirse que la casi totalidad de su teatro sigue de un modo u otro a Ibsen. Su primer drama, La esfinge (1898), emula en muchos respectos a Un enemigo del pueblo; El pasado que vuelve (1910) reproduce el tema del determinismo psicológico según se desarrolló en Los espectros; El otro (1926) emplea técnicas dramáticas de Los espectros.

Muy a pesar de su temprano éxito en Europa, El pato salvaje no entusiasmó especialmente a los espectadores y a los lectores españoles. La obra de Ibsen que de mayor difusión gozó en la España de entre siglos fue Los espectros. Con el tiempo, esta quedó desplazada por Casa de muñecas, mientras que otras como Hedda Gabler y Un enemigo del puebloadquirían rango de clásicos. Según los fondos de la Biblioteca Nacional, la primera traducción española de El pato salvaje aparece en 1899 (Madrid: A. Marzo), una segunda, en la antología Dramas, es publicada entre 1914 y 1926 (Madrid: Sucesores de Hernando), y una tercera en 1931 (Madrid: Prensa Moderna), además de otra en Iberoamérica en 1921 (Buenos Aires: Teatro Selecto). Desde muy temprano, los traductores optaron por traducir Vildanden como El pato salvaje, y también El pato silvestre. No obstante las traducciones que verían la luz en décadas posteriores, El pato salvaje no se llevó a un escenario teatral español hasta 1982. El estreno tuvo lugar el 13 de enero de 1982, en el teatro Lope de Vega de Sevilla. Esa misma producción llegó a Madrid, al Teatro María Guerrero, el 23 de ese mismo mes. Se trataba de una adaptación, a partir de una traducción francesa, de Antonio Buero Vallejo, quien en declaraciones a